Diario de Discursos – Journal of Discourses V. 16

“Medios, unidad y preparación para Sion”

La honradez de propósito debe impulsar a todos los verdaderos creyentes—Puntos de vista de la humanidad en relación con Dios—Las formas existentes de adoración divina—El cristianismo antiguo comparado con el cristianismo moderno autodenominado—Los principios del Evangelio

por el élder John Taylor, 16 de noviembre de 1873
Tomo 16, discurso 41, páginas 301-312

La necesidad de sostener la obra del Señor mediante ofrendas para los templos, obedecer la Palabra de Sabiduría, fomentar la unidad y la educación, y prepararse espiritual y temporalmente para edificar Sion.


Al ponerme de pie para hacer algunas observaciones esta tarde, no intentaré tomar un texto ni ceñirme a un tema en particular. Mi impresión sobre esto es que tanto el que habla como el que escucha deben estar bajo la guía y dirección del Todopoderoso; porque, a menos que un hombre hable por dictado del Espíritu del Señor, su discurso será de muy poco beneficio para quienes lo escuchan; y a menos que los que escuchan también lo hagan por el Espíritu y estén preparados para recibir instrucciones correctas, no importa cuán elocuente sea el discurso o cuán poderosas y contundentes sean las verdades que se enuncien, todo se reduce a muy poco.

No es el oidor de la palabra, se nos dice, quien se beneficia, sino aquel que la cumple. Y Jesús dice que muchos dirán en aquel día: “Señor, ¿no hemos hablado en tu nombre, y en tu nombre profetizado, y en tu nombre hecho muchas maravillas?” Pero Él les dirá: “Apartaos de mí, obradores de iniquidad, porque nunca os conocí”; o supongo, en otras palabras, “Nunca os aprobé.”

Hay un gran principio que, creo, todos debemos tener como motor en nuestra adoración, por encima de cualquier otra cosa con la que estemos asociados en la vida, y es la honradez de propósito. Las Escrituras dicen: “Si la verdad os libertare, seréis verdaderamente libres, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación torcida y perversa.” Se nos dice también que Dios requiere verdad en lo íntimo. Es propio que los hombres sean honestos consigo mismos, que sean honestos unos con otros en todas sus palabras, tratos, relaciones, comunicaciones, acuerdos comerciales y en todo lo demás; deben regirse por la veracidad, la honradez y la integridad, y es muy necio el hombre que no sea fiel a sí mismo, fiel a sus convicciones y sentimientos en cuanto a los asuntos religiosos.

Podemos engañarnos unos a otros, y, en algunas circunstancias, así como la moneda falsa pasa por la que es considerada auténtica y valiosa entre los hombres. Pero Dios escudriña los corazones y prueba las entrañas de los hijos de los hombres. Él conoce nuestros pensamientos y comprende nuestros deseos y sentimientos; conoce nuestros actos y los motivos que nos impulsan a realizarlos. Él está familiarizado con todas las acciones y operaciones de la familia humana, y todos los pensamientos y actos secretos de los hijos de los hombres están abiertos y desnudos ante Él, y por ellos los traerá a juicio.

Estas ideas son generalmente aceptadas por los hombres, quienes, con muy pocas excepciones, sin importar su conducta general o sus ideas sobre asuntos religiosos, creen en un Ojo que todo lo ve, que penetra y es capaz de sopesar las acciones y motivos de los hijos de los hombres. Esta es una idea que no será disputada por ninguna raza de hombres que exista hoy en la tierra, ni quizás por ninguna que haya existido antes; porque, cualesquiera que hayan sido las teorías o ideas de los hombres en tiempos pasados, por lo general han tenido reverencia por, y creencia en, un Ser Supremo, Omnisciente y Omnipotente, a quien suponían mayor que todos ellos y que gobernaba y controlaba todas sus acciones. Un sentimiento de este tipo se manifiesta con frecuencia en las Escrituras, y no es nada nuevo en nuestra época creer en un Dios de este carácter.

Cuando Pablo predicaba en Éfeso dijo, entre otras cosas, que había visto un altar dedicado a un Dios desconocido. Entre la variedad de dioses que adoraban, había un altar a un Dios desconocido. “A éste”, dijo él, “a quien vosotros adoráis sin conocer, es al que yo os anuncio: el Dios que hizo los cielos, la tierra, los mares y las fuentes de las aguas.”

Si examinamos las páginas, ya sea de la historia sagrada o profana, encontramos que las mismas ideas prevalecían en mayor o menor grado en la antigüedad. Incluso Nabucodonosor, gobernante del gran imperio de Babilonia, tenía conocimiento, o al menos una idea, de un Ser que gobernaba y dirigía el universo, que era superior a todas las demás influencias y poderes, y más inteligente que cualquiera de ellos. Y cuando los magos y adivinos, los astrólogos y sabios fueron llamados para contarle el sueño y su interpretación, no pudieron hacerlo, y le dijeron que aquello estaba más allá de su ciencia, y que no había nada en sus sistemas que pudiera revelar algo relacionado con tales cosas como las que él mencionaba; pero dijeron que, si él les contaba el sueño, ellos tenían reglas mediante las cuales podían interpretarlo. Él insistió en la interpretación. Ellos dijeron: “Eso es irrazonable, oh rey; no hay ser, excepto ese Dios cuya morada no está con la carne, que pueda revelar las cosas de las que hablas.”

Ellos tenían sus dioses a los que adoraban, sus deidades en las que confiaban; pero declararon que no había más Dios que Aquel cuya morada no está con la carne, que pudiera desentrañar los misterios que él deseaba que se le dieran a conocer. Así vemos que, en esos días, encontramos el mismo principio presente, y se puede rastrear en varios ejemplos en las Sagradas Escrituras: los hombres tenían sus teorías e ideas acerca de Dios, en términos generales; pero muy pocos entendían algo sobre el Dios verdadero, cuya morada no está con la carne.

Nuestra Biblia pretende ser el relato que nos fue dado de Él por hombres que fueron inspirados por Él, pues se nos dice que “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.” En las páginas de este sagrado volumen se relata que muchos de los antiguos tuvieron sueños, visiones, el ministerio de ángeles y revelaciones; y los relatos de esas visiones, ministraciones de ángeles y manifestaciones del poder de Dios, junto con algo de historia, es lo que compone este libro sagrado.

Por eso Jesús dijo a la gente en su día: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí”; ellas son las que revelan muchas cosas acerca de mi misión, las circunstancias que me rodean y los acontecimientos que se llevarán a cabo en relación con mi ministerio. Santos hombres de Dios, en tiempos antiguos, habían profetizado de Él. Isaías, por ejemplo, había dicho: “He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel, que traducido es: ‘Dios con nosotros’.”

De Él se dice que vino para quitar el pecado por medio del sacrificio de sí mismo, y que muchas cosas fueron dichas y escritas acerca de Él en las Sagradas Escrituras, antes de que viniera, mientras vivió sobre la tierra y después de que la dejó y ascendió a su Padre en los cielos.

Hay muy poca diferencia entre los hombres en cuanto a muchos de estos hechos; los hombres, en general, los ven de manera similar—me refiero al mundo cristiano—especialmente la nación en la que vivimos, las naciones británica y francesa, el imperio de Austria, Rusia, Prusia, los habitantes de Escandinavia y la mayoría de las naciones europeas; y algunas de las naciones asiáticas también tienen fe en lo que nosotros llamamos la palabra de Dios, y reverencian sus verdades según las ideas que profesan y los credos que adoptan.

Hay poca o ninguna diferencia entre los hombres de estas diversas naciones en cuanto a la existencia de un Ser Supremo que gobierna y controla los destinos de las naciones, así como de los individuos; y no había diferencia, en la antigüedad, entre los magos y Daniel y los que compartían su fe, en cuanto al Dios verdadero. Todos creían en Él, sin importar qué otras deidades de carácter inferior pudieran tener. Pero muy pocos sabían cómo adorar al Dios verdadero; de modo que se hacían toda clase de dioses: algunos de madera, piedra, marfil, oro, plata, bronce, hierro, etc. Tenían deidades de toda clase imaginable, y a través de estas diversas formas y medios deseaban, o pensaban, propiciar a la Deidad y asegurarse algún tipo de felicidad en la vida venidera.

Nosotros, en esta generación, somos muy parecidos a ellos. Pensamos que somos muy superiores en inteligencia y en religión. Los hombres, en todas partes, son egocéntricos: siempre piensan que son los más inteligentes y capacitados que jamás hayan existido; y hay que admitir que, en muchos aspectos, la generación en que vivimos está muy por delante de muchas otras, y en lo que respecta a las artes y ciencias, y a ciertas ramas de la literatura y la mecánica. Pero ¡qué vagas e inciertas son las ideas que, en general, los hombres tienen acerca de la Deidad! ¿Somos intelectuales en esto? Creo que no.

Tenemos nuestros cuerpos de divinidad, nuestras escuelas de teología, nuestros seminarios religiosos y lugares donde se “fabrican” ministros, preparándolos para desempeñar cierta labor que llaman predicar el Evangelio. Y esos ministros, al igual que el pueblo, tienen diferentes ideas sobre la Deidad y sobre las formas correctas de adorarle. ¿Acaso la incongruencia de este estado de cosas no llama la atención de los hombres reflexivos, de los hombres de ciencia que están acostumbrados a sopesar la fuerza de un argumento y a resolver problemas complejos?

Cuando yo era niño solía preguntarme: si existe un Dios que creó al hombre, y que gobierna y dirige los asuntos del cielo y de la tierra, ¿por qué ha señalado tantos modos diferentes de adoración? Sigo pensando lo mismo. Yo sé, y ustedes también lo saben, que conforme a los principios de la ciencia, las leyes que gobiernan las operaciones de la naturaleza universal son fieles a sí mismas novecientas noventa y nueve veces, y también la milésima vez; son siempre verdaderas en todas las diversas manifestaciones de las obras de la naturaleza. Esto es así aun bajo las pruebas más rigurosas que pueda aplicar la crítica científica; en todos los principios conocidos de la naturaleza, ya nos refiramos a la luz, al calor, a los gases o a cualquiera y a todos los elementos de los que está compuesta la tierra o que nos rodean. En sus operaciones están gobernados y controlados por leyes eternas e inmutables, y no se puede violar ninguna de esas leyes en ningún aspecto sin producir el resultado inevitable de tal violación.

En los movimientos de los cielos estrellados, del sol, la luna, la tierra, el día y la noche, el verano y el invierno, y las diversas estaciones a medida que transcurren, se manifiestan la sabiduría, la inteligencia, la presciencia y el poder de Dios; y lo mismo ocurre con la organización y las operaciones de las miríadas de organismos que existen sobre la tierra: la simetría, la belleza, el orden y la ley impregnan y controlan todas sus operaciones, manifestando todas ellas la sabiduría, la inteligencia y el poder de Dios.

No se encuentra a un hombre diferente de otro más que en ciertos aspectos: un poco en estatura o en fuerza. Uno es un poco más fuerte que otro; otro tiene un rostro más hermoso, tal vez esté más perfectamente formado que otro; pero todos llevan la misma impronta, todos están gobernados por las mismas leyes, todos poseen las mismas propiedades, facultades y poderes, hasta cierto punto, según la fuerza o la debilidad del individuo, en lo que respecta al cuerpo. No encontramos hombres con cuatro brazos, seis ojos, diez cabezas o quince pies o piernas; son semejantes, y existe una uniformidad en relación con su organismo general.

Así también, cuando uno examina las propiedades del agua, el calor o fuego, la tierra, el aire, los diferentes gases, el fluido eléctrico o cualquier sustancia o materia que desee, hallará que están gobernados por leyes específicas, y esas leyes son universales en su aplicación; y, además, que todos los elementos que nos rodean están controlados por leyes eternas e inmutables de las que no se puede apartar.

Ahora bien, ¿qué puede pensar Dios de un pueblo, colocado aquí en la tierra, la más inteligente de sus creaciones, dotado de facultades racionales, que en muchos casos ha investigado y comprendido las leyes de la naturaleza…? Digo, ¿qué puede pensar de hombres que inventan toda forma, noción y teoría, toda especie de absurdo que pueda imaginarse, y lo llaman adoración a Dios?

Supongamos que por un momento nos pusiéramos en su lugar; pensaríamos que hay algo un poco extraño en relación con estas cosas. Podría decir razonablemente: estos hombres muestran sabiduría e inteligencia en muchos aspectos; en lo que se refiere a descubrir las operaciones de la naturaleza y a examinar y comprobar sus leyes, todos concuerdan; pero, en lo religioso, muestran imbecilidad y debilidad, ya que no hay unión.

Un filósofo en América, Francia, Alemania, Inglaterra, España, Italia, Rusia, Prusia o cualquier otra nación llegará exactamente a las mismas conclusiones que todos los demás hombres o científicos de todas las demás naciones, es decir, cuando examinan las leyes de la naturaleza y trabajan en las ciencias exactas. No importa dónde se encuentren ni en qué idioma transmitan sus ideas—porque las palabras no son más que signos de ideas—siempre que existan ideas correctas, y esas ideas sean debidamente explicadas, y cuando se someten a un análisis científico y a pruebas adecuadas, todos llegan a las mismas conclusiones, sin importar en qué nación se encuentren o dónde vivan.

Este razonamiento es correcto, y en lo que respecta a la naturaleza y sus leyes, al mundo y a los elementos que nos rodean, y a las leyes que operan en el mundo y que conocemos, todos los hombres llegan a las mismas conclusiones, y no hay diferencias, a menos que entremos en teorizar, y entonces siempre surgen dificultades. Pues bien, con respecto a todas estas cosas, todos pensamos igual, porque nuestros pensamientos se basan en principios correctos.

Pero cuando llegamos a los asuntos religiosos, descubrimos que, aunque los hombres son naturalmente inteligentes, actúan como necios; no usan su juicio común, su razón ni su inteligencia.
“Bueno,” dicen, “usted sabe que nos guiamos por la Biblia.” Justamente eso es lo que no sabemos, y por lo tanto lo dudo.
“Pero nuestros teólogos nos dicen que sí.”
¿Ah, sí? Pues supongamos que alguien viniera y le dijera el resultado de algún análisis científico; lo más probable es que usted respondiera: “Le creo en parte, pero me gustaría comprobarlo por mí mismo; cuando lo haya hecho, lo sabré.” Y, por extraño que parezca, en cuestiones religiosas, en cosas de la más vital importancia, cosas que conciernen a la parte inmortal del hombre, usted está dispuesto a aceptar el ipse dixit de cualquiera; en esas cosas actuamos como los más simples niños o como necios consumados, mientras que en los asuntos de esta vida actuamos con inteligencia.

¿Hay alguna manera de llegar al conocimiento de las cosas que conciernen al bienestar eterno del hombre? Pues sí, creemos que la hay. Se nos dice que Dios “no hace acepción de personas, sino que en toda nación el que le teme y obra justicia le es acepto.” ¿Es eso verdad? Sí. Se nos dice también que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres sobre la faz de la tierra.” En la antigüedad parecía prevalecer esta idea, de acuerdo con las palabras de algunos de los hombres inspirados mencionados en las Escrituras.

Tenemos la costumbre de ir como rebaños de ovejas: seguimos a nuestro líder, sin importar adónde vaya. He visto ovejas a veces, y tal vez ustedes también, corriendo por un camino, y una de ellas cree que hay un obstáculo—tal vez no haya nada—y salta, y cuando las demás llegan al mismo lugar, todas saltan también; si una salta, todas saltan. Así ocurre, al parecer, entre los hombres.

Si examinamos el cristianismo, hay algo peculiar en él. Nos llamamos cristianos, es decir, nosotros, metodistas, bautistas, presbiterianos, congregacionalistas, episcopales y “mormones,” todos nos llamamos cristianos. Bueno, quizá lo seamos, y quizá no; creo que es un asunto que merece ser investigado. Y, además, creo que es muy apropiado, como dije al principio, que seamos honestos con nosotros mismos en todas las cosas, y especialmente en la religión y en el servicio y adoración de Dios.

“Bueno, pero mi padre era metodista, y yo lo soy”; “mi padre era presbiteriano, y yo lo soy”; “mi padre era ‘saltador’ (Jumper), y yo lo soy”; “mi padre era mahometano, y yo lo soy”; “mi padre era adorador de Buda, y yo lo soy”; y entre nosotros, los cristianos, somos episcopales, wesleyanos, presbiterianos y miembros de las diversas ramas profesionales descendientes de aquel hombre notable, Martín Lutero, o católicos, o griegos. Examinemos estas cosas por un momento, o al menos intentemos ir al fundamento.

Creyendo en la Biblia, no entraremos de inmediato en esos sistemas externos, sino que examinaremos el nuestro por un momento para ver cómo se sostiene y cómo nos situamos en relación con él.

Se nos dice que Jesús “sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio.” Había algo peculiar en ello: otorgaba a los hombres que vivían y honraban sus principios en su vida y acciones, un conocimiento de la vida y de la inmortalidad. No dependían de lo que hubieran dicho o hecho Adán, Noé, Abraham, Lot, Moisés, Isaías, Jeremías, Malaquías o cualquiera de los profetas; sino que el Evangelio otorgaba un conocimiento de la vida y la inmortalidad a todos los que lo obedecían y vivían de acuerdo con sus preceptos. Les enseñaba que eran seres inmortales; que existirían después de haber concluido su paso por el tiempo; que si morían, vivirían de nuevo; que si eran sepultados, romperían las barreras de la tumba y saldrían a la inmortalidad.

Viendo, entonces, que el hombre es a la vez un ser mortal e inmortal, que tiene que ver con la eternidad tanto como con el tiempo, es apropiado que llegue a familiarizarse con aquellos principios que están tan estrechamente relacionados con su felicidad y bienestar, tanto en el tiempo como en la eternidad. Dejaremos a un lado a John Wesley, Lutero, Calvino, Melanchthon, Enrique VIII y cualquier otro organizador de religiones, y acudiremos a las Escrituras de verdad para ver qué dicen al respecto.

Se nos dice que Cristo sacó a la luz la vida y la inmortalidad, y lo hizo por medio del Evangelio. ¿Y qué curso siguió para hacerlo? Las Escrituras nos informan que, cuando Jesús comenzó a predicar el Evangelio, llamó a hombres de diversas ocupaciones, entre ellas la pesca; llamó a doce hombres, a quienes ordenó como Apóstoles. Inspiró a estos hombres con el don de la revelación y con el conocimiento de Dios; los puso en comunicación con Dios, de modo que recibían revelación de Él y estaban capacitados para enseñar las leyes de la vida; sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”; y lo recibieron, y ese Espíritu Santo tomó de las cosas de Dios y se las mostró; descorrió el velo del porvenir, por el cual pudieron penetrar en el mundo invisible y comprender las cosas de Dios. Ésta era la posición que ocupaban y el tipo de Evangelio que tenían.

Pues bien, ¿cómo operaban con él? Jesús les dijo que salieran y lo predicaran; y llamó también a setenta hombres e igualmente los inspiró; y les mandó que salieran a sanar a los enfermos, a echar fuera demonios y a predicar el Evangelio. Además, debían ir sin bolsa ni alforja, diciéndoles: “De gracia recibisteis, dad de gracia.” Así salieron, sin bolsa ni alforja, a predicar el Evangelio. Al cabo de un tiempo, varios de ellos regresaron, y Él les preguntó cómo les había ido. Le dijeron que habían estado predicando, sanando a los enfermos, y que aun los demonios se les sujetaban en su nombre. Él les dijo: “No os regocijéis de que los espíritus se os sujeten, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos”, de que sois del Señor, de que Dios es vuestro amigo; regocijaos de haber sido puestos en comunicación con Dios y de haber recibido el Evangelio eterno, que saca a la luz la vida y la inmortalidad.

Ésta era su posición, y escuchaban las enseñanzas de Jesús; y todos nosotros —es decir, todas esas diversas agrupaciones de las que he hablado— creemos que Jesús era el Hijo de Dios; todos creemos que era el Ungido, elegido y enviado de Dios. Y hablando de sí mismo dijo: “Yo y el Padre uno somos”, y “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Les enseñó muchas cosas relacionadas con su felicidad presente y su futura exaltación, y habló de un tiempo venidero en que los santos heredarían la tierra.

Cuando estaba por ser crucificado, ofrecido como sacrificio para hacer la voluntad de su Padre Celestial y abrir el camino de la vida y la salvación, para que el hombre pudiera alcanzar la exaltación en el reino de Dios, les dijo a sus discípulos que era necesario que Cristo padeciera y que resucitara de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se predicara el arrepentimiento y la remisión de los pecados en todas las naciones.

Ahora examinemos la posición de esos discípulos. Creo mucho en los principios fundamentales. Quiero examinar las cosas con franqueza y honestidad, y ver qué clase de posición ocupaban en aquellos días. Cuando Jesús estaba por dejar a sus discípulos, les dijo que era necesario que Él se fuera; porque dijo: “Si no me voy, el Consolador no vendrá.” Había algo notable en esta expresión: “Si no me voy, el Consolador no vendrá; pero si me voy, os lo enviaré.”

¿Qué era ese Consolador? Es importante que lo entendamos. Ese Consolador era el Espíritu de Verdad. ¿Qué haría por ellos? Les “recordaría las cosas pasadas, los guiaría a toda verdad y les mostraría las cosas por venir”; en otras palabras, sacaría a la luz la vida y la inmortalidad; abriría los cielos a quienes lo poseyeran, les permitiría comprender los designios de Dios y los guiaría a toda la verdad, no a una verdad pequeña ni a dos verdades pequeñas, sino a toda la verdad. ¡Qué privilegio, qué bendición, qué rica herencia para otorgar a sus seguidores! ¡Pensar que los hombres pudieran poseer un principio que les capacitara, en todas las circunstancias, para discernir entre la verdad y el error, la virtud y el vicio; entre aquellos principios que ennoblecen y elevan, y aquellos que destruyen y degradan, y que además los familiarizara con Dios y con los principios de la vida eterna!

Me detengo aquí y pregunto: ¿acaso este principio o espíritu llevará a un hombre a ser metodista, a otro a ser presbiteriano, a otro a ser episcopal, a otro a ser “mormón”, a otro cuáquero, y a otro algo diferente, pasando por todas las diversas fases, nociones, teorías e ideas que prevalecen en el mundo cristiano? ¿Es éste el espíritu que Jesús prometió impartir a su pueblo, o es confusión y tinieblas? Científicamente no es verdadero, filosóficamente no es verdadero, religiosamente no es verdadero. El espíritu que Jesús prometió impartir a sus discípulos debía guiarlos a toda la verdad y capacitarlos para comprender todos los principios correctos; y está escrito: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios”, y, como dice otro pasaje: “No habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor; sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! —o, mi Padre, mi Señor y mi Dios.”

Ellos habían recibido un principio de esa clase, y no había nada incierto, contradictorio o efímero en ello; nada que tendiera al error, la confusión o la duda, sino todo lo que tendiera a la certeza, la vida, la luz y la inteligencia; a la bendición y felicidad de la familia humana, y a un conocimiento de todas las cosas necesarias para su bienestar en el tiempo y por toda la eternidad. Él dijo: “Si me voy, os enviaré el Consolador, que es el Espíritu de verdad, y os recordará las cosas pasadas, os guiará a toda verdad y os mostrará las cosas por venir”; en otras palabras: “Tú, hombre, que fuiste hecho a imagen de Dios, serás llevado a tu correcta relación con Él. Ese espíritu de inteligencia que mora en ti será asociado con Dios —el Dios que mora en la eternidad—, se abrirá la comunicación entre tú y Él, serás puesto en sintonía con Él, y llegarás a comprender y a darte cuenta de todas las cosas que conciernen a tu bienestar. Te recordará las cosas pasadas, te guiará a toda verdad y te mostrará las cosas por venir. Si hay algo detrás del velo que sea misterioso; si hay algo que los profetas vieron cuando las visiones de la eternidad se les desplegaron; si hay principios de vida y salvación; si hay algo que tienda a exaltar al hombre en el tiempo y la eternidad, algo relacionado con recompensas eternas y exaltación perpetua, ahora posees un principio que desarrollará y desplegará esos principios en tu mente.”

Ese era el tipo de Evangelio que tenían entonces. ¿Y vieron, disfrutaron y poseyeron estas cosas? Sí, porque Pablo dice: “Si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé; pero fui arrebatado hasta el tercer cielo, y vi cosas que no me es lícito expresar.” Leemos que Juan, estando en la isla de Patmos, desterrado por su fe en Dios y el testimonio de Jesucristo, estaba en el Espíritu en el día del Señor, y las visiones de la eternidad se desplegaron ante él: contempló todas las cosas tal como existían entonces y como existirían en las edades futuras, hasta la escena final. Vio y comprendió la condición de las diversas iglesias, y les advirtió que, a menos que se arrepintieran e hicieran sus primeras obras nuevamente y obedecieran los mandamientos del Todopoderoso, su candelero sería quitado de su lugar.

Vio a aquella Gran Babilonia Misteriosa que “embriagó a toda la tierra con el vino de su fornicación.” La vio caer como una gran piedra de molino arrojada al mar, para no levantarse jamás. Vio un gran trono blanco y al que estaba sentado sobre él, de cuya presencia huyeron el cielo y la tierra; vio a los muertos, grandes y pequeños, resucitar y presentarse ante Él para ser juzgados; vio una nueva Jerusalén descender, como una esposa ataviada para su esposo; vio los acontecimientos que habrían de suceder en cada período subsiguiente hasta la escena final, y comprendió todo el asunto.

¿Por qué fue esto? Porque él tenía el Evangelio que saca a la luz la vida y la inmortalidad. Había recibido ese Consolador del que habló Jesús, que le recordaba las cosas pasadas, lo guiaba a toda verdad y le mostraba las cosas por venir.

Pues bien, había algo interesante en esto. No era una especie de cuento de cuna como los que oímos hoy en día: “Ea, ea, niño, en la copa del árbol; cuando sopla el viento, la cuna se mecerá.” No era nada de eso. Había algo intelectual en ello, algo tangible y satisfactorio para la mente humana, calculado para colmar sus vastos deseos, y para hacer que el hombre sintiera que era heredero de la vida eterna. Implantaba en él una esperanza floreciente con inmortalidad y vida eterna. Producía certeza en su mente y le hacía sentir que todo lo demás era estiércol y escoria en comparación con la vida, la luz, el poder y la inteligencia que el Evangelio impartía.

¿Qué clase de ordenanzas tenían? Eran muy simples y directas. Leemos que cuando los discípulos estaban reunidos, en cierta ocasión, en un aposento alto, el Espíritu de Dios descendió sobre ellos como un viento recio que soplaba, y se posó sobre ellos en lenguas repartidas como de fuego; y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu de Dios les daba que hablasen. Había allí personas de las naciones circunvecinas que oyeron a los apóstoles hablar, en sus propios idiomas, las maravillas de Dios. ¿No sabían qué significaba aquello? Dijeron: “Estos hombres están borrachos.” Pedro respondió: “Oh, no, es un pequeño error el que habéis cometido; no están borrachos, apenas son las nueve de la mañana, la tercera hora del día —la gente no se embriaga tan temprano—.” “Pues, ¿qué es entonces?” Dijo Pedro: “Esto es lo que fue dicho por el profeta Joel: ‘Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne. Vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré en aquellos días de mi Espíritu, y profetizarán’”; es decir, esto los pondrá en comunión con Dios y los capacitará para tener sueños y visiones, para profetizar y ver las cosas por venir; en otras palabras, los hará profetas. Ésta es la clase de religión que había en aquel día.

A veces reflexiono y me pregunto si los mismos efectos seguirían hoy si tuviéramos esa religión, o si la verdad se ha convertido en ficción, o si la falsedad se ha convertido en verdad. ¿Cómo es esto, si ése era el Evangelio entonces, y Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos, y, como dicen en la Iglesia de Inglaterra: “Como era en el principio, es ahora y será por siempre, mundos sin fin, amén”? Si eso es cierto, entonces deberíamos esperar las mismas cosas hoy que tenían entonces, es decir, si profesamos el mismo Evangelio. Así razono yo, no puedo llegar a ello de otra manera, no puedo llegar a ninguna otra conclusión. Es razonable, racional y filosófico; concuerda con todo principio de ciencia, con todo principio de inteligencia que Dios ha comunicado al hombre.

Pues bien, habiendo notado un poco los resultados del Evangelio en la antigüedad, preguntémonos acerca de los principios que se enseñaban en aquellos días. Tenemos un relato muy notable de los acontecimientos del día de Pentecostés. Los apóstoles habían estado esperando en Jerusalén el don del Espíritu Santo. Jesús se los había prometido, y ellos lo esperaban. Ni la Iglesia ni los apóstoles habían tenido tiempo, desde la ascensión de Jesús, para corromperse o para introducir principios falsos. Ellos eran recipientes del favor de Dios, y finalmente su Espíritu reposó sobre ellos en lenguas repartidas como de fuego; y cuando la gente de las diversas naciones reunida en Jerusalén los oyó declarar las maravillas de Dios, muchos sintieron compunción de corazón y clamaron: “Varones hermanos, ¿qué haremos? Creemos en lo que habéis dicho; creemos que el Mesías, prometido por nuestros antiguos profetas, ha sido tomado por manos inicuas, crucificado y muerto; creemos lo que decís acerca de su resurrección, y que aunque fue colocado en la tumba, Él ha roto sus barreras y ha ascendido a la diestra de su Padre; creemos todas estas cosas, ahora, ¿qué haremos?” Dijo Pedro: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo.”

¿A quiénes les dijo que se arrepintieran y se bautizaran? A los judíos y a los gentiles, a fariseos, doctores, abogados, rabinos y a todos los hombres de toda creencia, profesión y nación: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados.” “¿Qué, nosotros los doctores?” “Sí.” “¿Nosotros los abogados?” “Sí.” “¿Nosotros los teólogos?” “Sí, todos vosotros.” “¿Qué recibiremos si lo hacemos?” “El Espíritu Santo.” “¿Qué es eso?” “Exactamente lo que habéis visto aquí.” “¿Lo recibiremos todos si hacemos esto?” “Sí.” Y ellos salieron y se bautizaron, y aquel mismo día se añadieron a la Iglesia tres mil personas.

El apóstol no les dijo que asistieran a alguna reunión de clase, a un banco de penitentes o algo por el estilo. No había nada de eso en el programa. En aquel tiempo no estaban tan instruidos en sectarismo como lo estamos ahora, y no habían inventado tantos sistemas de religión o cuerpos de teología como ahora. En aquellos días tenían que aceptar las cosas como Dios se las daba, y eso era: arrepentirse y bautizarse en el nombre de Jesús para la remisión de los pecados, y recibir el Espíritu Santo.

¿Hará la obediencia a ese Evangelio lo mismo por nosotros? Sí. ¿Por qué? Pedro dijo: “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.” Esto no estaba limitado a uno, dos, tres, doce o setenta individuos, sino que Pedro dijo: “Se extiende a vosotros” —la vasta multitud que estaba ante él— “a vuestros hijos, y a todos los que están lejos, para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.” Si me pueden mostrar un pueblo al que el Señor nuestro Dios no llame, yo les mostraré un pueblo al cual no se aplica esta promesa.

Aquí hay cosas muy simples y directas. ¿Por qué no podemos investigarlas? La misma causa producirá el mismo efecto ahora que entonces. Es inútil que neguemos esas cosas; no tenemos derecho a hacerlo hasta que hayamos cumplido con los requisitos establecidos y hayamos aplicado las pruebas. Si estuviéramos utilizando cualquier prueba química para un análisis científico, seguiríamos estrictamente las reglas establecidas; ¿por qué no hacer lo mismo con respecto al Evangelio de vida y salvación? Aquí está la ley establecida, clara y directa, en la palabra de Dios, porque es en la Biblia cristiana donde se encuentran estas cosas. Es este mismo Jesús en quien todos creen el que habla de estas cosas, y sus doce apóstoles lo confirman y dan testimonio de las mismas. Aquí hay una ley religiosa claramente indicada, que no tenemos más derecho a ignorar que cualquier fórmula científica en relación con las cosas terrenales.

Pero continuemos. Encontramos que sus discípulos bautizaban; y después de que Jesús resucitó de entre los muertos, se les apareció y les dijo que fueran y predicaran, no las teorías y opiniones de los hombres, sino el Evangelio que sacó a luz la vida y la inmortalidad. Dijo: “Id y predicad el evangelio a toda criatura; el que creyere y fuere bautizado será salvo; mas el que no creyere será condenado; y estas señales seguirán a los que creyeren, etc.” Ellos salieron y proclamaron su palabra, en su nombre y por su autoridad, y todo lo que hacían lo hacían en su nombre y por su autoridad. Jesús les dijo: “Todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo.” Algunos dirán: “Eso es catolicismo.” Pues bien, hasta ese punto, soy católico, porque creo en todo lo que contienen las Escrituras en relación con estos asuntos. “¿No cree que esto es una gran herejía?” Creo que sería una herejía mayor no creerlo. No creo que todos tengan esta autoridad y poder; sólo aquellos a quienes Dios llama y aparta de la manera aquí mencionada. Ellos tenían poder “para atar en la tierra y atar en el cielo; para desatar en la tierra y desatar en el cielo.” ¿Eso es catolicismo? Bien, veamos un poco más cómo es. “Pedro, ¿cómo perdonabas los pecados? ¿Tenías poder para perdonar pecados?” “Sí.” “¿Cómo lo ejercías?” “Yo llamaba a la gente al arrepentimiento y al bautismo en el nombre de Jesús para la remisión de los pecados, y les prometía que recibirían el Espíritu Santo. Así es como yo perdonaba los pecados. Y luego imponía las manos para la recepción del Espíritu Santo; y cuando los hombres recibían este Espíritu Santo, tomaba de las cosas de Dios y se las mostraba.”

Estos son algunos de los principios fundamentales del Evangelio de Cristo. Podría hablar por horas sobre el tema. Estas son las cosas que Dios nos ha revelado. La gente dice que somos fanáticos. Tal vez lo seamos, pero si lo somos, Pedro, Santiago, Juan y Pablo también lo fueron, porque ellos creían en los mismos principios que hoy les he expuesto; y cuando Dios restauró este Evangelio, simplemente restauró lo que se llama “el evangelio eterno.” Juan dijo: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra.”
¿Qué quieres decir con el evangelio eterno? Pues el Evangelio que tuvo Adán, el Evangelio que tuvo Noé, Abraham y los profetas; el Evangelio que trajo Jesús—el evangelio eterno, el Evangelio que existe de eternidad a eternidad, el sistema o medio por el cual Dios salva a la familia humana—el Evangelio que saca a luz la vida y la inmortalidad.
“Pero,” dicen algunos, “yo pensaba que nadie tuvo el Evangelio hasta que vino Jesús.” Si pensaron eso, pensaron muy neciamente, porque Jesús, hablando de Abraham, dijo: “Abraham vio mi día y se regocijó.” Él tuvo comunicación con Dios y recibió revelación de Él. ¿Y cómo la recibió? Mediante el Evangelio. ¿Cómo lo sabes? Pablo nos lo dice; sí, ese Pablo en el que ustedes creen, él lo dice. “¿Qué? ¿Que Abraham tuvo el Evangelio?” Sí, él dice: “Previendo Dios que por la fe había de justificar a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham.” ¿La tuvo él? Sí, fue por medio de ese Evangelio que la vida y la inmortalidad fueron sacadas a la luz.
Y Moisés, en el desierto, tuvo el Evangelio y lo predicó al pueblo. “¿Qué? ¿Moisés?” Sí. “Pero yo pensaba que no hubo Evangelio hasta que vino Jesús.” Repito: pensaron muy neciamente. “A nosotros,” dice el apóstol, “se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron; por lo cual la ley fue añadida a causa de las transgresiones.” ¿Añadida a qué? Pues al Evangelio que ya tenían antes. ¿Qué era la ley? La ley de mandamientos y ordenanzas carnales que el apóstol dice: “ni nosotros ni nuestros padres hemos podido llevar.” ¿Hasta cuándo duró la ley? Hasta que vino Cristo. ¿Quién era Cristo? Un sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. ¿Quién era Melquisedec? Uno mayor que Abraham, porque tenía el Evangelio y bendijo a Abraham. Todos esos antiguos hombres justos tenían un conocimiento del Evangelio y de la vida y la inmortalidad mediante el Evangelio.

Esto mismo es lo que se nos comunica a nosotros. Es nuestro privilegio; es el privilegio de todos los hombres que obedecen el Evangelio. Es vuestro privilegio, Santos de los Últimos Días, vivir en el gozo de esta luz e inmortalidad. Según vuestra fidelidad, habéis experimentado en mayor o menor grado este espíritu de revelación, luz y verdad, y el poder de Dios; y viviendo vuestra religión podéis avanzar de fortaleza en fortaleza, de inteligencia en inteligencia, de revelación en revelación, hasta que podáis “ver como sois vistos, y conocer como sois conocidos.”
Habiendo comenzado en los principios de la verdad y obtenido el Espíritu de luz e inteligencia que fluye de Dios mediante la obediencia al Evangelio, nos corresponde “purificarnos así como Dios es puro,” y despojarnos de toda corrupción, iniquidad, fraude, mentira y maldad de toda clase; de todo adulterio, fornicación, seducción y lascivia; y de todo aquello que pueda corromper y destruir a la familia humana; y buscar todo lo que sea elevado, noble, estimulante y digno de alabanza entre los hombres y entre los Dioses, para que, cuando terminemos con este mundo, podamos obtener una herencia eterna en el reino celestial.

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