Conferencia General Abril de 1971
¿Soy el Guardián de mi Hermano?

Por el obispo John H. Vandenberg
Obispo Presidente
Una joven madre, que tuvo la difícil experiencia de perder a un hijo pequeño en un accidente, acudió a un líder de la iglesia en busca de una bendición para consolarla en su dolor. Al marcharse, preguntó entre lágrimas: “¿Debe haber siempre dolor en esta vida?”
Al considerar esta pregunta, recordemos a la primera familia en la tierra. Leemos en la Biblia que Eva “concibió y dio a luz a Caín, y dijo: He adquirido varón de parte de Jehová.
“Después dio a luz a Abel, su hermano. Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra”.
Y con el tiempo, Caín se llenó de ira porque el Señor aceptó la ofrenda de Abel, las primicias de su rebaño, pero no aceptó la ofrenda de Caín, que era del fruto de la tierra.
“Y Caín habló con su hermano Abel; y aconteció que estando en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató.
“Y Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?
“Y [el Señor] le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gén. 4:1-10).
El dolor, la tristeza y la tragedia han acompañado a la raza humana desde ese evento. Sin embargo, de este episodio en las Escrituras surge la pregunta: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?”
¿Qué pensamos de esa pregunta? ¿Qué encargo nos ha dado el Señor en relación a ella? Consultemos 1 Juan, capítulo 3:
“Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros.
“Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte.
“En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.
“Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Jn. 3:11, 14, 16, 18).
¿Cuál es la semilla del amor materno? ¿No es el sacrificio? Tal amor se considera el más profundo y tierno. ¿Es esto porque una madre atraviesa el valle de la sombra de la muerte para dar a luz a su hijo y sacrifica constantemente por su bienestar?
¿Es por eso que Cristo ama al mundo? ¿Porque trabajó para crearlo? ¿Porque sacrificó su vida por el mundo y sus habitantes? Se nos dice que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16) para salvarlo de la ruina, y el Hijo estuvo dispuesto a sufrir por la salvación de aquello por lo cual había trabajado.
Todos amamos aquello por lo que sacrificamos. Dar y servir hasta el punto de sacrificar crea amor. El término religión abarca la preocupación por nuestros hermanos, como se nos dice en Santiago 1:27: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones…”.
Cuando la gente dice: “La religión está bien para algunos, pero yo no soy religioso, y no significa nada para mí”, ¿es porque no han experimentado el consuelo que viene de sacrificarse por y servir a sus semejantes?
Tal vez simplemente no han reconocido las necesidades de sus vecinos. Todos tienen una necesidad. El hombre no está solo. Edwin Markham presenta las necesidades básicas del hombre clara y sencillamente en estas palabras:
“Hay tres cosas que el hombre debe poseer si su alma ha de vivir y conocer el bien perfecto de la vida:
“Tres cosas que el Padre, proveedor de todo, da: pan, belleza y hermandad”.
Verdaderamente, nuestro Padre Celestial ha hecho posible que recibamos nuestro pan diario, pues dijo, refiriéndose al cumplimiento de sus mandamientos:
“De cierto os digo que si hacéis esto, os pertenecen la plenitud de la tierra, las bestias del campo y las aves del aire, y lo que sube sobre los árboles y anda sobre la tierra;
“…ya sea para alimento o para vestido, o para casas, o para graneros, o para huertos, o para jardines, o para viñedos;
“Sí, todas las cosas que vienen de la tierra, a su tiempo, son hechas para el beneficio y el uso del hombre, tanto para agradar el ojo como para alegrar el corazón;
“Sí, para alimento y para vestido, para el gusto y para el olor, para fortalecer el cuerpo y para animar el alma.
“Y agrada a Dios que haya dado todas estas cosas al hombre…
“Y en nada ofende el hombre a Dios, ni se enciende su ira contra ninguno, sino contra aquellos que no confiesan su mano en todas las cosas y no guardan sus mandamientos” (DyC 59:16-21).
Dado que Dios ha sido tan bueno con nosotros, nos ha pedido que seamos buenos con nuestros hermanos que quizás no sean tan afortunados como nosotros, pues nos ha amonestado: “Y he aquí, recordarás a los pobres y consagrarás de tus propiedades para su sustento lo que tengas para impartirles…
“Y en cuanto impartiéreis de vuestros bienes a los pobres, a mí lo haréis; y los pondrán ante el obispo de mi iglesia…” (DyC 42:30-31).
Este mandamiento de proveer para nuestros hermanos necesitados se encuentra en el principio de ayuno, como leemos en la Historia de la Iglesia:
“Que esto sea un ejemplo para todos los santos, y nunca habrá falta de pan: cuando los pobres estén hambrientos, que aquellos que tienen, ayunen un día y den lo que habrían comido a los obispos para los pobres, y todos abundarán por mucho tiempo; y este es un gran e importante principio de ayunos, aprobado por el Señor. Y mientras los santos vivan este principio con corazones alegres y rostros radiantes, siempre tendrán en abundancia” (Vol. 7, p. 413).
Brigham Young se dirigió a los Santos de la siguiente manera:
“Sabéis que el primer jueves de cada mes lo guardamos como día de ayuno. ¿Cuántos aquí conocen el origen de este día? Antes de que se pagara el diezmo, los pobres eran sostenidos por donaciones. Vinieron a José y querían ayuda, en Kirtland, y él dijo que debía haber un día de ayuno, el cual se decidió. Debía celebrarse una vez al mes, como es ahora, y todo lo que se habría comido ese día, de harina, carne, frutas, o cualquier otra cosa, debía llevarse a la reunión de ayuno y entregarse a una persona seleccionada para cuidarlo y distribuirlo entre los pobres. Si hiciéramos esto fielmente ahora, ¿creéis que a los pobres les faltarían harina, mantequilla, queso, carne, azúcar o cualquier cosa que necesiten para comer? No, habría más de lo que podrían usar todos los pobres entre nosotros. Es economía para nosotros tomar este curso y hacer mejor por nuestros hermanos y hermanas pobres que lo que se ha hecho hasta ahora. Que esto se publique en nuestros periódicos. Que se envíe a la gente que el primer jueves de cada mes, el día de ayuno, todo lo que comerían esposos, esposas, hijos y sirvientes se ponga en manos del obispo para el sustento de los pobres…” (Journal of Discourses, vol. 12, pp. 115-116).
Aliento a los obispos a presentar este principio ante su gente hoy para que podamos suplir más plenamente el pan y otras necesidades esenciales de nuestros hermanos que se encuentran en circunstancias desafortunadas.
Edwin Markham, como recordarán, dijo que nuestro Padre, proveedor de todo, nos daría no solo pan, sino también belleza y hermandad.
¿Nos ha provisto el Señor de belleza? Cualquiera que lo dude solo necesita abrir los ojos al amanecer y al atardecer y sus oídos al sonido de la lluvia y el viento, maravillarse de los colores de las flores y el arco iris, percibir la variedad en el paisaje del desierto y el bosque, los campos de grano, las montañas, ríos y océanos. En esta época del año comenzamos a emocionarnos con la nueva vida de la primavera, y al perdernos en la vida que nos rodea, nos convertimos en parte de ella.
Toda la tierra, sin esterilidad, alegra el corazón. En nuestra preocupación por ser guardianes de nuestro hermano, podemos ayudarnos mutuamente a comprender el don de la belleza que poseemos. Tomémonos el tiempo para ver, sentir y disfrutar de todo lo que Dios ha creado para nosotros. Margaret L. White nos recuerda esta responsabilidad con las siguientes palabras:
“Tomé la mano de un niño pequeño para llevarlo al Padre. Mi corazón estaba lleno de gratitud por el feliz privilegio. Caminamos despacio. Ajusté mis pasos a los pasos cortos del niño. Hablábamos de las cosas que el niño notaba. A veces recogíamos las flores del Padre y acariciábamos sus suaves pétalos y amábamos sus colores brillantes. A veces era uno de los pájaros del Padre. Lo observábamos construir su nido. Veíamos los huevos que ponía. Nos maravillábamos, emocionados, del cuidado que daba a sus crías. A menudo contábamos historias del Padre. Yo se las contaba al niño, y el niño me las contaba a mí. Las contábamos, el niño y yo, una y otra vez. A veces nos deteníamos para descansar, apoyándonos en uno de los árboles del Padre, dejando que su aire fresco refrescara nuestras frentes, y sin hablar. Y luego, al anochecer, nos encontramos con el Padre. Los ojos del niño brillaban. Miraba amorosa, confiada y ansiosamente hacia el rostro del Padre. Puso su mano en la mano del Padre. Por un momento, fui olvidado. Estaba contento” (Minute Masterpieces, p. 99).
La belleza: un don del Padre, proveedor de todo.
¿Qué hay de la hermandad, la tercera necesidad del hombre, quizás la mayor? Seguramente en este mundo moderno, donde abundan el odio y la envidia, el llamado a “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” y a “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37, 39) es esencial si alguna vez se ha de encontrar la paz.
Parece que el hombre no tiene límites para las comodidades físicas que puede producir. Nos jactamos de cómo nuestro conocimiento se expande a medida que se hacen nuevos descubrimientos que abren el mundo materialista. Sin embargo, el progreso en la solución del problema de cómo vivir con nuestros hermanos parece tan lento en comparación.
Una de las muchas historias que se encuentran en las Escrituras relacionadas con el amor fraternal es la del libro de Ester, la historia de la bella judía que encontró favor ante el rey y se convirtió en reina. Amán, quien había sido puesto sobre todos los príncipes, se llenó de ira cuando Mardoqueo, el tío de Ester, se negó a inclinarse ante él, y tramó un plan para destruir a todos los judíos. Mardoqueo, al enterarse de la proclamación de muerte, envió un mensaje a la reina Ester para “rogarle que fuese al rey a suplicarle y a interceder delante de él por su pueblo”.
Ester explicó la ley y respondió: “todo hombre o mujer que entra al rey en el atrio interior, sin ser llamado, ha de morir, a menos que el rey extienda el cetro de oro para que viva; y yo no he sido llamada para entrar al rey estos treinta días”.
Mardoqueo respondió: “… tú y la casa de tu padre pereceréis”.
En ese momento, Ester comprendió su responsabilidad hacia sus hermanos y contestó: “Ve y reúne a todos los judíos que se hallan en Susa, y ayunad por mí, y no comáis ni bebáis en tres días, noche y día; también yo con mis doncellas ayunaré igualmente, y entonces entraré a ver al rey, aunque no sea conforme a la ley; y si perezco, que perezca” (Ester 4:8, 11, 14, 16).
Como resultado de esta decisión de poner el asunto en manos del Señor, Ester pudo realizar este gran servicio para sus hermanos y salvarlos.
Nuestros hermanos están constantemente con nosotros, y debemos no solo ser conscientes de ellos, sino también del extraño entre nosotros. Permitamos que estas palabras de Burton Hillis nos recuerden esta obligación:
“Si hoy hay un extraño en tu vecindario, mejor ve a verlo. Tal vez necesite un amigo. Si sigue siendo un extraño mañana, mejor revisa tu vecindario”.
Un ejemplo de hermandad en acción ocurrió hace unas semanas en el Valle de San Fernando en California. La gran sacudida del terremoto fue a las seis de la mañana; pero los maestros orientadores, líderes de la Sociedad de Socorro y quórumes del sacerdocio casi de inmediato comenzaron a hacer su parte para ayudar a cientos de personas evacuadas de sus hogares. Muchas de estas familias encontraron refugio en los hogares de los miembros de la Iglesia.
Dentro de treinta minutos, una pareja de maestros orientadores pasó por la casa de su obispo para recibir instrucciones especiales antes de hacer un rápido recorrido por las familias asignadas. Otros maestros orientadores llamaron a los líderes del sacerdocio, quienes a su vez informaron a los obispos, y los obispos informaron a los presidentes de estaca. Dentro de seis horas después de la primera sacudida, algunos barrios ya podían dar cuenta de la mayoría de sus miembros.
Los presidentes de estaca intentaron identificar las áreas más afectadas y ofrecer asistencia donde más se necesitaba. Un quórum de sacerdotes en Granada Hills trasladó a una familia con siete hijos a otro hogar. Un primer consejero en el obispado se despertó cuando su chimenea cayó sobre su techo, rompiendo algunas vigas y abriendo un agujero en el techo; pero dijo: “No estaba tan preocupado por eso como por la casa de mi vecino, que inmediatamente se incendió. Nadie tenía agua, así que subimos a los techos para apagar las chispas”.
Un obispo que estaba de camino al trabajo cuando ocurrió el terremoto estaba preocupado por no poder contactar su hogar ni a los miembros de su barrio durante varias horas. Pero en su ausencia, los miembros del sacerdocio habían actuado, y para la tarde ya se había contactado a cada familia del barrio. Su esposa informó que tan pronto como se restauró el servicio telefónico, recibió llamadas constantes de familias que ofrecían recibir a personas evacuadas en sus hogares. “La gente ha sido maravillosa”, informó. “Renueva tu fe la forma en que se ayudan cuando las cosas se ponen difíciles”.
Las cosas se ponen difíciles en algún lugar cada día, aunque no siempre de manera tan drástica. El Señor sabe que nos necesitamos unos a otros, y por esa razón nos ha hecho hermanos.
Demostremos nuestra gratitud por estas necesidades básicas que nuestro Padre Celestial ha provisto viviendo lo que profesamos creer y siendo verdaderamente guardianes de nuestro hermano. Si vamos a entrar de nuevo en la presencia de Dios, será alcanzando a otros, porque no podemos acercarnos más a Dios de lo que podemos acercarnos a nuestros semejantes, lo cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
























