Conferencia General Octubre 2025


El amor expiatorio de Jesucristo

Por el élder Neil L. Andersen
Del Cuórum de los Doce Apóstoles

La sanación y el perdón se hallan en toda su plenitud en el amor expiatorio de Jesucristo.



Expreso mi amor por el presidente Russell M. Nelson y mi gratitud por la notable influencia que ha tenido en cada uno de nosotros. Y en nombre de todos nosotros, doy gracias a Dios por haber preservado y magnificado la noble vida del presidente Dallin H. Oaks.

Con cada año que pasa, siento más amor por nuestro Salvador, Jesucristo, y Su misericordiosa Expiación. Su sacrificio supremo, que aseguró la victoria sobre la muerte y el pecado, es la contribución de mayor trascendencia en toda la historia de la humanidad. Comprender Su don divino es para mí una lección celestial inconclusa que continuará más allá de la tumba.

La poderosa compasión del Salvador al perdonar el pecado y sanar las heridas causadas por los pecados de otros es la manifestación más milagrosa del amor de Dios.

Mi deseo es dar esperanza a quienes buscan el perdón de pecados muy graves y brindar consuelo a quienes buscan sanación de las angustiosas heridas causadas por los pecados graves de otras personas.

La sanación y el perdón se hallan en toda su plenitud en el amor expiatorio de Jesucristo.

Fe en Jesucristo

Si han cometido pecados graves y están en el proceso de arrepentirse, o tienen el deseo de arrepentirse por completo y sentir el gozo inefable del perdón, sepan que ese milagro los espera. El Salvador continuamente invita: “Venid a mí”.

Fortalecer su fe en nuestro Salvador, Jesucristo, vigorizará el anhelo del alma de conocerlo, creer en Él y entregarle el corazón. Enós preguntó sobre su propio perdón: “Señor, ¿cómo se lleva esto a efecto?”. El Señor respondió: “Por tu fe en Cristo, a quien nunca jamás has oído ni visto”.

Moroni agregó: “Si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente”.

Dejar el pecado, volverse hacia Dios y fortalecer su fe en Jesucristo constituyen un hermoso comienzo. Someter humildemente su voluntad a Dios incluye reconocer los pecados graves ante su obispo o presidente de rama, si bien el perdón completo viene del Salvador. El perdón es un don divino que se ofrece mediante la gracia de Jesucristo.

Honestidad

El deseo de regresar a Dios se acompaña de la determinación de ser totalmente honestos con su Padre Celestial, con ustedes mismos, con quienes han sufrido daño y con su líder del sacerdocio. Su Padre Celestial se regocija en la determinación de ustedes de venir a Él con un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Tener un espíritu contrito es ponerse en las manos de Dios; tener un corazón quebrantado trae lo que Pablo describió como la “tristeza que es según Dios”, un profundo deseo de volver a Él sea cual sea el costo.

Restaurar lo que está roto

Su anhelo los lleva a querer reparar lo que han roto, aunque, al darse cuenta de que hay cosas que no pueden reparar, oran con fervor para que el Señor, mediante Su gracia, ayude a sanar a quienes han sido heridos por las acciones de ustedes.

Los efectos de los pecados graves en los demás suelen ser muy difíciles de superar. ¿Están siguiendo el ejemplo de los hijos de Mosíah, quienes se “esforz[aron] celosamente por reparar todos los daños que habían causado”? Hablen con aquellos a quienes respeten en cuanto a lo que quizás ustedes no estén viendo.

Mientras preparaba este discurso, recibí un correo electrónico inesperado de una persona en proceso de arrepentimiento que desea volver a la Iglesia. Su exesposa aún sufría por la pérdida “de [su] matrimonio eterno, [las dificultades con los hijos], la pérdida de seguridad económica […], no [poder] estar al día con los gastos [y] los sentimientos sumamente agobiantes de haber sido traicionada”.

Me contó que su líder del sacerdocio “se sintió inspirado a [pedirle] que considerara, con espíritu de oración, qué [más podía hacer por su exesposa e hijos]”. Con permiso, cito una parte del correo electrónico:

“[Primero] pensé que el [dinero] que cedí en la sentencia de divorcio era más que generoso, pero mi presidente de rama me animó a ayunar y orar al respecto […].

“Al principio batallé con la idea de una mayor restitución. Dado que mis pecados no eran de índole económica, me preguntaba por el verdadero significado de ‘restitución generosa’ […], [pero] pronto me di cuenta de que no se trataba solo de un asunto de dinero.

“Mis líderes del sacerdocio se reunieron con [mi exesposa] y mis hijos y notaron que aún sufrían y que no habían sanado […].

“Mi nueva meta era seguir adelante con fe […]. Simplemente expresé mi deseo de ayudar sin condiciones […]. Decidí [enviar a mi exesposa una cantidad específica] de cada paga, que era una buena parte de mi salario neto. Antes de hacer el primer pago, el Señor [inspiró en mi mente la necesidad] de pagar [el doble de esa cantidad].

“He aprendido que la restitución no consiste solo en el dinero, sino en dedicar humildemente mi vida al Señor […]. El dinero es para ayudar a sustituir lo que le quité a mi familia por mis malas decisiones. Se trata de hacer y cumplir promesas sin esperar nada a cambio y evitar que ella se preocupe por las cuentas para que pueda buscar el Espíritu”.

Tal vez los esfuerzos de ustedes por restaurar lo que han roto no tengan que ver con el dinero, pero al deliberar humildemente en consejo con el Señor, quizás descubran que pueden hacer más.

Aprobación divina gradual

Cuando busquen el perdón del Señor, sean pacientes mientras aguardan Su aprobación plena. Consideren estos versículos:

“Se humillaron hasta lo más profundo de la humildad y clamaron fuertemente a Dios; sí, todo el día […]. [Pero] el Señor fue lento en oír su clamor a causa de sus iniquidades”.

“Sin embargo, oyó sus clamores, y empezó […] a aligerar sus cargas; […] y […] empezaron a prosperar gradualmente”.

Sean pacientes mientras el Señor les da Su bendición y aprobación gradualmente.

En el tiempo del Señor, sentirán Su voz diciéndoles: “No dej[es] que te perturb[en] más estas cosas”. Si siguen acudiendo al Salvador, un día su Padre Celestial “depura[rá] [sus] corazones de toda culpa, por los méritos de su Hijo”.

Heridos y sufriendo

Deseo compartir el amor y la compasión del Salvador, Su consuelo y paz, con aquellos de ustedes que han sido injustamente heridos por los pecados graves de otra persona.

Pese a la tristeza que han sentido, el dolor, la pérdida, el agobiante sentimiento de traición, el vuelco radical que ha dado su vida, les aseguro con toda certeza que el Salvador los conoce y los ama. Acudan a Él. Él es su consuelo y fortaleza; Él enviará a Sus ángeles para sostenerlos. ¿Cuándo desaparecerá el dolor, disminuirá el pesar, se olvidarán de los recuerdos no deseados? No lo sé. Pero sí sé que Él tiene el poder de extraer belleza de las cenizas del sufrimiento.

Nuestros amados hermanos y hermanas de Grand Blanc, Míchigan, con su fe inquebrantable en Jesucristo, con su valentía y altruismo, han recibido y seguirán recibiendo en abundancia, en las próximas semanas y meses, el amor y la gracia incomparables del Salvador.

Al continuar depositando su confianza en Él, sus nubes de tinieblas y sus sollozos nocturnos de angustia se transformarán en cascadas de lágrimas de gozo y paz al alba. “Vuestra tristeza se convertirá en gozo […]. Y nadie os quitará vuestro gozo”. Ese momento llegará. Testifico que llegará.

Es posible hallar el amor expiatorio de Jesucristo aun en las situaciones más difíciles, pero todos tenemos la necesidad constante de la gracia expiatoria de nuestro Salvador. El presidente Dallin H. Oaks ha enseñado: “Debido a Su experiencia expiatoria en la vida terrenal, el Salvador puede consolar, sanar y fortalecer a todos los hombres y mujeres de todas partes; pero creo que lo hace solamente con aquellos que lo buscan y piden Su ayuda. El apóstol Santiago enseñó: ‘Humillaos delante del Señor, y él os ensalzará’ (Santiago 4:10). Nos hacemos merecedores de esa bendición si creemos en Él y oramos para pedir Su ayuda”.

Élder Robert E. Wells

El élder Robert E. Wells, querido amigo y Setenta Autoridad General emérita, de noventa y siete años, me autorizó a contar su experiencia de hace más de sesenta años:

En 1960, mientras vivía en Paraguay y trabajaba en la banca internacional, Robert Wells, de treinta y dos años, y su esposa, Meryl, volaban desde Uruguay hasta su hogar en Paraguay piloteando cada uno una avioneta. Al encontrarse con nubes espesas, Robert y Meryl perdieron contacto visual y radial entre sí. Robert aterrizó sin demora y se enteró de que la avioneta de su esposa se había estrellado. No sobrevivieron ni su esposa ni los dos amigos que volaban con ella. Sus hijos de siete, cinco y dos años estaban en casa en Asunción.

El élder Wells habló de su pesar:

“Las palabras jamás bastarán para expresar el dolor que me traspasaba, que me consumía las emociones y me embotaba los sentidos. Derramaba lágrimas de profunda tristeza sin cesar. Para empeorar la situación, mientras mi cabeza trataba de lidiar con la devastadora realidad del fallecimiento de mi esposa, comencé a sufrir una tremenda culpa al sentirme responsable del accidente”.

Robert se culpaba por no haber pedido que se revisara mejor la avioneta y por no haber dado a su esposa mejores instrucciones sobre cómo volar empleando los instrumentos. Se culpaba de tal negligencia.

Robert dijo:

“Mi mente se hallaba aturdida […]. Yo meramente existía [por el bien de los hijos], nada más.

“Perdí el deseo de seguir adelante”.

Con el tiempo, Robert fue bendecido con una experiencia muy espiritual y relató lo siguiente:

“Una noche, aproximadamente un año después, mientras me encontraba de rodillas orando, ocurrió un milagro. Mientras oraba e invocaba a mi Padre Celestial, sentí como si el Salvador se pusiera a mi lado y oí una voz audible que me hablaba estas palabras al alma y a los oídos: ‘Robert, Mi sacrificio expiatorio pagó por tus pecados y tus errores; tu esposa te perdona, tus amigos te perdonan. Yo te quitaré esa carga […]’.

“Desde ese momento, desapareció de mí aquella carga de culpa [y desesperación] de manera asombrosa. ¡Había sido rescatado! De inmediato, comprendí el poder global de la Expiación del Salvador y […] que se aplicaba directamente a mí […], y […] experimenté una luz y un gozo como nunca antes […]. Se me había dado un don que yo no había merecido: el don de la gracia […] del Señor […]. No lo merec[ía]; no había hecho nada para merecerlo, pero Él me lo dio de todos modos”.

Hermanos y hermanas, ruego que sean “santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, […] [y lleguen a ser] santos, sin mancha”.

Testifico del amor, la misericordia y la gracia de nuestro Salvador y Redentor. Él vive. Nosotros somos Suyos, somos hijos del convenio. Al grado en que creamos en Él, lo sigamos y confiemos en Él, Él nos elevará por encima de nuestros pesares y pecados. Entonces viviremos con Él por siempre jamás, más allá de esta vida terrenal, en la casa de nuestro Padre. En el nombre de Jesucristo. Amén.


Un enfoque doctrinal y enseñanzas


El élder Neil L. Andersen mira de frente dos dolores gemelos —culpa por pecados graves y heridas causadas por pecados ajenos— y nos conduce al único lugar donde ambos se sanan: el amor expiatorio de Jesucristo. No es un ensayo abstracto; es una guía pastoral. La escena se abre con el Salvador que invita: “Venid a mí”. A partir de ahí, el mensaje avanza en cuatro movimientos: fe humilde, honestidad plena, restitución generosa y aprobación divina gradual.

La carta del hermano que aprende a reparar más de lo “debido” (no solo dinero, también tranquilidad, promesas y presencia) revela el corazón del discurso: la Expiación no es un atajo; es un camino de transformación que nos vuelve semejantes a Cristo. Luego, el relato del élder Robert E. Wells traspasa: un año de tinieblas, culpa insoportable… hasta que, arrodillado, oye al Señor: “Mi sacrificio pagó por tus errores… te quitaré esa carga.” El peso cae. Queda la luz. Andersen no promete alivios instantáneos; promete a Alguien que “levanta del polvo, en su tiempo”, y que convierte cenizas en belleza.

La tesis es diáfana y esperanzadora: el perdón y la sanidad, en su plenitud, están en Jesucristo; y mientras andamos hacia Él —con verdad, reparación y paciencia—, su gracia nos alcanza paso a paso.

Enseñanzas principales

  1. Fe que inicia el milagro: Dejar el pecado, volver el rostro a Dios y creer en Cristo abre la puerta al perdón (Enós; Moroni).
  2. Honestidad sin reservas: Corazón quebrantado y espíritu contrito ante Dios, ante uno mismo, ante el líder y ante los ofendidos.
  3. Restitución que se parece a Cristo: Reparar “todo lo posible” y, si es preciso, más de lo que creemos “justo”. La restitución también es tiempo, paz y carga compartida.
  4. Aprobación gradual: Dios aligera, luego prospera “gradualmente”. Su “paz a tu alma” llega en el tiempo del Señor.
  5. Consuelo para los heridos: El Salvador conoce la traición, la pérdida y el vuelco de la vida; envía ángeles y convierte la noche en gozo al alba.

El mensaje doctrinal del élder Andersen gira en torno a una verdad central: la Expiación de Jesucristo no es solo un acontecimiento redentor, sino una manifestación viva del amor más puro y transformador del universo. Todo lo que el Salvador hizo —su sufrimiento, su perdón, su paciencia y su poder para sanar— brota del mismo manantial: el amor expiatorio. Ese amor tiene dos direcciones inseparables: perdona al que peca y sana al que ha sido herido por el pecado.

El élder Andersen enseña que la sanación y el perdón solo alcanzan su plenitud en Cristo. Ningún esfuerzo humano, por sincero que sea, puede reemplazar Su poder. Sin embargo, ese poder no actúa mágicamente ni a la distancia: se recibe al seguir el orden divino del arrepentimiento, que comienza con la fe en Jesucristo. La fe no es solo creer que Él existe, sino confiar lo suficiente como para entregarle el corazón y someter la voluntad. Tal fe despierta un deseo genuino de cambio y lleva al pecador a la honestidad total ante Dios, ante sí mismo y ante aquellos a quienes dañó.

La honestidad espiritual es, en sí misma, un acto de fe. Significa desnudar el alma ante el Señor, sin excusas, sin máscaras, reconociendo que nada puede esconderse de Su mirada. Este reconocimiento abre paso a la restitución, un principio profundamente doctrinal. El Salvador, en Su amor, nos enseña que el arrepentimiento verdadero no solo busca ser absuelto, sino reparar lo que se quebró. A veces esa reparación es tangible —como el ejemplo del hombre que decidió ayudar generosamente a su exesposa—, y otras veces es emocional o espiritual: sanar, servir o devolver confianza. Así, el amor expiatorio no solo limpia el alma, sino que restaura relaciones, dignidad y paz.

Otra verdad doctrinal vital que enseña el élder Andersen es la del tiempo divino en el perdón. El Señor escucha, pero “es lento en oír” cuando el alma necesita aprender paciencia, humildad y fe. El perdón completo llega “gradualmente”, como una luz que crece en la aurora. Esta demora no es castigo; es preparación. Dios no solo quiere perdonarnos, sino transformarnos, y esa transformación lleva tiempo. Aprendemos así que la misericordia no anula la justicia, sino que la cumple con ternura y exactitud.

Finalmente, el élder Andersen expone la dimensión más tierna del amor expiatorio: el consuelo de los inocentes. Cristo no solo lleva las culpas de los pecadores, sino también las heridas de los justos. Su Expiación abarca el llanto de la traición, la pérdida, el abuso y la injusticia. Él es el único que puede extraer “belleza de las cenizas” y convertir el dolor en fortaleza. Como enseñó el élder Dallin H. Oaks —a quien Andersen cita—, ese poder sanador no se impone, sino que se concede a los que lo buscan humildemente. El amor de Cristo no se impone; se invita.

En suma, el enfoque doctrinal de este discurso es una sinfonía sobre la gracia redentora y sanadora de Cristo. Enseña que el arrepentimiento y la sanación no son castigos ni premios, sino procesos guiados por un amor perfecto que nos eleva paso a paso hacia Dios. Ese amor es infinito, personal e inagotable. En Él, el pecador encuentra perdón; el herido, consuelo; y todos nosotros, esperanza de volver un día, limpios y enteros, al hogar celestial del que vinimos.

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