Nuestros hijos, las floresmás hermosas del jardín de Dios

Nuestros hijos, las flores
más hermosas del jardín de Dios

Joseph Fielding Smith

Presidente Joseph Fielding Smith
(Discurso pronunciado en la Reunión de Oficiales de la Conferencia General
Anual de la Sociedad de Socorro, el 2 de octubre de 1968.)


Mis queridas hermanas: me siento muy feliz de encontrarme con vosotras aquí, este día, y espero y ruego que lo que os diga sea de provecho para todas.

Hay ciertas verdades antiguas que continuarán siendo verdades mientras el mundo siga adelante y a las que ningún tipo de progre­so puede cambiar. Una de ellas es que la familia, la organización que componen el padre, la madre y los hijos, es el fundamento de todas las cosas en la Iglesia; otra, es que los pecados que atenían contra la pureza y salud de la vida familiar, son de todos, los que azotarán con mayor fuerza las naciones en que ésta se encuentra organizada. Por eso debemos trabajar unidos a fin de que todos los que nos rodean, y especialmente los más cercanos, obtengan la mejor preparación posible para que, unidos, podamos cumplir nuestros deberes en la Iglesia. Cada una de vosotras, como madre, puede luchar en la medida del entendimiento y for­taleza que se os ha dado, por el hogar ideal, el que se debe cons­truir sobre los sentimientos de interés, conocimiento, gusto y amor mutuos y en el que debe existir un compañerismo perfecto entre padres e hijos.

Mucho más importante que la ocupación o buena posición financiera de la familia es la manera en que se conduce la vida familiar. Todas la demás cosas son de menor importancia. Roosevelt ha comparado un ho­gar sin hijos a una “tierra sin árboles, sin frutos, completa­mente estéril.”

En cuanto a la educación de los hijos, aun cuando algunos de ellos vayan por el mal camino aunque se les proporcione la mejor educación y otros anden rectamente a pesar del ambiente desfavorable en que vivan, el que vivan con rectitud, depende en gran medida de la educación familiar; y el compañerismo del cual estamos hablando, se logra sólo por medio de esta educación familiar.

Si tuviera que referirme a algún tema, este sería sin lugar a dudas: “¿Qué significan nuestros hijos para nosotros?” Nuestros hijos, “las flores más hermosas del jardín de Dios”, como lo expresó un antiguo escritor. Se muestra claramente la actitud de nuestro Padre Celestial en cuanto al maravilloso privilegio de la paternidad, en la historia de Abraham, sobre cuya cabeza se pronunció la más alta bendición que alguna vez se haya pronun­ciado, mayor que todas las riquezas del mundo y que el más elevado de los honores, el triunfo de los triunfos, la bendición su­prema, tal fue la promesa de una posteridad tan numerosa como las arenas del mar.

La inspiración del evangelio nos estimula en cuanto a nues­tros propósitos de la vida y si vivimos de acuerdo a sus enseñan­zas; obtendremos una mejor comprensión de los más altos va­lores. Esto nos ha enseñado el verdadero significado de la pre­gunta, “Porque, ¿qué aprove­chará el hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?” (Marcos 9:36.) ¿Qué provecho tendremos nosotros si ganáremos todo el mundo y perdiéremos las almas de nuestros hijos? Así, vosotras madres, podéis ver que el privilegio de la paternidad, la bendición de los hijos, comprende la mayor responsabilidad de la vida. Nuestro deber es difícil, nuestra tarea es ardua, pero lo mayor de todo será nuestro galar­dón.

Bajo el cuidado de la mujer yace el destino de las generacio­nes venideras. Sin lugar a dudas, que la más afortunada de ellas es la que puede educar a sus hijos, y si en esto logra tener éxito, es porque lo ha obtenido después de establecer mutuo compañerismo con ellos; no hay otro medio por el cual se pueda lograr.

Desde que se originó el mundo ha habido dos clases de personas; una, la que declara que la época en que se vive es la peor que ha presenciado el mundo y la otra, la que opina que los tiempos ac­tuales son los mejores. Creo, sin reserva alguna, que como pueblo, pertenecemos a la última de éstas. Ciertamente apreciamos nuestras bendiciones, pero no somos tan ciegos como para no ver que hay muchos y grandes peligros con los que tenemos que enfren­tarnos y los que nos preocupan más que todos los demás, son los que se relacionan con nuestros hijos; la única protección verda­dera y eficaz, la defensa ade­cuada, es la que puede ofrecer el hogar y sus influencias. No se puede negar el hecho de que algunos de nuestros jóvenes, es­pecialmente las señoritas, han caído en crímenes profesionales en un grado lo suficientemente alto como para que cause alarma; en cuanto a esto, hay, por lo menos un remedio seguro: educar a las niñas en el hogar.

En la actualidad, no se enseña a las niñas como se acostumbró en el pasado; a éstas se les debe enseñar a realizar útiles tareas de casa, o, por lo menos, se les debe inculcar elevadas normas morales por medio del buen ejem­plo. Hoy en día, hay muchas señoritas que no tienen ningún sentido de la moral.

Estamos en una época en que el espíritu conservador lucha con el jazz, y no hay comprensión ni simpatía entre padres e hijos. Las madres dan muy poco, las niñas toman demasiado; empie­zan criticándose unas a otras en lugar de tratar serenamente de llegar a una comprensión cabal. Si los padres no tienen paciencia y tolerancia para comprender a estos jóvenes “en edad de jazz”, ellos se alejarán de su lado para ir en busca de los lugares en que puedan ser comprendidos, y es allí donde yace la tragedia de la situación. Es solamente cuando los padres y los hijos llegan a una hermandad construida sobre la comprensión, que pueden ser uno en sentimiento y corazón.

En la actualidad, es lamento común la ingratitud de los jóvenes.

Y bien, la verdad, es que lo son. Algunos hijos son naturalmente agradecidos y saben apreciar las cosas, mientras que otros no; pero esta muestra de ingratitud indica una alarmante falta de educación en cuanto a la capaci­dad de apreciación tanto en lo que respecta a los dones materiales como al placer de servir, o a las cosas que valen la pena en este mundo. De esta falta, no se puede culpar sino a los padres por su negligencia en este aspecto.

Quizás la mayor debilidad de nuestros hijos hoy en día, sea la falta de reverencia, de respeto, el desprecio por cualquier tipo de autoridad, temporal o espi­ritual. Pero, ¿se encuentra este pecado solamente en la juventud? ¿No es acaso una época irreve­rente? Aquí debemos recurrir nuevamente al hogar como el único remedio seguro y velar porque éste sea un santuario en el que se respeten y observen las leyes de Dios.

He puesto deliberadamente mayor énfasis en que el hogar es la fuente más grandiosa e in­falible de las cosas buenas que hay en el mundo y en que ade­más, es el taller donde se forjan los caracteres humanos, y la manera en que se forjen depende de la relación que exista entre padres e hijos, porque el hogar no puede ser lo que debe a menos que las relaciones que se desarro­llen dentro de él sean las más deseables. Que así sea o no, de­pende, es verdad, tanto de los padres como de los hijos, pero más que nada de los padres; ellos deben hacer lo mejor que puedan, brindar educación eficaz, antes de que los niños lleguen a la edad de la responsabilidad. Enseñad a los pequeñitos a hacer lo correcto.

El supremo Maestro dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre,” tampoco los niños pueden vivir meramente de las cosas materia­les que se les proporcionan; estas son muy necesarias, es cierto, pero conforman sólo una parte del todo y en cuanto a lo que a la madre concierne, es la parte más fácil de su trabajo. Antes que cualquier otra cosa, los padres deben tratar de ser, o por lo menos, realizar sus mejores esfuerzos por lo que ellos desean que sean sus hijos. Es absolutamente imposible ser ejemplo de lo que no se es realmente. La única manera de enseñar a los hijos acerca de la belleza y utilidad del servicio es enseñándoles la manera de hacerlo y dándoles la oportunidad de realizarlo.

“¡Vete y déjame sola, no tengo tiempo para que me molesten”, le dijo una madre apurada e impaciente a su hijita de tres años de edad, que trataba de ayudarle a efectuar cierta tarea doméstica. También quiero con­tarles acerca de lo que un in­fante dijo a su madre cuando mi esposa y yo asistimos a una con­ferencia de estaca en New York; mi esposa pidió a todos los presen­tes que dijeran a sus padres cuán­to los amaban, y a aquéllos que no los alejaran de si cuando los hijos se acercaran a decirlo. Un pequeñito fue hacia su madre y le dijo, “mamá, yo te quiero y no me eches de tu lado, como dijo esa dama en la Iglesia”. ¿En quién yace la falta? El deseo de ayudar es innato en todo niño normal y los padres no tienen derecho a quejarse. Cuando todos ayudan en las tareas de la casa, no puede haber exceso de trabajo y cuando cooperan para realizar estos deberes, se experimenta la más agradable sensación de compañerismo.

Si tuviera que sugerir algo en cuanto a lo que nosotros, los padres, tenemos mayor carencia, sería la falta de comprensión para con nuestros hijos. Vivid con vuestros hijos, poneos a su altura; tratad de leer con ellos “sermones en las piedras, libros en los arro­yos cantarinos y lo bueno que se encuentra en todas partes.” Enseñadles que la flor de la juventud nunca luce tan encanta­dora ni tan hermosa como cuando se inclina ante el sol de la recti­tud. Investigad hasta llegar a conocer todo lo que abarca el interés de vuestros hijos y sed buenos deportistas con ellos, recordando siempre las hermosas palabras de Wordsworth, “un niño, más que todos los otros dones que la tierra pueda ofrecer al hombre en decadencia, trae consigo la esperanza.”

Cuando contemplo la historia de nuestro pueblo, veo un pasado lleno de gloria; cuando miro hacia el porvenir veo un futuro lleno de promesa. Tengamos fe en que no desacreditaremos las memorias de los hombres y mujeres del majestuoso pasado, que realizaron su obra y nos legaron la espléndida herencia de la cual gozamos hoy; podemos lograr nuestros mayores propó­sitos por medio de un compañeris­mo lleno de amor, enseñando a nuestros hijos para que apren­dan a apreciar esta herencia. De esta manera, podemos, a la vez tener la confianza asegurada de que podremos legar esta heren­cia a los hijos de nuestros hijos, sin haberla perjudicado.

Estoy seguro de que si enseña­mos estas cosas a las hermanas de la Sociedad de Socorro, veremos los frutos del compañerismo de padres e hijos, y cuán grande será nuestro gozo cuando enseñe­mos estas cosas que son impor­tantes para el Señor porque Él las ha declarado, vale decir, que nosotros como padres seremos responsables si fallamos en enseñar a nuestros hijos las verdades del evangelio. El presi­dente McKay dijo en cierta oportunidad:

“No conozco una manera me­jor de lograr armonía en el hogar, en la vecindad, en las organizaciones, paz en las naciones y en el mundo, que el hecho de que cada hombre y mujer, eliminen primeramente de su corazón los enemigos de la armonía y la paz, tales como el odio, el egoísmo, la codicia, la animosidad y la envi­dia”.

Ahora, buenas hermanas, ruego al Señor que os bendiga cuando os dirijáis a vuestras diferentes estacas y barrios; ruego asimismo, que Su Espíritu esté con vosotras y os guíe, cuide y proteja en el servicio de nuestro Maestro y al dejaros mis bendiciones, quiero expresaros el amor que os tiene el presidente McKay, y pido es­tas bendiciones en el nombre de Jesucristo. Amén.

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