Capítulo 18
Los antecedentes cristianos
de la cultura nefita
Desde hace algún tiempo, varios estudiosos del Libro de Mormón se han enfocado en los antecedentes israelitas de la sociedad nefita, en la manera en que la cultura y las prácticas religiosas del antiguo Israel subyacen en gran parte del contenido del Libro de Mormón. Este capítulo se enfocará en la naturaleza cristiana de lo que los nefitas creían y practicaban, una cosmovisión impulsada y guiada por su fe en Jesucristo y su adhesión a los principios, ordenanzas y enseñanzas de su evangelio eterno.
UNA VENTANA AL PASADO
Del profeta José Smith y de todos aquellos que son llamados como presidentes de la Iglesia, el Salvador dijo: “El deber del presidente del oficio del Sumo Sacerdocio es presidir sobre toda la Iglesia, y ser semejante a Moisés; he aquí, esta es la sabiduría; sí, ser vidente, revelador, traductor y profeta, poseyendo todos los dones de Dios que él concede a la cabeza de la Iglesia” (D. y C. 107:91-92; véase también 21:1; 124:125). José Smith no solo está al frente de esta última dispensación, sino que también es el “vidente escogido” entre el linaje de José (2 Nefi 3:7). Un vidente, explicó Ammón al rey Limhi, también es profeta y revelador (véase Mosíah 8:16).
“Un don mayor que este no puede tener hombre alguno”, continuó, “excepto que posea el poder de Dios, lo cual no puede el hombre; sin embargo, a un hombre se le puede conceder gran poder de parte de Dios. Pero un vidente puede saber de cosas pasadas y también de cosas futuras, y por ellos serán reveladas todas las cosas, o más bien, se manifestarán las cosas secretas y saldrán a luz las cosas escondidas, y las cosas que no se conocen serán dadas a conocer por ellos. . . . Así ha provisto Dios un medio para que el hombre, mediante la fe, pueda obrar grandes milagros; por tanto, viene a ser de gran provecho para sus semejantes” (Mosíah 8:16-18; cursiva añadida).
Me interesa particularmente el papel del vidente de dar a conocer las cosas pasadas. Reflexiona por un momento en todo lo que hemos llegado a saber sobre el pasado como resultado del ministerio de los videntes en estos últimos días. Gracias a lo que se ha revelado mediante el Libro de Mormón, las revelaciones en Doctrina y Convenios, la traducción del profeta de la Biblia del Rey Santiago, el Libro de Abraham y otros comentarios proféticos inspirados, nos sentamos, por así decirlo, con un gran Urim y Tumim ante nosotros, contemplando las escenas de tiempos pasados. Puede que el Señor haya revelado a José Smith tanto o más acerca del pasado como lo hizo respecto del futuro.
Seguramente no puede haber una verdad de mayor valor, ni una percepción de la Restauración de valor más precioso, que la idea de un evangelio eterno. Es decir, gracias a las Escrituras adicionales de la Restauración, sabemos que los profetas cristianos han proclamado doctrina cristiana y administrado ordenanzas cristianas desde los albores del tiempo. Adán y Eva fueron enseñados en el evangelio. Se les mandó hacer todo en el nombre del Hijo (véase Moisés 5:8). Oraban al Padre en el nombre del Hijo, se arrepentían de sus pecados, eran bautizados por inmersión, recibían el don del Espíritu Santo, se casaban por la eternidad y entraban en la Santa Orden del Hijo de Dios. Ellos sabían, y enseñaban a sus hijos y nietos, el plan de salvación y la verdad eterna de que la redención se efectuaría mediante el derramamiento de la sangre del Hijo del Hombre (véase Moisés 5:1-9; 6:51-68). Y lo que fue cierto para nuestros primeros padres también lo fue para Abel, Set, Enoc, Melquisedec y Abraham. Ellos tenían el evangelio. Conocían al Señor, enseñaban su doctrina y oficiaban como administradores legales en su reino terrenal. Isaac, Israel, José y todos los patriarcas disfrutaron de revelación personal y comunión con su Hacedor. Samuel, Natán y todos desde Isaías hasta Malaquías en el Viejo Mundo, y desde Nefi hasta Mormón y Moroni en el Nuevo, todos estos profetas poseían el Sacerdocio de Melquisedec. No podemos estar seguros del grado en que el pueblo en general gozaba de las bendiciones plenas del evangelio o del sacerdocio, pero que tales poderes estaban presentes en la tierra se evidencia por medio de las revelaciones.
“No podemos creer”, declaró José Smith, “que los antiguos en todas las épocas hayan sido tan ignorantes del sistema celestial como muchos suponen, ya que todos los que jamás se han salvado, lo han sido mediante el poder de este gran plan de redención, tanto antes de la venida de Cristo como después; de no ser así, Dios habría tenido diferentes planes en operación (si se nos permite expresarlo así), para traer al hombre de regreso a morar con Él; y eso no lo podemos creer, ya que no ha habido ningún cambio en la constitución del hombre desde su caída. . . . Se notará que, según Pablo (véase Gálatas 3:8), el evangelio fue predicado a Abraham. Nos gustaría saber en qué nombre se predicó entonces el evangelio, si fue en el nombre de Cristo o en otro nombre. Si fue en otro nombre, ¿era entonces el evangelio? Y si era el evangelio, y fue predicado en el nombre de Cristo, ¿tenía ordenanzas? Si no las tenía, ¿era el evangelio?” Además, “Suponiendo que las Escrituras dicen lo que quieren decir y quieren decir lo que dicen, tenemos fundamentos suficientes para demostrar por la Biblia que el evangelio siempre ha sido el mismo; las ordenanzas para cumplir sus requisitos, las mismas, y los oficiales que las administran, los mismos; y las señales y frutos que resultan de las promesas, los mismos.” El Profeta continúa luego con una ilustración de este principio: “Por tanto, como Noé fue un predicador de justicia, debió haber sido bautizado y ordenado al sacerdocio mediante la imposición de manos.”
En una revelación dada a José Smith en enero de 1841, el Señor explicó: “Vuestras unciones, y vuestros lavamientos, y vuestros bautismos por los muertos, y vuestras asambleas solemnes . . . son ordenados por la ordenanza de mi santa casa, que mi pueblo siempre está mandado a edificar a mi santo nombre” (D. y C. 124:39; cursiva añadida). En ese sentido, vale la pena señalar que la explicación de la figura 3 en el Hipocéfalo (Facsímil 2) en nuestro Libro de Abraham dice lo siguiente: “Se hace para representar a Dios, sentado sobre su trono, revestido de poder y autoridad; con una corona de luz eterna sobre su cabeza; representando también las grandes Palabras Clave del Santo Sacerdocio, tal como se revelaron a Adán en el Jardín del Edén, así como también a Set, Noé, Melquisedec, Abraham, y a todos aquellos a quienes se les reveló el sacerdocio” (cursiva añadida).
En una de las declaraciones más informativas de nuestra literatura sobre el principio de que el mensaje y las ordenanzas del evangelio son eternos, el élder Bruce R. McConkie declaró:
El evangelio eterno; el sacerdocio eterno; las ordenanzas idénticas de salvación y exaltación; las doctrinas invariables de salvación; la misma Iglesia y reino; las llaves del reino, que únicamente pueden sellar a los hombres para vida eterna—todas estas cosas han sido siempre las mismas en todas las épocas; y así será eternamente en esta tierra y en todas las tierras por toda la eternidad. Estas cosas las sabemos por revelación de los últimos días.
Una vez que sabemos estas cosas, se nos abre la puerta para entender las astillas fragmentarias de información que hay en la Biblia. Al combinar el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y La Perla de Gran Precio, tenemos al menos mil pasajes que nos informan lo que prevalecía entre el pueblo del Señor en el Viejo Mundo.
¿Tuvieron la plenitud del evangelio eterno en todo momento? Sí. No hubo un periodo de diez minutos desde los días de Adán hasta la aparición del Señor Jesús en la tierra de Abundancia en que el evangelio—tal como lo tenemos, en su plenitud eterna—no estuviera en la tierra.
No permitas que el hecho de que las prácticas de la ley de Moisés fueran administradas por el sacerdocio aarónico te confunda en este asunto. Donde está el sacerdocio de Melquisedec, allí está la plenitud del evangelio; y todos los profetas poseían el sacerdocio de Melquisedec.
¿Hubo bautismo en los días del antiguo Israel? La respuesta está en la Traducción de José Smith de la Biblia y en el Libro de Mormón. El registro de los primeros seiscientos años de historia nefita es simplemente un relato verdadero y claro de cómo eran las cosas en el antiguo Israel desde los días de Moisés en adelante.
¿Hubo una Iglesia en la antigüedad y, de ser así, cómo estaba organizada y regulada? No hubo ni siquiera un parpadeo de ojo durante toda la llamada Era precristiana en que la Iglesia de Jesucristo no estuviera sobre la tierra, organizada básicamente de la misma manera en que lo está ahora. Melquisedec pertenecía a la Iglesia; Labán era miembro; lo mismo Lehi, mucho antes de dejar Jerusalén.
Siempre hubo poder apostólico. El sacerdocio de Melquisedec siempre dirigió el curso del sacerdocio aarónico. Todos los profetas ocuparon una posición en la jerarquía de su época. El matrimonio celestial siempre ha existido. De hecho, tal es el corazón y núcleo del convenio abrahámico. Elías y Elías vinieron a restaurar este orden antiguo y a conferir el poder de sellamiento, que le da eficacia eterna.
La gente pregunta: ¿Tuvieron el don del Espíritu Santo antes del día de Pentecostés? Mientras el Señor viva, fueron así investidos—tal es parte del evangelio—y los que recibieron ese don obraron milagros y buscaron y obtuvieron una ciudad cuyo constructor y hacedor es Dios.
A menudo he deseado que la historia del antiguo Israel hubiese pasado por las manos editoras y proféticas de Mormón. Si así hubiera sido, se leería como el Libro de Mormón, pero supongo que así se leía en un principio de todos modos.
Si se me permite la osadía de calificar la declaración del élder McConkie, permítaseme sugerir nuevamente que, aunque el sacerdocio y sus bendiciones —incluidas las ordenanzas del templo— fueron disfrutados por los profetas y por grupos de personas durante las épocas desde Moisés hasta Juan el Bautista, puede que no hayan formado parte de la vida religiosa del pueblo en general. El élder McConkie ha escrito en otro lugar con respecto a la acción de Dios al llevarse a Moisés y al santo sacerdocio de en medio de Israel: “Es decir, se llevó el Sacerdocio de Melquisedec, que administra el evangelio, de en medio de ellos en el sentido de que no continuó ni se transmitió de un poseedor del sacerdocio a otro en el sentido normal y usual de la palabra. Las llaves del sacerdocio fueron quitadas con Moisés, de modo que cualquier ordenación sacerdotal futura requería autorización divina especial.” En palabras del presidente Joseph Fielding Smith: “En Israel, el pueblo común, el pueblo en general, no ejercía las funciones del sacerdocio en su plenitud, sino que estaba confinado en sus labores y ministraciones muy principalmente al Sacerdocio Aarónico.”
Lo que es cierto para los antiguos israelitas puede ser solo parcialmente cierto para los nefitas. Debido a que el sacerdocio de administración entre los antiguos israelitas era el aarónico, el pueblo como cuerpo no disfrutaba de los privilegios trascendentes que acompañan al sacerdocio mayor. Por ejemplo, el contacto del ciudadano promedio con el culto en el templo probablemente consistía en ofrendas sacrificiales hechas por los sacerdotes designados en su nombre. Los nefitas, en cambio, poseían el sacerdocio mayor. Gobernaba la Iglesia y el reino en América. “Este sacerdocio mayor”, expone una revelación moderna, “administra el evangelio y posee la llave de los misterios del reino, aun la llave del conocimiento de Dios” (D. y C. 84:19). Dicho de otro modo, “el poder y la autoridad del sacerdocio mayor, o sea, el de Melquisedec, es tener las llaves de todas las bendiciones espirituales de la iglesia: tener el privilegio de recibir los misterios del reino de los cielos, de que se abran los cielos a ellos, de comulgar con la congregación general y la iglesia del Primogénito, y de disfrutar de la comunión y presencia de Dios el Padre, y de Jesucristo el mediador del nuevo convenio” (D. y C. 107:18-19). Aunque claramente no todos los nefitas vivieron dignos de tales privilegios, muchos sí lo hicieron. Así escribió Jacob sobre su pueblo: “Nosotros . . . teníamos muchas revelaciones y el espíritu de mucha profecía; por lo que conocíamos a Cristo y su reino, que habría de venir. Por tanto, trabajábamos diligentemente entre nuestro pueblo para persuadirlos a que vinieran a Cristo y participaran de la bondad de Dios, para que entraran en su reposo” (Jacob 1:6-7). Aunque el texto guarda silencio al respecto, supongo que el culto en el templo para los nefitas era muy similar al de nuestros días; es decir, que el pueblo era instruido en las doctrinas de salvación, hacía convenios sagrados y participaba en ordenanzas vinculantes en lugares santos.
La revelación moderna provee, por así decirlo, una lente interpretativa, una clave para entender la Biblia. Gran parte de lo que ahora entendemos sobre la Biblia nos resulta claro gracias al Libro de Mormón, la Traducción de José Smith, Doctrina y Convenios y La Perla de Gran Precio. Sin embargo, algunas personas se muestran renuentes a “leer dentro” del registro bíblico lo que sabemos por revelación moderna, sintiendo que hacerlo compromete la integridad o la contribución única de la propia Biblia. En respuesta a esta postura, permítaseme proponer una analogía. Si uno estuviera ansioso por ubicar un sitio valioso, ¿debería usar un mapa deficiente en detalle o inexacto en su trazado, simplemente porque el mapa ha estado en la familia por generaciones y es muy estimado? ¿Debería optar por ignorar la valiosa información disponible en un mapa más confiable o completo si tal estuviera disponible? Por supuesto, todo el asunto está inextricablemente ligado a la pregunta de si el viajero desea sinceramente llegar a su destino: los mapas solo tienen valor real en la medida en que nos guían hacia el lugar deseado. De hecho, ¿escogería un académico de cualquier disciplina mantener una postura o defender un punto de vista cuando investigaciones posteriores y disponibles han arrojado más información (y quizá esclarecedora) sobre el tema? Hacer eso sería, en el mejor de los casos, ingenuo y, en el peor, una erudición descuidada e irresponsable, y en algunos casos incluso una distorsión de las cosas tal como fueron y son en realidad. En efecto, leer un registro escritural a la luz de otro es el modelo profético. Es exactamente lo que hacen Mateo, Pablo y otros profetas y apóstoles del Nuevo Testamento con respecto al Antiguo Testamento. ¿Quién en el mundo, por ejemplo, podría entender decenas de los Salmos sin superponer la vida, enseñanzas y obra expiatoria de Jesús el Mesías?
En ese espíritu, y sabiendo lo que sabemos sobre la naturaleza eterna del evangelio, la Iglesia y el reino, y los principios y ordenanzas que les corresponden, sugiero que es perfectamente apropiado, y tal vez incluso obligatorio, hacer inferencias doctrinales sobre personas y acontecimientos en las escrituras cuando falten detalles. Por ejemplo, sé que Eva, Sara y Rebeca fueron bautizadas, que Jacob recibió la investidura del templo, y que Miqueas y Malaquías ocuparon el oficio profético por llamado divino y no porque asumieran ese rol por su cuenta. Sé que Nefi, hijo de Lehi, fue bautizado en el agua y recibió el don del Espíritu Santo, así como el sacerdocio mayor, aunque un relato explícito de ello no se menciona directamente en el registro nefita. Estas son inferencias válidas, basadas en principios de doctrina y gobierno del sacerdocio. Gracias a lo que se ha dado a conocer por medio de José Smith, sabemos lo que se necesita para operar el reino de Dios y qué deben hacer los hijos de Dios para cumplir con sus requisitos.
Al mismo tiempo, sugiero que no es tan seguro (ni doctrinalmente sólido) hacer inferencias históricas indiscriminadas sobre el Libro de Mormón basándonos en lo que algunas personas creen saber acerca del mundo antiguo contemporáneo. Por ejemplo, algunos eruditos bíblicos podrían sugerir que la doctrina de la resurrección no se encuentra en el pensamiento israelita preexílico. Pero el Libro de Mormón demuestra lo contrario: hubo personas que vivieron cinco o seis siglos antes de Cristo que tenían una convicción segura de que “nuestra carne ha de perecer y morir; sin embargo, en nuestros cuerpos veremos a Dios” (2 Nefi 9:4). Otros podrían concluir que las secciones más profundas sobre la doctrina de la Deidad, por ejemplo, reflejan más la cosmovisión del siglo XIX de José Smith que la teología de una rama preexílica de Israel. Pero podríamos llegar a esas conclusiones solo si usamos como modelo o estándar de medida lo que conocemos del Antiguo Testamento o lo que se sabe de otras culturas contemporáneas. Leer la revelación moderna a la luz de las revelaciones antiguas es una cosa, pero leer lo que creemos saber sobre el antiguo Israel dentro de la historia del Libro de Mormón es algo completamente distinto. Lo primero es esencial; se espera que lo hagamos. Lo segundo puede, en algunos casos, ser útil, pero debemos usar cautela y discernimiento. Siempre es prudente considerar cuidadosamente la fuente y, por tanto, la fiabilidad doctrinal de cualquier clave interpretativa que elijamos emplear para comprender las Escrituras.
LOS NEFITAS Y LA LEY DE MOISÉS
Pasemos a un ejemplo específico para ilustrar mi punto: el caso de los nefitas viviendo la ley de Moisés. Al principio de la historia, Nefi y sus hermanos arriesgaron sus vidas para obtener las planchas de bronce, las cuales, se nos dice, contenían la Ley (véase 1 Nefi 4:16). Más adelante se nos informa que los nefitas “guardaban los juicios, y los estatutos y los mandamientos del Señor en todas las cosas, conforme a la ley de Moisés” (2 Nefi 5:10). Pero ¿qué significa esto? ¿Hasta qué grado los nefitas observaban y cumplían la ley de Moisés? Consideremos primero el tema del sacrificio animal. ¿Oficiaban los nefitas en lo que nosotros llamaríamos rituales levíticos? ¿Estaban bajo una obligación religiosa que requería el sistema intrincado de sacrificios dado al antiguo Israel bajo la Ley? ¿Realizaban sacrificios diarios? Comenzamos con la comprensión de que los nefitas poseían el Sacerdocio de Melquisedec y disfrutaban de la plenitud del evangelio. Como ya hemos señalado, José Smith explicó que todos los profetas—presumiblemente esto incluiría a Lehi y a sus sucesores nefitas—tenían el Sacerdocio de Melquisedec. Además, no tenemos indicación en el Libro de Mormón de que hubiera levitas entre los nefitas. El élder B. H. Roberts señaló:
Para ofrecer sacrificios y administrar en las otras ordenanzas de la ley de Moisés (que los nefitas estaban mandados a observar), era necesario, por supuesto, que tuvieran un sacerdocio, y lo tenían; pero no el sacerdocio según el orden de Aarón; pues ese era un sacerdocio que solamente podía ser debidamente poseído por la familia de Aarón y la tribu de Leví. . . .
Ese sacerdocio mayor era competente para actuar en la administración de las ordenanzas bajo lo que se conoce como la ley de Moisés, lo cual es evidente por el hecho de que así administró antes de que se otorgara el poder del sacerdocio aarónico o levítico; y el hecho de que se haya otorgado a la casa de Aarón y a la tribu de Leví un sacerdocio especial, de ningún modo disminuye el derecho y el poder del sacerdocio mayor o de Melquisedec para oficiar en las ordenanzas de la ley de Moisés; pues ciertamente el orden superior del sacerdocio puede oficiar en las funciones del menor, cuando la necesidad así lo requiera.
Además, el presidente Joseph Fielding Smith enseñó: “Los nefitas no oficiaban bajo la autoridad del Sacerdocio Aarónico. No eran descendientes de Aarón, y no había levitas entre ellos. No hay evidencia de que poseyeran el Sacerdocio Aarónico hasta después del ministerio del Señor resucitado entre ellos. . . . [El] sacerdocio mayor puede oficiar en toda ordenanza del evangelio, y Jacob y José, por ejemplo, fueron consagrados sacerdotes y maestros según este orden [de Melquisedec].” Es decir, “sacerdote” y “maestro” (2 Nefi 5:26; Jacob 1:17-18) son palabras que describen deberes ministeriales dentro del sacerdocio mayor más que oficios específicos en el Aarónico.
Como sabemos, la ordenanza del sacrificio animal no se originó con Moisés o Aarón. Más bien, a nuestros primeros padres se les mandó “adorar al Señor su Dios, y . . . ofrecer los primerizos de sus rebaños como ofrenda al Señor.” Un ángel explicó a Adán el significado doctrinal de esas ofrendas: servían como un recordatorio constante de la venida del gran y último sacrificio en la meridiana dispensación del tiempo (véase Moisés 5:5-8). Mi sugerencia es que el sacrificio nefita seguía ese orden—el antiguo orden del evangelio—más que el orden aarónico, y que las ofrendas nefitas eran del tipo de “sacrificio sencillo” en lugar de los tipos de ofrendas descritos en Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Curiosamente, los profetas Samuel (véase 1 Samuel 7:9) y Elías (véase 1 Reyes 18), ambos poseedores del Sacerdocio de Melquisedec, oficiaron en ordenanzas sacrificiales, y no hay indicación en el texto bíblico de que alguien que presenciara sus labores cuestionara su autoridad para hacerlo. Así, el élder Bruce R. McConkie pudo escribir: “No siempre podemos saber . . . si ciertos ritos sacrificiales realizados en Israel formaban parte del sistema mosaico o si eran las mismas ordenanzas realizadas por Adán y Abraham como parte de la ley del evangelio. Además, parece que algunas de las prácticas rituales variaban de tiempo en tiempo, según las necesidades especiales del pueblo y las circunstancias cambiantes en que se encontraban. Ni siquiera el Libro de Mormón nos ayuda en estos aspectos. Sabemos que los nefitas ofrecían sacrificios y guardaban la ley de Moisés. Dado que tenían el Sacerdocio de Melquisedec y no había levitas entre ellos, suponemos que sus sacrificios eran aquellos que antecedieron al ministerio de Moisés.”
Aparte del sacrificio, ¿hasta qué punto los nefitas observaron y guardaron la ley de Moisés? Sugiero la posibilidad de que los nefitas tal vez no vivieron bajo lo que las escrituras llaman “la ley de los mandamientos carnales”. Creo que vivieron la ley de Moisés en el sentido de que seguían las leyes y ordenanzas del evangelio eterno, observaban sacrificios animales sencillos, guardaban los Diez Mandamientos y eran obedientes a principios y normas de justicia, equidad y restitución. No percibo que los nefitas hayan sido jamás requeridos a observar leyes dietéticas, leyes de purificación o el sistema elaborado de ofrendas sacrificiales. Argumentar a favor de tales cosas—aun de los sacrificios diarios—es argumentar desde el silencio textual y hacer inferencias basadas en una cultura y vida del Antiguo Testamento que, en mi opinión, eran ajenas a los nefitas y ciertamente inferiores a su nivel espiritual. El élder McConkie escribió entonces que dado que los nefitas “tenían la plenitud del evangelio mismo, guardaban la ley de Moisés en el sentido de que se conformaban a sus innumerables principios morales y sus interminables restricciones éticas. Suponemos que esta sería una de las razones por las que Nefi pudo decir: ‘La ley ha muerto para nosotros’ (2 Nefi 25:25). Al menos, no hay ninguna indicación en el Libro de Mormón de que los nefitas ofrecieran los sacrificios diarios requeridos por la ley o que observaran las diversas fiestas que eran parte de la vida religiosa de sus parientes del Viejo Mundo.”
Si se argumenta, como hacen algunas personas, que el Libro de Mormón no contiene referencias específicas a tales asuntos porque Mormón, el profeta-editor del siglo IV d. C., vivió mucho después del cumplimiento de la Ley, entonces deberíamos preguntarnos por qué esos temas no se mencionan con más detalle en las planchas menores de Nefi, que no fueron abreviadas. De hecho, el sacrificio animal no es mencionado por ningún profeta-escritor nefita en las planchas menores después de 1 Nefi 7:22, lo que nos lleva a preguntarnos cuán prominente era realmente el lugar de las ofrendas sacrificiales en la vida privada o comunitaria de los nefitas. Al comienzo de las planchas de Mormón (el compendio de las planchas mayores), se nos dice que el pueblo de Benjamín, al “subir al templo para oír” el discurso final de su rey, llevó “los primerizos de sus rebaños, para ofrecer sacrificio y holocaustos conforme a la ley de Moisés” (Mosíah 2:3). (Cabe señalar que un lenguaje similar se usa para describir las ofrendas de Adán: “Y [Dios] les dio mandamientos, que adoraran al Señor su Dios, y ofrecieran los primerizos de sus rebaños como ofrenda al Señor” [Moisés 5:5].) Después de eso, no se menciona ninguna ofrenda de sangre hecha por parte de los nefitas hasta después de la muerte de Cristo, momento en el que el mismo Señor mandó que fueran reemplazadas por un corazón quebrantado y un espíritu contrito (véase 3 Nefi 9:19-20). Este mandamiento sugiere que los sacrificios habían sido ofrecidos desde el principio y a lo largo de la historia nefita, pero nuevamente me pregunto si acaso estos no fueron simplemente los sacrificios sencillos que antecedieron a la entrega de la Ley.
Aunque, como sugerimos anteriormente, Lehi era miembro de la Iglesia antes de partir hacia América, la Jerusalén de su época estaba en apostasía. Los judíos se habían contaminado a sí mismos; habían pisoteado al Dios de sus padres y a sus portavoces proféticos, y habían deshonrado las obligaciones del convenio de su evangelio. Lamán y Lemuel son quizás nuestra mejor ilustración de cómo eran muchos de los judíos del 600 a.C.: se negaban a reconocer su propia infidelidad (véase 1 Nefi 17:22), estaban obsesionados con los bienes de este mundo (véase 1 Nefi 17:21), tenían una disposición asesina hacia cualquiera que se opusiera a ellos (véase 1 Nefi 2:13; 16:37; 17:44), y negaban abiertamente el espíritu de profecía y revelación (véase 1 Nefi 15:8-9). Fue desde este pantano de infidelidad espiritual que la colonia de Lehi fue guiada al Nuevo Mundo. Nefi observó: “Yo, Nefi, no enseñé a [mi pueblo] muchas cosas concernientes a las costumbres de los judíos; porque sus obras eran obras de tinieblas, y sus hechos eran hechos de abominaciones” (2 Nefi 25:2). Lehi y su familia fueron llamados a abandonar la iniquidad de su tierra natal y establecer una nueva dispensación del evangelio en otro hemisferio.
Cómo y hasta qué punto los mulequitas—quienes llegaron a América aproximadamente al mismo tiempo que la colonia nefita—continuaron con su modo de vida israelita no se sabe. El pueblo de Zarahemla ciertamente eran judíos, en la medida en que Mulek era hijo de Sedequías, rey de Judá. Parece que estaban, como muchos en la tierra que habían dejado, en un estado de apostasía. “Su idioma se había corrompido; y no habían traído consigo ningún registro; y negaban la existencia de su Creador” (Omni 1:17). Sabemos que después de haberse unido con Mosíah y su pueblo, constituían un gran porcentaje de la población nefita (véase Mosíah 25:2; comparar con Omni 1:5). Seguramente, al unirse con el pueblo de Mosíah y convertirse ellos mismos en nefitas, habrían adoptado las enseñanzas de los profetas nefitas y, por tanto, aceptado la doctrina de Cristo.
Es interesante considerar la reprensión de Abinadí a Noé y su corte, unos cuatro siglos y medio después de Nefi. Abinadí preguntó a los sacerdotes: “¿Qué es lo que enseñáis a este pueblo? Y dijeron: Enseñamos la ley de Moisés. Y volvió a decirles: Si enseñáis la ley de Moisés, ¿por qué no la guardáis?” Uno esperaría que Abinadí en ese momento arremetiera contra cosas como su falta de ofrendas apropiadas, la no observancia de las leyes kosher o su ausencia en las fiestas y festivales requeridos. En cambio, preguntó: “¿Por qué ponéis vuestros corazones en las riquezas? ¿Por qué cometéis fornicaciones y gastáis vuestra fuerza con rameras, sí, y hacéis que este pueblo peque, por lo que el Señor ha tenido causa para enviarme a profetizar contra este pueblo, sí, un gran mal contra este pueblo?” Abinadí preguntó: “¿Viene la salvación por la ley de Moisés? ¿Qué decís?” Y ellos respondieron que la salvación venía por la ley de Moisés. “Mas ahora Abinadí les dijo”—y noten estas palabras—”Yo sé que si guardáis los mandamientos de Dios, seréis salvos.” Luego comenzó a leer los Diez Mandamientos a los sacerdotes, a reprenderlos por no vivirlos ni enseñarlos al pueblo, y a profetizar destrucción si no se arrepentían de sus caminos pecaminosos (véase Mosíah 12:27–13:26; cursiva añadida). Obsérvese que su reproche por no observar la ley de Moisés es una condena por no guardar los Diez Mandamientos, así como las leyes de decencia y moralidad asociadas con la vida del evangelio.
Abinadí prosiguió diciendo que era conveniente que los nefitas guardaran la ley de Moisés por un tiempo, pero que eventualmente la Ley se cumpliría en Cristo. Testificó que la salvación no venía por la Ley solamente, y que si no fuera por la expiación de Cristo, toda la humanidad estaría perdida para siempre, a pesar de la Ley y todo lo que le pertenece. Me fascina lo que sigue. Es como si Abinadí hablara no de la relación de la Ley con su pueblo (los nefitas), sino más bien del motivo por el cual la Ley fue dada a los israelitas rebeldes en los días de Moisés: “Y ahora os digo que fue necesario que se diera una ley a los hijos de Israel, sí, una ley muy estricta; porque eran un pueblo de cerviz dura, pronto para obrar iniquidad y lento para acordarse del Señor su Dios; por tanto, se les dio una ley, sí, una ley de ritos y de ordenanzas, una ley que debían observar estrictamente de día en día, para mantenerlos en recuerdo de Dios y su deber para con él. Mas he aquí, os digo que todas estas cosas fueron símbolos de cosas futuras. Y ahora bien, ¿comprendieron ellos la ley? Os digo que no, no la comprendieron; y esto a causa de la dureza de sus corazones; porque no entendieron que ningún hombre puede ser salvo sino por la redención de Dios” (Mosíah 13:27–32; cursiva añadida; comparar con Mosíah 3:14). Es como si Abinadí contrastara la fe ciega e infiel de un grupo anterior de israelitas con aquellos nefitas que sabían perfectamente bien de qué trataba la Ley, hacia qué señalaba y por qué fue dada.
Al describir la fe de los anti-nefi-lehitas, Mormón escribió: “Guardaban la ley de Moisés; porque les era necesario que guardasen la ley de Moisés por entonces, pues aún no estaba toda cumplida.” ¿Aún no estaba toda cumplida? ¿Podría haber un sentido en el que una parte de la Ley se cumplía en las vidas de los nefitas creyentes, en la medida en que miraban con fe hacia su cumplimiento? “Mas a pesar de la ley de Moisés, miraban hacia la venida de Cristo, considerando que la ley de Moisés era un símbolo de su venida, y creyendo que debían guardar aquellas ordenanzas externas hasta el tiempo en que él les fuera revelado. Ahora bien, no suponían que la salvación viniera por la ley de Moisés; pero la ley de Moisés servía para fortalecer su fe en Cristo; y así conservaron una esperanza mediante la fe, para salvación eterna, confiando en el espíritu de profecía, que hablaba de las cosas venideras” (Alma 25:15-16). En otras palabras, quienes vivían la Ley con la mirada puesta en Jesucristo como su cumplimiento y realización estaban demostrando su capacidad para vivir una ley celestial, calificándose así para la exaltación. O, como declaró Jacob: “Adoramos al Padre en el nombre [de Cristo]. Y por esta causa guardamos la ley de Moisés, la cual nos conduce el alma a él; y por esta causa nos es santificada para justicia” (Jacob 4:5).
Al describir a los antiguos israelitas que rechazaron la plenitud del evangelio—y de quienes fueron quitados Moisés y las llaves del Sacerdocio de Melquisedec—una revelación moderna declara: “Y continuó el sacerdocio menor, el cual posee la llave del ministerio de ángeles y del evangelio preparatorio; el cual es el evangelio del arrepentimiento y del bautismo, y la remisión de pecados, y la ley de los mandamientos carnales, la cual el Señor en su ira hizo que continuara con la casa de Aarón entre los hijos de Israel hasta Juan” (D. y C. 84:23-27). Obsérvese que es el Sacerdocio Aarónico el que está asociado con la ley de los mandamientos carnales. Al escribir sobre la manera en que el sacerdote levítico oficiaba anualmente en el Lugar Santísimo, Pablo observó que a este ámbito sagrado del santuario “entraba el sumo sacerdote solo una vez al año, no sin sangre, la cual ofrecía por sí mismo, y por los pecados del pueblo . . . lo cual era símbolo [o figura] del tiempo presente, en que se ofrecían dones y sacrificios, que no podían hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que servía con ellos; ya que consistían [TJS: consistían] solo en comidas y bebidas, y diversas purificaciones, y ordenanzas carnales, impuestas hasta el tiempo de reformarse” (Hebreos 9:7-10; cursiva añadida). Creo que muchos de los nefitas habían disfrutado desde el principio del conocimiento y las bendiciones de la expiación de Cristo y de la plenitud de las ordenanzas de salvación; es decir, que participaron desde temprano en esa reforma o restauración del evangelio eterno. Como Cristo, el Sumo Sacerdote de su profesión, eran “según el orden de Melquisedec” más que “según la ley de un mandamiento carnal”. El orden bajo el cual ellos obraban era “según el poder de una vida indestructible” (Hebreos 7:15-16).
En resumen, desde mi perspectiva, los nefitas observaron y guardaron la Ley en el mismo espíritu con que Jehová aconsejó al pueblo por medio de Malaquías: “Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel.” ¿Cuál era esa ley? En el versículo siguiente leemos lo siguiente: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que yo no venga y hiera la tierra con maldición” (Malaquías 4:4-6; 3 Nefi 25:4-6). José Smith enseñó que “Dios maldijo a los hijos de Israel porque no quisieron recibir la última ley de Moisés.” Además, “La ley revelada a Moisés en Horeb jamás fue revelada a los hijos de Israel como nación.” Me parece que la ley de Moisés a la que se refiere este pasaje es la que el Profeta describió como “la última ley, o la plenitud de la ley o del sacerdocio que constituye [a un hombre] rey y sacerdote según el orden de Melquisedec o de una vida sin fin.”
LA PERSONA Y LA OBRA DEL MESÍAS
Otro aspecto importante en el que percibo una gran diferencia entre el mundo israelita del siglo VI a.C. y las creencias de los nefitas es en cuanto a la persona y la obra del Mesías. Si el Antiguo Testamento es algún tipo de guía sobre lo que el pueblo del antiguo Israel entendía respecto al Mesías, concluimos que muy pocos comprendían la realidad y aún la necesidad de un Salvador o Redentor. De hecho, de las treinta y nueve apariciones de la palabra hebrea Mashíaj (es decir, “ungido”) en el Antiguo Testamento, la mayoría se refiere al rey israelita. Una, curiosamente, se refiere a Ciro el persa (véase Isaías 45:1). Ya sea que muchos de los detalles sencillos y preciosos sobre la venida de Jesucristo a la tierra hayan sido quitados o retenidos de nuestro Antiguo Testamento actual (véase 1 Nefi 13:26), o que el pueblo de esa época haya sido en general tan malvado y perverso como para no ser digno de recibir tales detalles proféticos, no lo podemos saber con certeza. Cualquiera que sea la razón, el Mesías de la Jerusalén del siglo VI a.C. y el Mesías del pueblo del Libro de Mormón son muy diferentes.
Al comienzo del relato de las planchas menores, Nefi escribió: “Y aconteció que después que mi padre hubo acabado de hablar las palabras de su sueño, y también de exhortar a [Lamán y Lemuel] con toda diligencia, les habló acerca de los judíos—que después que fueran destruidos, aun aquella gran ciudad Jerusalén, y muchos fueran llevados cautivos a Babilonia, conforme al debido tiempo del Señor, ellos volverían de nuevo, sí, serían sacados de la cautividad; y después que fueran sacados de la cautividad, poseerían de nuevo la tierra de su herencia. Sí, aun seiscientos años después de que mi padre saliera de Jerusalén, el Señor Dios levantaría entre los judíos un profeta—sí, un Mesías, o, en otras palabras, un Salvador del mundo” (1 Nefi 10:2-4; cursiva añadida). Que los nefitas entendían que este Mesías sería mucho más que un gran maestro o un gobernante político es evidente en el texto del Libro de Mormón. El Mesías recuperaría o reuniría a su pueblo escogido (véase 2 Nefi 6:14), vendría como el Cordero de Dios para redimir al pueblo (véase 1 Nefi 10:14; 12:18; 2 Nefi 2:6-8), sería muerto (véase 1 Nefi 10:11) y resucitaría de entre los muertos (véase 2 Nefi 25:14). Además, que el Mesías o Salvador no sería otro que el Señor Dios Omnipotente, Jehová de los patriarcas, se da a conocer desde temprano en el registro nefita; tal conocimiento, por cierto, era una parte importante de ese registro escritural e histórico centrado en el evangelio y en Cristo que conocemos como las planchas de bronce (véase 1 Nefi 19:10-12). Más específicamente, el Libro de Mormón afirma que la fe salvadora en Dios solo puede venir mediante el conocimiento y la aceptación de la doctrina de la filiación divina de Cristo. Nefi escribió: “Y aconteció que después que yo, Nefi, hube oído todas las palabras de mi padre, concernientes a las cosas que vio en visión, y también las cosas que dijo por el poder del Espíritu Santo, el cual poder recibió por la fe en el Hijo de Dios—y el Hijo de Dios era el Mesías que había de venir—yo, Nefi, también sentí deseos de ver, oír y saber estas cosas, por el poder del Espíritu Santo, que es el don de Dios para todos los que lo buscan diligentemente, tanto en tiempos antiguos como en el tiempo en que se manifestará a los hijos de los hombres” (1 Nefi 10:17; cursiva añadida). En resumen, el poder espiritual proviene de la doctrina de la filiación divina.
Casi completamente ausente del Antiguo Testamento (y, sin duda, del mundo de la Jerusalén del siglo VI a.C.) está otro detalle doctrinal tan claramente enseñado en el Libro de Mormón: que el Mesías sería el Hijo literal de Dios el Padre (véase 1 Nefi 11:6, 24). La explicación del ángel sobre la condescendencia de Dios (véase 1 Nefi 11), tanto del Padre como del Hijo, va directamente al corazón del asunto. El Elohim Todopoderoso condescendió en el sentido de que se unió a una mujer mortal para traer al mundo al Salvador y Redentor de la humanidad. Jesús de Nazaret condescendió en el sentido de que dejó su trono divino para venir a la tierra y extender las bendiciones de la redención a los caídos e impíos hijos e hijas de Adán y Eva. Las planchas de bronce sirvieron como un poderoso testimonio para los nefitas de la filiación divina de Cristo. Zenos oró: “Y me escuchaste por causa de mis aflicciones y mi sinceridad; y fue por causa de tu Hijo que has sido así misericordioso conmigo; por tanto, clamaré a ti en todas mis aflicciones, porque en ti está mi gozo; porque has apartado de mí tus juicios, por causa de tu Hijo” (Alma 33:11). También Zenoc oró: “Estás airado, oh Señor, con este pueblo, porque no quieren entender tus misericordias que has derramado sobre ellos por causa de tu Hijo” (Alma 33:16). En resumen, los nefitas llegaron a comprender una dimensión de la palabra mesiánica—que el Mesías tendría poder otorgado por su excelso Padre para cumplir su papel intercesor (véase 2 Nefi 2:8; Mosíah 15:8; Helamán 5:11)—que había sido conocida por los fieles desde el principio, pero que se había perdido a causa de la incredulidad.
LA PERSONA Y LA OBRA DEL MESÍAS
Para citar solo un ejemplo de lo que sabían acerca de Dios y de Cristo los antiguos israelitas que creían, observemos lo siguiente en la traducción inspirada de la Biblia por el profeta José Smith, una sección de lo que ahora conocemos como Moisés 1. Después de que Moisés estuvo en la presencia de Dios; después de que “contempló el mundo y sus confines, y todos los hijos de los hombres que son y fueron creados”; y después de que Satanás vino a tentarlo, exigiendo que Moisés lo adorara como el Hijo de Dios, el relato continúa: “Bendito sea el nombre de mi Dios”, exclamó Moisés, “porque su Espíritu no se ha retirado por completo de mí; de otro modo, ¿dónde está tu gloria? Porque para mí es tinieblas. Y puedo discernir entre tú y Dios; porque Dios me dijo: Adora a Dios, y a él solo servirás. ¡Apártate de mí, Satanás! No me engañes; porque Dios me dijo: Tú eres a semejanza de mi Unigénito.” Y ahora observa esta importante declaración del Legislador: “Y también me dio mandamientos cuando me llamó desde la zarza ardiente [véase Éxodo 3], diciendo: Invoca a Dios en el nombre de mi Unigénito, y adórame” (Moisés 1:8–17; cursiva añadida). Y así como Moisés fue instruido a invocar al Padre en el nombre del Hijo, también a los nefitas se les dio esa misma dirección divina (véase 2 Nefi 25:16; Jacob 4:5).
Después de su llamamiento profético, Lehi “salió entre el pueblo, y comenzó a profetizar y a declararles acerca de las cosas que él había visto y oído”—es decir, que Jerusalén sería destruida, y que muchos perecerían a espada y otros serían llevados cautivos a Babilonia. “Y aconteció que los judíos se burlaron de él por causa de las cosas que testificaba de ellos; porque verdaderamente testificaba de su maldad y sus abominaciones; y testificó que las cosas que vio y oyó, y también las que leyó en el libro, manifestaban claramente la venida de un Mesías, y también la redención del mundo.” Lo que sigue es sumamente instructivo: “Y cuando los judíos oyeron estas cosas, se enojaron con él; sí, al igual que con los profetas antiguos, a quienes habían echado, y apedreado, y matado; y también procuraron quitarle la vida” (1 Nefi 1:13, 18–20; cursiva añadida). Dos de esos profetas antiguos que perdieron la vida por su testimonio mesiánico—por hablar claramente acerca de la venida de un Salvador—fueron Zenós (véase Helamán 8:19) y Zenoc (véase Alma 33:17). Más adelante en la saga nefita, Abinadí sería quemado hasta la muerte por atreverse a decirle al pueblo “acerca de su maldad y sus abominaciones” y porque “profetizó muchas cosas que están por venir, sí, la venida de Cristo” (Mosíah 7:26). En ese contexto, vemos que los principales anti-Cristos del Libro de Mormón perpetuaban el mismo espíritu y la incredulidad de los judíos en la Jerusalén del 600 a.C. Específicamente, enseñaban que no hay necesidad de redención y, por tanto, de un Salvador (véase Jacob 7:9; Alma 1:4; 21:6; 30:17–18), que no hay necesidad de arrepentimiento (véase Alma 15:15; 30:16–17), que el mérito personal y no la gracia divina determina la posición de uno ante Dios (véase Alma 1:4; 30:17), y que la ley de Moisés es suficiente en sí misma y no necesita añadidos, y ciertamente no cumplimiento alguno (véase Jacob 7:7; comparar con 1 Nefi 17:22; 2 Nefi 25:27).
No podemos saber con certeza, a partir del texto mismo, cuánto sabía el nefita promedio acerca del Mesías, pero una cosa es cierta: las profecías nefitas (complementadas por los oráculos de las planchas de bronce) eran claras, directas y poderosas—mucho más que lo que encontramos en nuestro Antiguo Testamento actual. Si de hecho la claridad de las profecías nefitas indica lo que el pueblo sabía, me parece que el concepto nefita del Mesías como Salvador y Redentor estaba a años luz del que tenía el pueblo del antiguo Israel. Repitiendo las palabras de Jacob sobre su pueblo: “Nosotros . . . teníamos muchas revelaciones y el espíritu de mucha profecía; por lo que conocíamos a Cristo y su reino, que habría de venir” (Jacob 1:6; cursiva añadida; véase también 4:4–5).
DIOS, EL HOMBRE Y LA LEY
El mundo de Lehi también era el mundo de Jeremías, Ezequiel, Daniel, Habacuc y Sofonías. Era un mundo inicuo, uno que había rechazado y asesinado a los verdaderos profetas (véase 1 Nefi 7:14; Jacob 4:14), que había creado y recompensado a los falsos profetas (véase Jeremías 23), y que por tanto había cortado la línea de vida entre ellos y el Espíritu de Dios. La acusación constante de Jehová contra el antiguo Israel era que no conocían a su Dios—es decir, no que no comprendieran cognitivamente el nombre o la naturaleza de la Deidad (aunque ciertamente fallaban también en eso), sino que no existía ese sentido de cercanía, esa lealtad de convenio que debería caracterizar la relación entre un esposo y una esposa (véase Oseas 4:1; 6:6).
Aunque los eruditos generalmente sostienen que la sinagoga como institución no se originó sino hasta el exilio en Babilonia, la palabra sinagoga se utiliza a lo largo del Libro de Mormón. Es “bastante probable que en su inicio la sinagoga no se refiriera a un edificio físico, sino a un grupo o comunidad de personas que se reunían para adorar y con fines religiosos.” La palabra pudo haber sido utilizada simplemente para denotar una “congregación” o “asamblea” de creyentes. Nefi testificó que las bendiciones del evangelio están disponibles libremente y que Dios no ha mandado a nadie que “se aparte de las sinagogas, ni de las casas de adoración” (2 Nefi 26:26). Parece que esta última frase—”casas de adoración”—describe la anterior—”las sinagogas”. Mormón escribió que “Alma y Amulek salieron predicando el arrepentimiento al pueblo en sus templos, y en sus santuarios, y también en sus sinagogas, que fueron edificadas según la manera de los judíos” (Alma 16:13). También aprendemos que grupos apóstatas como los amalequitas, los nehoritas y los zoramitas construyeron sus propias sinagogas (véase Alma 21:4, 6; 31:12; 32:2). Que existieron sinagogas después de la venida de Cristo entre los nefitas también es claro. El Maestro hace referencia a los hipócritas que oran en la sinagoga para ser oídos por los hombres (véase 3 Nefi 13:5), y también pide que no se expulse a los transgresores de las sinagogas (véase 3 Nefi 18:32). Finalmente, Moroni añade el detalle interesante de que las enseñanzas de su padre, Mormón, sobre la fe, la esperanza y la caridad fueron pronunciadas “cuando las enseñó en la sinagoga que habían edificado como lugar de adoración” (Moroni 7:1). Aunque las sinagogas en sí pudieran haberse conducido “según la manera de los judíos,” puede ser que la palabra sinagoga se usara para referirse a lugares de adoración, lo que hoy llamaríamos capillas o iglesias. La palabra podría estar empleada en el Libro de Mormón de manera semejante a como se usa en la revelación moderna, donde sinagoga parece denotar congregaciones o iglesias (véase D. y C. 63:31; 66:7; 68:1).
El pueblo del Viejo Mundo de Lehi había confundido el ritual con la religión; la búsqueda de la santidad había sido rechazada en favor de una estricta adherencia a la letra estéril de la Ley. Las ofrendas quemadas ya no representaban la ofrenda total del alma y del corazón humano. La relación del hombre con Dios había comenzado a asociarse con su estricta conformidad a ordenanzas y estatutos. “El hombre caminaba por esta vida por el camino que Dios le había puesto delante,” escribió E. R. Goodenough, “un camino que en sí mismo era la luz y la ley de Dios, y Dios desde lo alto lo recompensaba por hacerlo. El hombre se preocupaba por observancias correctas para mostrar respeto a Dios, y por actitudes y actos adecuados hacia sus semejantes; pero aparte de honrar a Dios, solo buscaba en Él el báculo y la vara divina para guiarlo y ayudarlo cuando estaba débil.” En el transcurso de cuatro siglos, esta forma de vida maduró en lo que llegamos a conocer como judaísmo halájico, talmúdico, rabínico o fariseo, una forma de vida que “implicaba una mesa kosher, la observancia exacta del Sabbat y de las festividades,” y así sucesivamente. Este enfoque de la vida piadosa era una alternativa al “camino vertical por el cual el hombre asciende hacia Dios e incluso llega a compartir la naturaleza divina.” Era una “religión legal donde el hombre camina por un camino horizontal a través de este mundo según las instrucciones de Dios.”
En resumen, en los días de Lehi, el concepto de que el hombre podía conocer la mente y la voluntad de Dios y podía ser guiado por Su Espíritu prácticamente había desaparecido. Lamán y Lemuel, quienes “no conocían el trato de ese Dios que los había creado” (1 Nefi 2:12), se burlaban de las visiones y revelaciones de su padre y su hermano menor, calificándolas de necedad y engaño, y rechazaban el camino de santidad con el que Lehi buscaba guiar y gobernar a su colonia (véase 1 Nefi 2:11–13; 16:37; 17:44). Habían endurecido sus corazones y se negaban a recibir la palabra del Señor, ya fuera del Espíritu, de la voz audible de Dios, o incluso de un ángel. Ya no eran receptivos a esos impulsos o sentimientos personales que vienen de lo alto (véase 1 Nefi 3:29; 16:39; 17:45). Sugiero que en ese sentido no eran diferentes de sus insensibles colegas en Jerusalén. Después de que Lehi describió su visión del árbol de la vida, la barra de hierro y el edificio grande y espacioso, y después de hablar a sus hijos sobre el destino de la casa de Israel, Lamán y Lemuel le indicaron a Nefi que no podían entender las palabras de Lehi sobre “las ramas naturales del olivo, y también acerca de los gentiles.” Y yo [Nefi] les dije: “¿Habéis preguntado al Señor?” Su respuesta dice mucho sobre el clima del que provenían, un clima que habían absorbido y ahora representaban: “No lo hemos hecho; porque el Señor no nos da a conocer tales cosas.” Es decir, no creían que se pudieran conocer tales cosas. No creían que se podía recibir revelación, porque, presumiblemente, no creían en la revelación. Nefi los reprendió con estas palabras: “¿Cómo es que no guardáis los mandamientos del Señor? ¿Cómo es que pereceréis a causa de la dureza de vuestros corazones? ¿No os acordáis de las cosas que el Señor ha dicho?—Si no endurecéis vuestros corazones y me pedís con fe, creyendo que recibiréis, con diligencia en guardar mis mandamientos, seguramente se os darán a conocer estas cosas” (1 Nefi 15:7–11; cursiva añadida; comparar con TJS Mateo 7:14; TJS Lucas 16:21 para entender mejor a los judíos en los tiempos del Nuevo Testamento).
AL HABLAR DE DIOS, DEL HOMBRE Y DE LA LEY
Al hablar de un mundo (el del siglo VI a.C.) que no conoció personalmente pero sobre el cual debió haber escuchado mucho, Jacob dijo: “Los judíos eran un pueblo de dura cerviz; y despreciaron las palabras de claridad, y mataron a los profetas, y procuraron cosas que no podían entender. Por tanto, a causa de su ceguera, que vino por mirar más allá del objeto, es necesario que caigan; porque Dios les ha quitado su claridad, y les ha entregado muchas cosas que no pueden entender, porque así lo desearon. Y porque lo desearon, Dios lo ha hecho para que tropiecen” (Jacob 4:14). En palabras del élder Dean L. Larsen, Israel antiguo estaba “aparentemente afligido por una pseudo-sofisticación y un esnobismo que les dio una falsa sensación de superioridad sobre aquellos que venían entre ellos con las palabras del Señor en claridad. Fueron más allá del punto de prudencia y evidentemente fallaron en mantenerse dentro del círculo de las verdades fundamentales del evangelio, que proveen la base para la fe. Debieron haber disfrutado de asuntos especulativos y teóricos que oscurecieron para ellos las verdades espirituales fundamentales. Al quedar fascinados con esas ‘cosas que no podían entender’, perdieron su comprensión y fe en el papel redentor de un verdadero Mesías, y el propósito de la vida se confundió.” Por otro lado, aquellas personas que, como Lehi y los fieles de su compañía, escudriñaban las Escrituras con oración y buscaban entendimiento por medio del poder del Espíritu Santo, permanecían dentro de los límites de la rectitud y avanzaban hacia la meta—y esa meta era Cristo. “Por tanto,” escribió Nefi, “profetizaré según la claridad que ha estado conmigo desde el momento en que salí de Jerusalén con mi padre; porque he aquí, mi alma se deleita en la claridad para con mi pueblo, a fin de que aprenda” (2 Nefi 25:4; comparar con 25:7; 31:3; 33:6). Tal claridad no le habría venido de sus contemporáneos judíos en Jerusalén, sino por otro medio. “Teniendo grandes deseos de conocer los misterios de Dios,” escribió anteriormente, “clamé al Señor; y he aquí que él me visitó, y ablandó mi corazón de modo que creí todas las palabras que mi padre había hablado; por tanto, no me rebelé contra él como mis hermanos” (1 Nefi 2:16; cursiva añadida). En marcado contraste con el espíritu agnóstico que caracterizaba su tiempo, Nefi llegó a saber (y enseñó a su pueblo) que Dios “es el mismo ayer, hoy y para siempre; y el camino está preparado para todos los hombres desde la fundación del mundo, si es que se arrepienten y vienen a él. Porque el que busca diligentemente, hallará; y los misterios de Dios le serán revelados, por el poder del Espíritu Santo, así en estos tiempos como en los tiempos antiguos, y así en los tiempos antiguos como en los tiempos por venir; por tanto, el curso del Señor es un giro eterno” (1 Nefi 10:18–19; Alma 12:9–11).
CONCLUSIÓN
El filósofo Karl Jaspers habló del siglo VI a.C. como el “período axial”, porque, como indicó un escritor, “en ese siglo la conciencia humana en todo el mundo comenzó a girar, como si estuviera sobre su eje, y a enfrentarse a sí misma. La conciencia se volvió autoconciente, o reflexiva. Esto ocurrió independientemente en aproximadamente la misma época en todo el mundo. Fue o una coincidencia o una conspiración, o el azar o la providencia divina. Cuanto más observamos,” concluyó, “menos parece casualidad.” Más probablemente, el Espíritu de Dios se estaba derramando sobre toda carne, como profetizó Joel (véase Joel 2:27–29), y personas de todo el globo comenzaban a emerger de la oscuridad y el anonimato. Lehi fue llamado a dejar atrás las tinieblas, entrar en la luz y llevar esa luz a una tierra extranjera. Es en ese contexto—una restauración del evangelio y por tanto un rechazo del judaísmo apóstata, mediante la dispersión de una rama de Israel—que comienza la historia del Libro de Mormón. Aunque no cabe duda de que los nefitas llevaron consigo gran parte de su cultura, no tengo ninguna duda de que también dejaron atrás gran parte de ella.
Los nefitas eran judíos. Eran judíos en el sentido de que eran nacionales, del reino de Judá (véase 2 Nefi 30:4; 33:8). Sin embargo, fueron receptores de la plenitud del evangelio de Jesucristo. Por tanto, eran cristianos. Los nefitas eran judíos del mismo modo que el apóstol Pablo era judío. Como Pablo, sentían gratitud personal por su herencia y se regocijaban en las promesas de Dios a Abraham, Isaac y Jacob. Como Pablo, como cristianos disfrutaban de la luz mayor del evangelio del convenio. Como Pablo, tenían poca razón para apegarse totalmente a los medios cuando conocían el Fin, y poca razón para absorberse en la profecía cuando estaban consumidos en su Cumplimiento.
Mi lectura del Libro de Mormón revela a un grupo de Santos de la Antigüedad que disfrutaron de bendiciones espirituales trascendentes. Construyeron templos, no para efectuar obra vicaria por los muertos (pues eso no se hizo sino hasta el ministerio de Cristo en el mundo de los espíritus), ni principalmente para ofrecer sacrificios animales, sino para recibir los convenios y ordenanzas de exaltación. Como señaló el presidente Brigham Young, “Las ordenanzas de la casa de Dios son expresamente para la Iglesia del Primogénito.” Los descendientes fieles de Lehi tuvieron el velo descorrido y vieron las visiones de los cielos. Conocieron al Señor, gozaron de su ministración, y recibieron de él la seguridad de la vida eterna. Muchos de los nefitas fueron recibidos en la “santa orden de Dios”, es decir, en la “orden del Hijo de Dios”. Es decir, entraron en la plenitud del Sacerdocio de Melquisedec, el cual solo se recibe en la casa del Señor.
Desde mi perspectiva, su vida religiosa estaba profundamente informada por la plenitud del evangelio. No siento la necesidad de distinguir entre la teología de Nefi y la teología de Mormón, en la medida en que adoraban al mismo Señor y vivían conforme a las mismas leyes del evangelio. El tiempo es básicamente irrelevante para un pueblo con visión. Los nefitas vivían como si Cristo ya hubiera venido (véase Jarom 1:11; Mosíah 3:13; 16:6; Alma 24:13; 39:17–19); vivían en perfecta anticipación de su sacrificio expiatorio, y así para ellos la gran profecía era historia. Vivían en la dispensación mosaica, pero gozaban de las bendiciones plenas del Mesías como si ya hubiera amanecido la gloriosa luz de la dispensación mesiánica. En ese sentido, fueron bendecidos, tanto como aquellos a quienes el Mesías mortal o el Redentor resucitado aparecería en persona (véase 2 Nefi 2:4). El Libro de Mormón fue escrito por un pueblo que conocía y experimentaba los misterios de la divinidad. Quizás esta sea una de las razones por las que posee un espíritu tan sublime, un poder propio. Algún día veremos qué civilización tan poderosa habitó en las Américas, y entonces tal vez apreciaremos las alturas espirituales tan maravillosas que alcanzaron, y por tanto, los estándares tan trascendentes que establecieron para quienes ahora leemos y meditamos en su registro.
























