
Confiar en Jesús
Jeffrey R. Holland
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Enseñar, Predicar, Sanar
Me gustaría compartir algunas sugerencias para los maestros (y aplicaciones para todos nosotros, incluidos padres y maestros) al enseñar acerca de Cristo. Pero primero, algunas observaciones generales.
Supongo que es proverbial en cada generación citar a Charles Dickens y murmurar: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.” Como observación general, creo que nuestra juventud es maravillosa, que están esforzándose colectivamente por ser una de las mejores generaciones de jóvenes que hemos tenido en esta Iglesia. Pero, aun al decir eso, reconozco de inmediato que hay demasiadas excepciones a esa regla, y con frecuencia demasiado graves. Cuando nuestros jóvenes pecan ahora, pueden hacerlo de maneras flagrantemente ofensivas, con consecuencias cada vez más serias en sus vidas. Ese es el mundo en el que vivimos, y es, según la definición escritural, un mundo que se vuelve progresivamente más inicuo.
Así que, con el tiempo, seguiremos viendo un deterioro constante de lo que se considera aceptable en el cine, la televisión, la música popular (que, en el caso de las letras del rap, ni siquiera es música), y tal vez en nuestro enemigo contemporáneo más peligroso: el abuso de Internet. He aprendido lo que tú también has aprendido: que la puerta de la permisividad, la puerta de la promiscuidad y la lascivia, solo se abre en una dirección. Solo se abre cada vez más; nunca se cierra. Los individuos pueden elegir cerrarla, pero es casi seguro, hablando históricamente, que el apetito público y las políticas públicas nunca lo harán.
Ahí es donde entras tú y entra la Iglesia. No cuentes con las leyes, las legislaturas, los tribunales, las autoridades civiles ni con nadie más para proveer nuestra defensa. Nuestra defensa es una ardiente convicción del evangelio de Jesucristo y el cumplimiento de Sus mandamientos. Nuestra defensa está en la oración y la fe, en el estudio y el ayuno, en los dones del Espíritu, la ministración de ángeles, el poder del sacerdocio. Y, en algunos aspectos significativos, nuestra defensa eres tú.
Ahora bien, ¿cuál es tu arsenal en esta batalla? ¿Con qué conquistarás? Cuando asumimos el rol de maestros, se trata principalmente de una cosa. Tu arma es la santa palabra de Dios, las Escrituras. En esta lucha, y es una lucha, todos acabamos poniéndonos al lado de Alma. Nosotros también nos damos cuenta, tarde o temprano, de que “la predicación [o, en tu caso, la enseñanza] de la palabra tenía una gran tendencia a inducir a las personas a hacer lo que es justo; sí, tuvo más poderoso efecto en la mente de la gente que la espada, o cualquier otra cosa que les hubiera acontecido; por tanto, Alma pensó que era conveniente que probasen la virtud de la palabra de Dios” (Alma 31:5).
A lo largo de los años, tú y yo hemos enseñado la maravillosa exhortación de Pablo de “vestíos de toda la armadura de Dios” (Efesios 6:11), un mandamiento reiterado en nuestros días en la sección 27 de Doctrina y Convenios (véase el versículo 15). En esa descripción de preparación para la batalla espiritual, me ha impresionado que la mayor parte de la protección que el Señor detalla allí es, en cierto modo, defensiva. La revelación habla de corazas, escudos y yelmos, todos los cuales son importantes y protectores, pero que nos dejan, en cierto sentido, sin un arma real. ¿Se supone que sólo estemos a la defensiva? ¿Que simplemente esquivemos golpes y resistamos hasta el final sin poder, espiritualmente hablando, contraatacar? No. Se espera que avancemos en esta batalla y que ganemos una lucha que comenzó en los cielos hace mucho tiempo. Así que necesitamos algún tipo de oportunidad equitativa para el ataque, y se nos da. Se te ha dado a ti.
El arma que se menciona, el instrumento que nos permite realmente luchar contra “las tinieblas de este mundo”, usando la frase de Pablo, es “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (Efesios 6:12, 17; énfasis añadido). ¿Puedo repetir eso? “La espada del Espíritu, que es la palabra de Dios.” Me encanta esa unión de conceptos espirituales.
Combinada con la oración y el poder del sacerdocio, que deberían estar presentes en la vida de todos nosotros, creo que la mayor fuente de espiritualidad disponible para nuestros jóvenes (y para todos los demás) es la palabra de Dios: las Escrituras, las revelaciones. Martín Lutero y los reformadores estaban más cerca de la verdad de lo que sabían cuando enseñaban que las Escrituras son un medio de gracia. No tenían toda la verdad, pero sabían que estaban tocando algo esencial: que las Escrituras ocupaban un papel central en la iglesia de Dios, que oír la palabra de Dios y, después, cuando era posible, leer la palabra de Dios era un privilegio que todo miembro laico de la iglesia debía disfrutar. Todo hombre, mujer o incluso niño debía tener una relación directa con la Deidad mediante el estudio de las Escrituras. Ese es un principio dentro de la Reforma que preparó el escenario para las Escrituras en la Restauración.
No es de extrañar que, a medida que los tiempos se vuelven más difíciles y el camino más escabroso, los hermanos hayan centrado nuestro plan de estudios en todos los niveles en las Escrituras. Por favor, sumérgete en ellas y sumerge a tus alumnos en ellas. No te desvíes por senderos prohibidos ni te pierdas en nieblas de oscuridad. ¡Sabes lo que les pasó a esas personas! Mantente aferrado a la vara de hierro, que es la palabra de Dios. Usa las técnicas de enseñanza que necesites para ayudar con tu lección, pero mantén al mínimo las historias de guerra, doctrinas extrañas y experiencias cercanas a la muerte. Quédate en el corazón de la mina donde está el oro verdadero. ¡Y cuánto oro hay en el Nuevo Testamento!
Procura siempre dar a tus alumnos una “visión general”. Sé que tienes lecciones específicas que enseñar y que el tiempo es terriblemente limitado para cubrirlas. Lo sé. He estado contigo. Pero, aunque reconozco que no puedes enseñarlo todo, aun así te invito a que ocasionalmente les des a tus alumnos el beneficio de una perspectiva más amplia, una visión que no estará contenida en una lección específica ni en un versículo determinado. Enséñales a leer las Escrituras con una sensación de totalidad y con perspectiva en mente.
Permíteme darte un ejemplo. Rápida y naturalmente pensamos en Cristo como un maestro. Siempre lo he hecho, y siempre lo haré. El maestro más grande que jamás haya vivido o vivirá. El Nuevo Testamento está lleno de Sus enseñanzas, Sus dichos, Sus sermones, Sus parábolas. De una u otra manera, Él es un maestro en cada página de ese libro. Pero, incluso mientras enseñaba, estaba haciendo conscientemente algo más además de eso, algo que ponía la enseñanza en perspectiva.
Después del relato de Su nacimiento y Su niñez —sobre los cuales sabemos relativamente poco— se nos habla del bautismo de Cristo a manos de Juan. Luego, fue llevado al desierto “para estar con Dios”, no con el diablo. “Para estar con Dios”, nos dice la Traducción de José Smith (TJS, Mateo 4:1).
Después de las tentaciones que le presentó el adversario y del triunfo exitoso del Salvador sobre ellas, Cristo hace Su primer llamamiento a los primeros discípulos (aún no Apóstoles), y comienza la obra.
Esto es lo que dice Mateo:
“Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4:23; énfasis añadido).
Ahora bien, conocemos y esperaríamos la enseñanza y la predicación. Además, sabemos que hubo milagros de toda clase, sanaciones de muchos afligidos. Pero recuerdo la primera vez que me di cuenta de que, desde este principio temprano, desde la primera hora, la sanación se menciona como si fuera un sinónimo de enseñar y predicar. De hecho, el pasaje citado continúa hablando más sobre las sanaciones que sobre las enseñanzas.
Mateo continúa:
“Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los que padecían diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó” (Mateo 4:24).
Lo que sigue a continuación es el magistral Sermón del Monte, seis páginas y media que supongo tomarían seis años y medio para enseñar adecuadamente. Pero en el momento en que ese sermón concluye, Él baja del monte y vuelve a sanar. En rápida sucesión sana a un leproso, al siervo del centurión, a la suegra de Pedro, y luego a un grupo descrito simplemente como “muchos endemoniados.” En resumen, dice que Él “sanó a todos los enfermos” (Mateo 8:16).
Impulsado a cruzar el mar de Galilea por las multitudes que ahora lo rodeaban, expulsó demonios de dos personas que vivían en los sepulcros de Gadara y luego navegó de regreso a “su ciudad” (Mateo 9:1), donde sanó a un hombre postrado con parálisis, sanó a una mujer que sufría de flujo de sangre desde hacía doce años (en lo que creo es uno de los momentos más dulces y notables de todo el Nuevo Testamento), y luego resucitó a la hija de un principal—solo, por cierto, después de echar fuera del cuarto a la multitud curiosa que buscaba un espectáculo.
Luego restauró la vista de dos ciegos, seguido de la expulsión de un demonio que había privado a un hombre de la capacidad de hablar. Ese es un breve resumen de los primeros cinco capítulos del Nuevo Testamento dedicados al ministerio de Cristo. Luego viene este versículo. Veamos si te resulta familiar:
“Y recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 9:35; énfasis añadido).
Ese es, por supuesto, salvo por unas pocas palabras, exactamente el mismo versículo que leímos cinco capítulos antes. Y Él necesita ayuda.
“Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos.
Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mateo 9:36-38).
Con eso, llama a los Doce y les da esta instrucción: “Id,” dice, “a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
“Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado.
Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:6-8; énfasis añadido).
Ahora bien, después de haber tomado demasiado tiempo para hacer este punto, permíteme expresarlo con claridad. Sabemos que el Salvador es el Maestro por excelencia. Lo es y más aún. Y cuando Él dice que la mayor parte de la mies aún está por recogerse y que hay muy pocos obreros, pensamos de inmediato en misioneros y en otros, como tú, que deben enseñar. Pero el llamado es para un cierto tipo de maestro: un maestro que, en el proceso, sana.
Permíteme ser absolutamente claro. Al hablar de “sanar”, no me estoy refiriendo al uso formal del sacerdocio, ni a la administración a los enfermos, ni a nada de eso. Ese no es el rol de quienes son llamados como maestros en nuestras organizaciones de la Iglesia.
Pero sí creo que Cristo desea que nuestra enseñanza conduzca a una sanación de tipo espiritual. No puedo creer que los diez capítulos que acabamos de mencionar —de los veintiocho que Mateo escribió— estén tan enfocados en el contexto del ministerio del Salvador a personas angustiadas, atribuladas, afligidas, si no tuviera un propósito. Así como con el Maestro, ¿no sería maravilloso medir el éxito de tu enseñanza por la sanación que se produce en la vida de tus alumnos?
Permíteme ser un poco más específico. En lugar de simplemente dar una lección, por favor, esfuérzate un poco más por ayudar a ese jugador de baloncesto ciego a que realmente vea, o a esa reina del baile sorda a que realmente oiga, o al presidente del consejo estudiantil que, en lo íntimo, es cojo, a que realmente camine. Esfuérzate un poco más por fortalecer a alguien con tanto poder que, cualesquiera que sean las tentaciones que los demonios del infierno le lancen, ese estudiante pueda resistirlas y así, en ese momento, estar verdaderamente libre del mal. ¿Puedes intentar un poco más enseñar con tanto poder y con tanta espiritualidad que puedas tomar a ese alumno —ese muchacho o muchacha que va solo a la escuela y vuelve solo, que se sienta solo en el comedor, que nunca ha tenido una cita, que es el blanco de todas las bromas, que llora en la oscuridad de la noche—, y desatar el poder de las Escrituras y el poder del evangelio y “limpiar” a ese leproso, un leproso no por causa suya, sino hecho por quienes están a nuestra derecha y a nuestra izquierda, y a veces por nosotros mismos?
Tal vez una lección de la vida contemporánea en el Quórum de los Doce me ayude a expresar lo que quiero decir sobre este punto. He sugerido leer con una visión amplia, una “gran perspectiva”, para ver las enseñanzas en su contexto. Acabo de usar un ejemplo —no el mejor ejemplo, sólo un ejemplo—. Ahora quiero convertir eso en un resultado, una evaluación para el maestro.
El presidente Boyd K. Packer, él mismo un maestro excepcional y antiguo administrador del Sistema Educativo de la Iglesia, tiene una pregunta que suele hacer cuando hemos hecho una presentación o hemos dado algún tipo de exhortación entre nosotros en los Doce. Levanta la vista como diciendo: “¿Ya terminaste?” Y luego le dice al orador (y, por implicación, al resto del grupo): “¿Y, por lo tanto, qué?”
“¿Y, por lo tanto, qué?” Creo que eso es lo que el Salvador respondía día tras día como un elemento inseparable de Su enseñanza y predicación. He tratado de sugerir eso. Estos sermones y exhortaciones no servían de nada si las vidas reales de Sus discípulos no cambiaban.
“¿Y, por lo tanto, qué?” Tú y yo sabemos que aún hay jóvenes, y demasiados adultos también, que no han hecho la conexión entre lo que dicen creer y la forma en que realmente viven sus vidas. Algunos —ciertamente no todos y ciertamente no la mayoría, pero algunos— parecen ser capaces de venir de buenos hogares, con los varones avanzando en el sacerdocio, y tanto varones como mujeres progresando en los diversos programas de la Iglesia, llegando incluso (y aquí deseo ser muy cuidadoso) hasta el templo para servir en misiones, casarse y hacer esos sagrados convenios, sólo para descubrir que casi nada de lo que se les había enseñado antes —o al menos no lo suficiente— se había traducido en un verdadero arrepentimiento y en una vida según el evangelio.
Nuevamente recalco que hablo de excepciones. Pero algunos días parece que hay más excepciones de las que tanto tú como yo, o nuestro Padre Celestial, quisiéramos. Así que vuelvo a emitir el llamado del Maestro a tener más obreros en la viña, no solo declarando el evangelio del reino, sino enseñando de tal manera que sane toda enfermedad entre el pueblo.
Ora para que tu enseñanza produzca cambio. Ora para que, como dice la letra de una canción ahora olvidada, tus lecciones literalmente hagan que un alumno “se enderece y eche a volar”. Queremos que estén rectos, y queremos que estén bien. Queremos que sean felices, felices en esta vida y salvos en el mundo venidero.
¿Puedo referirme brevemente a algunas otras ideas de “gran perspectiva”, cambiando de tema de manera significativa?
El libro de los Hechos, que introduce la parte del Nuevo Testamento posterior a la resurrección, se llama técnicamente “Los Hechos de los Apóstoles”. Esa es una idea eclesiástica importante en el libro, es decir, que los Apóstoles eran representantes ordenados del Señor Jesucristo y, por lo tanto, estaban autorizados para dirigir la Iglesia.
Pero considera lo que enfrentaban. Considera la situación, el temor, la absoluta confusión, la devastación de los miembros de la pequeña Iglesia cristiana naciente tras la crucifixión de Cristo. Quizás entendían algo de lo que estaba ocurriendo, pero no podían haberlo comprendido todo. El pueblo debía estar muy asustado y muy confundido, y los Hermanos estaban abrumados intentando brindar liderazgo.
El único ejemplo contemporáneo que se me ocurre —y por favor no malinterpreten la comparación— podría ser la confusión y el temor que reinaron en nuestra época después del martirio del profeta José Smith. Nadie había tenido que enfrentar una idea semejante antes. Nadie había siquiera considerado a la Iglesia sin José como su profeta. Y ahora esto. Fue un momento de casi caos espiritual en Nauvoo.
Pero Dios hizo algo que enseñó una gran lección al pueblo. Para contrarrestar a Sidney Rigdon y algunos otros que competían por la posición profética, el Señor manifestó Su voluntad y poder en el asunto cuando Brigham Young fue transformado en rostro y semblante ante el pueblo. Conoces muy bien la historia. Al darle momentáneamente a Brigham Young la apariencia y el mismo modo de hablar de José —literalmente su manto—, Dios dijo al pueblo: “Las llaves del reino están con los Doce. Brigham es el sucesor legítimo de José para dirigir la Iglesia.”
Esa es la declaración obvia y muy importante que el Señor estaba haciendo sobre el gobierno de la Iglesia. Pero una declaración aún más importante fue la manifestación del poder celestial en sí mismo. El poder de Dios y Su participación directa en este asunto fue lo verdaderamente importante que se comunicó allí —no simplemente que Brigham Young iba a estar al mando o que José Smith lo había estado. El mensaje era: Dios está al mando.
Ese es exactamente el punto que se está haciendo en el libro de los Hechos. Tus alumnos no lo encontrarán si tú no los ayudas a buscarlo. Se llama “Los Hechos de los Apóstoles”, y con razón. Nos lleva a tener gran respeto por Pedro, Pablo, Juan y los demás. Pero no sorprende que, desde el principio, desde el primer versículo, la declaración es que la Iglesia continuará siendo dirigida divinamente, no mortalmente. Y eso era importante que lo oyeran en aquella hora de terrible confusión y temor. De hecho, un título más completo para el libro de los Hechos podría ser algo como: “Los Hechos del Cristo Resucitado Obrando mediante el Espíritu Santo en las Vidas y Ministerios de Sus Apóstoles Ordenados.” Ahora bien, habiendo dicho eso, se entiende por qué alguien votó por el título más corto, ¡pero mi sugerencia es más precisa! Escucha las palabras iniciales de Lucas. Eso es exactamente lo que él dijo. Estas son líneas que todos ustedes conocen:
“En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar,
hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido” (Hechos 1:1-2; énfasis añadido).
La dirección de la Iglesia es la misma. La ubicación del Salvador ha cambiado, pero la dirección y el liderazgo de la Iglesia son exactamente los mismos. Luego, habiendo establecido ese punto, como si quisiera demostrarlo a través de esta cadena tan notable de experiencias espirituales que atraviesa todo el libro, vemos manifestaciones del poder del Señor mediante el Espíritu Santo en cada paso. Es, por así decirlo, la transformación de Brigham Young una y otra vez. La primera enseñanza en el libro de los Hechos, dada por Cristo resucitado a los Doce, es que ellos “serán bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:5), y que “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (v. 8; énfasis añadido).
Después de que ascendió al cielo ante sus propios ojos, Pedro reunió a la Iglesia —todos ellos, ciento veinte en total. ¿Puedes ver el impacto que tuvieron en ellos los problemas, la crucifixión y la oposición? Se reunieron ciento veinte personas, y Pedro dijo:
“Varones hermanos, era necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló antes por boca de David acerca de Judas” (Hechos 1:16; énfasis añadido).
Para llenar la vacante de Judas en el Quórum de los Doce, oraron exactamente de la misma manera en que el Quórum de los Doce y la Primera Presidencia oran hoy:
“Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido” (v. 24; énfasis añadido). “Muestra cuál de estos… has escogido.” Y Matías fue llamado.
Pero ese primer capítulo de retorno hacia lo celestial, que marca tan claramente la guía divina que continuaría dirigiendo la Iglesia, es solo un preludio del capítulo 2. En esos pasajes, el nombre mismo de Pentecostés entra en el vocabulario cristiano como sinónimo de manifestaciones espirituales asombrosas y de un derramamiento divino del Espíritu Santo sobre toda la gente. La revelación vino del cielo con un sonido “como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa” (Hechos 2:2), y llenó a los Hermanos.
“Y se les aparecieron lenguas repartidas como de fuego… Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar… según el Espíritu les daba que hablasen” (vv. 3-4; énfasis añadido).
Pedro, como apóstol principal y presidente de la Iglesia, se puso de pie y reconoció ese derramamiento. Citó a Joel —quien también sería citado por Moroni más adelante— diciendo que Dios, en los postreros días:
“Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne; y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños.
Y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré en aquellos días de mi Espíritu, y profetizarán” (Hechos 2:17-18; énfasis añadido).
Pedro continuó:
“Varones israelitas [se dirige a la congregación más amplia], oíd estas palabras: Jesús de Nazaret, varón aprobado por Dios entre vosotros…
A este Jesús resucitó Dios… exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:22, 32-33; énfasis añadido).
Es un pasaje magnífico. Aquellos que aún no se habían bautizado ese día, conmovidos por este Espíritu, preguntaron qué debían hacer. Pedro les dijo que se bautizaran para la remisión de los pecados y que “recibirían el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38; énfasis añadido), y tres mil de ellos así lo hicieron. Más adelante, cuando el hombre cojo fue sanado en las escalinatas del templo y la multitud pensó que Pedro y Juan habían hecho algo maravilloso, Pedro los reprendió, los amonestó, y les dijo que no había sido por su poder mortal ni por alguna santidad propia que aquel hombre había caminado, sino por el poder de Jesús, a quien ellos habían “entregado” y “matado” (Hechos 3:13, 15)—esa es su expresión. Dijo que ese mismo Jesús seguía dirigiendo la Iglesia mediante la intervención del Espíritu Santo, y que lo seguiría haciendo hasta Su regreso en “la restauración de todas las cosas” (v. 21).
Cuando en esa ocasión cinco mil personas se unieron a la Iglesia, los fariseos y saduceos locales quedaron asombrados. Estos líderes judíos exigieron saber cómo estaba ocurriendo todo eso. Pedro dio la respuesta clásica que tú siempre debes enseñar a tus alumnos. “Lleno del Espíritu Santo”, dice la Escritura, declaró que todo se hacía en y “por el nombre de Jesucristo de Nazaret” (Hechos 4:8, 10). Cristo dirigiendo a Sus apóstoles a través del Espíritu Santo—una escena casi perfecta, repetida una y otra vez, de ese principio eterno. Tus alumnos no verán estas cosas si tú no se las señalas. No leerán con esa imaginación e intuición sin la ayuda de un maestro. Es una gran lección sobre el gobierno moderno de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Al dejar este punto, deja que estas frases pasen por tu mente y ve si captas la idea:
“Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hechos 4:31).
“Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?” (Hechos 5:3).
“Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo” (Hechos 5:32).
“Y eligieron a Esteban, varón lleno de fe y del Espíritu Santo” (Hechos 6:5).
“Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo…” (Hechos 7:55).
“Pedro y Juan… oraron por ellos, para que recibiesen el Espíritu Santo… Entonces les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo” (Hechos 8:14-15, 17).
“Y el Espíritu dijo a Felipe: Acércate… Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe” (Hechos 8:29, 39).
Bueno, podríamos seguir hasta el agotamiento, o hasta tu aburrimiento, o ambos. En cualquier caso, apenas hemos llegado al capítulo 8 de los Hechos, con toda la revelación y manifestaciones espirituales de la conversión y el ministerio de Pablo —la mayor parte de la historia— aún por venir. Al leer este relato, nota que todo afirma lo siguiente: que el Padre y el Hijo siguen dirigiendo esta obra, ejerciendo su influencia principalmente sobre individuos y líderes de la Iglesia mediante el Espíritu Santo. Y es a través de ese mismo medio que nosotros debemos ejercer nuestra influencia en nuestro servicio.
Por favor, enseña por medio del Espíritu Santo. Si no enseñamos de esa manera, entonces, según la definición escritural, estamos enseñando “por otro camino” (D. y C. 50:17). Y cualquier otro camino “no es de Dios” (v. 20). Da a tus alumnos una experiencia espiritual de todas las formas que puedas. Eso es lo que el Nuevo Testamento intenta hacer por ti. Ese es el mensaje de los Evangelios. Es el mensaje del libro de los Hechos. Es el mensaje de todas las Escrituras. Esas experiencias espirituales contenidas en esos registros sagrados mantendrán a tus alumnos en el camino correcto y dentro de la Iglesia en nuestros días, tal como lo hicieron en los primeros días de los miembros en tiempos del Nuevo Testamento, y como lo han hecho en cada otra dispensación del tiempo.
“El Espíritu os será dado por la oración de fe; y si no recibís el Espíritu, no enseñaréis” (D. y C. 42:14).
No dice simplemente que no enseñarás, o que no podrás enseñar, o que tu enseñanza será deficiente. No, es más fuerte que eso. Es la forma imperativa del verbo: “No enseñaréis.” Si colocas un «tú» en lugar del «vosotros», obtienes un lenguaje propio del monte Sinaí. Esto es un mandamiento. Estos son los alumnos de Dios, no los tuyos, así como también es la Iglesia de Dios, no de Pedro, ni de Pablo, ni de José, ni de Brigham.
Facilita esa manifestación en el corazón de tus jóvenes, que les permita saber dónde están verdaderamente el poder, la seguridad y la salvación, a través del medio de nuestros líderes de la Iglesia y de las bendiciones de la vida en la Iglesia. Haz que miren al cielo en busca de guía, así como lo hicieron los once aquel día en que Cristo ascendió desde el Monte de los Olivos ante sus propios ojos, así como lo hizo Pedro cuando los dirigió en oración para llenar la vacante en el Quórum de los Doce, y así como lo hicieron los primeros Santos al ver transformarse a Brigham Young ante sus ojos.
Permíteme concluir. Recuerdo que casi temía (creo que esa no es una palabra demasiado fuerte) la responsabilidad de enseñar sobre la Crucifixión, la Expiación y la Resurrección en mis clases, porque nunca sentí que pudiera elevarme al nivel de dignidad que sabía que el tema merecía. Deseaba con todo mi corazón que tuviera un impacto en el corazón de los alumnos, y sabía que si había un eslabón débil en la experiencia, no sería el alumno, y ciertamente no sería el Señor—sería yo.
Aunque amo al Salvador aún más ahora y he sido llamado a ser testigo de Su nombre en todo el mundo, todavía me siento abrumado e indigno al abordar este tema. Digo esto para animarte. Como maestro, sentirás eso algunos días, y con frecuencia será en los días en que más desees dar lo mejor de ti.
Ten ánimo. Deja que el Espíritu obre en ti de maneras que quizás no tengas el privilegio de ver o incluso de reconocer. Ocurrirá más de lo que imaginas, si eres honesto de corazón y estás intentando vivir tan puramente como puedas. Cuando llegues a esos momentos supremos y casi imposibles de enseñar sobre Getsemaní, el Calvario y la Ascensión, te pediría que recuerdes, entre muchas otras cosas, dos aplicaciones que espero puedas compartir con tus alumnos.
Recuerda a los alumnos —y hay tanto más que decir— pero recuérdales que en este dolor indescriptiblemente desgarrador y que sacudió la naturaleza, Cristo permaneció fiel.
Mateo dice que Él estaba “triste y angustiado… muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:37-38). Entró solo en el jardín, dejando intencionalmente a los Hermanos afuera, esperándolo. Tenía que hacer esto solo. Cayó de rodillas y luego, dice el apóstol, “se postró sobre su rostro” (v. 39). Lucas dice que estaba “en agonía” y que oró con tanta intensidad que su sudor se convirtió en “grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). Marcos dice que cayó y clamó: “¡Abba, Padre!” (Marcos 14:36). Papá, diríamos nosotros. O papito. Esto ya no es teología abstracta. Esto es un Hijo suplicando a su Padre. “¡Abba (Papá, Papito)… todas las cosas te son posibles; aparta de mí esta copa!”
¿Quién podría resistirse a eso? Dios en los cielos—en Su justicia, frente a este, Su único Hijo perfecto—¿quién podría resistirse? “Tú puedes hacer cualquier cosa. Sé que puedes hacer cualquier cosa. Aparta de mí esta copa.”
Toda esa oración, señala Marcos, había sido para que, si fuera posible, esta hora fuese retirada del plan. Él dice, en efecto: “Si hay otro camino, preferiría tomarlo. Si hay alguna otra forma—cualquier otra forma—la aceptaré con gusto.” “Pase de mí esta copa,” dice Mateo (Mateo 26:39). “Aparta de mí esta copa,” dice Lucas (Lucas 22:42). Pero al final, la copa no pasa.
Entonces dijo e hizo aquello que más caracteriza Su vida en el tiempo y en la eternidad, las palabras y el acto que distinguen a Jesús como el Hijo de Dios, según el gran profeta del Libro de Mormón, Abinadí. Dijo e hizo lo que tenía que hacer para cumplir Su destino como el Hijo (con mayúscula). Se sometió a la voluntad de Su Padre y dijo: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Ese es, para todos los efectos, el último momento en la conversación divina entre el Padre y el Hijo durante el ministerio mortal de Jesús. A partir de allí, todo está decidido. Lo llevará a cabo, sin importar lo que cueste.
Y desde esa última declaración en el Viejo Mundo, obtenemos esta primera declaración en el Nuevo. A los nefitas reunidos en el templo, Él les diría:
“He aquí, yo soy Jesucristo,… la luz y la vida del mundo; y he bebido de esa amarga copa que el Padre me ha dado, y… he sufrido la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:10-11).
Esa es Su propia presentación, la declaración que Él considera que mejor nos dice quién es.
Si puedes dejar en tus alumnos un solo elemento de compromiso como respuesta al incomparable sacrificio del Salvador por ellos—Su pago por sus transgresiones, Su dolor por sus pecados—trata de ayudarlos a ver la necesidad de obedecer, en su propio ámbito difícil y en sus horas de decisión, de ceder, de padecer “la voluntad del Padre” (3 Nefi 11:11), cualquiera que sea el costo. No lo harán siempre, así como tú y yo tampoco siempre lo hemos hecho, pero ese debería ser su objetivo; esa debería ser su meta. Lo que Cristo parece más ansioso por enfatizar sobre Su misión—más allá de Sus virtudes personales, más allá de Sus magníficos sermones e incluso más allá de Sus sanaciones—es que sometió Su voluntad a la del Padre.
Todos somos personas voluntariosas, quizá demasiado a menudo. Ciertamente tus alumnos pueden ser voluntariosos mientras prueban el terreno, prueban los límites, ponen a prueba su fe y a la Iglesia, y, con bastante frecuencia, ponen a prueba tu fe. Pero el mensaje para cada uno de nosotros y para cada uno de ellos es que nuestra ofrenda, en similitud con Su ofrenda, es un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Debemos salir de nuestro yo mezquino y llorar por nuestros pecados y por los pecados del mundo. Suplica a tus alumnos que se rindan al Padre, que se rindan al Hijo, que se rindan al Espíritu Santo. No hay otro camino. Sin compararnos demasiado con Él, porque eso sería sacrílego, ese símbolo de la copa que no puede pasar también llega a nuestra vida. En una forma mucho menor, en un grado mucho más bajo, pero llega con la suficiente frecuencia como para enseñarnos que debemos obedecer.
La segunda lección de la Expiación que te pediría que recuerdes para ti y con tus alumnos está relacionada. Si tus alumnos sienten que ya han cometido demasiados errores, si sienten que le han dado la espalda al principio de la obediencia una vez más de la cuenta, si sienten que trabajan, viven y se esfuerzan por debajo de donde la luz de Cristo puede alcanzarles, enséñales, como el profeta José compartió con los Santos, que Dios tiene “una disposición perdonadora”, que Cristo es “misericordioso y clemente, lento para la ira, paciente y lleno de bondad.” La misericordia, con sus virtudes hermanas de arrepentimiento y perdón, está en el corazón mismo de la Expiación de Jesucristo. Todo en el evangelio nos enseña que podemos cambiar si realmente lo deseamos, que podemos recibir ayuda si de verdad la pedimos, que podemos ser sanados, sin importar los problemas del pasado.
A pesar de las tribulaciones de la vida, y por muy temibles que sean algunas de sus perspectivas, hay ayuda para tus alumnos en este viaje. Cuando Cristo les pide que se rindan, que se sometan, que obedezcan al Padre, Él sabe cómo ayudarles a hacerlo. Ha recorrido ese camino, y les pide que hagan lo que Él ya ha hecho. Él ha hecho el camino más seguro. Ha hecho que nuestro trayecto —y el de ellos— sea mucho más fácil. Él sabe dónde están las piedras afiladas y los tropiezos, y dónde los espinos y las zarzas son más severos. Sabe dónde el camino es peligroso, y sabe por dónde ir cuando el sendero se divide y llega la noche. Él lo sabe porque ha padecido “dolores y aflicciones y tentaciones de toda clase… para que sepa… cómo socorrer a su pueblo según sus debilidades” (Alma 7:11-12). Socorrer significa “salir corriendo hacia alguien.” Testifica a tus alumnos que Cristo correrá hacia ellos, y ya lo está haciendo, si tan solo ellos reciben los brazos extendidos de Su misericordia.
A aquellos que tambalean o tropiezan, Él está allí para sostenernos y fortalecernos. Al final, Él está allí para salvarnos, y por todo esto dio Su vida. Por muy sombríos que parezcan nuestros días, o los días de tus alumnos, han sido mucho más oscuros para el Salvador del mundo. Como recordatorio de esos días, Jesús ha elegido, incluso en un cuerpo resucitado y por lo demás perfeccionado, retener en beneficio de Sus discípulos las heridas en Sus manos, en Sus pies y en Su costado—señales, si se quiere, de que las cosas dolorosas también les suceden a los puros y a los perfectos; señales, si se quiere, de que el dolor en este mundo no es evidencia de que Dios no te ama; señales, si se quiere, de que los problemas pasan y la felicidad puede ser nuestra. Recuerda a tus alumnos que es el Cristo herido quien es el Capitán de nuestras almas, Aquel que aún lleva las cicatrices de nuestro perdón, las llagas de Su amor y humildad, la carne desgarrada de la obediencia y del sacrificio.
Estas heridas son la forma principal en que debemos reconocerlo cuando Él venga. Puede que nos invite a acercarnos, como ha invitado a otros, para ver y palpar esas marcas. Si no lo hacemos antes, entonces ciertamente en ese momento recordaremos con Isaías que fue por nosotros que un Dios fue “despreciado y desechado…, varón de dolores, experimentado en quebranto,” que “fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Sus llagas fuimos nosotros curados” (Isaías 53:3, 5).
Testifico que Jesucristo es el Hijo de Dios. Testifico que Él es perfecto, uno con Su Padre en cada pensamiento, cada virtud, cada obra, cada deseo. Testifico que Su vida es la más grandiosa que jamás se haya vivido, y que en Su nombre, y sólo en Su nombre, hay salvación.
























