Adornados con la virtud de la templanza
Por el élder Ulisses Soares
Del Cuórum de los Doce ApóstolesExtiendo a todos nosotros una sincera invitación para que adornemos nuestra mente y corazón con la virtud cristiana de la templanza.
En mayo de 2021, mientras visitaba las obras de renovación del Templo de Salt Lake, el presidente Nelson se maravilló de los esfuerzos de los pioneros, quienes con pocos recursos y mucha fe, edificaron ese sagrado edificio, una obra maestra física y espiritual que ha pasado la prueba del tiempo. Sin embargo, también notó que la erosión había agrietado las piedras de los cimientos originales del templo y había causado inestabilidad en la estructura, esa fue una señal clara de la necesidad de un refuerzo estructural.
Nuestro profeta procedió a enseñar que, así como era necesario implementar medidas importantes para fortalecer los cimientos del templo, a fin de que resistieran las fuerzas de la naturaleza, también nosotros debemos tomar medidas extraordinarias, que quizás jamás hemos tomado, para fortalecer nuestro cimiento espiritual en Jesucristo. En su memorable mensaje, nos dejó dos preguntas profundas para la reflexión personal: “¿Cuán firme es su cimiento? ¿Y qué refuerzos son necesarios para su testimonio y comprensión del Evangelio?”.
El Evangelio de Jesucristo nos proporciona medios divinamente inspirados y eficaces para prevenir la erosión espiritual en el alma, los cuales refuerzan nuestros cimientos y nos ayudan a evitar que haya grietas en nuestra fe e inestabilidad tanto en nuestro testimonio como en la comprensión de las verdades sagradas del Evangelio. Un principio especialmente relevante para lograr este propósito está en la sección 12 de Doctrina y Convenios, una revelación dada por medio del profeta José Smith a Joseph Knight, quien era un hombre justo que buscó con sinceridad comprender la voluntad del Señor, no para lograr un simple cambio exterior, sino para permanecer firme en su discipulado, firme como los pilares del cielo. El Señor declaró:
“He aquí, te hablo a ti y también a todos aquellos que tienen deseos de hacer salir a luz y establecer esta obra.
Y nadie puede ayudar en ella a menos que sea humilde y lleno de amor, y tenga fe, esperanza y caridad, y sea moderado en todas las cosas, cualesquiera que le fueren confiadas”.
La guía del Salvador, registrada en esta revelación sagrada, nos recuerda que la templanza es un refuerzo esencial para lograr un cimiento firme en Jesucristo. Es una de las virtudes indispensables, no solo para quienes han sido llamados a servir, sino para todos los que han hecho convenios sagrados con el Señor y aceptan seguirlo fielmente. La templanza armoniza y fortalece otros atributos cristianos que se mencionan en esta revelación: humildad, fe, esperanza, caridad y el amor puro que fluye de Él. Además, cultivar la templanza es una manera importante de proteger nuestra alma de la erosión espiritual sutil, pero constante, causada por las influencias mundanas que debilitan nuestro cimiento en Jesucristo.
Entre las cualidades que caracterizan a los verdaderos discípulos de Cristo, la templanza destaca como un reflejo del Salvador mismo, un fruto precioso del Espíritu, que está al alcance de quienes acepten Su influencia divina. Es la virtud que trae armonía al corazón, moldeando los deseos y las emociones con sabiduría y calma. En las Escrituras, la templanza se muestra como una parte esencial del progreso en nuestro trayecto espiritual, que nos lleva a la paciencia, la piedad y la compasión, mientras refina nuestros sentimientos, palabras y acciones.
Los discípulos de Cristo que buscan cultivar ese atributo cristiano serán cada vez más humildes y llenos de amor. Surgirá en ellos una serena fortaleza y serán más capaces de refrenar la ira, nutrir la paciencia y tratar a los demás con tolerancia, respeto y dignidad, aun si los vientos de la adversidad soplan con fuerza. Procurarán no actuar impulsivamente, sino que elegirán actuar con sabiduría espiritual, guiados por la mansedumbre y la dulce influencia del Espíritu Santo. Así, se volverán menos vulnerables a la erosión espiritual, porque —como enseñó Pablo—, saben que todo lo pueden en Cristo que los fortalece, incluso ante las pruebas que podrían debilitar su testimonio de Él.
En su epístola a Tito, Pablo dio consejos sagrados sobre los requisitos de aquellos que desean representar al Salvador y hacer Su voluntad con fe y dedicación. Dijo que debían ser hospitalarios, prudentes, justos y santos, cualidades que reflejan claramente la influencia de la templanza.
Sin embargo, Pablo advirtió que no debían ser soberbios, iracundos ni pendencieros. Tales características son contrarias a la mente del Salvador y dificultan el crecimiento espiritual. En el contexto de las Escrituras, no es “soberbio” el que rehúsa actuar con arrogancia y orgullo; no es “iracundo” el que evita el impulso natural de impacientarse e irritarse; y no es “pendenciero” el que rechaza el comportamiento contencioso, agresivo y severo de forma verbal, física y emocional. Al esforzarnos por cambiar nuestro comportamiento con fe y humildad, podemos estar firmemente anclados a la roca sólida de Su gracia y ser instrumentos puros y refinados en Sus santas manos.
Al reflexionar sobre la necesidad de cultivar la virtud de la templanza, recuerdo las palabras de Ana, madre del profeta Samuel; una mujer de extraordinaria fe que, aun después de grandes pruebas, ofreció un canto de gratitud al Señor. Ella dijo: “No habléis excesivamente de grandezas; cesen las palabras arrogantes de vuestra boca, porque Jehová es el Dios de todo saber, y a él le toca pesar las acciones”. Su canto es más que una oración: es una invitación que se hace a sí misma a actuar con humildad, autocontrol y moderación. Ana nos recuerda que la verdadera fortaleza espiritual no se expresa con impulsividad o altivez, sino con actitudes moderadas y reflexivas alineadas con la sabiduría del Señor.
Muchas veces el mundo elogia el comportamiento agresivo, arrogante, impaciente y desmesurado, y a menudo justifica tales actitudes por las presiones de la vida diaria y la inclinación a la validación y popularidad. Cuando perdemos de vista la virtud de la templanza e ignoramos la influencia dulce y moderadora del Espíritu Santo en nuestra forma de actuar y hablar, caemos fácilmente en la trampa del enemigo, que inevitablemente nos lleva a decir palabras y adoptar actitudes que lamentaremos profundamente, tanto en nuestras relaciones sociales, familiares como eclesiásticas. El Evangelio de Jesucristo nos invita a ejercer esa virtud sobre todo en tiempos difíciles, porque es entonces cuando se revela el verdadero carácter de las personas. Como dijo Martin Luther King Jr.: “La medida definitiva de un hombre no es dónde se encuentra en los momentos de comodidad y conveniencia, sino dónde se encuentra en los tiempos de desafío y controversia”.
Como pueblo del convenio, se nos llama a vivir con el corazón bien arraigado en las sagradas promesas que hemos hecho al Señor, siguiendo con esmero el modelo que Él estableció con Su ejemplo perfecto. A cambio, Él ha prometido: “De cierto, de cierto os digo que esta es mi doctrina; y los que edifican sobre esto, edifican sobre mi roca, y las puertas del infierno no prevalecerán en contra de ellos”.
El ministerio del Salvador en la tierra se caracterizó por la virtud de la templanza en todos los aspectos de Su carácter. Mediante Su ejemplo perfecto, nos enseñó a tener paciencia en las tribulaciones y a no ultrajar a los que ultrajan. Al enseñar que no debemos ceder a la ira a causa de las disputas y contenciones, declaró: “Debéis arrepentiros, y volveros como un niño pequeñito”. También enseñó que todos los que deseen venir a Él con íntegro propósito de corazón deben reconciliarse con aquellos con quien estén enojados, o con quienes tengan diferencias. Con una actitud moderada y un corazón compasivo, Él nos aseguró que cuando se nos trate con rudeza, falta de bondad, falta de respeto o indiferencia, Su bondad no se apartará de nosotros y el convenio de Su paz no será retirado de nuestra vida.
Hace unos años, mi esposa y yo tuvimos el sagrado privilegio de reunirnos con algunos fieles miembros de la Iglesia en la Ciudad de México. Muchos de ellos, personalmente o mediante sus seres queridos, habían soportado pruebas indescriptibles, incluso secuestros, homicidios y otras dolorosas tragedias.
Al ver los rostros de esos santos, no vimos ira, ni resentimiento ni deseos de venganza. Más bien, vimos una serena humildad. Sus rostros, aunque marcados por el dolor, reflejaban un sincero anhelo de sanación y consuelo. Aunque su corazón estaba quebrantado por el sufrimiento, esos santos seguían adelante con fe en Jesucristo, sin dejar que sus aflicciones agrietaran su fe o debilitaran su testimonio del Evangelio.
Al concluir esa reunión sagrada, los saludamos a cada uno de ellos. Cada saludo, cada abrazo se convirtió en un testimonio silencioso de que, con la ayuda del Señor, podemos elegir responder con templanza a las frustraciones y los desafíos de la vida. Su ejemplo sereno y modesto fue una tierna invitación a andar por la senda del Salvador con templanza en todas las cosas. Sentimos como si estuviéramos en presencia de ángeles.
Jesucristo, el mayor de todos, sufrió por nosotros hasta sangrar por cada poro, pero nunca permitió que la ira enardeciera Su corazón, ni dijo palabras agresivas, ofensivas o profanas, aun en medio de tal aflicción. Con perfecta templanza y mansedumbre sin igual, Él no pensó en Sí mismo, sino en cada hijo de Dios del pasado, presente y futuro. El apóstol Pedro testificó de la actitud sublime de Cristo cuando declaró: “Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba al que juzga justamente”. Incluso en medio de Su mayor agonía, el Salvador demostró una templanza perfecta y divina. Él declaró: “Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres”.
Mis amados hermanos y hermanas, extiendo a todos nosotros una sincera invitación a adornar nuestra mente y corazón con la virtud cristiana de la templanza, en respuesta sagrada al llamado profético de nuestro querido presidente Russell M. Nelson, quien nos ha instado a tomar medidas extraordinarias para fortalecer nuestro cimiento espiritual en Jesucristo. Al esforzarnos con fe y diligencia por actuar y hablar con templanza, testifico que fortaleceremos nuestra vida y la anclaremos más firmemente al cimiento seguro de nuestro Redentor.
Testifico solemnemente que la búsqueda constante de la templanza purifica nuestra alma y santifica nuestro corazón ante el Salvador, acercándonos a Él y preparándonos, con esperanza y paz, para el día glorioso en que nos encontraremos con Él en Su Segunda Venida. Digo estas sagradas palabras en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo. Amén.
Un enfoque doctrinal y enseñanzas
El élder Ulisses Soares, con la serenidad y profundidad que caracterizan sus mensajes, nos invita en este discurso a vestir nuestra vida interior con una virtud muchas veces olvidada, pero esencial: la templanza. Su discurso fluye como una parábola moderna, entretejiendo imágenes del Templo de Salt Lake y del alma humana. Así como los cimientos de ese templo centenario debían ser reforzados para resistir las fuerzas naturales, también los cimientos de nuestra fe necesitan refuerzo espiritual para resistir la erosión invisible del orgullo, la ira o la impaciencia.
El mensaje comienza con la observación del presidente Russell M. Nelson durante la renovación del templo: las piedras originales, aunque nobles, mostraban grietas. Esa imagen se convierte en una poderosa metáfora del alma: incluso los más fieles pueden experimentar fisuras en su testimonio si no cultivan virtudes como la humildad, la caridad y, especialmente, la templanza.
El élder Soares toma como guía la revelación del Señor a Joseph Knight (Doctrina y Convenios 12), donde se enseña que solo los “moderados en todas las cosas” pueden servir eficazmente en la obra divina. Esa palabra —“moderado”— se convierte en el eje de su enseñanza. La templanza, dice él, no es debilidad ni pasividad; es el fruto del Espíritu que regula nuestras emociones, guía nuestras palabras y ordena nuestras prioridades según la sabiduría de Cristo.
Con dulzura y firmeza, el élder Soares contrasta los valores del mundo —la agresividad, la autoexaltación, la impulsividad— con el espíritu apacible del Salvador. Él recuerda cómo Jesús soportó el ultraje, el dolor y la injusticia sin ceder a la ira ni al resentimiento. En su sufrimiento más profundo, mostró perfecta templanza. Así, el élder Soares nos lleva a entender que el dominio propio no es simplemente controlar la ira, sino actuar conforme a la voluntad divina, incluso bajo presión o dolor.
En una de las secciones más conmovedoras del discurso, el apóstol relata su encuentro con santos fieles en la Ciudad de México que, tras haber vivido tragedias como secuestros o pérdidas familiares, mostraban serenidad, fe y perdón. En sus rostros no había odio, sino la paz de quienes han aprendido a confiar en el Señor. Esa escena se convierte en un testimonio viviente de que la templanza no es teórica, sino una realidad transformadora cuando el corazón se somete al Espíritu.
El élder Soares concluye con una invitación clara y sagrada: adornar nuestra mente y corazón con la virtud cristiana de la templanza, como una respuesta directa al llamado profético de fortalecer nuestro cimiento espiritual en Cristo. Promete que, si lo hacemos, nuestra vida quedará anclada a la roca del Redentor y resistirá los embates del mundo.
Enseñanzas principales
- La templanza es un refuerzo espiritual.
Así como las estructuras necesitan mantenimiento, nuestra fe necesita disciplina, humildad y moderación para resistir las presiones del mundo. - El autocontrol es una expresión de amor cristiano.
La verdadera fortaleza no está en imponerse sobre otros, sino en refrenar impulsos y actuar con mansedumbre, reflejando el carácter del Salvador. - La templanza protege contra la erosión espiritual.
El orgullo, la ira y la impaciencia son grietas que debilitan el alma; la templanza las sella con serenidad, fe y caridad. - Los discípulos templados inspiran sanación.
Los miembros de la Iglesia en México ejemplificaron cómo la templanza, incluso en el dolor, puede convertir el sufrimiento en fe pura y pacífica. - Cristo es el modelo perfecto de templanza.
En Getsemaní y en la cruz, Él demostró la más sublime moderación: sin quejarse, sin maldecir, sin venganza, solo amor redentor.
Doctrinalmente, este discurso se centra en la virtud de la templanza como un principio del Evangelio que perfecciona el carácter y fortalece el discipulado. Está estrechamente ligada al fruto del Espíritu mencionado por Pablo (Gálatas 5:22–23): “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. En este contexto, la templanza no es solo una cualidad moral, sino una manifestación espiritual del dominio del Espíritu Santo en el alma.
El élder Soares enseña que ser “moderados en todas las cosas” (DyC 12:8) no significa tibieza, sino equilibrio divino. La templanza armoniza la justicia con la misericordia, la acción con la reflexión, la firmeza con la compasión. Es, doctrinalmente, una expresión viva del albedrío consagrado: actuar, no reaccionar; responder con el Espíritu, no con el impulso.
El discurso también subraya el carácter redentor de la templanza. En Cristo, la templanza alcanza su plenitud: Él domina la carne, somete Su voluntad a la del Padre y enseña que la paz interior vence toda ira externa. Por tanto, seguirle implica no solo creer en Él, sino imitar Su moderación, Su mansedumbre y Su serenidad incluso bajo aflicción.
En última instancia, la templanza es el sello de los verdaderos discípulos: es la corona invisible del alma purificada que actúa, habla y siente conforme al ritmo del Espíritu. Quien la cultiva está más cerca del Salvador, más lejos de la contención, y más firme en el cimiento de Su roca eterna.
























