Capítulo 13
CUANDO KERRA LLEGÓ AL claro, tenía aún el cuerno en las manos. Cruzó la fisura y miró a su alrededor en ansia.
—¡Brock! —gritó. Después esperó impacientemente a que llegara una respuesta desde el bosque.
Kerra oyó un ruido a su espalda, entre los matorrales. Se volvió, esperando ver el rostro de su hermano; pero en vez de eso se encontró con los ojos de Hitch Ventura. Se quedó helada.
—¡Qué sorpresa! ¿Es posible que sea Kerra McConnell? No pareces muy ilusionada por verme —exclamó Hitch sonriendo.
Kerra retrocedió, poniendo espacio entre ellos.
—¿Qué haces aquí, Hitch? ¿Cómo nos has encontrado?
—Nos invitó tu hermanito —dijo acercándose más y usando su cuerpo para arrinconarla contra los matorrales del borde oeste del claro—. Tiene algo que me pertenece.
—No tiene nada tuyo —respondió de mala manera—. ¿Por qué no te largas de aquí?
Pero Hitch simplemente se inclinó hacia ella, como si tratase de olfatear su perfume. Entonces alzó las manos de modo descriptivo y dijo:
—Una bolsa de piel marrón… Así de grande, ¿te suena?
Kerra sí había visto una bolsa como ésa. Recordaba haberla visto en el dormitorio de Teáncum el día de su llegada, metida dentro de la bolsa de viaje grande de Brock. Había tenido toda la intención de preguntarle a Brock qué había dentro, pero luego se había olvidado de hacerlo. Hitch advirtió su reacción.
—Ah… así que la has visto.
Kerra introdujo su mano entre los arbustos, encontró una rama muerta y la partió sin gran dificultad. Entonces la blandió delante de él amenazadoramente. Hitch retrocedió medio paso, aunque tenía toda la apariencia de estar disfrutando de un buen rato. Negó con un gesto de cabeza, mientras hacía chasquidos con la lengua.
—Siempre tan antipática —dijo soltando un suspiro, como si se sintiera profundamente herido.
—¿Qué hay en la bolsa? —demandó Kerra.
—No mucho —dijo Hitch encogiéndose de hombros. Después entornó los ojos—, sólo un cuarto de millón de dólares… al menos ese es su valor en la calle.
Se acercó más todavía.
—Te lo advierto…
Hitch frunció el entrecejo en un gesto exagerado y burlón.
—Vamos, anda. Te prometo que no hay nada de qué…
Hitch se interrumpió a sí mismo e intentó abalanzarse por sorpresa sobre ella, pero Kerra había leído el cambio en la expresión de sus ojos. Le pegó en la cara con la rama. Hitch gritó y se tambaleó hacia atrás, ostentado un largo y profundo corte rojo en la mejilla. Se tocó la herida con los dedos y, al ver la sangre, montó en cólera.
Kerra intentó echar a correr fuera del claro; pero, antes de dar cinco pasos, Hitch cayó sobre su espalda y la aplastó contra el suelo. Durante la pelea el cuerno rebotó y desapareció entre la maleza. Hitch la agarró del pelo y de la camisa, y le dio la vuelta brutalmente, tirándola de espaldas como a un saco de harina. De nuevo, Kerra intentó desesperadamente pegarle con la rama, pero Hitch era demasiado fuerte y estaba demasiado enfurecido; se la arrancó de las manos. Forcejeó en vano mientras, con una rodilla, Hitch le sujetaba el brazo izquierdo. Su otra rodilla le aprisionó el brazo derecho. Levantó la mirada hacia sus ojos ardientes y vio cómo la sangre de la herida le corría por la barbilla y el cuello.
—¿Te gusta forcejear? —preguntó él—. Por mí está bien.
Kerra soltó un quejido de odio y furia. Quería arrancarle los ojos, arañarle la piel hasta borrarle su ensangrentada cara, pero estaba totalmente indefensa, no podía hacer nada. Hitch usó una de sus palmas para taparle con fuerza la boca y la nariz. Una nube de terror se apoderó de ella, pero de pronto sus ojos se agrandaron; una figura apareció por encima del hombro de Hitch: ¡una persona!
¡Era Kiddoni!
Kerra observó cómo sus poderosas manos engancharon a Hitch por la camisa a ambos lados del cuello. De un tirón lo apartó de ella y lo arrojó con fuerza sobre unos matorrales de mezquite. Aturdido y desorientado, Hitch apartó los ojos de entre los brezos y los concentró en… ¿qué? Era un hombre vestido con… ¿qué era? ¿Pieles de animal y cuero? ¿Un arma de piedras al hombro? Hitch sacudió la cabeza; tenía que estar equivocado.
Kiddoni siguió lanzándole una mirada de ira, esperando a ver cuál sería su próximo movimiento. Hitch se levantó de un salto, y maldijo mientras preguntaba:
—¿Quién eres?
—Soy eso que te causa terror en la oscuridad —respondió Kiddoni.
Hitch se sacó algo del bolsillo. Apretó un botón y una fría hoja de acero se abrió de golpe en su mano.
—Lo dudo mucho.
Desde el nido de mezquite, Hitch se lanzó a la carga tratando de apuñalar a Kiddoni. Éste esquivó el cuchillo y desenfundó la espada que llevaba al hombro. Usando la superficie plana de la hoja, le dio un golpe en la parte trasera de la cabeza. El pandillero se desplomó, visiblemente inconsciente.
Kiddoni ayudó a Kerra a ponerse en pie. Con una expresión de profunda admiración, ella se levantó y le echó los brazos al cuello.
—¡Kiddoni!
El neñta miró al delincuente, caído en el suelo.
—¿Quién es?
—No es nadie —dijo Kerra—. Una pulga… un mosquito. Me alegro tanto de verte…
Lo besó, y no habría parado si no fuese porque Kiddoni la apartó de él diciendo seriamente:
—No he podido convencerles, Sakerra. Les he dicho lo del espía gadiantón, pero no pude decir que lo había visto con mis propios ojos. No han hecho caso. Tienen la cabeza más dura que el mármol. Siguen convencidos de que la invasión de Giddiani llegará desde las montañas —cerca del río— y no hasta la primavera, tal y como los lamanitas han hecho infinidad de veces en el pasado.
Se agachó y recogió el escudo que había dejado apoyado contra la piedra.
De pronto, Kerra recordó la razón por la que había venido.
—¡Kiddoni! ¡Brock ha desaparecido!
—¿Tu hermano? ¿Hace cuánto tiempo?
Por el rabillo del ojo, Kerra vio moverse el cuerpo de Hitch. Lo que sucedió después fue tan rápido que prácticamente no tuvo ni tiempo a reaccionar.
—¡Cuidado! —gritó.
Hitch se había metido la mano debajo de la chaqueta y había encontrado una pistola. Como había elegido usar una navaja de resorte, a Kerra no se le había ocurrido pensar que tuviese un arma de fuego. Kiddoni se volvió y ojeó con curiosidad el cañón del arma —sin saber de qué se trataba—. Hitch apretó el gatillo. El cañón soltó un fogonazo. En el escudo de Kiddoni aparecieron un agujero y astillas, señal de que la bala lo había atravesado. El impacto le lanzó volando hacia atrás y aterrizó sobre la maleza, inmóvil.
—¡KIDDONI! —Kerra se puso histérica. Intentó ir hacia él, pero Hitch estaba de pie otra vez y la agarró del brazo.
—¡No! ¡Kiddoni! ¡NO! —gritó rompiendo en lágrimas.
El pandillero la sujetaba firmemente. La arrastró con fuerza entre los árboles, abandonando el cuerpo del nefita en el suelo del bosque.
Brock estaba corriendo a través del bosque —manteniéndose delante del ejército gadiantón— cuando oyó el disparo. Su instinto le dijo que el disparo procedía del claro en el cual había visto a Kiddoni por primera vez. Temiendo que le hubiese sucedido algo a su hermana, Brock cambió de rumbo.
El abuelo Lee también oyó el disparo. En ese preciso momento se encontraba bajando el camino de entrada desde su casa. Al oír la explosión, apretó el paso y continuó en dirección a la casa de su hija; pero se detuvo otra vez al oír la voz de Kerra y un ruido entre los arbustos. Apresuradamente, salió de la carretera.
Hitch surgió de entre los árboles, todavía arrastrando a Kerra y sujetándola de las muñecas para evitar que le diera un puñetazo en la cara. La herida de su cara seguía sangrando. Además de la sangre, tenía una hinchazón de un color violeta fuerte que le hacía parecerse más a un espíritu que a un delincuente.
El abuelo Lee observó cómo arrastraba a Kerra hasta el porche. Prince abrió la puerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Prince intentando con dificultad contener la sonrisa. Era evidente que Hitch acababa de tener problemas de amores.
—¡Estoy bien! —escupió Hitch—. He matado a alguien. A un indio, ¡a algo! ¿Tienen la bolsa?
Adder, justo al otro lado de la puerta abierta y con su rifle AK—47, respondió:
—Aún no la hemos encontrado. Ni al chico tampoco.
El abuelo Lee distinguió a otros pandilleros a través de la ventana delantera de la casa. Sin perder tiempo, se volvió y se adentró en el bosque.
Dentro de la casa, Hitch le dio un empujón a Kerra y ésta cayó sobre el único sillón vacío del salón. Toda la familia Whitman, menos el tío Drew, se hallaba sentada en el salón, abrazándose y reconfortándose los unos a los otros. Los niños más pequeños estaban aterrorizados, y Corinne mantenía vina expresión reticente de desafío. También faltaba Skyler. De vez en cuando, Corinne echaba rápidos vistazos por la ventana hacia el garaje, rogando con fervor que su hijo no hiciese ninguna tontería.
Hitch se agachó para mirar a Kerra directamente a la cara. Se le había agotado la paciencia, su furia estaba a punto de explotar más fuerte que nunca.
—¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está la bolsa?
Kerra estaba todavía abrumada por el dolor, todavía al borde de la histeria.
—¡Por favor! ¡Déjame volver! ¡Déjame ir a ayudarle! —le suplicó a Hitch.
—¡ESTÁ MUERTO! —gritó Hitch—. ¡Se acabó! ¡Dime lo que quiero saber antes de que le suceda lo mismo a alguien más!
Corinne se dio cuenta de que Dushane había visto algo por la ventana; estaba mirando hacia el garaje. Dushane se volvió hacia Adder:
—¡Hay alguien ahí fuera!
Adder se precipitó hacia la ventana. Corinne se levantó de un salto, pero Prince la retuvo.
—¡No! —gritó ella.
Skyler se hallaba en pleno acto de escabullirse, cruzando el camino de entrada para llegar hasta los árboles, cuando la puerta lateral de la casa se abrió de par en par. Adder abrió fuego con su arma automática. Las balas dieron contra la gravilla delante del muchacho, lanzando piedras dispersadas en todas direcciones. Skyler se detuvo en seco y levantó los brazos mientras las rodillas le temblaban como gelatina.
Con fingida cortesía, Adder preguntó:
—¿Por qué no entras y te unes a la fiesta?
Brock estaba jadeando como un pez globo. No sabía cuánta distancia había creado entre él y los gadiantones, sólo que habían pasado diez minutos desde la última vez que había visto a un guerrero o a un fantasma. Poco después surgió de entre los árboles y vio la piedra y el tronco en el centro del claro. Más allá de la piedra, yacía un cuerpo, tal y como se había temido, pero no se trataba de su hermana: era el cuerpo del nefita. Se aproximó cautelosamente, inseguro realmente de si este hombre era menos peligroso que Bakaan o que los otros. Brock se paró en seco; Kiddoni había empezado a moverse.
El nefita abrió los ojos. Lo primero que vio fue al niño, de pie a un metro y medio de distancia de él.
—¿Brock? —preguntó débilmente.
El niño asintió.
—Tú eres el hombre que estaba con mi hermana, ¿verdad?
Antes de que Kiddoni tuviese la oportunidad de responder, alguien más entró en el claro. Ambos giraron la cabeza, alarmados, pero se trataba sólo del abuelo Lee, que se dirigió inmediatamente hacia Kiddoni. El nefita parecía estar recuperando sus fuerzas e intentó sentarse.
—Increíble —dijo el abuelo. Se arrodilló para ayudar al nefita—. ¿Dónde has sido herido?
Brock se acercó para prestar una mano. Entre los dos ayudaron a Kiddoni a quitarse la armadura que le cubría el pecho. El chico seguía angustiado por Chris. Apuntó hacia el sur del bosque.
—Abuelo Lee, tenemos que ir en busca de ayuda. Hay un hombre allí que…
Pero el anciano tenía toda su atención concentrada en el nefita.
—Una emergencia a una —le dijo a su nieto.
—¿Qué es lo que me ha derribado? —preguntó Kiddoni.
—Me temo que ha sido una bala —dijo el abuelo Lee—, pero no puedo ver exactamente dónde… ¡Cáspita! ¡Échale un vistazo a esto! —exclamó levantándole la armadura del pecho—. Amigo mío, te acompaña la suerte de los irlandeses.
La bala se había quedado incrustada en la espalda de su armadura; sólo le había rozado el costado. Su herida tenía un aspecto negro y espantoso, pero casi no sangraba. Era como si se estuviese cauterizando. Lee extrajo el pedazo de metal deforme y se lo enseñó a Kiddoni.
—Aquí está el proyectil. Apuesto a que nunca has visto uno de estos.
Kiddoni logró ponerse en pie con dificultad.
—¿Dónde está Kerra?
El tono de su voz al formular la pregunta le dijo a Brock que algo le había sucedido a su hermana.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Se la llevó —dijo Kiddoni—. El hombre con el arma que lanzó la bala.
El nefita reunió su lanza y su arco, y se puso en marcha hacia la casa con determinación. El abuelo Lee le puso una mano en el hombro.
—Espera. Esta gente tiene más armas de fuego, más balas…
—Yo la rescataré —dijo Kiddoni sin dejarse intimidar.
El abuelo suspiró cuando se dio cuenta de que estaba determinado.
—Entonces déjanos ayudarte.
—¡UN CUARTO DE MILLÓN DE DÓLARES! —gritó Hitch a unos centímetros de la cara de Kerra.
Ella seguía sentada en el sillón. La tía Corinne y los niños, incluido Skyler, también estaban presentes, bajo la atenta e inquieta mirada de Adder. Los gritos de Hitch habían hecho que la pequeña Bernadette y Saríah, que tenía cinco años, se echaran a llorar. Corinne intentaba consolarlas, pero sus esfuerzos no estaban dando fruto. Hitch continuaba andando de un lado a otro, sujetándose un trapo lleno de hielo contra la mejilla y masajeándose el bulto en la parte trasera de la cabeza.
—¡La calidad colombiana más pura de toda la costa oeste! —siguió echando pestes—. ¡Esa comadreja, Spree, es la que nos ha robado!
Prince y Dushane también parecían estar nerviosos y exaltados.
—¿Cuánto tiempo vamos a esperar? —preguntó Prince.
—¡Tanto como sea necesario! —contestó Hitch furioso.
—¿Y si el chico nos ha visto llegar y ha escurrido el bulto? —añadió Adder.
Hitch miró a Kerra otra vez. Entrecerró los ojos al mismo tiempo que decía:
—Entonces empezaré a disparar a alguien cada…
El sonido del claxon de un coche interrumpió la amenaza. Todos levantaron los ojos por la sorpresa, especialmente los malhechores; ¡el sonido venía de su propio Acura!
Hitch se volvió hacia Prínce y Dushane:
—¡Vayan a investigar!
Juntos se dirigieron a toda velocidad hacia la puerta principal, con las armas en la mano, listos para el tiroteo. Abrieron la puerta de golpe y salieron lo suficiente como para poder ver el coche deportivo negro, estacionado un poco más abajo en el camino de entrada. La puerta del acompañante estaba abierta de par en par. Se miraron el uno al otro, preguntándose cuál de los tres idiotas era el que no la había cerrado con llave. Parecía que había alguien sentado en el asiento del conductor, pero el tinte oscuro del parabrisas les impedía distinguirle los rasgos del rostro. Con los dedos apretados ligeramente contra los gatillos, los pandilleros se acercaron; pero cuando por fin pudieron ver por la puerta del acompañante, la sonrisa de oreja a oreja del abuelo Lee les dio la bienvenida.
—¡Hola! —dijo entusiasmadamente. Lee estudió las armas con las que apuntaban al interior del coche y preguntó:
—¿Seguro que quieren usarlas? Podrían echar a perder esta excelente tapicería…
Prince y Dushane apretaron los dientes en furia. Simultáneamente, ambos se acercaron para meter la mano dentro y sacar al viejo del coche.
De repente, Kiddoni surgió del lado opuesto del coche, aferrando su larga y gruesa lanza. Mientras los dos matones se enderezaban para poder verle, el nefita ejecutó un golpe doble: le dio de lleno en la cabeza a Dushane con el extremo chato y le atizó a Prince con el lado plano de la punta de su lanza. Dushane se derrumbó como un castillo de naipes. Prince se tambaleó y apretó el gatillo del AK—47, pero no apuntó acertadamente. La ráfaga de balas atravesó el cristal trasero del Acura. Finalmente, dejó caer el arma y se dobló en dos, con la cabeza entre las manos. Pero aún no se había desplomado, cuando al acercarse tambaleando hasta el lado del acompañante, el abuelo Lee le dio un fuerte empujón a la puerta y puso fin a la faena: Prince se derrumbó.
Hitch estaba junto a la puerta principal de la casa. El Acura se hallaba justo fuera del alcance de su vista. Después de oír los disparos no quiso asomarse más; no tenía ninguna intención de recibir una bala perdida entre las cejas.
—¿Prince? —llamó en voz alta—. ¿Dushane?
No hubo respuesta. Hitch se volvió para lanzarle una mirada a Adder, el cual estaba también excesivamente tenso. Por fin, Hitch se asomó lo suficiente como para ver su coche. Dushane estaba tumbado junto al auto, inconsciente. La lengua incluso le colgaba fuera de la boca, igual que en los dibujos animados. Podía ver otro par de piernas, las de Prince; pero no se veía ningún otro alma. Las armas de Prince y Dushane tampoco estaban a la vista; quienquiera que les había atacado se había llevado también sus pistolas. Hitch estaba fuera de sí. ¿Qué diablos acababa de suceder?
Con el pánico evidente en los ojos, se deslizó rápidamente dentro de la casa otra vez. Se enfrentó a Kerra y al resto de la familia.
—¡Díganme qué está pasando!
Se quedaron mirándolo fijamente. Adder parecía estar más tenso que nunca. Hitch agarró a Kerra y, de un tirón, la puso en pie. Le apretó su 38—Special contra la garganta, y después la sujetó entre sí mismo y la ventana, usándola como escudo.
—¿Quién está ahí fuera? —demandó Hitch con la voz quebrada por la desesperación.
Kerra movió la cabeza en un gesto incrédulo. Estaba tan sorprendida por los acontecimientos como los demás. ¿Había convencido Kiddoni, herido, a algunos compañeros nefitas ;i venir a investigar a este lado del bosque? ¿Eran guerreros gadiantones? ¿Estaban merodeando al acecho de cualquier víctima a la cual poder ponerles las manos encima?
Hitch echó un vistazo por la ventana otra vez, procurando mantener a Kerra delante de él. De repente, Kerra soltó un grito seco. Acababa de entrever la camiseta de su hermano. Brock estaba escondiéndose detrás del chasis del viejo y oxidado Cadillac que se encontraba en la maleza, más allá del camino de entrada. Hitch también le había visto. Empujó a Kerra hacia la puerta lateral y le dijo a Adder a voz en grito:
—¡Que todos se queden en esta habitación! ¡No dejes que nadie se mueva!
Usándola todavía como escudo humano, Hitch salió por la puerta, haciendo una rápida inspección de toda la zona a su alrededor. Se apresuró hacia el Cadillac a través del camino de entrada, aferrando el brazo de Kerra. Ella quería chillar para avisarle —¡gritar cualquier cosa!—, pero si Brock se echaba a correr ahora se convertiría eñ un blanco fácil. Cuando llegaron al Cadillac oxidado, Hitch introdujo el brazo entre la maleza y por debajo del chasis. Agarró la camiseta de Brock y lo sacó de su escondite a rastras. Brock tenía los puños apretados, listo para repartir golpes contra su agresor a diestro y siniestro, pero entonces vio a su hermana y la pistola.
—¿Dónde está? —demandó Hitch sin perder más tiempo.
—¿Eh? —preguntó Brock.
Hitch le dio un golpe al niño con la culata de la pistola.
—¡Hitch, no! —gritó Kerra.
—¡La bolsa de Spree! —aclaró Hitch. Apretó la pistola contra la sien del niño—. ¿Dónde está? No me mientas.
—L—la escondí —dijo Brock con un chillido semejante al de un ratón—, ¡en el bosque!
En ese instante, Hitch vio a Kiddoni, con el arco sobre el hombro y la espada en la mano. El nefita corrió desde la parte trasera de la casa hasta la del garaje. Hitch abrió fuego dos veces. Una chispa saltó de los tabiques de metal que cubrían el garaje, pero Kiddoni ya había desaparecido.
A Kerra el corazón le dio un vuelco: ¡su guerrero nefita seguía vivo!
Hitch le dio un empujón hacia el bosque, primero a ella y después a Brock.
—¡Vamos! ¡Muévanse!
A tropezones, bajaron hasta la quebrada más allá del Cadillac oxidado, y se adentraron en la hondonada.
El tío Drew comprobó la hora en su reloj. Ya era casi de noche; las sombras de los almendros eran largas. Su esposa tenía que haber estado aquí para recogerle. Había pocas cosas en la vida de Drew Whitman en las que podía contar desde el accidente que le había dañado el cerebro. Una de ellas era la llegada temprana de Corinne al final de la jornada.
Uno de los empleados de Drew se había subido a su camioneta y se disponía a salir del huerto. Le llamó desde la ventana
—¿Necesita que le lleve, señor Whitman?
—No —dijo Drew—. Está bien, creo que iré andando.
El empleado lo estudió durante unos instantes, y después preguntó avergonzado:
—¿Se acuerda del camino?
Drew hizo un gesto de sorpresa.
—¿A mi casa? ¡Pues claro!
—De acuerdo —dijo el empleado aún con vacilación. Entonces pareció sentirse ridículo y añadió—. Que tenga una buena noche. Hasta mañana.
—De acuerdo —dijo Drew, sintiendo que debía llamar al empleado por su propio nombre, a pesar de que no podía recordarlo.
La camioneta arrancó. Drew se puso en camino hacia casa.
El abuelo Lee permaneció cerca de la parte trasera de la casa, asegurándose de que nadie pudiera verle a través de alguna de las ventanas. En sus manos llevaba el arma AK—47 de Prince y la escopeta del calibre 12 de Dushane, las cuales había recuperado del suelo después de que Kiddoni les dejara a los dos inconscientes. Le había ofrecido una de ellas a Kiddoni, pero el nefita se había negado a usar nada que no fuesen sus propias armas.
El abuelo Lee advirtió la vieja escalera que estaba recostada horizontalmente a lo largo de la base de la casa, medio escondida por la maleza y las telarañas. Levantó los ojos y vio que la ventana del primer piso de la habitación de Skyler estaba parcialmente abierta.
En la mente del anciano comenzó a formarse una idea.
Nervioso y con el dedo aún en el gatillo de su pistola del calibre 45, Hitch siguió a Kerra y a Brock a través de los listones de madera rotos y las cercas erosionadas del viejo corral de caballos. Un poco más adelante estaba el abrevadero de caballos, cuyos lados se habían vuelto de un color carmesí con el óxido de los años. Brock miró hacia atrás para echarle un vistazo a Hitch, y después se metió dentro del abrevadero. Hitch se relamió los labios cuando el niño apartó la hojarasca y la maleza a un lado, revelando la bolsa de piel cerrada que Spree le había dado la noche que habían abandonado California.
El pandillero extendió la mano.
—Será mejor que no falte nada, muchacho. O acabarás igual que tu amigo, y será un gran placer para mí hacer que así sea.
Brock vaciló con la bolsa en la mano. Al oír las palabras de Hitch se le encogió el corazón en el pecho.
—¿Le has… le has hecho daño a Spree? —preguntó.
Hitch se rió entre dientes y dijo sarcásticamente:
—Sí, así es, chico. Le «he hecho daño» —dijo con los dientes apretados—. Pásamela de una vez.
Spree tenía siete años más que Brock, pero había sido el mejor amigo del muchacho. «Sólo está usándote» —le había advertido su hermana muchas veces—, pero Brock siempre la había ignorado. No era ningún modelo a imitar, por supuesto que no, pero en un mundo sin una imagen paterna, Brock no era exigente a la hora de buscar alternativas. La furia y el dolor le hicieron hervir la sangre, apoderándose de él.
De pronto, la imagen de alguien acercándose a través de los arbustos y la maleza les llamó a todos la atención. A Kerra casi se le saltó el corazón del pecho: ¡era Kiddoni! El nerita tenía una flecha equilibrada en su arco y la cuerda tensa en la mano junto a su oreja. Hitch reaccionó velozmente. Se volvió para disparar su pistola, pero Kiddoni ya había soltado la cuerda. Antes de que Hitch pudiese apretar el gatillo, la flecha le acertó en la mano de la pistola, atravesándole la palma. Se llevó la otra mano a la herida, agarrando el astil de la flecha que le había atravesado la carne.
Brock saltó fuera del abrevadero de caballos y salió disparado hacia el viejo pozo de piedra. Hitch vio hacia donde se dirigía y, a pesar del agudo dolor, intentó cortarle el paso; pero el pandillero estaba herido y fue demasiado lento.
—¡No! —gritó Hitch.
Pero era demasiado tarde. Haciendo un esfuerzo, Brock ya había levantado la bolsa llena de drogas, valoradas en 250.000 dólares, y la había dejado caer en el pozo. Se oyó el eco de la bolsa al caer en el agua. Con los ojos desbordantes de ira, Hitch le clavó una mirada al niño —al destructor de todos sus sueños y posiblemente su carrera— llena del resentimiento más amargo. A Kerra no le cabía ninguna duela de que se disponía a apuñalar a su hermano con la punta de la flecha ensangrentada que le sobresalía de la palma de la mano. Pero en ese instante, Hitch vio que Kiddoni se encaminaba directamente hacia él. Abandonó toda esperanza de venganza y huyó desapareciendo entre los árboles.
Kerra corrió hacia Kiddoni y lo abrazó estrechamente, incapaz de reprimir las lágrimas de alivio. Kiddoni quiso devolverle el abrazo, pero se limitó a hacer una mueca de dolor; la herida en su costado aún estaba muy sensible.
Inmediatamente, Brock recordó la emergencia de antes.
—Tenemos que volver allí —le dijo a su hermana, apuntando hacia el Sur—. He conocido a un tipo y… me ha salvado la vida. Kerra… te conoce.
A Kerra se le paró el corazón.
—¿Cómo? —se apartó de Kiddoni—. ¿Qué aspecto tenía?
Brock respondió impacientado, como si hubiese preferido contarle los detalles más tarde.
—Barba y pelo largos. Dijeron que era un esclavo, pero me salvó. Después fue atacado por otros hombres… docenas de ellos. Tenían pintura blanca y negra en la cara. Pero sobretodo, se habían embadurnado con sangre.
—El ejército de Giddiani —declaró Kiddoni.
—Creo que se dirigen hacia aquí —añadió Brock.
Kiddoni se volvió bruscamente hacia Kerra:
—¡El cuerno para dar la alarma! ¿Dónde está?
Kerra prácticamente no había oído la pregunta.
—Ese hombre puede ser mi padre —dijo con voz suplicante.
Quería seguir a Brock y encontrar al hombre de la barba larga desesperadamente, pero Kiddoni le posó las manos sobre los hombros. En sus ojos, Kerra leyó que consideraba el plan casi suicida. Primero tenían que ocuparse del peligro más inmediato.
—¡No queda tiempo que perder! —gritó—. ¿El cuerno?
























