Perseveremos con Fe: Biagrafía de Gordon B. Hinckley

Capítulo 12

Ayudante de los Doce


Un sábado por la tarde, en abril de 1958, el presidente McKay llamó al hogar de los Hinckley y le pidió a Gordon que fuera a verle a su oficina tan pronto como le fuera posible. Cuando entró a la oficina del presidente McKay, presintió que no se trataba de una llamada habitual. Después de saludarlo cordialmente, el pre­sidente McKay fue directamente al grano: Quería que Gordon aceptara un llamamiento para servir como Ayudante de los Doce.

Las palabras del presidente McKay le sobresaltaron. «Fue como un golpe para mí, una sorpresa total», reconoció. «Yo había estado trabajando por años en las oficinas administrativas de la Iglesia y conocía muy bien a estos hombres que llamamos Autoridades Generales. Estaba familiarizado con sus virtudes y sus debilidades. Sabía que eran seres mortales, pero también per­cibía su bondad. Sabía que eran gente muy especial y que se me ofreciera ingresar a sus filas era algo casi increíble. Fue realmente deslumbrador ser llamado por el Presidente de la Iglesia».1

Al día siguiente, el 6 de abril de 1958, el presidente McKay se acercó al púlpito durante la conferencia general y pidió el voto de sostenimiento para el presidente de estaca de East Millcreek. Aproximándose a ese púlpito imponente, el élder Hinckley fue tomando aliento. Desde ese ventajoso lugar, el Tabernáculo en que había asistido a tantas reuniones desde su niñez le pareció como una caverna. A su mente acudieron toda una vida de recuerdos relacionados con ese noble estrado. Cuando era muchacho, se había sentado en la parte superior para escuchar al presidente Heber J. Grant. Cuando adolescente, había visto a sus maestros—hombres cuya labor los hizo más que hombres para él—pronunciar mensajes inspiradores y con frecuencia pro­fundos desde ese mismo púlpito. No alcanzaba a comprender, realmente, el llamamiento que había recibido.

El élder Hinckley comenzó a hablar con cierta modestia en ese tono humorístico por el que habría de ser reconocido en décadas futuras, diciendo: «Esto me recuerda un comentario hecho por mi primer compañero misional cuando recibí la noti­cia de mi traslado a las oficinas de la Misión Europea. Después de leer aquella carta, se la mostré a él. La leyó y dijo entonces: ‘Veo que usted, élder, tiene que haber ayudado a una anciana a cruzar la calle en la vida premortal. No creo que esto se deba a nada que haya hecho en esta vida'». Al cabo de una breve pausa para permitir la hilarante reacción de la congregación, el élder Hinckley continuó hablando con palabras que indicaban la con­moción de lo que estaba experimentando: «Me abruma el presen­timiento de no estar preparado para esto. Siento mucha inquietud».

La nueva Autoridad General dio testimonio en cuanto a la divinidad de la obra para con la que había estado comprometido durante toda su vida adulta y rogó: «Dios nos ayude, a ustedes y a mí, a vivir de conformidad con el testimonio que llevamos en nuestro corazón».2

Al día siguiente, el periódico Deseret News describió al élder Hinckley como «un hombre cuya callada y casi increíble labor entre bastidores en la administración de la Iglesia es conocida por unas pocas personas», agregando que «su fiel atención a los detalles, como asimismo su habilidad para concebir y realizar grandes e ingeniosos planes le han transformado en un fuerte brazo derecho de las Autoridades Generales».3

Cuatro días después, el presidente McKay apartó al élder Hinckley y lo bendijo para que fuera protegido y guiado con buen discernimiento y fortaleza física. Entonces el Profeta le encomendó: «Persevera en la realización de esta gran obra bajo la inspiración y guía del Santo Espíritu. Ahora… representas a nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Que puedas afirmar tu testi­monio en cuanto a El—más aún de lo que ha sido en el pasado, aunque has comprendido claramente, como lo hemos notado a través de tu servicio, la veracidad de esta gran obra salvadora de la humanidad en esta tierra».4

Durante el período de casi veintitrés años en que había tra­bajado en las oficinas generales de la Iglesia, Gordon cultivó una afectuosa relación con muchas Autoridades Generales, particularmente con los Doce y la Primera Presidencia. Ser contado ahora entre ellos le parecía inconcebible, pero como se lo había dicho el presidente Stephen L. Richards: «Usted ha estado por años cumpliendo la tarea. Bien le corresponde ahora tener el título».

Aunque por tanto tiempo se había dedicado a «trabajar en la Iglesia», era tranquilizante pensar que la trayectoria del resto de su existencia quedaba ahora definida. No habría para él retiro alguno ni oportunidad para entrar al mundo de los negocios. Sus momentos de descanso serían pocos. Viajaría extensamente— algo que más bien soportaba en vez de disfrutar. Y su joven fami­lia tendría que adaptarse a su frecuente ausencia. Desde un punto de vista práctico, sin embargo, esta nueva asignación le resultaba en cierto sentido algo acostumbrado. El élder Hinckley todavía iría diariamente al mismo edificio. Puesto que conti­nuaba siendo el secretario ejecutivo del Departamento Misional, su oficina no cambió para nada. Aun siguió sirviendo como pre­sidente de estaca durante otros cuatro meses y medio.

La familia tomó con tranquilidad su llamamiento—particu­larmente porque él y Marjorie se habían determinado a conser­var una actitud habitual—aunque los hijos mayores manifestaron una diferente reacción ante la noticia. Kathy cur­saba el primer año en la Universidad Brigham Young cuando se enteró de la nueva responsabilidad de su padre. «Al principio no tomé muy seriamente el llamamiento de papá», admitió más tarde. «No era que no se nos había enseñado a respetar a las Autoridades Generales, pero simplemente no podíamos imagi­nar que llamarían a nuestro padre para que fuera una de ellas. Pero no fue problema para nosotros».5 Con trece años de edad, Virginia pensaba que, en realidad, sus padres no eran perfectos y dijo: «Yo estaba al tanto de las debilidades humanas de mis padres, así que el llamamiento de papá resultó una prueba de fe para mí y pensé, ‘¿Cómo es que el Señor ha llamado a una per­sona tan común y aun a veces deficiente como mi papá?’ Esa noche, a la hora de la cena, mientras todos tratábamos de sobre­ponernos a los acontecimientos, yo dije, empleando una expresión que mi padre había usado al referirse a los misioneros, ‘Y bueno, creo que el Señor tendrá que trabajar con lo que cuenta’. Todos se rieron, pero para mí eso fue una expresión de fe. Yo realmente creí que el Señor lo convertiría en algo más que sim­plemente mi padre».6

Algunas de las primeras responsabilidades del élder Hinckley como Autoridad General tuvieron que ver con asuntos a los que estaba ya acostumbrado. Poco después de la conferen­cia de abril, él y su esposa fueron a Nueva Zelanda donde parti­ciparon en la dedicación del templo. Una vez más, viajaron antes de que lo hiciera el presidente McKay a fin de completar los pre­parativos para la dedicación y el comienzo de la obra de las orde­nanzas.

Los viajes internacionales eran todavía un tanto abrumado­res para los Hinckley, aunque a ambos les encantaba conocer otros lugares y países. Por cierto que Nueva Zelanda era enton­ces su destino más fascinante, y al asociarse con los pakehas, los maoríes, los tonganos y los tahitianos, y tener sus primeras impresiones acerca de otras culturas que sólo conocían en base a los libros que habían leído, apenas podían creer lo que estaban experimentando. Al llegar, el presidente McKay fue recibido con un glorioso espectáculo en el que varios grupos de santos poli­nesios en sus trajes típicos amenizaron, cantaron y bailaron durante casi cuatro horas.7 El festival fue algo que los Hinckley jamás habían visto.

El viaje les ofreció el privilegio de alojarse con el presidente y la hermana McKay en el hogar del presidente del templo. Para Marjorie, ésa fue la primera oportunidad que tuvo de asociarse con un Presidente de la Iglesia en circunstancias extraoficiales. «Pude ver cómo era el presidente McKay, casi hasta el punto de saber si le gustaban los pasteles fríos o calientes», dijo. «Y fue algo maravilloso. Me sentaba a la mesa frente a él y después de haber comido disfrutaba la experiencia de estar con un profeta. El presidente McKay tenía en torno de sí una aureola sencilla­mente poderosa».8

El 20 de abril d 1958, el presidente McKay dedicó el templo, ubicado en Temple View a unos 120 kilómetros al sur de Auckland. El élder Hinckley se sintió muy inspirado por los miembros de toda la región del Pacífico Sur, algunos de los cua­les hicieron tremendos sacrificios para concurrir al evento. Le llamó particularmente la atención un hombre procedente de una lejana región australiana que al principio se había resignado a no viajar por falta de recursos económicos, pero que después había cambiado de idea. Había contemplado a su esposa y a sus hijos, y reconociendo que no podía darse el lujo de privarse de la oca­sión, vendió todo lo que poseía a fin de obtener los fondos nece­sarios. Su caso fue representativo de muchos otros.9

Al regresar de Nueva Zelanda, la más nueva Autoridad General empezó a sentir ciertas imposiciones propias de su ocu­pación, quizás en gran parte asumidas por él mismo. En junio, pronunció el discurso de graduación en la Universidad Brigham Young. En sí, la asignación no fue muy extraordinaria, porque para entonces ya había pronunciado centenares de discursos ante concurrencias similares. Pero ahora se encontraba haciéndolo como Autoridad General. Quizás solamente se lo imaginaba, pero le pareció que quienes le escuchaban esperaban de él mucho más y que sus palabras debían ser más elocuentes. La res­ponsabilidad era por momentos aterradora y hasta se preguntó si estaría cumpliendo debidamente con ella.

En septiembre, el élder y la hermana Hinckley viajaron a Inglaterra a fin de participar en la dedicación del Templo de Londres. ¡Oh, con cuánto afán habían esperado esa ocasión! Una vez más, viajaron antes de que lo hiciera la comitiva oficial para poder coordinar los preparativos finales de aquel evento que habría de congregar en Inglaterra al mayor grupo de Autoridades Generales desde 1840.

Los ajustes y detalles de último momento mantuvieron ocu­pados a los trabajadores hasta la mañana misma de la dedica­ción. En una tarjeta postal que envió a su familia, Marjorie hizo alusión a sólo un problema inesperado: «El cuerpo de bomberos tuvo que venir a drenar el sótano del templo que la lluvia de anoche había inundado. La mayoría de los hombres trabajaron toda la noche. Yo había esperado poder regresar a Londres con papá esta mañana, pero tengo que quedarme e integrar la bri­gada para secar el piso».10 Verdaderamente, un intenso relampa­gueo y una copiosa lluvia, tales como el élder Hinckley nunca había presenciado, provocaron un desastre. Muy tarde esa noche, él, el presidente del templo Selvoy Boyer y el élder EIRay L. Christiansen, los tres en pijamas, trabajaron con el agua a la cin­tura tratando de franquear la escalera que conducía al sótano del templo.

La breve crisis, sin embargo, fue solucionada y el domingo 7 de septiembre por la mañana se dio comienzo a las primeras seis sesiones dedicatorias, tal como se había programado. El presidente McKay, quien celebró sus ochenta y cinco años de edad el segundo día de los servicios, leyó la oración dedicatoria en cada una de las seis sesiones. El élder Hinckley habló en las sesiones vespertinas del domingo y del martes, refiriéndose en cada oca­sión al sacrificio y la dedicación de los primeros santos ingleses. En definitiva, la dedicación fue una verdadera fiesta espiritual enmarcada en un ambiente de celebración.

Antes de salir de Inglaterra, el élder y la hermana Hinckley viajaron hacia el norte hasta Preston para que Marjorie visitara por primera vez la primer área de labor misional de su esposo. Había oído hablar tanto acerca de varios lugares históricos que todo le pareció muy familiar.

Para Gordon, los recuerdos fueron tan emotivos que anduvo caminando en silencio, sin saber cómo expresarle ni siquiera a Marjorie sus sentimientos. Había sido allí donde debió encarar aquel momento decisivo, allí donde había madurado su testimo­nio.

Por lo general, los primeros meses de su desempeño como Autoridad General le ofrecieron al élder Hinckley oportunida­des para observar la influencia positiva del Evangelio en la vida de la gente, y en el discurso de su segunda conferencia general habló de la naturaleza divina de la obra que había presenciado desde Europa hasta Nueva Zelanda. No obstante su talento ver­bal, descubrió que prepararse para hablar en conferencias gene­rales era una de las tareas más difíciles que jamás había emprendido y se sintió atormentado al hacerlo. (Con el correr de los años habría de seguir descubriendo que ni con la práctica se le hacía más fácil.)

No todas sus asignaciones eran agotadoras. Algunas—en realidad muchas—le causaban verdadera satisfacción. Aunque siempre quedaba exhausto al cabo de ello, el frecuentar con los miembros en conferencias de estaca era para el élder Hinckley un deleite espiritual. La dedicación de nuevos edificios era tam­bién para él algo muy especial—una evidente manifestación del progreso de la Iglesia y del sacrificio de sus miembros. Una de las asignaciones más gratas fue la de participar en la dedicación del centro de la Estaca East Millcreek—edificio para el cual había iniciado los planes dos años antes. El 17 de mayo de 1959, llegó al centro de estaca y encontró la playa de estacionamiento repleta de lustrosos automóviles. Esa experiencia enseñaba un principio del que nunca se olvidó. «Nadie echó nunca de menos lo que contribuyó a ese edificio», dijo, «y éste ha sido mi testimonio a los santos en toda la Iglesia. Uno jamás extrañará lo que dé al Señor».11

Al aproximarse el fin de la década de 1950, una serie de importantes acontecimientos de naturaleza nacional e internacio­nal presagió la tumultuosa década siguiente. En 1959, Alaska y Hawai pasaron a integrar la nación estadounidense, la N.A.S.A. seleccionó a sus primeros astronautas, el primer ministro sovié­tico Nikita Khrushchev efectuó una visita sin precedentes a los Estados Unidos y Fidel Castro depuso a Juan Batista y se consti­tuyó en el líder de Cuba. En cuanto a la familia Hinckley, el último año de la década fue indicativo de una serie de dramáti­cas transformaciones resultantes de su desarrollo natural. En mayo de 1959, Kathleen anunció sus planes de contraer matri­monio en noviembre con Alan Barnes, y Dick se graduó de la Escuela Secundaria Olympus. Como candidato al servicio mili­tar obligatorio, se alistó en la Reserva de los Estados Unidos y fue enviado a Fort Ord, en el norte de California, para su adies­tramiento básico.

Percibiendo que la naturaleza de su hogar muy pronto cam­biaría para siempre, Gordon y Marjorie aprovecharon la oportu­nidad para salir de vacaciones, por última vez, con toda la familia. Viajaron hasta San Francisco y durante varios días antes de que Dick se presentara al ejército, todos juntos anduvieron en tranvías, caminaron a lo largo del famoso muelle de pescadores, tomaron el llamado Crucero de la Bahía alrededor de la isla Alcatraz, cenaron en el tradicional Barrio Chino y fueron a ver la obra teatral My Fair Lady («Mi bella dama»). Habiendo siempre disfrutado tanto de tener a sus hijos junto a ella, Marjorie no lograba acostumbrarse a la idea de separarse pronto de ellos. Cuando regresaron a Utah, habiendo dejado atrás a Dick, Marjorie se encerró a llorar en el cuarto de baño.

El inminente casamiento de Kathy impuso asimismo cam­bios drásticos. Todas las anteriores actividades que había emprendido para edificar, remodelar y reparar no lograban com­pararse con la extensa renovación que su padre emprendió cuando decidieron tener la fiesta de bodas en la casa. Los planes de Gordon incluían transformar el dormitorio principal en una amplia cocina, convertir la vieja cocina en dormitorio, construir un nuevo dormitorio principal en el garage, abrir otra puerta en el comedor para que éste sirviera de sala de recepción y conver­tir en comedor familiar la sala de estar. Se trataba de un proyecto serio y ambicioso, tal como muy pocos hombres han intentado realizar, y a ello se sumaba el hecho de que faltaban pocos meses para la recepción de casamiento que habría de tener lugar allí. Pero Gordon no se desanimaba fácilmente.

Por consiguiente, durante todo el verano y el otoño, el ruido de martillos y serruchos despertaba a Marjorie y a sus hijos tem­prano en las mañanas cuando él dedicaba una hora para traba­jar antes de ir a su oficina. Aun el día antes de la boda estuvo empapelando paredes y pintando. «Siempre me he hallado entre la espada y la pared», comentó después. «Toda mi vida ha estado sujeta a plazos. Cuando era estudiante universitario, siempre entregaba mis exámenes el último día. He vivido bajo constante presión».12 Esa noche, Alan fue a la universidad a buscar a Kathy, la trajo a la casa, se puso ropas de trabajo y empapeló las pare­des de la cocina. «Al fin y al cabo», le dijo Gordon sin tono alguno de disculpa, «toda persona que pase a formar parte de esta familia tiene que aprender a trabajar».

El 13 de noviembre de 1959, en horas de la mañana, el élder Hinckley efectuó el casamiento de su hija mayor. Esa noche, los invitados disfrutaron de una agradable recepción que para la familia resultó ser un verdadero milagro después de haber parti­cipado en la magnífica transformación de la casa.

Muchos fueron los cambios que experimentaron, uno a uno, los miembros de la familia, en particular el élder Hinckley mismo. En la mañana del martes 19 de mayo de 1959, él y otros de sus colegas del Departamento Misional asistieron, en la ofi­cina del presidente Stephen L. Richards, a la reunión semanal en la que se determinaban las asignaciones de misioneros. Siendo que el presidente Richards llegaría tarde a la reunión, se pregun­taron si debían de todos modos dar comienzo a la misma pero entonces decidieron que no. Finalmente, sonó el teléfono y quien llamaba les comunicó una triste noticia: el presidente Richards había sufrido un ataque cardíaco y lo habían llevado de urgen­cia al hospital. Menos de una hora después, falleció. La noticia consternó al élder Hinckley. Sabía que su mentor padecía proble­mas del corazón, pero no había habido ninguna advertencia de que su fallecimiento fuera inminente.

La muerte del presidente Richards dejó un vacío en la vida de Gordon. Después de su propio padre, aquel hombre había ejercido en él más influencia que nadie.

El 12 de junio de 1959, el presidente McKay reorganizó la Primera Presidencia con J. Reuben Clark, hijo, como primer con­sejero y Henry D. Moyle como segundo consejero. El presidente Moyle supervisaba ahora el Departamento Misional, así que casi inmediatamente él y el élder Hinckley comenzaron a reunirse con regularidad para tratar todo asunto pertinente. No le llevó mucho tiempo al élder Hinckley amar al presidente Moyle. Aunque su estilo en el liderazgo era muy diferente del que carac­terizaba al presidente Richards, el élder Hinckley no pudo menos que admirar la energía y firme determinación del presidente Moyle en su proceder.

Cierto día, a principios de 1960, el presidente Moyle llamó al élder Hinckley a su oficina. Siendo que se reunían con frecuen­cia, tal requerimiento no le pareció en realidad extraño. Pero en esa ocasión, sin embargo, el tema a tratar tendría ramificaciones inesperadas. Señalando un enorme mapa mundial que tenía sobre su escritorio, el presidente Moyle le explicó que en breve habría de proponer a la Primera Presidencia y al Quorum de los Doce que se dividiera el mundo en áreas, con la supervisión de cada una de ellas por una Autoridad General. Y dijo: «Tengo demarcada ya cada área, a excepción de una, y ésa es Asia. No me atrevo a pedirle a nadie que vaya a Asia». El élder Hinckley respondió: «Presidente Moyle, si necesita que alguien supervise Asia, a mí me agradaría hacerlo». «¿Lo haría usted? ¿Estaría dis­puesto a supervisar un área al otro lado del mundo?», le pre­guntó el presidente Moyle. Ante la simple respuesta afirmativa del élder Hinckley, la asignación quedó formalizada.

Habiéndose embebido en la obra misional, el élder Hinckley no demoraría en contemplar sus frutos de una manera diferente y conmovedora. Su asignación de supervisar la obra en Asia llegaría a ser una intensa responsabilidad y una gran oportuni­dad—algo en lo que experimentaría de nuevo la más difícil y a la vez gloriosa tarea en todo el mundo.

→ Capítulo 13


  1. Entrevista con GBH, marzo 7,1995.
  2. En Conference Report, abril 6,1958, págs. 124-125.
  3. Deseret News, abril 7,1958.
  4. Diario personal de GBH, abril 10,1958.
  5. Entrevista con Kathleen Hinckley Barnes, octubre 17,1995.
  6. Entrevista con Virginia Hinckley Pearce, abril 11,1996.
  7. Véase Delbert L. Stapley, en Conference Report, octubre de 1958, pág. 16.
  8. Entrevista con MPH, marzo 16,1995.
  9. Véase Gordon B. Hinckley, «Building an Eternal Home», Discursos de 1959-1960 en la Universidad Brigham Young, noviembre 4,1959; véase también Gordon B. Hinckley, «The Marriage That Endures», Ensign, mayo de 1974, pág. 24.
  10. MPH a Kathleen Hinckley, septiembre 6,1958.
  11. Entrevista con GBH, febrero 1,1995.
  12. Entrevista con GBH, febrero 1,1995.
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1 Response to Perseveremos con Fe: Biagrafía de Gordon B. Hinckley

  1. Muy interesante este articulo. Hace que mi testimonio sea cada dia más fuerte. No tengo la menor duda sobre los Profetas que fueron preparados desde antes de venir a la Tierra. CReo que el Profeta Joseph es un hombre enviado con la gran responsabilidad de la restauración de la Iglesia y del Evangelio de Paz en nuestros días. En el sagrado nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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