Ven, sígueme
Doctrina y Convenios 115–120
13 – 19 octubre: “Su sacrificio será más sagrado para mí que su ganancia”
Contexto histórico
1. Un nuevo centro de Sion: Far West, Misuri (D. y C. 115)
Corría la primavera de 1838. José Smith y los Santos se habían visto obligados a huir de Kirtland, Ohio, debido a la apostasía, los conflictos internos y las persecuciones externas. Muchos miembros leales habían emigrado hacia Misuri, y particularmente a Far West, en el condado de Caldwell, que se había convertido en un refugio para los Santos.
En ese momento de transición, el Señor reveló a José Smith una instrucción significativa: la Iglesia debía ser conocida oficialmente como “La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.
El Señor también mandó que se construyera un templo en Far West, un símbolo de renovación y esperanza, y que la ciudad se estableciera como centro de reunión de Sion. Esta revelación reafirmó la identidad divina de la Iglesia y su misión de edificar el Reino de Dios, aun en medio de la adversidad.
2. Preparativos espirituales y administrativos (D. y C. 116)
Durante el verano de ese mismo año, José Smith viajó con algunos líderes hacia el norte de Misuri, en una región conocida como Spring Hill, cerca del río Grand.
Allí el Señor reveló un detalle profético: Spring Hill sería llamado Adán-ondi-Ahmán, el lugar donde Adán morará nuevamente con sus hijos antes de la Segunda Venida.
Esta revelación (D. y C. 116) fue breve, pero de gran significado profético. Confirmaba que la obra de los últimos días estaba ligada a los comienzos mismos de la humanidad y que el plan de salvación seguía su curso hacia su cumplimiento final.
3. Instrucciones a los líderes de la Iglesia (D. y C. 117)
Mientras tanto, algunos líderes importantes —entre ellos William Marks, Newel K. Whitney y Oliver Granger— aún permanecían en Kirtland, donde la situación económica y espiritual era tensa.
El Señor los amonestó mediante una revelación en julio de 1838: debían dejar atrás Kirtland y acudir a Misuri sin demora.
En Doctrina y Convenios 117, el Señor les recordó que los tesoros del mundo no valían nada comparados con los tesoros del cielo. Les prometió bendiciones eternas si sacrificaban sus bienes por la causa del Evangelio. Esta revelación muestra la prueba de fe que acompañaba a los líderes en tiempos de crisis: dejar lo conocido para seguir adelante hacia Sion.
4. Amonestaciones y corrección (D. y C. 118–119)
En julio de 1838, el Señor continuó revelando Su voluntad.
En Doctrina y Convenios 118, mandó que el Quórum de los Doce Apóstoles partiera en una misión desde el templo de Far West hacia Gran Bretaña, y que lo hicieran en la fecha específica del 26 de abril de 1839.
Este mandamiento se cumpliría milagrosamente, aun después de la expulsión de los Santos de Misuri, demostrando su fidelidad. También se reorganizó el quórum con nuevos apóstoles, ya que algunos habían apostatado.
Poco después, en Doctrina y Convenios 119, el Señor reveló la ley del diezmo como una ley permanente para Su Iglesia. Esta ley venía a sustituir la de consagración, que había sido difícil de vivir plenamente. El diezmo, dijo el Señor, sería “una décima parte de todo el interés anual” de los miembros y serviría para la edificación de Sion, del templo y para el sostén de los necesitados.
Esta revelación estableció una base espiritual y económica para la Iglesia en su nueva etapa.
5. Administración de los recursos sagrados (D. y C. 120)
Por último, en Doctrina y Convenios 120, el Señor estableció un principio de mayordomía y rendición de cuentas sobre los diezmos.
Indicó que los fondos sagrados serían administrados por el Consejo de la Primera Presidencia, el Quórum de los Doce Apóstoles y el Obispado Presidente —una organización que hasta hoy guía el uso de los recursos de la Iglesia.
Esta instrucción final completó un conjunto de revelaciones que no solo trataron de temas económicos, sino también de unidad, sacrificio y obediencia, en una época en que los Santos estaban a punto de enfrentar las peores persecuciones de Misuri.
Doctrina y Convenios 115–120 forman un bloque revelador profundamente transicional y fundacional.
Mientras los Santos dejaban atrás Kirtland y enfrentaban los conflictos de Misuri, el Señor los preparaba para algo mayor: una Iglesia más organizada, más pura y más unida.
Estas secciones hablan de obediencia, desprendimiento, revelación continua y confianza en el Señor, aun cuando el futuro parecía incierto.
Doctrina y Convenios 115:3–6
El nombre de la Iglesia es importante para el Señor.
Era la primavera de 1838. Los Santos del Señor estaban comenzando de nuevo en Far West, Misuri. Atrás quedaban los días de Kirtland, con sus pruebas y divisiones; por delante se abría un nuevo capítulo de esperanza y restauración. En ese contexto, el Señor reveló algo profundamente significativo: el nombre por el cual Su Iglesia debía ser conocida.
El Señor declaró con claridad:
“Porque así será mi iglesia llamada en los últimos días, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.”
Estas palabras no fueron una simple formalidad administrativa. Representaban una declaración doctrinal sobre la identidad, propiedad y propósito divino de la Iglesia.
1. “La Iglesia de Jesucristo” — Su Iglesia, no la de los hombres
Al incluir el nombre de Jesucristo, el Señor estableció sin ambigüedad a quién pertenece la Iglesia. No es la iglesia de José Smith, ni la de los Santos, ni de ninguna organización humana. Es la Iglesia del Salvador, la misma que Él organizó en los días de Su ministerio mortal y que fue restaurada por Su autoridad en los últimos días.
El nombre lleva Su sello, Su autoridad y Su misión. Rechazar o alterar ese nombre sería, en cierto modo, borrar la evidencia de Su señorío y Su centralidad en el plan de salvación.
El Señor desea que cada vez que se pronuncie el nombre de Su Iglesia, se pronuncie también Su propio nombre, como testimonio ante el mundo de que Él es el centro, la cabeza y la fuente de toda verdad y redención.
2. “De los Santos” — Los que le pertenecen
El segundo elemento del nombre, “de los Santos”, también es significativo. No describe perfección, sino pertenencia. Los santos son aquellos que han hecho convenio con Cristo, que se esfuerzan por consagrar su vida al servicio del Evangelio.
El Señor quiso que Su pueblo fuera reconocido no por un credo humano, sino por su deseo de santificarse en Él. El nombre “Santos” recuerda que todos los miembros de la Iglesia están llamados a reflejar la luz de Cristo en sus obras, palabras y corazones.
3. “De los Últimos Días” — La obra final de redención
El tercer elemento, “de los Últimos Días”, define la misión profética y escatológica de la Iglesia. No es una organización cualquiera, sino la restauración del Reino de Dios en preparación para la Segunda Venida de Cristo.
Estas palabras vinculan a la Iglesia con la gran historia divina: desde Adán hasta la consumación final. Indican que vivimos en el tiempo del cumplimiento, cuando las dispensaciones convergen y el Evangelio vuelve a cubrir la tierra.
4. “Edificad mi casa” — El nombre y la obra están unidos
Inmediatamente después de revelar el nombre, el Señor ordenó:
“Edificad mi casa en este lugar.”
El templo y el nombre están unidos doctrinalmente. Ambos representan Su presencia entre los hombres. Llevar el nombre de Cristo es un privilegio y una responsabilidad; y construir Su casa es una forma tangible de honrar ese nombre.
Así como el templo se edifica piedra sobre piedra, también la vida de cada discípulo se edifica sobre el fundamento de Jesucristo. Ambos —nombre y templo— señalan al Señor como la piedra angular.
5. El significado eterno del nombre
El nombre de la Iglesia es más que una designación; es una declaración de fe, una doctrina y un convenio. Cada palabra testifica de una verdad eterna:
- Jesucristo: Él es el Redentor.
- Santos: somos Su pueblo convenido.
- Últimos Días: vivimos en el tiempo de la restauración.
El Señor cuida el nombre de Su Iglesia porque cuida Su obra y Su pueblo. Cuando los Santos lo usan con reverencia, declaran al mundo que siguen al Cristo vivo, que se esfuerzan por ser santos en un mundo impuro y que trabajan por edificar Sion en los últimos días.
El Señor no solo dio un nombre; dio una identidad divina y una misión eterna. Cada vez que decimos “soy miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, testificamos de tres cosas: quién es nuestro Salvador, a quién servimos y cuál es el tiempo en que vivimos.
Así, el nombre de la Iglesia no es un título más, sino una profesión viva de fe, de pertenencia y de destino.
¿Qué tiene que ver el nombre de la Iglesia con su obra y misión?
El nombre de la Iglesia y su relación con la obra y misión
Cuando el Señor reveló que Su Iglesia debía llamarse “La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, no solo estaba designando un nombre institucional, sino definiendo una misión divina.
Cada parte del nombre está cargada de significado doctrinal que revela qué hace la Iglesia, por qué existe y hacia dónde se dirige.
1. “La Iglesia de Jesucristo” — La obra de traer almas a Cristo
El nombre comienza con “La Iglesia de Jesucristo”.
Esa frase establece la naturaleza y la autoridad de la Iglesia: le pertenece a Él, no a los hombres. Por tanto, su obra es la Suya —“para llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).
El propósito de la Iglesia no es construir poder terrenal, ni desarrollar programas humanos, sino invitar a todos a venir a Cristo, a hacer convenios con Él, a recibir Su evangelio y a prepararse para Su regreso.
El nombre mismo declara la centralidad del Salvador: cada enseñanza, cada servicio, cada templo y cada acto de amor debe reflejar Su ejemplo y Su autoridad.
Cuando la Iglesia lleva Su nombre, lleva Su causa: la redención de las almas.
2. “De los Santos” — La obra de santificar a los creyentes
El término “Santos” define el tipo de personas que forman parte de esa obra. No se trata de seres perfectos, sino de discípulos en proceso de santificación.
La misión de la Iglesia no solo es bautizar, sino transformar: ayudar a los hijos de Dios a llegar a ser santos mediante la fe, el arrepentimiento, los convenios y la influencia del Espíritu Santo.
Por eso, todo en la Iglesia —el sacerdocio, las ordenanzas, las escrituras, los templos— está orientado a la santificación personal y colectiva.
Ser parte de “La Iglesia de Jesucristo de los Santos…” implica asumir el compromiso de representarlo dignamente y de llegar a ser como Él.
3. “De los Últimos Días” — La obra de preparar la Segunda Venida
La frase final, “de los Últimos Días”, revela el momento y el propósito profético de la Iglesia.
No es simplemente una restauración del pasado; es la obra final del Señor antes de Su venida gloriosa.
En los últimos días, la Iglesia tiene la misión de:
- Proclamar el Evangelio a todas las naciones.
- Reunir a Israel espiritual y literal.
- Edificar templos donde los convenios unan a los hijos de Dios en ambos lados del velo.
- Preparar al mundo para recibir al Rey de reyes.
Por tanto, el nombre no solo identifica a un pueblo; describe una misión profética y escatológica. Es una proclamación al mundo de que la dispensación final ha comenzado.
4. Un nombre, una misión inseparable
El nombre de la Iglesia y su misión están íntimamente entrelazados:
- Lleva el nombre de Cristo, porque predica Su Evangelio.
- Se compone de Santos, porque santifica a las personas.
- Es de los Últimos Días, porque prepara la venida del Señor.
Así, cada palabra del nombre se convierte en una declaración de propósito. Cuando lo pronunciamos, testificamos de quién dirige la Iglesia, quiénes la conforman y qué destino tiene.
El nombre de la Iglesia no es una etiqueta, sino una misión viva.
Llevar el nombre de Jesucristo implica representarlo con fidelidad; ser “Santos” implica vivir en pureza y servicio; y vivir “en los Últimos Días” implica trabajar con urgencia y esperanza por el cumplimiento de Su plan.
En conjunto, el nombre de la Iglesia es un resumen doctrinal del plan de salvación y del propósito eterno de Dios con Su pueblo.
Cuando lo decimos, estamos declarando al mundo:
“Esta es Su obra, somos Su pueblo, y este es Su tiempo.”
Doctrina y Convenios 115:5–6
Sion y sus estacas ofrecen “refugio contra la tempestad”.
Era el año 1838, y los Santos del Señor estaban asentándose en Far West, Misuri, tras haber huido de las dificultades y persecuciones en Kirtland. Llevaban consigo pocas posesiones, pero mucha fe. En medio de ese nuevo comienzo, el Señor les habló con palabras llenas de propósito y consuelo:
“Levantaos y brillad, para que vuestra luz sea estandarte a las naciones;
y para que la reunión de mi pueblo sea en Sion, y en sus estacas, por refugio, y por abrigo contra la tempestad, y por castigo, cuando el azote sea derramado sobre toda la tierra.”
Estas palabras fueron más que una instrucción temporal. Eran una visión profética y doctrinal de lo que la Iglesia debía llegar a ser en los últimos días: un refugio espiritual en un mundo cada vez más turbulento.
1. “Levantaos y brillad” — La luz de Sion en un mundo oscuro
El mandato comienza con una invitación poderosa: “Levantaos y brillad.”
No era suficiente que los Santos sobrevivieran; el Señor quería que se levantaran y resplandecieran con Su luz.
Esa luz —la del Evangelio restaurado— debía servir como estandarte a las naciones, es decir, una señal visible de esperanza, verdad y dirección para todos los que buscan a Dios.
En tiempos de persecución y desánimo, el Señor recordaba a Su pueblo que Sion debía ser un faro, no una fortaleza cerrada. Su luz debía atraer, no aislar.
Así como un faro guía a los barcos en medio de la tormenta, la Iglesia debía guiar a las almas perdidas hacia la seguridad de Cristo.
2. “La reunión de mi pueblo” — Sion y sus estacas como hogar espiritual
El Señor describió a Sion como el centro de reunión de Su pueblo, un concepto que va mucho más allá de la geografía.
En la antigüedad, Sion se asociaba con un lugar físico —el monte del templo en Jerusalén—, pero en la Restauración, el Señor amplió esa visión: Sion sería un pueblo y una condición del corazón.
Sus “estacas” representan las congregaciones y comunidades de la Iglesia que se extienden por el mundo. Así como las estacas sostienen una gran tienda, cada barrio y cada rama fortalecen la gran tienda espiritual del Señor.
Cada miembro, cada familia fiel, es parte de esa estructura que da estabilidad y protección.
Dondequiera que haya un grupo de Santos que vivan sus convenios y se amen unos a otros, allí hay una estaca de Sion, y allí puede encontrarse refugio.
3. “Por refugio y abrigo contra la tempestad” — Cristo, el centro del resguardo
El Señor prometió que Sion y sus estacas serían “por refugio y por abrigo contra la tempestad.”
La “tempestad” representa las fuerzas destructoras del mundo: la incredulidad, el pecado, el desánimo, la confusión moral, el odio, y todo lo que atenta contra la fe.
En medio de ese torbellino, el Señor ofrece un refugio espiritual: Su Iglesia, Su Evangelio y Su poder.
Pero este refugio no es un muro de piedra, sino un pueblo de convenio.
Quien entra en Sion y permanece fiel a sus convenios está espiritualmente protegido, no porque las pruebas desaparezcan, sino porque el Señor fortalece, consuela y guía a los que habitan en Su luz.
En un mundo que se desmorona en tinieblas, Sion es el puerto donde el alma encuentra calma.
4. “Cuando el azote sea derramado” — La protección de los fieles en los últimos días
El versículo concluye con una advertencia: habrá un “azote”, una serie de tribulaciones que sacudirán la tierra antes de la venida de Cristo.
Pero en medio de esas calamidades, Sion permanecerá firme.
No porque esté libre de sufrimiento, sino porque su fundamento es Cristo, la Roca de la eternidad.
El Señor no prometió librar a Su pueblo de toda dificultad, sino preservarlo espiritualmente en medio de ellas.
Sion es el lugar donde los fieles aprenden a soportar con fe, donde se ministran unos a otros, donde el amor reemplaza el temor, y donde la fe vence al caos.
5. La misión de Sion hoy
Hoy, cuando el mundo enfrenta su propia “tempestad” —guerras, confusión moral, desintegración familiar y pérdida de fe—, las palabras del Señor siguen siendo actuales:
“Levantaos y brillad.”
Cada estaca, cada barrio, cada hogar del convenio puede ser un pequeño refugio de Sion.
Cuando ministramos, servimos, amamos y guardamos nuestros convenios, construimos ese abrigo espiritual que el Señor prometió.
Sion no es solo un lugar al que huir; es una misión que cumplir: la de ser luz, unidad y esperanza en un mundo que necesita urgentemente el Evangelio de Cristo.
El Señor estableció Su Iglesia para que fuera un refugio divino en medio de la tormenta humana.
Sion no se define por muros, sino por corazones que brillan con fe y pureza.
Quien edifica Sion en su vida —en su hogar, en su comunidad, en su corazón—, no solo se protege a sí mismo, sino que invita a otros a encontrar descanso en Cristo.
Así, la promesa se cumple:
“Y vendrán a Sion y hallarán refugio; y allí estará el Señor, como un abrigo contra la tempestad.”
¿qué puedes hacer para “levanta[rte] y brilla[r]” o para ser “un estandarte a las naciones”?
Cuando el Señor dijo “Levantaos y brillad”, estaba invitando a Su pueblo a dejar la pasividad y manifestar Su luz al mundo. No se trataba de un simple acto de entusiasmo o visibilidad pública; era un llamado espiritual a reflejar la gloria del Salvador en una época de oscuridad moral y confusión.
El verbo “levantarse” implica acción y decisión: dejar atrás la comodidad, la apatía o el temor, y ponerse en pie por Cristo.
Y “brillar” no significa llamar la atención sobre uno mismo, sino reflejar Su luz —la luz del Evangelio, de la fe, de la esperanza y del amor cristiano.
Ser “estandarte a las naciones” quiere decir ser ejemplo, modelo y guía espiritual, mostrando por medio de la vida, las palabras y las obras que Cristo vive y Su Evangelio transforma.
¿Qué puedes hacer para levantarte y brillar?
1. Fortalecer tu luz interior
Tu luz nace de tu relación con Jesucristo.
- Ora cada día con intención y escucha al Espíritu.
- Estudia las Escrituras no solo para aprender, sino para oír la voz del Señor.
- Guarda tus convenios y participa dignamente de la Santa Cena: ahí se renueva la luz del alma.
Cuando Cristo mora en ti, Su luz te llena y se refleja naturalmente hacia los demás.
2. Vivir con pureza y coherencia
Brillar no es predicar grandes sermones, sino vivir de manera que otros vean en ti la paz, la bondad y la integridad del Evangelio.
- Sé honesto en tu trabajo, fiel en tus relaciones, amable con quienes te rodean.
- Evita aquello que apague la luz: la crítica, la contienda, la desobediencia o el desánimo.
- Recuerda que la luz más fuerte es la del ejemplo silencioso y constante.
Una vida recta es una lámpara encendida que ilumina sin palabras.
3. Servir a los demás con amor
Cada acto de servicio sincero es una chispa de luz.
- Brillas cuando consuelas a alguien que sufre, cuando escuchas sin juzgar, cuando das sin esperar.
- Brillas cuando haces sentir a alguien que Dios lo ama y que no está solo.
- Brillas cuando ves en cada persona un hijo o hija de Dios.
El servicio es la manera más pura de reflejar la luz de Cristo, porque Él mismo “no vino para ser servido, sino para servir.”
4. Compartir el Evangelio con gozo
Ser “estandarte a las naciones” implica levantar en alto el mensaje de salvación.
- Habla de tu fe con naturalidad y gratitud, no con imposición.
- Testifica con tus acciones de que seguir a Cristo trae verdadera felicidad.
- Usa tus talentos —en la música, el arte, la enseñanza, la tecnología o la amistad— para invitar a otros a acercarse a Él.
Cuando compartes el Evangelio, tu luz se multiplica; y al brillar, ayudas a otros a encontrar su propio camino hacia Cristo.
5. Edificar Sion donde estés
Cada hogar, barrio o estaca puede ser un faro.
- Participa activamente en tu estaca o barrio: ministra, enseña, ora por los líderes y los miembros.
- Ayuda a que tu comunidad de fe sea un lugar de refugio, unidad y gozo.
- Haz de tu hogar un pedacito de Sion: un lugar donde se sienta la paz del Señor.
Sion brilla porque sus miembros lo hacen.
“Levantarse y brillar” no es un acto de vanidad, sino de discipulado valiente.
Significa reflejar la luz del Salvador en tus pensamientos, palabras y obras.
Significa ser faro en un mundo de sombras; ser consuelo en tiempos de dolor; ser testigo en medio del silencio.
Y al hacerlo, cumples la visión del Señor:
“Que vuestra luz sea estandarte a las naciones.”
Esa luz, encendida por tu fe, invita a otros a hallar el mismo refugio y esperanza que tú has hallado en Cristo.
¿Qué tempestades espirituales ves a tu alrededor? ¿Cómo encuentras “refugio” por medio del recogimiento?
Las tempestades espirituales que nos rodean
Vivimos en una época en que las tempestades no siempre se ven con los ojos, pero sacuden el alma.
Son silenciosas, persistentes y muchas veces invisibles, pero su fuerza puede desviar incluso a los firmes si no están anclados en Cristo.
1. La tempestad de la confusión moral
El mundo actual está lleno de voces que llaman “bueno a lo malo y malo a lo bueno”.
Las redes, los medios y las filosofías humanas mezclan la verdad con la mentira. Muchos ya no saben en qué creer ni en quién confiar.
Esa confusión puede nublar la fe, diluir los principios y hacer que lo sagrado parezca irrelevante.
Es una tempestad de ideas, ideologías y relativismos que golpea el corazón y la mente.
2. La tempestad del desánimo y la soledad
Otra tormenta frecuente es la del cansancio emocional y espiritual.
Vivimos en un mundo acelerado, donde las exigencias, comparaciones y presiones sociales pueden llevar al desaliento.
A veces las personas se sienten solas incluso rodeadas de muchos; y la fe parece distante o débil.
Es una tempestad silenciosa, pero devastadora: el viento del desánimo puede apagar la llama de la esperanza si no se protege con oración y comunidad.
3. La tempestad de la incredulidad y el ruido
También nos rodea la tormenta del ruido constante: opiniones, distracciones, entretenimiento vacío.
Cuesta escuchar la voz del Espíritu en medio de tanto sonido.
El mundo moderno tiene cada vez menos espacio para la quietud y la reflexión; y cuando el alma no tiene silencio, se pierde el sentido de lo divino.
El refugio del recogimiento en Sion
El Señor prometió que Sion y sus estacas serían refugio contra la tempestad (D. y C. 115:6).
Ese refugio no siempre es físico: es espiritual, comunitario y personal.
Es el recogimiento del corazón hacia Cristo, el centro de toda paz.
1. Recogerte hacia Cristo
El recogimiento comienza cuando eliges volver tu corazón a Él cada día.
- Al orar con sinceridad, hallas refugio en Su presencia.
- Al leer las Escrituras, encuentras calma y dirección en medio del caos.
- Al participar del sacramento, sientes que Su gracia te cubre como un abrigo en la tormenta.
Tu relación con Cristo es el primer y más seguro refugio. En Él no hay viento que apague la fe, ni oscuridad que prevalezca.
2. Recogerte en la comunidad de Sion
El Señor también ha establecido un refugio colectivo: la Iglesia y sus estacas.
En una época de aislamiento y división, Sion ofrece hermandad, propósito y pertenencia.
Allí encontramos líderes inspirados, familias de fe, ministración, amor y consuelo.
Cada reunión, cada servicio, cada sonrisa en la capilla es una forma de sentir que no estamos solos.
Reunirte en Sion es más que asistir; es construir comunidad, participar del cuerpo de Cristo y ayudar a otros a encontrar refugio también.
3. Recogerte en tu hogar
El hogar puede y debe ser una pequeña Sion, un refugio espiritual contra el ruido del mundo.
Cuando en casa se ora, se sirven unos a otros y se recuerda al Salvador, el Espíritu llena ese espacio de luz.
En un mundo donde muchas casas se convierten en campos de batalla, el hogar del convenio se vuelve un puerto de paz, una fortaleza donde el alma descansa.
4. Recogerte del mundo sin huir de él
El recogimiento no significa escapar ni aislarse, sino centrarse en lo que realmente importa.
Significa vivir en el mundo sin ser del mundo: participar, servir, amar, pero mantener el corazón anclado en Cristo.
El recogimiento es un acto de equilibrio espiritual: estás presente en la vida, pero tu fe no depende del clima de afuera.
Las tempestades espirituales son reales y constantes, pero el Señor ha preparado refugios divinos para Sus hijos:
Su Evangelio, Su Iglesia, Su templo, y el recogimiento del alma hacia Él.
Cada vez que eliges orar en lugar de preocuparte, servir en lugar de quejarte, o permanecer fiel en lugar de ceder a la confusión, estás buscando refugio en Sion.
Y mientras lo haces, tu vida misma se convierte en un abrigo para otros que aún buscan un puerto seguro.
“En Cristo, la tempestad no desaparece, pero el alma aprende a no naufragar.”
Véase también: Un analisis de Doctrina y convenios 115
| Versículos / Tema | Principio doctrinal | Explicación | Aplicación en la vida personal | Enseñanza central |
| 115:3–4 “Porque así será mi iglesia llamada… La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.” | El nombre de la Iglesia es importante para el Señor. | El Señor reveló el nombre completo de Su Iglesia en 1838, no como un detalle administrativo, sino como una declaración doctrinal de identidad, autoridad y misión divina. Cada palabra del nombre tiene un propósito eterno: “Jesucristo” (Su Iglesia), “Santos” (Su pueblo convenido) y “Últimos Días” (Su misión profética). | – Usar el nombre correcto de la Iglesia en todo momento. – Recordar que al decir ese nombre, testifico de Cristo y de mi pertenencia a Su pueblo. – Vivir de forma que honre ese nombre y lo haga visible en mis actos. | El nombre de la Iglesia declara quién la dirige (Cristo), quién la compone (los Santos) y cuál es su propósito (preparar al mundo para Su venida). |
| 115:4 “Edificad mi casa en este lugar.” | El nombre y la obra del Señor están unidos. | Después de revelar el nombre, el Señor ordenó construir Su templo. El templo y el nombre están doctrinalmente vinculados: ambos simbolizan Su presencia y autoridad. Llevar el nombre de Cristo implica participar en Su obra: edificar Su casa y fortalecer Sion. | – Contribuir a la edificación espiritual de la Iglesia y del templo. – Edificar mi vida sobre el fundamento de Jesucristo. – Ver el templo como una expresión tangible de mi pertenencia al Señor. | El Señor espera que Su pueblo que lleva Su nombre también edifique Su obra. |
| 115:5 “Levantaos y brillad, para que vuestra luz sea estandarte a las naciones.” | Los Santos son llamados a reflejar la luz de Cristo. | “Levantarse” implica acción y decisión; “brillar” significa reflejar la luz del Evangelio. El Señor invita a Su Iglesia a ser un estandarte visible para el mundo: ejemplo de esperanza, verdad y servicio. | – Orar, estudiar y vivir de manera que mi fe ilumine a otros. – Ser un ejemplo de bondad, coherencia y amor cristiano. – Compartir el Evangelio con gozo y naturalidad. | Ser miembro de la Iglesia de Jesucristo es ser luz en un mundo oscuro, invitando a otros a hallar refugio en Él. |
| 115:6 “La reunión de mi pueblo sea en Sion, y en sus estacas, por refugio y abrigo contra la tempestad.” | Sion y sus estacas ofrecen refugio espiritual contra las tempestades del mundo. | Sion representa el pueblo del convenio; las estacas son los lugares donde los fieles se reúnen para fortalecerse. En un mundo lleno de confusión, incredulidad y desánimo, Sion es un refugio de paz, fe y unidad en Cristo. | – Reunirme con los santos y participar activamente en mi estaca o barrio. – Fortalecer mi hogar como una “pequeña Sion.” – Buscar refugio en Cristo mediante la oración, las ordenanzas y el servicio. | Sion es el abrigo del alma en la tempestad. El Señor protege espiritualmente a quienes se refugian en Su Evangelio y permanecen fieles. |
| Tema reflexivo final | “Refugio, identidad y misión.” | El nombre de la Iglesia y el llamado a edificar Sion están entrelazados: llevar Su nombre es participar en Su misión y hallar refugio en Su gracia. | – Vivir como discípulo activo de Cristo. – Brillar con Su luz y ayudar a otros a encontrar refugio en Su Evangelio. | El nombre define quiénes somos; Sion define cómo vivimos; Cristo define hacia dónde vamos. |
Un diálogo entre dos miembros de la Iglesia
David: María, hoy en la clase de Doctrina y Convenios leímos la sección 115. Me llamó mucho la atención cómo el Señor dio el nombre completo de Su Iglesia. Nunca lo había pensado tan profundamente.
María: Sí, es un pasaje precioso. El Señor fue muy claro: “Así será mi iglesia llamada en los últimos días.” No era solo una sugerencia o un cambio de nombre, sino una revelación sobre quién es el centro de Su Iglesia.
David: Exacto. Me hizo pensar que cada vez que decimos el nombre completo, estamos testificando de Cristo. No somos una organización humana; somos Su Iglesia, la que lleva Su autoridad.
María: Así es. Y fíjate que también dijo “edificad mi casa.” Eso me enseña que llevar Su nombre y edificar Su obra van de la mano. No basta con decir que pertenecemos a Su Iglesia; tenemos que actuar en Su nombre, servir, ministrar y ayudar a edificar Sion.
David: Estoy preparando una lección sobre el versículo 5: “Levantaos y brillad.” Me pregunto, ¿qué significa eso para nosotros hoy?
María: Pienso que el Señor nos pide ser Su luz en medio de la confusión del mundo. No podemos escondernos ni ser pasivos. “Brillar” no es presumir, es reflejar Su amor y Su verdad en nuestra vida cotidiana.
David: Sí… a veces siento que el mundo está lleno de sombras: divisiones, dudas, desánimo. Pero cuando uno vive el Evangelio de verdad, las personas notan algo distinto. Tal vez ese sea nuestro modo de “brillar”.
María: Exactamente. Y cada acto de bondad, cada testimonio, cada sonrisa sincera es una chispa de luz. Ser un estandarte a las naciones empieza siendo un estandarte en tu hogar, tu trabajo, tu barrio.
David: En la conferencia de estaca hablaron de que Sion es un “refugio contra la tempestad”. A veces me pregunto si eso se cumple hoy.
María: Sí, se cumple. Las tempestades espirituales están por todas partes: confusión moral, incredulidad, desánimo. Pero cuando nos “reunimos en Sion” —en nuestras estacas, en los templos, en nuestros hogares del convenio— encontramos paz, dirección y fortaleza.
David: Es cierto. Cada vez que voy al templo siento como si el mundo se quedara afuera, y mi corazón se calma. Es mi refugio.
María: Y no solo para nosotros. Sion no es un lugar al que huimos, sino un lugar desde donde extendemos la protección del Señor a los demás. Cuando ministramos, cuando servimos, cuando amamos, ayudamos a otros a encontrar ese mismo refugio.
David: Entonces, podríamos decir que llevar el nombre de Jesucristo y construir Sion es parte de una misma misión: ser luz y refugio al mismo tiempo.
María: Exactamente, David. Cuando llevamos Su nombre con dignidad, edificamos Sion. Y cuando edificamos Sion, ofrecemos refugio. Todo apunta a Cristo: Él es la luz y Él es el refugio.
David: Gracias, María. Creo que esa será la idea central de mi clase: “Si llevas Su nombre, sé también Su luz.”
María (sonriendo): Perfecto. Y cuando lo hagas, otros verán en ti ese mismo faro que guía hacia Cristo. Eso es ser Sion: un pueblo que brilla en medio de la tempestad.
Llevar el nombre de Jesucristo es vivir de tal manera que los demás encuentren en nosotros Su luz.
Edificar Sion es construir espacios —en el corazón, en el hogar y en la Iglesia— donde las almas encuentren refugio.
Juntas, esas dos verdades forman la esencia del Evangelio restaurado: Cristo es nuestra identidad y nuestro abrigo.
Doctrina y Convenios 117
Mis sacrificios son sagrados para el Señor.
Era julio de 1838, y el Señor seguía guiando a Su pueblo en un tiempo de transición y prueba.
Los Santos estaban estableciendo un nuevo centro de Sion en Far West, Misuri, mientras muchos de los líderes fieles todavía permanecían en Kirtland, Ohio, donde la oposición, las deudas y la apostasía habían dejado un ambiente espiritual y temporalmente inestable.
Entre ellos estaban Newel K. Whitney, William Marks y Oliver Granger, hombres buenos y fieles que habían servido con diligencia en Kirtland, pero que aún vacilaban en dejar atrás sus posesiones, negocios y responsabilidades. Fue entonces cuando el Señor, con ternura pero también con firmeza, les habló por medio de una revelación:
“Dejad las cosas de este mundo y apresuraos a venir a la tierra de Sion.” (D. y C. 117:4)
1. El Señor pide sacrificio, no por necesidad, sino por santificación
El Señor conocía los corazones de Sus siervos. Sabía que no se trataba de egoísmo, sino de apego natural a lo que habían construido con esfuerzo. Sin embargo, también sabía que era el momento de elevar su mirada hacia cosas más grandes.
A través de esta revelación, les enseñó que los sacrificios temporales no se pierden ante Él, sino que se transforman en bendiciones eternas.
“No valoréis más la sombra que la substancia.” (v. 7)
Con esta frase, el Señor les recordó que lo terrenal —riquezas, propiedades, comodidad— es solo una sombra pasajera, mientras que las recompensas eternas son la sustancia real y duradera.
En otras palabras, el Señor no necesita nuestras cosas, sino nuestro corazón. Lo que sacrificamos por Él se vuelve sagrado, porque revela nuestra disposición a confiar en Su voluntad.
2. El sacrificio es una prueba de fe y una expresión de amor
Dejar Kirtland no era solo un cambio de residencia; era un acto de consagración.
El Señor invitó a estos hombres a renunciar a sus intereses temporales para avanzar Su obra. Podrían haber pensado que perdían mucho, pero en realidad estaban ganando la oportunidad de demostrar su fe y su lealtad.
Cada sacrificio, grande o pequeño, es una forma de adoración. Cuando el Señor pide algo que amamos —tiempo, seguridad, posesiones, comodidad—, no busca quitárnoslo, sino enseñarnos que en Él está la verdadera riqueza.
Así, el sacrificio deja de ser pérdida y se convierte en ofrenda sagrada. Lo que damos por amor al Señor es santificado por Su poder, y con el tiempo, se convierte en parte de nuestro testimonio personal de Su fidelidad.
3. El Señor conoce cada ofrenda individual
El Señor también habló de Oliver Granger, quien había sido enviado a liquidar las deudas de la Iglesia en Kirtland. Su tarea era difícil, y probablemente sentiría que su esfuerzo pasaba desapercibido.
Pero el Señor declaró algo profundamente consolador:
“Su nombre será tenido en memoria sagrada de generación en generación para siempre jamás.” (v. 12)
Esa frase es una joya doctrinal: nos enseña que el Señor recuerda cada sacrificio hecho con un corazón puro.
Aunque el mundo no lo note, el cielo nunca olvida.
El servicio silencioso, las renuncias privadas, el esfuerzo constante por edificar Su obra —todo queda grabado en el registro eterno de Su Reino.
4. Los sacrificios consagran al alma y fortalecen Sion
El sacrificio no solo purifica al que lo ofrece, sino que fortalece la comunidad de Sion.
Cuando los Santos en Kirtland obedecieron el llamado de venir a Misuri, ayudaron a edificar un nuevo centro de reunión. Cada sacrificio individual se convirtió en una piedra más en el fundamento espiritual de la Iglesia.
Así también hoy, cada vez que un miembro deja algo atrás por servir al Señor —una oportunidad, un deseo personal, una comodidad—, contribuye a la edificación de Sion.
El Señor convierte esos sacrificios en bendiciones colectivas, haciendo que Su pueblo crezca en unidad, fe y poder espiritual.
5. El principio eterno: lo que se ofrece al Señor nunca se pierde
Doctrina y Convenios 117 enseña que ningún sacrificio justo se desperdicia.
El Señor no olvida lo que hacemos por amor a Él, incluso si el mundo no lo ve.
Nuestros sacrificios —ya sean materiales, emocionales o espirituales— son ofrendas sagradas que Él recibe con gratitud divina.
En el momento del sacrificio, puede parecer que perdemos; pero con el tiempo, descubrimos que el Señor nos devuelve multiplicado lo que entregamos.
No siempre en riquezas, sino en paz, fortaleza, testimonio y gozo eterno.
El Señor no mide nuestro valor por lo que poseemos, sino por lo que estamos dispuestos a consagrar.
Así como Newel K. Whitney, William Marks y Oliver Granger fueron invitados a dejar atrás lo temporal por algo más grande, el Señor nos invita hoy a confiar en Él cuando nos pide sacrificios.
A Sus ojos, cada ofrenda justa es sagrada:
- La madre que ora de madrugada por sus hijos.
- El joven que elige servir una misión.
- El miembro que paga su diezmo con fe.
- El discípulo que perdona, aunque duela.
Todo sacrificio ofrecido con un corazón puro es santo para el Señor.
Porque el sacrificio —cuando se ofrece por amor— es la evidencia más grande de la fe.
Véase también: Un analisis de Doctrina y convenios 117
Doctrina y Convenios 119–120
Mi diezmo ayuda a edificar el Reino de Dios.
Era julio de 1838.
Los Santos estaban en Far West, Misuri, intentando establecer Sion en medio de desafíos, pobreza y persecución. Habían dejado atrás sus hogares, sus negocios y sus tierras. Todo parecía incierto, y sin embargo, el Señor seguía pidiéndoles fe y obediencia. En ese contexto de sacrificio, Él reveló una ley sagrada que sería un pilar permanente de Su Iglesia: la ley del diezmo.
1. Una ley revelada en tiempos de escasez
Cuando el Señor dio la revelación de Doctrina y Convenios 119, los Santos no nadaban en abundancia; estaban sobreviviendo. Muchos tenían poco más que su fe.
Y sin embargo, el Señor los llamó a contribuir con una décima parte de sus bienes y de su aumento anual.
A los ojos del mundo, era una petición imposible.
Pero a los ojos del Señor, era una oportunidad de santificación.
El diezmo no era una carga, sino un pacto de confianza, una manera de participar en la edificación del Reino y demostrar que Su obra valía más que cualquier posesión terrenal.
“Esta será mi ley para la edificación de Sion.” (D. y C. 119:4)
El Señor no necesitaba su dinero; lo que deseaba era su fe, su corazón y su disposición a poner las cosas del Reino primero.
2. El diezmo: una ofrenda de fe y gratitud
El diezmo siempre ha sido una manifestación de reconocimiento hacia Dios.
Cuando el Señor pide una décima parte, está invitándonos a recordar que todo lo que tenemos proviene de Él.
Pagar el diezmo no es un intercambio económico; es un acto de adoración.
Es decirle al Señor: “Confío en Ti más que en mis cuentas. Reconozco que Tú eres la fuente de todas mis bendiciones.”
Así, el diezmo no empobrece, sino que enriquece el alma.
Purifica el corazón, fortalece la fe y nos libera del apego a lo temporal.
Y al hacerlo, nos permite participar activamente en la obra de edificación espiritual y temporal de Sion.
3. “Para la edificación de mi casa” — El diezmo construye el Reino
El Señor fue claro en cuanto al propósito del diezmo:
“Será usado para edificar mi casa y el reino de Dios en la tierra.” (D. y C. 119:2)
Cada aporte de los Santos, aunque parezca pequeño, contribuye a levantar templos, sostener la obra misional, ayudar a los necesitados y fortalecer las estacas de Sion.
Los templos que hoy se alzan por todo el mundo son testimonio visible de esta ley divina.
Detrás de cada piedra y cada torre hay la fe silenciosa de millones de corazones consagrados.
Así, el diezmo no solo construye edificios; construye almas.
Cada vez que damos con fe, participamos en la expansión del Reino, y el Señor nos permite ser cooperadores en Su obra eterna.
4. El principio de administración sagrada (D. y C. 120)
Poco después de instituir la ley del diezmo, el Señor estableció cómo debía administrarse:
“Será decidido por el Consejo de la Primera Presidencia, el Quórum de los Doce Apóstoles y el Obispado Presidente.” (D. y C. 120)
Esta instrucción enseñó un principio celestial de mayordomía y rendición de cuentas.
El diezmo no es dinero cualquiera; es sagrado, porque pertenece al Señor.
Su uso debe ser guiado por el Espíritu y decidido por Sus siervos bajo revelación.
Así, el Señor asegura que los recursos de Su Reino sean usados para Su gloria, no para intereses humanos.
El diezmo se convierte en una expresión tangible de orden, obediencia y confianza en la dirección profética.
5. El diezmo transforma al dador
Más allá de su aspecto económico, el diezmo tiene un poder espiritual personal.
Quien lo paga con fe experimenta una transformación interna: aprende a confiar más en el Señor, a vivir con gratitud y a desprenderse del egoísmo.
El Señor promete que abrirá las ventanas de los cielos (Malaquías 3:10).
A veces esas ventanas no se abren con dinero, sino con paz, fortaleza, dirección y milagros silenciosos.
Cada acto de obediencia refina el carácter y convierte al discípulo en un verdadero constructor del Reino.
“El diezmo no edifica solo templos de piedra, sino templos de fe en el corazón de los Santos.”
6. El diezmo y la ley de consagración
Doctrina y Convenios 119 puede verse como la ley de consagración adaptada a la capacidad de los Santos.
Cuando el Señor pidió el diezmo, no estaba reduciendo Su ley, sino preparando a Su pueblo para vivirla plenamente en el futuro.
El diezmo es una escuela de generosidad, una invitación a vivir de modo que el Señor siempre esté primero.
Así, quien paga su diezmo con alegría se acerca cada vez más al ideal celestial de consagrar toda su vida al servicio del Salvador.
Doctrina y Convenios 119–120 enseña que el diezmo no es una obligación, sino una oportunidad.
Cada ofrenda justa edifica templos, fortalece familias, sostiene misiones, levanta almas y agranda el Reino de Dios en la tierra.
Pero, más aún, edifica al propio dador.
El Señor transforma la fe en abundancia espiritual.
Y mientras Su Iglesia se expande, los Santos crecen en confianza, pureza y poder celestial.
“Mi diezmo no solo construye Sion afuera, sino también Sion dentro de mí.”
Comentario personal y final de Doctrina y Convenios 115–120
Al estudiar las revelaciones contenidas en Doctrina y Convenios 115–120, siento que el Señor no solo estaba organizando a Su Iglesia en 1838, sino también enseñando a cada discípulo cómo edificar Sion dentro de su propio corazón.
Cada una de estas secciones, aunque revelada en tiempos de persecución y transición, contiene un mismo mensaje de fondo: el Señor dirige Su obra con orden, propósito y amor, incluso en medio de la adversidad.
1. El Señor da identidad a Su Iglesia (D. y C. 115)
En un momento de confusión y dispersión, el Señor declaró con claridad:
“Así será mi iglesia llamada en los últimos días.”
Esa frase me conmueve porque revela que el Señor cuida los detalles de Su Reino.
El nombre de Su Iglesia no es una etiqueta, sino una declaración de fe: pertenece a Jesucristo, está compuesta por santos que le siguen, y vive en los últimos días preparando Su venida.
Cada vez que pronuncio ese nombre, testifico de quién soy, a quién sirvo y cuál es mi propósito.
Y entiendo que llevar el nombre de Cristo no se limita a decirlo, sino a honrarlo con mis actos, mis palabras y mis pensamientos.
2. El Señor extiende Su Reino con orden y esperanza (D. y C. 116–118)
En estas secciones, el Señor reveló verdades eternas: Adán-ondi-Ahmán, la reorganización del Quórum de los Doce y la preparación de misiones que llevarían el Evangelio al mundo.
A pesar de las pruebas, el Señor mostraba que Su Reino no se detiene.
Al leer esas palabras, recuerdo que Dios siempre tiene un plan mayor que nuestras circunstancias.
Cuando me siento rodeado de incertidumbre, puedo confiar en que Él sigue guiando Su obra —y también mi vida— con sabiduría divina.
Sion se edifica con paciencia y obediencia, paso a paso, aunque a veces no comprendamos el “por qué” de las cosas.
El Señor no necesita circunstancias perfectas para cumplir Su voluntad; solo necesita corazones dispuestos.
3. El Señor honra los sacrificios de Sus hijos (D. y C. 117)
En esta revelación, el Señor pidió a algunos de Sus siervos que dejaran atrás sus bienes y se dirigieran a Sion.
Sus palabras resuenan en mi corazón:
“No valoréis más la sombra que la substancia.”
Me enseña que los sacrificios son sagrados para el Señor.
Él no pide que renuncie a algo por capricho, sino para purificar mi corazón y fortalecer mi fe.
Cuando elijo Su voluntad antes que la mía, cuando pongo el Reino de Dios por encima de mis propios intereses, descubro que el sacrificio no es pérdida: es una forma de adoración.
Y lo que el Señor recibe como ofrenda, Él lo devuelve en forma de paz, poder espiritual y propósito eterno.
4. El Señor enseña a Su pueblo a consagrar (D. y C. 119–120)
La revelación sobre el diezmo es, para mí, una lección de confianza.
El Señor pidió una décima parte no para probar la generosidad, sino para enseñar a Su pueblo a depender de Él.
Cada vez que pago mi diezmo, siento que participo en algo mayor que yo: en la edificación del Reino de Dios.
Mi ofrenda, aunque pequeña, se une a la fe de millones y se convierte en templos, en misiones, en ayuda, en esperanza.
Pero también me doy cuenta de que el diezmo edifica templos visibles y templos invisibles: fortalece la Iglesia, pero también mi corazón.
Porque cada acto de obediencia y sacrificio sincero construye Sion dentro de mí.
5. Sion: el refugio del alma fiel
Desde el llamado de “Levantaos y brillad” (D. y C. 115:5) hasta la promesa de “refugio contra la tempestad” (v. 6), siento que el Señor está describiendo una Iglesia viva, luminosa y protectora, no una institución fría, sino una comunidad de santos que se sostienen unos a otros en fe y amor.
El Señor quiere que cada estaca, cada hogar y cada corazón sea una pequeña Sion, un lugar donde Su Espíritu repose, donde haya consuelo, unidad y esperanza.
Y entiendo que ser parte de Sion no es solo pertenecer a una Iglesia, sino vivir de tal manera que mi vida misma sea un refugio para los demás.
Sion no se define por muros, sino por corazones que aman al Salvador y que se ayudan mutuamente a permanecer firmes cuando soplan las tempestades.
Al recorrer estas seis secciones, veo un hilo sagrado que las une:
el Señor está organizando, refinando y santificando a Su pueblo para prepararlo para Su venida.
Él nos enseña:
- a llevar Su nombre con honra,
- a sacrificar con fe,
- a edificar con obediencia,
- y a confiar en que Su obra avanza, incluso en medio de las pruebas.
Cada uno de nosotros forma parte de esa obra.
Nuestros diezmos, nuestras oraciones, nuestras horas de servicio, nuestras lágrimas y nuestra fidelidad silenciosa —todo eso edifica Sion.
Y cuando miro el conjunto, comprendo que estas revelaciones no fueron solo para 1838; son para mi vida hoy.
Porque el Señor sigue llamándome a edificar Su Reino en mi corazón, en mi hogar y en mi comunidad.
“El Señor no construye Su Reino con piedras, sino con almas dispuestas.
Cada sacrificio, cada acto de fe y cada ofrenda justa
es una piedra viva en los muros de Sion.”

























