El nombre por el cual se os llame
Por el élder B. Corey Cuvelier
De los Setenta¿Qué significa ser llamados por el nombre de Cristo?
El presidente Russell M. Nelson enseñó que si el Señor nos hablara directamente, lo primero que haría sería asegurarse de que entendiéramos nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios, hijos del convenio y discípulos de Jesucristo. Después de todo, cualquier otra designación nos defraudará.
Aprendí esto por mí mismo cuando mi hijo mayor recibió su primer teléfono celular. Con gran emoción, comenzó a ingresar los nombres de familiares y amigos en los contactos. Un día noté que llamaba su mamá. En la pantalla aparecía la palabra “Madre”. Aquella fue una decisión sensata y digna y, lo admito, una señal de respeto por el mejor de los progenitores de nuestro hogar. Naturalmente, sentí curiosidad. ¿Qué nombre me había dado a mí?
Me desplacé por sus contactos, asumiendo que si Wendi era “Madre”, yo debía ser “Padre”. No lo encontré. Busqué “Papá”. Tampoco. Mi curiosidad se convirtió en una leve preocupación. “¿Será que me llama ‘Corey’?”. No. En un último esfuerzo, pensé: “Ambos jugamos al fútbol; tal vez me llame ‘Pelé’”. Qué iluso. Finalmente, llamé yo mismo al teléfono y aparecieron dos palabras en la pantalla: “No madre”.
Hermanos y hermanas, ¿por qué nombre se les llama a ustedes?
Jesús llamó a Sus seguidores por muchos nombres: discípulos, hijos e hijas, hijos de los profetas, ovejas, amigos, la luz del mundo, santos. Cada uno tiene un significado eterno y subraya una relación personal con el Salvador.
Sin embargo, de entre todos esos nombres, uno se destaca por encima del resto: el nombre de Cristo. En el Libro de Mormón, el rey Benjamín enseñó poderosamente:
“No hay otro nombre dado por el cual venga la salvación; por tanto, quisiera que tomaseis sobre vosotros el nombre de Cristo” […].
“Y sucederá que quien hiciere esto, se hallará a la diestra de Dios, porque sabrá el nombre por el cual es llamado; pues será llamado por el nombre de Cristo”.
Aquellos que toman sobre sí el nombre de Cristo llegan a ser Sus discípulos y testigos. En el libro de Hechos leemos que, después de la Resurrección de Jesucristo, se mandó a testigos elegidos que testificaran que quienes creyeran en Jesús, fueran bautizados y recibieran el Espíritu Santo, recibirían la remisión de sus pecados. Quienes recibían estas ordenanzas sagradas se congregaban con la Iglesia, se convertían en discípulos y eran llamados cristianos. El Libro de Mormón también describe a los creyentes en Cristo como cristianos y al pueblo del convenio como “progenie de Cristo, hijos e hijas de él”.
¿Qué significa ser llamados por el nombre de Cristo? Significa hacer convenios y guardarlos, recordarlo siempre, guardar Sus mandamientos y estar “dispuestos a […] ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas”. Significa sostener a los profetas y apóstoles mientras llevan el mensaje de Cristo —con su doctrina, sus convenios y sus ordenanzas— por todo el mundo. También significa servir a los demás para aliviar el sufrimiento, ser una luz y llevar esperanza en Cristo a todas las personas. Por supuesto, esta es una actividad de toda la vida. El profeta José Smith enseñó que “este es un estado que ningún hombre alcanzó jamás en un momento”.
Debido a que el proceso del discipulado requiere tiempo y esfuerzo, pues se construye “línea sobre línea, precepto tras precepto”, es fácil quedar atrapado en los títulos del mundo. Estos solo producen un valor temporal y nunca serán suficientes por sí solos. La redención y las cosas de la eternidad solo “viene[n] en el Santo Mesías y por medio de él”. Por lo tanto, seguir el consejo profético de hacer del discipulado una prioridad es, a la vez, oportuno y sabio, particularmente en una época en la que hay tantas voces e influencias en competencia. Esta era la esencia del consejo que dio el rey Benjamín cuando dijo: “Quisiera que os acordaseis de conservar siempre escrito [el] nombre [de Cristo] en vuestros corazones para […] que oigáis y conozcáis la voz por la cual seréis llamados, y también el nombre por el cual él os llamará”.
Lo he visto en mi propia familia. Mi bisabuelo, Martin Gassner, cambió para siempre gracias a un humilde presidente de rama que respondió al llamado del Salvador. En Alemania, en 1909, los tiempos eran difíciles y el dinero escaseaba. Martin trabajaba como soldador en una planta de fabricación de tuberías. Según él mismo admite, la mayoría de los días de pago acababan en beber, fumar y comprar rondas de bebida en la cantina. Finalmente su esposa le advirtió de que lo abandonaría si no cambiaba.
Un día, un compañero de trabajo de Martin se encontró con él de camino a la cantina con un folleto religioso arrugado en la mano. Lo había encontrado en la calle y le dijo a Martin que sintió algo diferente después de leer el folleto, titulado Was wissen Sie von den Mormonen?, o ¿Qué sabe usted acerca de los mormones? Estoy seguro de que ese título ha cambiado.
Una dirección estampada en la parte posterior estaba lo bastante legible como para descifrar dónde se encontraba la iglesia. Estaba a una distancia considerable, pero lo que leyeron los conmovió y decidieron tomar el tren ese domingo para investigar. Cuando llegaron, descubrieron que la dirección no era de la iglesia que esperaban encontrar, sino de una funeraria. Martin vaciló porque, en realidad, que hubiera una iglesia dentro de una funeraria sonaba demasiado gracioso como para ser verdad.
Sin embargo, en el piso de arriba, en un salón alquilado, encontraron a un pequeño grupo de santos. Un hombre los invitó a la reunión de testimonios. Martin fue conmovido por el Espíritu y quedó tan impresionado por los sencillos y fervientes testimonios que compartió el suyo. Fue allí, en aquel lugar tan inverosímil, que dijo que ya sabía que aquello debía ser verdad.
Posteriormente, el hombre se presentó como el presidente de la rama y les preguntó si volverían. Martin le explicó que vivía demasiado lejos y que no podía permitirse el viaje semanal. El presidente de la rama se limitó a decir: “Síganme”.
Caminaron unas pocas cuadras hasta una fábrica cercana donde trabajaba el amigo del presidente de la rama. Tras una breve conversación, a Martin y a su amigo les ofrecieron trabajo. Luego, el presidente de la rama los llevó a un edificio de apartamentos y consiguió una vivienda para las familias de ambos.
Todo esto sucedió en dos horas. Martin y su familia se mudaron la semana siguiente. Seis meses después, fueron bautizados. El hombre que una vez fue conocido como un borracho empedernido se volvió tan comprometido con su nueva fe que la gente del pueblo comenzó a llamarlo, tal vez sin tanto afecto, “el sacerdote”.
En cuanto al presidente de la rama, no puedo decirles su nombre, su identidad se ha perdido con el tiempo. Pero yo lo llamo discípulo, embajador, cristiano, buen samaritano y amigo. Su influencia aún perdura 116 años después y yo aun recojo la cosecha de su discipulado.
“Cierto refrán dice que se pueden contar cuántas semillas hay en una manzana, pero no cuántas manzanas saldrán de una semilla”. La semilla que plantó aquel presidente de rama ha producido innumerables frutos. Poco se imaginaba que cuarenta y ocho años más tarde, varias generaciones de la familia de Martin a ambos lados del velo se sellarían en el Templo de Berna, Suiza.
Tal vez los mejores sermones sean aquellos que nunca escuchamos, los que vemos en los actos y hechos tranquilos y sin pretensiones que se observan en la vida de la gente común y corriente que, tratando de ser como Jesús, andan haciendo bienes. Lo que hizo aquel amable presidente de rama no formaba parte de una lista de verificación. Él simplemente estaba viviendo el Evangelio como se describe en el libro de Alma: “No desatendían a ninguno […] que estuviese hambriento, o sediento, o enfermo […]; eran generosos con todos, ora ancianos, ora jóvenes […], varones o mujeres”. Y un aspecto que no debemos pasar por alto: no desatendieron a nadie, “pertenecieran o no a la iglesia”.
Quienes toman sobre sí el nombre de Cristo reconocen, tal como dijo el profeta José Smith, que “un hombre lleno del amor de Dios no se conforma con bendecir solamente a su familia, sino que va por todo el mundo anheloso de bendecir a toda la raza humana”.
Así es como vivió Jesús. De hecho, Él hizo tantas cosas que Sus discípulos no pudieron escribirlo todo. El apóstol Juan escribió: “Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribiesen cada una de ellas, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir”.
Esforcémonos por seguir el ejemplo de Cristo, haciendo el bien y haciendo del discipulado una prioridad de por vida, para que cada vez que interactuemos con los demás, ellos sientan el amor de Dios y el poder confirmador del Espíritu Santo. Entonces tal vez podremos sumarnos a mi bisabuelo y a millones de otros que han declarado, como el discípulo Andrés: “Hemos hallado al Mesías”.
Al final, nuestra identidad no la define el mundo, mas nuestro discipulado se define por las ordenanzas que recibimos, los convenios que guardamos y el amor que demostramos a Dios y al prójimo simplemente al hacer el bien. Como enseñó el presidente Nelson, en verdad somos hijos de Dios, hijos del convenio, discípulos de Jesucristo.
Testifico que Jesucristo vive y que nos ha redimido. Él es el que dijo: “Te puse nombre; mío eres tú”. En el nombre de Jesucristo. Amén.
Un enfoque doctrinal y enseñanzas
El élder Cuvelier inicia con una escena sencilla y familiar: un padre curioso que descubre que su hijo lo ha guardado en su teléfono como “No madre”. Lo que comienza como una anécdota humorística se transforma en una profunda pregunta espiritual:
¿Por qué nombre se nos conoce ante Dios?
Desde ahí, el discurso desarrolla una poderosa reflexión sobre la identidad divina. El presidente Nelson ha enseñado que nuestras tres identidades eternas —hijos de Dios, hijos del convenio y discípulos de Jesucristo— deben definirnos por encima de cualquier otra etiqueta del mundo. Todo lo demás —títulos, logros, reputaciones— es temporal y, con el tiempo, nos defraudará.
El nombre de Cristo no es una metáfora poética: es una designación sagrada que tomamos sobre nosotros mediante convenios. Significa recordarlo siempre, guardar Sus mandamientos y servir en Su nombre. Significa ser luz, aliviar cargas y extender misericordia. No es una identidad de domingo, sino una forma de vida continua: “un estado que ningún hombre alcanzó jamás en un momento”, como dijo José Smith.
En el centro del mensaje está la historia de su bisabuelo Martin Gassner, un obrero alemán cuya vida cambió por la bondad de un humilde presidente de rama. Aquel líder, sin saberlo, plantó una semilla que aún da fruto más de un siglo después. Su amor cristiano —manifestado en ayuda práctica, trabajo, vivienda y bienvenida— ejemplifica lo que significa vivir el nombre de Cristo.
El élder Cuvelier concluye recordando que nuestro discipulado no se mide por títulos religiosos ni cargos, sino por los convenios que honramos y el amor que mostramos. Así como el Salvador “anduvo haciendo bienes”, también nosotros podemos reflejar Su nombre en cada interacción, hasta que los demás sientan Su amor a través de nosotros.
Al final, todo discípulo fiel puede escuchar las palabras de Isaías y del Señor mismo:
“Te puse nombre; mío eres tú”.
Enseñanzas espirituales
1. Nuestra identidad eterna es triple: Somos hijos de Dios, hijos del convenio y discípulos de Jesucristo.
Cualquier otro título —profesional, académico, social— es pasajero. Estas tres designaciones son las únicas que trascienden la mortalidad.
2. Tomar sobre nosotros el nombre de Cristo es hacer convenios y vivirlos: Ser llamados por Su nombre implica recordarlo siempre, guardar Sus mandamientos y servir como Él serviría. No basta con profesar Su nombre; debemos representarlo con obras de amor y rectitud.
3. El discipulado es un proceso, no un evento: Llegar a ser verdaderos seguidores de Cristo requiere constancia, humildad y paciencia: “línea sobre línea, precepto tras precepto.” El progreso espiritual no se mide por la rapidez, sino por la fidelidad.
4. Los actos pequeños de bondad dejan huellas eternas: La historia del presidente de rama que ayudó al bisabuelo de Cuvelier enseña que el amor cristiano genuino transforma generaciones. Las semillas que sembramos con compasión hoy pueden florecer en almas que ni siquiera conoceremos.
5. El discipulado genuino es inclusivo y compasivo: Los santos del libro de Alma “no desatendían a ninguno… pertenezcan o no a la Iglesia”.
El verdadero cristiano no pregunta “¿es de los nuestros?”, sino “¿cómo puedo ayudar?”.
6. Llevar el nombre de Cristo es reflejar Su amor: El élder Cuvelier nos invita a vivir de modo que, al interactuar con nosotros, las personas sientan el amor de Dios y el poder confirmador del Espíritu Santo.
Este mensaje nos recuerda que el nombre de Cristo no se lleva en una placa ni en un registro, sino en el corazón.
Ser llamados por Su nombre significa que Su carácter se graba en el nuestro: Su compasión en nuestras manos, Su paciencia en nuestras palabras, Su perdón en nuestras reacciones.
Al vivir así, no solo representamos al Salvador; revelamos Su rostro al mundo.
Y algún día, cuando escuchemos Su voz llamarnos por nuestro nombre, sabremos que somos verdaderamente Suyos.
























