Capítulo 11
El Diablo y el Forense
Poco después fui llevado hasta lo alto de las escaleras y acostado allí, desde donde tuve una vista completa de nuestro amado y ahora asesinado hermano, Hyrum. Allí yacía tal como lo había dejado; no había movido un solo miembro; yacía plácido y sereno, un monumento de grandeza aun en la muerte; pero su noble espíritu había dejado su morada, y se había ido a habitar en regiones más acordes con su elevada naturaleza. ¡Pobre Hyrum! Fue un hombre grande y bueno, y mi alma estaba unida a la suya. Si alguna vez existió un hombre ejemplar, honesto y virtuoso, una encarnación de todo lo noble en la forma humana, Hyrum Smith era su representante.
Mientras yacía allí, varias personas se acercaron, entre ellas un médico. Al ver el doctor una bala alojada en mi mano izquierda, sacó un cortaplumas del bolsillo e hizo una incisión para extraerla, y habiendo conseguido un par de compases de carpintero, los utilizó para sacar o hacer palanca sobre la bala, alternando el uso del cortaplumas y de los compases. Tras serrar por un tiempo con el cortaplumas sin filo, y hacer palanca y tirar con los compases, finalmente logró extraer la bala, que pesaba alrededor de media onza. Tiempo después comentó a un amigo mío que yo tenía “nervios como el diablo” para soportar lo que soporté durante esa extracción. Realmente pensé que sí necesitaba nervios para resistir tal carnicería quirúrgica, y que, cualquiera que sea la naturaleza de mis nervios, su procedimiento fue diabólico.
Este grupo deseaba trasladarme al Hotel del Sr. Hamilton, el lugar donde nos habíamos alojado antes de ser encarcelados. Sin embargo, les dije que no deseaba ir: no lo consideraba seguro. Ellos protestaron que sí lo era, y que estaría a salvo con ellos; que era una completa atrocidad que se nos tratara como se nos había tratado; que eran mis amigos; que lo que me aconsejaban era por mi bien, y que allí podrían cuidarme mejor que aquí.
Respondí: “No los conozco. ¿Entre quiénes estoy? Estoy rodeado de asesinos y homicidas; ¡miren sus hechos! No me hablen de bondad ni consuelo; miren a sus víctimas asesinadas. ¡Mírenme a mí! No quiero ni su consejo ni su consuelo. Tal vez haya algo de seguridad aquí; pero en ninguna parte puedo estar seguro”, etc.
Maldijeron sus almas al infierno, hicieron las más solemnes aseveraciones, y juraron por Dios y por el diablo, y por todo lo demás que pudieron imaginar, que me protegerían hasta la muerte y que me apoyarían. Media hora después, todos habían huido del pueblo.
Poco después, se reunió un jurado forense en la habitación junto al cuerpo de Hyrum. Entre los jurados estaba el Capitán Smith de los Carthage Greys, quien había participado en el asesinato, y el mismo juez ante quien habíamos sido juzgados. Me enteré de que Francis Higbee se encontraba en los alrededores. Al escuchar que se mencionaba su nombre, me levanté inmediatamente y dije: “Capitán Smith, usted es juez de paz; he oído que se ha mencionado su nombre; quiero declarar bajo juramento que temo por mi vida por su causa.” Me informaron que de inmediato se le envió un mensaje para que abandonara el lugar, cosa que hizo.
Durante este tiempo, el hermano Richards se ocupaba del juicio forense, del traslado de los cuerpos y de hacer los arreglos necesarios para su transporte de Carthage a Nauvoo.
Cuando tuvo un poco de tiempo, volvió a verme y, por sugerencia suya, fui trasladado a la posada de Hamilton. Sentía que él era el único amigo, la única persona en la que podía confiar en ese pueblo. Fue difícil encontrar personas suficientes para trasladarme hasta la posada; porque inmediatamente después del asesinato un gran temor cayó sobre toda la población, y hombres, mujeres y niños huyeron precipitadamente, sin dejar nada ni a nadie en el pueblo salvo dos o tres mujeres y niños y una o dos personas enfermas.
Fue con gran dificultad que el hermano Richards logró convencer al Sr. Hamilton, el posadero, y a su familia, para que se quedaran; no lo habrían hecho si el hermano Richards no les hubiera hecho una promesa solemne de que los protegería, y por lo tanto se me consideró como un rehén. Bajo estas circunstancias, no obstante, creo que ellos eran hostiles a los “mormones”, y que se alegraron de que el asesinato hubiera tenido lugar, aunque no participaron activamente en él; y, sintiendo que yo les serviría de protección, se quedaron.
Toda la comunidad sabía que se había perpetrado una atroz atrocidad por parte de aquellos villanos, y temiendo que los ciudadanos de Nauvoo, al poseer el poder, tuvieran la disposición de vengarse terriblemente, huyeron en la más desenfrenada confusión. Y, en verdad, fue con gran dificultad que se pudo contener a los ciudadanos de Nauvoo. Se había cometido un asesinato horrendo y bárbaro, se había violado el compromiso más solemne, y eso, además, mientras las víctimas, contrariamente a lo exigido por la ley, se entregaban voluntariamente al gobernador para calmar la agitación popular. Esta atrocidad se agravaba al considerar que nuestro pueblo tenía la capacidad de defenderse no solo de toda la turba, sino de tres veces su número y también de las tropas del gobernador juntas. También estaban enfurecidos por el discurso del gobernador en el pueblo.
Todos los acontecimientos fueron tan traicioneros, tan viles, tan ruines, cobardes y despreciables, sin una sola circunstancia atenuante, que no habría sido sorprendente si los ciudadanos de Nauvoo se hubieran levantado en masa y hubiesen borrado a esos desgraciados de la faz de la tierra. Los ciudadanos de Carthage sabían que ellos mismos habrían hecho lo mismo en tales circunstancias, y, juzgándonos según sus propios estándares, todos entraron en pánico y huyeron. El coronel Markham, también, tras ser expulsado de Carthage, regresó a casa, relató las circunstancias de su expulsión y estaba usando su influencia para reunir una compañía que saliera. Temiendo que cuando el pueblo supiera que su Profeta y Patriarca habían sido asesinados en las circunstancias mencionadas actuaran de manera impulsiva, y sabiendo que si una vez se encendían, como una poderosa avalancha, arrasarían el país ante ellos y tomarían una venganza terrible —como ninguno de los Doce se encontraba en Nauvoo, y tal vez no había nadie con suficiente influencia para controlar al pueblo— el Dr. Richards, después de consultarme, escribió la siguiente nota, temiendo que mi familia pudiera verse gravemente afectada por la noticia. Le dije que indicara que estaba levemente herido.
Nota de Willard Richards desde la cárcel de Carthage hacia Nauvoo
Cárcel de Carthage, 27 de junio de 1844, 8:05 p.m.
José y Hyrum están muertos. Taylor herido, no muy gravemente. Yo estoy bien. Nuestra guardia fue forzada, creemos, por una banda de misurianos de entre 100 y 200 hombres. El acto se consumó en un instante, y el grupo huyó inmediatamente hacia Nauvoo. Esto es lo que creo. Los ciudadanos aquí temen que los “mormones” los ataquen; ¡yo les prometo que no!
[Firmado] W. Richards.
P.D. —Los ciudadanos nos prometen protección; se han disparado armas de alarma.
[Firmado] John Taylor.
Recuerdo haber firmado mi nombre lo más rápido posible, para que no se notara el temblor de mi mano y no se despertaran los temores de mi familia.
Un mensajero fue despachado de inmediato con la nota, pero fue interceptado por el gobernador, quien, al oír un cañonazo disparado en Carthage —que sería la señal para el asesinato— huyó de inmediato con su compañía, y temiendo que los ciudadanos de Nauvoo, al enterarse de la horrible atrocidad, se levantaran inmediatamente y lo persiguieran, hizo regresar al mensajero, que era George D. Grant. Un segundo fue enviado, y fue tratado de manera similar; y no fue sino hasta el tercer intento que se pudo hacer llegar la noticia a Nauvoo.
Samuel H. Smith, hermano de José y de Hyrum, fue el primer hermano que vi después del atentado; no estoy seguro de si él llevó la noticia o no; en ese tiempo vivía en Plymouth, condado de Hancock, y se dirigía a Carthage para ver a sus hermanos, cuando fue interceptado por algunas de las tropas —o más bien, por la turba— que habían sido disueltas por el gobernador y que regresaban a sus hogares. Al enterarse de que era hermano de José Smith, intentaron matarlo, pero logró escapar y huyó al bosque, donde fue perseguido por un largo tiempo por ellos; pero, tras un esfuerzo extremo, y mucho peligro y agitación, logró escapar y llegó a Carthage. Iba a caballo cuando llegó, y no solo estaba muy fatigado por el cansancio y la tensión de la persecución, sino que también estaba profundamente afligido por la muerte de sus hermanos. Estas cosas le produjeron una fiebre que sentó las bases de su fallecimiento, que tuvo lugar el 30 de julio. Así cayó otra víctima entre los hermanos, aunque no directamente, sino indirectamente, por causa de esta infernal turba.
Permanecí tendido desde aproximadamente las cinco de la tarde hasta las dos de la mañana siguiente sin que me atendieran las heridas, ya que apenas había ayuda de ningún tipo en Carthage, y el hermano Richards estaba ocupado con los cuerpos de los muertos, preparándolos para su traslado. Mi esposa Leonora partió temprano al día siguiente, habiendo tenido ciertas dificultades para conseguir una compañía o un médico que la acompañara; tras no pocos esfuerzos, logró obtener una escolta, y el Dr. Samuel Bennett la acompañó. Poco después, llegaron mi padre y mi madre desde Oquakie, cerca de donde tenían una granja en ese tiempo, y al enterarse del problema, se apresuraron a venir.
El general Deming, general de brigada de la milicia del condado de Hancock, fue un verdadero caballero y me mostró toda cortesía, y el coronel Jones también se mostró muy solícito con respecto a mi bienestar.
Recibí la visita de varios caballeros de Quincy y otros lugares, entre ellos el juez Ralston, así como también de nuestra propia gente, y un médico me extrajo una bala del muslo izquierdo que me causaba mucho dolor; estaba alojada a unos dos centímetros de profundidad, y mi muslo estaba considerablemente hinchado. El doctor me preguntó si deseaba que me sujetaran durante la operación; le respondí que no; que podía soportar el corte asociado a la operación igual de bien sin necesidad de ataduras, y así lo hice; en verdad, el dolor era tan grande que el corte resultó más bien un alivio que otra cosa.
Ocurrió un incidente muy gracioso en ese momento; mi esposa Leonora se retiró a una habitación contigua para orar por mí, para que pudiera ser fortalecido durante la operación. Mientras estaba de rodillas orando, entró la Sra. Bedell, una anciana de la asociación metodista, y dándole palmaditas en la espalda, le dijo: “Muy bien, buena mujer, ore para que Dios perdone sus pecados; pida ser convertida, y que el Señor tenga misericordia de su alma.”
La escena fue tan ridícula que la hermana Taylor no sabía si reír o enojarse. Ella me contó que el Sr. Hamilton, padre del Hamilton que dirigía la posada, se alegró del asesinato, y comentó en público que se había llevado a cabo de la mejor manera posible, y que había demostrado una buena estrategia militar, y además creía que las otras ramas de la familia lo aprobaban. Estos eran los asociados de la anciana mencionada, y aun así ella hablaba de conversión y de salvar almas en medio de sangre y asesinato: ¡así es el hombre, y tal es su coherencia!
La bala extraída fue la que me impactó primero, a la cual me referí anteriormente; entró por la parte externa de mi muslo izquierdo, a unos doce centímetros de la rodilla, y pasando en dirección algo oblicua hacia el cuerpo, al parecer impactó en el hueso, pues estaba aplanada casi tan delgada y grande como una moneda de veinticinco centavos.
























