El Otro lado del Cielo

El viaje de regreso


Durante los últimos días y noches había estado casi todo el tiempo despierto y estaba tan agotado física y emocionalmente que, poco después de salir del puerto de Pangai e introducirnos en océano abierto, me desplomé y caí en un sueño profundo. Dormí la mayor parte de ese día y de esa noche y parte del día siguiente.

Por supuesto, de vez en cuando me levantaba, sobre todo porque teníamos reuniones espirituales de mañana y de noche, pero no podía deshacerme de una sensación de cansancio aplastante. Cuando uno está cansado, la noche y el día parecen fundirse en uno y el descanso, en vez de la hora, es lo más importante.

Durante la noche, me despertaba varias veces y charlaba con el capitán, como era mi costumbre durante las travesías largas. Era un hombre bueno y un marino muy hábil. En ningún momento mencioné el precio excesivo que me había cobrado por el alquiler del barco, pero percibía que él estaba un poco incómodo; yo no tocaba el tema, sino más bien trataba de preguntarle sobre su vida, su familia y su futuro. Cuando se dio cuenta de que estaba interesado en él y no en pedirle que me devolviera algo del dinero, se relajó un poco y tuvimos algunas charlas muy buenas: hablamos acerca de Dios, del viento, el océano, las corrientes; sobre las familias, el precio de la copra, las huertas y las embarcaciones; acerca de la Iglesia y la autoridad del sacerdocio, y sobre muchas otras cosas.

Después de charlar un rato con el capitán, me acostaba y dormía hasta que un repentino cambio en el viento o un movimiento inesperado o una fuerte ola que chocaba contra el barco me despertaban; entonces me levantaba e iba a charlar otro rato con él. En general, fue un viaje tranquilo y dormí durante casi toda la travesía.

Años más tarde, me encontré con un hombre mayor en una conferencia de estaca, en Tonga, y me preguntó si me acordaba de él; aunque me parecía conocido, no estaba seguro de quién era; me explicó que él era el capitán que me había cobrado mucho dinero por llevarme en el barco que iba de Pangai a Nuku’alofa y entonces lo recordé. Siguió diciéndome que siempre le había molestado el hecho de haberse aprovechado de un misionero que necesitaba ayuda. Según sus propias palabras: «Lo que más me molestaba era que usted no se hubiera quejado más, pero cuando me di cuenta de que estaba interesado en mí y en devolver bien por mal, decidí que algún día investigaría la Iglesia. Me llevó muchos años pero finalmente lo hice. Mi esposa y yo estamos sellados en el templo; ahora soy sumo sacerdote y serví durante algún tiempo en el sumo consejo. Gracias por no haberse enojado conmigo». La verdad es que en aquel momento me había enojado, pero me alegraba de no habérselo demostrado y de que el Espíritu me hubiera inspirado a no preocuparme más por el asunto en aquel momento.

Durante las primeras horas de la tarde del día siguiente, me despertaron y me dijeron que Tongatapu ya estaba a la vista y que estaríamos llegando a media tarde, dentro de la hora que le había prometido al presidente de la misión. Antes de atracar, abrí la bolsita y conté el dinero que había juntado; verifiqué la lista de pasajeros y de carga para asegurarme de que todos hubieran pagado, y así era. Cuando sumé la cantidad que había recibido, ascendía a la suma de £54,10,6 (libras esterlinas), ¡casi £15 más de lo que había tenido que pagar por el alquiler del barco! Estaba maravillado; medité sobre la impresión que había tenido y el telegrama que le había enviado al presidente de la misión, en el cual le decía que le devolvería el dinero. Quizá parezca algo sin importancia pero, si tenemos en cuenta las circunstancias de ese momento, para mí fue un verdadero milagro.

Mientras entrábamos lentamente al puerto de Nuku’alofa, no encontraba la manera de expresar a Dios toda la gratitud que sentía por el viaje seguro, la llegada puntual y el cumplimiento de las impresiones que había sentido; una vez más traté de expresar todo mi agradecimiento por la experiencia de incalculable valor que había sido ser misionero a Su servicio, saber y sentir Su poder y Su bondad y conocer el amor y la misericordia del Salvador. Esos sentimientos de gratitud, que eran inmensamente profundos, volvían una y otra vez y provenían de un lugar tan íntimo de mi ser que, cuando finalmente atracamos, una vez más me hallaba física y emocionalmente agotado y casi tan débil como cuando partimos de Ha’apai.

El presidente de la misión estaba en el muelle para recibirnos, ya que algunos de los miembros habían visto que nos acercábamos y le habían dado la noticia. Allí cerca, en el puerto, también se encontraba el SS Tofua. ¡Qué barco gigantesco comparado con nuestro velerito! De todos modos, pensé, nuestro fuerte velero podría ¡levarnos a destino y ofrecernos la misma seguridad. Pensé en las largas travesías de los polinesios de la antigüedad y, una vez más, me di cuenta de que ellos estaban igual de preparados y eran tan habilidosos como nuestros ingenieros, constructores de barcos o capitanes modernos.

Lo primero que hice fue entregarle al presidente de la misión las £54,10,6 (libras esterlinas) y le dije que con eso le devolvía sus £40 más los intereses del Señor, y que hiciera lo que quisiera con el dinero extra pero que ni pensara en dármelos a mí ni al capitán. Él sonrió y me contestó: «¿Además me lee la mente?». Nos reímos, puso el dinero en el bolsillo y luego fuimos a la casa de la misión para tener la última entrevista.

En aquella época, los presidentes de misión relevaban a los misioneros en el campo misional así que, después de una entrevista muy especial, el presidente me entregó mi certificado de relevo junto con el pasaje para el SS Tofua, el cual, camino a Nueva Zelanda, pasaba por Vava’u; Niue; Pago Pago, Samoa; Apia, Samoa; y Suva, Fiji.

Le agradecí todo lo que había hecho para ayudarme. Me di cuenta de que probablemente la ayuda más grande que me había dado había sido el depositar su confianza en mí. Sentía profundamente que él era un buen hombre; lo amaba y lo respetaba, y se lo dije. Feki estaba cumpliendo una asignación de construcción en otra isla, así que esa noche me quedé en la casa de la misión.

Al otro día, por la mañana, cuando estaba por embarcarme en el Tofua, había una gran multitud; no entendí a qué se debía, ya que no conocía prácticamente a nadie en Tongatapu. Cuando me dijeron que el príncipe Tungi y la princesa Mata’aho iban a tomar el mismo barco, finalmente entendí. Le hice la broma al presidente de la misión diciéndole que me había organizado “una gran despedida”. Todo parecía estar en orden y pronto estaríamos en camino.

El presidente me pidió que hablara en algunas reuniones en Vava’u y en Niue, camino a Nueva Zelanda; fue un placer hacerlo. Además, gocé de la compañía del príncipe y de la princesa durante el viaje. Una noche, el mar estaba muy agitado y, poco a poco, todos fueron saliendo del comedor hasta que el príncipe Tungi y yo éramos los únicos que quedábamos. No sé por qué ni él ni yo nos sentíamos mal; charlamos, nos reímos e incluso tocamos el piano por un largo rato. El príncipe tocaba muy bien y yo todavía recordaba algunas piezas, a pesar de que hacía casi tres años que no lo tocaba. Tocar aquel piano fuertemente encadenado, en medio del mar turbulento, era como intentar montar un caballo mientras corcovea. Nos divertimos mientras charlábamos, nos reíamos e intentábamos pegarles a las notas correctas. Finalmente, nosotros también nos retiramos.

Mi padre me había enviado un telegrama en el que decía que se encontraría conmigo en Nueva Zelanda una vez que terminara la misión; cuando llegamos a Suva, Fiji, recibí otro que decía que estaba en Nadi y que tomaría un vuelo desde allí hasta Auckland, Nueva Zelanda. El barco iba a pasar un día en Suva, así que en seguida llamé al Aeropuerto Internacional de Nadi, que está del otro lado de la isla; le expliqué mi situación a la persona que me atendió y le pregunté si habría alguna manera de que mi padre pudiera ir hasta Suva y que desde allí nos fuéramos juntos a Nueva Zelanda en el Tofua, o si yo podría ir a Nadi y desde allí tomar un vuelo con él que nos llevara hasta Nueva Zelanda.

El personal de la aerolínea Air New Zealand fue muy servicial y me dijeron que se fijarían y me avisarían. Más tarde, me avisaron que mi padre ya había tomado un vuelo para Nueva Zelanda la noche anterior pero me dijeron que, si yo lo deseaba, aceptarían mi pasaje del buque como pago y que podía tomar un vuelo que fuera a Nueva Zelanda esa misma noche; si así lo hacía, me ahorraría dos o tres días de viaje. Decidí que eso iba hacer. Sabía que el precio del pasaje aéreo era más alto que el del buque, pero cuando tomé el gran avión de Air New Zealand y me di cuenta de que era el único pasajero, ¡entendí por qué habían aceptado mi pasaje del barco con tanto entusiasmo!

Llegué a Nueva Zelanda la mañana siguiente y tomé un taxi que me llevó hasta la casa de la misión. En el hemisferio sur era invierno y tenía mucho frío; sin embargo, volver a reunirme con mi padre fue una experiencia tan cálida que el frío no me molestaba en absoluto. Los abuelos de mi padre se habían convertido y bautizado en Christchurch, Nueva Zelanda, y habían emigrado a los Estados Unidos durante la década de 1870; eran los únicos integrantes de su familia que se habían unido a la Iglesia, así que todavía teníamos muchos parientes en Nueva Zelanda.

Fue muy agradable buscar y visitar familiares, ninguno de los cuales era miembro de la Iglesia en ese momento. Tuvimos algunas charlas muy buenas y conseguimos mucha información genealógica y de historia familiar. Visitamos algunos cementerios, nos encargamos de que colocaran lápidas más apropiadas y tuvimos muchas experiencias maravillosas y reconfortantes. Hay un sentimiento especial al visitar las tumbas de antepasados que se encuentran en tierras lejanas; se siente un parentesco o vínculo que resulta difícil explicar.

Después de pasar un tiempo en Nueva Zelanda, tomamos un vuelo que nos llevó hasta Australia y allí mi padre me propuso que, en el viaje de regreso a casa, pasáramos por India, Medio Oriente y Europa. Aunque había disfrutado mucho de trabajar en nuestra historia familiar mientras estuvimos en Nueva Zelanda, la idea de ser turista o sencillamente pasear no me llamaba particularmente la atención. Empezaba a sentirme cansado y lo único que quería era llegar a casa. Además, estaba ansioso por volver a ver ajean.

Por eso le expliqué que, aunque agradecía su amabilidad, si a él le parecía bien, lo que deseaba era tomar el siguiente avión que fuera directo a los Estados Unidos; le dije que me gustaría regresar a Idaho Falls, acomodarme y simplemente quedarme allí y no volver a viajar nunca más. Él me sonrió con complicidad y me dijo que esos eran deseos buenos, pero que probablemente todo resultara diferente. Gentilmente aceptó mi pedido e hizo los arreglos necesarios para cumplir con él, así que, después de unas paradas de reabastecimiento en la Isla Kanton y en Hawai, aterrizamos en Los Ángeles dos días más tarde.

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