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FE
Parte de una sola familia
Hace algunos años, en los primeros días de la primavera, tomé la mano de mi pequeña sobrina Sheily en la mía, y durante horas cuidadosamente seleccionamos el camino a seguir de una piedra a otra a lo largo de un arroyo bajo la sombra de algunos árboles altos. El agua que gorgoteaba era como el acompañamiento musical a un baile que estábamos creando, ya que tomábamos un paso, nos deteníamos, alcanzábamos otra piedra, y dábamos otro paso hacia adelante, y entonces volvíamos a hacer un alto para mantener nuestro equilibrio.
Antes de que pasara mucho tiempo, fuimos atraídas a una pradera en donde habían sido cortados recientemente unos álamos grandes. Abriendo camino por entre el pasto crecido, sostuve a Sheily de la mano mientras ella se subía a un árbol caído y cautelosamente, poniendo un pie delante del otro, caminaba hasta el extremo del mismo y de regreso. Notamos las raíces verdes aún tiernas que forzaban su salida por la tierra y vimos cómo la nieve del invierno retrocedía hacia los picos de las montañas. Parecía como si toda la naturaleza estuviera dando testimonio de las creaciones de Dios así como de Su gran amor por nosotros. Nuestras actividades esa tarde continuaron hasta que la brisa del atardecer nos recordó que nuestro día especial ya estaba llegando a su fin.
Al acercarnos al camino estrecho y empinado que conducía a la casa, solté la mano de Sheily, para dejarla caminar delante de mí. Nuestras manos se entrelazaron por un instante. Se había formado una unión entre nosotras nacida de las aventuras que compartimos en un cálido día. Un poco antes de que llegáramos al claro cerca de la casa, levanté a Shelly para que viera un nidito que había sido hecho por un tordo en una de las ramas de un árbol.
Al finalizar ese día memorable y antes de que mi sobrina (quien mi hermana comparte conmigo) se acostara, nos arrodillamos juntas mientras ella expresaba su agradecimiento, dentro del cual estaba incluido el arroyo, las piedras resbaladizas, el árbol grande, y el nido del tordo. Sintiendo un aprecio renovado por las mismas bendiciones maravillosas, la tapé y me agaché para darle un beso de buenas noches. Alzando ambos brazos y colocándolos alrededor de mi cuello, me acercó a ella y me susurró, «¡Cómo quisiera que fuéramos de la misma familia!»
«Sheily, mi amor,» le expliqué, «nosotros somos de la misma familia.»
«No, quiero decir de la mismísima familia. Mi apellido es Larsen y el tuyo es Kapp, y no son los mismos. Lo que quisiera es que tú fueras mi hermana y que tuviéramos el mismo apellido.»
Aun cuando ella era tan pequeña, sentí que podría entender la seguridad de nuestra relación si lograba despertar en ella una verdad eterna.
«Shelly, realmente estamos dentro de la misma familia. Verás, todos somos hijos de nuestro Padre Celestial, cada uno de nosotros lo es, y eso nos hace miembros de una gran familia. Somos hermanos y hermanas, y Jesús es nuestro hermano también, es nuestro hermano mayor.»
«Entonces, ¿cuál es el apellido de Jesús?», preguntó.
«Shelly, conocemos a nuestro Salvador como Jesús el Cristo».
Con la inocencia pura de la infancia, nos empezó a hacer una sola familia uniendo mí nombre con el apellido «El Cristo».
«¡No, no mi amor! No unimos nuestros nombres así».
«¿Pero por qué no?», preguntó.
Queriendo que tomara conciencia de lo sagrado de nuestra relación con el Salvador, traté de explicarle: «Creo que tal vez porque algunas veces no somos lo suficientemente buenos; yo aún no me siento digna». Entonces, se incorporó apoyándose sobre un codo.
«¿Qué es lo que estás haciendo que está mal? ¿Por qué no dejas de hacer lo que estás haciendo mal, y entonces todos podemos estar dentro de la misma familia, y así podemos usar Su apellido?»
Medité sobre la respuesta a sus preguntas sencillas. Oí en mi mente palabras como si fuera la primera vez. Y sin embargo, sólo habían transcurrido dos días desde que asistí a la reunión sacramental en donde escuché ¡as mismas palabras. Las había escuchado muchas veces con mis oídos, pero ahora parecían diferentes. Era como si las estuviera escuchando con todo mi corazón y con toda mi alma: «, . . Que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre y a guardar sus mandamientos que Él les ha dado . . .» (D. y C. 20:77).
¿No era precisamente esto de lo que estábamos hablando—la responsabilidad de tomar sobre nosotros ese nombre sagrado y comprometernos a recordarle siempre y a obedecer Sus mandamientos?
Aun cuando Shelly parecía sentirse segura y conforme con la explicación que le había dado, a través de los años he buscado obtener una comprensión más profunda de esta ordenanza sagrada, en donde renovamos nuestros convenios cada semana tomando sobre nosotros el nombre de Jesucristo. Aun cuando esto ocurre usualmente los domingos, ¿qué significado tiene durante la semana? y ¿qué es lo que significa para un niño, un adolescente o un adulto? ¿Influye en cómo vivimos nuestra vida durante la primavera, el verano, el otoño o el invierno? ¿Debe influir? ¿Podemos arriesgarnos a considerar esta ordenanza pasivamente, permitiendo que se convierta en algo rutinario en su naturaleza?
De los escritos de C.S. Lewis leemos: «Los hábitos activos se fortalecen por la repetición, pero los pasivos se debilitan. Entre más uno siente sin actuar, menos podrá actuar y finalmente menos podrá sentir».
Jesucristo vino a la tierra «para ser crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda iniquidad; para que por medio de él fuesen salvos todos aquellos a quienes el Padre había puesto en su poder . . .» (D. y C. 76:41—42).
No existe ninguna otra manera en que podamos pagar el rescate por nosotros mismos. Fue Cristo quien sufrió y murió para expiar nuestros pecados. Fue en el Jardín de Getsemaní donde Sus sufrimientos trascendieron la comprensión mortal de que el peso de nuestros pecados hiciera que sintiera tanta agonía, dolor y angustia, y que sangrara por cada poro, sufriendo tanto en el cuerpo como en el espíritu. Cuando llegamos a visualizar en nuestra mente la realidad de Getsemaní por el don del Espíritu, es el gran amor que Él tiene por nosotros lo que nos da la fuerza para continuar en nuestra lucha y sufrir en nuestra pequeña escala por vencer nuestros pecados. ¿Es posible que podamos comprender ese amor? Es esta expiación la que nos ayudará a redimirnos, ponernos en condición de recibir la exaltación, salvarnos y finalmente exaltarnos si tan sólo hacemos nuestra parte.
Nuestra parte entonces es aceptar la expiación de Cristo arrepin-tiéndonos de nuestros pecados, ser bautizados, recibir el Espíritu Santo y obedecer todos los mandamientos. Cuando llegamos a ser miembros de Su iglesia por medio del bautismo, hicimos convenio con Él de tomar sobre nosotros Su nombre. ¿Recordamos ese convenio bautismal todos los días y hacemos lo que realmente queremos hacer con relación a ese evento importante en nuestra vida?
No hace mucho, a la conclusión de una sesión de conferencia de jóvenes, en el momento en que un presbítero se ponía de pie para dar fin a la reunión, Kathy, quien estaba sentada junto a mí, dio un salto y se interpuso al joven tomando su lugar detrás del pulpito. De frente a la congregación alzó ambas manos con los dedos abiertos y dijo: «Apuesto a que se han estado preguntando por qué he traído este horrible color de esmalte verde en las uñas». Se dejó escuchar un suave murmullo entre la congregación y me di cuenta de que no estaba sola en mi curiosidad.
«Bueno,» dijo, «pues yo sabía que como una de las líderes de esta conferencia mis responsabilidades eran grandes. Sabía que tenía ante mí algunos desafíos y no quería sentir pesar por no haber aprovechado la oportunidad de hacer lo que realmente quería hacer, de manera que necesitaba algo que me recordara lo que quería obligarme a hacer. Sabía que mis uñas serían un buen recordatorio».
Después de dar algunos detalles más y de dejar un testimonio poderoso de la dicha que sentimos cuando hacemos lo que debemos hacer, volvió a sentarse. De esta experiencia recordé el mensaje del apóstol Pablo cuando predicaba a los Corintios: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre dejé lo que era de niño» (1 Corintios 13:11).
Kathy nos había ayudado a todos a comprender la importancia de los recordatorios, pero fueron las voces combinadas de los jóvenes al cantar el último himno lo que resonó como un potente sermón y nos llevó a un renovado agradecimiento por los sagrados recordatorios. Cantaron;
Me cuesta entender que quisiera Jesús bajar
del trono divino para mi alma rescatar;
que Él extendiera perdón a tal pecador
y me redimiera y diera su gran amor.
Tanto ustedes, como Shelly, como yo, tenemos la Santa Cena, una ordenanza sagrada del sacerdocio que nos ayuda a recordar la expiación del Salvador. Nos ayuda a mantenernos concentrados en nuestro progreso diario hacia la exaltación. Es un recordatorio precioso y sagrado no sólo en el día domingo sino también el lunes, el martes y el miércoles; en la primavera, el verano y el otoño; cuando estamos en los altos de nuestras vidas y también en los bajos. Lo que es cierto tanto para Shelly como para ustedes y para mí es que nuestro Salvador nos ama mucho.
Refiriéndose al Hijo de Dios, leemos en Alma 7:11-12: «Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo. Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomará sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos».
El discernimiento del presidente Marión G. Romney en cuanto a la oportunidad que tengo como persona de participar de la Santa Cena ha cambiado mi vida. Él dijo: «El participar de la Santa Cena no debe ser una experiencia pasiva. No debemos recordar el sufrimiento y la muerte del Señor como si recordáramos algún evento histórico. La participación del servicio sacramental tiene el propósito de que sea una experiencia vital y espiritual. Hablando de ello, el Salvador dijo: ‘Y será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí’ (3 Nefi 18:4-9).
«A fin de poder testificar, nuestra mente tiene que estar funcionando y debe estar concentrada en aquello de lo cual uno quiere dar testimonio. No sólo debemos participar de los emblemas de la Santa Cena para recordar a nuestro Redentor, testificando que siempre nos acordamos de Él, sino que debemos también testificar ante el Padre que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de Su Hijo y que obedeceremos Sus mandamientos. Existe una doctrina en el mundo hoy que enseña que los emblemas físicos de la Santa Cena se transforman en la carne y la sangre de Cristo. Nosotros no enseñamos tal doctrina porque sabemos que la transformación que viene de la administración de los sacramentos tiene lugar en el alma de aquellos que con conocimiento participan de ellos. Son quienes participan los que se ven beneficiados de una manera tan maravillosa, porque les es dado el Espíritu del Señor como compañía» {Conference Report, abril de 1946, pág. 47).
En esos precisos momentos cuando nos sentimos menos dignos, menos cómodos de llevar Su nombre y estamos más conscientes de nuestras imperfecciones, esos momentos cuando la carne es débil y nuestro espíritu sufre el desánimo de saber lo que podemos llegar a ser, tal vez sintamos el deseo de apartarnos, de alejarnos, de hacer a un lado, al menos por un tiempo, la relación divina con el Salvador hasta que seamos más dignos. Es en ese preciso momento, aun dentro de nuestra falta de dignidad, que se nos hace nuevamente el ofrecimiento de aceptar el grandioso don de la expiación—aun antes de que cambiemos. Cuando sientan el deseo de alejarse, ¿harán el esfuerzo de acercarse a Él? Y cuando sientan el deseo de resistirse, ¿no se esforzarán por sujetarse a Su voluntad?
Es cuando nos esforzamos por estar en condiciones de recibir la exaltación que nuestro espíritu alcanza una mayor humildad y gratitud y nos encontramos mejor preparados para recibir el don porque lo necesitamos tan desesperadamente—de hecho, debemos obtenerlo si hemos de recibir cualquier recompensa eterna.
Durante el tiempo en que mi padre se encontraba en las últimas fases de su cáncer en el estómago, su cuerpo se estaba debilitando, llegando a pesar menos de cincuenta kilos. Sin embargo, su espíritu se estaba desarrollando con el paso de cada día, y compartió conmigo algunos de sus discernimientos desde esa perspectiva. De hecho, dio testimonio de que el cuerpo y el espíritu están separados. «Cuando uno mismo pasa por este proceso de separación», dijo con convicción y entusiasmo, «el significado de la vida eterna y la resurrección cobran una nueva dimensión de entendimiento. Es como descubrir un precioso regalo que se ha tenido guardado durante mucho tiempo y que no se ha abierto; cuando llega el momento de por fin abrirlo, estás más preparada para apreciar la naturaleza divina del regalo porque estás lista para usarlo con el propósito para el que te fue dado.»
El propósito del convenio sacramental siempre está vigente. Ahora le diría a Shelly: «Sí, mi amor, coloca mi nombre con el del Salvador». Él nos dijo que podíamos hacerlo. Él desea que lo hagamos. Él desea que nos sintamos cómodos usándolo, y cuando lo necesitemos más, ese divino regalo podrá penetrar nuestra alma y podremos abrirlo y usarlo para lo que fue creado.
Debemos acercarnos a la mesa sacramental con hambre, con hambre espiritual y sed de justicia. Es una oportunidad para la autoe-valuación, para rectificar nuestro curso y, si fuere necesario, tiempo para decidir corregir nuestra vida. Es un momento y un lugar para juzgarnos a nosotros mismos y llegar a comprender mejor la magnitud del derecho de tener Su Espíritu con nosotros siempre para dirigir cada acto de nuestra vida.
Yo creo que nos podremos enfrentar a cada día con mayor esperanza y propósito al recordar las palabras del elder John A. Widtsoe: «Hay un significado espiritual en cada acto de los seres humanos así como en cada acontecer de la tierra. Ningún hombre es tan feliz, pienso yo, como el que respalda todas sus labores mediante una interpretación espiritual, así como una comprensión de los hechos de la vida. Una pieza de plata siempre tiene un cierto valor al pasar de mano en mano; se pesa y la vendemos en el mercado; pero cuando esa pieza se acuña y se convierte en una moneda de un dólar recibe el sello de servicio del gobierno y se convierte en moneda del reino moviéndose de mano en mano para efectuar la obra del reino. De igual manera, cada acto del hombre, cuando se coloca dentro del gran plan, el plan de salvación, recibe una acuñación espiritual y pasa de mano en mano y de mente a mente, para efectuar la obra de Dios» (Conference Report, abril de 1922, págs. 96-97).
Al acercarnos gradualmente a ese nivel espiritual empezamos a experimentar esa sociedad con la que acordamos en nuestra vida premortal—de lograr la salvación y la vida eterna de todos bajo el plan.
Cuando el Espíritu se convierte en nuestro compañero constante, cada día será diferente y con el Espíritu reflejado en nuestra manera de hablar, en nuestro trabajo diario, en la escuela, en la calle, así como en el mercado, lentamente, día tras día nuestra conducta será menos egoísta, nuestras relaciones se tornarán más tiernas, nuestro deseo de servir será más constante y trataremos siempre de hacer el bien. En ese momento habremos tomado no sólo Su nombre sino también Su imagen en nuestros semblantes (véase Alma 5:14).
Este experimento se ha intentado con anterioridad, aun durante la vida de Cristo. Sólo unos pocos hombres fueron admitidos dentro del círculo íntimo de Su amistad y día a día esos hombres empezaron a madurar, a enternecerse y a crecer espirítualmente con poder, fuerza e influencia. Para Pablo, el proceso fue aún más dramático. Camino a Damasco se encontró con el Salvador y desde ese momento en adelante sus palabras, hechos, carrera, así como su diario andar, fueron diferentes.
¿Hemos experimentado este encuentro en nuestro propio camino a Damasco, o fue quizá de una manera menos dramática? Cuando esto suceda se nos permitirá presenciar milagros. Estaremos mejor preparados para entenderlos y aun participar en ellos. Se cambiarán vidas cuando empecemos a mirar a los demás como el Salvador nos mira a nosotros. Desearemos enseñar a otros como él nos enseña. Anhelaremos tener esa espiritualidad para darnos testimonio los unos a otros de las cosas de que Él da testimonio. Y cuando nos reunamos, como alguien dijo: «No sólo será para intercambiar palabras, sino lo que intercambiaremos serán almas». No sólo sucederá esto con nuestros amigos y seres queridos, sino con todos para con quienes tengamos una responsabilidad en cuanto a su bienestar eterno. Con el Espíritu nos será permitido ver las cosas no como el mundo las ve sino más bien como las vería Jesús. Aprenderemos a obedecer la voz del Espíritu.
Al dirigirse a un grupo de hermanas que estaban siendo relevadas de un llamamiento de la Iglesia, el Presidente Romney dijo en parte: «Pido que el Señor las ayude a vivir cada día de tal manera que puedan tener Su Espíritu con ustedes. Es algo maravilloso el tratar de saber y tratar de vivir cada día de tal forma que puedan escuchar y responder a la voz del Señor. Allí es donde se obtiene el consuelo en esta vida. Obedezcan la voz del Espíritu y tengan el discernimiento para saber lo que el Espíritu les está diciendo y entonces tengan el valor de seguir Su consejo.»
Un día tuve la oportunidad de presenciar la evidencia del Espíritu así como el valor de seguir ese consejo. Fue dentro del salón de clases del segundo año de escuela primaria. La maestra auxiliar había captado la atención de los niños con su habilidad para relatar un cuento. En gran detalle habló de un anciano enojón llamado Sr. Black. Como contraste, relató con igual detalle acerca de un señor llamado Sr. Brown que era amable y considerado y a quien todos amaban. Tras terminar el cuento, la maestra preguntó a los niños: «¿A cuántos de ustedes les gustaría ser vecinos del Sr. Brown?» Todas las manos se alzaron muy alto. Después, como de paso, preguntó si había alguien a quien le gustaría ser vecino del Sr. Black.
Un niño pequeño con una camisa verde descolorida cerca del fondo del salón empezó a alzar su mano lentamente, lo cual causó una ola de desconcierto entre los niños. Deteniéndose sólo por un instante, miró a sus amigos a su derredor y de todas maneras hizo acopio de su valentía para alzar la mano a pesar de la oposición. Cuando la maestra le pidió una explicación, él habló en un tono suave. «Pues bien,» dijo, «a mí me gustaría que el Sr. Black fuera mi vecino para que mí mamá hiciera un pastel para llevarle y entonces ya no estaría enojado». Se produjo un profundo silencio en el salón. Todos habían sentido algo maravilloso que no podían explicar. Un niño rompió el silencio como si fuera una oración: «¡Como quisiera haber dicho eso yo!»
Todos habíamos decidido sin problemas quién sería el mejor vecino, pero sólo uno tenía el Espíritu en él, un discernimiento que le permitía vislumbrar lo que podría ser.
Otro día presencié la necesidad del Espíritu para ayudar a guiar el servicio que estaban realizando algunos vecinos bien intencionados. Una viuda me comentó: «Yo no necesito más comida. Mi congelador está repleto de pasteles y de otras cosas deliciosas que me han traído mis vecinos. Lo que realmente necesito es alguien que me invite a ir a la Manzana del Templo con ellos y sus niños a ver las luces de Navidad. Realmente no se disfruta del alumbrado sin los niños». Algunas veces es un pastel, pero otras no lo es. El Espíritu nos ayudará a personalizar nuestro servicio.
El Presidente Kimball dijo: «Dios sí está pendiente de nosotros y nos cuida. Pero por lo regular es a través de otras personas que satisface nuestras necesidades» (Ensign, diciembre de 1974, pág. 5). Yo creo que es a través del que escucha el llamado del Señor.
Consideren ahora, aun en este preciso momento, al hermano o la hermana que tienen al lado, o alguno cerca de ustedes, por el pasillo, al otro lado de la calle, o por la carretera. ¿Harán el esfuerzo de ponerse a tono con el Espíritu para poder ver en esa persona lo que el Salvador ve? ¿Compartirán con ese hermano o esa hermana algo que pudiera hacer más ligera la carga que lleva, o animar su día o ayudarle a ampliar su visión o aumentar su esperanza y tratar de hacerlo de la manera en que el Salvador lo haría? ¿Podrían? ¿Lo harán?
Dadas las oportunidades que están disponibles a todos nosotros esta misma semana de vivir la vida sacramental, ¿pueden sentir esa fuerza crecer dentro de su pecho; ese anhelo, ese aumento en su compromiso de dar más? ¿Podrán considerar seriamente qué verdad les gustaría compartir de la que ustedes ya hayan obtenido un testimonio que pudiera enseñar a otros y enseñarla en sociedad con el Salvador, aun a esa persona sentada junto a ustedes y que quizás sea un extraño pero es un hermano o una hermana?
Si hacen esto con sinceridad, les envolverá un sentimiento dulce y tierno. Voces se suavizarán, corazones serán tocados, un sentimiento profundo de interés por otros llenará su alma, y sentirán el Espíritu al servir en el nombre de Jesús. Será una experiencia espiritual del tipo que todos anhelamos y que podemos tener cuando le recordamos y tenemos Su Espíritu con nosotros. Es al acercarnos a otros que estamos en condiciones y llegamos a ser más dignos de llevar Su nombre. Son nuestro trabajo común y corriente, nuestras responsabilidades aparentemente rutinarias, así como nuestras relaciones familiares, las que pueden llegar a ser de naturaleza sacramental.
Un día presencié ese gran gozo al estar sentada junto a un amigo. Él recientemente había sido llamado como presidente de una misión, y me pregunté: «¿Qué puedo compartir con él en este momento tan importante de su vida?» Traté de visualizar lo que el Señor vería en él. Deseaba decir algo que fuera significativo para él en ese momento. Tuve un sentimiento maravilloso de amor por mi amigo de tanto tiempo y me sentí inspirada a compartir los pensamientos que cruzaban por mi mente.
«Creo que en un momento como éste,» le dije, «uno siente la necesidad imperativa de ser un vaso puro a través del cual el Espíritu pueda obrar sin restricción. Sin embargo, ¿no es maravilloso saber que tendrás acceso a ese poder grandioso, a esa inspiración, y aun a revelaciones todos los días a medida que tú y tus misioneros se esfuercen por alcanzar la perfección?»
Los ojos se le llenaron de lágrimas. El mentón le empezó a temblar y dijo: «Has de haber sabido que necesitaba escuchar eso».
Cuando estamos en la iglesia, en el autobús, en la tienda, en el salón de clases, y más importante aún, en nuestro hogar, esforcémonos por vernos los unos a los otros de la manera en que lo haría Jesús y, percibiendo el potencial divino de cada uno, aprovechemos la oportunidad para compartir verdades eternas que serán personalizadas porque seremos movidos por el Espíritu. En los momentos culminantes de la vida del Salvador, mientras estaba sufriendo por nosotros, nos dijo cómo podíamos llegar a ser Sus discípulos: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» Juan 13:34-35.
Cada acto de nuestra vida puede llegar a ser una experiencia sacramental cuando tomamos sobre nosotros Su nombre. Entonces, cuando nuestro comportamiento no es lo que quisiéramos que fuera a pesar de nuestros esfuerzos por alcanzar la perfección, estaremos animados y ansiosos y con un sentido más profundo de agradecimiento que antes, nos sentiremos más atraídos hacia el día de reposo y al altar sacramental. Allí podremos sentir la gloriosa transformación así como la curación de nuestro espíritu herido al comprometernos a esforzamos una y otra vez por seguirlo. Con cada nuevo día y nueva semana, se nos presentará una nueva oportunidad para sentir más profundamente, para interesarnos más sinceramente, para comprender con más compasión, para enseñar con un mayor propósito; para recordarle siempre y para tener Su Espíritu con nosotros.
Al tomar la manita de Shelly dentro de la mía para darle el último apretón antes de salir de su cuarto en puntillas aquella noche años atrás, me acometió un sentimiento de gratitud y reverencia. Comprendí que aún cuando había tenido su manita entrelazada a la mía durante casi toda la tarde al ayudarla a cruzar el arroyo y andar sobre las piedras y por el árbol, y al levantarla para que presenciara el milagro de la vida que se estaba efectuando en el nido del tordo, aquella criatura me había llevado a la búsqueda que me conduciría a un mejor entendimiento de una verdad eterna. El rey Benjamín nos lo explicó así: «Ahora pues, a causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas» (Mosíah 5:7).
Todos podemos ser miembros de la misma familia. Si están haciendo algo que no deben, consideren la pregunta que me hizo Shelly: «¿Por qué no dejas de hacerlo?» Quizá no siempre resulte fácil, pero con la ayuda del Señor, podrán lograrlo.
Mi oración fue contestada
Abordo del vuelo de British Airways esa mañana, aguardábamos que el avión se alejara de la terminal del aeropuerto Heathrow de Londres en un vuelo que nos llevaría a Oslo, Noruega, en poco más de una hora. Esto representaría el séptimo país que habíamos visitado durante los últimos veintiún días. Sólo cuatro países más en siete días y estaríamos abordando un avión en Helsinki, Finlandia, haciendo una pequeña escala en Copenhague, Dinamarca, y entonces de regreso a casa. Ya el subirnos y bajarnos de aviones todos los días se había convertido en algo tan rutinario como el levantarse por la mañana, lavarnos los dientes, peinarnos, desayunar e ir a trabajar.
Mi esposo y yo habíamos estado viajando cada quien con sólo una maleta pequeña que colocábamos, haciendo alguna artimañas, debajo del asiento delantero. Además de estas dos piezas pequeñas que contenían nuestra ropa y unos cuantos efectos personales (muchos menos de lo que ustedes pensarían que pudieran necesitar en casa), habíamos llevado una bolsa de lona que había pedido prestada a una amiga. En ella estaban todas las cosas de las que no podía prescindir, excepto nuestros pasaportes y dinero, lo cual llevábamos en las bolsas de nuestras chaquetas dentro de un sobre especial accesible a nosotros en todo momento.
En la bolsa de lona estaban los registros completos de nuestro viaje hasta ese momento; nombres, direcciones, registros de las reuniones llevadas a cabo y todos los detalles necesarios para preparar los informes que se tendríamos que presentar a nuestro regreso. En un compartimiento de la bolsa había una pequeña grabadora con varias cintas en las cuales había dictado muchas cartas e instrucciones como seguimiento a los compromisos que habíamos hecho con personas en seis países. Además, había dos cámaras con unos ocho rollos de película que habíamos tomado para conservar los recuerdos de los lugares visitados así como mi juego pequeño de Escrituras, las cuales finalmente habían llegado a ser tan familiares cono las viejas que muy a pesar mío había dejado atrás por la ventaja de contar con las referencias adicionales que ofrecía la nueva edición.
Aunque todas estas cosas eran de gran importancia, aún más esenciales eran las transparencias en noruego, sueco, finlandés y danés que necesitaba desesperadamente para la capacitación que había ido a dar desde tan lejos. Con esas ayudas visuales previamente traducidas, venciendo de esa manera la barrera tan difícil del idioma, descubrí que casi no se había perdido nada en el proceso de comunicar el mensaje.
El avión estaba listo para alejarse de la terminal de manera que nos abrochamos los cinturones como se nos indicó. Ya para entonces nos sentíamos como viajeros consagrados. La única diferencia en esa etapa del viaje era que en lugar de llevar nuestras pequeñas maletas con nosotros para colocarlas debajo de los asientos delanteros, por primera vez se nos había pedido despacharlas hasta Oslo cuando pasamos por la zona de seguridad. En parte nos sentíamos liberados de la carga, como cuando a uno le quitan el yeso después de una fractura. Estábamos sin nada que hacer más que recostarnos en el asiento y descansar hasta llegar a nuestro próximo destino. De pronto mi esposo Heber me preguntó: «¿En dónde pusiste la bolsa de lona?» «¿La bolsa?» Me incorporé y el cinturón se apretó aún más. «¿No la tienes tú?», le pregunté. «Yo pensé que la tenías tú», me contestó. De repente se desabrochó el cinturón y se levantó de su asiento. La bolsa de lona había desaparecido—la única que no teníamos que despachar, la que debíamos haber llevado con nosotros. Con el cambio de rutina y la libertad inesperada de no tener que cargar con nuestro equipaje, ninguno de los dos se había acordado de recoger la bolsa que contenía ni más ni menos que todos nuestros registros.
Heber rápidamente llegó al frente del avión. Los pasillos estaban libres ya que todos los pasajeros se encontraban en sus asientos con los cinturones de seguridad abrochados. Se bajó del avión y yo permanecí sentada por un breve momento y entonces lo seguí hasta la puerta. Los sobrecargos estaban listos para cerrar esa puerta del gigantesco jet conmigo adentro y Heber afuera—lo cual por nada era aceptable. Me paré a la puerta como si con esto pudiera impedir que el avión se alejara sin él; les expliqué que mi esposo había ido a buscar una bolsa que habíamos olvidado. Uno de los sobrecargos alzó los brazos en desesperación y dijo: «Señora, no podemos detener el avión. Va a tener que bajarse o tomar su asiento.» «Sólo un minuto», le rogué, «sólo un minuto».
Me bajé del avión y corrí la pequeña distancia hasta la terminal en donde Heber y un empleado del aeropuerto hablaban muy seriamente. Heber se volvió a mí diciéndome: «No está aquí. ¿Qué hacemos?»
Teníamos que tomar una decisión rápidamente; no había tiempo para considerar muchas opciones. Los dos podríamos quedarnos allí y regresar a todos los lugares en donde habíamos estado durante los últimos 90 minutos esperando encontrar la bolsa, pero ¿qué pasaría con las personas que nos estarían esperando en el aeropuerto de Oslo? Y ¿qué sucedería con las que se estaban reuniendo para la capacitación que se efectuaría una hora después de nuestra llegada? Ciertamente ésa no era la mejor opción. Había otra posibilidad—yo podría continuar el viaje y Heber quedarse hasta encontrar la bolsa y continuar en un vuelo posterior. La inseguridad que se siente al viajar solo sin poder hablar el idioma, conocer a personas que nunca antes había visto y la improbabilidad de encontrar asiento en un vuelo posterior, sólo conducían a una sola opción—tendríamos que abordar el avión inmediatamente y tomar los asientos asignados.
El empleado del aeropuerto entendió nuestro dilema y se comprometió a buscar la bolsa mientras viajábamos. Estábamos conscientes de que durante una hora y media una voz monótona había dicho: «Sírvanse no dejar su equipaje desatendido», a lo cual había puesto muy poca atención. Ya sabíamos que no debíamos descuidar nuestro equipaje. Después de haber pasado por la zona de seguridad, nos habían cambiado tres veces de sala. La pregunta desconcertante de «¿dónde dejamos la bolsa?» era ahora menos importante que la ansiedad que nos producía la pregunta «¿la podremos recuperar?» y de mayor preocupación aún era «¿cómo?» El empleado nos aseguró que él vería lo que se podía hacer y si la localizaba trataría de mandarla en el próximo vuelo a Oslo.
Con sólo un rayo de esperanza y un nudo en el estómago, me tomé del brazo de Heber y regresamos al avión en donde nos encontramos con los rostros impacientes de los demás pasajeros. Yo quería pararme y explicarlo todo para que pudieran compartir nuestra ansiedad pero comprendí que debíamos sobrellevar la pena solos. Nos hundimos en nuestros asientos y nos abrochamos los cinturones. No había mucho que decir; de hecho, ya lo habíamos dicho todo. Hablar ahora no nos beneficiaría en nada. Ambos miramos por la ventanilla mientras nos deslizábamos por la pista dejando atrás el enorme aeropuerto de Heathrow en donde una cantidad enorme de personas se movilizan diariamente para hacer conexiones con todas partes del mundo.
Allí, en las alturas, muy arriba de las nubes, es un buen lugar para reflexionar sobre qué recursos podríamos haber utilizado para aprovechar el día. Cerré los ojos y empecé a orar. Aún cuando no me podía arrodillar, eso no afectó la intensidad de mi oración. Cada mañana y cada noche nos habíamos reportado a nuestro Padre Celestial. Habíamos expresado nuestro agradecimiento por la protección recibida en nuestro viaje y pedido que pudiéramos hacer todas las conexiones manteniendo tanto nuestra salud como nuestras fuerzas para lograr el propósito de nuestra misión. Después de tres semanas de absoluta normalidad, fue fácil considerar nuestras bendiciones a la ligera. Pero esta vez estaba cargada de intención en mi oración. ¡Necesitábamos ayuda! ¿Qué tal si no se podía localizar la bolsa? ¿Qué tal si se localizaba pero faltaban las cintas, los registros, las transparencias o cualquier otro artículo? ¿Qué tal si tuviera yo que ir a esas largas reuniones de capacitación sin tener el material en el idioma local y ni siquiera mis Escrituras en el mío? ¿Qué podría hacer? Nunca había sido eficaz para encontrar mis Escrituras favoritas en libros ajenos y sabía que mucho menos lo podría hacer en noruego, finlandés, danés o sueco.
Con mis ojos cerrados desde que dejamos Londres hasta que el sobrecargo interrumpió mis pensamientos con instrucciones de abrocharnos los cinturones de seguridad y colocar la bandeja plegable en posición vertical para el aterrizaje en Oslo, oré con fervor. A mi mente acudieron las palabras de consuelo que había marcado en mis Escrituras que ahora se encontraban lejos de mí. En mi mente, como si estuvieran impresas en una página delante de mí, leí: «De modo que, siendo vosotros agentes, estáis en la obra del Señor, y lo que hagáis conforme a su voluntad es asunto del Señor». Verdaderamente, estaba realizando la obra del Señor, así que me consolé. No había tenido mucho tiempo para ninguna otra cosa. Mi mente brincó de Doctrina y Convenios al Libro de Mormón. Había leído y hasta memorizado la declaración de Nefi de como él confiaba en el Señor, pero esta vez las palabras tenían un mayor significado, «. . . iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que cumplan lo que les ha mandado». Si había de llevar a cabo lo que se me había encomendado, sentía que necesitaba la bolsa. La pregunta era, ¿cómo la recuperaría?
Pensaba, ¿podría ser enviado un ángel si fuera necesario, para cuidar la bolsa y llevarla de Inglaterra a Noruega? Abrí nuevamente mis Escrituras mentales en el libro de Éter, en ese gran capítulo sobre la fe en donde Moroni dice: «Porque si no hay fe entre los hijos de los hombres, Dios no puede hacer ningún milagro entre ellos . . .» (Éter 12:12).
Para entonces un sentimiento cálido había embargado mi corazón pero la inquietud seguía allí. ¿Qué tal si la bolsa no aparecía? Empecé a recordar todas las oraciones menos importantes y pensé, si esas oraciones habían sido contestadas, con seguridad ésta también sería escuchada y contestada. Nuevamente ese sentimiento cálido regresó a mí. En mi mente podía ver a mis amigas, miembros de la mesa directiva de las Mujeres Jóvenes, orando por mí en mi país como hacíamos todos los miércoles por la noche por cualquiera de las hermanas que estaban cumpliendo con sus asignaciones fuera de la ciudad. Recordé un cajón de mi escritorio repleto de cartas recibidas de mujeres jóvenes de todo el mundo diciéndome que estaban orando por mí. Finalmente, podía ver en mi mente los hogares de mis hermanas con sus familias alrededor de la mesa en las mañanas y en sus salas en las noches arrodilladas en oración. Sabía que estábamos incluidos en esas oraciones. En respuesta a mi propia oración fervorosa aunada a las suyas me envolvió un sentimiento cálido de pies a cabeza.
Con la seguridad de que la bolsa sería encontrada, concentré mi atención en el desafío al que me enfrentaría esa tarde en la primera reunión antes de que llegara el vuelo de Inglaterra con mi bolsa. Por un momento hice a un lado mi preocupación por la reunión de esa tarde así como por las subsiguientes. Era la reunión de la 1:00 de la tarde la que requería toda mi atención.
Nuevamente consideré cuál pasaje podría leer si tan solo tuviera mis Escrituras. Nuevamente pasé las páginas en mi mente y leí en Doctrina y Convenios: «No os preocupéis tampoco de antemano por lo que habéis de decir; más atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y os será dado en la hora precisa la porción que le será medida a cada hombre» (D. y C. 84:85). «Y ¿cómo sucederá esto», pensé, «sin mis notas ni mis Escrituras?»
Entonces recordé las promesas del Señor: «Y quienes os reciban, allí estaré yo también, porque iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros» (D. y C. 84:88).
Al aterrizar el avión, Heber rompió el silencio: «Todo va a salir bien», me aseguró.
Esperamos nuestro turno para bajar del avión, llenos de esperanza por encontrarnos con gente extraña quienes se convertirían en un instante en nuestros hermanos y hermanas y poco después serían como amigos de toda la vida. Al llegar al final de las escaleras, un representante de British Airways nos detuvo preguntando nuestros nombres y nos informó que había recibido un telex con la noticia de que nuestra bolsa había sido localizada y que llegaría en el siguiente vuelo a las seis de la tarde de ese mismo día y que podríamos recogerla a esa hora. Con más sentimiento del que se podía imaginar, le expresamos reiteradamente nuestro agradecimiento.
Al darnos vuelta para irnos, Heber notó en el piso junto a su pie una moneda brillosa. La recogió reconociéndola como una moneda extranjera de baja denominación y me la dio diciendo: «Que ésta sea tu moneda de fe como recuerdo de esta experiencia». Guardé la moneda en mi bolsillo y procedimos a buscar a las personas que habían ido a recogernos. No les mencionamos nuestra experiencia para no preocuparlos en cuanto a nuestra posible falta de preparación para dar capacitación sin los materiales.
Al concluir la reunión de la tarde, el presidente de la estaca se puso de pie ante la congregación y expresó su agradecimiento por «una de las mejores capacitaciones que hemos tenido». Las palabras de Ammón en el Libro de Mormón inundaron mi alma: «Pero Ammón le dijo: No me jacto de mi propia fuerza ni en mi propia sabiduría, mas he aquí, mi gozo es completo; sí, mi corazón rebosa de gozo, y me regocijaré en mi Dios. Sí, yo sé que nada soy; en cuanto a mi fuerza, soy débil; por tanto, no me jactaré de mí mismo, sino que me gloriaré en mi Dios, porque con su fuerza puedo hacer todas las cosas; sí, he aquí que hemos obrado muchos grandes milagros en esta tierra, por los cuales alabaremos su nombre para siempre jamás» (Alma 26:11-12).
Antes de la reunión de la siete de la noche, la bolsa de lona de mi amiga, la que contenía todo lo que necesitaba para cumplir con mi asignación, estaba en mis manos sin que faltara nada.
Algunas veces, cuanto siento preocupación por cosas que están fuera de mi alcance resolver, toco mi moneda de fe, y vuelve a embargarme ese sentimiento cálido y ese recuerdo.
Un tiempo para la esperanza
Cómo desearía poder sentarme con ustedes en mi columpio del porche de atrás de mi casa para contemplar una puesta del sol. Es tan divertido escuchar a los grillos cantar. Aquellos que saben como escuchar pueden distinguir entre un llamado amoroso, una señal de peligro y otros mensajes que simplemente dicen «Aquí estoy». ¿Sabían ustedes que los grillos realmente escuchan con oídos que se encuentran en sus rodillas? Cuando me arrodillo también trato de escuchar para que pueda entender mejor las necesidades, deseos y anhelos de las mujeres jóvenes de la Iglesia. Hago esto cada vez que leo sus cartas y tengo la oportunidad de escucharles expresar sus pensamientos y sentimientos.
Imagínense que se encuentran sentadas conmigo en el columpio de mi porche y que juntas vamos a escuchar los mensajes de algunas de las cartas que he recibido recientemente:
«Querida hermana Kapp: Este año he tenido mucha dificultad con mi autoestima y con una amiga (también miembro de la Iglesia) quien me ha dado la espalda y se ha ido con otras amigas. Algunas veces me siento terriblemente sola. Sé que nuestro Padre Celestial sabe de mis problemas pero también sé que debo tenerlos para progresar, aun cuando algunas veces es difícil recordarlo».
Escuchemos a otra joven que comparte los sentimientos de su corazón:
«Siempre dicen que algo debe suceder en nuestra vida que haga que tengamos el deseo de cambiar. Bueno pues, algo ha sucedido. Todavía tengo mucho camino por recorrer pero he comprendido finalmente que mi Padre Celestial está de mi lado aun cuando lo he defraudado de alguna manera. Estoy haciendo un gran esfuerzo por poner en orden mi vida y hacer lo que es correcto. Estoy decidida a hacerlo sin importarme el tiempo que me lleve aunque es muy difícil. Cómo me gustaría que pudiera tan solo acercarme a mi Padre y Madre Celestiales y darles un fuerte abrazo y decirles que pude regresar triunfante.»
Escuchemos ahora una parte de una carta recibida por una madre tanto ansiosa como agradecida. Su hija de diecisiete años, quien podría ser juzgada como revoltosa por algunos que no han aprendido a reconocer su llamado de ayuda, escribe:
«Queridos papá y mamá: Sé que no he sido muy buena hija. Espero que las cosas se puedan arreglar entre nosotros. Por favor no pierdan las esperanzas en mí. No crean que el que no les diga que los amo significa en realidad eso. Por favor entiendan lo que estoy tratando de decir. Nos mantendremos unidos y nos amaremos a través de los momentos más duros y peores. Y lo lograremos porque somos una familia».
Escucho estos mensajes de nuestras preciosas mujeres jóvenes y lo hago con mis oídos y con mi corazón. Quiero llegar a cada una y compartir con ellas lo que he aprendido a través de los años acerca de la esperanza. Si pudiera, también quisiera proporcionarles esperanza a ustedes; sin embargo, he aprendido que sólo viene a nosotros al seguir avanzando. Este breve tiempo lejos de nuestro hogar celestial y de nuestros padres, nos ha sido dado con nuestro albedrío con el propósito de ser probados en todas maneras (véase 2 Nefi 2:24-28). Podemos dar por seguro que tendremos días difíciles con algunas pruebas duras. Pero si aprendemos de ellas y crecemos como consecuencia de ellas, seremos individualmente más fuertes y mejores. Cuando yo me enfrento a cosas que son difíciles y que no logro comprender, repaso en mi mente las palabras de una canción que aprendí hace algunos años cuando no estaba muy segura de que mis oraciones fueran escuchadas y necesitaba esperanza para seguir adelante:
Tal vez en fuego Dios te pruebe
Para hacerte así brillar.
Mas Su amor cesarno puede,
Para Él eres especial.
A tu lado Dios camina;
De Su mano triunfarás.
Mi hermana Sharon tenía un disco que tocaba una y otra vez hasta que memorizó las palabras y aún me las canta en ocasiones. Relata la historia de una joven en un pequeño pueblo minero en Leadville, Colorado. Unas personas que vivían en un bosque la habían encontrado. No sabían quién era ni de dónde había venido, pero la recogieron y la criaron. Ella tenía empuje y esperanza lo cual la llevó, con el tiempo, de ese pequeño lugar a algunos de los más prestigiosos de Europa.
A medida que la versión musical de la historia de Molly Brown se va desarrollando, primero la vemos como una muchacha campesina con pocas oportunidades, ninguna educación y sin refinamiento. Luego la encontramos luchando en el suelo con sus hermanos adoptivos quienes la voltean. Uno de sus hermanos le dice: «¡Te vencimos Molly, te vencimos!» Y la joven Molly responde: «No estoy vencida, no estoy vencida, pero aún cuando lo estuviera nunca me escucharás decirlo. Odio la palabra vencida pero amo la palabra luchar, porque significa esperanza y eso es exactamente lo que yo tengo. La esperanza de algo más bonito, algún lugar más limpio; y si he de comer cabezas de pescado toda mi vida ¿no les parece que las podría comer en un plato aunque sólo una vez y vestida con un vestido rojo de seda?» Y entonces empieza a cantar a todo pulmón: «Y entonces voy a leer y escribir. Voy a ver todo lo que hay que ver. Y si van de la nada camino a algo y se encuentran con alguien, ese alguien yo he de ser». ¿Les suena eso a ustedes como tener esperanza?
La esperanza y la determinación de Molly la llevaron a grandes triunfos. Entonces un día se encontró abordo del trágico Titanio, el cual se hundió al fondo del océano con más de mil pasajeros. Pero Molly Brown no se hundió, se subió a un bote salvavidas con otras personas y empezó a remar. La noche estaba fría y obscura y los sobrevivientes estaban presos del temor de ser sepultados en el agua. Algunos gritaban con angustia: «¡No lo lograremos!» Pero Molly Brown se negó a darse por vencida. Ella siguió remando. Los titulares del periódico New York Times la llamaron «La invencible Molly Brown». Estaba llena de esperanza, y su esperanza inquebrantable inspiró a otros también a tenerla.
Antes yo me ponía a pensar acerca del camino a «algo» del cual Molly cantaba y cómo lo podría encontrar. Cuando joven recuerdo haberme parado ante la ventana de la cocina y seguir con la vista el camino de piedras que corría hacia el este hasta donde alcanzara a mirar. A cada lado del camino había pasto crecido durante el verano y nieve profunda en el invierno y sólo habían unas cuantas casas desperdigadas. Pensaba: ¿qué habrá allá afuera para mí? ¿A dónde pertenezco? Estoy segura de que ustedes se habrán hecho las mismas preguntas. Había veces en que las cosas no se veían muy prometedoras. La escuela me había sido muy difícil. Mis amigos me estaban dejando atrás y yo me sentía tonta. ¿Tienen alguna idea de cómo eso le hace sentir a una persona? Es horrible.
Cuando tenía doce años de edad y sintiéndome muy descorazonada después de un largo y difícil invierno, mis padres tenían un plan que representaba muchos sacrificios pero que esperaban me diera esperanza. Decidieron llevarme más allá del camino de piedras, cruzando por la fronteras de Canadá, atravesando los grandes estados de Montana y de Idaho hasta llegar a Salt Lake City, Utah, para asistir a una conferencia general de la Iglesia.
Llegamos temprano el primer día de la conferencia y esperamos en fila con la esperanza de entrar en el Tabernáculo de la Manzana del Templo, el cual solo conocía por fotografías. Finalmente encontramos asientos en el balcón desde donde podía realmente ver al Profeta en vivo y escucharlo hablar, cosa que nunca antes había pensado que podría suceder. El sentimiento que tuve en esa ocasión fue uno de esperanza y entendí el significado del verdadero «camino a algo». Determiné allí ese día plantar mis pies en ese camino, el camino angosto y estrecho que lleva al reino celestial y nunca darme por vencida. He llegado a saber sin ninguna duda que el Evangelio de Jesucristo es el camino de la esperanza que nos lleva de regreso a nuestro Padre Celestial y a nuestro hogar eterno.
Escuchen la promesa del Señor a nosotros. Dice: «Sé fiel y diligente en guardar los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor» (D. y C. 6:20), y nos consuela diciendo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11:28-29).
Ahora bien, si estuviéramos juntas en el porche de la parte atrás de mi casa, me detendría y les preguntaría: «¿Comprenden el plan de nuestro Padre Celestial y la parte que ustedes tienen dentro de él?» Hago esta súplica a cada mujer joven: Encuentren su propio porche, lejos de las voces ruidosas del mundo. Aprendan a escuchar, no a los grillos, sino a los susurros constantes del Espíritu con Sus mensajes de esperanza que les ayudarán a cada paso por el camino de regreso al reino celestial.
¿Se pueden imaginar lo que podría suceder si cada joven mandara un mensaje de esperanza al mundo que inspirara a otros a nunca darse por vencidos? Eso es exactamente lo que ha sucedido. Cada una de las 300.000 mujeres jóvenes de la Iglesia fueron invitadas recientemente a participar en una magnífica celebración mundial; se les invitó a preparar mensajes breves de amor y esperanza al mundo y ponerlos dentro de un globo de helio que soltarían al amanecer de un día memorable de otoño.
Ángela Santana envió su mensaje de amor desde Brasil: «Sentimos paz cuando vivimos en rectitud. Es tener al Espíritu con nosotros dándonos testimonio de nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo. Es prepararse para el día cuando podremos vivir en el reino celestial eternamente con nuestro Padre Celestial». En el sobre escribió: «Si un hombre tiene esperanza, nunca se sentirá infeliz».
Shauna Bocutt, de quince años, envió desde Kinshasa, Zaire, su mensaje de esperanza e incluyó este testimonio especial: «Sé que mi Padre Celestial me ama porque se lo he preguntado».
De las Filipinas, Dhezie Jimeno escribió: «Me gustaría compartir con ustedes un mensaje que espero guarden para el contentamiento de su corazón. El mensaje es que Dios se interesa y las ama mucho, mucho. Sí, en la vida experimentamos dolor y penas, tristezas y tribulaciones, pero todas estas cosas son para darnos experiencia, y además podemos hacer que obren para nuestro beneficio. Las dificultades son sólo mandados del Señor; si las experimentamos es evidencia de Su confianza en nosotros. Por lo tanto, debemos estar contentas, ser felices, porque es una manera de ser sabias. Sólo tenemos que llamarlo en ferviente oración. Yo sé que Dios nunca nos falla; Él está allí; está escuchando y se interesa profundamente en nosotros. Tenemos en Él a un amigo».
Con el Evangelio en nuestras vidas y con nuestros pies firmemente plantados sobre el camino que lleva al reino celestial, podemos movernos hacia adelante y hacia arriba. Habrán algunos montes empinados que escalar pero nuestro Señor y Salvador Jesucristo ha hecho convenios con nosotros y nos ha prometido escalar a nuestro lado cada paso del camino. Su esperanza, unida a la esperanza de miles de otras personas, puede traer la luz y la esperanza del Evangelio de Jesucristo a un mundo perturbado. Hagan convenio este mismo día (si no lo han hecho aún) de plantar sus pies firmemente en el camino que conduce al reino celestial y nunca se den por vencidos. Este tiempo, sobre todos los demás, es un tiempo para la esperanza.
Cartas de mi casa
Cómo quisiera poder sentarme al borde de su cama con ustedes, mirarlas a los ojos y sentir la grandeza de su espíritu. Hablaríamos del deseo de ser popular y de la influencia de los jóvenes de su edad así como de la importancia de las familias y de los buenos momentos. Ustedes me contarían de cuando se sintieron desanimadas, confundidas o atemorizadas.
Pienso en las preguntas que me han hecho algunas mujeres jóvenes: «¿Qué tengo que hacer para mantenerme cerca del Señor?» «¿Lo lograré?» «¿Hay un camino de regreso?» En respuesta a estas preguntas, alzo mi voz y digo con todo el fervor de mi alma: «Ustedes se pueden sentir cerca de su Padre Celestial. Pueden lograrlo por muy difícil que sea la prueba». Y a algunas otras les diría con una convicción aún mas profunda: «Sí, existe una manera. Regresen».
Me gustaría decirles cómo el estudio de las Escrituras ayuda a que sea más fácil saber acerca de las cosas que nuestro Padre Celestial desea que hagamos. Recuerdo una etapa difícil en mi vida cuando llegué a pensar que no lo lograría. Reprobé un año en la escuela. Me sentía humillada y carecía de confianza personal y en mis habilidades. Fue terrible. Ya no quería continuar. Recuerdo haber orado con todo mi corazón que pudiera ser inteligente. Algún tiempo después me percaté de que las Escrituras podían ayudarme a encontrar respuestas cuando necesitaba ayuda. Quisiera compartir con ustedes un pasaje que verdaderamente me ayudó en esa etapa de mi vida: «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia.
Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas» (Proverbios 3:5-6).
Podrían pensar que ahora nunca me falta la confianza, pero algunas veces me falta. Y cuando me siento de esa manera, vuelvo a leer ese pasaje. Puedo sentir Su amor, el sentimiento apacible de seguridad y paz de saber que Él está cerca de mí.
Quizá se pregunten cómo es que esto sucede. Tal vez porque son como tantos jóvenes—encuentran que las Escrituras son aburridas, o que no tienen mucho significado para ustedes. Aprender a amar las Escrituras es muy parecido a aprender a caminar. Al principio están inseguras—algunas veces tropiezan y se desplazan lentamente. Si dejan de intentar caminar sólo porque se cayeron algunas veces, nunca conocerán la alegría de caminar. Pero una vez que hayan aprendido, pronto podrán correr e ir a lugares a los que nunca antes habían podido llegar.
Permítanme ilustrarles cómo el caminar es parecido a aprender a estudiar las Escrituras. Cuando apenas empiezan a leerlas, no se sienten muy seguras; preferirían leer algo familiar, como una historia favorita. Pero les puedo decir por experiencia que si intentan leer las Escrituras todos los días, así como siguen tratando de dar pasos, esos pasajes serán tan importantes para ustedes como el poder caminar. De hecho, yo creo que serán más importantes aún. Pero tienen que empezar. Si todavía no lo han hecho, háganlo esta noche marcando un pasaje favorito antes de acostarse. Sólo den uno o dos pasos cada día. Si no tienen un pasaje favorito pueden marcar el que compartí con ustedes en Proverbios y poner la fecha de hoy junto a él.
Quizá podrían empezar por leer primero los encabezamientos para tener una idea de lo que comprende la historia. Les sugiero que empiecen con Tercer Nefi en el Libro de Mormón. El encabezamiento del primer capítulo lee en parte: » Llega la noche del nacimiento de Cristo—Se da la señal y aparece una nueva estrella». Ya están familiarizadas con esta maravillosa historia y al leer ese capítulo, estarán cómodamente en su camino—el primer paso que puede conducirlas a muchos más cada día.
Recientemente pasé tres días en un campamento con 150 jóvenes. Hicimos varias caminatas y tuvimos algunos desafíos físicos difíciles, tal como descender por un acantilado de más de 25 metros de profundidad sujetadas por una cuerda. El último día nos dieron instrucciones de retirarnos solas al bosque. Antes de dejar el grupo, cada joven recibió una carta de su familia que había sido escrita por uno de sus padres especialmente para esa ocasión.
Cuando me retiré sola, llevé mis Escrituras conmigo. Leí acerca del amor de nuestro Padre Celestial por cada uno de nosotros y por mí. Y en ese momento me di cuenta de que las Escrituras son como cartas que recibimos de nuestro hogar.
Después de pasar ese tiempo a solas nos volvimos a reunir para compartir nuestras experiencias. Muchas hablaron sobre la carta que habían recibido de su hogar. Una joven se puso de pie ante nosotros y expresó los sentimientos de su corazón mientras sujetaba su carta cerca de ella—era un tesoro precioso. Ella nos dijo: «Lloré como nunca lo había hecho antes mientras estaba allí sola y comprendí lo mucho que me aman mi mamá y mi papá.»
Puede ser igual para cada una de nosotras cuando leemos las Escrituras. ¿Se pueden imaginar estar lejos de su hogar y recibir una carta de sus padres y no tomarse la molestia de leerla? Esto es lo que sucede cuando no leemos las Escrituras. Ellas son como cartas de nuestro hogar que nos comunican lo mucho que nuestro Padre Celestial nos ama. Nos dicen cómo nos podemos acercar a Él. Nos dicen que vayamos tal como estemos; a nadie se le negará la entrada (véase 3 Nefi 9:14, 17-18).
Abran sus Escrituras y léanlas todos los días. ¿Por qué? Para que puedan tener un testimonio certero del amor del Señor por ustedes. Para que puedan conocer el plan del Evangelio y sepan de las bendiciones que resultan de la obediencia y de elegir las cosas correctas. De manera que tendrán muchos pasajes marcados que podrán encontrar rápidamente para recibir consuelo, valor, fe, esperanza y paz, así como sabiduría y alegría, y experimentarán el sentimiento de estar cerca de Él. Los versículos que marquen llegarán a ser como anclas de las que se podrán asir cuando las voces del mundo las confundan. Literalmente edificarán su espíritu y les salvarán la vida cuando estén deprimidas. Si le piden a nuestro Padre Celestial que las ayude a entender los mensajes y si se esfuerzan por guardar los mandamientos, podrán tener el Espíritu Santo con ustedes para enseñarles y abrirles la mente a los mensajes especiales que allí se encuentran para ustedes en sus necesidades y en momentos particulares de sus vidas.
Yo sé que esto es verdadero. Puede suceder una y otra vez. Ha sucedido en mi caso. A menudo, cuando estén estudiando, se sentirán muy cerca de su Padre Celestial y querrán tener las Escrituras cerca siempre para renovar ese sentimiento vez tras vez.
Tengo un juego de libros canónicos pequeños que siempre llevo conmigo donde quiera que voy. Ustedes ya llevan sus libros de la escuela y su bolsa, ¿podrán llevar también sus Escrituras? Si lo hacen, otros seguirán su ejemplo. Descubrirán que algunos buenos amigos estarán deseosos de compartir con ustedes pasajes que sean especiales para ellos. Tengo una amiga que me llama muy a menudo y me pregunta: «¿Tienes tus Escrituras a mano?» Y con entusiasmo en su voz agrega: «Déjame compartir contigo lo que he encontrado». Y entonces me lee una Escritura. Yo le preguntó: «¿En dónde la encontraste? ¿Cuál es la referencia?» Y entonces yo me entusiasmo y lo marco en mis Escrituras. Pero tuve que aprender a caminar primero. Al seguir haciéndolo, antes de que se den cuenta ya tendrán algunos pasajes predilectos marcados a los que podrán acudir fácilmente, y sentirán por los libros canónicos un afecto especial. Si no tienen aún sus propios libros canónicos, traten de obtenerlos.
Permítanme contarles de un viejo juego de Escrituras que me regalaron mis padres cuando cumplí diecisiete años. Ya había yo leído el Libro de Mormón antes, pero ese día fue diferente. Quizá estaba más a tono con el Espíritu o tal vez había estudiado con más diligencia u orado con más fervor. Era joven pero quería saber por mí misma si el Libro de Mormón era verdadero. Ese día en particular llegué a la parte que habla de la fe en el capítulo treinta y dos de Alma. Al finalizar el capítulo experimenté un sentimiento que reconocí como un testimonio del Espíritu Santo—yo sabía que el Libro de Mormón era verdadero. Quería ponerme de pie y gritar; quería decirle al mundo entero lo que sabía y cómo me sentía, pero estaba sola. Así, mientras me corrían las lágrimas por las mejillas, escribí al margen alrededor de toda la página los sentimientos de mi corazón en ese momento. Dibujé una estrella roja grande en el margen superior y escribí: «31 de mayo, 7:30 a.m. Sé que fue escrito para mí». Y entonces escribí en el margen de uno de los lados: «He recibido una confirmación. Sé que el Libro de Mormón es verdadero». En el margen del otro lado escribí: «Hace un mes empecé a ayunar cada martes para obtener un conocimiento más certero. Ahora lo sé».
Estoy ansiosa de que ustedes también sepan por sí mismas y amen las Escrituras para que puedan serles su consuelo cuando tengan que transitar por caminos empinados, riesgosos y de miedo. Cuando las estudian con diligencia, llegan a ser sus Escrituras. Al igual que las cartas del hogar, las Escrituras las guiarán con sentimientos de inspiración al tomar decisiones importantes cada día. Al familiarizarse cada vez más con las Escrituras, vendrá el día en que llegarán a ser sus libros favoritos, fáciles de leer, y las ayudarán a tener la determinación de defender todo lo que es justo, aun cuando sea difícil.
Ahora bien, ¿aceptarán la invitación de unirse a mí para renovar nuestro compromiso de aumentar el estudio de las Escrituras.? ¿Harán todo lo posible por obtener un juego de sus propios libros canónicos y llevarlos siempre consigo? ¿Aceptarán esta invitación, este desafío de leer las Escrituras regularmente? Si lo hacen, les prometo que nuestro Padre Celestial se acercará a ustedes porque ustedes se estarán acercando a Él (véase D. y C. 88:63). Encontrarán paz en sus corazones con la convicción de Su amor así como una cercanía que no podrán negar tanto en los tiempos buenos como en los difíciles. Vivirán y un día morirán. Y cuando ese día llegue, reconocerán al Salvador, porque habrán estudiado Sus palabras, guardado Sus mandamientos, orado a diario fervorosamente y sentido Su proximidad al haber caminado con ustedes por ese camino empinado y algunas veces duro de regreso a nuestro hogar celestial. De esto les doy mi testimonio.
Mi papá fue a buscarme
Toda joven que se esté esforzando por ser virtuosa, dondequiera que se encuentre, puede unirse a un cuarto de millón de jóvenes similares y llegar a ser una poderosa fuerza positiva. Sí, ustedes pueden llevar luz a donde hay obscuridad, esperanza a donde hay desesperación, y fe a donde hay duda. No es fácil, lo sé, y ustedes también lo saben. Yo creo que puede ser tan difícil—quizá hasta más difícil aún—como las luchas de nuestras hermanas pioneras quienes tuvieron que tirar de carros de mano, sufrir fatiga extrema o ser rechazadas por sus familias o seres queridos cuando se unieron a la Iglesia.
Un relato de la historia personal de mi bisabuela nos da este ejemplo: «Hace casi siglo y medio, el Libro de Mormón fue llevado al hogar de Susan Kent cuando ella tenía dieciséis años de edad. Después de estudiar el libro, Susan obtuvo un testimonio tan grande de su veracidad que no lo pudo rechazar aun cuando aceptarlo significaría un gran sacrificio para ella. En ese entonces estaba comprometida con un joven y sentía que no podría soportar estar separada de él, pero él no quería saber nada con ninguna persona que quisiera unirse a los mormones. Ella no consideró lo que le costaría su decisión y escogió el camino de la paz para su conciencia, pero su corazón estaba tan apesadumbrado que no probó alimento durante varios días. Entonces cayó en un estado de coma tan profundo que tenía la apariencia de estar realmente muerta. Se estaban haciendo los preparativos para su funeral cuando despertó preguntando: ‘¿Por cuánto tiempo he estado durmiendo?’ Con cuidados tiernos, lentamente recobró su salud, y con su hermana Abigail y sus padres se unió a la Iglesia». Yo estaré eternamente agradecida a mi bisabuela Susan Kent por su testimonio del Libro de Mormón y lo que significó en su vida entonces, y ahora en la mía.
En el mundo actual, tendrán diferentes tipos de experiencias, las cuales requerirán sacrificios personales. Sus desafíos demandarán valor moral para marcar el camino recto y angosto que otros habrán de seguir. Sus desafíos podrán ser similares a los de Susan. Quizá tengan que romper un compromiso o rechazar alguna invitación a un baile o una fiesta porque han escogido seguir las enseñanzas del Libro de Mormón y del Profeta viviente. Vivimos en una época en que con la influencia de tantas películas, la moda, la música, se sentirán inestables y no podrán ver como cosa común los peligros más grandes y destructivos, y las voces escandalosas del mundo interferirán con los susurros del Espíritu, amenazando todos los aspectos de nuestra vida.
Recientemente una joven de Texas se refirió a su lucha por ser buena. Habló del constante bombardeo de maldades hechas con apariencia deseable en la escuela, la televisión, o en las propagandas.
Casi no existe ningún aspecto de la vida que esté protegido contra mensajes inmorales. «Nosotros simplemente no podríamos lograrlo solas», dijo ella.
Debido a estas tentaciones en el mundo, todas necesitamos esforzarnos juntas. Ninguna de nosotras tiene que viajar sola; de hecho, no debemos hacerlo si hemos de evitar los peligros por el camino. Cuando nos esforzamos juntas en rectitud con nuestras familias y amigos, aumenta la seguridad. Algunas familias son más completas que otras, pero cada familia es preciosa. Hay momentos en los que necesitamos la ayuda de nuestras familias y ni siquiera lo sabemos y quizá ni la queramos, ni tenga sentido hasta más tarde. Permítanme explicarles lo que quiero decir.
Una noche, hace algunos años, mientras asistía a una fiesta de la Escuela Dominical, miré al reloj y me di cuenta de que se había pasado la hora en que debía estar de regreso a mi casa. En ese preciso instante alguien golpeó a la puerta. Me sentí horrorizada—mi padre me había ido a recoger. Había sido humillada delante de mis amigos. Sentí que quería morirme. No me comporté de una manera muy agradable con mi papá; la desobediencia nunca nos permite ser agradables.
Algunos años después, unos amigos y yo estábamos manejando a casa de regreso de un baile a través de una reservación indígena a diez millas del albergue más cercano. La temperatura estaba en grados bajo cero y la sensación térmica hacía como si fuera aún más baja. A unas millas dentro de la tormenta descubrimos que la calefacción no estaba funcionando ya; el termostato se había congelado. El automóvil ya no quería seguir y lentamente detuvo su marcha. Vimos cómo la nieve flotaba delante de nosotros hasta que las ventanas rápidamente se congelaron. Estábamos todos callados y serios al contemplar aquella fatalidad. Nuestras vidas mismas estaban en peligro. Se rompió el silencio cuando uno de mis amigos en el asiento de atrás preguntó: «¿Cuánto tiempo crees que le tomará a tu papá llegar hasta aquí?» ¿Por qué creen ustedes que ellos pensaban que mi papá iría a rescatarnos? En aquella otra ocasión pensé que quería morirme porque mi papá había ido a buscarme; esta vez pudimos sobrevivir porque él vino en medio de la tormenta a salvar mi vida y la de mis amigos. Esta vez me comporté de manera amable con mi papá—amable y muy agradecida.
Esta vida nos ofrece muchas razones para que seamos desunidos y para que tengamos conflictos. Hay fuerzas malignas que están trabajando incesantemente para que llevemos contención a nuestros hogares sobre cualquier asunto, amenazando nuestra felicidad, nuestra paz y el amor de los unos por los otros.
Hace algún tiempo, una joven llegó a mi oficina con enojo en su voz y dolor en su mirada. Ella quería contarme acerca de todas las cosas que no le agradaban de su madre. La escuché y la escuché hasta que por fin se había sacado todo de adentro. Era una lista larga. Hubo un silencio y entonces le pregunté, «¿Tiene tu mamá algo bueno?» Esperé. Creo que su mente no le había permitido pensar en eso hasta este momento. Le pregunté: «¿Amy, como te sientes con respecto a tu mamá?» Alzó la cabeza y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, y dijo: «Es mi madre y yo la amo». Ella había descubierto el amor. No existe ninguna fórmula especial. Ella todavía tenía que ir a su casa y solucionar sus problemas un día a la vez, pero se había deshecho de la contención que albergaba en su corazón y ahora quería esforzarse junto con su madre. Y eso era exactamente por lo que su madre había estado orando.
Pueden ocurrir milagros cuando decidimos trabajar juntas. En el caso de Amy, se produjo una especie de milagro. Está bien que sus padres no fueran perfectos; no hay padres que lo sean. Y también es normal que ellos no tuvieran hijos perfectos; no hay hijos que lo sean. Nuestro propósito es que todos nos esforcemos en rectitud sobreponiéndonos a nuestras debilidades día a día. Nunca debemos darnos por vencidos con los demás.
Algunas veces una hija puede rescatar a un padre durante tiempos de tempestad cuando tiene el interés suficiente de ayudar. Sé de una familia en donde el padre ha tenido que cambiar de un trabajo a otro. Dentro de su especialidad han habido muchas reducciones de personal. Pudo haber llegado a su casa un día y llamado a su esposa a otro cuarto para decirle: «Querida, no tenemos suficiente dinero para pagar las cuentas, pero sé lo mucho que Julie quiere ese suéter caro. Le dije que se lo compraríamos. No quiero desilusionarla, ¿qué voy a hacer?» Puede que hayan algunas hijas adolescentes que digan: «Pero todas las demás muchachas tienen cosas nuevas. Nosotras también las merecemos. Además, Papá me lo prometió». Pero no fue ésa la manera en que sucedieron las cosas. El padre llegó a su casa pero no tuvo que decir nada; Julie y su hermana lo sabían. Julie no dijo: «Papá, ¿qué es lo que vas hacer?» Le puso el brazo sobre los hombros y le dijo: «Papá, nosotras podemos ayudar». ¿Cómo creen ustedes que se sintió aquel hombre? ¿Tienen alguna idea de cómo se habrá sentido la madre?
Desde entonces Julie ha tenido dos trabajos, doce horas al día, para pagar su matrícula de la universidad en el otoño. Un día, su hermano de doce años quería ir a un campamento pero no podía porque no tenía pantalones apropiados para la ocasión. Julie recibió su sueldo de los dos trabajos, apartó primero su diezmo y luego lo de su matrícula y tuvo lo suficiente para llevar a su hermano de compras por los pantalones que necesitaba. ¿Cómo creen ustedes que se sintió su hermano? ¿Cómo creen que se sintió Julie?
La desilusión y el sacrificio nos enfrentan a las luchas que nos pueden unir o que nos pueden dividir o destruir como familia. Cada una de nosotras tiene que decidir cuál de las dos cosas será.
Estoy convencida de que si nos detuviéramos como Amy y pensáramos en las cosas buenas en lugar de las malas, descubriríamos ese amor que nos unirá de una manera segura con nuestras familias a través de todas las dificultades que ocurren entre nuestros seres queridos (como el tener que compartir el baño, el automóvil, la ropa o lo que sea, con seres queridos que aún no son perfectos, esforzandonos juntos en las buenas y en las malas). Y si acaso nos impacientamos, recordemos que la perfección representa trabajo duro y viene sólo paso a paso.
Cada domingo, cuando participamos de la Santa Cena renovamos la promesa de esforzarnos por guardar los mandamientos del Señor para que Su Espíritu esté con nosotros siempre. Cuando aprendemos a escuchar los susurros de ese Espíritu y tenemos el valor para seguir Sus consejos, llegaremos a ser notablemente diferentes porque no estaremos haciendo muchas de las cosas que son populares en el mundo. No será fácil, pero sí será posible.
Permítanme compartir con ustedes las líneas de una poesía escrita por mi hermana Shirley para sus hijos:
Escuchen el canto del alma,
caminen a su suave son.
A otro ritmo camina el mundo
Llegaremos a ser pueblo santo
de peculiar naturaleza divina.
Vivimos en el mundo,
mas nuestro tiempo se termina.
Continuará habiendo contención en el mundo, pero debido a los convenios o promesas que hemos hecho de interesarnos los unos por los otros, así como las promesas que nuestro Padre Celestial nos ha dado de nunca dejarnos o abandonarnos, saldremos de la tormenta juntos para rescatarnos los unos a los otros en tiempos de peligro, de la misma manera que mi padre fue por mí. Miraremos hacia adelante con fe en Dios, teniendo nuestros corazones entrelazados en unidad y amor los unos por los otros.
Todos podemos hacer esto. Yo sé que podemos.
Las maldades de nuestro día aumentarán, aún como el ejército malvado de Faraón amenazó a los hijos de Israel en la época de Moisés, pero con fe en Dios, esforzándonos juntos en rectitud, nosotros más que nadie tenemos motivo para regocijarnos y cobrar ánimo. Con nuestros ojos puestos en el cielo, veremos cómo el Mar Rojo se abre para darnos paso.
























