Jesucristo:
La esperanza y la promesa de la Pascua de Resurrección
Mediante la esperanza y la promesa de la Pascua de Resurrección, Jesucristo colma los anhelos de nuestro corazón y responde las preguntas de nuestra alma.
Cree un momento de quietud y haga que el lugar en el que se encuentre sea un santuario espiritual mientras lee este mensaje.
Con demasiada frecuencia, nuestro mundo es bullicioso, lleno de engaño y orgullo. Pero cuando somos francos, sinceros y vulnerables con nosotros mismos y con Dios, la esperanza y la promesa en Jesucristo de la Pascua de Resurrección llegan a ser reales. En momentos como esos, imploramos:
“¿Cómo puedo volver a ver a mi familiar, a mi amigo, a mi ser querido?”.
“En un mundo de relaciones a menudo fugaces en las que se prioriza el interés propio, ¿dónde encuentro y siento paz, esperanza y comunión con Dios (véase Doctrina y Convenios 107:19), con los que me rodean y conmigo mismo?”.
“¿Hay alguien a quien pueda amar y que realmente me ame a mí? ¿Pueden las relaciones por convenio crecer y perdurar, no como un cuento de hadas, sino con lazos más fuertes que los lazos de la muerte, en verdad felices y para siempre?”.
“En donde hay mucho dolor, sufrimiento e injusticia, ¿cómo puedo contribuir a la paz, a la armonía y al entendimiento en Jesucristo, y en Su Evangelio restaurado y Su Iglesia?”.
En esta época de Pascua de Resurrección, comparto mi testimonio de Jesucristo y de Su promesa y esperanza.
La promesa de pertenecer al convenio y de tener propósito
Dios, nuestro Eterno Padre Celestial; Jesucristo, Su Hijo Amado; y el Espíritu Santo están personalmente cerca de nosotros. Su luz infinita y eterna, compasión y amor redentor están entrelazados con el propósito de la Creación y el tejido de nuestra existencia (véanse Alma 30:44; Moisés 6:62–63).
En el concilio preterrenal de los cielos, “alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos [e hijas] de Dios” (Job 38:7), decidimos elegir, ahora andamos por la fe. Por medio de nuestra propia experiencia, descubrimos la belleza, la claridad, el gozo y el propósito prometidos por Dios en medio de la incertidumbre, el desaliento y los desafíos de la vida terrenal.
No estamos destinados a andar errantes y solos en la incertidumbre existencial. Podemos estar en comunión con el cielo, edificar la fe y el sentido de pertenencia en la familia y en el hogar y la comunidad de los santos, y convertirnos en el ser más leal, más libre, más auténtico y más dichoso que podamos ser mediante la obediencia voluntaria y gozosa a los mandamientos de Dios. La Expiación —en Jesucristo y por medio de Él— brinda ese sentido de pertenencia al convenio.
La esperanza de la vida y la misión de Jesucristo
Cada día, la esperanza y la promesa de la Pascua de Resurrección incluyen las bendiciones y enseñanzas que Jesucristo compartió durante Su perfecto ministerio terrenal. Preordenado en el principio, Jesucristo nació como el Hijo Unigénito de Dios (véanse Jacob 4:5; Alma 12:33–34; Moisés 5:7, 9). Jesús creció en sabiduría y en estatura, y hallando gracia para con Dios y los hombres (véase Lucas 2:52). Procurando únicamente hacer la voluntad de Su Padre, Jesucristo perdonó pecados, sanó enfermedades, levantó a los muertos y consoló al enfermo y al solitario.
En una ocasión, después de haber ayunado cuarenta días, Él testificó: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los quebrantados” (Lucas 4:18; véase también Isaías 61:1).
Eso somos cada uno de nosotros.
En la Última Cena, Jesucristo lavó los pies a Sus discípulos (véase Juan 13:4–8). Tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, siendo Él mismo el “agua viva” y “el pan de vida”, instituyó la Santa Cena. En la sagrada ordenanza de la Santa Cena, invocamos al Padre y hacemos convenio de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo, recordarle siempre y guardar Sus mandamientos, para que siempre podamos tener Su Espíritu con nosotros (véanse Lucas 22:19–20; 3 Nefi 18:7, 10–11).
En el Jardín de Getsemaní, Jesús sufrió más de lo que el hombre puede sufrir a fin de redimirnos y expiar por nosotros. La sangre le brotó de cada poro. Padeció esos dolores por todos, para que nosotros no padezcamos, si nos arrepentimos (véanse Doctrina y Convenios 18:11; 19:16).
Traicionado y acusado falsamente, Jesucristo fue escarnecido y azotado, y le pusieron una corona de espinas sobre Su humilde cabeza (véanse Mateo 27:26, 29; Marcos 15:15, 17, 20, 31; Lucas 22:63; Juan 19:1–2). “Molido por nuestras iniquidades […] por sus heridas fuimos nosotros sanados” (Isaías 53:5). Él fue “levantado sobre la cruz” para atraernos a Él (véase 3 Nefi 27:14–15). Sin embargo, incluso en la cruz, Jesucristo perdonó (véase Lucas 23:34). Pidió a Juan que cuidara de Su madre (véase Juan 19:26–27). Se sintió abandonado (véanse Mateo 27:46; Marcos 15:34). Para que se cumpliera la Escritura, Él dijo que tenía sed (véase Juan 19:28). Cuando se hubo logrado todo, Él por sí mismo “expiró” (Lucas 23:46; véase también Juan 10:17–18).
Jesucristo sabe cómo socorrernos en nuestras enfermedades y debilidades, soledad, aislamiento y dificultades (véase Alma 7:12). Tales aflicciones a menudo son consecuencia de las decisiones de otras personas. Él también sabe cómo regocijarse con nosotros en nuestras alegrías y gratitud, y cómo llorar con nosotros cuando nuestro gozo es completo. Con ternura, Él nos llama en Su nombre, con Su voz, a Su redil. Él llama a cada persona en todas partes, nos invita a ver y entender la vida terrenal a través de una perspectiva eterna. Conforme caminemos con rectitud y guardemos nuestros convenios, Él promete que todas las cosas obrarán juntamente para nuestro bien (véanse Doctrina y Convenios 90:24; Romanos 8:28).
En Su tiempo y a Su manera, la restauración llega, no solo a cómo eran las cosas, sino también a lo que pueden llegar a ser. Ciertamente Jesucristo puede liberarnos del cautiverio y del pecado, de la muerte y del infierno, y puede ayudarnos a desarrollar plenamente nuestra identidad divina al llegar a ser más de lo que jamás imaginamos, por medio de la fe y del arrepentimiento.
La promesa de liberación
Gracias a Jesús, la muerte no es el final. En la Pascua de Resurrección, declaramos:
Cristo libertad nos dio,
y la muerte conquistó.
Por mandamiento y poder de Su Padre, Jesús pudo poner Su vida y volverla a tomar (véase Juan 10:17). Mientras Su cuerpo yacía en la tumba, Jesucristo organizó y ministró en el mundo de los espíritus, declarando “su redención de las ligaduras de la muerte” (Doctrina y Convenios 138:16).
En la mañana del tercer día, se levantó de la tumba, habló con María, se apareció a dos discípulos en el camino a Emaús, a Sus apóstoles y a otras personas (véanse Mateo 28; Marcos 16; Lucas 24; Juan 20).
En un testimonio en modo de quiasmo, invitó a Sus discípulos a echar las redes al otro lado de la barca; esta vez, aunque estaban llenas de peces de nuevo, las redes no se rompieron (véanse Juan 21:6–11; Lucas 5:3–7). Alimentó a los discípulos y suplicó a Pedro tres veces que apacentara Sus ovejas y corderos (véase Juan 21:12–17). Ascendió al cielo y declaró que Sus discípulos de entonces y todos nosotros ahora debemos compartir las gloriosas nuevas de la Pascua de Resurrección y Su Evangelio con toda nación, tribu y pueblo (véanse Mateo 28:19–20; Marcos 16:15).
Jesucristo es nuestro Buen Pastor y el Cordero de Dios. Él dio Su vida por Sus ovejas y da Su vida a Sus ovejas. En el jardín y en la cruz, Él soportó lo insoportable y expió por nosotros. En este tiempo y en la eternidad, Él nos muestra, por medio del ejemplo, cómo “la muerte ya la puerta es a la eternidad”.
Mediante el poder de la Expiación y Resurrección de Cristo, nuestro cuerpo y espíritu se reunirán en la resurrección física. Seremos gloriosos, restaurados en semejanza y forma física, miembro por miembro. Hasta los cabellos de la cabeza serán restaurados. Estaremos libres de las dolencias del tiempo, de las enfermedades, de los accidentes físicos y de la incapacidad mental. La Expiación de Cristo puede bendecirnos para superar todo tipo de separación espiritual y muerte espiritual. Con la condición de que nos arrepintamos, somos liberados de todo pecado y dolor, y se nos da acceso a una plenitud eterna de amor y gozo. Puros, limpios, libres, podemos regresar con nuestras más preciadas relaciones familiares a la gloriosa y celestial presencia de Dios nuestro Padre y de Jesucristo.
Volveremos a ver a nuestros seres queridos. Cuando nos reunamos con quienes amamos, nos veremos unos a otros con una perspectiva eterna: con mayor amor, comprensión y bondad. La Expiación de Jesucristo puede ayudarnos a recordar lo que importa y a olvidar lo que no importa. Ver a nuestro Salvador y nuestras relaciones interpersonales con mayor fe y gratitud trae paz, alivia cargas, reconcilia corazones y une a las familias por el tiempo y la eternidad.
La esperanza de abundancia y gozo
La Pascua de Resurrección en Jesucristo incluye que las ventanas de los cielos se abran, el fruto de la vid se multiplique y las tierras lleguen a ser encantadoras. La Pascua de Resurrección en Jesucristo incluye consolar y cuidar de las viudas y los huérfanos; del hambriento y del desamparado; de quienes tienen temor, sufren abusos o corren peligro inocentemente. Teniendo presente a cada uno de ellos, Jesucristo nos invita a ver y ministrar con amor y compasión, como Él lo hace.
En todas las cosas buenas, Jesucristo restaura abundantemente (véanse Juan 10:10; Alma 40:20–24). Él promete que “la tierra está llena, y hay suficiente y de sobra” (Doctrina y Convenios 104:17). Su restauración de todas las cosas incluye la plenitud de Su Evangelio, Su autoridad y poder del sacerdocio, y las ordenanzas y convenios sagrados que se encuentran en Su Iglesia, llamada por Su nombre, a saber, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La Pascua de Resurrección en Jesucristo incluye más santas casas del Señor que se acercan más a los hijos de Dios en muchos lugares, llevando a nuestro corazón la doctrina de ser “salvadores [en el] monte Sion” (véase Abdías 1:21). El Señor proporciona una manera santificadora y desinteresada de que ofrezcamos en la tierra lo que los seres queridos que han partido necesitan y desean en la eternidad y que no pueden obtener por sí mismos.
Tal es mi esperanza, promesa y testimonio. Doy testimonio de Dios, nuestro Padre; de nuestro Salvador y Redentor, Jesucristo; y del Espíritu Santo. En la Pascua de Resurrección y todos los días, ruego que encontremos esperanza y promesas eternas en el divino plan de felicidad de Dios, con su senda de los convenios de transformación divina de la mortalidad a la inmortalidad y la vida eterna. Que la certeza de la Expiación de Jesucristo aligere cada día nuestras cargas, nos ayude a consolar a otras personas en sus pesares y nos libere el alma para recibir Su gozo pleno.
Mediante la esperanza y la promesa de la Pascua de Resurrección, Jesucristo colma los anhelos de nuestro corazón y responde las preguntas de nuestra alma.

























