El Otro lado del Cielo

«Tahi kula»


Un día me despertó un grito: «Tahi kula, tahi kula» («¡Marea roja, marea roja! »). Era algo que jamás había oído y me pregunté qué significaría. Una de las islas de Ha’apai es un volcán más o menos activo y los temblores ocurren bastante a menudo. Algunos de los temblores eran bastante fuertes, pero la mayoría eran suaves. La gente me explicó que de vez en cuando algún movimiento sísmico hacía que la marea bajara muchísimo (marea roja) y todos corrían a la orilla; para los isleños, la marea roja es el paraíso de un cazador de alimentos ya que, al bajar tanto y tan rápido, deja charcos de agua llenos de peces y otra vida marina, todos listos para pescar con la mano.

Sin embargo, noté que nadie se alejaba mucho de la costa; me dijeron que si lo hacían, podían quedar atrapados, ya que cuando la marea sube, lo hace muy rápido. Me maravilló observar su disciplina: lo que hacían era sencillamente no ir más allá de cierto punto, no obstante lo tentador que fuera el siguiente pozo. Además, me asombró la velocidad con la que subió la marea y me di cuenta de que si no hubieran permanecido cerca de la orilla, sin duda algunos se hubieran perdido. Los más pequeños se quedaban cerca de su madre y otros integrantes de la familia, y una vez más noté cuán diferente era la manera de pensar que se les estaba inculcando a causa de las circunstancias en las que crecían.

Las situaciones que vivía muchas veces me recordaban las ventajas y desventajas de esas sociedades más bien pequeñas y unidas, donde todos sabían todo de la vida de los demás. Una de las ventajas era la ausencia casi total de delitos, ya que, si alguien hacía algo malo, el pueblo entero llegaba a saberlo; otro punto a favor era el sentimiento de lealtad e identidad hacia la familia y la comunidad. Además, todos comprendían claramente qué se esperaba de ellos y qué lugar ocupaban y, de una u otra manera, cada uno cumplía una función; a algunos les gustaba y a otros no. Creo que, en mayor o menor grado, todas las personas sentimos algo así.

Uno de los aspectos negativos era la frustración de aquellos cuya personalidad parecía no encajar en el lugar que les habían asignado. El hecho de que los demás conocieran a fondo su vida les hacía sentirse muy oprimidos; muchas veces, los que integraban ese grupo deseaban irse a donde pudieran estar solos.

Cada tanto, algún tongano llegaba a Ha’apai con historias del mundo exterior, de autos y grandes ciudades, de trabajo y dinero y de  la vida en lugares donde las personas no se conocen e incluso lo ignoran a uno y lo dejan tranquilo. Para algunos, aquello era aterrador; para otros, era el paraíso.

Creo que una de las razones por las que los tonganos tienen problemas cuando van a las grandes ciudades es que no tienen allí una sociedad unida de la cual formar parte, como en las islas, en las que funciona tan bien; pero eso no existe en las grandes ciudades. El ser anónimo o desconocido es un concepto extraño en su entorno, y por eso, a algunos las pandillas y otras formas de unión falsa les parecen muy importantes.

Cuando leo las Escrituras, pienso que la sociedad a la cual aspiramos es mucho más similar a la sociedad tongana que conocí a mediados de los años cincuenta que a nuestra sociedad actual, acostumbrada a la vida de ciudad grande: distante y reservada, donde cada uno se ocupa exclusivamente de sus asuntos. Si Dios conoce nuestros pensamientos, nuestras acciones e incluso los deseos de nuestro corazón (véase Alma 18:32), y así es, entonces debemos acostumbrarnos a ser abiertos en nuestros tratos y no tratar de aparentar algo que no somos.

Ahora entiendo por qué Jesús fue tan duro cuando habló en contra de los hipócritas, no solo los de Sus días, sino los de todas las épocas. Cuando tratamos de ocultar nuestros pecados, cuando intentamos enmascarar nuestras ambiciones vanas o ejercemos control, dominio o coacción sobre cualquier persona con mucha o poca mala intención, dentro de lo cual se encuentra cualquier tipo de engaño (véase D. y C. 121:39-42), no existe ninguna posibilidad de que obtengamos verdadero poder, puesto que éste sólo proviene de Dios y lo recibimos por medio de la fe y la obediencia, no mediante las apariencias ni las palabras lisonjeras. Él desea que tengamos ese poder, pero lo obtendremos solamente si nuestra vida está en perfecta armonía con Sus mandamientos.

Llegaremos a ese estado poco a poco; el proceso de «línea sobre línea» quizá parezca frustrante y lento, o al menos de eso trata de convencernos Satanás, pero si tenemos fe (si reconocemos la mano de Dios en nuestra vida) y humildad (si estamos dispuestos a reconocer nuestros errores y la necesidad que tenemos de recibir ayuda) y nos arrepentimos constantemente (si mejoramos), nos adaptaremos a esa sociedad celestial aquí y en la vida venidera. Y repito, si logramos este ideal, se encontrará más cerca del modelo tongano que conocí que de los modelos que promovemos en la actualidad.

¡Me sentía tan bien cuando oía a los tonganos cantar de manera tan hermosa y los observaba bailar con tanta alegría y unidad! Tenía la sensación de que aquello por lo que estamos luchando incluirá más canto, baile, gracia y lealtad que lo que muchos de nosotros estamos acostumbrados a ver. Quizás entonces ellos se sientan más a gusto y eso les resulte más natural a los tonganos y a todos los polinesios, así como a otras personas que se hayan criado en las mismas circunstancias.

El concepto del cuerpo que tenían los tonganos también me resultaba muy interesante. A los que nacían con deformaciones o problemas mentales los consideraban parte de la sociedad y los aceptaban por lo que eran; normalmente, los trataban con respeto y los cuidaban con cariño.

Las debilidades de las personas (sobre todo las del cuerpo) se aceptaban abiertamente. Si bien se cometían muchos pecados, tal como en cualquier otra sociedad, me di cuenta de que entre los tonganos había menos hipocresía y no se esforzaban tanto por esconder sus transgresiones. Hay quien dice que, por lo general, los polinesios son mucho más permisivos en asuntos de moral que la gente de cultura occidental, pero no creo que eso sea cierto. Lo que pienso es que cuando se sepa toda la verdad, lo cual finalmente ocurrirá, en estos aspectos los tonganos tendrán bastante ventaja con respecto a otras culturas. Según mi experiencia, el vivir las leyes morales de Dios tiene mucho más que ver con las personas en particular que con la cultura en general.

Los tonganos ven el cuerpo no solo como la morada de nuestro espíritu, sino además como un medio para expresar gratitud a Dios por todo lo que Él nos da. De esa manera, su hermosa y hábil forma de cantar y bailar, con tanta gracia y refinamiento, puede a veces llegar a ser otro testimonio y otro medio de alabar a Dios. Además, son buenos oradores y poetas maravillosos, y no hay un solo tongano digno de llamarse tal que no pueda citar varios poemas. Por supuesto, algunos son mucho mejores que otros.

El ser corpulento era un punto en favor y no en contra. Recuerdo una ocasión en que unos amigos me pidieron que fuera al cine con ellos a fin de interpretarles la película. El presidente de la misión no me había dicho que no fuera y, como las películas allá eran un lujo en aquella época, casi todas las personas que vivían en la isla también fueron. En aquellos tiempos, ir al cine era todo un acontecimiento que no tenía lugar muy a menudo; en Niuatoputapu jamás habían mostrado una película y en Ha’apai solo recuerdo aquella en particular: la pasaron al aire libre, con un generador de energía y una sábana que hacía las veces de pantalla.

Mis amigos estaban interesados en verla porque habían escuchado que actuaba una hermosa estrella de cine estadounidense. A medida que avanzaba la película, no dejaban de preguntarme dónde estaba la hermosa dama; a eso respondía señalándoles cuál era, pero ellos pensaban que estaba equivocado. Cuando ya había pasado casi la mitad de la cinta, al fin aceptaron que esa actriz realmente era la «hermosa» dama de la que se había hablado, pero se sentían engañados; se volvieron hacia mí y me dijeron: «Esa mujer no es hermosa. ¡Es flaca!».

Traté de explicarles que en nuestra sociedad esa dama representaba el ideal que deseaban los hombres estadounidenses. Quedaron horrorizados. Una traducción aproximada de lo que me dijeron es: «Seguro que los  hombres estadounidenses serán más inteligentes. ¡Seguramente querrán una esposa y no una muñeca! Tienen que ser bastante inteligentes para saber que las muñecas no tienen ningún valor; en cambio, una buena esposa y madre vale su peso en oro». Como no tenía mucho para decir, me limité a escuchar.

Dado que era misionero, no estaba muy compenetrado con el romance o el matrimonio, excepto cuando se trataba de realizar casamientos y dar consejos cuando me los pedían. A menudo, hombres jóvenes me preguntaban qué me parecía Fulanita como posible esposa. Los miembros de la Iglesia buscaban en primer lugar fortaleza de testimonio y, muy de cerca, en segundo lugar, les interesaba la capacidad de tener hijos y de conservarse saludable. Definitivamente, el ser delgado era un inconveniente.

Recuerdo haber oído varias veces a algún joven que me decía con tristeza: «¡Ay, no puedo casarme con ella! Es demasiado delgada» o «Parece enferma». Yo trataba de convencerlos de que había otras cualidades que eran más importantes y que las jóvenes delgadas también podían tener bebés, pero ya tenían la idea bastante fija y no prestaban mucha atención a mi manera de razonar. Supongo que en eso reflejaban parte de su procedencia israelita, lo que me recordaba un pasaje del Antiguo Testamento en Proverbios 31:30: «Engañosa es la gracia y vana la hermosura; la mujer que teme a Jehová, ésa será alabada».

Tener hijos y familia era muy importante para los tonganos. La mayoría de las familias eran grandes y unidas; el tener seis, ocho, diez o doce hijos era normal; conozco a varias familias que tenían más de veinte de la misma madre. No había hijos no deseados ni hijos descuidados; incluso los que nacían fuera de los lazos del matrimonio eran aceptados por la toda familia y los cuidaban como a cualquier otro.

A veces «regalaban» niños, pero en un sentido diferente del que se pueda interpretar esa palabra. Muchas personas de occidente se horrorizan ante esta práctica, pero cuando se tienen en cuenta las circunstancias, es más fácil de entender: por ejemplo, si un matrimonio no podía tener hijos, algunos de los parientes que tenían muchos les «regalaban» uno o dos para que los criaran, como un pusiaki (especie de adopción). Ser pusiaki era lo mismo que cualquier otro tipo de hijo.

Una vez hice un comentario un poco negativo acerca de dar un hijo a otra persona para que lo criara y el matrimonio que daba al niño me dijo: «¡Es que usted no entiende! Estamos todos unidos. Nosotros confiamos en nuestra hermana, que no puede tener hijos de manera natural. Nuestro hijo se va a criar en buenas manos». Y luego me dejaron sin palabras cuando agregaron: «¿En su cultura serían tan crueles como para permitir que un matrimonio pasara por esta vida sin hijos siendo tan sencillo satisfacerles esa necesidad? Dios desea que nos ayudemos unos a otros y que cuidemos de los nuestros, ¡y eso incluye a toda nuestra familia!».

No pude responder o al menos sentí que no debía hacerlo. Traté de hacer lo que el Profeta aconsejó: enseñar principios correctos y dejar que las personas se gobernaran ellas mismas. Finalmente, tendrán que enfrentar a su Flacedor y rendirle cuentas a Él, tal como todos haremos. Si el deseo de ayudar y la falta de egoísmo son aspectos primordiales que nos llevan hacia la perfección, tengo la sensación de que algunos de ellos quizás estén mucho más avanzados en ese camino de lo que otros piensen.

Otra costumbre interesante era que los abuelos tuvieran una función importante en la crianza de un niño. Era normal que un matrimonio joven viviera con los abuelos o que éstos vivieran con ellos, y la división de responsabilidades era tal que mientras ambos padres trabajaban en la huerta, los abuelos se encargaban de criar, enseñar, capacitar y disciplinar a los niños y jugar con ellos. Cuando puse en tela de juicio esa costumbre, la abuela en cuestión me dijo que cuando su hija, la madre de los pequeños, fuera mayor y tuviera más experiencia, iba a realizar una mejor labor en criar a los hijos; y luego, con sus siguientes palabras, me hizo pensar mucho: «¿De qué sirven mi experiencia y mi vida si no puedo ayudar a criar a mis nietos?».

Los nietos sentían un profundo respeto por los abuelos y, a su vez, éstos sentían inmenso amor por los nietos. Supongo que eso se debía a la gran interacción que había entre ellos y que no parecía disminuir ni el amor ni el respeto que había entre padres e hijos. Las ventajas de este estilo de vida en familia eran muchas.

La Iglesia enseña los conceptos correctos de que la familia es importante y es eterna. Debemos hacer algo más que simplemente comprender el concepto: debemos poner en práctica los principios que permitirán que éste se vuelva realidad. Hemos oído la frase que dice: «El futuro es de quienes se preparen»; yo he parafraseado ese dicho: «El futuro es de los que estén presentes». Uno no tiene que mirar muy lejos para darse cuenta de cuáles son las culturas que no mantienen intactas a sus familias y que no se reproducen, a fin de saber quiénes son los que «estarán presentes» en las generaciones futuras.

A Ha’apai llegaban muy pocos turistas; sin embargo, una vez llegó un yate de turistas que se quedó unos días. Varios miembros me preguntaron si sabía de una «pobre mujer» que se encontraba en el yate, que no tenía mucha protección de los rayos solares y que obviamente estaba enferma, pues se pasaba tirada en la cubierta del barco, casi sin ropa, mientras el sol brillaba en todo su esplendor; se preguntaban qué podían hacer por ella. Yo no logré convencerlos de que realmente hay en este mundo personas a quienes les gusta tomar el sol; para ellos era inconcebible que alguien en sus cabales quisiera hacer eso.

Creo que para las personas blancas el lograr que su piel sea más oscura o esté más bronceada debe de ser más importante que los riesgos que se corren al hacerlo. A pesar de la explicación que les di, los tonganos seguían pensando que la mujer debía de estar loca, enferma o ambas cosas. La gente de Tonga trata de protegerse del sol tanto como es posible; el color de piel que prefieren es más bien claro y no oscuro. He oído decir que los padres tonganos hacen que sus niños jueguen en cuevas y bajo techo todo el día a fin de que crezcan menos expuestos al sol. Me imagino que la mayoría de nosotros valoramos más aquello que no tenemos y le restamos valor a lo que nos resulta común.

Los tonganos eran muy conscientes de su estatus y todos trataban de establecer algún contacto con el rey, con personas de la nobleza u otras de noble cuna. Durante el tiempo que estuve allí, el sentimiento de lealtad a la realeza era muy profundo y sincero; todos querían a la reina y sentían por la familia real un respeto reverencial que se extendía a casi todos los aspectos de la vida. El único cariz negativo del que yo estaba al tanto era que cuando las personas creían en la Iglesia verdadera, no podían alejarse completamente de «la iglesia de la reina» porque no deseaban ser desleales. Por mucho que me esforzara, había gente que no lograba captar la diferencia entre ser leal a un monarca terrenal y ser leal a un monarca celestial. En Tonga había, y todavía hay, libertad religiosa, y muchas personas se unían a la Iglesia cuando obtenían el testimonio, a pesar de la presión social.

En las aldeas tonganas, parecía que todos sabían cuál era la función que debían cumplir; si alguien no estaba contento con el papel que le había tocado, casi nunca lo demostraba. Cada uno respetaba las responsabilidades de los demás y a toda persona le llegaba el momento de «lucirse». En nuestra sociedad, respetamos a los que tienen riquezas, capacitación o un puesto importante, como los presidentes de compañías, los médicos o los alcaldes o intendentes; en cambio, según la jerarquía de las aldeas de Tonga, el punaki (el poeta, cantante, director de coro, bailarín o coreógrafo más respetado y talentoso) era quien se encontraba en la cima. A ellos les encantan las personas que tienen esos talentos y, si alguien es bueno en eso, no tiene por qué preocuparse por la comida, la ropa ni otras necesidades.

Recuerdo que en una ocasión llamé a un hombre para que fuera presidente de rama; él me preguntó si el puesto de director de coro ya estaba ocupado; cuando le dije que sí, dejó escapar un suspiro y aceptó el llamamiento «inferior» de presidente de rama. A los santos tonganos les encantaba cantar en un coro y no era nada fuera de lo común que asistieran más personas a los ensayos del coro que tenían lugar después de las reuniones de la Iglesia que a la reunión sacramental.

Las competencias y los festivales de coros atraían a grandes multitudes y se asemejaban un poco a los eventos deportivos de nuestra sociedad en cuanto a interés, participación, etc. Los miembros cantaban los himnos casi exclusivamente de memoria y con muchísima fuerza y sentimiento; aunque no había ni pianos ni órganos, la armonía perfecta de la congregación y los coros (que eran prácticamente lo mismo) me hacía sentir que escuchaba el sonido más majestuoso que pueda existir sobre la tierra: el de un órgano de tubos humano.

Dado que era extranjero y misionero, no estoy seguro de cómo me veían los tonganos; sin embargo, sentía que me querían y respetaban; admiraban a todos los misioneros y eso nos hacía sentir más la responsabilidad de ser prudentes en todo lo que hiciéramos. Una de las funciones que me tocó desempeñar en Ha’apai, algo que no busqué ni me gustaba mucho, era calmar a uno de los borrachos perennes del lugar. La mayoría de la gente no tenía dinero para comprar bebidas alcohólicas y les tenían miedo a los efectos secundarios de la cerveza de arbusto y otras bebidas más baratas; pero había una persona que no era miembro de la Iglesia, que parecía tener dinero suficiente y tomaba en exceso bastante a menudo. Sin que se supiera por qué, cuando estaba ebrio, comenzaba a deambular por las calles gritando muy fuerte; eso molestaba a los demás, que entonces me pedían que hablara con él; una vez que volvía a estar sobrio le hablaba, pero eso no tenía mucha influencia y él seguía tomando.

No sé por qué, una vez que se emborrachó empezó a deambular por las calles gritando: «¡Kolipoki, Kolipoki!». Intenté hacer caso omiso de él ya que sabía que aunque le hablara, estando borracho no le iba hacer ningún bien, pero llegó un momento en que gritaba tan fuerte que salí y le dije: «¡Aquí estoy; entre!».

Entró, se tranquilizó y se echó a llorar. Tuvimos una linda charla. No estoy seguro de cuánto haya entendido él pero se calmó y poco después se durmió. La gente quedó tan contenta (incluso la esposa) que ese día adquirí automáticamente un nuevo papel: Cuando yo me encontraba en la isla los días en que él bebía demasiado, quizás una vez cada uno o dos meses, tenía la responsabilidad de hablar con mi amigo hasta que comenzara a llorar y se durmiera. No sé si aprendí algo de esa experiencia ni estoy seguro de haber hecho algún bien, pues no creo que la situación haya cambiado mucho; pero a pesar de eso, me complacía sentir que al menos trataba de ayudarle; además, las personas del pueblo también estaban agradecidas.

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