Conferencia General Octubre 1971
Este Mismo Jesús

Por el élder Hugh B. Brown
del Consejo de los Doce
Una de las compensaciones por estar lejos de casa es el regreso, donde recibimos una cálida bienvenida. Salimos el 22 de septiembre para un rápido viaje a Tierra Santa, y con respecto a eso, quisiera hablar brevemente. No voy a imponerles un relato de viaje, pero me referiré a algunos de los lugares que visitamos y al efecto que tuvieron en nosotros esas visitas.
Me acompañaron el Dr. Truman Grant Madsen de la Universidad Brigham Young, quien ha realizado muchos viajes con distintos grupos y conoce bien el país y la historia de Cristo; y el Dr. J. Louis Schricker, quien se comprometió a cuidar de mi salud durante el viaje. Así, con estos dos buenos hombres, partí hacia Nueva York, París y luego Tel Aviv. De allí, fuimos en automóvil a Jerusalén y nos alojamos en el Hotel Intercontinental en la cima del Monte de los Olivos, que nos ofrecía una hermosa vista de Jerusalén. El Monte de los Olivos fue famoso y sagrado por las frecuentes visitas de Cristo, y cuando Él regrese, este monte se partirá en dos al descender.
Visitamos Belén, y al estar en esa hermosa y tranquila ciudad, casi podíamos escuchar las voces de los ángeles y las huestes celestiales cantando “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad hacia los hombres!”.
Pensamos en la declaración de guerra que Belcebú hizo al nacer este niño, pareciendo saber lo que representaba, y declaró la guerra a este bebé y a todos sus seguidores.
Fuimos luego a la tumba de Abraham cerca del arroyo Cedrón y al día siguiente a Jericó. Recordarán que Jericó es aquella ciudad donde una banda militar tocó con tal claridad que las murallas de Jericó cayeron al suelo.
En el camino hacia Jericó, pasamos por el lugar famoso por las palabras del Maestro al responder la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”. Él contó la historia del Buen Samaritano, donde un hombre tuvo el valor de cruzar barreras raciales y ayudar a alguien a quien no se le permitía ayudar. Pasamos por este lugar, donde hay una pequeña posada llamada el Buen Samaritano.
Desde Jericó, descendimos por el valle del río Jordán hasta el Mar Muerto, y desde allí subimos a las tumbas y cuevas donde se encontraron los rollos. Fue un viaje glorioso, y al regresar a Jerusalén, decidimos visitar nuevamente el Jardín de Getsemaní. Fue allí donde Jesús sufrió su mayor angustia, donde sudó gotas de sangre, y mientras oraba solo en el jardín, sus discípulos quedaron afuera. Dijo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Al recordar esas palabras, pensé en lo maravilloso que sería para todos nosotros tener el valor, la visión y la fortaleza de decir en cualquier circunstancia: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esa actitud aligera cualquier carga y hace menos difícil cualquier tarea.
Recorrimos la Vía Dolorosa, el camino por el que cargó su cruz hasta el Gólgota. Se discute y se debate mucho sobre el lugar exacto de este evento, pero algo parece seguro: que fue crucificado en esta Colina de los Cráneos, como se le llama.
Luego, bajamos al jardín y a la tumba. Al estar junto a la puerta de esa tumba, recordé a las mujeres que vinieron con sus especias. Estas mujeres, que fueron las últimas en la cruz y las primeras en la tumba, no podían imaginar que no se les permitiría ungir su cuerpo; pero cuando vieron que Él ya no estaba allí y que la piedra había sido removida, los ángeles en la tumba dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24:5–6). Ellas no comprendían el significado de lo que escuchaban. Y entonces María, al darse vuelta, vislumbró los pies y tobillos de alguien cerca. Pensó que era el jardinero y dijo: “He venido a buscar al Maestro. Dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré” (ver Juan 20:15).
Jesús extendió su mano y le dijo, en esa voz que solo Él podía usar: “María”. Ella miró y vio el rostro de Jesucristo y estaba a punto de abrazarlo. Fue un sentimiento notable el que tuvimos al recordar estas cosas; y nosotros, los tres, oramos cada día, pidiendo a Dios que nos guiara en nuestro viaje y que nos ayudara a emular el ejemplo de Aquel que hizo que ese país fuera tan famoso y tan sagrado.
Después de visitar otros lugares en Jerusalén, nos dirigimos al norte, comenzando en el Mar de Galilea. En el camino, visitamos el Monte Tabor, que se cree es el Monte de la Transfiguración, donde Moisés y Elías se reunieron con Jesús, y Él fue transfigurado ante Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban en ese monte, Cristo los instruyó, y Pedro, sintiendo que era un buen lugar para estar, dijo: “Hagamos aquí tres enramadas, una para Moisés, otra para Elías y otra para ti” (ver Mateo 17:4; también James E. Talmage, Jesús el Cristo, pp. 370–371). Sin embargo, eso no se consideró prudente en ese momento.
Desde el Monte Tabor continuamos hacia Nazaret y llegamos al Mar de Galilea. Todos quedamos asombrados al ver este hermoso y tranquilo valle verde y el Mar de Galilea. Aquí fue donde Jesús caminó sobre el agua. Aquí fue donde calmó la tempestad y realizó muchos milagros.
Al mirar a través de una parte del mar, vimos el Monte de las Bienaventuranzas, donde se dice que se predicó el Sermón del Monte. Fue inmensamente impresionante, y esa noche regresamos con gratitud en nuestros corazones por pertenecer a la Iglesia de Jesucristo, quien guió a su pueblo en ese país árido y fue llevado por ellos a la cruz.
Al regresar al valle del Jordán, vimos las ciudades en las colinas a ambos lados del camino. Nos impresionó al llegar a Nazaret, que también es una ciudad en una colina. Jesús vivió allí un tiempo, y por eso se le conoció como el Nazareno. Volvimos a Jerusalén, y día tras día visitamos puntos de interés en esa gran ciudad.
Les cuento estas cosas para indicar el objetivo de nuestra visita, que fue acercarnos a Él, regresar a casa con una devoción renovada, con un compromiso renovado a su obra, con una mayor certeza de que Él es el Hijo de Dios, como nos ha dicho el hermano Anderson esta tarde. Pedro dijo lo que muchos de nosotros quisiéramos decir cuando Jesús le preguntó: “… ¿quién decís que soy?” Él respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Jesús le dijo: “No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:15–17).
Quiero decirles, mis hermanos y hermanas, como es mi llamamiento como testigo de Cristo, que yo también lo sé, y lo sé por la misma fuente que lo supo Pedro, pues carne ni sangre me han revelado este conocimiento, sino nuestro Padre que está en los cielos. Y desde lo profundo de mi corazón le digo a Él y a ustedes, al recordar ese viaje por Tierra Santa: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, y lo sé como sé que vivo.
Que Dios los bendiga, mis hermanos y hermanas, y a todos nosotros, mientras nos dedicamos a su obra y a unos a otros, para que podamos seguir el ejemplo de aquellos que han hablado en esta gran conferencia. Vi algunas de las sesiones de la conferencia por televisión, y recuerdo las palabras del presidente Joseph Fielding Smith en la sesión de apertura, cuando dio el discurso principal aconsejando a los Santos que sigan los pasos del Señor.
Entonces, en esta sesión de clausura, renovemos ese llamado y redediquémonos a la tarea inconclusa de llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna de los hombres. Les doy este testimonio y les traigo este informe de mis actividades, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























