El poder y el uso debido del sacerdocio

El poder y el uso debido del Sacerdocio

harold b. lee

Presidente Harold B. Lee
Presidente de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
Conferencia General de Área para México y Centroamérica el sábado 26 de agosto de 1972


Qué espléndido espectáculo pre­sencio al pararme frente a este nota­ble cuerpo del Sacerdocio de Melquisedec. Al mirar este gran grupo del sacerdocio, me viene un sentimiento como el que supongo que tuvo el profeta José Smith cuando custodia­do por los guardias era llevado a la cárcel de Carthage. Al llegar a la cima del cerro y miró a espaldas de él hacia la ciudad de Nauvoo dijo: “No hay lugar más hermoso, ni mejor gente sobre la faz de la tierra.” No me puedo imaginar panorama más hermoso en todo México y Centroamérica que un cuerpo del sacerdocio como el que veo aquí.

Me presento ante vosotros esta noche con toda humildad, compren­diendo la gran importancia de vues­tro servicio como poseedores del Sacerdocio de Melquisedec. Yo sé que los hermanos os han hablado sobre el sacerdocio y su significado, y tal vez repita algunas de las cosas que ya se han dicho. Supongo que la repetición es el alma de la instrucción.

Bajo las torres occidentales del gran Templo de Lago Salado hay una representación simbólica de la “Osa Mayor”, constelación en la cual dos estrellas apuntan hacia la Estrella Polar. El arquitecto que escribió a los miembros les dijo el significado de esta representación simbólica. Tenía por objeto representar el gran concepto de que “por medio del sa­cerdocio de Dios pueden orientarse los que andan perdidos”.

Hace unos años fui a una confe­rencia de estaca donde se encuentra el Templo de Manti en el sur de Utah. Era una noche obscura, tempestuosa y estaba nevando. Al salir de nuestras reuniones nos dirigimos hacia la casa del presidente de estaca, nos detuvi­mos en el automóvil y miramos hacia el templo que se encuentra en lo alto del cerro. El edificio estaba hermosa­mente iluminado y mientras estába­mos allí, impresionados por el espectáculo del hermosamente iluminado templo que brillaba a través de la noche nevada y obscura, el presidente de estaca me comentó algo muy sig­nificativo. Dijo: “Este templo, ilu­minado como está, nunca se ve más hermoso que durante una tormenta o cuando hay una densa niebla.” Para comprender la importancia de sus palabras, puedo deciros que nunca es más importante el evangelio de Jesu­cristo que en una tormenta o cuando se está teniendo una dificultad grave. Nunca es más maravilloso el poder del sacerdocio que poseéis, que cuan­do hay una crisis en vuestro hogar, una enfermedad seria o alguna deci­sión grande que debe tomarse; o cuando amenaza una inundación o incendio o escasez de alguna clase. Sabed que el poder del sacerdocio que es el poder del Dios Todopoderoso, está investido con el poder para efec­tuar milagros si el Señor lo dispone; pero a fin de que usemos este sacer­docio, debemos ser dignos de ejer­cerlo. El fracaso en comprender este principio significa fracasar en recibir la bendición de poseer este gran sa­cerdocio.

Ahora, estoy seguro de que pro­bablemente ya se habrá mencionado esto en el servicio esta noche. En una de las grandes revelaciones en que el Señor nos ha enseñado cómo ejercer nuestro sacerdocio, Él dijo que el sacerdocio no puede ser gobernado sino “conforme a los principios de justicia”, y que si intentamos usar nuestro sacerdocio indebidamente, para “cubrir nuestros pecados, o gra­tificar nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión… el Espíritu del Señor es ofendido” (D. y C. 121:36-37).

El castigo que el Señor indicó, si usamos nuestro sacerdocio indebida­mente fue éste, que los cielos se ale­jarían, perderíamos el Espíritu del Señor, se nos privaría de nuestra autoridad en el sacerdocio y luego seriamos abandonados a nosotros mismos para “dar coces contra el aguijón”, que significa irritarnos siem­pre que se nos reprende o recibimos instrucciones de nuestros dirigentes. Entonces empezaríamos a perseguir a los santos, que significa criticar, y finalmente a combatir contra Dios, y los poderes de las tinieblas nos sobre­vendrían, a menos que nos arrepin­tiéramos y nos apartáramos de ese curso impío.

Las cualidades de una habilidad aceptable para dirigir en el sacer­docio también se definen cuidadosamente en esta revelación. Una de ellas es presidir a la Iglesia con pacien­cia y longanimidad, con benignidad, mansedumbre y amor no fingido. Si uno debe reprender con dureza, debe hacerlo cuando lo induzca el Espíritu Santo, pero después deberá mostrar amor, no sea que aquel a quien se ha reprendido piense que es un enemigo. Por lo tanto, en todos nuestros llamamientos en el sacerdo­cio nunca debemos olvidar que es asunto de la Iglesia el salvar almas, y aquellos a quienes presidimos son hijos de nuestro Padre Celestial, y Él nos ayudará en nuestros esfuer­zos por salvar a cada uno de ellos.

Tenemos un ejemplo clásico de la manera en que el Señor desea que ministremos entre aquellos que necesitan nuestra ayuda, o como deci­mos, hermanar a los que entran en la Iglesia. Tal vez recordaréis el relato de Pedro y Juan, cuando se dirigían al templo una mañana. Sentado allí a las puertas se hallaba un hombre que nunca había andado, pidiendo li­mosna. En vez de darle dinero, el apóstol Pedro le dijo, como recor­daréis: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6). Pero entonces sigue una declaración significativa en la narración de lo acontecido. El hombre no se puso de pie porque se le mandó, sino que el relato dice que Pedro, “tomándole por la mano de­recha, le levantó”. Recordad, pues, esto, poseedores del sacerdocio. No basta con simplemente mandar que una persona se levante y sea activa en la Iglesia. Si deseáis salvar un al­ma, tenéis que tomarle por la mano y levantarle. Tenéis que hacerle sentir que es amado y que hace falta en la Iglesia.

Tuvimos el ejemplo de un hom­bre que se estaba alejando de la Igle­sia. Trataba con aspereza e ira a cualquiera que llegaba a su casa, pero uno de nuestros hermanos, a quien se dio la asignación de trabajar con este hombre, llegó a su puerta de cual­quier manera y después de alguna dificultad logró que se le permitiera entrar en su casa. El hombre le pre­guntó muy groseramente, “Bueno, ¿y ahora que quiere conmigo?” Y nuestro hermano le dijo, “He sido en­viado para hacerle una pregunta esencial. La Iglesia desea que le pre­gunte: ¿Qué sucedió en su vida que causó que usted se volviera inactivo en la Iglesia?” Y el hombre le con­testó algo que todos deberíamos re­cordar. Se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo: “No puedo expresarle lo maravilloso que me hace sentir al ver que la Iglesia se preocupa al gra­do de enviarlo para hacerme esa pre­gunta.”

Recordaréis la ocasión en que el joven Jesús, de doce años de edad, se les perdió a sus padres y lo encon­traron en el templo. Cuando regresa­ron para llevarlo consigo, les dijo: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). ¿Qué quiso decir con los negocios de su Padre?

En otra revelación, el Señor recalcó el significado de esa pregunta del joven Jesús. En los primeros días de la Iglesia, el Señor dio una revela­ción a los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec. Dijo: “De modo que, siendo vosotros agentes, estáis en la obra del Señor; y lo que hagáis conforme a la voluntad del Señor es el negocio del Señor” (D. y C. 64:29).

Es que cuando uno llega a ser poseedor del sacerdocio, se convierte en un agente del Señor. Debe considerar su llamamiento como si estu­viera en la obra del Señor. Esto es lo que significa magnificar el sacerdocio. Recordaréis que en otra revelación el Señor dijo algo al respecto de magni­ficar el sacerdocio. Declaró: “Porque los que son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios (es decir los Sacerdo­cios de Melquisedec y Aarónico) de los que he hablado, y magnifican sus llamamientos, son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos” (D. y C. 84:33). Entonces llegan a ser hijos de Dios y son con­tados en ese grupo selecto llamado “La Iglesia del Primogénito”, como lo explicó el Señor en la gran revelación que conocemos como la sección 76 de Doctrinas y Convenios. El sacerdocio es una de las posesiones más preciadas que podemos tener en esta vida.

Pensad cómo contestaríais la interrogación del Maestro si os pre­guntara la misma cosa. ¿No comprendéis que tenéis que estar en los negocios de vuestro Padre? Recordad que cualquier cosa que hagáis de acuerdo con la voluntad del Señor es el negocio del Señor. No debéis considerar vuestro sacerdocio como un llamamiento solamente para el domingo. La voluntad del Señor es que guardéis los mandamientos de Dios. Sed limpios los que lleváis los utensilios del Señor, y recordad esto, que la parte más importante de la obra del Señor que jamás realicéis será dentro de los muros de vuestro propio hogar. Debéis conservar fue­rtes los vínculos familiares. Jamás ol­vidéis esa penetrante declaración del presidente David O. McKay. Esto fue lo que dijo: “Ningún otro éxito puede compensar el fracaso en el hogar.” En vuestra vida comercial y vuestra con­ducta social y servicio público, debéis siempre recordar que jamás habéis de llevar el sacerdocio a lugares donde no querríais que el Señor os viese. ¿Recordaréis las maravillosas pro­mesas que el Señor ofreció a los que fueran fieles a sus llamamientos en el sacerdocio? Él dijo: “Tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios, y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo. El Espíritu Santo será tu compañero constante; tu cetro será un cetro inmu­table de justicia y de verdad; tu do­minio, un dominio eterno, y sin ser obligado correrá hacia ti para siempre jamás” (D. y C. 121:45-46). Esas fueron las palabras inspiradas que llegaron del Señor al profeta, y las repito nuevamente para recordar a cado uno de vosotros vuestras responsabilidades como poseedores del sacerdocio y las grandes bendiciones que serán vuestras si magnificáis vuestros llamamientos como siervos del Altísimo. En mi actual llama­miento como Presidente del Sumo Sacerdocio, o el Sacerdocio de Mel­quisedec en la Iglesia, os doy mi bendición y me uno de manos a vos­otros en esta maravillosa herman­dad, que es según el orden del Hijo de Dios.

Avance la obra de salvación bajo la dirección de vuestro sacerdocio y recordad una y otra vez ese simbolismo sobre el gran Templo de Salt Lake, de que he hablado, que “por medio del sacerdocio de Dios que cada uno de vosotros posee pueden orientarse los que andan perdidos”.

De esa divina verdad os doy mi solemne testimonio en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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