Conferencia General Octubre 2025


El poder de ministrar a cada persona en particular

Por el élder Peter M. Johnson
De los Setenta

Al ministrar a cada persona en particular, la invitamos a venir a Cristo y adorar en la Casa del Señor.


Hermanas y hermanos, gracias por su fiel devoción al venir a Jesucristo en estos tiempos difíciles. Son maravillosos y hermosos; cada uno de ustedes es un hijo de Dios. Ruego que reconozcamos la influencia del Espíritu Santo a medida que llegamos a ser, y nos ayudamos unos a otros a llegar a ser, en verdad, devotos discípulos de Jesucristo y a sentir Su gozo al adorar en la Casa del Señor.

El presidente Russell M. Nelson declaró: “Este es el momento de que ustedes y yo nos preparemos para la Segunda Venida de nuestro Señor y Salvador, Jesús el Cristo. Este es el momento de que hagamos de nuestro discipulado nuestra máxima prioridad. En un mundo lleno de distracciones vertiginosas, ¿cómo podemos hacerlo?”.

Él mismo dio la respuesta: “La adoración regular en el templo nos ayudará. En la Casa del Señor nos centramos en Jesucristo […], llegamos a conocerlo. […] Todo aquel que busque con sinceridad a Jesucristo lo hallará en el templo”.

Así pues, ¿cómo llegamos a ser, y nos ayudamos unos a otros a llegar a ser, devotos discípulos de Jesucristo? Ministramos a cada persona en particular. Ministrar a la manera del Salvador implica tener compasión, bondad y paciencia, y amar sin juzgar. Al ministrar a cada persona en particular, la invitamos a venir a Cristo y adorar en la Casa del Señor a fin de que reciba Su poder redentor. En otras palabras, nos ayudamos unos a otros a llegar a ser devotos discípulos al ministrar a cada persona de maneras que conduzcan a la Casa del Señor.

De Jesucristo aprendemos el poder de ministrar a cada persona en particular con amor y sin juzgar. ¿Recuerdan a la mujer samaritana junto al pozo? Es posible que esa mujer se sintiera insignificante, sola, desanimada e invisible. Es posible que sintiera que no encajaba. A lo largo de la vida había tenido cinco maridos, y el hombre con el que vivía no era su esposo, y otros quizás la juzgaron injustamente sin conocer las circunstancias de su vida. Esta podría ser una de las razones por las que acudió sola al pozo en las horas más calurosas del día. Sin embargo, fue una de las primeras personas a las que Jesucristo declaró que era el Mesías. Para Él, esa mujer era una hija de Dios.

Jesucristo le enseñó que, por medio de Él, se puede recibir la vida eterna participando del agua viva, y declaró: “El que bebiere del agua que yo […] daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo […] daré será […] una fuente de agua que brote para vida eterna”.

La samaritana sintió el amor del Salvador y recibió, por medio del Espíritu, un testimonio de que Él era el Mesías. Después de ese testimonio, regresó a la ciudad e invitó a otras personas a venir y ver, y muchos creyeron que Jesús “verdaderamente […] e[ra] el Salvador del mundo, el Cristo”. Cristo ministró con amor a cada persona en particular y, por ello, otros llegaron a ser Sus devotos discípulos.

De Pedro y Juan, los apóstoles de Cristo, aprendemos acerca del poder de ministrar a cada persona con compasión. ¿Recuerdan al hombre cojo de nacimiento a quien todos los días ponían a la puerta del templo a pedir dinero? Es posible que ese hombre se sintiera insignificante, solo, desanimado e invisible. Es posible que sintiera que no encajaba.

“Y Pedro dijo: No tengo plata ni oro, mas lo que tengo te doy: En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!”.

Pedro tomó al hombre de la mano derecha y lo levantó, y el hombre fue sanado. Justo después de aquel milagro, el hombre entró en el templo con Pedro y Juan, “andando, y saltando y alabando a Dios”. Pedro y Juan ministraron a esa persona en particular de maneras que conducían a la Casa del Señor, y ese hombre llegó a ser un devoto discípulo de Cristo.

Amigos míos, ha habido momentos en mi vida en los que también me he sentido insignificante, solo, desanimado e invisible. He sentido que no encajaba. Fui bautizado y confirmado miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cuando tenía diecinueve años. Un año después, acepté el llamamiento a servir como misionero de tiempo completo, pero aún no había aprendido muchas cosas sobre la historia de la Iglesia.

Al principio de mi servicio misional, descubrí que hubo un tiempo en el que a las personas de ascendencia africana negra no se les permitió disfrutar de todas las bendiciones de la adoración en la Casa del Señor. Enterarme de aquello me produjo sentimientos de enojo, confusión, duda y temor tan intensos que, por un tiempo, perdí la capacidad de reconocer el Espíritu Santo.

Afortunadamente, tuve un maravilloso compañero de misión, Kevin Vick, quien me ministró con amor, paciencia y bondad. Cada noche, al verme sentir dudas e incertidumbre, le decía simplemente a aquel joven élder Johnson: “Lo amo”. Después de unas dos semanas, me permití sentir el amor de Kevin y me armé de valor para orar a un Padre Celestial en el nombre de Jesucristo. Al orar, sentí la impresión de leer la sección 6 de Doctrina y Convenios, los versículos 21 a 23, en los que se dice:

“He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. […] Soy la luz que brilla en las tinieblas […].

“Piensa en la noche en que me imploraste en tu corazón, a fin de saber tocante a la verdad de estas cosas.

“¿No hablé paz a tu mente en cuanto al asunto? ¿Qué mayor testimonio puedes tener que de Dios?”.

Al leer, recordé. Recordé el día en que ayuné y oré para saber que el Libro de Mormón es la palabra de Dios y que José Smith es el profeta de la Restauración. Recordé los convenios que había hecho en la Casa del Señor y que me conectan con Jesucristo de una manera tan personal e íntima. Sentí el amor del Salvador, Su misericordia y Su confirmación de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es Su reino sobre la tierra, y que es necesaria para prepararnos para Su Segunda Venida. Gracias a que recordé, pude volver a reconocer el Espíritu Santo y comprender más plenamente que Jesús es el Cristo y que soy Su discípulo.

A veces tendremos preguntas sin respuesta y nos sentiremos insignificantes, solos desanimados e invisibles; sin embargo, amigos míos, debemos seguir adelante con fe en Jesucristo y recordar Sus palabras:

“No se turbe vuestro corazón”.

“En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo”.

Soy testigo de esta realidad y de la bendición que el Salvador prometió.

Entonces, ¿qué podemos hacer para asegurarnos de ministrar a cada persona en particular, a la manera del Salvador, con la máxima eficacia? Vivir la doctrina de Cristo nos ayudará. “Vivir la doctrina de Cristo”, como describió el presidente Nelson, “puede producir el ciclo virtuoso más poderoso, generando ímpetu espiritual en nuestra vida.

“A medida que nos esforzamos por vivir las leyes mayores de Jesucristo, […] a fin de elevarnos por encima de la atracción de este mundo caído, el Salvador nos bendice con más caridad, humildad, generosidad, bondad, autodisciplina, paz y descanso”.

“[Este] ímpetu [espiritual] que produce el vivir la doctrina de Cristo”, explica el élder Dale G. Renlund, ”no solo alimenta la transformación de nuestra naturaleza divina en nuestro destino eterno, sino que también nos motiva a ayudar [a ministrar] a los demás de maneras apropiadas”. El élder Renlund nos recuerda que “la labor del Salvador es sanar[nos]. Nuestra labor es amar, amar y ministrar de tal manera que los demás sean atraídos a Jesucristo”.

Nuestra capacidad para vivir la doctrina de Cristo se verá realzada por el estudio diario del Libro de Mormón y la participación semanal de la Santa Cena. El presidente Nelson declaró que el Libro de Mormón “enseña la doctrina de Cristo […] [y] brinda el entendimiento más pleno y [claro] acerca de la Expiación de Jesucristo que se pueda encontrar”. Me encanta este libro. Y el participar cada semana de la Santa Cena, con espíritu de oración, aumentará nuestra comprensión de la Expiación de Jesucristo y aportará renovación espiritual, consuelo y el poder de la divinidad en nuestra vida. Recuerden que “en [las] ordenanzas [del sacerdocio] se manifiesta el poder de la divinidad”, y que este poder que proviene de Jesucristo fortalece nuestro deseo y nuestra capacidad para ministrar a cada persona en particular.

Mi estudio del Libro de Mormón y el participar de la Santa Cena disminuyen los sentimientos de desánimo, intensifican mi determinación de ministrar a cada persona a la manera del Salvador y me ayudan a hacer del discipulado mi mayor prioridad.

Amigos míos, les prometo que, al vivir la doctrina de Cristo y ministrar a cada persona de maneras que conduzcan a la Casa del Señor, seguiremos adelante con fe en Jesucristo, aunque tengamos preguntas sin respuesta o nos sintamos insignificantes, solos, desanimados e invisibles. Invitaremos a cada persona a venir a Jesucristo y adorar en la Casa del Señor para que reciba Su poder redentor y Su amor. En la Casa del Señor, “sentir[emos] [la] misericordia [del Salvador], encontrar[emos] respuestas a [nuestras] preguntas más inquietantes y comprender[emos] mejor el gozo de Su Evangelio”. En el nombre de Jesucristo. Amén.


Un enfoque doctrinal y enseñanzas


El élder Peter M. Johnson, con su habitual calidez y profundidad espiritual, ofrece en este discurso un poderoso recordatorio del verdadero propósito del ministerio cristiano: ayudar a cada persona, una por una, a venir a Cristo y encontrar paz y poder en Su Casa. Desde las primeras líneas, su tono es personal, compasivo y esperanzador. No habla de programas ni estructuras, sino de corazones; no de números, sino de nombres.

El mensaje se construye alrededor de una pregunta central planteada por el presidente Russell M. Nelson: “¿Cómo podemos hacer del discipulado nuestra máxima prioridad en un mundo lleno de distracciones vertiginosas?” La respuesta, explica el élder Johnson, es clara: adorar en el templo y ministrar como el Salvador lo hizo: uno por uno.

A través de tres conmovedoras narraciones —la mujer samaritana, el hombre cojo de nacimiento, y su propia experiencia como joven misionero— el élder Johnson ilustra que la verdadera ministración no es una tarea, sino un reflejo del amor redentor de Cristo.

  • Con la mujer samaritana, Jesús vio más allá de su historia y su reputación. No la juzgó por su pasado, sino que le ofreció “agua viva”, restaurando su valor y su esperanza. Su encuentro con Cristo la transformó en misionera: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”.
  • Con el hombre cojo, Pedro y Juan mostraron que el poder del ministerio no está en los recursos materiales, sino en el nombre de Cristo. Lo levantaron, literalmente, y el hombre sanado los siguió al templo, “andando, saltando y alabando a Dios”.
  • Y en su propia historia, el élder Johnson comparte un momento de profunda vulnerabilidad. Como misionero recién convertido, se enfrentó a la dolorosa historia de las restricciones del sacerdocio hacia las personas de ascendencia africana. Sus emociones —enojo, confusión, duda— lo alejaron por un tiempo de la voz del Espíritu. Pero fue un compañero, el élder Kevin Vick, quien lo ministró con amor y paciencia, recordándole con simples palabras: “Lo amo”. Ese amor le permitió volver a orar, sentir el Espíritu, y recordar sus convenios en la Casa del Señor.

A través de ese relato personal, el élder Johnson enseña que ministrar con amor y sin juicio puede sanar heridas invisibles, despertar la fe dormida y reconectar almas con Cristo. Él mismo fue levantado —no con plata ni oro, sino con amor cristiano— y, como el hombre del templo, también volvió a “andar y alabar a Dios”.

El discurso concluye con una promesa: cuando vivimos la doctrina de Cristo, estudiamos el Libro de Mormón y participamos de la Santa Cena, recibimos ímpetu espiritual, ese poder divino que nos impulsa a amar, servir y ministrar con pureza. En el templo encontramos el agua viva que apaga toda sed, y en el servicio personal hallamos el gozo de ser verdaderos discípulos.

Enseñanzas principales

  1. Ministrar es amar a la manera de Cristo.
    Implica ver a las personas no por lo que aparentan, sino por lo que son ante Dios: Sus hijas e hijos. Ministrar es invitar, no imponer; consolar, no condenar.
  2. El poder para ministrar proviene del templo.
    En la Casa del Señor, recibimos el poder redentor de Jesucristo que nos capacita para elevar, sanar y fortalecer a otros.
  3. Las heridas personales pueden ser sanadas por medio del amor cristiano.
    El testimonio del élder Johnson demuestra que la ministración sincera puede reavivar la fe en quienes se sienten heridos, invisibles o excluidos.
  4. Recordar es volver a sentir el Espíritu.
    El acto de recordar —los convenios, las experiencias espirituales, las promesas divinas— nos reconecta con la verdad y la paz del Evangelio.
  5. El estudio del Libro de Mormón y la Santa Cena son fuentes constantes de renovación espiritual.
    Estos actos fortalecen nuestra fe, disminuyen el desánimo y nos preparan para servir con la influencia del Espíritu Santo.

Doctrinalmente, el discurso se asienta sobre la doctrina de Cristo, que incluye la fe, el arrepentimiento, las ordenanzas, el don del Espíritu Santo y la perseverancia hasta el fin. El élder Johnson enseña que la ministración eficaz es una manifestación viva de esta doctrina.

La fe en Jesucristo impulsa a ver a cada persona con los ojos del Salvador.
El arrepentimiento nos permite ministrar con pureza y humildad, sin prejuicios.
Las ordenanzas del templo y la Santa Cena nos conectan directamente con Su poder redentor.
Y el don del Espíritu Santo nos guía para saber cómo ayudar, cuándo hablar y cuándo simplemente amar en silencio.

Este enfoque muestra que ministrar no es un deber organizativo, sino un acto profundamente cristocéntrico y doctrinal. Ministrar es aplicar la doctrina de Cristo a las relaciones humanas. Es actuar como Él actuaría, servir como Él serviría, sanar como Él sanaría.

El discurso también expone un principio eterno: “Recordar trae revelación.” Cuando el élder Johnson recordó su testimonio original, el Espíritu volvió. Así ocurre con todos nosotros: al recordar nuestros convenios, la fe se renueva, la esperanza se enciende y el amor nos impulsa a ministrar mejor.

Finalmente, el élder Johnson vincula la ministración con la preparación para la Segunda Venida. El presidente Nelson ha declarado que este es el tiempo para centrar nuestra vida en Cristo. Ministrar a cada persona —y llevarla al templo— es la manera concreta de prepararnos colectivamente para recibir al Rey.

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