Conferencia General Octubre 1955

¿Qué haré para heredar la vida eterna?

Élder ElRay L. Christiansen
Ayudante del Cuórum de los Doce Apóstoles


Estoy tan agradecido, mis hermanos y hermanas, por las bendiciones que me han llegado de esta conferencia. He pensado en ello de esta manera: “Y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos” (véase Mateo 5:41). Como alguien lo expresó: “La primera es una obligación; la segunda, una consagración.”

He decidido que de ahora en adelante, a causa de las cosas maravillosas que se han dicho aquí, estaré más decidido a dedicar lo que tengo en cuanto a energía y recursos a la obra del Señor aquí en la tierra—más decidido que nunca antes.

Me parece que la vida de un Santo de los Últimos Días debe ser una vida de dedicación y de consagración a las cosas de Dios. El evangelio de Jesucristo es un programa para el perfeccionamiento del miembro individual mediante su adhesión a los principios de ese evangelio. Está diseñado para enseñarnos a olvidarnos de nosotros mismos, a ser desinteresados. He llegado a pensar que el egoísmo, en aquellos de nosotros que nos inclinamos hacia él, es uno de los grandes obstáculos para nuestro progreso y para la realización de un destino divino. Determinémonos a vencer el egoísmo y el engrandecimiento personal compartiendo con otros lo que tenemos, dedicándonos a la obra que tenemos delante, consagrando nuestros talentos, nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestros diezmos y ofrendas, nuestro amor, nuestra bondad y amabilidad los unos con los otros, viendo siempre lo bueno que siempre puede hallarse en los demás.

Cuando participamos de la santa cena, hermanos y hermanas, presumiblemente tomamos sobre nosotros el nombre de Cristo. Acordamos hacer lo que Él haría, actuar como Él actuaría:

“… servíos por amor los unos a los otros. Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:13-14).

La recompensa del servicio desinteresado nos ha sido enseñada por el Señor cuando dijo: “… porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí [entiendo yo, en su servicio y en el servicio a sus semejantes], la hallará” (Mateo 16:25). La dulzura y el gozo de la vida se encuentran cuando estamos dispuestos a negarnos a nosotros mismos por el bien y el beneficio de los demás. El servicio a los demás, el servicio en la Iglesia, el dar de nuestros bienes, son parte de la vida de un Santo de los Últimos Días. Se nos enseña que el sacrificio atrae las bendiciones de los cielos. A mi entender, de ninguna otra manera puede el Señor levantar un pueblo que sea apto para el reino, que lo tenga preparado para su venida. Al ofrecerse a sí mismo como sacrificio por los pecados del mundo y la redención de la humanidad de la muerte, Jesús nos dio un ejemplo incomparable en cuanto a sacrificio y amor por los demás.

Asimismo, cuando Abraham y Sara fueron mandados por el Señor—o al menos requeridos—para dar en sacrificio a su hijo Isaac (Génesis 22:2), podemos imaginar lo que debió pasar por sus mentes. No obstante, ellos afrontaron la prueba. El Señor lo hizo para ver cuánto lo amaban. Abraham fue sostenido, estoy seguro, por una confianza inquebrantable en Dios. Estoy seguro de que Abraham sabía que para cumplir Sus propósitos, Dios podría, si lo deseaba, levantar a Isaac de entre los muertos, aun después de que hubiera muerto. ¡Qué lección tan grande es esa en servicio, en dedicación, en consagración de aquello que más amaba! No es de extrañar que Abraham fuera llamado “amigo de Dios” (Santiago 2:23).

Otra oportunidad de demostrar su amor al Señor le fue dada a otro hombre. Tenía muchas posesiones, y tuvo la ocasión de probar su desprendimiento cuando preguntó al Señor: “Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lucas 10:25). Ahora bien, este hombre había hecho muchas cosas buenas. Había guardado la mayoría de los mandamientos, según entiendo, pero se había vuelto egoísta a causa de sus grandes posesiones. Evidentemente las valoraba más que la vida eterna, porque cuando el Salvador le dijo que para obtener la vida eterna debía vender todo lo que tenía y dárselo a los pobres, y tomar su cruz y seguirle (Marcos 10:21), se entristeció, y según consta en el registro, “… se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (Marcos 10:22). No había aprendido el significado de la dedicación ni de la consagración.

Contrasten a este hombre con cierta viuda pobre que echó en el arca del tesoro dos blancas, que hacen un cuadrante—todo lo que tenía. Su contribución equivalía a muy poco en valor monetario, alrededor de medio centavo de nuestro dinero, pero no fue lo reducido de su ofrenda lo que la hizo particularmente aceptable al Señor cuando la vio depositar su dinero en el arca, sino el espíritu de sacrificio que demostró. Mientras observaba a otros echar su dinero en el arca, el registro dice:

“… llamó a sus discípulos y les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca.”

“Porque todos han echado de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Marcos 12:43-44).

La dedicación, me parece a mí, en alguna de sus formas, es la verdadera esencia de toda religión. La dedicación a la voluntad del Señor y a su obra es la religión de los Santos de los Últimos Días. En esta dispensación del evangelio, miles han pasado la prueba cuando se les ha pedido sacrificar sus posiciones personales, su tiempo, e incluso sus vidas, a fin de establecer y defender el reino de Dios sobre la tierra.

El Profeta José Smith se dejó apresar por la turba y ser llevado a la muerte, y junto con él, Hyrum, cuya vida fue arrebatada por la bala de un asesino, y en la misma sala, al mismo tiempo, el Dr. Willard Richards y John Taylor, quienes rehusaron dejarlo; y Dan Jones, y otros que fueron leales y devotos y que habrían dado sus vidas gustosamente antes que la del Profeta. ¡Ellos establecieron un ejemplo para nosotros en esta dispensación! Casi no tiene fin la lista de aquellos que han hecho lo mismo o que ahora están dispuestos a hacer todo lo que se les requiera. Un espíritu de dedicación, de disposición a servir en cualquier capacidad y de sacrificar, si es necesario, caracteriza al verdadero Santo de los Últimos Días.

No hace mucho estuve en una de las estacas del sur de Idaho. Se me pidió entrevistar a cinco jóvenes, de entre veinticinco y treinta y cinco años, la mayoría de ellos casados y con uno o dos hijos, para ver si estaban listos para recibir un oficio en el Sacerdocio de Melquisedec, para el cual habían sido recomendados. Recibí una de las experiencias más emocionantes de mi vida. De alguna manera decidí—no sé si cometí un error o no—pero decidí probar qué tan profundo era su espíritu de sacrificio. Cuando cada uno entró a la sala, me senté con él, me presenté y lo conocí mejor. Luego les dije que la Iglesia había adquirido una gran extensión de terreno en Brush Creek y que deseaba prepararlo para asentamiento de los Santos. Habría que llevar el agua, limpiar los matorrales, nivelar la tierra, construir casas, levantar escuelas, y todo debía hacerse desde cero. No sería cosa fácil. Les dije: “Si se les pidiera ir, ¿llevarían a su esposa y familia, dejarían lo que tienen e irían a Brush Creek a establecerse?” Cada uno de esos jóvenes respondió que sí.

Yo pregunté: “¿Y qué pensaría su esposa al respecto?” En todos los casos respondieron, en efecto: “Estoy seguro de que ella sentiría como yo, que si la Iglesia lo requiriera, iríamos.” Entonces les expliqué que había inventado la historia.

Sentí deseos de abrazar a cada uno de esos jóvenes. Los felicité y luego me arrodillé para dar gracias al Señor por tales jóvenes de este tiempo, dispuestos a dedicar, a consagrar, a dejar todo lo que tienen e ir, sin importar a dónde se les llame, para edificar Sion. Esa es la prueba que todos deberíamos estar dispuestos a afrontar.

Hay un verdadero ejército de hombres y mujeres como estos en los cuórums, en las misiones, en los barrios y las estacas, y en todos los lugares donde sirven sin pensar en compensación alguna. La lista no tiene fin: los maestros orientadores, que hacen un buen trabajo; todos aquellos que sirven; todos ustedes. Es digno de elogio, y debe ser agradable a la vista del Señor. Entre ellos, sin pasar por alto, están aquellos hombres y mujeres casi inadvertidos, sin reconocimiento, que día tras día, mes tras mes, año tras año, trabajan en los templos del Señor, prestando servicio vicario en favor de los muertos. Junto con ellos están los que hacen la obra de investigación, escondidos tras escritorios y archivos, donde nadie los conoce, dedicando horas, dinero, tiempo y energía para que la obra se perfeccione.

Ya saben que una cosa es hacer algo por quienes pueden devolver la bondad y expresar gratitud, pero estas personas—este gran ejército de los que hacen servicio vicario, que no esperan recompensa ni agradecimiento, al menos en este tiempo—creo que merecen nuestra más sincera felicitación y nuestra admiración por ese tipo de dedicación.

Pablo ha dicho: “… el que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará. Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:6-7).

Con el apóstol Pablo, hermanos y hermanas, digamos al salir de esta conferencia:

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).

Que así sea con nosotros. Testifico que esta es la obra de Dios; que Su poder está en esta Iglesia—el poder para traer redención a los muertos y salvación a los vivos—y me honra estar afiliado a la membresía de esta Iglesia y poder hacer mi pequeño aporte en el adelanto de la obra. Dios los bendiga, los guarde y los consuele cuando necesiten consuelo, lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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