Saber quiénes son realmente
Por el élder Brik V. Eyre
De los SetentaIndependientemente de dónde nos hallemos en nuestro camino del discipulado, nuestra vida cambiará de manera radical si comprendemos mejor quiénes somos realmente.
Hace varios años, nuestra hija tuvo una experiencia profunda en su misión. Con su aprobación, comparto un fragmento de lo que nos escribió aquella semana:
“Ayer, una miembro que estaba regresando a la Iglesia nos pidió que acudiéramos a ella lo antes posible. Cuando llegamos, la encontramos en el suelo, sollozando incontrolablemente. Entre lágrimas, nos enteramos de que había perdido su trabajo, iba a ser desalojada de su apartamento y, una vez más, tendría que vivir en la calle”.
Nuestra hija continuó: “Comencé a escudriñar desesperadamente las Escrituras, tratando de encontrar algo, cualquier cosa que la ayudara. Mientras buscaba el versículo perfecto, pensé: ¿Qué estoy haciendo? Esto no es lo que Cristo haría. Este no es un problema que yo puedo resolver, pero ella es literalmente una hija de Dios que necesita mi ayuda. Así que cerré mi ejemplar de las Escrituras, me arrodillé a su lado y la abracé mientras llorábamos juntas, hasta que estuvo lista para ponerse de pie y afrontar esa prueba”.
Después de que la mujer fue consolada, nuestra hija utilizó las Escrituras para tratar de ayudarla a entender la realidad de su valor divino y para enseñarle una de las verdades más fundamentales de nuestra existencia: que somos hijos e hijas amados de Dios, un Dios que siente perfecta compasión por nosotros cuando sufrimos y está listo para ayudarnos cuando nos ponemos de pie nuevamente.
Es revelador que el primer punto de doctrina que enseñan los misioneros es que Dios es nuestro amoroso Padre Celestial. Toda verdad subsiguiente se edifica sobre el entendimiento fundamental de quiénes somos realmente.
Susan H. Porter, Presidenta General de la Primaria, enseñó: “Cuando saben y comprenden cuánto se les ama como hijo o hija de Dios, eso lo cambia todo. Cambia el modo en que se sienten en cuanto a ustedes mismos cuando cometen errores. Cambia el modo en que se sienten cuando sobrevienen dificultades. Cambia su modo de ver los mandamientos de Dios. Cambia su modo de ver a los demás y su capacidad para marcar una diferencia”.
Ese cambio se ilustra al leer acerca de la experiencia que tuvo Moisés al hablar con Dios cara a cara. Durante aquella conversación, Dios enseñó repetidas veces a Moisés acerca de su herencia divina, diciéndole: “[Moisés], tú eres mi hijo”. Dios explicó que Moisés era a semejanza de Su Unigénito. Moisés llegó a entender claramente quién era, que tenía una obra que hacer y que tenía un amoroso Padre Celestial.
Después de esa experiencia, el adversario vino para tentarlo e inmediatamente se dirigió a él diciendo: “Moisés, hijo de hombre”. Esta es una herramienta común y peligrosa en el arsenal del adversario. Aunque nuestro Padre Celestial nos recuerda constante y amorosamente que somos Sus hijos, el adversario siempre tratará de etiquetarnos según nuestras debilidades. Pero Moisés ya había aprendido que era más que un “hijo de hombre”. Él le declaró a Satanás: “¿Quién eres tú? Porque, he aquí, yo soy un hijo de Dios”. De manera similar, cuando nos enfrentamos a los desafíos de la vida terrenal o cuando sentimos que alguien está tratando de etiquetarnos según nuestras debilidades, debemos permanecer firmes en el conocimiento de quiénes somos realmente. Debemos buscar la validación verticalmente, no horizontalmente; y al hacerlo, también nosotros podemos proclamar con audacia: “Soy un hijo de Dios”.
Durante un devocional mundial para jóvenes adultos, nuestro amado presidente Russell M. Nelson enseñó: “Entonces, ¿quiénes son ustedes? Primero y más importante, son hijos de Dios, hijos del convenio y discípulos de Jesucristo. Conforme asuman estas verdades, nuestro Padre Celestial los ayudará a alcanzar la meta final de vivir eternamente en Su santa presencia”.
No es coincidencia que, en lo que tal vez sea la Escritura más repetida, Dios nos recuerde nuestra relación con Él. De todos los nombres por los que se le podía identificar en la oración sacramental, Él ha pedido que se le llame “Dios, Padre Eterno”.
A medida que lleguemos a saber quiénes somos, creeremos más firmemente que nuestro amoroso Padre Celestial nos ha proporcionado un plan para que regresemos a vivir de nuevo con Él. El élder Patrick Kearon enseñó: “El hermoso plan de nuestro Padre, sí, Su ‘fabuloso’ plan, está diseñado para llevarlos a casa, no para dejarlos afuera […]. Dios los busca de manera incesante”. Piensen en eso por un momento: nuestro Padre todopoderoso y amoroso “los busca de manera incesante”.
Independientemente de dónde nos hallemos en nuestro camino del discipulado, nuestra vida cambiará de manera radical si comprendemos mejor quiénes somos realmente. Permítanme sugerir dos maneras en las que podemos profundizar esa comprensión.
Primero: la oración
Al comenzar Su ministerio terrenal, el Salvador fue guiado al desierto para “estar con Dios”. Tal vez deberíamos cambiar nuestra mentalidad, pasando simplemente de hacer nuestras oraciones a dedicar el tiempo suficiente para realmente estar en comunión con Dios y “estar con Dios” cada día.
He descubierto que la calidad de mis oraciones mejora cuando dedico unos minutos a prepararme para hablar con mi Padre. Las Escrituras nos muestran que este es un modelo que funciona. Ya sea que se trate de José Smith, de Nefi (el hijo de Helamán), o de Enós, todos tienen alguna forma de meditación y reflexión previa a su comunicación registrada con Dios. Enós dijo que su alma tuvo hambre cuando las palabras de su padre penetraron profundamente en su corazón. Cada uno de esos ejemplos nos enseña la necesidad de prepararnos espiritualmente para nuestro tiempo diario para “estar con Dios”.
El Salvador instruyó a los nefitas: “cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre”.
Ya sea en un aposento o en otro cuarto, el principio es encontrar un lugar donde puedan estar a solas para orar, permitir que su alma esté tranquila y sentir los susurros de la “voz apacible y delicada”. Podemos prepararnos meditando sobre aquello por lo que estamos agradecidos y las preguntas o inquietudes que nos gustaría plantear a nuestro Padre. Debemos esforzarnos por no orar mecánicamente, sino por hablar con nuestro Padre, en voz alta de ser posible.
Me doy cuenta de que, en el caos de nuestra vida, cuando batallamos con niños pequeños o corremos de una reunión a otra, tal vez no podamos darnos el lujo de tener aposentos tranquilos y una preparación minuciosa; pero esas oraciones silenciosas, rápidas y urgentes pueden ser mucho más significativas cuando hemos hecho el esfuerzo de “estar con Dios” al comenzar el día.
Es posible que haya algunas personas que no hayan orado en mucho tiempo u otras que no hayan sentido que sus oraciones son escuchadas. Les prometo que su Padre Celestial los conoce, los ama y quiere saber de ustedes, quiere comunicarse y que recuerden quiénes son.
El élder Jeffrey R. Holland enseñó recientemente: “Por mucho que oren, oren más. Por mucho que estén orando fuertemente, oren más fuerte”.
Además de aumentar la frecuencia y el fervor de nuestras oraciones, estudiar el Libro de Mormón a diario y adorar en el templo nos ayudará a preparar nuestra mente para recibir revelación. A medida que nos esforcemos por mejorar nuestra comunicación con nuestro Padre Celestial, Él nos bendecirá para que sintamos más profundamente que somos Sus hijos.
Segundo, llegar a saber que Jesús es el Cristo
La mayor manifestación del amor del Padre Celestial por nosotros, Sus hijos, es la realidad de que Él envió a Su Hijo, nuestro Salvador personal, para ayudarnos a volver a casa. Por lo tanto, debemos llegar a conocerlo.
Hace años, mientras servía como presidente de estaca, envié una recomendación para que un hermano sirviera como obrero de las ordenanzas del templo. Después de explicarle lo maravilloso que sería como obrero de las ordenanzas, sin darme cuenta presioné “No recomendar”, lo cual hizo que se enviara la recomendación. Después de tratar sin éxito de anular el mensaje, llamé al presidente del templo y le dije: “He cometido un terrible error”. Sin dudarlo, este buen presidente de templo dijo: “Presidente Eyre, no hay nada que haya hecho que no se pueda perdonar y, en última instancia, corregir”. ¡Qué gran verdad! En efecto, Jesucristo es “poderoso para salvar”.
En 2019 hubo un cambio importante en las preguntas de la recomendación para el templo. Anteriormente, una de las preguntas indagaba si se tenía un testimonio de la función de Jesucristo como nuestro Salvador y Redentor. Ahora se pregunta si uno tiene un testimonio de la función de Él como su Salvador y Redentor. La Expiación de Jesucristo no solo funciona para los demás; funciona para ustedes y para mí. Él es mi Salvador, es su Salvador, de manera individual. Solo por medio de Él podemos ustedes y yo regresar para estar con nuestro Padre.
Así que, hermanos y hermanas, busquémoslo. Estudiemos Su relación divina con el Padre y con cada uno de nosotros. Experimentemos la canción del amor que redime que cada uno recibe personalmente por medio de nuestro Redentor cuando nos arrepentimos. A medida que lleguemos a conocer a “aquel que es poderoso para salvar”, llegaremos a entender que nosotros, como hijos de Dios, somos Su gozo, Su enfoque más importante, y que ciertamente vale la pena salvar a cada uno.
Testifico que tenemos un Padre Celestial amoroso. Al llegar a conocer esta verdad eterna por medio de la oración ferviente, la revelación personal y al venir a Jesucristo, podemos ahora y siempre proclamar con valentía: “Soy un hijo de Dios”. En el nombre de Jesucristo. Amén.
Un enfoque doctrinal y enseñanzas
El élder Brik V. Eyre nos ofrece un mensaje profundamente personal y esperanzador sobre la identidad divina: quiénes somos realmente ante Dios. Su discurso no busca solo recordar una verdad doctrinal, sino despertar una transformación interior. Su voz pastoral y sincera nos invita a mirar más allá de las etiquetas, los fracasos o las circunstancias, y a redescubrir nuestra naturaleza eterna como hijos e hijas de un Padre Celestial amoroso.
La historia con la que inicia —la experiencia de su hija misionera que abraza a una mujer desesperada— resume todo el espíritu del discurso. En lugar de buscar un versículo perfecto para “solucionar” el problema, la joven comprendió que Cristo habría actuado con compasión primero. En ese gesto sencillo de consuelo, la misionera encarnó la verdad que enseñaba después: que aquella mujer, aunque dolida y al borde del desamparo, seguía siendo una hija de Dios. Saber quiénes somos cambia cómo servimos, cómo reaccionamos ante el dolor y cómo enfrentamos la vida.
El élder Eyre teje su mensaje con ejemplos de las Escrituras que refuerzan esta identidad divina. Nos recuerda la conversación entre Dios y Moisés, en la que el Señor repite: “Tú eres mi hijo”. Esa verdad se convierte en un escudo espiritual cuando el adversario intenta degradarnos con etiquetas de debilidad o fracaso: “hijo de hombre”. Moisés, fortalecido por la revelación, responde con poder: “Yo soy un hijo de Dios”. Así también nosotros podemos resistir las voces —internas o externas— que intentan definirnos por nuestros errores o limitaciones.
La enseñanza central es clara: nuestra vida cambia radicalmente cuando recordamos y creemos quiénes somos. Cuando la identidad celestial se convierte en nuestro eje, cambia nuestra relación con los demás, nuestra actitud ante los mandamientos y nuestra capacidad de sobreponernos a la adversidad. La hermana Susan H. Porter lo expresó: “Cuando saben cuánto se les ama como hijos de Dios, eso lo cambia todo”.
El élder Eyre traduce esa comprensión en dos prácticas espirituales concretas: la oración profunda y el conocimiento personal del Salvador. Orar no es solo recitar palabras, sino “estar con Dios”, apartar un momento sagrado en medio del ruido diario para escuchar Su voz y sentir Su amor. Y conocer a Cristo no es una idea abstracta, sino una experiencia real y constante. Él comparte con humildad un episodio propio —un error administrativo con una recomendación del templo— y el perdón inmediato que recibió como símbolo de la gracia divina. Esa anécdota sencilla encierra una lección eterna: en Cristo todo puede corregirse y todo corazón puede sanarse.
Enfoque doctrinal
El discurso del élder Eyre se articula en torno a tres pilares doctrinales profundos:
- La identidad divina es el fundamento del Evangelio.: Antes de aprender sobre los profetas, los convenios o el plan de salvación, el Evangelio enseña una verdad esencial: “Dios es nuestro amoroso Padre Celestial”. Todas las demás verdades se edifican sobre ese cimiento. Recordar quiénes somos redefine nuestra relación con Él y con nosotros mismos. Somos más que nuestras debilidades, más que nuestras caídas; somos hijos del convenio, con herencia eterna y potencial divino.
- El conocimiento de Cristo revela quiénes somos.: Conocer al Salvador es comprender nuestra identidad y destino. Moisés descubrió su valor al oír que era hijo de Dios, y el adversario intentó confundirlo precisamente en eso. Así ocurre con nosotros: Satanás busca redefinirnos según nuestras fallas. Pero Cristo, con Su Expiación, nos devuelve la visión divina de lo que podemos llegar a ser. Cuando proclamamos “Él es mi Salvador y Redentor”, reconocemos también: “yo soy Su hijo amado”.
- La comunión con Dios transforma la vida diaria.: La oración sincera y la adoración constante son los medios para mantener viva esa identidad. Orar para estar con Dios implica más que pedir; significa escuchar, agradecer y sentir Su compañía. En ese diálogo, el Espíritu confirma nuestro linaje celestial y nos recuerda que pertenecemos a un Padre que “nos busca de manera incesante”.
Doctrinalmente, el élder Eyre enseña que saber quiénes somos cambia lo que hacemos, porque la identidad precede a la conducta. Si creemos que somos hijos de Dios, actuaremos como tales: con fe, dignidad y esperanza.
El mensaje del élder Eyre es una invitación a mirar al cielo y recordar de dónde venimos y a quién pertenecemos. Cuando el mundo intenta definirnos por nuestras heridas, por nuestro pasado o por nuestras limitaciones, el Señor susurra la verdad que eclipsa toda etiqueta:
“Eres mi hijo, mi hija. Yo te amo. Ven a casa.”
Saber quiénes somos realmente no elimina los desafíos, pero cambia completamente nuestra forma de enfrentarlos. La oración nos acerca al Padre; el conocimiento personal de Cristo nos llena de redención y confianza; y esa combinación nos permite resistir, servir y amar con poder celestial.
Cada vez que pronunciamos las palabras “Soy un hijo de Dios”, declaramos nuestro origen, nuestro propósito y nuestro destino. Es una afirmación de fe, una promesa y una identidad eterna.
Y cuando esa verdad se asienta en el corazón, no solo cambia lo que creemos: cambia quiénes somos y en quiénes llegamos a convertirnos.
























