Sacerdocio

Enseñar. Testificar. Ser Fiel

Élder Marvin J. Ashton


La historia de la Iglesia, tanto antigua como moderna, resalta a muchos grandes poseedores del sacerdocio que han dado ejemplo para mostrarnos la importancia de guardar el juramento y el convenio del sacerdocio, y para enseñarnos cómo magnificar nuestros llamamientos y responsabilidades dentro del sacerdocio.

Sin embargo, el mayor ejemplo de liderazgo del sacerdocio en la Iglesia del Señor es el Salvador mismo. Por medio de su ejemplo, Él nos enseña tres grandes responsabilidades del sacerdocio, como se describen en el capítulo 8 de Juan. Estos tres principios y deberes son:

  1. Enseñar,
  2. Testificar, y
  3. Ser fiel.

1. Enseñar

“Jesús se fue al monte de los Olivos.
Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba.”
(Juan 8:1–2)

Estos dos versículos nos dan, como poseedores del sacerdocio, una profunda visión sobre el modo de vida de Jesús y la manera en que enseñaba.

Su ida al monte de los Olivos fue para prepararse. No fue por el paisaje. Fue por la reclusión que hacía posible la meditación intencionada, la contemplación, la soledad, la oración, el análisis, la privacidad, el ruego y el refrigerio espiritual. Fue temprano para prepararse para el día. Fue a comunicarse con su Padre en humilde súplica. Su forma de vivir era natural, humilde y desinteresada. Vivía para hacer la voluntad de su Padre.

En su preparación para enseñar y para magnificar su llamamiento, nos mostró la importancia del autogobierno y la autodisciplina. Qué significativas son las dos palabras: “Jesús fue”.
No fue llevado. No fue forzado. Por sí mismo, con una motivación adecuada, fue.
¡Cuán agradecidos deberíamos estar los que lo seguimos por esta poderosa descripción: “Jesús fue”!

“Y por la mañana volvió otra vez.” Aprendemos de estas valiosas palabras la importancia de usar las primeras horas del día para comenzar y avanzar. En la revelación moderna, el Señor nos dice:
“No durmáis más de lo necesario; acuestaos temprano, para que no os sintáis cansados; levantaos temprano, para que vuestro cuerpo y vuestra mente sean vivificados.” (DyC 88:124)
El Salvador dio el ejemplo de este sabio consejo.

Juan nos dice que no solo vino temprano en el día, sino que “volvió otra vez”. Una sola vez no es suficiente. Tenía el hábito de ir al templo o a la iglesia de manera continua para conversar, compartir, enseñar y aprender.
¿Acaso es de sorprender que quienes lo escuchaban y se relacionaban con Él quedaran asombrados de su sabiduría y entendimiento?

Una vez más, en nuestra época se nos enseña:
“Mirad que la iglesia se reúna a menudo, y también que todos los miembros cumplan con su deber. … Es conveniente que la iglesia se reúna a menudo para participar del pan y del vino en memoria del Señor Jesús.” (DyC 20:55, 75)

“Y para que más plenamente te conserves sin mancha del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo.” (DyC 59:9)
Así como Jesús “volvió otra vez”, nosotros también debemos renovar constantemente nuestros convenios con el Señor.

“Se sentó y les enseñaba.”
No hablaba con superioridad. Se comunicaba al nivel del pueblo, cara a cara, con parábolas comprensibles y persuasión.
No amenazaba, no se jactaba ni ridiculizaba. Enseñaba como alguien que estaba en sintonía y era accesible. Jamás permitió que los problemas o el desaliento vencieran el enfoque positivo y el atractivo espiritual que eran sus herramientas divinas para enseñar.

Su impacto como maestro en el mundo habla por sí solo sobre su fortaleza en las relaciones humanas.

Todos debemos tomar fortaleza y consuelo del hecho de que, aunque “todo el pueblo vino a Él,” no los convirtió a todos.
Siguió intentándolo —enseñando y guiando de forma significativa. Algunos de los que venían eran escépticos, enemigos, acusadores, traidores y dudosos; otros eran honestos de corazón —niños, ancianos, ciegos, sordos, cojos, enfermos, eruditos y amigos. Los enseñó a todos con igual amor.

¿Cómo podemos nosotros, como poseedores del sacerdocio, aplicar estos grandes principios de enseñanza?
Podemos “subir al monte” a través de las Escrituras.

El Señor nos ha dicho en nuestros días:
“El Libro de Mormón y las santas Escrituras os son dadas para vuestra instrucción.” (DyC 33:16)
“Os doy un mandamiento… que las enseñéis (las Escrituras) a todos los hombres; porque han de enseñarse a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos.” (DyC 42:58)

Podemos prepararnos para enseñar mediante el compromiso personal, la meditación, la reflexión y la contemplación.
Podemos aprender el valor de la oración individual y en grupo.
Podemos aprender a enseñar al nivel del oyente, y a ser sabios y prudentes en nuestro enfoque.
Y, por encima de todo, podemos aprender el valor de enseñar mediante el ejemplo personal.

Los versículos 3 al 11 de Juan 8 nos muestran claramente cómo enseñaba el Salvador:

“Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron:
Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
Y en la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. ¿Tú, pues, qué dices?
Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinándose hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo, como quien no los oía.
Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo:
El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
Enderezándose Jesús y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo:
Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
Ella dijo: Ninguno, Señor.
Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.” (Juan 8:3–11)

Con su ejemplo, con un amor y compasión incomparables, el Salvador enseñó a sus discípulos —y nos enseñó a nosotros.

2. Testificar

“El que me envió es verdadero… y el que me envió, conmigo está.” (Juan 8:26, 29)

Cuando testificamos, enseñamos y compartimos nuestro testimonio, tal como Jesús, el Hijo de Dios, enseñó y dio testimonio del Padre.
En la gran revelación sobre el sacerdocio, en la sección 84 de Doctrina y Convenios, el Señor reitera este principio:

“Por tanto, id por todo el mundo; y a todo lugar donde no podáis ir, enviaréis, para que el testimonio vaya de vosotros a todo el mundo.” (DyC 84:62)

Como poseedores del sacerdocio, podemos magnificar nuestros llamamientos y guardar el juramento y convenio que hemos hecho al dar testimonio con palabras y con hechos.

En Juan 8:12–18, el Salvador dio un poderoso testimonio de sí mismo y de su misión.
Aunque los fariseos estaban allí para burlarse, cuestionar y despreciar, Él no retrocedió ante la verdad sobre sí mismo.

“Jesús les habló otra vez, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Entonces los fariseos le dijeron: Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero.
Respondió Jesús y les dijo: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy.
Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie. Y si yo juzgo, mi juicio es verdadero, porque no soy yo solo, sino yo y el Padre que me envió.
Y en vuestra ley está escrito que el testimonio de dos hombres es verdadero.
Yo soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí.”

Este poderoso testimonio concluyó con la certeza de Jesús de que no estaba solo, de que su juicio era verdadero, y de que el testimonio de Su Padre se unía al suyo.

Hay dos tipos de testimonios. Todos tenemos derecho a uno u otro.

El primero podría llamarse un testimonio de impacto repentino —el de un converso, o el de un miembro inactivo que siente al Espíritu obrar por primera vez.

En un seminario especial realizado en una de nuestras estacas para reactivar a élderes potenciales, un maestro paciente y bondadoso había enseñado las lecciones, pero sentía que tenía poco éxito. Después de ayunar y orar para saber qué más podía hacer para ayudar a los hombres de la clase a recibir el sacerdocio y ser dignos del templo, decidió realizar una reunión de testimonios.

Con cierta inquietud, se acercó a los élderes potenciales y les dijo que deseaba compartir con ellos su testimonio del Salvador y de la obra de los últimos días que había bendecido su vida.

Cuando concluyó su testimonio, invitó a los demás a compartir alguna creencia sencilla, cualquier impresión del Espíritu que pudieran tener en sus corazones. Siguió ese silencio largo, a veces bienvenido, a veces incómodo, que precede a la manifestación de los testimonios. Cada segundo parecía eternamente largo, pero finalmente un hombre de unos cincuenta y tantos años se puso de pie.
Era un hombre exitoso, elocuente y bien presentado. Con palabras entrecortadas dijo simplemente:

“El peso de la verdad de lo que usted ha dicho es más de lo que puedo soportar y seguir en silencio. Sé que lo que usted dice es verdad. Creo en el Salvador y en José Smith. ¡Quiero tener el sacerdocio!”

El Espíritu en el salón fue abrumador. Ese sencillo testimonio convirtió a once de los doce hombres presentes.
Esas conversiones ocurrieron porque un hombre que había estado alejado sintió el impacto repentino del Espíritu, y porque un maestro amoroso se preocupó y compartió su propio testimonio tranquilo.

El segundo tipo de testimonio es un testimonio apacible, uno con el que crecemos, uno que siempre hemos tenido. También es real. Crece mediante la obediencia, el servicio y el compartir.

Es como el testimonio de nuestro profeta, el presidente Spencer W. Kimball, cuando dijo:

“Mis hermanos y hermanas, testifico que esta es la obra del Señor y que es verdadera. Estamos al servicio del Señor. Esta es Su Iglesia y Él es su cabeza y la principal piedra del ángulo.
Dios vive, y Jesús es el Cristo. Él es el Unigénito Hijo, el Salvador y Redentor de este mundo.
Les dejo este testimonio y mis bendiciones, así como mi amor y afecto, en el nombre de Jesucristo. Amén.” (Liahona, mayo de 1981, pág. 79)

Ambos tipos de testimonio son verdaderos y valiosos.
Siéntete agradecido de tener uno u otro. Tal vez tengas la bendición de haber experimentado ambos.
Los testimonios crecen cuando se alimentan y se mantienen fuertes cuando guardamos los mandamientos y procuramos una conducta personal recta.

3. Ser fiel

Como poseedores del santo sacerdocio, debemos ser fieles a los principios correctos. Tenemos la responsabilidad de perseverar fielmente en la veracidad del Evangelio.
No podemos tomarnos un descanso o vacaciones de estos principios. Seremos juzgados según nuestra capacidad y fortaleza para permanecer en Su palabra.

¿Cómo podemos saber si estamos siendo fieles, discípulos dignos?

“Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él:
Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Le respondieron: Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?
Jesús les respondió: De cierto, de cierto os digo:
Todo aquel que comete pecado, esclavo es del pecado.
Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre.
Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Juan 8:31–36)

Ser fieles a nuestros principios, si son principios correctos, puede traer una clase de libertad y autoestima que no se puede obtener de ninguna otra manera.

Recientemente me contaron de un joven que había recibido una beca por varios miles de dólares.
Había cierta duda sobre si el joven podía aceptar la beca y aun así cumplir con su misión. En una carta a la universidad, él escribió:

“Agradezco haber recibido esta beca y espero que me permitan renovarla cuando regrese de una misión para mi Iglesia.
Quizá podría ser persuadido de no comenzar este otoño si ustedes piensan que eso sería lo mejor.
Sin embargo, no puedo ser disuadido de servir una misión para mi Iglesia.”

Poco importa cuál sea el resultado de la situación para este joven. Fue fiel a su llamamiento, fiel a su responsabilidad, fiel a su sacerdocio. Ser fiel implica mucho sacrificio, mucho corazón, alma, mente y fuerza.
Si somos obedientes a los líderes del sacerdocio, a los principios del sacerdocio y a nuestras responsabilidades del sacerdocio, nos encontraremos siendo obedientes y fieles a nosotros mismos.

“Jesús les habló otra vez, diciendo:
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12)

El presidente Spencer W. Kimball es un excelente ejemplo de alguien que tiene la luz de la vida, alguien que es fiel. Él persiste. Escala cada montaña. Ha caminado por cada valle.
No desfallece. No se rinde. Simplemente sigue adelante.

En la sesión de apertura de la conferencia general de abril de 1981, el presidente Kimball nos relató sus ocupados y desafiantes meses recientes.
Ha viajado por el mundo como embajador del evangelio. Ha sido un siervo incansable y una herramienta en las manos del Señor. Él enseña, testifica y es fiel.
Sigue adelante con entusiasmo. Es fiel a Dios y a sí mismo.

El Salvador nos ha enseñado cuáles son las recompensas por ser fieles. Él dijo:

“De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte.” (Juan 8:51)

Cada uno de nosotros debe decidir ser fiel, ser constante, ser digno de la confianza que se ha depositado en nosotros.
Dios nos ayudará. Dios y nosotros somos mayoría, y podemos vencer todos los desafíos de la vida si permanecemos en su fortaleza.

Dios vive. Jesús es el Cristo, nuestro Redentor. Esta es Su Iglesia. Spencer W. Kimball es un profeta de Dios. Dios nos ama. Él desea que tengamos éxito.

No debemos cansarnos de hacer el bien. Debemos enseñar, testificar y ser fieles.
Y si lo hacemos, Él ha prometido que “vuestros corazones sean consolados, unidos en amor, y enriquecidos con la plenitud del entendimiento, para conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.” (Colosenses 2:2–3)

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