El siguiente paso
¡Cuánto ruido y movimiento había en Los Ángeles! Si bien había estado en Nueva Zelanda, Australia y Hawai durante algunos días, todavía me aterrorizaba ver tanta gente, tantos autos y que todo y todos se movieran a tanta velocidad. El inglés me resultaba extraño también; sin embargo, lo que más incómodo me hacía sentir era el color pálido de la piel de las personas y los movimientos apurados y el ritmo veloz de todo lo que me rodeaba.
Teníamos varios parientes en la zona de Los Ángeles y fuimos a visitarlos; cuando llegamos a la casa de mi tía y tuve un teléfono cerca, lo primero que hice fue llamar a Jean. Tuvimos una larga charla y le pregunté qué iba a hacer esa noche; ella me dijo que iría a la Mutual y me preguntó si quería ir. «Por supuesto que sí —contesté—. Nos vemos esta noche». Me parecía que todavía recordaba cómo llegar hasta su casa.
Fui con papá a visitar a otras personas y, cuando el sol ya estaba bastante bajo, le dije que le había prometido a Jean que nos veríamos en North Hollywood e iríamos juntos a la Mutual.
—¿A qué hora es la Mutual? —me preguntó.
—A las siete y media de la tarde. ¿Cuánto lleva llegar hasta allí?
—No mucho, pero ¿sabes qué hora es?
—No. No tengo reloj, pero el sol está bajo, así que deben de ser como las seis de la tarde.
—Estamos en el hemisferio norte ahora —me respondió—. ¡Son casi las nueve de la noche!
Casi me desmayo. Por primera vez le había prometido algo ajean y ¡había faltado abiertamente a mi promesa! Pregunté si podíamos ir a North Hollywood de todos modos y así lo hicimos.
Cuando llegamos a North Hollywood, la Mutual había terminado hacía rato, pero Jean me estaba esperando en su casa. ¡Qué maravilloso fue volver a hablar con ella! A pesar de que había pasado casi tres años ausente, me sentía muy cómodo estando con ella y eso me hacía mucho bien. Como ya era tarde, acordamos encontrarnos y charlar al día siguiente; yo le prometí que me compraría un reloj o pediría uno prestado y no volvería a faltar a la próxima cita. Me disculpé con ella por haberla hecho esperarme durante tanto tiempo, lo cual, según han resultado las cosas, podría perfectamente haber sido un presagio de lo que habría de venir.
Al día siguiente, mi padre me dijo que tenía otras cosas que hacer y que me podía llevar el auto para ir hasta North Hollywood y regresar una vez que hubiera terminado. Yo estaba muerto de miedo, ya que hacía tres años que no manejaba un auto y me aterrorizaba volver a hacerlo, ¡sobre todo en esas locas autopistas de Los Ángeles! Es difícil de entender, pero cuando uno no ha estado rodeado de autos y solamente ha caminado, montado a caballo o viajado en veleros durante tres años, la velocidad y el poder de los autos es algo que produce mucho miedo. De todos modos, finalmente las ganas que tenía de ver ajean superaron el temor que tenía de manejar y me enfrenté a las autopistas y llegué a North Hollywood sano y salvo y a tiempo. Pasamos la mayor parte del día conversando, yendo de aquí para allá, caminando, hablando y simplemente disfrutando de estar juntos. Esa noche, cuando regresé a la casa de mi tía, papá me preguntó cómo me había ido.
—Genial —dije—. He decidido que me casaré con Jean.
—Ah, ¿sí? Qué interesante. ¿Y qué dice ella al respecto?
—En realidad todavía no he hablado con ella de eso, pero estoy seguro de que estará de acuerdo.
¡Qué arrogantes somos los hombres a veces!
Papá me dijo que no debía dar nada por sentado ni suponer cosas de las que no estaba seguro. No pude decir mucho, ya que sabía que tenía razón; sin embargo, yo estaba seguro.
Al otro día, mi padre y yo partimos hacia Idaho Falls y con Jean acordamos que seguiríamos escribiéndonos. Cuando llegamos a casa, nos encontramos con una populosa recepción de padres, hermanos, hermanas, familiares, amigos y vecinos. ¡Qué lindo era estar en casa! La agenda de la reunión sacramental estaba llena durante las semanas que seguían, así que pospusieron la bienvenida de la Iglesia para aproximadamente un mes más tarde. Aunque durante los primeros días disfruté mucho de estar de nuevo en mi hogar, al poco tiempo ya quería regresar a North Hollywood; mis padres estuvieron de acuerdo y entonces viajé en tren hasta Los Ángeles.
Durante el viaje iba preguntándome qué debía hacer. Sabía que la tradición era dar a la mujer un anillo de diamantes para el compromiso, pero también sabía que no tenía dinero, por lo cual tendría que pensar en una alternativa. No se me ocurría nada muy profundo, así que decidí que lo único que quedaba por hacer era decir la verdad: simplemente le diría a Jean que la amaba, que quería casarme con ella y que no tenía mucho para ofrecerle, excepto mi amor y mi vida.
No entraré en detalles, pero Jean consideró mi propuesta cuidado-samente y orando al respecto y, una vez que hubo recibido su propia confirmación, aceptó. Esa noche miramos al cielo, escogimos una estrella a la cual llegar y nos comprometimos el uno con el otro y con el Señor por la eternidad.
Pasamos algunos días haciendo planes y viendo de qué manera y en qué momentos haríamos lo que teníamos que hacer, y resolvimos cancelar el contrato de enseñanza que Jean tenía para ese otoño. Su padre tenía un compromiso especial por un contrato con la defensa aeronáutica y la fecha libre más próxima de que disponía era el 6 de septiembre. El Templo de Los Ángeles estaba abierto en esa fecha, así que esos serían nuestro lugar y nuestra fecha de casamiento.
Debo recalcar que ésta no fue una decisión tomada de improviso; Jean y yo habíamos sido amigos cinco años, durante los cuales habíamos salido los dos años que asistimos a la universidad y nos habíamos escrito los tres años que estuve en la misión; debido a eso, aunque antes no habíamos hablado abiertamente de casarnos, sabíamos bastante bien qué sentíamos el uno por el otro.
Tuvimos una fiesta en la que anunciamos nuestro compromiso y en la cual pude conocer a muchos de los amigos de Jean. Elablamos mucho e hicimos muchos planes también pero, sobre todo, disfrutamos de la mutua compañía.
Regresé a Idaho Falls para trabajar y prepararme para mi discurso de regreso, para nuestro casamiento y la universidad, y le pedí ajean que fuera a mi reunión de bienvenida; aunque creo que no son muchos los misioneros que presentan a su prometida en la reunión de bienvenida de su barrio, eso fue lo que hice yo.
Elegimos un par de alianzas de casamiento económicas: pasaron once años y seis hijos antes de que le regalara un anillo de diamantes.
Jean recibió su investidura en el Templo de Idaho Falls, conoció a muchos de mis familiares y amigos y luego regresó a North Hollywood para terminar con los preparativos de la boda junto a su familia. No mucho tiempo después, partimos con mis padres hacia Los Ángeles para nuestro gran día en el templo: el 6 de septiembre.
Recuerdo muy bien ese día: estaba hermoso en Los Ángeles; llegué temprano al templo con mis padres y noté la belleza del edificio, de los árboles, el césped, las flores y el cielo; sin embargo, todo eso perdió su encanto comparado con la belleza de mi reina Jean al llegar con sus padres y bajarse del auto. Entramos al templo del brazo y yo me sentía el hombre más afortunado y feliz sobre la faz de la tierra; en cuanto a Jean, me parecía que ella también estaba contenta.
La ceremonia fue corta, encantadora e impactante. El presidente Bo- wring ofició maravillosamente y las palabras, las promesas y el significado de esa ceremonia perfecta fueron literalmente de otro mundo. Asistieron muchos parientes y amigos y todos comimos juntos en el comedor del templo después de terminada la ceremonia. ¡Qué momento maravilloso!
Cuando salimos del templo, acompañé ajean hasta el automóvil de sus padres y le dije que tenía que hacer algunos recados y alquilar algo de ropa para la recepción; le expliqué que iría con mis padres, ella podría ir con los suyos y nos veríamos esa noche en el salón cultural de North Hollywood. En ningún momento me di cuenta de que, según su punto de vista, era como si la estuviera abandonando, al menos temporalmente, ¡justo inmediatamente después de habernos casado! No sé qué habrá pensado ella exactamente, pero se limitó a dedicarme una hermosa sonrisa y me contestó: «Está bien. Nos vemos dentro de un rato».
Recogí el traje que había alquilado, mi valija, le pedí prestado algo de dinero a papá y le pregunté si podía usar el auto por unos días. Tanto él como mamá me apoyaron en todo momento. Fuimos en auto hasta la casa de Jean en North Hollywood y, casi de inmediato, fuimos al salón cultural del barrio para la recepción. Fue una noche hermosa en que estuvimos con amigos y familiares; no obstante, la mejor parte fue estar con Jean.
Después de la recepción, volvimos a su casa para hacer las maletas y cambiarnos; su padre me preguntó una y otra vez adonde iríamos de luna de miel, pero yo ni siquiera había pensado en eso. Todavía no me había acostumbrado a la idea de planear mucho por adelantado; supongo que se debía a que todavía recordaba que un pequeño cambio en el viento, una pequeña rotura en la vela o un agujero en el bote podían retrasar horas o incluso días la llegada o el momento de partida; por eso pensaba que no tenía sentido molestarse en hacer planes muy detallados o específicos: solo eran una ilusión y una pérdida de tiempo.
Su padre volvió a preguntarme y finalmente caí en la cuenta de que era tarde, estaba casado con Jean y nuestras maletas estaban en el auto, por lo cual ¡realmente teníamos que tener algún lugar adonde ir! Aunque tenía un plan general, no me había preocupado por los detalles. Me resultaba muy difícil conciliar esos dos mundos. Al final, les expliqué que la verdad era que no había pensado adonde iríamos. Probablemente Jean habría dado por sentado que yo tenía todo resuelto y que la sorprendería con los detalles. Le dije a su padre: «Pienso que manejaremos por la autopista y allí decidiremos ». Parecía horrorizado. Me imagino que se estaría preguntando si estaba bromeando, si era tonto o qué; viéndolo tan preocupado, le pregunté si tenía alguna sugerencia.
Cuando se dio cuenta de que estaba hablando en serio al decirle que no tenía nada planeado, me pidió que esperara allí donde me encontraba. Su vecino, que no era miembro de la Iglesia, tenía una linda cabaña en la playa, en Lido Isle, que se encontraba en Balboa Beach. No sé cuáles fueron los arreglos que hizo, pero en seguida regresó con un juego de llaves y algunas indicaciones, por lo cual me sentí de lo más agradecido.
Nos despedimos de todos y partimos en el auto. Mientras íbamos manejando por la autopista hacia el condado de Orange, toda clase de pensamientos pasaron por mi mente. Recordé algunos de los sentimientos que había tenido tres años atrás, cuando era misionero allí, y muchos nombres de localidades que veía en los carteles comenzaron a parecerme conocidos. Las autopistas no están tan llenas por la noche y, bajo la luz de la luna, me parecía que tenía un timón entre las manos y que estaba navegando por un mar plateado con una brisa perfecta que llenaba las velas; solo que esa vez era mejor, ya que mi bella esposa estaba a mi lado. Me hubiera gustado poder seguir navegando eternamente. Traté de compartir esos sentimientos con Jean, pero me resultó imposible hacerlo con las palabras que me proporcionaba el inglés.
Entonces Jean dijo: «Tenemos que tomar la próxima salida ». Yo estaba en un mundo de ensueño, de regreso en mis amadas islas; no quería salir de la autopista, ni en ese momento ni nunca, ni hacer nada que rompiera esa ensoñación, pero ella insistió en que teníamos que doblar a la derecha allí o no llegaríamos a la cabaña. «Menudencias —pensé—; ¡siempre interfieren con las cosas importantes!». Volví a la realidad y seguí las indicaciones de Jean. Poco después, llegamos a una encantadora cabaña.
La luna de miel de todas las parejas es íntima y muy personal. Lo único que puedo decir es que fue maravillosa. Pasamos unos días gloriosos en Balboa Beach y luego manejamos hasta Idaho Falls para tener otra recepción; después volvimos a Provo, donde me inscribí en la universidad. En los caminos de ida y de regreso, fuimos a los templos de Saint George, Manti y Logan. Todo fue hermoso. Tenía a Jean junto a mí, ¡qué más podía querer!
A pesar de que tenía mis pensamientos puestos en Jean y en la uni-versidad, a menudo pensaba en Tonga y en las lecciones que allí había aprendido. Recuerdo haber dicho que no cambiaría las experiencias que había tenido allí ni por un millón de dólares. Me di cuenta de que Tonga, el idioma que allá se hablaba, la gente que allá vivía y la obra misional constituían un mundo; y que el estar en los Estados Unidos, ir a la universidad, ser casado y trabajar para ganarme la vida eran parte de otro mundo. Aunque me costaba mucho conciliar esos dos mundos, sabía que eso era lo que debía hacer. Encontraba similitudes en todas partes y empecé a darme cuenta de que allí mismo en Provo o en cualquier otro lugar, espiritual o temporal, hay dos mundos diferentes, cosas eternas y otras que no son eternas. Sabía que jamás podrían equipararse la paz interior y el entendimiento, o la fuerza y la certeza espirituales, con la fama, la ostentación, el aprendizaje, el dinero ni nada que esté limitado a este mundo. Sabía que la paz se obtiene por hacer lo correcto y que el poder verdadero solo proviene de la obediencia a Dios, quien nos da potestad para amar, ayudar y prestar servicio.
¡Otra vez volví a pensar en qué bendición maravillosa es la misión! ¡Qué gran oportunidad para servir a Dios y, al hacerlo, aprender a amarlo y a estar más cerca de Él! De esto se deduce que el servicio es la clave. ¡Qué gran bendición recibir un llamamiento para servir!
Finalmente me di cuenta de que el matrimonio y la familia son una misión y, por ende, una oportunidad para amar, prestar servicio y acercarnos a Dios. La idea de trabajar para ganar dinero y de estudiar con el fin de tener un buen trabajo continuaba siendo difícil para mí, pero sabía que tenía que seguir adelante con mi vida; siempre y cuando tuviera una buena actitud e hiciera lo correcto, mi misión jamás terminaría. Esa era una buena idea. Percibí que, en realidad, nuestra vida entera es una misión, una oportunidad para amar y servir a Dios por medio del amor que demos a otras personas y el servicio que les prestemos; eso era algo que podía aceptar a fin de seguir avanzando.
Sabía que jamás olvidaría Tonga, pero estaba decidido a dedicarme por completo a mi matrimonio, mi familia y las oportunidades que se me presentaran en el futuro, tal como había hecho en la misión.
Me di cuenta de que no estaba más preparado para el matrimonio o para la familia de lo que había estado para la misión; ambos compromisos conllevaban responsabilidades que superaban ampliamente mis habilidades. Sin embargo, también sabía que Dios me había dado la fortaleza, la protección y el entendimiento que necesitaba para cumplir con las responsabilidades de la misión, y por eso confiaba en que Él me daría la fortaleza, la protección y el entendimiento necesarios para cumplir con las que atañían a mi matrimonio y mi familia.
Al hablar con otras personas y escuchar sus comentarios, era consciente de que, en parte, me veían como un «improvisado»: alguien que avanza sin lo que algunos podrían considerar planificación apropiada. Yo esperaba no estar apresurándome demasiado; de hecho, no sentía que lo estuviera haciendo. Siempre me he identificado con Nefi, cuando dijo (1 Nefi 4:6): «E iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que tendría que hacer».
Lo pensé detenidamente y sentí paz en mi corazón y en mi mente. Junto con otras anotaciones, escribí lo siguiente en mi diario personal: «Comencé la siguiente etapa de la obra misional. Estoy seguro de que la disfrutaré: El 6 de septiembre de 1957 me casé con Jean Sabin en el Templo de Los Ángeles y hemos comenzamos el proceso de vivir felices para siempre».
El siguiente paso ya había comenzado.
























