Relatos, Cuentos y Novelas
Una prueba de Fe
por Ramona González
Estaca de El Paso, Texas

No cabe duda alguna de que este acontecimiento no podrá ser empañado con ninguna otra experiencia de mi vida. Mientras más reminiscencias hago de ella, más la vivo, y quedará en el libro de mis memorias para siempre.
Después de algún tiempo de empezar mi obra genealógica, encontré algunas dificultades concernientes a fechas de nacimientos y de matrimonios de mis antecesores, y a la vez de mi fecha de nacimiento. Esto me impulsó a decidirme a hacer un viaje a México en busca de estos datos, pues de otra manera mi genealogía habría quedado incompleta.
Conversando con mi esposo, me aconsejó que no fuera sola. En seguida hice una invitación a mi cuñada, a una de mis nueras y su hijita, las cuales aceptaron. Me sentí sumamente feliz.
Antes de salir de nuestro hogar, junté a todos mis hijos y demás familiares para ofrecer una oración. En mi ruego, pedí a Dios que se me concediera encontrar los datos necesarios para continuar con mi cuñada y yo. Otra vez pedí en silencio a mi Padre Dios que nos protegiera durante nuestro viaje.
Los choferes de los autobuses fueron muy corteses y atentos. Nos pidieron que nos sentáramos en nuestros respectivos asientos porque estos serían los mismos hasta que llegáramos al fin de nuestro viaje, Todos los pasajeros se mostraban satisfechos, contentos y risueños, y en seguida formamos amistad unos ron otros.
El autobús no se movía con rapidez a causa de las lluvias pasadas y de la que empezaba de nuevo. Aprovechamos la primera hora conociéndonos unos a otros. Platicábamos de dónde veníamos y al lugar a donde nos dirigíamos.
Junto con nosotros abordaron dos jóvenes angloamericanos; eran rubios, bien parecidos y mostraban mucho entusiasmo. Nos contaron que venían de Estados Unidos de América y que ellos dos recorrerían todo el mundo. Los acompañaba una glande y buena guitarra, con la cual nos divirtieron con canciones de «Hock and Roll” en inglés. Mi nuera fue nuestro intérprete durante todo el viaje. Era con tanta confianza y fantasía que ellos nos platicaban diciendo: “Recorreremos todo el mundo con nuestra guitarra y nuestras canciones, y luego que hayamos conocido el mundo, nos Volveremos a casa y escribiremos una historia de nuestros viajes.” Todos los pasajeros los felicitamos, y a la vez les deseamos un feliz viaje.
Los aguaceros, que había habido recientemente en esos lugares, habían formado charcos enormes y en algunas partes inmensas lagunas, no permitían a los autobuses avanzar rápidamente.
Yo ya no escuchaba las pláticas de los pasajeros, y continuaba mirando el camino de la carretera. También noté con admiración la luna llena y de color rojizo. Este astro fue la salvación de todos los pasajeros, pues con su luz resplandeciente iluminaba el camino del cumplido chofer. Para mí, que no había tenido ninguna experiencia como ésta, me parecía que no había carretera, y que era únicamente un río; me daba la impresión de que el autobús flotaba sin ninguna dirección. Aunque perturbada por lo que observaba, me lo reservaba.
Los pasajeros se encontraban muy contentos. Los dos jóvenes, conversando muy agradablemente, y mi nuera traduciendo bien, brindaban un ambiente de alegría y dicha, y aquel grupo de personas que unas cuantas horas antes, eran desconocidas, parecían tener mucho tiempo de amistad. Los norteamericanos en su conversación nos mostraron lo que llevaban; era una bolsa con oro en grano para pagar en todas las partes en que se hospedarían, porque ellos explicaban, “el oro vale en todo el mundo”. Nos quedábamos todos admirados de estos jóvenes.
No obstante, yo seguía vigilando el camino. Mi asiento estaba junto a una ventana, dos asientos detrás del chofer, lo cual me permitía ver la carretera con más claridad. Ya había menguado la lluvia, y se oía únicamente el chapalear del agua cuando las ruedas del autobús pasaban sobre ella y sobre el lodo.
El autobús iba retardado algunas horas. Llegamos a las doce de la noche a la Cd. de Chihuahua. Nos bajamos del autobús para descansar un poco, y se nos ocurrió comer quesadillas que son tan ricamente preparadas por esos lugares. Uno de los pasajeros, de apellido Ortega, se sentó a la misma mesa que nosotros, y nos contó de sus viajes por todo el país; también nos dijo que llevaba un portafolio, mas no divulgó lo que contenía. Él se sentía muy feliz, tal vez porque había cenado algunas quesadillas y refrescos en abundancia.
Nuestra alegría fue interrumpida por el vocero que anunciaba la partida de los autobuses. Otra vez se repitió aquella sensación de regocijo que sentía cuando me ocupaba en la obra genealógica. Deseaba llegar pronto, y ya no me abrumaba la lluvia, los charcos, ni el lodo que se encontraban en las calles de la ciudad.
Después, aproximadamente a una hora de camino, fuimos estremecidos por la voz del viajero Ortega, que pedía al chofer que se devolviera a Chihuahua porque allí había olvidado su portafolio que contenía documentos muy importantes. Pobre Sr. Ortega. . .estaba excitado y desesperado por su pérdida, y repetía “Pero, ¿cómo pasó esto? ¿Cómo?,” se preguntaba cogiéndose la cabeza. Todos sentimos la pérdida del portafolio.
Notamos que el autobús se detuvo suavemente. El chofer había dado señal a un auto que se dirigía a Chihuahua, el cual se paró a un lado del autobús. El chofer preguntó que si había lugar para un pasajero que deseaba volver a Chihuahua, y le contestaron negativamente. Fue lo mismo con otros tres autos que señaló el chofer. El Sr. Ortega estaba muy triste.
Todo estaba muy silencioso en el autobús; los pasajeros parecían estar mudos, pero se comprendía que nos compadecíamos del Sr. Ortega. Se terminó el silencio cuando los dos jóvenes extranjeros empezaron con sus cantos en su guitarra y los demás viajeros trataron de acompañarlos, lo cual provocó algunas risas y esto favoreció mucho el ambiente.
Cuando todos estaban más animados y alegres, el chofer anunció que ya estábamos para llegar a la terminal de autobuses de Meoqui, Chihuahua, y que tuviéramos cuidado al bajarnos, porque toda la zona estaba inundada. Esto causó desaliento entre todos los pasajeros.
Hubo confusión y alboroto. La mayoría de los pasajeros comentaron que nunca habían visto una inundación y se precipitaron para salir pronto y ver. Sorpresa y desánimo nos esperaba. La estación estaba cubierta de agua. No había lugar por donde pasar pero nos apresuraron y atravesamos por el agua. Fueron momentos de inquietud y alarma para todos, los ochenta pasajeros de los tres autobuses.
Los choferes nos pidieron que no nos separáramos del grupo porque transbordaríamos a otros autobuses para continuar el viaje, hasta Matamoros. Mientras permanecíamos en la estación, escuchamos los informes por la radio. La voz que anunciaba los eventos que la inundación causaba era fuerte y clara. Con bastante desasosiego oímos las informaciones. Nos enteramos de que el río San Pedro de Meoqui seguía desbordándose y que no había pasada al otro lado. Nos comunicamos nuestras opiniones y esto causó algo de desconfianza. Pensábamos que si la estación estaba cubierta de agua, ¿qué sería de la carretera?. . .sin saber. . . ¡estábamos a distancia de dos cuadras del río! Nos sentimos atrapados como si estuviéramos en medio de una isla.
Los hombres se juntaron a un lado de la terminal. Se veían preocupados y excitados. Argumentaban con los choferes. En seguida escuchamos la voz por el micrófono dándonos órdenes, “por favor escuchen a sus choferes porque ellos les informarán acerca de lo que deben de hacer. Es algo de contingencia. Es de mucha importancia que acudan a este pedido; repito, atiendan las órdenes de sus choferes.» “Gracias.” Desanimados, esperamos las informaciones.
Llegaron unos hombres que se presentaron como cargadores para ayudarnos con las valijas. Aceptamos resignados; salimos en grupos a donde nos guiaban. Todo alrededor de la estación era obscuridad, y sólo la luna nos alumbraba con su luz hermosa.
Los cargadores, tanto como los choferes, nos apresuraban para ascender un cerro que es algo inclinado. Con temor y desánimo los obedecimos. Los primeros hombres que ascendieron, lo hicieron a gatas, resbalándose en el barro. Cuando me tocó mi turno, el cargador me estiró el brazo, casi arrastrándome, y mi dijo. “Señora, no se suelte, porque se irá rodando hasta abajo.” (Pues yo soy una persona algo gorda y de escasa estatura). Cuando llegamos a la cima, mi corazón palpitaba como si quisiera saltar fuera de mí. Todos ascendimos muy rápidamente. No había tiempo de comentar ni de preguntar a donde nos dirigían.
Caminamos hasta llegar al margen del río, muy agitados. Nos ardía el pecho de respirar tan rápidamente el aire húmedo. Sentíamos desmayarnos.
Mas, los choferes y los cargadores nos apresuraban a seguir caminando, animándonos y consolándonos. Sus voces eran fuertes y bien ordenadas. Kilos no parecían temer, únicamente nos apresuraban a movernos pronto. Pues, ¿qué podíamos hacer?, nada más que obedecer.
Caminamos hasta llegar al puente de San Pedro. Nada se había mencionado de éste, pero allí los choferes nos dijeron que íbamos a pasarlo. Observamos que era un puente por donde pasa el ferrocarril, para el colmo de nuestras penas. Ya pasaban las dos de la mañana.
La atmósfera se sentía húmeda y fría, lo cual nos atormentaba terriblemente, después de vivir en clima seco. Sentíamos los pies pesados, pues los zapatos estaban cubiertos de lodo y ramas. Tratamos de limpiarlos en el zacate mojado, lo cual nos desesperaba.
Las voces de los choferes y cargadores nos despertaban de nuestros pensamientos pesimistas. “Vamos a pasar el puente,” se oía; primero uno, y pasaban la voz más adelante, hasta que al otro lado de los grupos de pasajeros se oía muy lentamente, “Vamos a pasar el puente.”
Se oía otra voz fuerte y enojada, “No, no pasen el puente, ahí viene el tren.” Más, no se veía ni se oía dicho tren. Los choferes llevaban linternas sordas, (batería) y los cargadores de petróleo. Era la única luz que se mostraba, mas yo me sentía profundamente agradecida a mi Dios por la luz tan brillante de la luna, que nos alumbraba a todos aquella noche tan intranquila.
El hombre de la voz enojada se acercó a los choferes y les dijo que no cruzaran el puente porque estaban pasando muchos cargadores con bultos grandes y que no dejaban campo para otra persona.
Mas los choferes nos exigían que pasáramos, y en el momento en que lo intentábamos, llegaban los cargadores con sus enormes cestos llenos de quesos, ocupando todo el espacio del puente angosto.
Observamos que este puente es únicamente para que pase el ferrocarril. Es sumamente reducido. Está construido sobre durmientes separados uno del otro como seis pulgadas. Cuando nos acercamos más, se podía ver que la corriente del río era tan rápida, que lavaba la vía del tren. Esto causó pavor entre todos los pasajeros, y empezaron a maltratar y a maldecir a los choferes, aun a las personas que estaban de acuerdo en cruzar el puente.
Quizá los choferes estaban acostumbrados a estos abusos, y ellos calmados y serenos contestaban a los averiguadores, ¿“Qué no vamos nosotros con ustedes? No los mandaremos solos, iremos adelante, guiándolos a todos ustedes, pase lo que pase.” De pronto, se calmaron las averiguaciones.
Esperamos que terminaran de pasar las cargas de queso. Yo conté cuarenta cestos bien repletos. (Les diré que ya no deseábamos más quesadillas). Ya no queríamos queso, sino salir de la ratonera, como dice el refrán.
Cuando terminaron de pasar los cargadores, los choferes nos ordenaron cruzar el puente. Ellos adelante con sus enormes linternas, alumbrándonos por en medio de la vía, los cargadores atrás con sus linternas de aceite que no nos iluminaban claramente, pero que ya era un aliciente.
Temerosos y temblando, caminábamos sobre la vía. Se oían alrededor, gritos, clamores y lamentaciones de algunas mujeres. No querían caminar. Los hombres también lanzaban gritos que causaba estremecerse a todos los demás. Los choferes con resonantes y exigentes voces nos animaban a seguirlos apresuradamente.
Nuestros pasos sobre el puente eran casi involuntarios. Con la débil luz de la madrugada, se notaba que el puente no tenía barandillas de donde sostenernos, pero caminando más adelante, se notó que había varillas de fierro que salían del fondo del puente, colocadas a unos cuatro o cinco metros de distancia, una de la otra. Después me di cuenta de que este puente es de dos cuadras y media de largo.
A los lados de la vía, hay una senda de tal angostura que se pudiera decir que es insignificante; pero, sí les digo, que si no hubiera sido por esta insignificante senda, no estaría contando este acontecimiento.
Cuando llegamos a tres cuartos de camino, se oyó de punta a punta, “ahí viene el tren, ahí viene el tren.” Nos quedamos congelados en nuestros pasos por un segundo. Luego, empezó el tumulto de chillidos, gritos, llantos sobrenaturales, y los hombres lanzaban injurias, blasfemias y maldiciones, por todos lados.
Los cargadores que estaban más cerca de nosotros, de inmediato, con ademanes de brazos porque no se oían sus voces, ya roncas, entre aquel desorden y atropellamiento, trataban de detenernos porque queríamos arrancar. Llorábamos y pedíamos auxilio. A la vez tratábamos de consolarnos unos a otros porque ya veíamos la luz del ferrocarril. Todo esto me daba la impresión de que ya era el día final del mundo y que allí sería mi sepultura, en esa inmensidad de agua turbia.
Por fin oímos la voz de los choferes y de los cargadores que nos decían que nos moviéramos a la orilla de la vía. Con pánico y pavor obedecimos. Los cargadores colocaron sus linternas entre sus pies, en la insignificante senda, al lado de la vía, y nos agarramos de los brazos unos a otros. Yo me apoderé de unos musculares, porque sabía que eso sería mi salvación.
De esta manera formamos una soga humana, y cogidos y unidos de los brazos, esperamos que pasara el tren.
Ya se aproximaba el tren, se percibía su luz a corta distancia. El débil silbido del pito penetraba nuestros oídos, aumentando nuestras angustias y penas. “Agárrense bien todos y no se suelten porque nos podemos ir al fondo del río.” Más fuerte oprimía yo el brazo que me detenía.
Cuando pasaba el tren me parecía que con el aire que causaba, me arrojaría al río. Cerré los ojos y pedí a mi Salvador con todo mi corazón, fuerza y mente, que nos protegiera y nos salvara. Me parecía estar suspendida en el aire, como si nada me sostuviera, únicamente los brazos de no sé quién.
Fue una eternidad lo que tardó el tren en pasar el puente. Mas, en esa eternidad, me arrepentí, pedí y prometí. El Señor escuchó mi petición, tal vez la de otros pasajeros, porque ninguno pereció, en ese momento en que nuestras vidas se vieron en los hilos de la muerte. Tengo un sentimiento grande de agradecimiento hacia mi Padre Eterno por concedernos la vida a todos.
Pasamos todos el puente, y en seguida, sin comentar ni discutir, como si fuera cosa que pasa de diario, los choferes con sus voces de urgencia, nos decían que todavía no terminábamos. “Vamos amigos, vamos. Síganme todos a donde voy.” Nos señalaba con su linterna, «Pronto, pero pronto.”
No supe donde habían quedado mi nietecita, mi nuera, mas no me permitieron detenerme para buscarlas, porque casi a empujones y muy precipitadamente nos llevaban.
Dejamos atrás el río y el puente del ferrocarril. Todos corríamos, parecía que huíamos de otro peligro.
Empezaron de nuevo las murmuraciones y las oposiciones con junta razón. Los choferes, al parecer, estaban privados del oído. Los hombres, especialmente, los seguían abrumando con sus palabras provocativas, pero los choferes, indiferentes, seguían en su tarea de salvar su pasaje.
Todos corríamos por entre agua y lodo que nos llegaba hasta la rodilla. Los cargadores y demás hombres nos estiraban de la mano para correr más de prisa por los sembrados, bordos y acequias; por cierto que yo fui a dar a una de ellas y ya me ahogaba.
Con ansiedad preguntamos a los choferes cuándo dejaríamos de correr y con paciencia nos contestaron, “allí no más” y el “allí no más,” se estiró a tres kilómetros, todo esto fue corriendo y chocando con cañas de maíz, y miles de plantas y obstáculos que había en nuestro camino.
Ya rayaban las primeras luces del alba. Mi cuerpo ya no sentía nada, solamente la violencia del palpitar de mi corazón. Por encima de todo esto, oía unos silbatos extraños, como susurrar de viento. Mas era tan acelerado el paso, que no tenía tiempo de distinguir que era lo que hacía el ruido. (Cuando ya tuvimos calma, nos dimos cuenta de que eran chillidos de víboras).
Al fin llegamos a los autobuses que nos esperaban. Dábamos la impresión de un grupo de soldados derrotados, cubiertos de cieno, lodo, hierbas y hojas de plantas. En conjunto, aunque sumamente rendidos, expresamos nuestras gracias a Dios. La fatiga nos limitaba los pensamientos, pero poco a poco nos fuimos calmando y nos empezamos a reconocer unos a otros. Nos provocaba risa jovial el vernos enlodados y nos divertíamos adivinando quienes éramos. Todo esto nos ayudaba a tranquilizarnos, y más que nada a descansarnos.
De inmediato se oyeron las voces y la música de los dos jóvenes norteamericanos que nos acompañaban en el viaje, dichosos, como si nada hubiera pasado. El chofer les dijo que se apaciguaran y descansaran, mas ellos contestaron que en su canto, ofrecían gracias a Dios por dejarlos continuar su camino. En verdad, sentimos el compañerismo y amistad de estos muchachos, cuando en aquellos momentos más desfavorables, ellos nos alegraron con sus canciones y música. El chofer se sonrió y siguió en sus asuntos.
Buena suerte me esperaba en Matamoros. Pude encontrar toda la información que buscaba y más, aun la que no esperaba. Mi genealogía será más completa a causa de este incidente. Retornamos a nuestros hogares, mi familia y yo por la vía férrea.
























