¿Eres un Nicodemo moderno?

Conferencia Genera de Abril 1958

¿Eres un Nicodemo moderno?

Spencer W. Kimball

por el Élder Spencer W. Kimball
del Consejo de los Doce Apóstoles
Conferencia General Abril 1958


Mis queridos hermanos y hermanas, ante todas las cosas quisiera expresar mi agradecimiento por la bondad del Señor para conmigo.

Mientras hablaba el presidente McKay de los convertidos del año pasado, traté de imaginarme cuatro inmensos tabernáculos, o una o dos veces más anchos y largos que éste, llenos de todos los conversos nuevos del año pasado solamente. He notado esta mañana tres lugares vacíos entre nuestros hermanos. Estoy pensando hoy en el hermano Oscar Kirkham. Fue una influencia grande en la juventud y dedicó su vida a servir. Me acuerdo del her­mano Tomás Evans McKay que era como Natanael de la antigüe­dad, un hombre sin engaño. Mis pensamientos se vuelven al herma­no Adam S. Bennion, íntimo com­pañero nuestro, y pienso en los pasajes de las Escrituras que dicen: “Y el niño crecía, y fortalecía y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.” (Lucas 2: 40) Y cuando descendieron a Nazaret, nuevamente se dice de nuestro Se­ñor: “Y Jesús crecía en sabiduría y en edad, y en gracia para con Dios y los hombres.” (Lucas 2:52) De sí ya un gran hombre, el her­mano Bennion creció en sabiduría, en grandeza, en espiritualidad. Ex­presamos a las familias de estos tres hombres nuestro cariño y simpatía.

En los momentos que se me han concedido, deseo dirigir mis palabras a cualquiera de los que se hallan aquí o los que nos escu­chan por radio y televisión, que no han conocido el calor, la paz de que disfrutan aquellos que ven claramente el camino eterno y sa­ben de seguro que es cierto y se afanan valientemente por realizar esas metas eternas.

Durante nuestra experiencia en el estado terrenal, hay ocasiones en que la vista nos engaña; oímos ruidos que no existen; pasamos por aventuras nocturnas sumamente fantásticas e innaturales; pero en el reino espiritual, uno puede tener certeza positiva, porque el Señor numerosas veces ha repetido la promesa segura expresada en este pasaje:

El que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina si viene de Dios, o si yo hablo de mí mismo. (Juan 7:11; cursiva del autor)

En nuestros tribunales se re­quiere que el testigo jure o pro­teste que la información que está a punto de divulgar es “la verdad, la verdad completa y sólo la ver­dad”. Estas declaraciones consti­tuyen su “testimonio”. En asuntos espirituales nosotros también pode­mos tener un testimonio. Esta cer­teza de lo espiritual es singular, y se refiere a la realidad de un Dios personal; la vida activa continua del Cristo, separado de su Padre pero semejante a Él; la divinidad de la restauración de la organiza­ción y doctrinas de la Iglesia de Dios sobre la tierra y el poder del sacerdocio divino dado a los hom­bres mediante las revelaciones de Dios. Para toda persona de res­ponsabilidad, esto puede ser tan cierto como el sol que brilla, y cuando no se obtiene este conoci­miento equivale a admitir que no se desea pagar el precio. Igual que los títulos universitarios, se obtiene por medio de un ahínco intenso. El alma que se ha limpiado por medio del arrepentimiento y las otras ordenanzas, puede recibirlo si lo desea y lo busca, si investiga concienzudamente y estudia y ora fielmente.

Un conocimiento seguro de lo es­piritual es como la puerta abierta que conduce a ricos galardones y gozos inefables. Ignorar el testi­monio es como andar palpando en cavernas de obscuridad impene­trable. Es digna de lástima la per­sona que aún anda en tinieblas al mediodía, que tropieza con obstá­culos que se pueden remover y que vive en la opaca y vacilante luz de la incertidumbre y el escepticismo. El testimonio es semejante a la luz eléctrica que ilumina la cueva; como el viento y el sol que disipan la niebla; como el tractor que des­combra el camino. Es la mansión en el lugar alto que reemplaza la choza en el pantano; como el tren, el automóvil y el aeroplano que reemplazan la yunta de bueyes. Son los ricos y nutritivos granos de maíz en lugar del bagazo en el chiquero. Es mucho más que todas las otras cosas, porque

Esta empero es la vida eterna: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado. (Juan 17:3)
La vida eterna es el don más precioso. No es fácil obtenerlo. El precio es elevado.
En la antigüedad Nicodemo pre­guntó el precio. La respuesta lo confundió.
Entrevistemos a este buen hom­bre que estuvo tan próximo a reali­zar lo que deseaba, y sin embargo lo dejó perder.

¿Te llamas Nicodemo? ¿Eres miembro de la poderosa secta de los fariseos? ¿Eres miembro del Sanedrín judío? ¿Conociste al va­rón de Nazaret llamado Jesucristo? ¿Oíste sus sermones y presenciaste sus milagros? ¿Miraste en sus ojos y oíste su voz?

Eres un hombre bueno, Nicode­mo, honorable y justo, pues más adelante defenderás a nuestro Se­ñor delante de tus compañeros, haciendo la observación de que no puede ser juzgado sin oírsele. Tam­bién eres generoso, porque traerás cien libras de mirra y de áloes a su sepulcro. Tienes por lo menos un poco de fe, pero ¿tienes el valor suficiente para hacer frente a la crítica? Eres conocido como el que vino a Jesús de noche. En vuestro puesto senatorial, tú y tus compañeros tenéis grandes faculta­des, hacéis leyes y gobernáis des­tinos.

Es de noche, y nadie te ha visto. Estás hablando con nuestro Señor:

Rabbí, sabemos que has venido de Dios por maestro; porque nadie puede  hacer estas señales que tú haces, si no fuere Dios con él. (Juan 3:2)

Su respuesta inmediata hace fruncir tu ceño. Ha dado una res­puesta completa y sencilla a la más importante de todas las preguntas.

De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios. (Juan 3:3)

Eres un hombre bien versado en la ley, Nicodemo, pero, ¿en cuánto al evangelio? Para obtener la vida eterna debe haber un renacimiento, una transformación y una depura­ción personal del orgullo, debilida­des y prejuicios. Debes volver a ser como un niño, limpio, dócil. Parece que no entiendes.

¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? (Juan 3:4)

¡Qué pregunta tan extraña de un hombre sabio! ¿Acaso es menester reducir todas las cosas al razona­miento humano? ¿No entiende tu mente finita y materialista sino el racionalismo?

Él ha dicho:

Venid a mí. . . que yo os haré des­cansar. Llevad mi yugo sobre vosotros… y hallaréis descanso para vuestras almas. (Mateo 11:28, 29)

Él quiere que te despojes de todo pensamiento, hecho e inclinación ajenos, y que lo aceptes a Él y vivas de acuerdo con su plan. Y este “descanso”, que es la exalta­ción, será tu gloria.

Pero tal parece que todavía no comprendes, Sr. Fariseo. ¿Acaso es tan complejo? ¿Tienes miedo de lo que tus hermanos fariseos pien­sen u opinen de ti, temeroso de per­der tu puesto elevado en el Sane­drín? ¿O es que en verdad no com­prendes? Ciertamente se te ha con­cedido una ojeada. Has admitido que el obrador de milagros debe ser enviado de Dios, pero esta cor­tina que se ha desplegado un poco volverá a cerrarse si no pones por obra el nuevo conocimiento que se te ofrece.

Eres sumamente instruido, mi buen hombre. Muchos se sientan a tus pies para aprender. ¿Te está cegando tu educación superior? ¿Es necesario que un profeta o un Dios sea examinado en las probetas de los laboratorios físicos? ¿No puedes aceptar nada que no se compruebe de acuerdo con las re­glas de las escuelas en que has estudiado?

No lo estás aceptando. El Señor está declarando de nuevo los re­quisitos necesarios:

El que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios. (Juan 3:3; cursiva del autor)

Esta respuesta completa está comprendida en una frase de trece palabras pequeñas. Estás dudando, considerando, Sr. Racionalista. Pareces estar conmovido, pero te tienen aprisionado tus racionalis­mos, y no sabes hasta qué grado. ¿Esperabas palabras elocuentes, impresionantes? ¿Te sientes frus­trado por su sencillez? Estás ra­ciocinando, mi querido señor. Esto es algo que no puedes pesar en la balanza de tu conocimiento e ins­trucción seglares. Es demasiado tosca y mundana. Necesitas un aparato mucho más fino.

Tu pregunta acerca de volver al seno de la madre para volver a nacer— ¿la hiciste sólo para preguntar, Señor de Erudición, o para demostrar tu lógica superior, o para indicar que Cristo es irracional? ¿O fue perplejidad sencilla­mente? El conoce tu fondo y cul­tura profesionales y la enseñanza e instrucción analítica que has re­cibido. Con su gran bondad y paciencia te explica la cosa un poco más en ochenta y nueve palabras:

De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.
Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, es­píritu es.
No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer otra vez.
El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde vaya: así es todo aquel que es nacido del Espíritu. (Juan 3:5-8)

¡Qué bello; qué eficaz; qué posi­tivo! ¿Hay razón para dudar, para vacilar, para rechazar? ¡Oh, Nico­demo, este momento crítico no puede durar mucho! Estás en la cima de una cumbre peligrosa. Tu decisión bien puede ser la diferen­cia entre la exaltación y una pér­dida tan grande que no puedes en­tender. Había en ti una chispa de deseo, ¿por qué la apagaste?

¿Por qué te dirigiste a nuestro Señor como persona “que has ve­nido de Dios por maestro”? ¿No crees en los profetas? ¿No has estado esperando un Redentor toda tu vida? Después de todos sus ser­mones, testimonios y milagros, ¿to­davía sigue siendo para ti solamente un maestro inspirado? ¿No podría ser el Cristo tan largamente espe­rado? ¿Has intentado creer y acep­tar, o estás abrumado por el peso de los grilletes de la tradición, las cadenas del materialismo y las ligas del prestigio que puedes perder? ¡Oh hombre tímido, despierta, es­fuérzate, quita las cortinas con que tu instrucción y ambiente han ta­pado las ventanas de tu alma! No estás hablando con un hombre co­mún, o un filósofo corriente, un simple profeta. Estás delante del Mesías verdadero, el gran médico, el psiquiatro superior, el Cristo real. Estás impugnando al Creador de los cielos y la tierra, el Hijo de Dios.

Despliega las cortinas, mi her­mano escéptico. Despójate de tu razón intelectual. Estás en un mo­mento crítico. Se te está ofreciendo un don cuyo valor no puedes imagi­nar. ¿Vas a pasarlo por alto? Al hablar con Cristo, deberías estar temblando, descalzo por hallarte en un sitio tan santo y arrodillado delante de El con humilde reveren­cia. Este es tu Señor, tu Salvador, tu Redentor. ¿No puedes entender­lo, oh hombre de poca fe? ¿No puedes sentir su amor y bondad, ni ver la mirada de tristeza y des­engaño en sus ojos penetrantes cuando nota que te estás retirando? Te está diciendo:

Desecha tu orgullo y arrogancia. Lí­brate de todas tus cargas mundanas. Arrepiéntete de tus transgresiones, purifica tus manos y pensamientos y corazón; cree que yo soy el pan de vida, las aguas de la fuente pura. Acéptame a mí y mi evangelio; des­ciende a las aguas y bautízate debidamente.

¿Puedes imaginar la pureza del que sale lavado de esta sepultura líquida y la libertad y gozo y gloria que encierra? Sin embargo, des­pués de todo esto, todavía pregun­tas: “¿Cómo puede esto hacerse?” Tu pregunta nos sorprende y causa que el Maestro te haga esta obser­vación:

¿Tú eres el maestro de Israel, y no sabes esto? (Juan 3:10)

¡Oh hermano mío, la puerta de la oportunidad se está cerrando! ¿Por qué no puedes entender? ¿Son mu­chos los obstáculos materiales? Él sabe de tu influencia, riqueza, eru­dición, tu alta posición en la comunidad, en el gobierno, en el fuerte grupo eclesiástico.

Él no te ofrece un reino tribu­tario, dependiente, como tu mori­bunda Judea. Él te invita a gober­nar, no como emperador de una po­tencia mundial y provisional como Roma, la cual está destinada a des­moronarse como el barro, sino te está ofreciendo la ciudadanía en el reino de los cielos, donde con el tiempo crecerás en estatura y au­toridad hasta que tú mismo seas un rey con un dominio mayor que el de los imperios combinados de la tierra.

Parece que afectan tu decisión los tesoros de la tierra y los aplausos de los hombres y las con­veniencias de la opulencia. Mi corazón gime por ti, mi amigo Nicodemo. Pareces ser un hombre bueno, filantrópico, bondadoso, generoso; ¡podrías haber sido una fuerza tan potente en el reino del Señor! Existía en ti la chispa del deseo. Pudo haberse convertido en una llama viva. Pudiste haber sido uno de sus setenta, para preparar el camino delante de Él, o un após­tol, o aun el Presidente de su Iglesia. Pudiste haber ocupado el lugar vacante al cual fue llamado Matías, o ser un apóstol de los gentiles junto con Pablo y compar­tir con él sus peligros en alta mar, entre ladrones, en cárceles, estar con él cuando fue azotado y ape­dreado, y aun morir con él. ¡Qué poco sabemos de las puertas de la oportunidad que tan frecuente­mente cerramos con una decisión errada! Pero era demasiado caro el precio, ¿verdad, hombre rico?

No queriendo que de nuevo te volvieras a tus tinieblas sin haber tenido todas las oportunidades, Cristo nuevamente te da su testi­monio. No quiere dejarte sin ex­cusa. No puedes escapar la conde­nación de su testimonio, Sr. Ra­cionalista. ¡Escúchalo!

Si os he dicho cosas terrenales y no creéis, ¿cómo creeréis si os digo las celestiales?
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.
De cierto, de cierto te digo que de lo que sabemos, hablamos, y de lo que hemos visto, testificamos; pero no recibís nuestro testimonio. (Juan 3:12, 17, 11)

¡Oh Nicodemo, ¿por qué no reci­biste su testimonio? ¿Por qué no abriste tu corazón para que en­tendieras? ¿Por qué vacilaste cuando el Redentor del mundo te dio la oportunidad? Si humilde­mente hubieses dado el primer paso del arrepentimiento y luego el del bautismo correcto, entonces habría venido a ti el Espíritu Santo por la imposición de las manos de uno de sus apóstoles, o quizá El mismo lo habría hecho.

El Espíritu Santo habría perma­necido contigo mientras fueras dig­no y habría hablado a tu alma para que también hubieras exclamado con tu Redentor:

Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto testificamos. (Juan 3:11; cursiva del autor)

Y Juan el Bautista declaró:

… Y lo que vio y oyó, esto testifica: y nadie recibe su testimonio. (Juan 3:32)

Oh incrédulo hermano, el Nuevo Testamento pudo haber contenido tu nombre innumerables veces en lugar de solamente tres. Habría vivido para siempre en el corazón y pensamientos de incontables mi­llones. Por motivo de tus muchas habilidades podrías haber sido uno de los escogidos y ascender las pendientes del santo monte de la Transfiguración, tener revelaciones inefables, participar con otros del martirio y reinar eternamente con Cristo.

Pues bien, mis queridos amigos que me escucháis, también vosotros sois generosos y buenos. Sois de­votos y religiosos. Pero, ¿sois acaso como Nicodemo, abrumados por ideas preconcebidas? ¿Creéis que algo bueno puede venir de Nazaret o de Palmyra o de Salt Lake City? ¿Hay tanto prejuicio dentro de vosotros que no podéis aceptar ver­dades nuevas? ¿Demasiados ricos y restringidos por los afanes de este mundo que no podéis aceptar las difíciles exigencias de la Iglesia de Jesucristo? ¿Es tan alta así vuestra categoría, que teméis poner en pe­ligro vuestra posición o influencia local? ¿Sois demasiado débiles para aceptar la oportunidad de prestar servicio? ¿Estáis demasiado ocupados para estudiar y orar y aprender acerca de Cristo y su pro­grama? ¿Os impiden vuestros con­ceptos materialistas aceptar los milagros, visiones, profetas y reve­laciones?

Si alguno de vosotros que me escucháis es un Nicodemo moderno, le ruego que acepte este nuevo mundo de verdades. Vuestro Se­ñor Jesucristo os dice suplicante:

Mi Iglesia verdadera se halla resta­blecida en la tierra con mis doctrinas salvadoras. He colocado en posiciones de autoridad apóstoles y otras personas divinamente llamadas, y hay a la cabeza un profeta que en la actualidad recibe mis revelaciones divinas.

Hay muchas iglesias, pero son de los hombres, no mías.
Los credos son numerosos, pero yo no los he autorizado.
Organizaciones hay por todas partes, pero ni las he formado ni aceptado.
Innumerables son los que pretenden representarme, pero ni los llamé ni renozco sus ordenanzas.
Mi segunda venida está cerca.

He aquí, yo estoy a la puerta y lla­mo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.
Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono.
El que tiene oído, oiga. (Apocalipsis 3:20-22)

Este es el testimonio que yo doy, en el nombre de Jesucristo nuestro Maestro. Amén.

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