Una iglesia mundial y el recogimiento

Una iglesia mundial y el recogimiento

Élder Bruce R. McConkie
del Primer Consejo de Setenta
Conferencia General de Área para México y Centroamérica el sábado 26 de agosto de 1972.


Me siento complacido y honrado en poder estar con vosotros en esta gran Conferencia de Área de la Iglesia y reino de Dios sobre la tierra.

Quisiera considerar con vosotros algunas de las bendiciones y respon­sabilidades que llegan hasta nosotros en virtud de nuestra herencia en la casa de Israel y como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Hoy nos encontramos en una nueva época de crecimiento y des­arrollo de la Iglesia. En los primeros días de esta dispensación, por motivo de la naturaleza misma de las cosas, para que los santos pudieran sobre­vivir como pueblo, tenían que reunir­se en lugares escogidos. De otra ma­nera, se hubieran perdido entre las masas de los hombres y el mundo los habría vencido.

Sin embargo, ahora en sumo grado hemos dejado atrás esa etapa de nuestra historia. En todas partes del mundo están surgiendo congrega­ciones de santos. Estamos convir­tiéndonos en un pueblo grande e influyente. Muchos de nuestros miembros ocupan altos puestos en los negocios y en la vida cívica, y son respetados por sus socios no-miem­bros. Estamos llegando a ser una igle­sia mundial, no una iglesia americana, no una iglesia británica, no una igle­sia mexicana, sino una iglesia para toda la humanidad, para los honrados y rectos de cada nación. Somos la Iglesia de Jesucristo, y estamos y estaremos establecidos en toda nación y entre todo pueblo.

Y con este nuevo estado viene una responsabilidad que nunca ha­bíamos tenido antes, la responsabili­dad de ser dignos de nuestra alta posición en el mundo, y de fortale­cer a la Iglesia en todas las naciones donde está establecida o se estable­cerá. Es nuestra responsabilidad en México y en Centroamérica, por ejemplo, edificar la Iglesia aquí, en estas naciones favorecidas, y entre el pueblo escogido que habita en ellas.

Como vosotros sabéis, el Señor escogió a José Smith, como instru­mentó en sus manos, para restaurar la plenitud de su evangelio eterno y poner sus verdades y bendiciones al alcance de todos los hombres hoy en día.

Como parte de esa restauración, Moisés, el profeta y legislador de Israel antiguo, el escogido de Dios para sacar a su pueblo de la esclavi­tud egipcia y llevarlo a su antigua tierra prometida, vino a José Smith y a Oliverio Cowdery el 3 de abril de 1836. Entonces les entregó “las llaves de la congregación de Israel de las cuatro partes de la tierra, y de la con­ducción de las diez tribus, del país del norte” (D. y C. 110:11). Dichas llaves hoy se han confiado al Presi­dente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Me permito recordaros que este recogimiento prometido del pueblo escogido del Señor era la es­peranza y la oración de todos los pro­fetas de Israel. Hablaron, escribieron y profetizaron al respecto; y providencialmente, muchas de sus decla­raciones inspiradas se encuentran preservadas para nosotros en la Biblia y en el Libro de Mormón.

Después que el Señor Jesús estableció su reino en el meridiano de los tiempos; después de haber pasado 40 días con sus discípulos como personaje resucitado, enseñándoles todas las «cosas pertenecientes al reino de Dios” que era necesario que ellos supieran; y en la ocasión en que estaba a punto de ascender a su Padre, los discípulos le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel, en este tiempo?” Ellos ya tenían su Iglesia, pero esperaban el día glorioso cuando Israel, como pueblo y como nación, sería congregado y recibiría nuevamente su alta posición entre las naciones de la tierra.

Les contestó que este glorioso acontecimiento no era para sus días; que ellos deberían cumplir sus labores asignadas; y que no les tocaba a ellos “saber los tiempos o las sa­zones, que el Padre puso en su sola potestad” (Hechos 1:6-8). Luego as­cendió al cielo, dejando para un día futuro distante, el establecimiento del reino entre las ovejas perdidas y dis­persas de Israel; dejando el cumpli­miento de esa promesa divina para un día en que el evangelio fuera res­taurado por ministerio angélico; un día en que saldría el decreto de que el evangelio restaurado sería predica­do “a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apoc. 14:6).

Israel antiguo llegó a ser un pue­blo numeroso y poderoso en su tierra prometida. Se contaban por millones, y hubo tiempos en que fueron leales y fieles a sus convenios y obliga­ciones, lo cual les traía las bendi­ciones del cielo, y hubo otras ocasiones en que abandonaron al Señor, se rebelaron en contra de sus verdades y fueron maldecidos y dispersados por sus iniquidades.

Aproximadamente en el año 721 A. C. diez de las tribus de Israel fueron llevadas al cautiverio y esclavitud en Asiría. Esto sucedió, dice el Señor, porque “anduvieron en pos de dioses ajenos, y los sirvieron, y ante ellos se postraron, y me dejaron a mí y no guardaron mi ley” (Jer. 16:11).

Más tarde, estas huestes de Israel fueron liberadas de sus amos asirios y se dirigieron hacia el Norte a otras tierras, y sus hermanos no vol­vieron a saber más de ellos.

Más de cien años después que las diez tribus fueron llevadas cauti­vas, Lehi y su familia abandonaron a Jerusalén para venir a su tierra pro­metida americana. Acerca de la dis­persión de Israel, que ya había su­cedido, es decir, de la pérdida de las diez tribus de Israel, Nefi escribió: “Hay muchos acerca de quienes los habitantes de Jerusalén ya no saben; sí, se han llevado a la mayor parte de todas las tribus; y se encuentran esparcidas acá y allá sobre las islas del mar; y donde se hallan, ninguno de nosotros sabe, sino que han sido llevadas a otra parte” (1 Nefi 22:4).

Refiriéndose a toda la casa de Israel, Nefi escribió: “La casa de Israel será dispersada, tarde o tem­prano, sobre toda la superficie de la tierra, y también entre todas las na­ciones” (1 Nefi 22:3).

Después de que Lehi fue condu­cido de Jerusalén por la mano del Señor, el resto de Israel fue llevado al cautiverio babilónico, y de éstos, posteriormente se permitió que parte de ellos regresaran a su tierra natal. Al exponer la causa de esta dispersión posterior, el Señor dijo: “He aquí que vosotros camináis cada uno tras la imaginación de su malvado corazón, no oyéndome a mí. Por tanto, yo os arrojaré de esta tierra a una tierra que ni vosotros ni vuestros padres habéis conocido, y allá serviréis a dioses ajenos de día y de noche; por­que no os mostraré clemencia” (Jer. 16:12-13).

Al hablar de todos aquellos que habían sido y que serían dispersados, Nefi nos explica que fue y que sería porque abandonaron “al Santo de Israel; porque endurecerán sus cora­zones contra él; por lo que serán dispersados por todas las naciones, y odiados de todos los hombres” (1 Nefi 22:5).

Lo que ahora nos concierne es el recogimiento de Israel en estos últimos días y la parte que cada uno de nosotros debe desempeñar en ello. Este recogimiento ha comenzado, y continuará hasta que los rectos se reúnan en las congregaciones de los santos en todas las naciones de la tierra. “Yo mismo recogeré el rema­nente de mis ovejas de todas las tie­rras adonde las eché—dice el Señor— y las haré volver a sus moradas; y crecerán y se multiplicarán” (Jer. 23:3).

Nefi enseña esta verdad en estas palabras: “El Señor Dios desnudará su brazo en presencia de todas las na­ciones para que lleguen sus convenios y su evangelio a los que son de la casa de Israel. Por tanto, los sacará otra vez de su cautividad, y se juntarán en la tierra de su herencia; y saldrán de la obscuridad y de las tinieblas; y sabrán que el Señor es su Salvador y Redentor, el Fuerte de Israel” (1 Nefi 22:12-13).

¿Cómo se llevará a cabo este recogimiento? ¿Cómo se efectuará? ¿Quién hará el trabajo necesario? ¿Quién identificará a las ovejas perdidas de Israel y qué invitación se les extenderá para que se reúnan con el pueblo del Señor?

En respuesta, el Señor dice: “Yo envío muchos pescadores… y los pescarán, y después enviaré muchos cazadores, y los cazarán por todo monte y por todo collado, y por las cavernas de los peñascos” (Jer. 16:16).

Es decir, el recogimiento de Israel es una gran empresa misional. Es cuestión de invitar a Israel disperso a regresar al Señor su Dios; a adorar una vez más al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; a venir al Señor y abandonar a sus falsos dioses y cre­dos. Es un llamado para adorar al Dios que los hizo. Es cuestión de que “los siervos de Dios” salgan “pro­clamando en alta voz: Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio es venida; y adorad a aquel que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (D. y C. 133:38-39).

Jeremías nos dice que cuando los remanentes reunidos de Israel dis­perso vengan nuevamente al conocimiento de su Redentor y Salvador, preguntarán: “¿Hará acaso el hombre dioses para sí? Mas ellos no son dioses.”

Es decir: Israel antiguo aban­donó al Señor y sus leyes; adoraron a otros dioses, creyeron en falsas doc­trinas y fundaron iglesias para sí, las cuales no tenían poder para salvar. Aun los santos en el meridiano de los tiempos se alejaron de la verdad; tinieblas cubrieron la tierra y obscuri­dad las mentes de la gente. Los hom­bres escribieron credos propios para definir a Dios y reglamentaron cómo debería ser adorado; así fue como hicieron sus propios dioses y sus pro­pios sistemas religiosos, tan cierto como si hubieran labrado sus propios dioses de madera o fundido de oro o plata; pero como Jeremías dijo: “Mas ellos no son dioses”.

Ahora es nuestro el gran privi­legio y oportunidad de llevar a ellos estas verdades gloriosas de la verda­dera religión que nos han llegado por revelación en estos días. Así que, a quienes dicen: “¿Hará acaso el hom­bre dioses para sí? Mas ellos no son dioses”, la respuesta del Señor es: “Por tanto, he aquí les enseñaré esta vez, les haré conocer mi mano y mi poder; y sabrán que mi nombre es Jehová” (Jer. 16:19-21).

Es decir, esta vez, la última, em­pezando por la aparición del Padre y del Hijo a José Smith en la primavera de 1820, el Señor se revelará de nuevo a los hombres. Israel aban­donará los dioses falsos de los días de iniquidad, obscuridad y dispersión, y llegará al conocimiento de Él, por medio de quien viene la salvación.

Por tanto, cuando José Smith preguntó a los Personajes que se en­contraban en la luz arriba de él, cuál de todas las sectas era la verdadera, y a cuál debería unirse, se le dijo que no se uniera a ninguna, porque todas estaban en error.

De esta gloriosa visión José escribió: “El Personaje que me habló dijo que todos sus credos eran una abominación a su vista.” (José Smith 2:19).

Seguramente que todos nosotros, al comparar el conocimiento de Dios, que ha venido por revelación en estos días, con los credos de nuestros padres, hechos por hombres, nos re­gocijamos y cantamos alabanzas al Santo de Israel.

Sobre este glorioso día de res­tauración y recogimiento, otro pro­feta nefita dijo: “El Señor… ha hecho convenio con toda la casa de Israel” en cuanto a “la época de su restaura­ción a la verdadera iglesia y redil de Dios, cuando serán juntados en el país de su herencia, y serán establecidos en todas sus tierras de promisión” (2 Nefi 9:1-2).

Y fue el mismo Nefi que vio en visión los resultados de este recogi­miento. Vio que en los últimos días, “el pueblo de la alianza del Señor… se hallaba dispersado sobre toda la superficie de la tierra”; y que ‘‘la igle­sia del Cordero, que era la de los santos de Dios, se extendía también sobre to­da la superficie de la tierra”; y que estos santos se encontrarían “entre todas las naciones, familias, lenguas y pueblos” (1 Nefi 14:11-14).

Ahora llamo vuestra atención a los hechos expuestos en estos pasa­jes, de que el recogimiento de Israel consiste en unirse a la Iglesia verda­dera; en llegar a un conocimiento del Dios verdadero y de sus verdades salvadoras; y en adorarle en las con­gregaciones de los santos en todas las naciones y entre todos los pueblos.

Favor de tomar nota de que estas palabras reveladas hablan de los rebaños del Señor; de que Israel se establecerá en todas sus tierras de promisión; y de que habrá congrega­ciones del pueblo de la alianza del Señor en toda nación, hablando toda lengua y entre todos los pueblos, cuando el Señor venga nuevamente.

Por lo tanto, cualquier persona que ha aceptado el evangelio res­taurado, y que ahora procura adorar al Señor en su propia lengua, y entre su propio pueblo, y con los santos de su propia nación, ha cumplido con la ley del recogimiento y tiene derecho a todas las bendiciones prometidas a los santos en estos últimos días.

Dios no hace acepción de per­sonas. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una Iglesia mundial. El evangelio es para todos los hombres. Dios, como dijo Pablo, “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiem­pos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle” (Hechos 17:26-27).

El sitio de recogimiento para los santos mexicanos es México; para los santos guatemaltecos es Guatemala; el sitio de recogimiento para los san­tos brasileños es Brasil; y así sucesi­vamente por toda la tierra. El Japón es para los japoneses; Corea para los coreanos; Australia para los austra­lianos; cada nación es el lugar de recogimiento para su propio pueblo.

El Libro de Mormón enseña esto: “Hay un Dios y un Pastor sobre toda la tierra. Y viene el tiempo en que él se manifestará a todas las na­ciones” (1 Nefi 13:41-42). El evan­gelio es el mismo en todas partes. No importa donde vivamos si guar­damos los mandamientos de Dios, y los mandamientos son los mismos en todas las naciones y entre todos los pueblos.

Para ganar la salvación, todos los hombres deben creer en el Señor Jesucristo, que es el Dios de Israel y el Dios de toda la tierra; deben arrepentirse de sus pecados y venir a Él con un corazón quebrantado y un espíritu contrito; deben bautizarse por inmersión bajo las manos de un administrador legal; deben recibir la imposición de manos para el don del Espíritu Santo y perseverar en rectitud y verdad hasta el fin.

Todos los hombres en todas partes deben venir a Cristo y amar y servir a Dios con todo su corazón, alma, mente y fuerza. El servicio y la obediencia son esenciales para la salvación, y es tan importante que vosotros guardéis los mandamientos, como lo es para mí; es tan importan­te que vuestros hijos salgan a una misión, como lo es para los míos. Todos debemos ser limpios, puros y rectos; debemos desarrollar en nuestras almas los atributos de santi­dad hasta que lleguemos a ser como el Señor.

Los talentos y habilidades de los santos de Dios hacen falta entre los de su propio pueblo y su propia parentela. Vosotros sois y debéis ser los dirigentes de la Iglesia aquí. Es vues­tra la responsabilidad de efectuar la obra misional en vuestra propia na­ción. Vosotros ya conocéis el idioma y las costumbres del pueblo y estáis en posición de decirles: “Seguidme; aprendamos y obedezcamos el evan­gelio juntos; somos hermanos; el Señor nos quiere en su reino; el reino está aquí; seamos los dos parte del recogimiento de Israel en nuestra tierra escogida y favorecida.”

Me regocijo con vosotros por ser miembro de la Iglesia y reino de Dios sobre la tierra. Sé que la obra en la cual nos encontramos es verdadera; que la plenitud del evangelio eterno ha sido restaurada; que Moisés en realidad trajo nuevamente las llaves del recogimiento de Israel; y que el Señor ha puesto su mano por segunda vez para recoger a su pueblo en su Iglesia y reino en todas las tierras a donde lo ha llevado.

Me regocijo con vosotros por ser miembro de esa familia escogida y favorecida, y yo sé que si guardamos los mandamientos viviremos para siempre en la gloria celestial en esa familia eterna que es Israel.

Es mi oración que todos poda­mos hacerlo, en el nombre del Señor Jesucristo, que, repito, es el Dios de Israel y el Dios de toda la tierra. Amén.

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