El Otro lado del Cielo

Abatimiento y sentimientos profundos


Duranrte varías semanas, iodo íranscurrió bastante bien. Todos los días había algo nuevo que aprender o algún lugar diferente a donde ir. Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de que cada lugar al que íbamos era uno en donde ya habíamos estado y que cada cosa que hacíamos era algo que ya habíamos hecho; once kilómetros cuadrados es un área bastante pequeña, y el hacer las mismas cosas y visitar los mismos lugares una y otra vez se volvió monótono. Después, el viejo mal de la añoranza y el desánimo que la acompaña empezaron a invadirme una vez más.

Llovía mucho, hacía calor y estaba húmedo; comencé a tener la sensación de que todo tenía olor a humedad. Las palabras en tongano todavía me sonaban como un chorro que fluía sin verdadero significado. Los días me parecían infinitamente largos y la comida menos apetecible; todo tenía aspecto chato, aburrido y sin sentido. Trataba de esforzarme en el estudio e intentaba ser entusiasta y aparentar ánimo por salir y hacer visitas; pero la verdad era que estaba empezando a sentir que ya no soportaba más el clima, los mosquitos, los olores, la comida ni las palabras extrañas.

Cuando empecé a hundirme en el pozo de la autocompasión, encontré mi mayor consuelo en la oración y en el estudio de las Escrituras. Las cartas eran escasas y muy espaciadas, ya que el barco llegaba aproximadamente una vez por mes. El presidente de la misión no nos visitaba y mi compañero se negaba a hablarme en inglés. Me sentía frustrado y desanimado. ¿Por qué no entendía? ¿Por qué no me sentía mejor con respecto a la situación? ¿Qué bien estaba haciendo realmente? ¡Era un lugar tan pequeño, con tan poca gente, tan alejado, tan diferente! ¿Qué estaba haciendo allí? La pregunta que me había hecho antes de si realmente debía estar allí volvía una y otra vez. Podía oír todavía las palabras del presidente de la misión: «He orado al respecto y tengo el lugar perfecto para usted». Lo respetaba y, en cierto modo, esas palabras me ayudaron a seguir adelante.

Algunos días eran mejores que otros, pero, por lo general, tenía una tendencia a descender: descender hacia el desánimo, el descontento y el abatimiento; tenía la sensación de que, en realidad, nadie se preocupaba por mí ni sabía dónde estaba ni lo que me estaba pasando. Traté de luchar contra esas emociones, pero me encontraba cediendo cada vez más ante ellas en lugar de dejarlas atrás.

Recuerdo muy bien una mañana en que me desperté con el sonido de la lluvia. Se había formado una gotera en el techo, cerca de mis pies, y los tenía mojados; todo se sentía y olía húmedo, frío y oscuro. Nadie se movía. Me senté y pensé: «No puedo seguir ni un momento aquí en estas circunstancias. Algo tiene que cambiar. ¡Tengo que salir de aquí! ¡No lo soporto más!». Todavía estaba oscuro. Me levanté y encendí la lámpara de queroseno. Sacudí las manos tratando de alejar las nubes de mosquitos que tenía alrededor e intenté leer algo en las Escrituras.

Abrí el Libro de Mormón y leí un poco. Después de un rato, di con los ojos en unos versículos de Éter que atrajeron mi atención de forma irresistible. Leí Éter 12:27 una y otra vez: «Si los hombres vienen a mí, les mostraré su debilidad. Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos».

Si había alguien que fuera débil, ese era yo. Si había alguien que necesitara fortaleza, era yo. Por alguna razón, este versículo encendió en mí la determinación de «vencer o morir» y de descubrir si realmente debía estar allí. Supongo que parte del ser humildes es saber que uno no sabe todas las cosas, y había muchísimo que yo no sabía. Sentí que tenía que recibir la confirmación de que estaba haciendo lo que Dios deseaba que hiciera y de que estaba donde Él quería que estuviera, me costara lo que me costara. No sé por qué ni cómo recibí esa impresión, pero me llegó, y me llegó con mucha fuerza.

Decidí que iba a ayunar, orar y leer las Escrituras durante todo aquel día. Estaba lloviendo y, de todos modos, no sabía si haría algún bien yendo a visitar a otras personas. Le conté a Feki mi decisión. Él se limitó a sonreír y dijo: «Está bien», y siguió con lo suyo.

No puedo ni debo entrar en detalles en cuanto a lo que sucedió en el transcurso de los días siguientes. Lo importante es que aprendí, como todas las personas pueden aprender, que Dios escucha y contesta las oraciones; quizá no siempre sea de la manera que esperamos, pero siempre es de la manera que resulte mejor para la persona que esté orando.

Si esperamos voces o visiones o una manifestación espectacular, lo más probable es que no lo recibamos. En cambio, si nos humillamos ante Dios y le pedimos con sinceridad que nos ayude, Él nos ayudará. Primero, nos ayudará a vernos como realmente somos, lo cual es, al mismo tiempo, una de las cosas más difíciles de entender y una de las bendiciones más grandes que podemos recibir. Reflexioné en cuanto a las palabras que se encuentran en 2 Nefi 4:17-19: «Mi corazón se entristece a causa de mi carne. Mi alma se aflige a causa de mis iniquidades. Me veo circundado a causa de las tentaciones y pecados que tan fácilmente me asedian. Y cuando deseo regocijarme, mi corazón gime a causa de mis pecados; no obstante, sé en quién he confiado».

Con el correr de los días, leí el resto del salmo de Nefi y los de David y muchos otros. Hay un valle de sombra a través del cual todos somos conducidos, pero, si confiamos en el Señor, llegaremos al punto de no temer «mal alguno», porque sabremos que Su «vara» y Su «cayado» nos «infundirán aliento» (Salmos 23:4).

Basta con decir que, una vez que hube pagado un pequeño precio, una vez que hube hecho un esfuerzo suficiente, el Señor, en Su bondad, consoló mi alma. ¿Qué bendición más grande podría haber? ¿Qué bendición más grande existe?

Supe que Dios sabía quién era yo. Supe que Jesús me conocía, con mis debilidades y todo lo demás, y que aun así me amaba como ama a todos los hombres, mujeres y niños; supe que Él murió por mí y por todo el género humano; supe que Él sufrió y dio Su vida abnegadamente por mí y por todas las personas. Supe que Su amor no tenía límites: era amplio, vasto y profundo como toda la eternidad, sin ninguna restricción. Supe que él era mi Amigo.

Hubo muchas luchas del espíritu y muchas lágrimas, frecuentes lágrimas de gozo; y luego, más lucha para manifestar ese gozo. Las palabras no pueden expresar los sentimientos con precisión, pero cuando llegué al final del camino que había escogido, casi no podía contenerme al leer 2 Nefi 4:34-35: «¡Oh Señor, en ti he puesto mi confianza, y en ti confiaré para siempre! No pondré mi confianza en el brazo de la carne; porque sé que maldito es aquel que confía en el brazo de la carne. Sí, maldito es aquel que pone su confianza en el hombre, o hace de la carne su brazo. Sí, sé que Dios dará liberalmente a quien pida. Sí, mi Dios me dará, si no pido impropiamente. Por lo tanto, elevaré hacia ti mi voz; sí, clamaré a ti, mi Dios, roca de mi rectitud. He aquí, mi voz ascenderá para siempre hacia ti, mi roca y mi Dios eterno».

A veces, cuando las cosas no marchan bien, pensamos que lo que debemos hacer es alejarnos de un lugar o de una persona. En ocasiones, eso es bueno, pero en la mayoría de los casos lo que debemos hacer es alejarnos de la persona que éramos antes y de nuestros sentimientos egoístas. Podemos apartarnos de un lugar o bien podemos quedarnos allí y apartarnos de nuestro egoísmo, el cual a menudo expresamos al sentir lástima por nosotros mismos. Si nos alejamos de un lugar pero llevamos el egoísmo con nosotros, el ciclo de problemas comenzará de nuevo adonde sea que vayamos. En cambio, si nos alejamos de nuestro egoísmo, sea donde sea que nos encontremos, todo comienza a mejorar.

Durante ese tiempo, ni mi compañero ni la gente del lugar me molestaron; se limitaron a dejarme solo y, únicamente de vez en cuando, me preguntaban si podían hacer algo para ayudarme; cuando negaba con la cabeza, se iban sin decir nada más. Según mi experiencia, por lo general la gente de Tonga es mucho más consciente de los sentimientos de las personas que los palangis; y aparentemente por instinto, saben cuándo dejarlas solas y cuándo insistir en auxiliarlas.

Desde aquel momento, traté de no mirar hacia atrás. Caí en la cuenta de que cualquier lugar o grupo de personas, por pequeño que fuera, era mucho más complejo de lo que yo podía comprender y tenía más potencial del que quizás a mí me era posible percibir. El precio infinito del sufrimiento y de la muerte del Salvador por todos nosotros hace que incluso una sola alma, en cualquier parte del mundo, sea de un valor infinito y merezca toda la energía, todo el esfuerzo, el sacrificio y el amor que seamos capaces de dar durante nuestra vida entera. En este universo, no existe tal cosa como un lugar demasiado pequeño ni un pueblo demasiado chico como para que no se justifique el poner todo nuestro esfuerzo e incluso más. ¡Me quedé convencido de eso!

El amor verdadero, el amor de Dios, es la respuesta a todos los pro-blemas. Llena el universo y debería llenar nuestra vida, nuestros pen-samientos y nuestras acciones. El saber que Él sufrió y murió por otras personas, así como por nosotros, es la fuerza más grande de todo el universo que nos da el deseo y el poder para ayudar a los demás. Todos nosotros nos quedamos cortos en muchos aspectos. Todos amamos mucho menos de lo que deberíamos. Pero el Salvador no se quedó corto ni amó siquiera una pizca menos de lo que debía haber amado. Literalmente, el universo está lleno de Su amor y nosotros debemos estar llenos de amor por causa de Él. ¡Oh, cómo deberíamos tratar con todo el corazón de convertirnos en parte de ese amor infinito! Yo tomé entonces la determinación de hacerlo.

Cuando regresé de mi odisea a la rama y a mi compañero, estaba más tranquilo y más aplacado; derramaba más lágrimas y escuchaba más. Parecía que me llegaba más todo lo que sucedía a mi alrededor y que comprendía mejor los problemas por los que estaban pasando otras personas. Procuraba entender lo que se escondía en los ojos de la gente y trataba de testificar con más fuerza que Dios vive y nos ama. Me esforzaba de todo corazón por hacerles saber que Jesús vive y nos ama y que, gracias a Él, todo estará bien… en algún momento. Trataba de tener fe y de demostrar amor y paciencia en todo. Sentía que entendía, al menos un poco mejor, la importancia de la fe, la esperanza y la caridad, y hacía un esfuerzo por impartir los frutos de esas cualidades tanto como me era posible.

Desearía estar rodeado constantemente por esa aura de calidez, amor y seguridad que sentí en aquel momento. Ya estaba listo, de otra manera, para ir a trabajar con Feki y enseñar, testificar, amar y ayudar por un motivo diferente del que tenía antes. Esperaba también estar listo para no quejarme más o, al menos, para no quejarme tanto.

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