Howard W. Hunter ― Biografia de un Profeta

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“Una buena cuota de altibajos”


La VIDA—TODA VIDA—tiene una buena cuota de altibajos. Verdaderamente, en el mundo podemos ver tanto alegrías como tristezas, muchos planes modificados y nuevos rumbos, muchas bendiciones que no siempre parecen ser o sentirse como tales, y muchas cosas que nos hacen humildes y que aumentan nuestra paciencia y nuestra fe.”1

Cuando Howard W. Hunter pronunció estas palabras en la conferencia general de octubre de 1987, las dijo por expe­riencia. En el transcurso de los quince años anteriores a esa fecha, había experimentado una buena cuota de altibajos, de alegrías y tristezas, y había cambiado muchos planes y tomado nuevas direcciones. Y así continuó explicándolo:

“No siempre es fácil llegar a ser como un niño y someterse a la voluntad de nuestro Padre Celestial. El presidente Kim­ball, que conocía muy bien lo que es el sufrimiento, las desilu­siones y las circunstancias que escapan a nuestro control, escribió en una ocasión: ‘Como seres humanos, qué no daríamos por librarnos de los dolores físicos y de la angustia, y asegurarnos así una vida fácil y cómoda; pero si fuéramos a cerrar las puertas al pesar y a la congoja, podríamos estar des­preciando a nuestros mejores amigos y benefactores. Porque el sufrimiento puede santificar a la persona a medida que aprende a tener paciencia, longanimidad y autodominio.’“2

Paciencia, longanimidad y autodominio. Estos fueron los principios que guiaron la vida del élder Hunter cuando, primero Claire y luego él mismo, tuvieron que sufrir enormes problemas de salud.

A principios de la década de 1970, Claire comenzó a pade­cer en ocasiones la pérdida de la memoria, intensos dolores de cabeza y desorientación. En octubre de 1972, Howard escribió en su diario que la había llevado al médico y de ahí al hospital para que le hicieran unos exámenes. Los resultados indicaron entonces “el endurecimiento de las arterias y el médico le recetó medicamentos para contrarrestar el problema.”

Pero éste persistió y tres meses después, en febrero de 1973, Claire estaba de vuelta en el hospital para someterse a otros exámenes, incluso a la inserción de una tintura en las arterias del cuello para explorar la circulación sanguínea en la cabeza. Le encontraron un coágulo y le recetaron medicamen­tos adicionales, pero no se le produjo mejora alguna.

En los años subsiguientes se le hicieron a Claire muchos exámenes más, se le recetaron otros medicamentos y consultó a muchos especialistas, pero nadie logró determinar exactamente la causa de su enfermedad ni cómo tratársela eficaz­mente. En uno de sus viajes al sur de California, Howard habló con un neurocirujano en un hospital de Hollywood y, en otra ocasión, el médico de cabecera consultó por teléfono a los decanos de las facultades de medicina de la Universidad de Harvard y de la Universidad de California. Cuando les explicaron los síntomas que Claire padecía, ninguno de ellos respondió en forma alentadora.

En julio de 1975, después de sufrir repentinos y rigurosos dolores en el pecho y en un brazo, Claire debió ser internada en el hospital. Había tenido un colapso en el pulmón izquierdo, problema que le fue solucionado, pero seis meses más tarde, el 29 de diciembre, fue nuevamente internada en el hospital y le hicieron un examen que consistió en inyectarle un isótopo radioactivo en la médula espinal. Después de eso, los médicos le explicaron a Howard cuáles eran las opciones que restaban, incluso la posibilidad de una cirugía.

“Aunque la necesidad de operar no es muy crítica”, escribió Howard en su diario, “el médico indicó que eso sería el último recurso. También me dijo que si se tratara de su propia esposa, él optaría por someterla a una operación lla­mada de desviación arterial. La decisión no era fácil. Si habría de beneficiar a Claire, tenía que hacerse, pero si no, sería ho­rrible para ella sufrir tamaña experiencia. Sentí entonces la necesidad de ir al templo para quedarme solo, y cuando regresé, llamé a Dorothy, a Richard y a John. Cada uno de ellos opinó que, si ésa era la única manera de aliviarla, debía co­rrerse el riesgo porque, de otro modo, quedaríamos para siem­pre con la duda de que quizás algo podría haberse logrado.”

El 2 de enero de 1976, antes del amanecer, Howard fue al hospital y se quedó con Claire hasta que la llevaron a la sala de operaciones. “Seguí con ella hasta la sala, la besé y me quedé mirándola hasta que cerraron las puertas. Mientras esperaba, me puse a pensar en las veces cuando, años antes, esperé a la puerta de la sala de partos. De pronto, mi ansiedad se tornó en una sensación de paz. Sentí que habíamos tomado una decisión acertada y que el Señor había contestado mis ora­ciones.”

El cirujano le informó que le había hecho “una desviación arterial, de la región cerebral por sobre y detrás del oído dere­cho a un vaso en el cuello, para reducir la presión sanguínea. Si la presión había sido la causa del problema, esto podría con­tribuir a remediarlo.”

Howard visitó a Claire todos los días de las dos semanas que estuvo internada—temprano en la mañana, al mediodía y después del trabajo hasta que ella se dormía. Una noche, al salir del hospital, vio que las calles habían quedado intran­sitables a causa de la nieve y le llevó más de una hora—cinco veces más que de costumbre—llegar hasta la calle que con­ducía a su casa desde el pie de la colina. “No pude llegar a casa porque el camino estaba literalmente cubierto de vehícu­los atascados en la nieve”, escribió luego, “así que dejé mi automóvil y empecé a caminar. … A veces pienso que preferiría estar en el sur de California.”

Diez semanas después de la operación de Claire, Howard la llevó al médico para que la examinara. “Nos dijo que, a la fecha, tendría que haberse mejorado mucho más, lo cual podría indicar que el resultado no ha sido favorable.”

Antes de que se le diera de alta en el hospital, a Claire le hicieron otros exámenes, los cuales mostraron que se le estaba desarrollando un principio de diabetes. Los médicos dijeron que se trataba de un caso benigno y que podría controlarse fácilmente, por lo que Howard aprendió a efectuar por sí mismo los análisis en la casa. Al poco tiempo, sin embargo, era obvio que no podía dejársela sola, así que contrató a una enfermera para que la acompañara durante el día. Unos meses después, preparó un pequeño apartamento en el sótano de su casa para el alojamiento de la dama de compañía de Claire. No obstante, Howard cuidaba a su esposa durante la noche, lo cual le permitía dormir muy pocas horas.

A pesar de su continua preocupación por Claire, el élder Hunter no descuidó sus responsabilidades en el Consejo de los Doce. Se lo relevó de un par de asignaciones, pero la Iglesia seguía creciendo a pasos agigantados, particularmente en Lati­noamérica y en Asia, y él se había determinado a cumplir cabalmente con su deber. Cuando podía, viajaba con Claire, sobre todo al principio de su enfermedad, pero cuando su cuidado fuera de la casa fue haciéndose cada vez más difícil, comenzó a viajar solo o en compañía de algún otro miembro de su familia. La mayoría de sus nietos estudiaban en la Uni­versidad Brigham Young, así que podían acompañarle en ocasión de las funciones sociales y oficiales que allí se realiza­ban. En las conferencias generales, Claire se sentaba junto a Dorothy en los bancos reservados para miembros de la familia e invitados especiales, en lugar de hacerlo en la sección para las esposas de las Autoridades Generales.

Cuando se encontraba fuera de Salt Lake City, el élder Hunter llamaba frecuentemente a su hogar para saber cómo se sentía Claire, cuya condición continuaba deteriorándose, pues a raíz de pequeños ataques de apoplejía, le resultaba difí­cil ya hablar y usar las manos. Cuando sufrió un colapso en el pulmón izquierdo, tuvieron que operarla y le insertaron unos tubos en el pecho para que pudiera respirar mejor. Varias veces sufrió desmayos posiblemente a causa de su condición.

El élder Hunter acudía de inmediato cada vez que la dama de compañía lo llamaba a su oficina. Cuando llegaba a la casa, solía encontrarla recuperada, pero a veces tenía que llevarla enseguida al hospital para que la examinaran o la trataran.

En mayo de 1981, Claire sufrió un derrame cerebral y los médicos opinaron que probablemente nunca más volvería a caminar. Dos semanas y media más tarde, cuando se le dio de alta, salió del hospital en silla de ruedas. Unos días después, Howard expresó su esperanza al escribir: “Aunque los médi­cos han dicho que no habrá de caminar otra vez, Claire puede ahora ponerse de pie si se la ayuda, y esta mañana, tomada de mis manos y apoyándose en mí, logró caminar desde el dor­mitorio hasta la cocina.”

Dorothy Nielsen, quien ha sido amiga íntima y vecina de los Hunter, recuerda haber estado presente cuando Howard regresó de la oficina o de uno de sus viajes y ayudó a Claire a levantarse de la silla de ruedas. Entonces, tomándola fuerte­mente en sus brazos, dio vueltas con ella en la sala como lo había hecho tantas veces antes cuando iban a bailar. Con bas­tante regularidad, solía llevarla al salón de belleza para que la peinaran y, aunque ella no podía comunicarse, él le hablaba y le comentaba sobre sus tareas en la oficina y las novedades acerca de la familia y los amigos.

“La evidente ternura”

CADA VEZ QUE se producía una mejora o algo que inspirara esperanza en la recuperación de Claire, parecía que enseguida debía sufrir un revés mucho más debilitante. En abril de 1982 tuvo otro ataque cerebral, pero esta vez no se recuperó. Cayó en un sueño profundo que se prolongó por varios días, pero cuando, por fin, comenzó a abrir los ojos, no daba señales de saber dónde se hallaba y qué sucedía a su alrededor. Esta vez los médicos insistieron en que se la internara en una casa para convalescientes, en la cual podría recibir el cuidado de enfer­meras las veinticuatro horas del día.

El élder Hunter se resistía a consentir que Claire recibiera el cuidado necesario fuera de su propio hogar pero, siendo que él mismo había comenzado en esa época a tener serios problemas de salud, no podía ya cuidarla y a la vez cumplir con su llamamiento en la Iglesia. En consecuencia, el 22 de abril de 1982, unos diez años después de que la salud de Claire comenzara a debilitarse, la internaron en una casa para convalescientes en East Millcreek, a unos ocho kilómetros de su hogar.

Howard comenzó entonces la rutina de visitar a Claire una o dos veces al día. Si tenía que ausentarse para cumplir alguna de sus asignaciones, al regresar iba a verla directamente desde el aeropuerto, antes de ir a su casa. “Cada día que pasa, tengo la esperanza de encontrarla recuperada, pero su progreso es lento”, escribió el 3 de mayo de 1982. “La mayoría de las veces la encuentro con los ojos cerrados y no parece reconocerme.” Tres semanas después de haberla internado en la casa para convalescientes, Howard decidió sacarle el anillo de compro­miso, el cual hubo que cortárselo debido a que tenía el dedo muy inflamado. “Esa fue la primera vez que salió de su mano desde que se lo coloqué aquel día en que nos casamos en el templo.”

Claire permaneció durante dieciocho meses en la casa para convalescientes sin que se produjera cambio alguno en su salud, y Howard, otros miembros de la familia y Lucy Thomas, la anciana mujer que la había acompañado en su hogar, la visitaron durante todo ese tiempo, aferrándose todos a la esperanza de que abriera los ojos y les reconociera.

Durante la conferencia general de octubre de 1983, después de la sesión del sábado de tarde, Lee Child, la sobrina que había sido como una hija para los Hunter, fue con Howard a visitar a Claire. “En esa época de su enfermedad, ella no reconocía a nadie”, recuerda Lee, “pero mi tío y yo le hablamos como si nos entendiera. Nos aseguramos de que se sintiera cómoda y le dijimos que la amábamos. Fue un momento muy especial.”

El jueves siguiente, Claire contrajo neumonía. Y el sábado, siendo que parecía sentirse bastante mejor, Howard aprovechó para viajar a Idaho con la asignación de dividir la Estaca Cald-well. Después de las reuniones de la conferencia, llamó a Salt Lake City y le dijeron que Claire seguía igual. Cuando a la noche regresó en avión a Salt Lake, el Dr. J. Poulson Hunter, médico de cabecera y amigo de años, le esperaba en el aerop­uerto.

“Tan pronto como lo vi”, recordó Howard, “supe que algo estaba mal. Me dijo, ‘Claire nos ha dejado. Falleció hace ape­nas una hora.’ Me sentí abatido. Salimos del aeropuerto y me llevó al Edificio de Administración de la Iglesia, donde yo había dejado mi automóvil. En el trayecto, mencionó cuánto mejor era esto para ella y, por supuesto, yo sabía que Claire no se habría mejorado, pero el reconocerlo no aliviaba el dolor de mi corazón ante su ausencia.”

Entonces fue directamente a la casa para convalescientes, donde la enfermera que la había atendido dijo que Claire había pasado apaciblemente “de una respiración profunda a un hálito tranquilo que gradualmente se apagó.” Llamó luego a la funeraria y se quedó junto a Claire hasta que se la llevaron en una carroza fúnebre. “En camino a casa”, escribió, “empecé a sentir todo el impacto de lo acontecido y me di cuenta de que ésta había sido la última vez que iba a verla a la casa para convalescientes después de haberlo hecho diariamente durante los últimos dieciocho meses. Cuando llegué a mi hogar, la casa me pareció fría y, por doquiera que iba, todo me hacía recordarla.”

El miércoles 12 de octubre, los amigos y familiares asistieron al funeral de Claire, colmando literalmente el Cen­tro de la Estaca Monument Park. Las palabras y las oraciones pronunciadas por sus amigos y colegas íntimos ofrecieron consuelo a Howard. Los discursantes fueron el presidente Gordon B. Hinckley, el presidente Thomas S. Monson, y el élder James E. Faust; también J. Talmage Jones, quien había sido su obispo y uno de sus consejeros en la presidencia de la Estaca Pasadena, y Daken K. Broadhead, también consejero suyo en la presidencia de estaca. Richard Hunter pronunció la oración familiar y John Hunter unas palabras en homenaje a su madre. Después de los servicios, el cortejo se dirigió al cementerio de Salt Lake City, donde Richard dedicó la sepul­tura sobre una colina desde la que se domina el Valle del Lago Salado.

Howard Hunter había cuidado con tierna devoción a su amada compañera durante más de doce años, desde que su salud comenzó a deteriorarse. En su sermón, el élder Faust expresó lo que muchos sentían ese día: “Esta mujer augusta tiene que haber sido una de las más excelentes y nobles hijas de Dios para que haya merecido tanto amor y tanto aprecio— tanto respeto, devoción, admiración y cuidado amoroso de su compañero eterno. También ella—aunque últimamente se sin­tió tan desmejorada—supo corresponder a tales sentimientos. Por momentos, le sonreía y le respondía solamente a Howard. La evidente ternura que existía entre ellos al comunicarse, era algo inspirador y emotivo. Nunca he visto un ejemplo mejor de la devoción de un marido hacia su mujer. El amor que exis­tió entre ellos ha sido algo maravilloso.”

Después que todos los miembros de la familia se hubieron ido, Howard se sentó durante casi una hora para meditar a solas. “Todo me parecía tan triste”, escribió luego en su diario. “Por mucho tiempo Claire había estado ausente de la casa, pero ahora me estoy dando cuenta de que ya no regresará.”

Un paciente impaciente

HOWARD HUNTER HABÍA disfrutado de buena salud la mayor parte de su vida, excepto cuando contrajo polio en su niñez. En realidad, como anotó en su diario, apenas en octubre de 1965, poco antes de cumplir los cincuenta años de edad, fue a ver a un médico a raíz de una infección que le produjo alta temperatura y síntomas gripales, lo cual requirió que se quedara dos semanas en su casa. Hasta ese momento y durante unos doce años después, tuvo una salud relativa­mente buena. Cualquier cuidado necesario lo recibió siempre en la oficina misma de su médico.

En febrero de 1977, después de la reunión semanal en el templo, fue al hospital para que le hicieran un examen y de allí regresó a su oficina, donde esperó el diagnóstico del médico. Se sorprendió mucho cuando le comunicaron que tenía las paperas, contraídas quizás en México unos días antes cuando organizó allí dos nuevas estacas. “Nunca pensé que tendría el honor de contraer las paperas ‘mexicanas’“, comentó en broma. Recogió entonces algunos archivos y papeles y fue a acostarse a su casa. “A todos les resulta cómico que yo tenga las paperas, menos a mí”, escribió en su diario. “El presidente Kimball dice que quizás sea porque no he madurado aún.”

No teniendo mucha experiencia personal en cuanto a las enfermedades, al élder Hunter le resultaba difícil tener que quedarse quieto. Al segundo día, después de haber trabajado la mayor parte de su tiempo “con máquinas de calcular, planillas, papeles, informes y cheques” para entregárselos a su contador, relacionados con la finca ganadera que había com­prado con Gilíes DeFlon en el noroeste de Utah, comentó que había logrado completar el trabajo de un día “sin violar muy seriamente las instrucciones de permanecer en cama. En la tarde vino el Dr. Hunter a verme—sin duda para comprobar si yo guardaba cama.” Después de que el médico lo examinara nuevamente dos días después, Howard dijo: “Creo que sólo viene para ver si estoy siguiendo sus instrucciones de quedarme en cama. Por fortuna, ahí era, precisamente, donde yo estaba cuando llegó.”

Teniendo en cuenta su salud, 1980 no resultó ser un buen año para Howard Hunter. El 4 de junio fue internado en el hospital, donde se le sometió a cuatro horas y media de cirugía para extirparle un tumor. Se sintió muy agradecido cuando los médicos le dijeron que era benigno, lo cual signifi­caba que no necesitaría tratamiento alguno. El día en que salió del hospital, su maestro orientador le llevó un plato con fresas deliciosas. En su diario escribió entonces: “Estoy pensando que, después de todo, no es tan malo estar enfermo.”

Unas pocas semanas después, el 23 de julio, llegó a su casa y se sentó a leer el periódico, cuando de pronto sintió un agudo dolor en el pecho. Llamó enseguida al Dr. Hunter, quien acudió de inmediato y lo llevó al hospital para que le hicieran un electrocardiograma. En menos de una hora, lo pusieron en la sala de cuidado intensivo a causa de un ataque cardíaco. Allí permaneció conectado a un aparato hasta el 28 y después le hicieron una serie de exámenes hasta el día 7 de agosto, cuando le dieron el alta. Uno de los cardiólogos le dijo que el daño había sido insignificante y que, con el debido cuidado, pronto podría volver a sus tareas normales.

Aun cuando Claire se hallaba aún en su casa y su salud continuaba en decadencia, Dorothy la llevó consigo a su hogar por unos días con tal de que Howard no tuviera que preocu­parse por ella. Los médicos le prescribieron descanso absoluto para facilitar la recuperación de su corazón, aunque a veces lo irritaban tales instrucciones. Al completarse la primera se­mana de su convalescencia, escribió en su diario: “Este ha sido el día más aburrido de todos, porque estoy solo en casa. Me han sometido a una cirugía, he tenido un ataque cardíaco, y ahora sólo me falta sufrir un colapso nervioso al ver que no me permiten hacer absolutamente nada.” Una semana después escribió: “Como no hay nada que hacer, nada se ha hecho en todo el día.” Ya a fines de agosto, la inactividad le resultaba “inaguantable.”

Una de las recomendaciones de sus médicos era que saliera a caminar. Al atardecer, cuando el sol empezaba a desa­parecer en el horizonte y una brisa fresca soplaba desde el cañón por sobre su casa, salía a caminar por el vecindario mientras escuchaba las cintas grabadas de los servicios espiri­tuales de la Universidad Brigham Young, los discursos de las conferencias generales y otros programas relacionados con el evangelio. En su diario, escribió: “Si continúo haciendo estos ejercicios, en tres semanas lograré caminar unos dos kilóme­tros al día—si es que no sufro un colapso nervioso al pensar en todo lo que tendría que estar haciendo y que no puedo hacer.” El día en que comenzó a caminar esos dos kilómetros, el médico lo alentó para que en otras tres semanas duplicara la distancia, pero Howard le confesó, “No me entusiasman mucho las caminatas.”

El viernes 5 de septiembre, Howard escribió: “Este ha sido un día memorable, porque he regresado a mi oficina—aunque no sea más que por dos horas diarias.” Cuando dos días después viajó a Los Angeles para asistir a una reunión de directorio de la Compañía de Tierras Watson, aprovechó una demora en el aeropuerto para caminar un par de kilómetros por los corredores. Gradualmente, a medida que seguía el ré­gimen recomendado por sus médicos y los terapeutas, se le fue fortaleciendo el corazón y al poco tiempo pudo cumplir nuevamente con sus asignaciones. De igual modo, continuó cuidándose para evitar todo posible problema. Un año después de volver a sus tareas cotidianas, escribió: “Todos los días de entre semana me levanto a las cinco y media y salgo a caminar por lo menos dos kilómetros—no porque me agrade, sino porque los médicos insisten en que lo haga.”

“La arena del tiempo corre velozmente”

EN LOS AÑOS que siguieron después de su ataque cardíaco, Howard comenzó a viajar más que nunca: a México, Europa, el Medio Oriente, América del Sur, el Lejano Oriente, las islas del Pacífico Sur, Australia y muchas partes de los Estados Unidos y Canadá. A algunos de estos lugares viajaba varias veces, sobre todo a Israel, cuando estaban terminando la cons­trucción del Centro de Estudios de Jerusalén.

A fines de año prefería quedarse en su casa y descansar. Cierta vez, en la noche antes del Año Nuevo, escribió en su diario personal: “Aunque hoy muchos se quedan para des­pedir el año viejo y recibir el nuevo, me acosté temprano. A eso de la medianoche me despertaron las bocinas de los automóviles y las sirenas, y hasta me pareció que la gente hacía sonar las cacerolas. Y por sobre el ruido se oyeron voces que gritaban, ‘¡Feliz Año Nuevo!’ Me tapé la cabeza con las mantas y seguí durmiendo.”

Al año siguiente, pensó: “El año que termina parece haber transcurrido más rápidamente que el anterior, y el otro antes que ése, más corto que el que le precedió. No puedo menos que pensar, y no es sólo una ilusión, que la arena del tiempo es cada vez más veloz a medida que los años se deslizan en el crepúsculo. . . Job dijo: ‘En los ancianos está la ciencia, y en la larga edad la inteligencia.’ Espero que esto sea cierto. En todo caso, tenemos mucho para agradecer al concluir este año, aunque existan condiciones que, de ser posible, me agradaría que cambiaran. Quizás todo podría resumirse en la simple pero elocuente oración de George Herbert: ‘Tú, de quien tanto hemos recibido, danos algo más…. un corazón agradecido.’“

Una de las bendiciones que más agradece es que, después de recobrarse de su ataque cardíaco, no volvió a sufrir ma­yores problemas de salud a principios de la década de 1980, en especial durante los años cuando Claire necesitaba tanta atención. Cuando el estado del tiempo se lo permitía, conti­nuaba con sus caminatas, y los días de frío o de tormenta, se iba temprano al Edificio de Administración de la Iglesia para hacer ejercicios en el gimnasio del subsuelo. “Antes de subir a mi oficina, hice cien flexiones en la máquina de remar, varios saltos sobre el trampolín, y volví a hacer otras cien flexiones con los remos. Creo que esto es más eficaz que las caminatas que hacía antes.”

Aunque se mantuvo muy ocupado después del falleci­miento de Claire, la echaba mucho de menos. Sus familiares, sus compañeros en el Consejo de los Doce y la Primera Presi­dencia, los miembros de su barrio y sus vecinos, y sus amigos, tanto cercanos como lejanos, se mantenían en continuo con­tacto con él, pero también pasaba muchas horas en soledad cuando al fin del día o después de un largo viaje regresaba a la casa.

En febrero de 1987, unos tres años y medio después de la muerte de su esposa, escribió: “Hoy Claire habría cumplido ochenta y cinco años de edad. Salí temprano de la oficina y fui al cementerio. El día era despejado y frío, y el césped estaba cubierto de nieve. Al llegar a su tumba, me acometió un sen­timiento de soledad y pensé cuán solitaria habrá de sentirse ella al encontrarse tan lejos de su familia y de los nietos que tanto amó. Tales sentimientos persistieron en mí cuando volví a casa y vi todas las cosas que me traen recuerdos de ella.”Después de su ataque cardíaco, Howard continuó yendo a ver a su médico y observó un régimen de alimentación y de ejercicios. Se sentía feliz cuando, después de cada examen, el médico le confirmaba la buena salud de su corazón. Por eso fue que, en octubre de 1986, tanto él como sus médicos quedaron asombrados al constatar que tenía coágulos en las arterias y que sería necesario operarlo inmediatamente. El domingo, a las seis y media de la mañana, lo anestesiaron y lo llevaron a la sala de cirugía, donde le hicieron un injerto múlti­ple de cuatro reparaciones coronarias, operación que llevó cinco horas.

Sus hijos se turnaban para acompañarle mientras per­maneció internado. A los dos días pudo levantarse y dar unos pasos en su habitación y ya en el décimo día logró caminar casi dos kilómetros por los corredores del hospital. Cuando le dieron el alta, Dorothy estaba esperándole en la casa para ayu­darle, pero al día siguiente, ella enfermó de gripe y debió volver a su hogar. El élder Hunter, siendo de un carácter tan independiente, no dijo nada a la familia acerca de tal compli­cación y prefirió quedarse acompañado solamente por un guardia de seguridad de la Iglesia para que contestara el telé­fono y atendiera la puerta durante las veinticuatro horas del día y se asegurara de que no lo perturbaran mientras se reco­braba de la operación.

Howard estaba decidido a recuperarse tan rápidamente como le fuera posible para reanudar sus deberes en el Consejo de los Doce. En esa época ocupaba el cargo de Presidente en Funciones porque el presidente Marión G. Romney, quien era el apóstol de mayor antigüedad en el quórum, se encontraba muy enfermo. Howard iba con regularidad a un centro de rehabilitación cardíaca para hacer ejercicios con equipos espe­ciales. “Estoy seguro de que, si cumplo con el régimen, estos ejercicios acelerarán mi recuperación”, escribió en su diario, agregando, “aunque son cansadores y agotan mis fuerzas.”

Al poco tiempo, Dorene Beagles—quien había reem­plazado a Ruth Webb como secretaria del élder Hunter— comenzó a llevarle tareas de su oficina y algunas de las Autoridades Generales empezaron a visitarle para ponerlo al tanto de lo que acontecía en la Iglesia. “En general, he podido experimentar cierta mejoría”, escribió, refiriéndose a su recuperación, “pero me gustaría que todo fuese más rápido.”

A fines del año, parecía haberse recuperado completa­mente de la operación del corazón . . . “Estoy agradecido porque en el próximo año podré trabajar sin limitaciones”, escribió en su diario. Estoy seguro de que 1987 resultará ser un muy buen año.”

“Cuando las puertas se abren y se cierran”

EL NUEVO AÑO se inició sin problemas y Howard pudo reanudar todas sus asignaciones y responsabilidades. El 22 de enero, viajó a Europa acompañado por Richard para partici­par en unas conferencias y luego a Israel para asistir a unas reuniones en el Centro de Estudios de Jerusalén. Cinco días después de su regreso, uno de sus médicos le prescribió algunos ejercicios físicos y se quedó maravillado al constatar que el corazón de su paciente estaba en excelentes condi­ciones, “mejor que el de una persona de sesenta años de edad”, comentó. Esto agradó sobremanera a Howard, quien habría de cumplir los ochenta en el otoño.

No obstante, en esos días empezó a sentir molestias en otras partes del cuerpo. Hacía tiempo que le dolía la espalda, y el dolor parecía ser cada vez más intenso. En febrero, le tomaron unas radiografías que indicaban el posible desgaste de una de sus vértebras y síntomas de artritis, y al siguiente mes le hicieron varios exámenes en el hospital. Todo parecía estar desarrollándose normalmente, excepto el desgaste de los huesos en la espalda, lo cual le causaba intensos dolores que se le extendían hasta las piernas. Los médicos decidieron po­nerlo en estricta observación antes de recomendar tratamiento alguno.

El 6 de abril, al día siguiente de la conferencia general, el élder Hunter tuvo que cancelar su programado viaje a Burma debido a que, cuando los médicos lo examinaron a raíz de un fuerte dolor estomacal—que nada tenía que ver con los dolores de la espalda y las piernas—descubrieron que tenía una úlcera sangrante. De inmediato, se internó en el hospital para iniciar su tratamiento. Dos días más tarde, después de que el tratamiento no diera resultado, lo llevaron a la sala de cuidado intensivo y luego a la de cirugía. Después de recibir una bendición, tres cirujanos comenzaron a operarlo a las nueve de la noche. La operación duró tres horas, durante las cuales él debió recibir en transfusión más de dos litros de san­gre.

Howard estuvo varios días bajo el efecto de muchos medicamentos y no tenía conciencia de lo que estaba pasando, pero para los médicos fueron momentos muy críticos. Luego le informaron que había estado bajo una constante vigilancia y la supervisión de cinco médicos, que tuvieron que hacerle transfusiones de sangre adicionales y que habían empezado a fallarle los ríñones. Su condición mejoró al fin y de la sala de cuidado intensivo lo trasladaron a una habitación privada. El 18 de abril, escribió en su diario: “El 6 de abril fui al hospital para que me hicieran un examen, el cual iba a tomar una hora, y hoy me dieron el alta. Esa fue una hora demasiado larga y muchas cosas han pasado. La operación fue un éxito y me siento suficientemente recuperado para dejar el hospital.” Arme, la hija de Richard, quien acababa de terminar un semes­tre en la Universidad Brigham Young, fue a quedarse en la casa con su abuelo hasta que se recuperara.

Aunque el problema de la úlcera se le había solucionado, el dolor de espalda seguía torturándole. Después de una noche particularmente angustiosa, escribió, “no pude dormir y me levanté más cansado que cuando me acosté.” Fue dos o tres veces a su oficina para poner al día sus papeles, pero le era imposible asistir a las reuniones en el templo porque no podía permanecer sentado por mucho tiempo.

El 11 de mayo lo internaron nuevamente en el hospital, donde los médicos tenían la esperanza de poder prepararlo para una cirugía en la espalda, pero dos semanas más tarde lo enviaron de vuelta a la casa porque no estaba aún lo suficien­temente fuerte para tal operación. El dolor que sufría era inso­portable y la familia hizo los arreglos para que lo cuidaran las veinticuatro horas del día. Una semana después, fue internado otra vez en el hospital. “Los médicos han llegado a la con­clusión de que es necesario que se me opere”, escribió, “a pesar de que todavía me siento débil a causa de la operación de la úlcera en abril.”

El jueves 4 de junio, Howard fue llevado a la sala de cirugía, donde le ensancharon el orificio de la vértebra por el cual pasaba el nervio que tanto dolor le había estado provo­cando. La operación en sí procedió sin problemas, pero el diagnóstico de su resultado continuaba siendo incierto.

Durante esos días en la sala de cuidado intensivo, Howard permanecía en estado de confusión. Luego escribiría en su diario: “Me tenían bajo los efectos de los medicamentos y no estaba yo en contacto con la realidad.” El 11 de junio, lo pusieron en una habitación privada y al día siguiente, dijo, “empecé a orientarme y pude salir a caminar un poco.” Aún así, todavía lo acosaban los dolores.

Louine y Nan se turnaban para cuidarlo, así que siempre tuvo la compañía de un familiar mientras permaneció inter­nado en el hospital y cuando regresó a la casa. En junio, ter­minadas las clases escolares en California, sus dos nueras llevaron a sus hijos a Utah, les alquilaron apartamentos en el campo de la Universidad Brigham Young y ellos participaron en sus tradicionales actividades. Entonces las madres se tur­naban entre quedarse en Salt Lake para cuidar a su suegro y supervisar a sus hijos en Provo.

Richard ha dicho que ésa fue una buena oportunidad para que su padre aprendiera una gran lección—la de permitir que otros cuidaran de él. “Papá fue una persona obstinadamente independiente toda su vida”, dijo. “Si se considera capaz de hacer algo, simplemente lo hace. En parte, ello se debe a que no le gusta que las cosas queden a medio hacer, y aún más, pienso que la razón principal es que nunca ha querido molestar a nadie cuando se trata de algo que él mismo puede hacer.” Por lo tanto, agregó Richard, “no siempre ha permitido que otros lo ayuden. Pero ésta ha sido una buena oportunidad y una bendición, para la familia y para otros, de poder servirle con la misma devoción con que él siempre ha servido a los demás.”

Cierta vez, Richard le dijo a su padre: “Tú sabes, papá, que la doctrina de la Iglesia es que ‘prorrumpimos en voces de gozo’ cuando se nos dio la oportunidad de venir a la tierra para obtener un cuerpo. ¿Crees, realmente, que eso es ver­dad?” Howard meditó unos momentos y entonces respondió: “Sí, creo que es verdad, pero no estoy muy seguro de que se­pamos la historia completa.”

Después de la operación, la espalda le quedó bien, pero, debido al daño en los nervios y la complicación de su diabetes, Howard continuó sufriendo intensos dolores en las piernas. Un terapeuta iba a su casa dos veces por semana para ayu­darle a ejercitar las piernas y, utilizando un andador, podía caminar por los alrededores, pero los médicos le advirtieron que si no se le iba el dolor, tendría que andar en silla de ruedas.

“Todos los días hago varias clases de ejercicios”, escribió el 27 de julio en su diario. “Flexiono los brazos mientras sostengo una bolsa, muevo las piernas en un tipo de bicicleta, camino con el andador y hago otros ejercicios para fortale­cerme los músculos.” Pero los nervios de la pierna derecha se le habían deteriorado seriamente y el caminar le resultaba cada vez más difícil y doloroso. A las pocas semanas, comenzó a usar una silla de ruedas.

A mediados de agosto, el élder Hunter pudo otra vez empezar a asistir semanalmente con las otras Autoridades Generales a las reuniones en el templo. Era algo agotador, pero también se sentía vigorizado al reunirse con los hermanos y poder trabajar en la obra a la cual había consagrado su vida y su energía. El 29 de septiembre anotó en su diario: “Esta ha sido la primera vez que he podido pasarme todo un día en mi escritorio desde la conferencia general de abril, y la de octubre tendrá lugar este fin de semana.”

El domingo 4 de octubre de 1987, para asombro de todos los que sabían acerca de los problemas relacionados con sus operaciones y su rehabilitación, Howard W. Hunter habló en la conferencia general. En su diario describió así el hecho:

“Estuve muy preocupado en cuanto a mi participación, pero los hermanos me alentaron para que lo hiciera. Boyd Packer y Russell Ballard habían hecho los arreglos para que se le colocaran ruedecillas a mi sillón del tabernáculo y que se me construyera un pulpito especial con bisagras para poder re­gularle la tapa cuando me acercara a la plataforma central. Yo fui el segundo discursante de la primera sesión. El hermano Packer y el hermano Ballard me ayudaron hasta el pulpito y allí pude hablar desde mi silla de ruedas. Me referí al tema de ‘Cuando las puertas se abren y se cierran’, acerca del efecto de las adversidades en nuestra vida. El temor me fue dejando y sentí que había logrado superar mi invalidez.”

Sus primeras palabras capturaron inmediatamente la aten­ción de la congregación: “Perdónenme si me quedo sentado mientras les dirijo la palabra. No es por capricho que les hablo desde una silla de ruedas. Veo que todos parecen estar disfru­tando de la conferencia mientras permanecen sentados, así que voy a seguir el ejemplo de ustedes.”

Ahora estaba de vuelta en su propio ambiente, enseñando a los miembros de la Iglesia mediante el ejemplo y la palabra.

Motivos para celebrar

La RECUPERACIÓN del élder Hunter después de dos opera­ciones serias y de haber cumplido ochenta años de edad el 14 de noviembre, era un verdadero motivo para celebrar. En el otoño, sus familiares llegaron de todas partes para ayudarle en ello. Nan y Louine prepararon una gran cena de cumpleaños y pusieron en la mesa del comedor los mejores platos de loza, las copas de cristal y los cubiertos de plata.

Después de la cena, todos los miembros de la familia fueron turnándose para decirle a Howard qué era lo que más admiraban en él y cuál había sido su mayor influencia en la vida. De acuerdo con Nan, fue un momento muy emocio­nante, colmado de lágrimas. Entonces alguien dijo, “Dinos, abuelo, lo que piensas que debemos hacer en la vida; ¿qué consejo tienes para darnos?” Después de una breve pausa, y poniendo una vez más de manifiesto su sentido del humor, él respondió solemnemente: “Pues bien, cuando se bañen, man­tengan la cortina adentro de la bañera.”

A la mañana siguiente, todos asistieron a la conferencia de la estaca, donde les habían reservado los asientos de adelante. El presidente de la estaca, Jon Huntsman, invitó al élder Hunter, a sus hijos, y a Kathleen y a Robert, sus dos nietos mayores, a que hablaran. Después de la última oración, el coro de la estaca y la congregación le cantaron la canción del cumpleaños, y muchos se acercaron a saludarle. La cele­bración continuó esa tarde con una fiesta en la casa de Tal-mage y Dorothy Nielsen, sus vecinos de enfrente. “Tuvimos una verdadera procesión de amigos durante dos horas”, escribió. “He estado en muchas fiestas, pero ninguna ha sido tan magnífica como ésta. . . . Esta ha sido una ocasión memo­rable.”

La celebración de su cumpleaños culminó unos pocos días más tarde cuando la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce, con sus respectivas esposas, le ofrecieron una cena en el hogar del élder y la hermana Packer.

La noche antes del Año Nuevo, el élder Hunter hizo un resumen de las cosas más importantes que le habían pasado y concluyó su anotación en su diario, diciendo: “El año 1987 ha llegado a su fin, y al mirar hacia atrás, resultó ser para mí una época de dolor y sufrimiento, pero también fue un año de regocijo y realizaciones. Estoy agradecido porque mi estado de salud ha mejorado lo suficiente para permitirme cumplir con la obra que me ha sido asignada.”

A veces, el progreso de las cosas se produce en pequeños incrementos tan lentamente que apenas podemos percibirlos, hasta que miramos hacia atrás y podemos entonces ver dónde estábamos y a dónde hemos llegado. En ocasiones, así le parecía a Howard. Se había propuesto a caminar de nuevo y entonces continuó con su tratamiento, exigiéndose hasta los límites de su resistencia. Si todo dependía de su intención, no habría de pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.

En el centro de rehabilitación de la Universidad de Utah le colocaron unas abrazaderas en las piernas para facilitarle una mayor estabilidad. Después de que se las ajustaron y de caminar sosteniéndose entre dos barras de hierro, comentó: “No me fue muy bien, pero estoy seguro de que me acostumbraré a esto.” Dos días más tarde, con la ayuda de un andador, logró caminar cubriendo una distancia tres veces mayor que antes, y confesó: “Este progreso es alentador.”

A mediados de febrero tuvo otro desafío, cuando comenzó a aprender cómo usar las muletas. La segunda vez que lo hizo, consiguió caminar casi dos cuadras. El 29 de abril escribió: “Hoy, por primera vez, pude caminar con el andador sin tener las abrazaderas en las piernas. No me sentía muy seguro, pero logré caminar casi doscientos metros por los corredores del hospital. Esto me da esperanzas de que pronto podré usar mejor las piernas.”

Menos de dos semanas después, viajó a Hong Kong para asistir a una convención de la Compañía de Seguros Benefi-cial, y también visitó la isla de Macau y a la ciudad de Cantón, en la China. Desde Hong Kong, pasando por Bangkok, Munich y Francfort, viajó a Israel para firmar el contrato de arrendamiento del Centro de Estudios de Jerusalén. Le acom­pañaron su hijo John y un guardia de seguridad de la Iglesia, quienes estuvieron constantemente a su lado durante el viaje y le ayudaron con su silla de ruedas y también al subir y bajar de los autobuses y otros vehículos. El viaje fue agotador, sin embargo, al regresar, el élder Hunter se mostró muy entusias­mado, especialmente porque el Centro de Estudios de Jerusalén estaba listo para funcionar, pero también, quizás, porque acababa de demostrar que todavía podía viajar al extranjero.

Durante el verano y el otoño, Howard continuó con su tratamiento y sus caminatas con la ayuda del andador y de las abrazaderas. Con el tiempo, logró caminar sin ellas, siempre que alguien lo acompañara para ayudarle en caso de que trastabillara. Antes de la operación, los médicos le habían dicho que el dolor le persistiría por unos seis meses. Después de un año, aún lo tenía aunque con menor intensidad, por lo cual estaba muy agradecido.

Su victoria mayor tuvo lugar el jueves 15 de diciembre. En esa fecha escribió:

“Hoy fue un día especial. Tuvimos la última reunión de 1988 en el templo y ésta fue la primera vez, desde el 13 de agosto de 1987, que asistí sin andar en la silla de ruedas. Hoy fui al templo con el andador. Lo hice lentamente y con dificul­tad, pero lo conseguí siendo acompañado por Neil McKinstry, el guardia de seguridad, quien caminó a mi lado preparándose para sostenerme en caso de que me cayera. Cuando entré en la sala del consejo, los hermanos se pusieron de pie y me aplaudieron. Esta fue la primera vez que alguien aplaudió en el templo. Todos han sido muy amables y atentos conmigo, y han pedido por mí en casi cada una de las oraciones pronun­ciadas en este último año. En su gran mayoría, los médicos me habían dicho que nunca más podría yo estar de pie o caminar, pero no tuvieron en cuenta el poder de la oración.”3

A mediados de febrero de 1988, uno de los terapeutas fue con Howard al Tabernáculo para ayudarle a practicar cómo caminar hasta el pulpito y regresar a su asiento. “Quedé sorprendido al poder hacerlo; quizás me será posible permanecer de pie ante el pulpito cuando tenga que hablar, cosa que los médicos me han dicho que no será posible.” El departamento de mantenimiento de la Iglesia le hizo modificaciones en su silla sobre el estrado, alargándole los posabrazos y elevándole los almohadones para que le sea más fácil incorporarse. Después de varias sesiones de ejercicios, y de andar por el pasaje subterráneo entre el Edificio de Administración de la Iglesia y el Tabernáculo, finalmente se sintió listo para la pró­xima conferencia.

El domingo 1o de abril de 1988, la mirada de todas las per­sonas en el Tabernáculo estaba fija en el élder Howard W. Hunter cuando éste se levantó y, lentamente, caminó hacia el pulpito con la ayuda de un andador. El corazón de las otras Autoridades Generales, de los miembros de su familia y de otros que sabían cuánto había luchado por llegar a ese momento de su vida, latía con fuerzas mientras muchos ora­ban por él en silencio.

En su diario anotó lo siguiente: “Todo anduvo bien hasta que llegué a la mitad de mi discurso, cuando de pronto perdí el equilibrio y caí hacia atrás en medio de un arreglo floral, yendo a parar a la plataforma del director del coro. El presi­dente Monson, el élder Packer y Dale Springer, un guardia de seguridad de la Iglesia, me levantaron sin demorar y continué con mi discurso.”

Quienes se hallaban escuchando la conferencia por radio y los que no estaban prestando mucha atención en el Tabernáculo o en sus hogares mientras seguían la sesión por la televisión, no se percataron de lo que había sucedido. Sólo se produjo una breve pausa y entonces el élder Hunter siguió hablando como si nada hubiera pasado y, cuando terminó su discurso, el presidente Monson comentó: “Todos los que lo hemos visto llegar hasta el pulpito, hemos presenciado un milagro.” Luego, refiriéndose a la rápida recuperación del élder Hunter después de su caída, agregó: “Quizás no un solo milagro, sino dos.”

Al mediodía, los miembros de la familia Hunter se reunieron en su oficina para el tradicional almuerzo del que participan en días de conferencia general. Los nietos, quienes siempre se sienten cómodos en presencia del abuelo, comen­zaron a hacerle bromas en cuanto a lo acontecido. “Sabemos, abuelo, que sólo quisiste llamar la atención”, dijo uno de ellos. Otro agregó: “Tu discurso no era suficientemente bueno, así que se te ocurrió hacer algo más para mejorarlo.” El abuelo Hunter se echó hacia atrás en su silla y soltó una carcajada.

Sin embargo, no se rió cuando una radiografía que le tomaron tres semanas más tarde mostró que tenía tres costi­llas fracturadas. “No siento ningún dolor, a menos que me retuerza”, anotó en su diario. “Siendo que se me están sanando solas, preferí que no me vendaran.”

En el discurso que pronunció en la conferencia general de octubre de 1987, el presidente Hunter dijo: “Las puertas se cierran con regularidad en nuestra vida, y algunas nos causan a veces un verdadero pesar. Pero yo creo que cuando una se cierra, otra se abre (y quizás más de una), ofreciéndonos espe­ranzas y bendiciones en otros aspectos de nuestra vida que de otra manera no habríamos tenido.”

Pocos meses después, un reportero del semanario Church News le preguntó qué opinaba de ese discurso de la conferen­cia y entonces escribió:

El presidente Hunter dijo haber recibido numerosas cartas y comentarios acerca de ese discurso, “de personas que ma­nifestaron su aprecio por las ideas expresadas.”

“La adversidad”, dijo, “afecta la vida de mucha, mucha gente. La cosa más importante es cómo la aceptamos. Debe­mos reconocer que todo está de acuerdo con los propósitos del Señor, no importa lo que pase con nosotros. Si aceptamos esto, podremos continuar viviendo con fe y entendimiento.”

Refiriéndose a las experiencias que ha tenido como após­tol, el presidente Hunter dijo con ternura: “Yo he aprendido a tener paciencia y confianza. Creo que he logrado un cierto entendimiento acerca del principio de la fe. He aprendido a sentir compasión.

“Todos esos . . . años, en lo que a mí respecta, han tenido una gran influencia en mi vida.”4

→ 14 Presidente del Quórum de los Doce


  1. “The Opening and Closing of Doors”, Ensign, noviembre de 1987, 58.
  2. Spencer W. Kimball, La fe precede al milagro (Salt Lake City: Deseret Book, 1972), pág. 97.
  3. En un discurso pronunciado en la conferencia general de abril de 1991, el élder Rulon G. Craven, de los Setenta, ex Secretario Ejecutivo del Quórum de los Doce, hizo referencia a las dificultades que el presidente Hunter tuvo para caminar, y al día triunfante en que por fin pudo caminar hasta el tem­plo: “Muchos recordarán que hace algunos años se le informó al presidente Hunter que no podría volver a caminar y que quedaría confinado a una silla de ruedas. Sin embargo, su fe y su determinación fueron más fuertes que ese diagnóstico. Diariamente, sin publicidad y en forma muy callada, se sometió a una terapia de ejercicios cansadores y difíciles, con la determinación y la visión de que algún día volvería a caminar. Durante esos difíciles meses, sus hermanos de los Doce oraron diariamente por él en sus reuniones de quórum y en forma privada.   “Meses después, un jueves por la mañana, fui a la oficina del presidente Hunter por un asunto que estaba anotado en la orden del día para la reunión del templo. Me dijeron que ya se había ido caminando al templo. Aun cuando dudé de lo que me habían dicho, me apresuré para alcanzarlo. Cuando lo hice, pude ver que caminaba con la ayuda de un andador. Fuimos juntos hasta el ascensor y luego hasta el cuarto piso, y caminamos hasta el aposento alto. Cuando el presidente entró en la sala, los Doce se pusieron de pie y lo aplaudieron. Lo observaron cariñosamente caminar hasta su silla y sentarse y luego, con un amor, honor y ternura magníficos, cada uno de ellos se acercó a él, lo besó en la frente y lo abrazó, demostrán­dole así su cariño y admiración. Luego que todos se sentaron, el presidente Hunter les agradeció y les dijo: ‘Se decía que yo no volvería a caminar, pero con la ayuda del Señor y mi determinación, y lo que es más importante, la fe de mis hermanos de los Doce, estoy caminando nuevamente’“ (“Profetas”, Rulon G. Craven, Liahona, julio de 1991, págs. 29—30).
  4. Dell Van Orden, “Exciting Time in Church History”, Church News, 25 de junio de 1988, pág. 6.
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