El poder y autoridad del Sacerdocio

El poder y autoridad del Sacerdocio

Marion G. Romney

Presidente Marion G. Romney
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
Conferencia General de Área para México y Centroamérica
el sábado 26 de agosto de 1972


Hermanos, me siento muy gozo­so de estar en esta reunión compuesta de hombres sobre quienes se ha conferido el Sacerdocio de Melquisedec.

El sacerdocio se ha definido como poder, el poder de Dios, El presidente John Taylor dijo que. . .es el gobierno de Dios, sea en la tierra o en los cielos, porque es por medio de ese poder, agencia o principio que se gobiernan todas las cosas en la tierra y en los cielos, y que por ese poder se conservan y sostienen todas las cosas; y tiene que ver con todo aquello con lo que Dios y la verdad se relacionan” (The Gospel Kingdom. pág. 129).

Hablando sobre el sacerdocio, en lo que atañe al evangelio y la Iglesia, el profeta José Smith explicó que: “En las Escrituras se habla de dos sacerdocios, a saber, el de Melquisedec y el de Aarón o Levítico. Sin embargo, aunque hay dos sacer­docios, el Sacerdocio de Melquisedec comprende el Aarónico o Levitico, y es la cabeza principal y tiene la autoridad más alta que pertenece al sacerdocio, así como las llaves del reino de Dios en todas las épocas del mundo hasta la última posteridad que habrá sobre la tierra; y es el medio por el cual todo cono­cimiento, doctrina, plan de salvación y cualquier otro asunto importante es revelado de los cielos.

“Quedó instituido desde antes de la fundación de esta tierra, antes que ‘alabaran todas las estrellas del alba, y se regocijaran todos los hijos de Dios’, y es el sacerdocio mayor y más santo y es según el orden del Hijo de Dios; y todos los demás sacerdocios son únicamente partes, ramificacio­nes, poderes y bendiciones, que le pertenecen y que por él son poseídos, gobernados y dirigidos. Es la vía me­diante la cual el Todopoderoso comenzó a revelar su gloria al principio de la creación de esta tierra; el medio por el cual ha seguido revelándose a los hijos de los hombres hasta el tiem­po actual y es el instrumento por el que dará a conocer sus propósitos hasta el fin del tiempo” (Enseñanzas del profeta José Smith, pág. 198).

Sobre Adán, el primer hombre puesto sobre esta tierra, el Señor con­firió el sacerdocio. El Señor también le confirió “las llaves de la dispensa­ción de los tiempos”.

Desde ese día hasta el presente, el Señor ha tenido, en cada dispensa­ción del evangelio, un profeta, viden­te y revelador que ha poseído las lla­ves del sacerdocio. En la actualidad este profeta es el presidente Harold B. Lee.

Todos nosotros, que fuimos in­vitados a asistir esta noche, hemos recibido el Sacerdocio de Melquisedec. En esto fuimos honrados alta­mente, pero al mismo tiempo acepta­mos graves responsabilidades.

Al imponérsenos la manos acep­tamos la ordenación correspondiente a un oficio en el Sacerdocio de Melquisedec, y tomamos sobre nosotros el juramento y convenio del sacer­docio. Al hacerlo, prometimos magnificar nuestro llamamiento en el sacer­docio. Al mismo tiempo, el Señor prometió que si lo hacíamos, Él nos daría todo lo que Él tiene, refiriéndo­se, desde luego, a la vida eterna, que es el máximo de los dones de Dios.

Todo poseedor del Sacerdocio de Melquisedec debe prestar dili­gente y solemne atención al signifi­cado de este juramento y convenio que ha recibido. La falta de cumpli­miento de las obligaciones que nos impone ciertamente ocasionará la de­cepción, la tristeza y la angustia. El menospreciarlo por completo colo­cará a uno fuera de los límites de las bendiciones del perdón.

El convenio de referencia dice así:

“…los que son fieles hasta ob­tener estos dos sacerdocios… (Y am­bos están incluidos en el Sacerdocio de Melquisedec)…y magnifican sus llamamientos, son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos. Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón y la simiente de Abraham, la iglesia y el reino, y los elegidos de Dios.

“Y también todos los que reciben este sacerdocio, a mí me reciben, dice el Señor; porque el que recibe a mis siervos, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe a mi Padre; y el que recibe a mi Padre, recibe el reino de mi Padre; por tanto, todo lo que mi Padre tiene le será dado. Y esto va de acuerdo con el juramento y el convenio que corresponden a este sacer­docio. Así que, todos aquellos que re­ciben el sacerdocio reciben este juramento y convenio de mi Padre que no se puede quebrantar, ni tam­poco puede ser traspasado” (D. y C. 84:33-40).

Para mí las palabras de Alma ci­tadas en el Libro de Mormón, pala­bras que habló después que fue reprendido por un ángel y se arrepintió y recibió el perdón de sus pecados, sugieren el significado de la promesa del Señor en esta revelación de que “los que son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios… y magnifican sus llamamientos, son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos”.

Las palabras de referencia pro­nunciadas por Alma son estas: “Me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu. Y el Señor me dijo: . . . Todo el género humano. . . debe nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído a un estado de rectitud, redimidos de Dios. . . Y así llegan a ser nuevas criaturas” (Mosíah 27:24-26).

Me parece que para ser “nuevas criaturas” forzosamente tendría que haber una renovación de sus cuerpos.

Con respecto a la declaración de que quienes magnifican sus llama­mientos “llegan a ser hijos de Moisés y Aarón, y la simiente de Abraham, la Iglesia y el reino, y los elegidos de Dios”, se pone de manifiesto, por lo que se dijo previamente en la revela­ción, que esta frase, “hijos de Moisés y de Aarón”, se refiere a los poseedores del sacerdocio. Otros pasajes de las Escrituras dan a entender que los que son contados con “la simiente de Abraham, la iglesia y el reino, y los elegidos de Dios”, serán congregados con los santos de Dios en la nueva Jerusalén para recibir al Señor cuando venga en gloria a su templo. Estos recibirán las bendiciones del con­venio que el Señor hizo con Abra­ham, “que son las bendiciones de salvación, aun de vida eterna” (Abra­ham 2:11), y que el Señor repetidas veces ha llamado “el máximo de todos los dones de Dios” (D. y C. 14:7). Si aspiramos a este don, es forzoso que entendamos claramente y siempre tengamos presente que estas promesas son únicamente para los que reciben el Sacerdocio de Melquisedec y magnifican sus llamamientos.

Las afirmaciones del propio con­venio de que: “…Los que reciben este sacerdocio, a mí me reciben, dice el Señor; porque el que recibe a mis siervos, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe a mi Padre; y el que recibe a mi Padre recibe el reino de mi Padre; por tanto, todo lo que mi Padre tiene le será dado”, clara­mente estipulan que aquellos que quieren magnificar su llamamiento deben aceptar en calidad de siervos del Señor a sus directores del sacer­docio, tales como los presidentes de cuórumes del sacerdocio, obispos, presidentes de rama, distrito, misión y estaca; y que deben sostenerlos como tales tanto en su fe como en sus oraciones y hechos. Deben aceptar con toda buena disposición los llamamientos de la Iglesia y obrar diligente­mente en ellos de acuerdo con sus directores del sacerdocio y bajo su dirección, dado que estos son los siervos del Señor. Los poseedores del sacerdocio que se han desavenido con sus directores también se han desave­nido con el Señor y, por tanto, no están magnificando su llamamiento en el sacerdocio.

Otra cosa que deben hacer los poseedores del sacerdocio que desean magnificar su llamamiento es obser­var las normas del evangelio en sus vidas personales.

No intentaré enumerar las mu­chas cosas que están incluidas en las normas del evangelio. En mis palabras limitaré mi discusión a una de ellas solamente, a saber, la pureza: pureza de pensamientos, pureza en el habla y pureza en los hechos.

El Señor resucitado declaró a los nefitas que “nada impuro puede en­trar en su reino” (3 Nefi 27:19).

En forma particular los posee­dores del sacerdocio deben evitar ser incastos; y esto debe aplicarse a sus pensamientos así como a sus hechos. Jesucristo dijo “que quien mirare las­civamente a una mujer, ya ha cometido adulterio en su corazón” (3 Nefi 12:18).

En relación con esto, debemos tener presente que el Señor jamás ha hecho “una distinción precisa entre el adulterio y la fornicación” (J. Reuben Clark).

También debemos recordar que el Señor declaró a los antiguos is­raelitas que: “Cualquiera que coha­bitare con bestia, morirá (Éxodo 22:19).

Y además: “Si alguno se ayun­tare con varón como con mujer, abo­minación hicieron; ambos han de ser muertos. . .” (Levítico 20:13).

El modelo que nosotros, los po­seedores del Sacerdocio de Melqui­sedec, debemos seguir en este res­pecto, si queremos magnificar nuestro llamamiento, se expresa de esta ma­nera en la sección 121 de Doctrinas y Convenios.

“Deja que… la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios, y la doc­trina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo. El Espíritu Santo será tu compañero cons­tante; tu cetro será un cetro inmuta­ble de justicia y de verdad; tu dominio, un dominio eterno, y sin ser obligado correrá hacia ti para siem­pre jamás” (D. y C. 121:45-46).

Todas estas bendiciones van a ser nuestras “de acuerdo con el jura­mento y el convenio que correspon­den al sacerdocio”, que el Padre… “no puede quebrantar, ni tampoco puede ser traspasado”.

Sin embargo, los hombres pue­den quebrantar su parte del conve­nio, y causa pena decir que muchos lo hacen. Por tanto, nunca olvidemos que “… el que violare este convenio, después de haberlo recibido y lo abandonare totalmente, no logrará el perdón de sus pecados ni en este mundo ni en el venidero” (D. y C. 84:41).

Aquellos sobre quienes caiga este castigo jamás lograrán la vida eterna.

Dios conceda a cada uno de nosotros la fe y el valor para magnifi­car nuestro llamamiento en el sacer­docio, humildemente ruego, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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