El Otro lado del Cielo

Los comienzos


El salióte se acercó. Feki fue a mi encuentro y me explicó que, a pesar de que el telégrafo estaba roto y los miembros no sabían que estábamos por llegar, estaban contentos de tenernos allí. Le había llevado algún tiempo encontrar al presidente de la rama, otro tanto conseguir el caballo, después hallar un arnés, enganchar el carro y un buen rato llegar desde Vaipoa, más que nada porque el caballo andaba a su propio paso, que variaba entre lento y muy lento.

Cargamos nuestras cosas en el carro. Feki me presentó al presidente de la rama, quien me cubrió de abrazos y besos tonganos (se frotan nariz con nariz y mejilla con mejilla); hacía unos días que no se afeitaba, ¡así que mi cara fue sometida a un lijado profundo!

Finalmente llegamos a Vaipoa, donde vivía la mayor parte de los miembros. Nos alojaron en un extremo de la casa del presidente de la rama. A pesar de que yo estaba cansado y solo quería dormir, era obvio que no habría nada de eso hasta que prepararan una gran comida para nosotros. Nos sentamos al aire libre en el piso, con las piernas cruzadas, en un gran semicírculo, con varias cáscaras de coco humeantes a nuestro lado, las cuales, supuestamente, servían para mantener alejados a los mosquitos.

Comimos y hablamos. Estaban consternados porque yo no hablaba tongano y no podía contestar sus preguntas: «¿De dónde es? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿De qué edades? ¿Cómo se llama su padre? ¿Qué títulos posee? ¿Cuál es el tamaño de su isla? ¿Quién tiene más puercos allá? ¿Desde cuándo es miembro? ¿Qué tipo de pescado le gusta? ¿Por qué no habla tongano?». Feki les explicó todo lo que sabía y, aparentemente, se quedaron satisfechos.

Finalmente, después de un tiempo que pareció una eternidad sobre todo para mis piernas cruzadas, alguien comentó que quizá yo estuviera cansado y quisiera irme a dormir; estuve totalmente de acuerdo. Intenté ponerme de pie, pero no pude, porque se me habían dormido las piernas; eso provocó algunas risas. Me mostraron dónde estaba el excusado, afuera, el lugar de la tina para bañarme, la ubicación del pozo para sacar agua y dónde estaban la estera, la manta y la almohada que iba a usar. Había muchos árboles de ceiba, los cuales producen el capoc, una fibra ligera, parecida al algodón, que los tonganos usan para rellenar almohadas. Supongo que algunas de las almohadas no tendrían semillas ni cáscaras en su interior, pero a mí nunca me tocó ninguna.

Le dije a Feki que estaba demasiado cansado para bañarme y que iría al excusado y luego a dormir; varios hombres me acompañaron hasta el retrete y se quedaron esperando para acompañarme de nuevo cuando saliera.

—¿Está seguro de que no desea bañarse? Nosotros le traemos el agua.

—No, sólo quiero ir a dormir —respondí.

—Está bien. Pero descansará mejor si se baña.

Había dormido durante varios días con la misma ropa en el bote; por eso supuse que había una razón para tanta insistencia. Por lo general, los tonganos son muy limpios y sensibles a los olores. De todos modos, fui a acostarme, me quité las sandalias, di la oración e inmediatamente me quedé dormido.

A la mañana siguiente sí quería bañarme. Pensé que habría otro lugar aparte de la tina galvanizada en el medio del patio, pero no había. Feki dijo que me llevaría el agua. Por lo que sabía, yo era el único palangi de la isla y la gente del lugar parecía estar fascinada por tener la oportunidad de mirarme mientras me bañaba.

Desde que era un niño no me había bañado nunca en presencia de otras personas, pero entonces me enfrenté con otro dilema: era la única persona de la isla que había entrado al templo. No quería faltarle el respeto a nadie, pero no sabía bien qué hacer. El primer día, decidí sacarme el gárment en la tina; de todos modos tenía que lavarlo. Pero no había manera de ponerme un gárment limpio en la tina sin que se me mojara. Al final, decidí cambiarme en la casa e ir y venir con un tupenu (un trozo grande de tela) para cubrirme.

Después de unos días, convencí a Feki de que construyéramos una mampara alrededor de la tina que sirviera de protección y la hicimos con hojas de cocotero; la mampara evitaba que los adultos me vieran, pero en seguida me di cuenta de que había ojos más pequeños que me expiaban por las aberturas para ver qué aspecto tenía un palangi cuando se bañaba. Con el tiempo, me acostumbré al público que me acompañaba durante mis baños.

Creo que uno puede acostumbrarse a cualquier cosa; por eso, antes de que pasara mucho tiempo, bañarme ya no era un problema. No sé si fue que ellos habían satisfecho su curiosidad o que a mí ya no me importaba; probablemente haya sido un poco de ambas cosas.

Me di cuenta de que los mosquitos eran igualmente encarnizados en Vaipoa que en la playa, junto al muelle. También llegué a la conclusión de que, aunque era agradable vivir en un extremo de la casa del presidente de la rama, no teníamos ninguna privacidad, ni nosotros ni ellos; además, si había algo que él quería que hiciéramos, eso tenía prioridad sobre nuestros planes. No era la mejor de las situaciones.

Feki y yo nos dedicamos a caminar durante los primeros días para ver las otras dos aldeas y el resto de la isla. En unas pocas horas, se puede dar la vuelta completa a su alrededor, una distancia de aproximadamente veintitrés kilómetros. Descubrí que no había agua corriente, ni electricidad, ni autos, ni motores, ni nada mecánico, excepto el telégrafo, que a veces funcionaba; no había tiendas, así que no se podía comprar nada, por mucho que fuera el dinero que uno tuviera. En realidad, en aquel lugar la gente no usaba dinero en esa época.

Percibía que los habitantes de las aldeas tenían curiosidad en cuanto a nosotros, pero, al mismo tiempo, eran reservados. Aunque estaban interesados en saber quiénes éramos y por qué razón estábamos allí, por lo general, se asustaban y no querían escucharnos cuando descubrían que deseábamos hablarles del «mormonismo» y de José Smith. La mayoría de las personas eran amables cuando notaban que necesitábamos comida o agua. Al poco tiempo, sentía que conocía a algunas personas y que ya tenía algunos amigos. Feki, por supuesto, era mi apoyo principal.

Hacía mucho calor. Todos, excepto los niños pequeños, usaban un tupenu atado a la cintura; era común que los hombres y las mujeres de todas las edades no llevaran nada puesto en la parte superior del torso. Si las mujeres sabían que yo andaba cerca, muchas veces se tapaban de alguna manera, pero en la mayoría de las ocasiones no lo hacían.

Me cuesta recordar cómo fue la transición, pero no me llevó un lapso muy largo hasta sentirme cómodo con ellos, y dejar de ver la novedad y lo extraño para observar la realidad de las diferentes personalidades con sus diversos problemas y preocupaciones. Al poco tiempo, me di cuenta de que, si bien el lugar era diferente de mi localidad de Idaho, los problemas cotidianos que surgen de vivir y relacionarse con otras personas eran prácticamente los mismos que en cualquier otra parte.

Llegué a la conclusión de que algunas personas eran egoístas y otras eran generosas; algunas eran amables; otras, no tanto. Algunas trataban de llevar una vida cristiana de acuerdo con lo que habían entendido, mientras que otras no parecían preocuparse por ello. Algunas eran abiertas y sociables; otras eran cerradas y distantes. Algunas eran amistosas; otras eran desconfiadas. Allí, entre sólo setecientas personas, se hallaba la gama completa de estilos de vida y personalidades.

En seguida aprendí a ser amable con todos y a ganarme su buena voluntad, en parte porque eso es lo que se supone que debe hacer un misionero, y también porque sabía que esa era la única manera de obtener alimentos. El hecho de que uno no pueda comprar comida aunque tenga dinero sino que sólo pueda conseguirla por medio de la bondad de otras personas ayuda muchísimo a tener una buena actitud hacia ellas. Todos tenían algún parentesco con los demás, así que si uno decía algo malo de alguien, se encontraba en problemas. El presidente de la rama y los miembros llevaban la carga principal de nuestro cuidado, pero prácticamente todas las personas que vivían en la isla estaban pendientes de nuestras necesidades y nos ayudaban siempre que podían. Feki tenía un parentesco con el juez principal y eso contribuía a nuestro bienestar.

Nuestra dieta se basaba en cuatro tipos de alimentos: (1) frutas como ananá, naranjas, mangos y bananas; (2) tubérculos (raíces feculentas) como talo (raíz de taro), u/i, que se parece a una papa grande (de cuarenta y cinco centímetros o más de largo y unos diez o doce centímetros de diámetro, y que queda muy suave cuando se cocina), y kumala, parecido al ñame (batata o boniato ); (3) verduras de hojas verdes como el íu, similar a la espinaca, y algas; y (4) animales de la laguna, como pescado, cangrejos, langostas y otros por el estilo. Una de mis comidas preferidas era un pescado parecido a la sardina que se cocinaba entero durante dos o tres días, y luego se comía como un colín (grisín), con cabeza, tripas, cola y todo lo demás. Era un verdadero manjar.

La mayor parte del tiempo comíamos hamu (sólo frutas y verduras), sin ningún tipo de kikí (carne animal, como el pescado o la langosta). Pero un par de veces por semana, teníamos para comer algún tipo de pescado y una o dos veces por mes incluso era posible comer pollo o un poco de carne porcina, especialmente si había un funeral o un casamiento, ocasiones en las cuales se asaba un cerdo entero. No consumíamos carne de vaca, ni leche, ni ningún tipo de producto lácteo. Y, por supuesto, no había refrigeradores, ni hielo ni nada que sirviera para enfriar.

Yo gozaba de excelente salud y me sentía muy bien. Notaba que por lo general, la gente era muy sana y tenía dentadura pareja y bien blanca, cabello hermoso, buena piel, cuerpo fuerte y una energía que parecía inagotable. Como bebida, casi siempre tomábamos leche de coco. Había unos barriles donde se depositaba el agua de lluvia, que también tomábamos; era dulce, pero muy seguido teníamos que tirarla cuando las ratas u otros animales trepaban por los barriles y se ahogaban adentro. Si no llovía durante mucho tiempo, tomábamos agua de pozo, que era bastante salobre; pero cuando uno tiene sed, eso no importa.

Nuestras reuniones de la Iglesia eran maravillosas. El presidente de la rama hacía su mejor esfuerzo por dirigirlas de una manera correcta y reinaba en ellas el Espíritu de Dios, a pesar de algunos problemas obvios. Recuerdo haberle preguntado al presidente a qué hora comenzaba la reunión sacramental; él miró hacia el oeste, señaló un poco más arriba del horizonte y dijo: «Cuando el sol está más o menos por ahí».

Aprendí que ese era el mejor método; todos lo entendían y podían ver el sol. Era un reloj que estaba al alcance de todos. Mi reloj de pulsera se estropeó al poco tiempo por haberse oxidado; lo tiré y no volví a tener otro hasta que regresé a los Estados Unidos. Las personas casi siempre llegaban «a la hora», o sea, llegaban a la Iglesia cuando el sol estaba «más o menos por ahí». Si todos estaban presentes, podíamos empezar temprano; si no habían llegado todos, esperábamos. La asistencia variaba entre veinte y veinticinco personas, de acuerdo con la salud de los miembros y con los investigadores que hubiera. Las reuniones diferían mucho unas de otras y duraban hasta llegar a su fin; los domingos en que no asistía mucha gente, se terminaba una vez que todos hubieran participado; los domingos en que la asistencia era mayor la reunión concluía cuando el umu (la comida) estaba moho (bien cocida).

Era grandioso ver cuán unidos estaban todos. Nadie tenía reloj y, sin embargo, todos sabían en qué momento debían terminar los servicios de la Iglesia; era una percepción que compartían y entendían de la misma manera. Calculo que las reuniones sacramentales duraban entre una y dos horas: nunca terminaban muy temprano, pero tampoco se extendían mucho. Uno aprende mejor a sentir al unísono en estos ambientes comunitarios que cuando hay relojes y cada persona tiene que cumplir con un horario. La regla que jamás rompían era esta: cuando llegaba el aroma que significaba que el umu estaba listo, inmediatamente se procedía a cantar el último himno y a ofrecer la oración final.

La preparación de la comida era un arte, sobre todo cuando se trataba de la comida del domingo. El sábado hacían un pozo, colocaban madera dentro de él y agregaban piedras encima; después prendían fuego a la madera, y así obtenían piedras calientes; luego, cubrían esas piedras con hojas de plátano y arriba ponían tubérculos, pescado, batatas (boniatos) o pollo envueltos también en hojas de plátano; al fin, acomodaban más hojas de plátano sobre todo eso y lo cubrían con tierra. Aquello se cocinaba durante toda la noche y allí quedaba hasta el domingo.

Cada familia tenía su propio umu; de cualquier modo, casi todo se compartía. Si alguien pescaba un pez grande el sábado, lo compartía con la mayoría de las familias que se encontraran cerca.

Uno de los símbolos de mayor prestigio de aquellos días era tener una comida bastante buena para invitar a comer a los Faifekau (predicador, ministro o misionero). Los predicadores de religiones ya establecidas comían muy bien; nosotros todavía no habíamos llegado a esa categoría al principio de mi misión. Por otra parte, esta costumbre provocaba resentimiento en las familias que invitaban a los predicadores a comer pero que éstos dejaban de lado por otra familia.

Los lugareños a menudo se preguntaban muy interesados: «¿Dónde comerá hoy el predicador?». Yo pensaba cómo tomarían ellos la decisión. Al principio, suponía que dependería de quién les hacía la primera invitación; luego se me ocurrió que un factor importante había de ser quién tenía la mejor comida; más tarde, me di cuenta de que probablemente el factor principal fuera qué familia donaba más dinero durante los servicios religiosos.

Tuve varias experiencias mediante las cuales aprendí que entre la gente había sentimientos de amor y dolor, bondad y venganza mucho más profundos que lo que yo había supuesto. Según mi modo de ver las cosas, la mayoría de las razones que causaban los sentimientos de dolor eran bastante tontas.

Aprendí que uno puede tomar la decisión de discutir por cualquier cosa u ofenderse por lo que sea. Vi cómo aumentaban y empeoraban los resentimientos a medida que pasaban los años cuando los Faifekau aceptaban la invitación a comer de una familia en vez de la de otra, o en situaciones similares. Me parecían asuntos insignificantes como para sentirse herido, pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que algunas de las cosas por las que decidimos dejarnos herir en nuestra cultura son igualmente absurdas. Creo que es tonto ofenderse o sentirse herido por cualquier cosa y me alegraba el hecho de que no me preocuparan los enredos de la vida de la aldea. Yo sólo quería predicar el Evangelio, pero también esperaba conseguir lo suficiente para alimentarme bien.

Trataba de entender lo que sucedía a mi alrededor, pero todos hablaban tan rápidamente que no podía seguirles la conversación. A pesar de que intentábamos salir y hacer visitas todos los días, a veces llovía tanto que apenas podíamos caminar; y en otras ocasiones, el presidente de la rama nos insistía para que le ayudáramos con sus faenas y sentíamos el deber de hacerlo porque él había hecho mucho por nosotros. Era un buen hombre y yo lo apreciaba, al igual que a su esposa y a su hija.

Trataba de obedecer al presidente de la misión y a Feki, pero me sentía incompetente y no estaba seguro de estar haciendo mucho bien. Estudiaba el idioma todo lo que podía y trataba de hablarlo con frecuencia, pero no me sentía satisfecho con lo que sabía. A veces, me parecía que estaba progresando y otras sentía que había retrocedido. Felizmente, Feki siempre estaba alegre y me apoyaba. Aprendí que cuando las personas están desanimadas, no necesitan críticas ni sermones: necesitan ejemplos positivos de felicidad.

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