
La Mujer
Por 15 Autoridades Generales
Por Spencer W. KImball
Las Mujeres de Dios
Élder Neal A. Maxwell
Sabemos muy poco sobre las razones de la división de deberes entre la feminidad y la masculinidad, así como entre la maternidad y el sacerdocio. Estas divisiones fueron determinadas divinamente en otro tiempo y en otro lugar. Estamos acostumbrados a enfocarnos en los hombres de Dios porque a ellos pertenece el sacerdocio y la línea de liderazgo. Pero paralela a esa línea de autoridad, fluye una corriente de influencia justa que refleja a las extraordinarias mujeres de Dios que han existido en todas las épocas y dispensaciones, incluida la nuestra. La grandeza no se mide en pulgadas de columna, ni en los periódicos ni en las Escrituras. Por lo tanto, la historia de las mujeres de Dios es, por ahora, un drama no contado dentro de otro drama.
Nosotros, los hombres, conocemos a las mujeres de Dios como esposas, madres, hermanas, hijas, compañeras y amigas. Parecen apaciguarnos, suavizarnos, y sí, enseñarnos e inspirarnos. Por ustedes sentimos admiración tanto como afecto, porque la rectitud no es cuestión de rol, ni la bondad cuestión de género. En la obra del reino, el hombre y la mujer no son sin el otro, pero no deben envidiarse mutuamente, no sea que con inversiones y renuncias de roles, convirtamos en un desierto tanto a la feminidad como a la masculinidad.
Así como ciertos hombres fueron preordenados desde antes de la fundación del mundo, así también ciertas mujeres fueron designadas para tareas específicas. Fue el diseño divino —no el azar— lo que llevó a María a ser la madre de Jesús. El joven profeta, José Smith, fue bendecido no solo con un gran padre, sino también con una madre excepcional, Lucy Mack, quien influyó en toda una dispensación.
Cuando queremos medir la lealtad amorosa en una relación humana, ¿acaso no hablamos de Rut y Noemí aún más que de David y Jonatán? No es de extrañar que Dios, con su perfecta consideración hacia las mujeres, sea tan insistente con respecto a nuestras obligaciones hacia las viudas.
Una viuda con su pequeña ofrenda nos enseñó cómo diezmar. Una viuda empobrecida y hambrienta, junto a su hijo también hambriento, nos enseñó a compartir, al darle su harina y aceite al profeta Elías. El instinto maternal divino de una mujer egipcia rescató a Moisés de entre los juncos, moldeando así la historia y demostrando que un bebé es una bendición, no una carga.
¿Qué conversación de anticipación ha sido más grandiosa que la de Elisabet y María, cuando el niño en el vientre de Elisabet saltó en reconocimiento de María? (Lucas 1:41) ¿No nos dice mucho sobre la inteligencia intrínseca de las mujeres el leer sobre la escena de la crucifixión en el Calvario? “Y estaban allí muchas mujeres mirando de lejos.” (Mateo 27:55) Su presencia era una oración; su permanencia, como una letanía.
¿Y quiénes fueron las primeras en llegar a la tumba vacía del Cristo resucitado? Dos mujeres. ¿Quién fue el primer ser mortal en ver al Salvador resucitado? María Magdalena. La sensibilidad espiritual especial mantiene a las mujeres de Dios esperando mucho después de que muchos otros hayan cesado.
La caridad de las buenas mujeres es tal que su “amor no se jacta”; no se alegran “de la injusticia”; están demasiado ocupadas sirviendo como para sentarse, con actitud de estatus, esperando ser ofendidas. Como María, meditan con confianza aquellos misterios que paralizan a otros. Dios confía tanto en las mujeres que les permite dar a luz y cuidar a sus hijos espirituales.
En nuestro reino moderno, no es casualidad que a las mujeres se les haya asignado, por medio de la Sociedad de Socorro, el servicio compasivo. Tan a menudo, el servicio de las mujeres parece instintivo, mientras que el de algunos hombres parece más esforzado. Es precisamente porque las hijas de Sion son tan extraordinarias que el adversario no las deja en paz.
Saludamos a nuestras hermanas por el gozo que es suyo cuando se regocijan con la primera sonrisa de un bebé y cuando escuchan con oído atento el relato del primer día de escuela de un niño, lo cual demuestra una abnegación especial. Las mujeres, más rápidamente que otros, entenderán los peligros potenciales cuando la palabra “yo” se coloca militante delante de otras como “realización”. Mecen a un niño que llora sin preguntarse si el mundo de hoy las está dejando atrás, porque saben que tienen el mañana firmemente en sus brazos.
Con frecuencia, nuestras hermanas consuelan a otros cuando sus propias necesidades son mayores que las de quienes consuelan. Esa cualidad es como la generosidad de Jesús en la cruz. La empatía en medio de la agonía es una porción de divinidad.
Doy gracias al Padre porque su Unigénito Hijo no dijo con protesta desafiante en el Calvario: “¡Mi cuerpo es mío!”. Me pongo en pie en admiración de las mujeres de hoy que resisten la moda del aborto rehusando convertir el vientre sagrado en una tumba.
Cuando se revele por completo la verdadera historia de la humanidad, ¿se destacarán los ecos de los disparos o el sonido formador de nanas? ¿Los grandes armisticios pactados por militares o la obra pacificadora de las mujeres en los hogares y vecindarios? ¿Acaso lo que ocurrió en cunas y cocinas demostrará ser más influyente que lo ocurrido en congresos? Cuando el oleaje de los siglos haya convertido las grandes pirámides en solo arena, la familia eterna seguirá en pie, porque es una institución celestial, formada fuera del tiempo telestial. Las mujeres de Dios lo saben.
No es de extrañar que los hombres de Dios apoyen y sostengan a nuestras hermanas en sus funciones únicas, porque abandonar el hogar para tratar de moldear la sociedad es como sacar sin pensar los dedos cruciales de un dique en peligro, para enseñar a otros a nadar.
Amamos a nuestras hermanas por responder a la falta de consideración con cortesía, y al egoísmo con generosidad. Nos conmueve la elocuencia de su ejemplo. Estamos profundamente agradecidos por su paciencia con nosotros como hombres cuando no estamos en nuestro mejor momento, porque —como Dios— nos aman no solo por lo que somos, sino por lo que tenemos el poder de llegar a ser.
Tenemos una admiración especial por las mujeres solteras, no celebradas pero intachables, entre quienes se encuentran algunas de las hijas más nobles de Dios. Estas hermanas saben que Dios las ama, individual y distintamente. Eligen sabiamente sus carreras, aunque no puedan tener la carrera más anhelada. Aunque en su segundo estado no han recibido su primer deseo, aun así vencen al mundo. Estas hermanas, que no pueden ahora enriquecer la institución de su propio matrimonio, a menudo enriquecen otras instituciones en la sociedad. No retienen sus bendiciones simplemente porque algunas bendiciones les son retenidas por ahora. Su confianza en Dios es como la de las esposas que no pueden tener hijos —no por elección— y que, en la justicia de Dios, recibirán bendiciones especiales algún día.
A las esposas que, por una razón u otra, no pueden tener hijos propios—pero que aman lo suficiente como para alcanzar a niños merecedores mediante la adopción para hacerlos suyos— también les expresamos nuestra admiración. Las esposas sin hijos pueden prestar un servicio significativo a los hijos de nuestro Padre Celestial, incluso si no pueden tener hijos propios, ya sea de manera natural o mediante la adopción.
Yo, junto con mis hermanos del sacerdocio, expreso gratitud eterna a nuestras compañeras eternas. Sabemos que no podemos ir a ningún lugar que realmente importe sin ustedes, ni querríamos que fuera de otro modo. Cuando nos arrodillamos para orar, nos arrodillamos juntos. Cuando nos arrodillamos en el altar del santo templo, nos arrodillamos juntos. Cuando lleguemos a la puerta final donde Jesús mismo es el portero, si somos fieles, pasaremos por esa puerta juntos.
El profeta que preside sobre nosotros hoy podría hablarnos de ese compañerismo, cuando al recibir su abrumador llamamiento apostólico fue consolado por su Camilla, quien al ver su angustia y su llanto por sentirse insuficiente, pasó sus dedos por su cabello y le dijo: “Tú puedes hacerlo, tú puedes hacerlo.” Y sin duda lo ha hecho, pero con ella a su lado.
¡Que nuestros hermanos noten cómo todos los profetas tratan a sus esposas y honran a las mujeres, y hagamos nosotros lo mismo!
Finalmente, recordemos: Cuando regresemos a nuestro verdadero hogar, será con la “aprobación mutua” de aquellos que reinan en las “regias cortes en lo alto”. Allí encontraremos una belleza que ningún ojo mortal ha visto; escucharemos sonidos de música sublime que ningún oído mortal ha oído. ¿Podría ser posible una bienvenida tan majestuosa sin los arreglos anticipados de una Madre Celestial?
Mientras tanto, no hay caminos separados que conduzcan a ese hogar celestial. Solo hay un camino recto y angosto, al final del cual, aunque lleguemos con lágrimas en los ojos, seremos de inmediato “empapados de gozo.”
























