Perseveremos con Fe: Biagrafía de Gordon B. Hinckley

Capítulo 7

Marjorie y el arte
de formar un hogar


Durante todo el tiempo desde que Gordon regresó de su misión en Inglaterra, él y Marjorie habían llegado a ser insepara­bles. Cualquier otro interés romántico había desaparecido ya al reconocer, ambos, que su relación iba a ser permanente. Pero vivían aún en la «plenitud de la Depresión», como Gordon deno­minaba entonces—y más tarde—esos años, los salarios eran mez­quinos, había muy pocos empleos estables y ellos, como la mayoría de las parejas jóvenes, pensaban con prudencia en el matrimonio. «En aquellos días», explicó más tarde Marjorie, «una persona no se casaba a menos que tuviera y pudiera mante­ner un empleo. Pero no teníamos ninguna duda de que sí nos casaríamos. Era sólo cuestión de tiempo».1 A pesar de toda pre­caución en cuanto a las ramificaciones económicas del matrimo­nio, su compatibilidad era indudable. Gordon y Marjorie sentían una atracción mutua por su sentido del buen humor, su amor por el Evangelio, su innato optimismo y su amor por la vida. Marjorie poseía una animada y alegre disposición que era como un elixir para Gordon. A su vez, a ella le encantaba su translú­cido humorismo, dado el hecho de que a pesar de ser su novio una persona sensata, autodisciplinada y correcta en cuanto a las cosas que consideraba importantes, no tomaba la vida con mucha seriedad y con frecuencia era el primero en mofarse de sus propias sutilezas.

Tal como Gordon, Marjorie tenía antepasados relacionados con el Evangelio que abarcaban varias generaciones. También ella estaba vinculada a antecesores que habían aceptado el Evangelio y establecido los cimientos para las comodidades de que disfrutaba y las creencias que ella misma había adoptado.

En 1855, los misioneros le habían enseñado el Evangelio a Mary Goble, una niña de 12 años de edad, y a su familia en Brighton, Sussex (Inglaterra), y la madre de ella, también lla­mada Mary, estaba ansiosa por reunirse con los Santos en Utah. En la primavera siguiente, el 19 de mayo de 1856, ella y su esposo, William (Bill), y sus seis hijos—Mary, Edwin, Caroline, Harriet, James y Fanny—tomaron el barco Horizon en Liverpool y viajaron a los Estados Unidos.

Después de seis semanas en altamar, arribaron a Boston [Massachusetts] y de allí fueron por tren a Iowa City, donde se prepararon para el viaje a través de las llanuras. El verano llegaba ya casi a su fin cuando partió la compañía pionera que dirigía Dan Jones (y luego John Alexander Hunt), y no llegaron a Council Bluffs sino a fines de septiembre. Esperaban poder lle­gar a Utah antes del invierno, pero la compañía no se hallaba muy lejos de Council Bluffs cuando el clima pareció cambiar antes de lo acostumbrado. La joven Mary contó después acerca del tormento consiguiente, incluso el nacimiento de una hermanita llamada Edith que vivió solamente seis semanas antes de fallecer por falta de nutrición. Sin otra alternativa que la de sepultarla en una sencilla tumba en la pradera, la familia Gobble soportó su dolor y continuó viajando.

Bill Goble era el cazador del grupo y obtuvo alimentos para sus compañeros de jornada. Cuando la compañía de carros alcanzó al grupo de carretones de mano dirigido por Martin, a Bill se le designó para que se quedara con dicho grupo de pione­ros por si necesitaran su ayuda. La buena voluntad de la familia para quedarse atrás fue causa del terrible precio que debió pagar por ello. Mary escribió: «Cuando llegamos a Devil’s Gate, hacía un frío espantoso. Debimos abandonar muchas cosas allí… Mi hermano James comió una cena abundante y se sentía muy bien al acostarse. A la mañana siguiente, había muerto. A mí se me congelaron los pies, y también mi hermano Edwin y mi hermana Caroline tenían los pies congelados».2

El nombre de Devil’s Gate (El portal del diablo) era muy apro­piado. Allí quedaron atrapados los pioneros de la compañía de carretones de mano Martin y del grupo de carros Hunt-Hodgett, al impedir que continuaran el viaje debido al continuo azote de las nieves. Con el diario aumento en el número de muertos, pare­cía que todos perecerían en los altiplanos de Wyoming. Lo que la familia Goble y sus compañeros no sabían era que Brigham Young había recibido noticia de la situación en que se hallaban. El domingo 5 de octubre de 1856, en horas de la mañana, el pro­feta pronunció el discurso de apertura de la conferencia general en la Enramada de la Manzana del Templo y dijo: «Muchos de nuestros hermanos y hermanas se encuentran en las llanuras con sus carretones de mano… y debemos ayudarles a llegar aquí… Quiero decirles a todos que su fe, su religión y su creencia reli­giosa no lograrán salvar a ninguno de ustedes en el reino celes­tial de nuestro Dios, a menos que cumplan justamente los principios que les estoy enseñando hoy. Vayan y traigan acá a esa gente que se encuentra ahora en las llanuras».3

Cuando un explorador del grupo de rescate llegó a donde estaban las compañías de carretones de mano cerca de South Path (Wyoming), los que aún tenían energías para hacerlo ento­naron canciones y hasta bailaron. Pero al cruzar las últimas mon­tañas antes de entrar al valle, la madre de Mary falleció. La joven escribió luego: «Llegamos a Salt Lake City el 11 de diciembre de 1856, a las nueve de la noche. Tres de cada cuatro personas aún con vida estaban congeladas. Mi madre yacía muerta en la carreta… Temprano a la mañana siguiente, llegaron el hermano Brigham Young y un médico… Al ver [Brigham Young] la condi­ción en que estábamos—los pies congelados y nuestra madre muerta—las lágrimas humedecieron sus mejillas. El doctor amputó los dedos de mis pies empleando un serrucho y un cuchillo de carnicero. Brigham Young me prometió que nada más sería cortado de mis pies. Las hermanas estaban vistiendo a mi madre por última vez. Oh, ¿cómo pudimos soportarlo?»4 La familia de Mary se mudó luego a Nephi (Utah).

Un joven llamado Richard Pay había inmigrado también de Inglaterra y soportado adversidades al cruzar las llanuras. La hijita con que habían sido bendecidos en Iowa murió en [el lugar llamado] Chimney Rock, y la esposa de Richard falleció después en Fort Bridger. Él llegó solo a Salt Lake City y en la primavera siguiente ató todas sus pertenencias con un pañuelo de mano y caminó hasta Nephi (Utah), donde tiempo después conoció a Mary y se casó con ella.

Con el correr de los años, Richard y Mary Pay fueron bende­cidos con trece hijos; el menor de ellos, llamado Phillip LeRoy, nació el 14 de noviembre de 1885. Siendo el último vástago de la familia, recibió mucha atención por parte de sus hermanos y her­manas mayores, pero su primera experiencia con el pesar se manifestó muy temprano en su vida. Tenía sólo siete años de edad cuando una noche su padre regresó de un viaje al templo quejándose de un dolor en el abdomen. Mary llamó inmediata­mente a un médico, pero éste llegó demasiado tarde. Richard murió de apendicitis el 18 de abril de 1893, a los setenta y un años de edad.

Roy se sintió muy acongojado a raíz del fallecimiento de su padre y Mary se vio obligada a reanudar su capacidad como enfermera para sostener a su familia. Aunque nunca consiguió tener ningún dinero adicional, logró satisfacer las necesidades de sus hijos. Como adolescente, Roy trabajaba durante el verano en una granja en la vecina localidad de Eureka, donde aprendió de primera mano en cuanto a la ley de la cosecha y llegó a apreciar los frutos de la obediencia y de la fe. Más tarde lo emplearon para que atendiera una tienda de dulces en Nephi, donde luego conoció a Georgetta Paxman, una menuda jovencita de espeso y brillante cabello negro y hermosos ojos pardos de profundo mirar.5 Con el tiempo, su amistad fue floreciendo y ambos pre­sintieron que su relación podría llegar a ser permanente. Antes de ello, sin embargo, Roy habría de servir en la Misión de los Estados del Sur.

Mientras Roy se hallaba en el campo misional, Georgetta se mudó con Francés, su hermana, y su madre a Salt Lake City, donde ambas hermanas continuaron su educación. Como buena estudiante, Georgetta se recibió tras dos años en la Universidad de Utah en la primavera de 1908. A pesar de sus muchas oportu­nidades sociales, no podía dejar de pensar en su amigo de la ciu­dad de Nephi. Cuando Roy regresó de su misión en mayo de ese año, lo que había sido apenas un romance de adolescentes se convirtió en algo más y el 7 de septiembre de 1910 contrajeron enlace en el Templo de Salt Lake. Su primera hija, llamada Marjorie, nació catorce meses después, el 23 de noviembre de 1911, en Nephi. Tres años más tarde, la familia se mudó a Salt Lake City.

Marjorie fue hija única por casi cinco años. Entonces, el 18 de julio de 1916, Roy y Georgetta fueron bendecidos con la llegada de un hijo, Harold George. Su felicidad duró muy poco, no obs­tante. Unos días después de la Navidad de ese año, despertaron para encontrar a Harold padeciendo convulsiones. Tras ver a su hijo sufrir durante varias horas, Roy y Georgetta se arrodillaron en oración para suplicarle al Señor que preservara su vida, pero concluyeron su pedido con las palabras «no se haga mi volun­tad, sino la tuya»—las palabras más duras que ninguno de ellos jamás había pronunciado. Harold falleció pocos minutos des­pués.6

Un segundo hijo, Douglas LeRoy, les nació el 24 de agosto de 1918 y sólo entonces pudo Marjorie saber lo que era tener un her­mano en su hogar. Con el transcurso del tiempo, ella y Douglas tuvieron cuatro hermanas—Helen, Evelyn, Dorene y Joanne—y las cinco muchachas desarrollaron un sólido vínculo que a lo largo de los años les proporcionó un gran apoyo y camaradería.

Después del nacimiento de Evelyn, los Pay decidieron edifi­car un hogar suficientemente grande para la comodidad de su creciente familia en el barrio de la Iglesia que habían llegado a querer tanto desde que se mudaron a Salt Lake City—el amplio Barrio 1 de la Estaca Liberty. Adquirieron un terreno contiguo a la casa del obispo John C. Duncan y enfrente a lo de Bryant y Ada Hinckley.

Ésos fueron años felices. Los niños hicieron muchos amigos en el vecindario y la familia participó de inmediato en las activi­dades del barrio. Georgetta enseñó a las abejitas y Roy fue presi­dente de los hombres jóvenes en la AMM. «Aun antes de que tuviéramos edad para asistir a la Mutual», recordó Marjorie, «nos vimos envueltos en todo lo que hacía nuestro padre. Nos quedábamos levantados hasta que él regresaba a casa y lo con­vencíamos a que nos contara todo lo que había acontecido. La Iglesia era muy entretenida y nos encantaba todo lo que con ella se relacionaba».7 Tiempo después, como abejita, el entusiasmo de Marjorie fue aumentando. Según parecía, todas las principales actividades del vecindario se concentraban en la Mutual del Barrio 1, y Marjorie pensaba que era una suerte fenomenal el que su padre estuviera envuelto en el programa.

Georgetta y Roy eran gente muy amable y generosa que abrían de manera acogedora las puertas de su casa, lo cual atraía a muchos amigos y familiares. En las tardes del día domingo, Marjorie y sus amigas iban después de la reunión sacramental a comer panqueques—una celebración tan sagrada que cada vez que la plancha de hacer panqueques se descomponía, las amigas de Marjorie hacían una colecta para comprarle otra a los Pay.

Ambos padres manifestaban gran condescendencia cuando se trataba de disciplinar a la familia. El modo más severo de Roy para reprender a sus hijos consistía en levantar la vista del perió­dico cuando se comportaban mal y les decía con firmeza: «Eso es suficiente, niños». Georgetta tenía su propio método para tratar a sus hijos: «Yo no recuerdo que mi madre me dijera jamás que yo era desobediente», recordaba Marjorie años después. «Si me por­taba mal, ella me decía: ‘Ésta que se encuentra en mi cocina debe ser Sally, la de las montañas. Mi niña nunca actuaría de esta manera’. Y entonces yo me corregía».8

En general, Marjorie era una muchacha feliz y de buen tem­peramento. Le iba bien en los estudios, estaba ansiosa de cono­cer nuevas cosas y, al igual que sus padres, era infaliblemente optimista. Refiriéndose a los años de su niñez, Marjorie dijo: «Mis padres crearon un ambiente de satisfacción y paz. Aun durante la Depresión no nos sentíamos desposeídos ni preocu­pados sobre lo que habría de sucedemos. De alguna manera, mamá siempre se las arreglaba para tener un dólar en su cartera y eso nos daba un sentido de seguridad. No teníamos mucho dinero, pero nos divertíamos».9

Roy le decía frecuentemente a su familia que quizás no les dejaría mucho en cuanto a herencia temporal, pero que nunca les faltaría algo de mayor valor—su amor y su testimonio de que Dios vive. Cuando tenía más de ochenta años de edad resumió así la experiencia de su vida: «Nunca hemos tenido dinero en demasía, pero tampoco nos hemos muerto de hambre. Lo que poseemos es mucho más valioso que cualquier dinero que podrí­amos haber acumulado en alguna parte… No sé si habrá habido en el mundo dos personas que hayan sido más felices que mi esposa y yo… Tenemos una familia de la que nos sentimos orguliosos… Si tuviéramos que vivir de nuevo esta vida, no podría­mos pedir nada mejor de lo que hemos tenido. Si sólo pudiéra­mos vivir de modo que logremos estar juntos en el Reino Celestial, sería algo muy, pero muy maravilloso».10

En este ambiente de fe, amor y optimismo, creció y desarrolló Marjorie Pay su propio concepto del mundo. Principalmente, su idea de la vida era sencilla, aun quizás un tanto ingenua. Criada en el ambiente relativamente protegido de Salt Lake City, era muy poco lo que sabía acerca del mundo. Cuando tenía dieciséis años de edad, sus padres le permitieron que acompañara a una de sus amigas en una excursión a San Francisco por una semana. Fue aquélla una aventura que excedió la más encantadora de sus expectativas. Cuando contempló el Océano Pacífico por primera vez, Marjorie sintió como que ya no le quedaba nada por ver. Pero cuando el guía de la excursión las llevó a un restaurante junto a la playa famoso por sus platos de mariscos y les informó que era un excelente lugar para comer cóctel de pescado, Marjorie y su amiga se miraron asombradas y, casi al unísono, exclamaron: «¡Coctel! ¡No, esperaremos en el autobús!»

Desde su tierna edad, Marjorie aceptó la fe de sus padres, algo que les atribuía, en parte, a ellos. «El amor de mis padres por el Evangelio era contagioso», dijo, «y mamá nos enseñó desde pequeños a amar a Jesucristo. Orábamos en cuanto a todo y sobre todo, aun pidiendo que no se nos quemara la sopa. Yo crecí creyendo que mis oraciones serían contestadas y que si oraba por algo, sucedería». En la habitación donde dormían ella y sus hermanas había un amplio cuadro del Salvador. «Todas las mañanas, al despertar», dijo, «lo primero que veía era el rostro hermoso de Jesucristo. Ya era grande y había salido de casa cuando me di cuenta del efecto que ese cuadro había tenido sobre mí».11

Siendo que ambos asistían a distintas escuelas secundarias, Gordon y Marjorie no se relacionaban socialmente, excepto en actividades de la Iglesia—y ni aún así. Al principio, Marjorie ni siquiera le había prestado mucha atención, pero al cursar el último año Gordon la invitó a que lo acompañara al Baile de Oro y Verde [de la Mutual]. Para ese entonces, él era estudiante uni­versitario. Aquella primera cita fue el comienzo de una amistad que luego se tornó en idilio.

Marjorie se graduó de la Escuela Secundaria East en junio de 1929. El día en que fue a inscribirse en la Universidad de Utah, cuando regresó a casa se enteró que la compañía donde trabajaba su padre había cerrado. Sin vacilar, Marjorie consiguió un empleo de jornada completa como secretaria, pero nunca volvió a tener la oportunidad de continuar su educación universitaria.

Cuando Gordon fue a cumplir su misión, Marjorie lo extrañó inmensamente. Gracias a sus cartas, pudo compartir sus expe­riencias en forma vicaria y, aunque todo un océano los separaba, pudo percibir que él estaba cambiando. «Antes de que saliera para su misión», dijo ella, «Gordon todavía trataba de entender algunos puntos del Evangelio. Pero cuando regresó, no había nada que pudiera hacerle desistir de lo que consideraba tan importante. El Evangelio pasó a ser lo principal en su vida».12 Ahora que se encontraba de vuelta y totalmente dedicado a trabajar para la Iglesia, Marjorie pudo ver algo proverbial escrito en el aire: «Al aproximarse la fecha de nuestra boda», dijo, «tuve la completa seguridad de que Gordon me amaba. Pero también alcancé a comprender que yo nunca llegaría a ocupar el primer lugar en su vida. Supe que yo estaría en segundo lugar y que el Señor vendría primero. Y así lo acepté».

Tal reconocimiento podría haber descorazonado a cualquier otra futura esposa, pero no a Marjorie. «Me pareció», explicaba ella, «que si entendemos lo que es el Evangelio y el propósito por el que estamos aquí, una debería esperar que su esposo pusiera primero al Señor en su vida. Me sentí protegida sabiendo que [Gordon] era esa clase de hombre».13

No obstante saber que eran el uno para el otro, Gordon y Marjorie experimentaron algunos momentos de tirantez en su largo noviazgo—como resultado, al menos en parte, de la espera que se impusieron a sí mismos. A Gordon le preocupaban mucho las realidades económicas del matrimonio. La noche antes de su boda, llamó a Marjorie y le pidió que se encontraran en una con­fitería en el centro de la ciudad, donde le explicó el problema: Había hecho cuentas y todo lo que tenía era menos de 150 dóla­res. Y lo que era más alarmante aún, él ganaba apenas 185 por mes.

Marjorie no se preocupaba por eso. Su concepto fundamental era que, de alguna manera, todo saldría bien. Para ella, ciento cincuenta dólares era una fortuna y entonces respondió con su optimismo característico que esperaba tener un esposo y que ahora venía a enterarse de que también estaba obteniendo 150 dólares. «Todo andará a las mil maravillas», le dijo a Gordon. «Si tienes 150 dólares, estaremos bien».14

Finalmente, el 29 de abril de 1937, Gordon Bitner Hinckley y Marjorie Pay fueron casados por el élder Stephen L. Richards en el Templo de Salt Lake. La ceremonia fue hermosa por lo simple y magnífica por su promesa. Horas después Gordon dijo: «Marjorie ha llegado a ser una joven maravillosa y yo he tenido la sensatez de casarme con ella. Un fulgor prodigioso de feminei­dad descansaba sobre ella. Se veía hermosa, y yo fascinado».15

Siendo que el dinero no era suficiente para una tradicional fiesta de bodas, los recién casados no tuvieron una recepción. Después de la ceremonia del templo, salieron hacia los hermosos parques nacionales del sur de Utah en luna de miel.

Aunque el mundo se encontraba en el apogeo de una nueva era desde donde se podía vislumbrar el fin de la Depresión y el comienzo de lo que resultaría en la guerra más devastadora de los tiempos modernos, la vida de Gordon y Marjorie fue, desde el principio, sin complicaciones. Después de su luna de miel en el sur de Utah, se mudaron a la casa de campo de Bryant y May en East Millcreek, el cortijo en el que cuando era muchacho Gordon había pasado los meses de verano. Pero aunque la casa había acogido a la familia de Bryant en muchas vacaciones agradables, ahora necesitaba serias mejoras para convertirla en una vivienda adecuada para todo el año. Por ejemplo, no tenía alacenas en la cocina ni armarios en los dormitorios. Y lo que era más grave aún, carecía de calefacción y eso era esencial si habían de vivir allí durante el invierno.

Gordon encargó un calentador y empezó a estudiar las com­plicadas instrucciones para instalarlo. Al no tener dinero con qué pagar a un experto para que lo hiciera, tendría que instalarlo él mismo. Le llevaron el aparato el primero de septiembre e inme­diatamente se puso a construir la chimenea de ladrillo y a insta­lar el equipo. Aunque hubiera podido pagar para que le hicieran el trabajo, no lo habría hecho porque siempre pensó que no era lógico emplear a un profesional cuando su lema siempre fue, «Uno es tan capaz como cualquier otra persona, y quizás un poco más todavía». Una vez que el calentador quedó instalado y en funcionamiento, construyó alacenas y agregó otras comodi­dades. Con el tiempo, los recién casados convirtieron la casa de campo en un hogar placentero y cómodo.

La casa de campo no fue el único proyecto que requirió el tiempo y la atención de Gordon. A los siete meses de casados, fue llamado a servir como miembro de la Mesa Directiva de la Escuela Dominical.16 Los miembros de la Mesa Directiva escri­bían los manuales de lecciones, dirigían convenciones en las esta­cas a través de la Iglesia, publicaban la revista Instructor, servían en diversos comités y por lo general cumplían funciones de supervisión en cuanto al amplio programa de la Escuela Dominical de la Iglesia. Para Gordon, el privilegio de asociarse con sus colegas de la Mesa Directiva, muchos de los cuales eran líderes experimentados con años de servicio en diferentes cargos, era todo un beneficio inesperado.17

Él y Wendell Ashton, quien poco después fue llamado a ser­vir en la Mesa Directiva, eran manifiestamente más jóvenes que muchos de sus colegas. Cierto fin de semana, ambos llegaron temprano a una conferencia de Escuela Dominical de estaca que tenían que dirigir y fueron a presentarse y a hacer las prepara­ciones necesarias. Cuando la presidencia de la estaca los vieron caminar por los pasillos del edificio, suponiendo que estos dos jóvenes desconocidos viajaban con los miembros de la Mesa Directiva, les preguntaron: «¿Dónde están los hermanos de Salt Lake City?». Los de la presidencia de estaca se quedaron azora­dos cuando Gordon y Wendell les informaron que eran ellos «los hermanos».

Las experiencias que adquirió en la Mesa Directiva expandie­ron el concepto juvenil de Gordon. Aparte de su misión en Inglaterra, ésa era la primera vez que participaba en la Iglesia fuera de Utah, y el panorama fue toda una revelación. Comenzó a ver que la Iglesia no era una simple organización provincial basada en Utah y que existía gran fortaleza, fe, testimonio y poder lejos de su sede central.

A fines del verano de 1938, los Hinckley recibieron la noticia que tanto anhelaban recibir: al llegar la primavera, tendrían una criatura. No mucho antes del vivificante acontecimiento, Gordon expresó cierta incertidumbre en una carta a Homer Durham, diciendo: «Marge y yo nos hemos alejado un poco de los círcu­los sociales últimamente, dedicándonos a limpiar la casa, plan­tar zanahorias y arvejas y a hacer otras cosas, lo cual no nos deja tiempo para fiestas, programas y demás—todo en anticipación de la llegada de nuestro primer vástago en la próxima quincena. Todo marcha bien, pero ando un poco nervioso. Estoy seguro que me entiendes».18 El 31 de marzo de 1939, los nueve meses de expectativa culminaron en el nacimiento de su primer retoño, una hija, a la que dieron el nombre de Kathleen.

El evento trascendió cualquier otra cosa que ninguno de ellos podía haber imaginado. «Era alarmante pensar en ser responsa­ble por otro ser humano, pero también fue maravilloso sentirse como me sentía», dijo Gordon.19 En lo que a Marjorie respecta, la experiencia fue «realmente emocionante», y reconoció: «No sabía lo suficiente como para preocuparme acerca de lo que podría suceder. No sabía que la gente suele a veces tener problemas con sus hijos. Así que el tener una hija propia era mucho mejor de lo que había imaginado».20

Esa Navidad, en el boletín informativo de la familia, Gordon sintetizó la vida tal como la percibía: «Les habla el labrador… ¡Saludos!—y ¡Feliz Navidad! Los tres aquí andamos como de costumbre—Marjorie, Kathleen y Gordon B. Salimos a cavar tie­rra los sábados por la tarde, corremos a la Iglesia los domingos de mañana y de noche, los lunes nos ponemos a lavar, los mar­tes vamos saltando a las reuniones de la Mesa Directiva de la Escuela Dominical, los miércoles acudimos temblando a las reu­niones del Comité de Radiodifusión, los jueves nos apresuramos a gastar lo que hemos ganado y esperamos que las tardes del sábado lleguen los viernes. Maravillosas son las semanas que vivimos, convirtiéndose en años abundantes. El auto que mane­jamos está empezando a verse tal como eran las carretas de los peregrinos de 1620 que la historia describe. La casa en que vivi­mos es la misma en que crecimos… Y el trabajo que realizamos es el mismo que hemos estado haciendo durante los últimos cua­tro años. Pero tenemos algo nuevo: Ella es la niña más dulce que jamás haya agitado una pestaña».21

Gordon y Marjorie descubrieron que el agregado de una cria­tura a la familia requería algunos ajustes en su previamente bien ordenada existencia. Aunque los tres se acomodaban muy bien en esa casa de un solo dormitorio, era evidente que pronto nece­sitarían una vivienda más grande y permanente. Cuando en el otoño de 1940 los Hinckley se enteraron de que iban a tener otro hijo, Gordon comprendió que tenía que encontrar una solución para el problema. Además, en abril de 1939 su padre y la Tía May habían regresado del campo misional y estaban ansiosos por mudarse de vuelta a la casa de campo.

Bryant Hinckley le ofreció a su hijo una parcela de su terreno en East Millcreek. Gordon se lo agradeció mucho; el terreno estaba a corta distancia de la casa de campo, al otro lado del huerto. Ahora le pertenecía a él, libre de gravámenes, y se hallaba en un lugar al que consideraba su hogar.

A principio de su adiestramiento universitario, Gordon había pensado en estudiar arquitectura. Poseía aptitudes naturales para la mecánica y podía trazar planos y construir casi cualquier cosa. Con estas habilidades fundamentales, se preparó para edi­ficar su propia casa. No habría de ser su hogar a menos que interviniera en ello desde el principio y, de todas maneras, tam­poco estaba en condiciones de pagar para que alguien más se lo construyera. Y así fue que con algunos instrumentos para dibujar que le habían quedado de sus clases en la escuela intermedia, preparó un plano, armó un modelo de cartón a escala y puso manos a la obra en el hogar al que Marjorie se referiría luego como «la casa que edificó el Supernumerario».

En verdad, cuando tiempo después los hijos de Gordon y Marjorie solían decir que su padre había construido su casa, muy pocos les creían. Desde el comienzo del proyecto, sin embargo, la visión que Gordon tenía en cuanto al resultado final le sirvió de guía en cada decisión que tomaba. Sabía cómo quería que se hicieran las cosas y sólo contrataba gente para las tareas que requerían una aptitud especial o que eran tan complejas que no podría efectuarlas a tiempo sin ayuda alguna.

Durante muchos meses, el proyecto había de consumirle a Gordon sus vacaciones, las horas tempranas de cada mañana, las noches, los sábados y sus días libres. Además de actuar como contratista general, hizo la instalación eléctrica y de plomería y hasta trabajos de carpintería. Los días volaron y aunque las cañe­rías y la electricidad fueron terminadas y funcionaban a fines de abril, la casa no era habitable todavía para el 2 mayo de 1942, el día en que nació Richard Gordon Hinckley. Marjorie estaba sin embargo tan feliz con la llegada de su primer hijo varón, que muy poco le preocupó la condición en que se hallaba su vivienda.

Gordon trabajaba noche y día para terminar la casa. La empresa fue extenuante, física y mentalmente. A través de su vida llegarían a haber muchas ocasiones en que se sentiría exhausto, pero cada vez que comenzaba a quejarse de cuán can­sado estaba, él mismo se corregía diciéndole a su esposa: «Pero no estoy tan agotado como aquel día en que te mudé a nuestro nuevo hogar»:22

La casa en East Millcreek no sólo permanece como un monu­mento a su tenacidad y destreza sino que también ha sido como una cortina de fondo para muchos años de recuerdos familiares. Los Hinckley fueron una de muchas parejas jóvenes que trataron de establecerse en la región. La comunidad rural de East Millcreek fue transformándose rápidamente en un vecindario suburbano. Con el desarrollo metropolitano se sucedieron las dificultades de adaptarse al progreso, y como nuevo propietario de su hogar a Gordon le interesaba tener voz y voto en las deci­siones cívicas. Durante una temporada sirvió como director de la Compañía de Irrigación de East Millcreek y como presidente de la Sociedad de Mejoramiento de East Millcreek, que era una cámara de comercio voluntaria.

En tanto que Gordon se dedicaba a cuestiones relacionadas con su comunidad, una oscura nube amenazaba a la humanidad a medida que la guerra iba agravándose y un país tras otro era arrastrado a las hostilidades. Aun a fines de 1940, la guerra de ultramar todavía parecía tener lugar en un mundo aparte para muchos norteamericanos. Pero el 7 de diciembre de 1941 la apa­rente complacencia de los Estados Unidos se vio quebrantada cuando los aviones japoneses bombardearon la flota norteameri­cana en Pearl Harbor (Hawai). En cuestión de horas, la vida cam­bió para casi cada norteamericano al entrar Estados Unidos en la guerra.

De una manera u otra, se requirió el trabajo de casi toda per­sona fuerte y sana para apoyar el esfuerzo bélico. Una mezcla de temor y de fervor patriótico se propagó por todo el país. No había nada que pudiera separar a los Hinckley de las consecuencias de la guerra, las que afectaron aun el suburbio de East Millcreek y extendieron sus tentáculos en torno a la joven familia.

→ Capítulo 8


  1. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  2. Véase «Mary Goble Pay: Death Strikes the Handcart Company», en A Believing People: Literature ofthe Latter-day Saints (Salt Lake City: Bookcraft, 1979), pág. 106; también «Life of Mary Goble Pay: junio 2,1843-septiembre 25,1913», tomado de «A Pioneer Story», 1856, pág. 3, Archivos de la Iglesia.
  3. Journal of Discourses, 26 tomos (London: Latter-day Saints’ Book Depot, 1856-86), 4:113.
  4. A Believing People, pág. 107.
  5. Véase «Georgetta Paxman Pay Life Story», manuscrito no publicado en posesión de la familia, pág. 12.
  6. «Georgetta Paxman Pay Life Story», pág. 22.
  7. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  8. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  9. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  10. «Phillip LeRoy Pay Life Story», manuscrito no publicado en posesión de la familia, pág. 36.
  11. «An Evening with Marjorie P. Hinckley and Her Daughters», Conferencia en la Universidad Brigham Young, charla fogonera, mayo 2,1996.
  12. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  13. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  14. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  15. Gordon B. Hinckley, «This I Believe», Discurso en reunión devocional en la Universidad Brigham Young, marzo 1,1992; véase también Entrevista con GBH, enero 4,1995.
  16. Véase Salt Lake Tribune, noviembre 17,1937.
  17. Véase Instructor, junio de 1943, página índice.
  18. GBH a G. Homer Durham, marzo 27,1939.
  19. Entrevista con GBH, febrero l,
  20. Entrevista con MPH, octubre 20,1994.
  21. «Hinckley Family Herald», diciembre 25,1939.
  22. Entrevista con MPH, marzo 16,1995.
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1 Response to Perseveremos con Fe: Biagrafía de Gordon B. Hinckley

  1. Muy interesante este articulo. Hace que mi testimonio sea cada dia más fuerte. No tengo la menor duda sobre los Profetas que fueron preparados desde antes de venir a la Tierra. CReo que el Profeta Joseph es un hombre enviado con la gran responsabilidad de la restauración de la Iglesia y del Evangelio de Paz en nuestros días. En el sagrado nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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