La fe, cimiento de la vida
Élder Alma Sonne
Ayudante del Consejo de los Doce Apóstoles
Conferencia General, octubre de 1956, págs. 127–129
Soy consciente de que el cristianismo no significa lo mismo para todas las personas. Existen muchas creencias, muchas interpretaciones, numerosos conflictos y mucha discusión sobre asuntos relacionados con la religión. Sin embargo, creo que las mejores personas de nuestro país están interesadas en preservar la espiritualidad en América. Ninguna nación puede llegar a ser permanentemente grande sin Dios. La historia así lo ha demostrado. El fundamento de la espiritualidad es la fe en el Dios verdadero y viviente. Sin esa fe, el hombre permanece para siempre en las sombras, pues ha perdido su mayor incentivo para vivir rectamente.
Uno de los aspectos alentadores de los tiempos modernos en los que vivimos es el retorno a la Biblia. De principio a fin, este sagrado volumen es un mensaje de fe. Es un testimonio poderoso de la existencia de Dios y de la misión divina de Jesucristo. Su significado religioso es reconocido en todos los países cristianos. La historia demuestra que la Santa Biblia ha alterado irrevocablemente la vida de los hombres y de las naciones. Ha tocado profundamente el corazón mismo de la humanidad; su influencia ha alcanzado la literatura del mundo, y sus pasajes han sido citados tanto por predicadores como por laicos.
Creo que la investigación bíblica y el estudio intensivo de los escritos sagrados algún día contribuirán en gran medida al uso inteligente de la Biblia. La erudición y la investigación honesta eliminarán con el tiempo toda duda respecto a su autenticidad divina, su confiabilidad y su validez como guía para el progreso humano.
Es natural que la mayoría de los hombres se vuelvan hacia el pasado en busca de sabiduría comprobada. La Biblia contiene la sabiduría de las edades y las manifestaciones del poder de Dios para elevar a la familia humana. De sus páginas brotan un consuelo trascendente y una comprensión más profunda del propósito de la vida. Me refiero a sus enseñanzas con absoluta confianza. “Escudriñad las Escrituras”, dijo Jesús, “porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39).
El más grande defensor y maestro de la fe en Dios es Jesucristo. Durante su ministerio demostró su poder. Enseñó la fe a los impenitentes. Exhortó a los afligidos por la enfermedad a ejercer su fe como medio para recibir la bendición deseada. Sanó a los enfermos, levantó a los moribundos, devolvió la vista a los ciegos y llevó esperanza y consuelo a los afligidos.
Tomás Dídimo, profundamente conmocionado por la escena del Gólgota, había perdido su fe. En una ocasión había dicho que estaba dispuesto a morir con su Maestro. Pero, como los demás, huyó. Se volvió hosco, resentido e incrédulo. “. . . Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25).
Como todo escéptico, insistía en una prueba material. No creería a sus propios ojos. Tenía que tocar y palpar. La llamada “realidad” era su bastión. Pero el Maestro comprendía la estructura de su mente. Tomás Dídimo debía ser tranquilizado y fortalecido en su fe.
Una semana después, los discípulos estaban en la misma casa que en la primera ocasión, y Tomás estaba con ellos. De pronto, el Señor se apareció. Los saludó a todos con las palabras: “Paz a vosotros”. Sus ojos buscaron al apóstol que dudaba. Lo llamó por su nombre y le dijo: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:27–28).
Pero a Tomás le correspondió el privilegio de recibir la última, aunque no la menos importante, de las bienaventuranzas: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29). ¿No es ésta la base misma de la religión cristiana? ¿No es esto fundamental en todo lo que Jesús enseñó e hizo? Tomás Dídimo reconoció su derrota. En ese momento estaba preparado para reconocer a su Señor como el Hijo de Dios, el Redentor del mundo. Así fortalecido, Tomás Dídimo, como los demás, pudo escalar las difíciles alturas del dominio propio sin vacilar ni titubear. Su fe había sido restaurada, sus dudas habían desaparecido y el cimiento sobre el que se apoyaba jamás cedería.
La fe abre la puerta a la comprensión de Dios—su carácter y atributos. “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Estas palabras provienen de la oración que Jesús ofreció a su Padre por los apóstoles y por todos los que creen en Él.
La fe es constructiva, porque proporciona el impulso para actuar. Un pueblo bendecido con fe es progresista e invencible ante las dificultades. Israel fue liberado del yugo egipcio mediante el ejercicio de la fe. Los pioneros encontraron el camino hacia un hogar en el Oeste y establecieron los cimientos de una comunidad en el desierto gracias a su fe en las promesas de Dios. De la misma manera, los padres peregrinos establecieron en América sus ideales de libertad civil y religiosa.
Sin una fe constante, el alma no tiene ancla y es “como la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Santiago 1:6). La fe del hombre en Dios es un reconocimiento del poder divino para salvar y exaltar a la familia humana. Reconoce la divinidad de Jesucristo y acepta su evangelio como el plan de salvación. Proporciona al hombre un conocimiento vital que lo guía hacia adelante y hacia arriba, y lo inspira a vivir en armonía con la ley divina.
La fe es un don de Dios que debe desarrollarse mediante la investigación sincera y la oración. Despierta esperanza y valor, y explora los dominios de lo invisible. La pérdida de la fe es un revés trágico en el camino hacia la perfección.
El escepticismo, en cambio, carece de vitalidad. No ofrece ningún plan. Contradice toda afirmación de una vida después de la muerte. Le arrebata al hombre su creencia en los valores morales y espirituales, y destruye sus más caras esperanzas y sus aspiraciones más nobles. La incredulidad es negativa y rechaza las revelaciones de Dios, sin importar cómo se hayan manifestado.
Estamos rodeados de muchas manifestaciones misteriosas en la naturaleza y en el mundo exterior que no podemos explicar. Y sin embargo, los milagros realizados por Jesús y los profetas han sido piedra de tropiezo para muchos cuya fe es débil. Estos negadores del poder de Dios han rechazado al Dios de la Biblia como el Creador y Gobernante del universo. El mismo Jesús proclamó su supremacía cuando dijo: “. . . Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mateo 28:18–20). Ningún cristiano puede leer esas palabras sin sentir asombro y reverencia por el Redentor de la humanidad. Él es la luz del mundo. No tiene paralelo entre los muchos que han aspirado al liderazgo mundial.
Pablo, el apóstol, fue un producto del evangelio de Cristo. El poder de la fe se manifestó en la conquista total que ella logró sobre él. Hay tanta diferencia entre Saulo de Tarso y Pablo, el apóstol, como la que hay entre la noche y el día. Llegó en un momento crucial del movimiento cristiano, cuando más se lo necesitaba. Su llamamiento al ministerio fue inesperado, pues ya figuraba entre los enemigos de la causa que más tarde representaría. Su vida entera, desde el día de su conversión, reflejó una fe inconquistable, una firme convicción y un testimonio inquebrantable que ha perdurado por siglos.
Su segunda carta a Timoteo, que tal vez fue la última, revela su ansiedad y preocupación por aquellos que habían abrazado la fe. La carta fue escrita desde su calabozo en Roma, donde era prisionero por causa del evangelio. Ruega a Timoteo que venga a él y que le traiga un manto que había dejado en uno de sus viajes misionales. También pide libros y pergaminos para satisfacer su anhelo por el conocimiento y los estudios que había perseguido durante sus años de obra misional. Cito de su epístola: “. . . porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12). ¿Qué podría ser más reconfortante?
¿Cómo termina la carta? Leo sus palabras finales: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:6–8).
Esas palabras no son el lamento de un vencido. Unos días más tarde, sin duda, fue ejecutado por orden de Nerón, un hombre manchado de todo crimen y sumido en todo vicio.
La oración es una manifestación de fe. Toda verdad espiritual y todo logro religioso se han alcanzado mediante la oración. Es un canal de iluminación. En su máxima aflicción, el hombre está desamparado y sin esperanza sin Dios. Humillado por completo, se arrodilla en oración y se levanta triunfante. Hace lo que humanamente sería imposible. La oración ha dado impulso y eficacia a sus esfuerzos.
Ha llegado la hora de restaurar el culto sencillo, la devoción familiar en el hogar, un enfoque reverente a los problemas diarios, los hitos de la fe y el sentido de las leyes eternas de Dios.
Cuando el Maestro reunió a sus discípulos al pie del monte y les dio su magnífico Sermón, les enseñó a orar. “. . . entra en tu aposento”, dijo Él, “y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). La oración de fe es una comunión personal con Dios. Es el sendero hacia el poder. Es el camino hacia la liberación y la paz interior.

























