Yo te guiaré
La vida de
Henry B. Eyring
© 2013 Robert I. Eaton y Henry J. Eyring
Yo Te Guiaré: La vida de Henry B. Eyring
I Will Lead You Along es una biografía profundamente espiritual y humana de Henry Bennion Eyring, quien más tarde serviría como consejero en la Primera Presidencia de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El libro, escrito por Robert I. Eaton y su hijo Henry J. Eyring (quien también aporta un toque íntimo y familiar), combina cuidadosamente investigación histórica, relatos personales y fragmentos de los propios diarios del presidente Eyring.
Más que una simple biografía, esta obra se convierte en un testimonio de fe, obediencia y liderazgo guiado por la revelación.
El título del libro —tomado de Doctrina y Convenios 78:18, “Yo os guiaré a lo largo del camino”— resume perfectamente su mensaje: la vida del presidente Eyring ha sido un viaje acompañado por el Señor. A través de sus decisiones académicas, familiares y espirituales, se percibe la constante influencia de la mano divina, incluso en los momentos de incertidumbre o sacrificio.
Uno de los aspectos más memorables es la figura de Mildred Bennion Eyring, madre de Hal (como se le conocía). Su disciplina firme pero amorosa, su fe inquebrantable y su devoción a la verdad moldearon profundamente el carácter de su hijo. Ella enseñó a Hal que “la vida es una prueba” y que el plan de salvación era más que una doctrina: era una realidad vivida.
Como hijo del renombrado científico Henry Eyring, Hal heredó una mente inquisitiva y un amor por la verdad. Sin embargo, lo que más lo distinguió fue su capacidad de combinar la fe con el intelecto, demostrando que la búsqueda del conocimiento no se opone a la espiritualidad, sino que puede fortalecerla.
Kathleen Johnson Eyring, su esposa y compañera eterna, es presentada como un pilar esencial en su vida. Su relación ejemplifica el tipo de unión espiritual que fortalece el liderazgo en el hogar y en la Iglesia: basada en amor, fe, paciencia y servicio mutuo.
A lo largo del libro, Hal aparece como un hombre que nunca buscó posiciones de honor, sino oportunidades para servir. Desde su tiempo como maestro, obispo y presidente de Ricks College, hasta sus llamamientos en el Cuórum de los Doce y la Primera Presidencia, su vida ilustra la enseñanza de que el verdadero liderazgo es una forma de discipulado.
El relato combina historia, espiritualidad y emoción. Los autores emplean fragmentos auténticos de los diarios de Eyring, a menudo breves pero profundamente introspectivos, que revelan su humanidad, su sentido del humor y su humildad. Es un texto que se lee con el alma, no solo con la mente.
Cada capítulo está acompañado de reflexiones y bocetos del propio presidente Eyring, lo que aporta una sensación de intimidad y autenticidad.
El libro enseña que Dios guía a Sus hijos paso a paso, especialmente cuando ellos buscan sinceramente hacer Su voluntad. La vida de Henry B. Eyring no fue marcada por el brillo de los logros, sino por una fidelidad silenciosa, un trabajo diligente y una confianza constante en el Señor.
Como él mismo escribió:
“No siempre sabrás a dónde vas. Pero si sigues al Salvador, descubrirás que Él te ha estado guiando todo el tiempo.”
I Will Lead You Along es mucho más que la historia de un líder de la Iglesia; es un manual de fe y humildad. Nos invita a ver nuestras propias vidas como viajes guiados por la providencia divina, a confiar más en el Salvador y a reconocer Su mano en los pequeños detalles del día a día.
Es un libro ideal para quienes buscan inspiración espiritual, consuelo en medio de las pruebas o un ejemplo tangible de cómo vivir guiados por la fe.
Tabla de Contenido —
Introducción
1 — Honra a Tu Padre y a tu Madre
2 — Pregunta a Dios si estas cosas no son Verdaderas
3 — Buscad el Conocimiento
4 — Levanta tu Corazón y Regocíjate
5 — Ama a tu Esposa
6 — Sed Fructíferos
7 — Los Padres deben Presidir
8 — Un Obispo será Designado para Ustedes
9 — Ven, Sígueme
10 — Una Escuela en Sion
11 — Preparaos, Preparaos
12 — Organícense
13 — Sigan a los Líderes
14 — Déjenlos Quedarse
15 — Preparen el Camino
16 — Escuchad al Siervo del Señor
17 — Aumentar el Conocimiento
18 — Trabajar Diligentemente
19 —El Obispo y sus Consejeros
20 — El que tenga Oídos para Oír, Oiga
21 — Un Hogar de Fe, Un Hogar de Aprendizaje
22 — Apacienta Mis Ovejas
23 — Sostén A Mi Siervo
24 — “Unirse Firmemente”
Agradecimientos
Introducción
Vosotros sois niños pequeños,
y aún no habéis entendido
cuán grandes bendiciones tiene el Padre en Sus propias manos
y ha preparado para vosotros;
y no podéis soportar todas las cosas ahora;
no obstante, tened buen ánimo,
porque os guiaré a lo largo del camino.
— Doctrina y Convenios 78:17–18
Cuando Hal Eyring era un niño pequeño que vivía en Princeton, Nueva Jersey, tuvo un sueño dulce e inolvidable. Se encontraba caminando por un campo de hierba frondosa, bañado por la luz del sol. No sabía adónde se dirigía, pero sentía una gran paz y confianza. Ese sentimiento provenía de una cuerda ligera y sedosa alrededor de su cuello y hombros. No podía ver la figura que sostenía el otro extremo de la cuerda, caminando a su lado y un poco detrás de él. Pero percibía que era el Salvador.
He aquí, iré delante de vosotros y seré vuestra retaguardia; y estaré en medio de vosotros, y no seréis confundidos.
—Doctrina y Convenios 49:27
Ese sentimiento de ser guiado amorosamente hacia la felicidad ha permanecido con Hal, fortaleciéndolo frente a la incertidumbre y las pruebas. Durante los últimos cincuenta años, ese sentimiento se ha personificado en su compañera eterna, Kathleen Johnson Eyring. Ella ha caminado junto a él, siguiendo fielmente la senda del Salvador. Ambos han mirado hacia Él como su guía.
Este libro ofrece destellos del caminar de Hal y Kathy a través de la vida. Gran parte de la historia se cuenta con las propias palabras de Hal, escritas a medida que avanzaba. Comenzando con una impresión recibida en 1970, cuando él y Kathy eran padres de tres niños pequeños, Hal empezó a llevar un registro diario de sus actividades. La mayoría de las entradas comprenden solo un párrafo. Pero algunas son mucho más largas, y todas están escritas en un estilo conciso y sincero. Describe tanto lo que él y su familia hicieron como cómo se sintió respecto a su propio desempeño personal. Su diario es una ventana no solo a su pasado, sino también a su esfuerzo por ser un hombre mejor.
A lo largo de este libro, estas entradas del diario se reproducen con un tipo de letra similar al de la máquina de escribir que Hal usaba cuando las escribió originalmente. A continuación se muestra una entrada de ejemplo, que describe un día dedicado a sus hijos Henry, Stuart y Matthew, y a su primo Mark Johnson.
Espero que un día pasado con los niños de alguna manera tenga un significado eterno mayor del que parece al terminarlo. Me duelen los huesos y la cabeza. Y, según podría juzgar un observador externo, la suma total del día consiste en la locomotora de vapor de madera de Matthew, dos piezas de madera que él pegó y llama su avión, un modelo de hidroavión que Henry y yo construimos, un auto de carreras que hice con Stuart, y una lancha rápida que Mark y yo creamos. Eso es todo. Ningún estudio espiritual. Ninguna recreación física. Ningún desarrollo profesional. Solo yo, los niños y pedazos de madera. Y tengo el presentimiento de que esos son los mejores días. Tal vez de eso se trate la vida eterna: de niños creándose a sí mismos al dar forma a un pedazo de madera según su visión, y haciendo feliz a un padre mientras lo hacen. (15 de julio de 1972)
El descubrimiento de pasajes tan francamente introspectivos resulta a la vez inspirador y alentador. “Aquí hay un hombre”, uno piensa, “destinado a responsabilidades de liderazgo en toda la Iglesia, que aparentemente está siendo preparado mediante la paternidad cotidiana. Y a veces le duele la cabeza, igual que a mí”. El diario muestra cómo un hombre bueno, aunque imperfecto, trabaja cada día para ganar la aprobación divina.
Otro aspecto del diario que ocupa un lugar destacado en este libro es el artístico. Desde su infancia, Hal tuvo interés y talento para el dibujo. Un cuaderno de bocetos de aquellos años de niñez muestra su fascinación por las cosas que resultaban interesantes para un niño de su época: vaqueros, soldados y cosas por el estilo.
Hal redescubrió y perfeccionó su talento en la edad adulta, cuando a comienzos de la década de 1970 empezó a incluir bocetos en su diario. Como explicó en 1975: “Llevo conmigo un cuaderno de dibujo y hago ilustraciones de las cosas que veo. Mis bocetos no son hermosos, pero el trabajo resulta interesante para mi familia. Al final del año, pego estos dibujos en mi diario, hago copias Xerox, los encuaderno y entrego ejemplares a mis hijos. No puse ningún dibujo en el diario de 1973, y uno de mis pequeños hijos preguntó: ‘¿Dónde están los dibujos?’ Cuando le dije que no había ninguno, solo palabras, respondió: ‘Oh.’ Se notó su desilusión. Los dibujos lo atraen ahora; más adelante, espero que lo hagan las palabras.”
Así como aparecían en los márgenes de los diarios de Hal, varios de esos bocetos se reproducen en los márgenes de este libro. El dibujo difuminado que acompaña las aperturas de los capítulos es típico, y representa las instalaciones de tenis donde Hal y Kathy jugaron durante un viaje de negocios patrocinado al exclusivo (y fuera de su presupuesto personal) resort Greenbrier, en Virginia Occidental.
Nuestro recorrido con Hal avanza en general de manera cronológica, aunque cada capítulo se centra en un tema principal. Por ejemplo, el primer capítulo, “Honra a tu padre y a tu madre”, presenta a sus padres, Henry y Mildred. El capítulo hace, en esencia, lo que uno esperaría: describe su crianza, su noviazgo y sus primeros años de matrimonio, incluyendo el nacimiento de Hal. Pero el capítulo también explora la influencia que sus padres ejercieron sobre él. Aunque su padre es mucho más conocido por el mundo, Hal tuvo una cercanía especial con Mildred. Esa relación estrecha se aprecia especialmente en sus últimos días juntos, que Hal documentó con tierno detalle. Seguir ese hilo nos lleva hasta 1969, cuando Hal tenía treinta y seis años. Pero luego, en el capítulo siguiente, regresamos a su juventud y comenzamos de nuevo a avanzar en el tiempo.
Algunos capítulos se basan más intensamente en ciertas fuentes que otros. Por ejemplo, el diario de Hal ocupa un lugar destacado en los capítulos intermedios. Esto se debe a que llevó el diario con mayor constancia desde 1970 hasta principios de la década de 1990. Después de eso, centró su atención en un boletín familiar que sus hijas pequeñas, Elizabeth y Mary, lo ayudaron a preparar y compartir con sus hermanos mayores, quienes ya habían dejado el hogar. Por lo tanto, los capítulos anteriores y posteriores se nutren más de recuerdos personales extraídos de los discursos de Hal.
Además de los escritos de Hal, encontramos citas suyas y de otras personas. Muchas de ellas aparecen como “recuadros destacados” dentro del texto. Cuando se presenta una entrada del diario de esta manera, la fecha se indica debajo de la cita.
Nunca había usado un anillo antes de que Kathy me diera mi anillo de bodas. El hecho de tenerlo aún en mi dedo sigue sorprendiéndome. Siempre sonrío interiormente cuando lo veo. Me devuelve la sensación de dicha al pensar que pude conocer, y más aún casarme, con Kathy por el tiempo y por la eternidad.
—Diario, 15 de marzo de 1974
Por el contrario, cuando la cita proviene de una de las entrevistas que Hal concedió para este libro, o de uno de sus discursos —como en la referencia a una caja ornamental que construyó para Kathy, a fin de simbolizar su mutua dependencia al calificarse para la vida eterna—, se indica la fecha del discurso o de la entrevista; la referencia completa del material citado de los discursos aparece en las notas finales.
Si la fuente de la cita es otra persona entrevistada para el libro, se incluye su nombre. Por lo general, será alguien reconocible, ya sea como figura pública o como un personaje ya mencionado en el texto, como el compañero de estudios de Hal en la Escuela de Negocios de Harvard y su amigo cercano, Roger Sant.
En la tapa grabé el monograma de nuestra familia. En la parte frontal coloqué dos paneles. En uno tallé mi inicial, y en el otro la inicial de mi esposa. La caja solo puede abrirse utilizando dos llaves diferentes: una para el cerrojo de mi inicial y la otra para el de la inicial de mi esposa.
—Discurso, 2 de diciembre de 2012
Ahora que hemos dejado atrás esa breve explicación, es momento de comenzar nuestro recorrido con Hal Eyring.
Kathy puede ser más espiritual que Hal.
—Roger Sant
1
Honra a Tu Padre y a tu MadrePor tanto, adora al Señor tu Dios,
y honra a tu padre y a tu madre,
para que tus días sean prolongados
en la tierra que el Señor tu Dios te dará.
—1 Nefi 17:55
Henry Bennion Eyring nació el 31 de mayo de 1933 en Princeton, Nueva Jersey. Exactamente cinco meses antes, su padre, Henry, un químico de treinta y dos años en la Universidad de Princeton, había ganado un premio nacional al “mejor artículo científico”, lo que marcaría el comienzo de su ascenso a la fama mundial. El premio de $1,000 que acompañaba al reconocimiento equivalía a casi dos años de renta por su apartamento de dos habitaciones, que ocupaba solo el primer piso de una pequeña casa. Pero el Dr. Eyring y su esposa, Mildred Bennion Eyring, no pensaron en usar esa bonanza para mudarse a una casa propia. Era el punto más bajo de la Gran Depresión, y se sentían agradecidos simplemente de tener empleo y dos habitaciones: una para ellos y otra para el recién nacido Henry Bennion y su hermano mayor, Ted.
El nombre del nuevo bebé estaba lleno de herencia, una combinación del nombre de pila del padre y el apellido de la familia materna. Sin embargo, desde el principio estaba destinado a ser poco usado. A la madre del niño no le gustaba el nombre Henry. “Nunca he pensado que sea una palabra agradable al oído, ni bella a la vista”, confesaría Mildred en su autobiografía treinta y cinco años después, recordando que ella y su esposo discutieron durante varios días sobre el asunto. “Pero al final tuve que ceder. Acepté que el niño pudiera ser oficialmente bautizado como Henry, pero se le llamaría Hal.”¹ Mildred sostenía que un nombre debía ajustarse de manera única al niño, en lugar de imponerse con el propósito de honrar a un antepasado. “El apellido familiar es suficiente para vincularlo al grupo”, razonaba.
Como sugiere este episodio sobre el nombre, Mildred y su esposo estaban igualados en energía e intelecto. El pequeño Hal nació de dos maestros, occidentales que se habían conocido por casualidad en la Universidad de Wisconsin en 1927. Henry enseñaba química y realizaba investigaciones posdoctorales allí, después de haber completado su doctorado la primavera anterior en la Universidad de California en Berkeley. Mildred cursaba estudios de posgrado, con licencia del departamento de educación física femenina de la Universidad de Utah, donde se había desempeñado como directora.
Mis hermanos y yo pensábamos que Madre era más inteligente que Papá, y sabíamos que él era famoso en todo el mundo.
—Entrevista de 2008
Además de formar parte de la pequeña fracción de estadounidenses que en esa época cursaban estudios superiores más allá del nivel de licenciatura, Henry y Mildred tenían otras cosas en común. Ambos habían crecido en pequeñas granjas, en las cuales sus familias luchaban por subsistir. Henry era un refugiado de la Revolución Mexicana, expulsado de un próspero rancho en las colonias mormonas cuando era un niño de once años, y reasentado en una árida granja del sureste del desierto de Arizona. El hijo mayor de una familia polígama de dieciséis hijos, trabajaba de noche como conserje y enviaba dinero a casa a su padre cuando conoció a Mildred en Wisconsin; sus aportes financieros, realizados durante ocho años como estudiante universitario y aún después, ya siendo profesor, mantuvieron la granja familiar fuera de la ejecución hipotecaria.
La familia de Mildred, los Bennion, trabajaba una tierra mucho más fértil en el centro del Valle del Lago Salado. Aun así, la finca de los Bennion era pequeña y, al igual que la granja de los Eyring, estaba endeudada. Mildred ganó la gratitud de su padre, Marcus, al trabajar junto a sus dos hermanos como si fuera uno de los muchachos; al igual que su futuro esposo, tenía un don especial para manejar caballos y ganado. También cantaba y tocaba el piano para su padre durante su último año de vida, cuando estaba postrado por la diabetes. Tras la muerte de Marcus, cuando Mildred tenía solo diecisiete años, ella apoyó a su madre de manera similar a como Henry ayudaba a sus padres, trabajando primero como maestra en una escuela pública y luego en la Universidad de Utah, mientras su hermano menor, Lett, asumía la responsabilidad de la granja familiar.
Las dificultades de la vida en el campo enseñaron tanto a Henry como a Mildred a valorar la educación, no solo por el gozo de aprender, sino también por la vida más estable que ofrecía. Incluso cuando el éxito profesional de Henry trajo una prosperidad que sus padres apenas podrían haber soñado, la pareja permaneció arraigada en sus tradiciones compartidas de trabajo arduo, frugalidad y gratitud constante.
Personalidades diferentes
A pesar de sus similitudes en herencia y experiencia, los recuerdos de Mildred sobre su primer encuentro se centraban en sus diferencias de personalidad. La primera vez que se vieron, Mildred y Henry se enfrentaron en un juego que consistía en lanzar aros de goma sobre clavijas numeradas en una tabla. Henry, sorprendido por la habilidad atlética de Mildred, no pudo ocultar su entusiasmo por vencerla. Ella, en cambio, no mostraba el menor interés en ganar. Cuando la reunión terminó, Henry y un colega se ofrecieron a acompañar a Mildred y a una amiga suya hasta su casa. Mientras caminaban, Henry maniobró para quedarse a solas con Mildred y poder preguntarle sobre su vida. Se mostró especialmente interesado en conocer detalles de su familia, su educación y su actividad en la Iglesia. Le agradó saber de sus conocidos parientes, entre ellos Samuel O. y Adam S. Bennion, ambos líderes de la Iglesia (y este último, graduado de Berkeley). Ella pudo notar su evidente decepción cuando admitió que nunca había oído hablar de ningún Eyring.
MILDRED EN SU GRADUACIÓN DE SECUNDARIA
Además de notar el espíritu competitivo de Henry, Mildred reconoció de inmediato su carácter sociable. En esto, provenían de polos opuestos. Mientras Henry podía hacerse amigo de un desconocido en cuestión de minutos, Mildred era naturalmente reservada, inclinada a compartir sus sentimientos más íntimos solo con unas pocas amigas cercanas. Él había crecido como el hijo mayor favorito y líder de una enorme familia de sobresalientes académicos. Ella, en cambio, había amado el aislamiento relativo y la soledad de su hogar infantil rodeado de bosques, con el buzón de correo a un cuarto de milla de la casa y su escuela primaria a una caminata de otra milla y media más allá. Los recuerdos más preciados de Mildred eran los paseos solitarios entre los árboles frutales y las flores cuidadosamente cultivadas de su familia. Mientras Henry podía recordar con entusiasmo el nombre y los datos personales de un conocido pasajero o los detalles de una ecuación matemática aprendida años atrás, los recuerdos más entrañables de ella se reservaban para el aroma de una lila, el sabor de un durazno jugoso y la personalidad de su caballo favorito.
Pudo haber sido cualquier cosa que quisiera, pero en lugar de eso eligió ser nuestra madre.
—Entrevista de 1995
Aunque Mildred difería de Henry en temperamento, las personas eran tan importantes para ella como lo eran para su esposo. Eso puede verse en su recuerdo del primer día de clases y de su “maestra joven y muy bonita, Lorilla Horne”. Más de sesenta años después, ella recordaría: “La señorita Horne llevaba un vestido estampado con flores rosas sobre fondo blanco, y una faja ancha de color rosa. Ahora sé que también era su primer día de enseñanza, y probablemente estaba más asustada que yo.”
Henry y Mildred diferían quizás de manera más marcada en sus ambiciones y en su nivel de ambición. Henry siempre había creído —y actuado conforme a ello— las afirmaciones de sus padres de que podía lograr cualquier cosa. Nunca hubo un premio al que aspirara que no ganara (aunque el Premio Nobel, para el cual fue nominado más de una vez, finalmente le fue esquivo). Mildred, en cambio, rehuía los reflectores y tendía a subestimarse a sí misma. Para ella, la enseñanza era una fuente de ingresos económicos y la pequeña satisfacción personal que se permitía sentir, pero nunca una carrera profesional. Irónicamente, los líderes educativos reconocían con facilidad las capacidades que Mildred dudaba poseer; rechazó ascensos y declinó ofertas de empleo tanto en el Utah Agricultural College (actual Universidad Estatal de Utah) como en la Universidad Brigham Young antes de tomarse una licencia temporal para estudiar en Wisconsin.
Familias diferentes
Parte de la diferencia entre las grandes ambiciones de Henry y las más modestas y centradas en la familia de Mildred puede haber sido resultado de la crianza. Sus padres eran semejantes en muchos aspectos. Ambos eran hombres de voz suave y carácter tímido que preferían la compañía de los caballos a la de las personas. Aunque a ambos les gustaba leer y disfrutaban aprender, cada uno asistió a la Brigham Young Academy por menos de un año antes de regresar al rancho familiar respectivo. También evitaban la vida pública. El padre de Henry, Edward Christian Eyring, sirvió fielmente en un sumo consejo, pero en una ocasión le dijo a su hijo que esperaba que ser obispo —con los discursos públicos que eso implicaba— no fuera un requisito para la exaltación.
Mientras que Edward Christian Eyring prefería mantener un perfil público bajo, Marcus Bennion, el padre de Mildred, lo hacía casi a cualquier precio. Su tío y obispo de juventud, Samuel O. Bennion, cometió una vez el error de decirle a Marcus que planeaba invitar a algunos jóvenes del barrio a hablar en una reunión que estaba por comenzar. Marcus, siendo aún un adolescente, salió del edificio de inmediato y nunca volvió a asistir a la Iglesia. Animaba a su familia a participar, y era generoso en sus contribuciones económicas. Cuando los miembros del barrio decidieron comprar un órgano, Marcus insistió en que fuera uno de buena calidad y donó el doble de la cantidad solicitada. “Pero”, como observó Mildred más tarde, “excepto por asistir a funerales y a unas pocas obras teatrales del barrio, creo que nunca volvió a entrar en la capilla.”
Una diferencia más significativa entre los dos hombres que su asistencia a la Iglesia era su actitud hacia el elogio. Ed Eyring, aunque generalmente callado, siempre tenía una palabra de ánimo para su hijo mayor, Henry. Habían cabalgado por los campos y trabajado juntos desde que Henry aprendió a caminar, y a medida que su hijo se marchaba a la universidad, obtenía calificaciones sobresalientes y enviaba dinero a casa, la admiración y el aprecio de Ed solo aumentaban. Mientras Henry estaba en Wisconsin, su madre escribió: “Papá dice que solo hay un Henry en todo este ancho mundo. Sé que te ama un poco más que a cualquier otra persona en este mundo, y sé que nunca hubo en la tierra un padre y un hijo más devotos el uno del otro.”
Marcus Bennion, en cambio, era parco en sus cumplidos. Mildred lo adoraba, y él apreciaba cómo ella —la última de cuatro hijas nacidas antes de que finalmente llegaran dos hijos varones— se unía voluntariamente a él para ordeñar vacas y realizar otras labores de la granja. Pero la vida fue dura para Marcus. Desarrolló diabetes a principios de sus treinta años, en una época —a comienzos del siglo XX— en que no existía tratamiento eficaz. La enfermedad se agravó por el estrés que acompañó a un fracaso empresarial. Marcus y su hermano Edwin emprendieron un negocio de cría de ovejas poco antes de que Edwin recibiera un llamamiento para servir una misión en Holanda. Mientras Edwin estaba fuera, el precio de la lana cayó drásticamente, lo que los obligó a liquidar el negocio. Marcus hipotecó su granja para pagar las deudas pendientes y soportó los pagos de intereses por el resto de su vida, que terminó cuando tenía solo cuarenta y dos años.
En el apartado hogar de los Bennion, tanto Marcus como su esposa, la apacible Lucy Smith Bennion, disfrutaban de la lectura. Fomentaron los estudios de Mildred. “Siempre se daba por hecho que los hijos continuarían su educación tanto como fuera posible”, recordaría Mildred, “al menos mientras tuvieran interés, y se les animaba a tenerlo.” Pero el estímulo para estudiar y superarse era sutil, especialmente cuando provenía de su madre, Lucy. Mildred describió así las modestas aspiraciones y la influencia discreta de su madre:
Ella se preocupaba mucho más (y con frecuencia se angustiaba) por su familia de lo que aparentaba. Sus hijos y su hogar eran su principal interés, y ahora aprecio, mucho más que cuando era joven, sus sentimientos hacia nosotros. . . . Madre no era ambiciosa en cuanto a riquezas o posición. Se conformaba con las cosas sencillas, mientras aprovechaba al máximo las oportunidades que se presentaban. El honor y la integridad eran sus guías. Hablaba muy poco sobre tales cosas, pero de alguna manera lograba hacer que sus hijos comprendieran lo que podían y no podían hacer con su aprobación. Sabíamos que tenía razón.
Mientras tanto, entre los Eyring, la educación no era solo una prioridad: era una causa familiar. La principal promotora era la madre de Henry, Caroline Romney Eyring. Caroline enseñó durante un tiempo en la Academia Juárez, en México, y a lo largo de su vida impulsó sistemáticamente a sus ocho hijos a alcanzar logros académicos. Ellos recompensaron sus esfuerzos con seis títulos de licenciatura, cuatro de maestría y tres doctorados entre todos. Henry abrió el camino, y sus padres celebraban cada uno de sus logros. Lo que Mildred vio en su primer encuentro —ese impulso por sobresalir en todo, desde la educación hasta lanzar aros de goma sobre clavijas de madera— estaba en la sangre y en la formación de Henry. Él tuvo la bendición de encontrar una esposa que equilibrara esa ambición competitiva, no solo en él, sino también en los tres hijos que ella le daría.
EDWARD Y CAROLINE EYRING EN SU BODA
Cortejo y matrimonio
Henry fue, como de costumbre, metódico en el proceso de cortejar a Mildred. Al enterarse de su amor por la naturaleza, compró una canoa, y pasaron la primavera y el comienzo del verano de 1928 remando por las aguas y paseando por las orillas del pintoresco lago Mendota, en Madison. Fue una época inusual para Henry. Sin clases que impartir ni un gran proyecto de investigación en curso, podía dedicarle toda su atención a Mildred. Pero el interludio romántico no duró mucho. Se casaron al final del verano, momento en el que Henry vendió la canoa y regresó a sus investigaciones con su habitual concentración inquebrantable.
Debido a compromisos profesionales previos —él con la Universidad de Wisconsin y ella con la Universidad de Utah—, comenzaron su primer año de vida matrimonial separados. Además de sentirse obligada con su universidad, Mildred deseaba ayudar a su madre viuda en casa, y racionalizó la separación considerándola solo temporal.
Sin embargo, esa separación casi se volvió permanente aquel invierno, cuando Mildred contrajo meningitis espinal. Los médicos informaron a Henry que probablemente moriría, y él viajó de inmediato desde Wisconsin. La atendió con amor durante tres semanas de hospitalización, alimentándola y pasando en su habitación todas las horas que el personal del hospital le permitía. Ella apreciaba su sacrificio. Aun así, incluso mientras él servía de lo que consideraba la forma más desinteresada posible, ella encontró necesario educarlo. Tuvo que explicarle, por ejemplo, su preferencia por alternar los alimentos del plato, en lugar de comer uno a la vez —todo el vegetal, luego toda la carne, luego la papa, y así sucesivamente—, que era el método de él. También le molestó su solicitud de ayuda para redactar su testamento. Para él, era simplemente una cuestión de prudencia.
Para asombro de los médicos, Mildred se recuperó. Pero el proceso de recuperación fue lento y doloroso. Poco después de que Mildred saliera del hospital y Henry regresara a Madison, se enteraron de que él había ganado una beca de la National Research Foundation para un año de estudios en Berlín, entonces la capital del mundo científico. La reacción de Mildred, registrada en su autobiografía, revela tanto su estoico apoyo a su esposo como sus conocimientos médicos, fruto de haber enseñado durante muchos años clases sobre salud femenina y de haber supervisado cuidadosamente su propio tratamiento en el hospital:
Los médicos habían determinado que el dolor en mi espalda y piernas al sentarme o estar de pie se debía a adherencias que se habían formado en la columna alrededor de los nervios ciáticos, y que no había nada que hacer más que esperar a que el tiempo permitiera que el tejido cicatricial se ablandara y estirara. Había intentado calor, masajes y ejercicios sin resultados beneficiosos. Decidimos que podría pasar el tiempo en cama en Berlín tan bien como en cualquier otro lugar, y que Henry podría trabajar como deseaba hacerlo. Los médicos predijeron que pasaría un año antes de que me sintiera cómoda, y tenían razón.
En Alemania, Henry hizo descubrimientos y estableció relaciones que sirvieron como cimiento para una ilustre carrera científica. Con el desplome de la bolsa y el inicio de la Gran Depresión, tuvieron la fortuna, después de su año en Berlín, de recibir una invitación para regresar a Berkeley con un nombramiento de un año. Su primer hijo, Edward Marcus, o “Ted”, nació en California. Finalmente, los Eyring se establecieron al otro lado del país, en Princeton, donde Hal llegó dos años después.
El pequeño Hal
Además de provocar debate entre sus padres por el nombre, el recién nacido Hal Eyring presentó desafíos de crianza que su hermano mayor, Ted, no había mostrado. En palabras de Mildred:
Hal era tan diferente de Ted en su carácter como dos bebés podían serlo. Era inquieto, llorón y se movía sin parar. Ted todavía usaba la cuna, así que pusimos a Hal en una canasta. Sin importar la posición en que lo colocáramos, se impulsaba con dos patadas hasta llegar al extremo y gritaba porque su cabeza chocaba contra él. . . . Tuve que confeccionar un saco de dormir de muselina fina para sujetarlo un poco y evitar que pateara las cobijas. Nunca aprendió a quedarse quieto acostado. Su cama siempre ha tenido que hacerse cada día “desde cero”. Sus movimientos constantes eran el principal motivo de disputa entre él y Ted cuando durmieron en una cama litera durante unos tres años. Fue un gran alivio para ambos cuando finalmente pudimos darles habitaciones separadas —lo cual no ocurrió hasta que tenían diez y ocho años, respectivamente.
EL BEBÉ HAL CON SU TÍA IVY
Durante los dos primeros meses de vida de Hal, su hermana mayor Ivy, que había viajado desde Utah, cuidó de él día y noche. Al igual que cuando Henry la alimentaba en el hospital, Mildred agradecía la ayuda, pero desaprobaba los métodos. “Me parecía que Ivy realmente lo estaba malcriando terriblemente”, recordaría más tarde, “y me sorprendió muy gratamente cuando solo tomó unos tres días, después de que ella se fue, para que él aprendiera a dormirse al ser acostado, sin que lo mecieran para dormir como ella lo hacía.”
Mildred aplicó este descubrimiento sobre la disciplina infantil con su tercer y último hijo, Harden, quien nació en Princeton cuando Hal tenía seis años. Para entonces, Mildred —cinco años mayor que su esposo— tenía cuarenta y tres. Ivy no pudo estar allí para ayudar como lo había hecho con Hal, pero Henry intentó ofrecer el mismo nivel de atención y mimo, nuevamente para disgusto de Mildred:
Harden fue un bebé “de regalo” y siempre una alegría. Henry estaba un poco chiflado por nuestra buena fortuna e hizo todo lo posible por consentir al bebé. Henry no permitía que el bebé llorara hasta dormirse a las seis de la tarde, así que lo sostenía en brazos desde las seis hasta las diez de la noche mientras yo dormía. Eso duró solo hasta que volví a sentirme fuerte y saludable, y entonces me convertí en la disciplinaria tanto para el padre como para el hijo; y, como con Hal, solo tomó unos pocos días para que el bebé aprendiera lo que se esperaba de él.
Dos estilos de crianza
Las diferencias de personalidad entre Henry y Mildred se manifestaban claramente en su forma de criar a sus hijos. Aunque ambos tenían grandes expectativas para sus tres hijos, la palabra expectativas tenía un significado literal para Henry: él naturalmente esperaba que sus hijos tuvieran éxito, como si su triunfo ya estuviera garantizado.
Henry sabía por experiencia que el éxito tenía un precio, y enseñó a sus hijos a trabajar arduamente. Cuando su segundo hijo era estudiante universitario de física, Henry le advirtió: “Hal, nunca llegarás a ser nada a menos que aprendas a trabajar hasta que te zumban los oídos.” Pero Henry enseñaba la importancia del trabajo y de otras virtudes más con el ejemplo que con la exhortación. Era indulgente y tendía a animar mediante el elogio, tal como lo habían hecho sus propios padres. Su lema al dar retroalimentación era: “La vida los derribará; yo trato de levantarlos.”
Mi padre pensaba que yo era perfecto.
—Entrevista de 2008
De acuerdo con este lema, Henry consideraba los logros académicos y deportivos de sus hijos como una validación de la grandeza de los muchachos, mientras pasaba por alto en gran medida sus fracasos. Cuando los adolescentes Ted y Hal usaron un kit de pintura casero para mejorar la apariencia del viejo Ford del 37 de la familia, Henry no hizo ningún comentario sobre los remolinos y las rayas que sus manoplas dejaron en la pintura azul que habían elegido. Condujo el auto hasta que dejó de funcionar, años después, sin preocuparse por su apariencia ni mostrar la menor señal de disgusto por los fallidos esfuerzos de embellecimiento de sus hijos.
El hijo menor, Harden, apreció la reacción generosa de su padre ante otro incidente relacionado con un automóvil. Cuando tenía trece años, él y dos amigos tomaron el coche familiar (uno nuevo) para dar un paseo mientras su madre estaba fuera de casa y su padre viajaba por asuntos científicos. Al regresar a casa, después de un recorrido exitoso por el vecindario, Harden condujo el vehículo directamente contra la esquina de la sala de estar de la familia, dañando tanto el auto como la fachada de ladrillo de la casa. Mildred respondió embargando los ingresos de su ruta de periódicos hasta cubrir el costo de los daños, que ascendía a 100 dólares. También hizo que Harden llamara a su padre.
La respuesta de Henry sorprendió gratamente al hijo, aún conmocionado. En lugar de reprenderlo, Henry le contó una historia sobre uno de sus propios errores de juventud. A los trece años, Henry y un amigo habían tomado un enorme rifle de búfalo del estante de la chimenea en la casa familiar de los Eyring en Arizona. Bromeando, lo apuntó hacia un muchacho del vecindario que pasaba frente a la casa, y sin querer apretó el gatillo. Por poco mata al aterrorizado chico. El joven Harden comprendió que el hecho de que su padre contara esa historia era una señal de empatía y de que reconocía que la lección necesaria ya había sido aprendida.
Hal sintió esa misma empatía muchas veces, incluso una vez después de una reunión sacramental que le había resultado difícil disfrutar. En 1988, durante una charla fogonera en la Universidad Brigham Young, contó la historia de aquella tediosa reunión y de la comprensiva respuesta de su padre:
Años atrás, estaba sentado en una reunión sacramental con mi padre. Parecía estar disfrutando lo que yo consideraba un discurso terrible. Observaba a mi padre y, para mi asombro, su rostro irradiaba gozo mientras el orador seguía hablando sin cesar. Seguí mirándolo furtivamente, y efectivamente, durante todo el discurso mantenía esa sonrisa beatífica.
Nuestra casa estaba lo suficientemente cerca del barrio como para ir caminando. Recuerdo que iba con mi padre por la orilla del camino, que no estaba pavimentado. Iba pateando una piedra frente a mí mientras pensaba en lo que diría a continuación. Finalmente reuní el valor suficiente para preguntarle qué le había parecido la reunión. Él dijo que había sido maravillosa.
Ahora realmente tenía un problema. Mi padre tenía un excelente sentido del humor, pero uno no quería abusar de él. Yo estaba desconcertado, tratando de reunir el valor para preguntarle cómo podíamos tener opiniones tan diferentes sobre esa reunión y ese orador.
Como todos los buenos padres, debió leerme la mente, porque comenzó a reír. Dijo: “Hal, déjame decirte algo. Desde que era muy joven, me he enseñado a hacer algo en las reuniones de la Iglesia. Cuando el orador comienza, escucho atentamente y me pregunto qué es lo que está tratando de decir. Luego, cuando creo saber lo que intenta lograr, me doy un discurso a mí mismo sobre ese tema.” Dejó que eso se asimilara mientras caminábamos. Luego, con su característico y humilde chuckle, dijo: “Hal, desde entonces nunca he asistido a una mala reunión.”
“Obtener su aprobación era algo poco común”
La filosofía de Mildred sobre la crianza era radicalmente diferente a la de su esposo, casi el polo opuesto. La resumió en un discurso que dio a las mujeres de la Iglesia en 1961. Hablando como miembro de la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro, dijo:
Hay un antiguo proverbio chino que dice: “Aquel que me dice mis faltas es mi maestro; aquel que me dice mis virtudes me hace daño.” Tal vez eso sea drástico, pero es verdad. Debemos reconocer nuestras faltas si queremos corregirlas, y el elogio puede ser perjudicial. Hoy no alabaré nuestras virtudes, sino que pediré que todas nos evaluemos a nosotras mismas y quizás reconozcamos algunas de nuestras debilidades. Hablo de mí misma al hablarles a ustedes.
De hecho, Mildred era tan exigente consigo misma como lo era con los demás, incluidos sus hijos. Reflexionando sobre su vida en una época en que sus tres hijos habían completado doctorados y estaban por ser llamados como obispos, escribió: “Mis únicas ocupaciones han sido la enseñanza y las labores del hogar, y no estoy segura de haber tenido verdadero éxito en ninguna de las dos. Es difícil medir el éxito en estos campos.”
El estoicismo de Mildred se manifestó especialmente en los últimos años de su vida, cuando su salud comenzó a deteriorarse. El cáncer y la fibrosis requirieron una cirugía tras otra. Aunque sufría terriblemente, escribió sobre su padecimiento en términos verdaderamente clínicos:
La operación que estaba esperando cuando escribí por última vez fue una de antología: duró ocho horas. Parece que no existe registro de una similar en ningún lugar, así que puedo afirmar que soy única en algo. El Dr. Russell Nelson ha hecho realizar una película a color de diez minutos sobre el procedimiento, editada a partir de las filmaciones tomadas durante la cirugía. . . . Es realmente muy interesante ver el corazón y los pulmones de uno funcionando y las manos de los cirujanos trabajando para extraer la fibrosis. . . . Ahora estoy tomando distintos medicamentos además de los anteriores. Hasta ahora no hemos logrado encontrar la fórmula mágica. Es una historia de misterio interesante para estudiar (pero no para ser el personaje principal).
Mildred era una poderosa Santos de los Últimos Días. Una Santos de los Últimos Días poderosa es una Santos que piensa, que razona bien, que sabe sintetizar los datos con acierto.
—Élder Russell M. Nelson
A lo largo de sus vidas, Henry y los muchachos recibieron de Mildred comentarios igualmente clínicos. Ella se refería al trabajo premiado de su esposo en Princeton como “muy satisfactorio.” Belle Spafford, la presidenta general de la Sociedad de Socorro que llamó a Mildred a servir en lo que se convirtió en un período de dieciocho años en la mesa directiva, recordó la dificultad de felicitarla por el éxito de Henry:
En una ocasión, cuando llamé la atención de la Mesa —como solía hacerlo de vez en cuando— sobre un reconocimiento especial que él había recibido, ella bajó la vista con modestia. Entonces le dije: “¿Cuántos doctorados honorarios y reconocimientos nacionales e internacionales ha recibido?” Ella respondió simplemente: “Bastantes.” Persistí: “Debe estar usted muy orgullosa de él.” Con una voz suave, casi como si hablara para sí misma, respondió con sincera sinceridad: “Por supuesto que lo estoy.”
Uno de los mayores cumplidos que Hal recibió de su madre no implicó palabras. Fue el día de su graduación con el título de MBA en la Escuela de Negocios de Harvard, en 1959. Mildred asistió a la ceremonia de graduación en Boston y tomó del brazo a su hijo mientras este recibía su diploma en el césped del majestuoso patio central de la escuela. El decano, Stanley Poole, comentó: “Felicitaciones, señor Eyring. Siempre es un placer otorgar un título con distinción.” Mildred no dijo nada, pero apretó el brazo de su hijo.
Hal y sus hermanos reconocían la aprobación general de su madre hacia ellos y comprendían su motivo para no mostrarla con frecuencia. Al igual que su madre, Lucy Smith Bennion, Mildred encontraba sus guías en el honor y la integridad, y temía que los elogios sin reservas de Henry pudieran ser perjudiciales para los muchachos, tentándolos al orgullo.
Tenía estándares muy elevados para sí misma, y eso lo comunicaba en la forma en que te trataba. No era cruel, pero sabías que obtener su aprobación era algo poco común.
—Entrevista de 2008
Una maestra franca
A lo largo de su vida, Mildred enseñó a sus seres queridos y asociados conforme a su propio lema: “Aquel que me dice mis faltas es mi maestro.” Belle Spafford fue una de las muchas compañeras que apreciaban la franqueza inquebrantable de Mildred. “En todos los años que he estado asociada con ella,” diría Belle en el funeral de Mildred, “nunca vi en ella ni una pizca de fingimiento.” Y continuó:
En lo personal, me ha gustado su franqueza. Me han gustado sus puntos de vista y el pensamiento original que aportaba a los asuntos que se presentaban ante la mesa. He apreciado la sabiduría de sus juicios. A menudo, al presentar asuntos de particular importancia a la mesa, miraba a Mildred, en su lugar dentro del círculo, para observar su reacción. Me sentía muy fortalecida cuando su expresión indicaba acuerdo o apoyo. Por eso valoraba su opinión. Era una mujer inteligente.
De vez en cuando me escribía una carta personal, en la que analizaba un programa o procedimiento que estaba en consideración y ofrecía sugerencias. Estas, invariablemente, revelaban discernimiento y pensamiento independiente, y resultaban estimulantes y valiosas. La última vez que fui a su casa, me dijo: “Voy a escribirle otra carta.”
“Bien,” le respondí, “¿de qué tratará?”
“Solo una idea que quiero probar con usted,” contestó.
La presidenta Spafford nunca recibió la carta prometida. Mildred murió en el verano de 1969, antes de poder escribirla. En sus últimos días estaba ocupada con otra misiva, dirigida al élder Mark E. Petersen, del Cuórum de los Doce Apóstoles de la Iglesia. El tema era la educación sexual. Mildred escribió para decirle al élder Petersen que estaba de acuerdo con la postura de la Iglesia de que “la educación sexual debe impartirse en el hogar por los padres.” “Sin embargo,” argumentó, “veo un problema muy real en esta situación. ¿Cómo pueden los padres enseñar a sus hijos hechos que ellos mismos no saben cómo enseñar?” Instó a la creación de una especie de libro de texto, con preguntas y problemas que involucraran al lector, para ser usado bajo la dirección de los padres en el hogar. “Gran parte de mi preocupación,” concluyó, “ha surgido de mis conversaciones con mis tres hijos obispos, todos los cuales están angustiados por los problemas en sus barrios que ponen de manifiesto la necesidad de más ayuda en este campo.”
Las últimas lecciones de Mildred
Hal estuvo con su madre en aquellos días finales, cuando ella seguía más preocupada por las necesidades de la Iglesia que por su propia partida inminente. Al presentir que el fin estaba cerca, él había venido desde California, donde era profesor en la Universidad de Stanford y obispo del barrio de estudiantes solteros de Stanford. Ella acababa de completar un importante proyecto: la edición y publicación del diario de su abuelo paterno, John Bennion. Madre e hijo pasaron dos días juntos en su dormitorio, conversando en privado como solían hacerlo cuando Hal era estudiante en la cercana Universidad de Utah. Después de sus citas, él solía ir a esa habitación y, mientras su padre dormía, charlaba con su madre hasta altas horas de la madrugada.
Durante esa visita, Hal tuvo la responsabilidad de administrar medicamentos a través de un tubo colocado en el estómago de su madre. Ella fue, como él registró en su diario, “bastante paciente” con su torpeza:
Digo bastante porque Madre nunca pudo tolerar la ineptitud, y al principio yo era claramente inepto. Ella tenía en mí el mismo efecto que siempre tuvo: hacerme sentir orgulloso cuando mejoraba. De hecho, al final de mi estancia, le dije con cierto orgullo cuánto sentía que había progresado, y ella me felicitó levemente. (16 de junio de 1969)
Además de hablar sobre la carta al élder Petersen, conversaron acerca de las Autoridades Generales de la Iglesia, entre quienes tenían varios familiares. Entre ellos estaban el cuñado de Henry, Spencer W. Kimball, y su primo Marion G. Romney, ambos de los cuales llegarían a servir en la Primera Presidencia de la Iglesia. También estaba el primo de Mildred, Adam S. Bennion, un Apóstol fallecido. Mildred expresó su opinión de que los hermanos, durante años, habían sido un poco lentos en adoptar algunas de las ideas que ella y otras miembros de la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro habían propuesto. Sorprendió a Hal con su comprensión y empatía, sugiriendo que, por muy exitosos y grandiosos que fueran estos hombres, eran sinceramente humildes respecto a sus propias capacidades y tendían a preocuparse por no estar a la altura de las tareas que el Señor les había encomendado. Manifestó su confianza en que el Señor dirigía Su Iglesia, a pesar del aspecto humano de los profetas por medio de los cuales Él obraba. También expresó una aprobación implícita hacia sus hijos, cuyo éxito parecía ser una fuente de confianza para ella mientras se preparaba para entrar en la siguiente vida, como Hal registró en su diario:
Aunque nunca lo dijo, era evidente por la manera en que hablaba que sentía una gran satisfacción al saber que todos sus hijos eran obispos activos. Hablamos un poco sobre cómo había logrado tanto éxito. En mi caso, indicó, dando unas palmaditas al lado de la cama donde estaba recostada, cuán importantes consideraba las conversaciones que habíamos tenido a las dos o una de la madrugada. Dijo que una de las razones era que siempre podíamos hablar, y añadió: “Siempre supe que vendrías a verme cuando llegaras a casa.” Su voz tenía un tono de calidez que indicaba que esos habían sido momentos especiales para ella y que le habían dado gran confianza. (16 de junio de 1969)
Fiel a su carácter, Mildred tomó el control cuando su visita de dos días llegó a su fin. Aunque ambos sabían que sería su última oportunidad de hablar en esta vida, ella insistió en que él tomara un vuelo más temprano a casa para poder descansar bien antes de una presentación profesional que debía hacer al día siguiente. Hal le sostuvo la mano y se arrodilló junto a la cama con la intención de orar, pero sintió que la garganta se le cerraba y temió que la voz se le quebrara. Ella, con su acostumbrada objetividad, le sugirió que no la besara, ya que se había autodiagnosticado una infección que no quería contagiarle. El momento para orar pasó.
Al marcharse, Hal se detuvo en la puerta. “Madre,” preguntó sonriendo, “¿no tienes más críticas para mí?”
“No, Hal,” respondió ella con una sonrisa propia. “No estás tan mal.”
“Nos veremos pronto,” dijo él.
“Sí, querido.”
Puede que hayas sido bendecido con una madre como la mía, para quien el plan de salvación era una realidad. Más de una vez me quejé de alguna dificultad durante mis años escolares. Su respuesta, dada con un tono completamente natural, fue: “Hal, ¿qué más esperabas? La vida es una prueba.” Ella sabía que, como yo entendía el plan, su afirmación de lo obvio me daría esperanza, no desánimo.
—Discurso, 21 de octubre de 1997
Mildred cayó en coma dos días después y partió poco más de una semana más tarde. La tranquila dignidad con que soportó su última prueba no dejó duda en la mente de Hal de que, para su madre, “el plan de salvación era una realidad.” Como explicaría en un devocional en la Universidad Brigham Young:
Ella sabía, y yo también, que cuanto mayor es la prueba, mayor es el cumplido de un amoroso Padre Celestial. Murió después de una década de sufrimiento a causa del cáncer. En su funeral, el presidente Kimball dijo algo así: “Algunos de ustedes quizá se pregunten qué grandes pecados cometió Mildred para tener que soportar tanto sufrimiento. No tuvo nada que ver con el pecado. Fue que su Padre Celestial quiso pulirla un poco más.”
Recuerdo que mientras estaba sentado allí, me preguntaba qué pruebas me esperaban a mí si una mujer tan buena podía ser bendecida con un refinamiento tan arduo.
Influencias perdurables
A lo largo de la vida de Hal, las expectativas de sus padres lo motivaron, cada uno a su manera. Desde el púlpito, él solía hablar más acerca de su célebre padre. Admiraba la fe infantil de Henry y su disposición para testificar de la verdad en cualquier entorno, incluidos los congresos científicos donde pocos compartían su fe. En su padre, Hal veía los efectos de “una humildad que es energizante, no debilitante.” Esa perspectiva le permitía explicar la aparente paradoja de los mandatos divinos de ser tanto sabio como humilde:
Debes buscar la excelencia educativa evitando al mismo tiempo el orgullo, el gran destructor espiritual. La mayoría de las personas se preguntarían si es posible buscar la excelencia en cualquier cosa sin sentir cierto grado de orgullo. . . . Les diré que no solo pueden buscar la excelencia educativa y la humildad al mismo tiempo para evitar el peligro espiritual, sino que el camino hacia la humildad es también la puerta de entrada a la excelencia educativa.
Hal admiraba y aprendió lecciones vitales de ambos padres. Pero si, por temperamento, tendía más hacia uno de ellos, tal vez fuera hacia Mildred. El primer recuerdo que Hal compartió con la Iglesia en general no fue sobre su famoso padre, sino sobre su madre. Un año después de su muerte, en 1970, se le pidió que escribiera un artículo describiendo la influencia de ella como madre para The Instructor, la revista de la organización de la Escuela Dominical. En él relató su última conversación con ella, en un artículo titulado “Fe en la disciplina de mi madre.” El artículo comenzaba así: “La última vez que hablé con mi madre le pedí su desaprobación. Me sentí decepcionado,” dijo, “al no recibir su crítica.” Y explicó:
¿Por qué alguien querría ser corregido? Como la mayoría de las personas, siento un calor que me sube por el cuello, justo detrás de las orejas, cada vez que alguien intenta enderezarme, ya sea un líder del sacerdocio o mi propio hijo. Y, sin embargo, la disciplina de mi madre, impartida con palabras tan firmes como las que haya escuchado jamás, rara vez despertó en mí ese destello de rebeldía que todavía siento cuando alguien más me corrige. ¿Por qué?
Al responder a su propia pregunta, Hal mencionó dos de las cualidades más destacadas de su madre. “Primero, ella sabía de lo que hablaba. Yo estaba completamente seguro de que sabía qué cosas me harían infeliz. Segundo, sabía que Madre ponía mi bienestar por encima del suyo propio.”
Madre no era perfecta, pero me parecía perfecta en una cosa. Podías confiar en su disciplina. Ese hecho te hacía aceptarla —de hecho, casi buscarla—. Cuando decía que estabas equivocado, eso tenía un significado especial. No era simplemente que hubieras roto sus reglas o la hubieras decepcionado. Sabías que habías hecho algo que te haría daño si no te arrepentías. Toda disciplina que funcione debe basarse firmemente en esa fe. La disciplina sin esa fe genera rebeldía, y luego la necesidad de más disciplina, en un ciclo interminable.
Los hijos no esperan perfección. Pero deben creer que la disciplina proviene de una comprensión real y de un verdadero desinterés, al menos la mayor parte del tiempo. Un niño puede confiar mejor en eso cuando sabe que sus padres también aceptan la disciplina.
Hoy es el cumpleaños de mi madre. Pensé en ella. En mi mente es alta y fuerte, pero también bondadosa. El pensar en ella me hace sentarme más erguido, alcanzar un poco más alto. Ella siempre lograba eso en mí. Una gran mujer, y mi amiga.
—Diario, 23 de mayo de 1972
HAL Y MILDRED DURANTE SU ÚLTIMA VISITA A SU HOGAR EN CALIFORNIA
Por coincidencia, Hal se encontraba de visita desde California, pasando un tiempo con su padre en Salt Lake City, cuando escribió el artículo para The Instructor. Se alojó en su habitación de la infancia, en el sótano de la casa familiar. Terminó el artículo con estas líneas:
Acabo de mirar dentro de esa habitación donde Madre y yo tuvimos nuestra última conversación. Hay tres cuadros agrupados en la pared, todos de Jesús. Madre nunca habló mucho del Salvador. Pero sentía que lo conocía. Eso hacía más fácil darle el beneficio de la duda. Tal vez no siempre supo lo que era mejor, y tal vez no siempre me puso por encima de sí misma. Pero no recuerdo una ocasión en la que estuviera dispuesto a correr el riesgo de dudarlo. Sabía demasiado bien de dónde provenían tanto su comprensión como su compasión.
Ojalá me hubiera corregido una vez más.
2
Pregunta a Dios si estas cosas no son VerdaderasY cuando recibáis
estas cosas,
quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios, el Padre Eterno,
en el nombre de Cristo,
si no son verdaderas estas cosas;Y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención,
teniendo fe en Cristo,
Él os manifestará la verdad de ellas,
por el poder del Espíritu Santo.
— Moroni 10:4
El joven Hal Eyring fue bendecido por una herencia familiar de testimonio. Sus padres nunca vacilaron en su convicción de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días fue establecida por medio de José Smith exactamente de la manera en que él testificó. El padre de Hal, Henry, había creído en el testimonio de José Smith que su propio padre, Ed, compartió con él el día antes de que partiera a la universidad. Henry contó la historia de esta manera:
Era un viernes por la noche de septiembre de 1919. Había estado acarreando heno todo el día en Pima, Arizona. Hacía mucho calor y habíamos estado bebiendo mucha agua. El lunes iba a comenzar las clases en la Universidad de Arizona, donde estudiaría Ingeniería de Minas. Esa noche, mi padre, como suelen hacer los padres, sintió el deseo de tener una última conversación con su hijo. Quería asegurarse de que yo siguiera por el camino recto y estrecho. Dijo: “Henry, ¿no quieres venir y sentarte? Quiero hablar contigo.”
Bueno, prefería hacer eso que lanzar heno en cualquier momento. Así que fui y me senté con él.
“Somos buenos amigos, ¿verdad?”
“Sí,” le dije, “creo que lo somos.”
“Henry, hemos cabalgado juntos por los campos, y hemos trabajado la tierra juntos. Creo que nos entendemos. Bueno, quiero decirte esto: estoy convencido de que el Señor usó al Profeta José Smith para restaurar Su Iglesia. Para mí eso es una realidad. No tengo ninguna duda al respecto. Ahora bien, hay muchos otros asuntos que son mucho menos claros para mí. Pero en esta Iglesia no tienes que creer en nada que no sea verdadero. Ve a la Universidad de Arizona y aprende todo lo que puedas, y cualquier cosa que sea verdadera forma parte del evangelio. El Señor en realidad dirige este universo. Estoy convencido de que inspiró al Profeta José Smith. Y quiero decirte algo más: si vas a la universidad y no eres profano, si vives de tal manera que te sientas cómodo en la compañía de gente buena, y si vas a la iglesia y haces las otras cosas que siempre hemos hecho, no me preocuparé de que te apartes del Señor.”
“La mejor explicación”
Henry edificó sobre este testimonio de José Smith a lo largo de toda su vida. Además de confiar implícitamente en su padre, podía ver la lógica en la historia de José Smith sobre su encuentro con Dios el Padre y Jesucristo, y en todo lo que le ocurrió después de esa Primera Visión. A menudo comparaba la experiencia de José con la de Pablo, quien vio al Salvador en el camino a Damasco. En la mente de Henry, simplemente tenía sentido creer en las historias que Pablo y José Smith contaron, basándose en lo que lograron en sus vidas. Estaba convencido de que habían sido instruidos divinamente. Quería seguir a hombres como ellos por lo que podían enseñarle acerca de su Padre Celestial, con quien deseaba comunicarse. Con su entusiasmo y agudeza característicos, explicó su punto de vista a un grupo reunido en la Universidad Brigham Young:
“¿Qué clase de hombre era Pablo? Diría que hay dos cosas sobre él que son seguras. Primero, que era extremadamente capaz. No podrías realizar la obra misional, escribir todas esas epístolas que él escribió y hacer todo el trabajo que hizo sin tener una mente de primera categoría. En segundo lugar, el hombre estaba absolutamente convencido de su experiencia. Puede que haya estado equivocado. Puede que haya tenido epilepsia. Puede que haya estado loco como una cabra, pero me gustaría estar loco de la misma manera.”
“El Profeta José Smith, diría yo, es casi exactamente como Pablo. Es decir, no hay duda en mi mente de si era capaz: el tipo de hombres que se reunieron a su alrededor, que lo escucharon, quedaron impresionados y construyeron toda su vida en torno a él; la manera en que el Evangelio prosperó; los tremendos conceptos que tenía sobre la vida eterna, la preexistencia y la continuación a través de las eternidades, y el considerar esta vida como un viaje grandioso. Y él es grandioso. Pero también estaba convencido. Ya sea que digas que José Smith vio a alguien o no, en lo que a él respecta, todo indica que estaba absolutamente convencido, igual que Pablo lo estaba. Bueno, tal vez ambos eran epilépticos. Pero no lo creo, y no pienso que esa sea la mejor explicación. Tengo que decidir por mí mismo, pero estoy convencido de que la mejor explicación es la de ellos.”
Como químico, Henry era un constructor de modelos. Los átomos en los que le encantaba pensar son imposibles de ver en el nivel que realmente importa en las reacciones químicas: el del electrón. De acuerdo con algo llamado el principio de incertidumbre de Heisenberg, lo mejor que un químico puede hacer es construir modelos que aproximen el comportamiento de las partículas atómicas. Henry, un matemático talentoso, creó una ecuación ampliamente utilizada, o modelo matemático, para predecir ese comportamiento. El modelo, que probó en experimentos de laboratorio, finalmente le permitió “ver” los átomos y electrones en su mente. Gracias a cálculos matemáticos y observaciones experimentales, podía imaginar la realidad invisible oculta a sus ojos naturales. El modelo resultó útil no solo en su ciencia, sino también en todo tipo de aplicaciones prácticas, desde la producción de productos químicos industriales hasta el tratamiento de enfermedades. Henry y quienes usaron la “ecuación de Eyring” podían operar con confianza en el mundo cotidiano gracias a su modelo del mundo invisible.
Henry parece haber adoptado un enfoque similar para comprender las realidades espirituales. Al igual que su padre, Ed, confiaba en los relatos que Pablo y José Smith dieron de sus visiones, dos grandes “experimentos” espirituales que revelaron la naturaleza del Padre Celestial y del Salvador. En particular, Henry concluyó, a partir de los testimonios de Pablo y José Smith, que podía esperar una revelación continua, incluidas respuestas a sus propias oraciones. De hecho, había realizado sus propios experimentos espirituales y encontró evidencia satisfactoria de que su Padre Celestial estaba tan atento y cercano como su padre terrenal.
DR. HENRY EYRING DEMOSTRANDO ENERGÍA MOLECULAR
He puesto en práctica lo que el Salvador dijo y he orado, y, en lo que a mí respecta, he recibido respuestas a mis oraciones. Así que, para mí, es el mismo tipo de sentimiento que tengo al saber que tengo un padre terrenal. He tenido relación con Él y he sabido cosas acerca de Él. He recibido cosas de Él, he orado y he obtenido respuestas a oraciones que estoy convencido de que no fueron mera casualidad. Y así, todo esto, en lo que a mí concierne, es una realidad.
Henry llegó a la conclusión de que José Smith no solo había visto al Padre Celestial y al Salvador, sino que también había recibido poder del sacerdocio. Por lo tanto, no sentía preocupación alguna por las debilidades humanas ni de José ni de sus sucesores en el sacerdocio. Si ellos eran lo suficientemente buenos para Dios, razonaba, también eran lo suficientemente buenos para él. De hecho, Henry veía en las imperfecciones incluso de los mejores miembros de la Iglesia una razón para tener esperanza de que él también podía ser un colaborador en el reino del Señor. Era una visión de la capacidad de Dios para obrar mediante hombres y mujeres imperfectos, lo que más tarde daría esperanza a Hal en su ministerio. Henry expresó esta idea de la siguiente manera:
“Me gustan las contradicciones. Me gusta un poco de desorden, y me alegra cuando alguno de los hermanos dice algo que me parece un poco tonto, porque pienso que si el Señor puede soportarlo a él, tal vez pueda soportarme a mí. Así que eso es todo, y creo que tal vez haya un cierto tropiezo que algunos de nosotros tenemos: esperamos que otras personas sean un tipo de perfección que ni siquiera intentamos alcanzar nosotros mismos. Esperamos que los hermanos, o el obispo, o el presidente de estaca, o las Autoridades Generales no sean siquiera humanos. Esperamos que el Señor simplemente abra y cierre sus bocas, pero Él no hace eso: ellos son seres humanos; pero son maravillosos, y hacen las cosas mejor de lo que las harían si no fuera por la ayuda del Señor.”
Claramente, mi problema y tu problema es oír la palabra de Dios de y a través de maestros y líderes imperfectos. Esa es tu prueba y la mía. Y también es nuestra oportunidad. … Dios ha dicho que, si vamos a regresar a casa otra vez, debemos no solo oír Su voz de manera privada por nuestro propio esfuerzo, sino también por medio de la voz de Sus siervos que, cuando hablan por el poder del Espíritu, hablan como si fuera Su propia voz.
—Discurso, 4 de septiembre de 1998
El testimonio de Mildred sobre el mormonismo
Al igual que su esposo, Mildred Bennion Eyring obtuvo a una edad temprana un testimonio inquebrantable del evangelio restaurado de Jesucristo. Su testimonio estaba arraigado en los recuerdos de su infancia. Ya en los últimos años de su vida, observó:
“La religión siempre ha significado para mí más que una simple ‘filosofía de vida’, como muchos suelen llamarla. Es mucho más cálida, más personal, más profundamente motivadora de lo que cualquier filosofía intelectual podría ser. En mi niñez, nuestro hogar no podía calificarse como muy religioso. Mis padres no eran muy activos en la Iglesia, pero no puedo recordar un momento en que no ‘dijera mis oraciones’ antes de irme a dormir, y siempre dábamos gracias por los alimentos. Y nosotros, los niños, siempre debíamos asistir a la Escuela Dominical y a las otras reuniones auxiliares. No había lectura de las Escrituras ni discusiones sobre ellas por parte de nuestros padres, pero las reglas contenidas en los Diez Mandamientos eran comprendidas y seguidas. El único trabajo que se hacía en domingo era el riego necesario cuando nos tocaba el turno de agua ese día, y los ‘quehaceres’ que debían hacerse, de modo que cuando crecimos y nos involucramos en las actividades de la Iglesia, no fue necesario realizar ningún cambio drástico en nuestro modo de vida. Mi ‘conversión’ ha sido tan gradual que no podría señalar el momento en que ocurrió. No ha habido un tiempo en mi vida en el que haya dudado de la verdad del evangelio ‘mormón’.”
También, al igual que Henry, Mildred parece haber fortalecido su fe infantil mediante el estudio y el razonamiento en su vida adulta:
“Siempre me ha interesado la historia, y la historia de la Iglesia primitiva, la vida de José Smith y el Libro de Mormón siempre me han intrigado y satisfecho mi mente práctica. Para aquellos que dicen que pueden aceptar cualquier cosa excepto los milagros, quizá no parezca muy realista, pero cuando algo existe —como la Iglesia y el Libro de Mormón— y solo hay una manera de explicar su existencia, entonces esa explicación es lógica, aunque parezca milagrosa. La explicación que dio José Smith es la mejor que se ha dado hasta ahora, y ha habido muchos intentos de dar mejores explicaciones, pero ninguna de ellas, excepto la de José, resiste los hechos.”
Mildred compartía también la perspectiva de su esposo sobre los líderes de la Iglesia: que sus inevitables debilidades humanas no eran motivo de alarma ni de incredulidad:
“Me alegra no tener que creer en la infalibilidad de ningún ser humano. Mi fe en el evangelio nunca ha dependido del comportamiento de las personas. Conozco demasiado bien mis propias debilidades y observo con demasiada frecuencia tendencias similares en otros como para creer que alguien es perfecto. Pero como creo en un Dios que es un Padre sabio y amoroso, estoy dispuesta a confiar en Él para que guíe a Sus hijos, a quienes ha dado las responsabilidades de liderazgo, según lo considere apropiado. A veces pueden hacer cosas que no entiendo, pero eso no cambia mi relación con Dios ni mi fe en Él, ni mi obligación de comportarme como sé que debo hacerlo. El albedrío es un don maravilloso y una responsabilidad muy grande.”
Los sentimientos de testimonio de Hal
En su vida adulta, Hal Eyring solía hablar de las semillas de su testimonio del evangelio. Atribuía el mérito inicial a su madre. En una carta que le escribió en 1955, mientras servía en la Fuerza Aérea, le rindió este amoroso tributo:
“De alguna manera sutil que no comprendo, aprendí a los pies de mi madre que el evangelio de Jesucristo es verdadero, que había sido restaurado a la tierra, y que solo sirviendo a nuestro Padre, mediante la Iglesia, se puede hallar cualquier clase de felicidad. Aprendí que lo más maravilloso del mundo era un hogar donde el evangelio fuera el vínculo común del amor y la forma de vida.”
“No recuerdo mucho de lo que mis padres dijeron acerca del Espíritu Santo, pero recuerdo lo que sentí al verlos hacer las cosas que traían al Espíritu Santo a nuestro hogar.”
—Discurso, 5 de octubre de 2003
Aunque el testimonio más temprano de Hal provino de su madre y su padre, fue de una variedad sutilmente diferente a la de ellos. Mientras que sus padres solían expresar su fe en términos de razonamiento, él hablaba más típicamente en términos de sentimientos. De hecho, la mayor contribución de sus padres a su testimonio no provino de sus palabras ni de su lógica, sino de lo que él sintió al observarlos vivir el evangelio.
Los sentimientos de testimonio de Hal también crecieron mediante la lectura de las Escrituras, especialmente de un pasaje favorito escrito por el apóstol Pablo. En 1989, como miembro del Obispado Presidente, describió su amor por un pasaje bien conocido de la carta de Pablo a los santos de Corinto.
“Uno de mis primeros recuerdos es el de leer las Escrituras en un salón de clases. La ley del país aún no lo prohibía, así que las escuelas públicas de Princeton, Nueva Jersey, comenzaban cada día escolar con un ritual estándar. No puedo recordar la secuencia exacta, pero sí el contenido. En nuestro salón, prometíamos lealtad a la bandera—al unísono, de pie, con la mano sobre el corazón. Un estudiante, diferente cada día, leía versículos que él o ella había escogido de la Biblia, y luego recitábamos en voz alta, todos juntos, la Oración del Señor.
“Así que aproximadamente cada veinticinco días escolares, llegaba mi turno de elegir la escritura. Yo siempre elegía la misma, de modo que mis compañeros seguramente sabían lo que venía cuando era mi día. No recuerdo cuándo escuché por primera vez esas palabras; eso se ha perdido en la niebla de la infancia. Pero puedo recitarlas ahora, y con ellas regresan los sentimientos. Sucedía cada vez, y aún sucede:
‘Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.
‘Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia; y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo caridad, nada soy.’ (1 Corintios 13:1–2).
“Recordarán el resto, a lo largo de ese capítulo trece de 1 Corintios. Para cuando leía las primeras palabras, el sentimiento regresaba. El sentimiento no era solo que las palabras fueran verdaderas, sino que hablaban de un mundo mejor en el que yo deseaba, con todo mi corazón, vivir. Para mí, el sentimiento era aún más específico, y sabía que no provenía de mí mismo. Era que existiría, o podría existir, una vida mejor, y que estaría en una familia que algún día tendría. En ese entonces, en un futuro distante, podría vivir con personas de una manera mejor, más amable, incluso más allá del mejor y más bondadoso mundo que había conocido de niño.
“Ahora bien, los niños pequeños no hablan de esas cosas, no con nadie. Podrías confiarle a alguien que algún día quieres jugar béisbol en las grandes ligas. Pero no dirías que sabes que algún día tendrás un hogar donde sentirás lo que sentiste al escuchar el capítulo trece de 1 Corintios. Así que nunca hablé con nadie sobre esos sentimientos.”
Un testimonio de los convenios y del poder del sacerdocio
Aunque Hal mantenía sus sentimientos de testimonio y su fe en el futuro para sí mismo, estos aumentaban constantemente. Un cambio dramático ocurrió el día de su bautismo. Sus padres lo llevaron en automóvil las cuarenta y cinco millas desde su hogar en Princeton hasta Filadelfia, donde la Iglesia había terminado un hermoso edificio de ladrillo rojo apenas tres años antes. La capilla tenía una pila bautismal, así como un mural que representaba el sueño de Lehi sobre el árbol de la vida. Hal quedó impresionado por las vívidas imágenes de la barra de hierro y las tinieblas del error.
“El bautismo no es una manera de entrar en la Iglesia; no es una forma de unirse a la Iglesia que ama a las familias; no es una manera de unirse a la Iglesia de la gente amable. Es aquello que uno busca cuando tiene un corazón quebrantado y un espíritu contrito, y suficiente comprensión de la ley quebrantada como para decir: ‘Necesito las bendiciones del bautismo. Necesito ser limpiado.’”
—Discurso, 25 de enero de 1997
Después del sencillo servicio bautismal, los Eyring regresaron de inmediato a Princeton. Hal viajó en la parte trasera del automóvil, pero iba de pie, inclinado hacia el asiento delantero y mirando entre sus padres hacia el camino que tenían delante. Un sentimiento de gran responsabilidad se apoderó de él. Durante varios años le habían enseñado que el bautismo lo haría responsable de sus acciones. En ocasiones, había distorsionado ese principio, racionalizando que pequeñas indiscreciones, como tomar una moneda de diez centavos del bolso de su madre para comprar helado, podían estar bien para un niño menor de ocho años. Incluso entonces, había sentido el peso de esa falsedad. Pero el bautismo le trajo la verdad con toda su fuerza. “Ahora soy realmente responsable”, pensó.
Aun antes de su bautismo, el aprecio de Hal por los convenios y el poder del sacerdocio había estado creciendo. El recuerdo de una experiencia juvenil lo acompañó durante toda su vida. La compartió públicamente en su primer discurso como Autoridad General, dado el domingo 7 de abril de 1985. Había sido sostenido la tarde anterior como primer consejero del recién llamado Obispo Presidente Robert D. Hales. Ese domingo, en el Tabernáculo de Salt Lake, describió la inquietud que había sentido desde que fue llamado como Autoridad General, dos días antes, por el presidente Gordon B. Hinckley:
“Algo me sucedió ayer por la tarde que me resultó de gran ayuda, y quizá también pueda serlo para ustedes. Desde ese momento, el temor se ha ido. Ocurrió cuando el obispo Hales estaba hablando en conferencia. Mencionó que nos conocíamos desde la niñez, y mientras lo hacía, un recuerdo volvió a mi mente. Era de un salón de baile de hotel en New Brunswick, Nueva Jersey. Probablemente el obispo Hales no estaba allí, ya que vivía en lo que para nosotros parecía una estaca bien establecida en Nueva York. Nosotros estábamos en el Distrito de Nueva Jersey, un solo distrito que abarcaba todo el estado. La Rama de Princeton se reunía en el comedor de mis padres. Papá era el presidente de rama. Mamá era tanto la pianista como la directora de música (lo cual es difícil de hacer, si lo piensan). No había otra familia en la rama con niños, así que mi hermano Ted era el sacerdocio aarónico, y mi hermano Harden y yo éramos todos los que había de Primaria y Escuela Dominical infantil. Las congregaciones eran jóvenes estudiantes que estaban allí por casualidad… y unos pocos conversos mayores—ninguno con cónyuges que fueran miembros.
“No había edificio, ni gimnasio, ni centro de estaca, así que viajábamos a un salón de hotel para lo que debió de ser una conferencia de distrito. Yo estaba sentado en una silla plegable, en algún lugar cerca de la parte trasera, junto a mi madre. Debí haber sido muy pequeño, porque recuerdo que metía las piernas por el respaldo de la silla y me sentaba hacia atrás en lugar de hacia adelante. Pero entonces recuerdo haber oído algo—la voz de un hombre desde el púlpito. Me di vuelta y miré. Todavía recuerdo que el orador estaba en un estrado colocado sobre una tarima de madera. Había una ventana alta detrás de él. Era el visitante del sacerdocio. No sé quién era, pero era alto y calvo, y me parecía muy anciano.
“Debió de estar hablando del Salvador o del Profeta José, o de ambos, porque eso era de lo único que recuerdo haber oído hablar en aquellos días. Pero mientras hablaba, supe que lo que decía provenía de Dios y que era verdad, y sentí un ardor en mi corazón. Eso fue antes de que los eruditos me dijeran lo difícil que era saber. Yo simplemente lo sabía con certeza—sabía que era verdad. Y cuando escuché al obispo Hales ayer, supe que lo que decía provenía de Dios y que era verdad, y entonces el temor desapareció.”
Hal disfrutó de una experiencia similar que fortaleció su testimonio unos años más tarde cuando, durante una visita veraniega de Nueva Jersey a Utah, sus padres arreglaron para que recibiera su bendición patriarcal. El patriarca, un pariente lejano, expresó ideas significativas para Hal de maneras que él no habría podido comprender, sin importar cuán cercana fuera su relación.
“Cuando tenía once años, mis padres me dejaron en la casa de Salt Lake City de mi tío abuelo Gaskell Romney. Él era patriarca y, como era el tío de mi padre, podía darme a mí, un muchacho del campo misional, una bendición patriarcal. No creo que siquiera se haya sentado a conversar conmigo. No me conocía, salvo por ser el hijo de mi padre. Simplemente me condujo por la casa hasta una habitación donde había un dispositivo de grabación sobre una mesa. Me sentó frente a una chimenea, puso sus manos sobre mi cabeza y comenzó a dar primero mi linaje y luego una bendición.
“Comenzó a hablarme del hogar en el que algún día sería el padre. Fue entonces cuando abrí los ojos. Sé que las piedras de la chimenea estaban allí porque comencé a mirarlas fijamente. Me pregunté: ‘¿Cómo puede este hombre saber lo que solo está en mi corazón?’ Describió con detalle concreto lo que había sido solo un anhelo; pero yo podía reconocerlo. Era el deseo de mi corazón: ese futuro hogar y familia que yo pensaba que era secreto. Pero no era secreto, porque Dios lo sabía.”
Estas experiencias tempranas establecieron un patrón en la vida de Hal: su testimonio provenía más de los sentimientos que de la razón, y esos sentimientos surgían al observar las acciones y escuchar las palabras de los siervos de Dios. Así fue cuando se sentaba a los pies de su madre y cuando observaba a sus padres en su servicio en la Iglesia. También fue así en aquel salón de hotel en New Brunswick, donde el visitante del sacerdocio pudo haber sido el alto, calvo y “muy anciano” presidente Heber J. Grant—o quizá una autoridad menos elevada cuya influencia, sin embargo, fue igualmente poderosa sobre Hal. Y fue así cuando se sentó frente a la chimenea del patriarca Gaskell Romney, quien milagrosamente conocía los deseos secretos de su corazón. En todos estos casos, su testimonio de la Iglesia provenía de la seguridad, transmitida por el Espíritu Santo, de que los siervos de Dios estaban hablando. Veía a los ungidos del Señor como aquellos que no solo actuaban con Su autoridad, sino en Su lugar.
“Si esperan en el Señor la próxima vez que escuchen a las Autoridades Generales de la Iglesia, si se olvidan de ellos como personalidades humanas y escuchan la voz del Señor, les prometo que la reconocerán en las palabras pronunciadas por Sus siervos. Tendrán una tranquila seguridad de que esos seres humanos han sido llamados por Dios y de que Dios honra sus llamamientos.”
—Discurso, 30 de septiembre de 1990
Testimonio probado y fortalecido
El testimonio de Hal sobre la Iglesia y sus líderes fue puesto a prueba y fortalecido durante su adolescencia. Crecer tan lejos del centro de la Iglesia trajo pruebas únicas, pero también bendiciones invaluables. Con el racionamiento de gasolina durante la Segunda Guerra Mundial, los Eyring no podían viajar más allá de Princeton para las reuniones dominicales. Siendo la única familia SUD bien establecida allí, abrieron su hogar para los servicios de adoración. Mildred se convirtió, en sus propias palabras, en “la conserje, organista, líder de clase y secretaria, además de alimentar a los visitantes casi todas las semanas.” Estas modestas condiciones de reunión enseñaron a Hal una valiosa lección: “Aprendí entonces que la Iglesia no es un edificio; la Iglesia ni siquiera es un gran número de personas. Me sentí cerca del Padre Celestial y supe que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es Su iglesia; no importaba que nuestra pequeña rama se reuniera en nuestro comedor.”
Entre los visitantes más habituales que Mildred alimentaba estaban los misioneros de tiempo completo. Especialmente durante la guerra, los misioneros que se reunían en el hogar de los Eyring sentían una profunda gratitud por el amor y el apoyo que recibían allí. Casi todos esos élderes tenían condiciones médicas que los eximían del servicio militar, pero que hacían difícil la obra misional; muchos habrían preferido estar sanos y luchando por su país. Hal se sentía atraído e inspirado por esos misioneros inusualmente humildes. En el funeral de Mildred, su primo Howard S. Bennion destacó el efecto beneficioso que esto tuvo en Hal y sus hermanos: “Durante años, el hogar de los Eyring en Princeton fue el escenario de cenas dominicales para misioneros felices y hambrientos. Un subproducto de todo ese servicio devoto en la Iglesia y de la asociación con la vida misional fue la formación de tres buenos Santos de los Últimos Días entre sus tres hijos.”
Princeton, donde Hal y su hermano mayor, Ted, eran los únicos miembros de la Iglesia en su escuela, le dio a Hal amplias oportunidades de ser una especie de misionero él mismo. Mildred observó cómo él buscaba “amistad con el tipo equivocado de muchachos en la escuela del municipio, impulsado por su sentimiento de que podía ayudarlos.” En realidad, Hal simplemente mostraba amabilidad hacia los muchachos de su diverso vecindario de clase trabajadora. Mildred y Henry habían evitado deliberadamente “la calle del profesorado”, la zona más acomodada de Princeton, donde temían no solo el alto costo de vida sino también las actitudes de privilegio. El precio de esa decisión, sin embargo, fue que sus hijos crecieran con compañeros de juego cuyas vidas familiares eran difíciles. El amigo más cercano de Hal era hijo de un alcohólico abusivo; a pesar de la amistad de Hal, el muchacho más tarde cumpliría una condena por asesinato. La influencia de Hal sobre otro amigo cercano, sin embargo, pudo haber sido más profunda: ese muchacho creció y se convirtió en ministro.
Como ciudad universitaria en un estado predominantemente industrial, Princeton albergaba grupos demográficos muy diferentes. En un extremo estaban las familias relativamente acomodadas de profesores universitarios y corredores de bolsa locales que viajaban en tren a la ciudad de Nueva York. En el otro extremo estaban los italoamericanos y afroamericanos, minorías étnicas que enfrentaban oportunidades educativas y económicas mucho más limitadas. De estos dos grupos minoritarios surgieron dos grandes pandillas: los Jokers y los Hawks. Los Hawks vestían chaquetas negras de cuero, los Jokers chaquetas “brillantes” color granate oscuro. Ambas pandillas tenían pistolas artesanales, llamadas zip guns: artefactos caseros con un mango de madera, un pequeño tubo como cañón, un clavo envuelto en una banda elástica como martillo y una bala real de calibre .22.
La decisión de Mildred y Henry de no vivir en la calle del profesorado significó que sus hijos eran minoría en su escuela. El mayor y más fornido Ted podía defenderse en las peleas que inevitablemente enfrentaban, pero el alto y delgado Hal necesitaba protección. Esta llegó no solo de Ted, sino también de una fuente inesperada. El pequeño Hal, de diez años, fue protegido por uno de los Hawks afroamericanos, un adolescente llamado Tommy Holmes, quien era uno de los miembros más grandes y fuertes de la pandilla. Tommy acudió por primera vez al rescate de Hal cuando varios jóvenes Hawks lo habían acorralado. “Él es mi amigo”, declaró Tommy con una voz que puso fin al enfrentamiento al instante.
“En medio del mundo en el que él vivía, Tommy era bueno. Siempre decimos que uno será juzgado según lo bien que haya actuado con lo que tenía. Tommy actuaba extremadamente bien considerando los desafíos que enfrentaba.”
—Entrevista de 2012
A partir de entonces, Hal disfrutó de la protección de Tommy, la cual fue ofrecida sin condición alguna. La inexplicable aparición de Tommy como un guardián encajaba en un patrón que Hal reconocería a lo largo de su vida. Podía ver el poder divino detrás de la protección de Tommy. Hal aprendió otra lección importante de su amistad con él: al parecer, el Señor no se limitaba a usar a los miembros de la Iglesia para cumplir Sus propósitos.
Una mudanza difícil
Irónicamente, la mudanza de la familia a Utah cuando Hal tenía trece años trajo pruebas de fe tan duras como las de Princeton. Al principio, la vida en Utah le resultó desagradable. Se burlaban de su acento, no hizo amigos cercanos y anhelaba regresar a Nueva Jersey. No encontraba mucha satisfacción ni en sus estudios ni siquiera en el baloncesto, para el cual tenía un talento creciente. En un momento de autocompasión, tuvo una impresión. Una voz espiritual habló en su mente, advirtiéndole:
“Sentí, no escuché, una voz. Fue una impresión, que supe entonces provenía de Dios. Era este pensamiento, muy cercano a estas palabras: ‘Algún día, cuando sepas quién eres realmente, lamentarás no haber aprovechado mejor tu tiempo.’ Entonces pensé que la impresión era extraña, ya que creía estar usando bien mi tiempo y pensaba que sabía quién era. Ahora, años después, estoy empezando a saber quién soy, y quién eres tú, y por qué lamentaremos tanto si no invertimos bien nuestro tiempo.”
“Durante mis años de adolescencia, por primera vez sentí el poder de los cuórums del sacerdocio y de un obispo amoroso. Todavía recuerdo y puedo sentir la seguridad que me llegó cuando me senté en un cuórum de sacerdotes junto a un obispo y supe que él tenía las llaves de un verdadero juez en Israel.”
—Discurso, 6 de abril de 2008
Esa impresión marcó un punto de inflexión en la vida de Hal. Dedicó toda su energía al estudio, especialmente del Libro de Mormón, que leyó muchas veces. También encontró un libro del presidente de la Iglesia David O. McKay titulado Gospel Ideals (Ideales del Evangelio); se convertiría, en sus palabras, en “una de las estrellas guía de mi vida.” Un capítulo en particular exploraba la manera en que los hombres debían ver y tratar a las mujeres. Hal lo adoptó como un estándar personal, aunque su compromiso sería puesto a prueba por las opiniones de algunos conocidos que deberían haber sabido mejor.
“Sus sublimes palabras más que tocaron mi corazón: sentí una confirmación de que eran verdaderas. Sin decírselo a nadie, tomé las palabras de David O. McKay como uno de mis estándares de bondad. Cinco o seis años después, estaba jugando baloncesto con un excelente equipo en una liga de una ciudad. Nuestro equipo estaba compuesto por misioneros retornados, más yo, el chico joven. Hasta ese momento, nunca había tenido una cita. Y no tenía hermanas, así que lo que pensaba saber sobre las chicas y sobre cómo debía tratarlas provenía principalmente de las visiones que obtuve de Gospel Ideals. Recuerdo una noche volviendo a casa después de un partido con esos misioneros retornados. Iba sentado en el asiento trasero del coche. Ellos hablaban sobre chicas. Aún puedo recordar el momento, incluso el lugar exacto donde estaba el coche, en qué calle, con las luces de la calle parpadeando dentro del vehículo mientras pasábamos bajo ellas. Recuerdo que, mientras los escuchaba, un pensamiento vino a mi mente: ‘He estado equivocado. Esos ideales sobre las chicas y sobre cómo uno debería sentirse respecto a ellas, cómo debería tratarlas, son irreales.’
“Por suerte, unos años después aprendí que ellos estaban equivocados y que el presidente McKay tenía razón. O tal vez, para ser justos con aquellos jóvenes, aprendí que lo que pensé que habían dicho, lo que pensé que habían sentido, lo que pensé que realmente hacían, no era el verdadero estándar de bondad.”
La mudanza a Utah tomó a Hal por sorpresa. Esperaba que iba a “Sion”. Suponía que un barrio grande que se reunía en una capilla elegante y una escuela secundaria donde la mayoría de los alumnos eran miembros de la Iglesia serían lugares más fáciles para vivir el evangelio. Pero descubrió que había impiedad en la ciudad de Salt Lake, al igual que en Princeton. Aprendió que la inmoralidad se extendía a través de todos los niveles económicos, sociales e incluso de membresía en la Iglesia. Sin embargo, también descubrió que lo mismo ocurría con la bondad.
HAL COMO JOVEN SCOUT
A medida que crecía, Hal observó que la mezcla de bien y mal persistía no solo de un lugar a otro, sino también a través del tiempo. “Los buenos viejos tiempos” eran una combinación tanto de cosas buenas como malas, igual que el presente. Se volvió cauteloso al clasificar a la Iglesia como más fuerte en un lugar que en otro, o a una época como más perversa que otra. Podía ver las fuerzas tanto del bien como del mal obrando, amplia y constantemente. La clave en todos los tiempos y lugares, decidió, es confiar en las promesas de Dios y en la ayuda que Él envía a quienes lo buscan. También llegó a la conclusión de que Sion estaba en el hogar que su madre había creado, ya fuera en Nueva Jersey o en Utah.
La decisión de Hal de aprovechar mejor su tiempo como estudiante de secundaria incluyó esforzarse más en su juego de baloncesto, lanzando una y otra vez al aro colocado sobre el garaje familiar hasta que le sangraron los dedos. Logró formar parte del equipo de baloncesto de la East High School de Salt Lake City, y aunque nunca obtuvo un puesto titular, simplemente estar en el equipo le dio suficiente reconocimiento social para que asistir a la escuela dejara de causarle temor. También disfrutó de la tutoría de un obispo destacado, Alvin R. Dyer, quien más tarde serviría como consejero de David O. McKay en la Primera Presidencia, y a quien Hal serviría como asistente en el cuórum de sacerdotes del barrio. El ejemplo del obispo Dyer fortaleció aún más su testimonio del liderazgo del sacerdocio.
EL “SEXTO HOMBRE” DE EAST HIGH SCHOOL
Hal nunca sintió que encajara en la escuela secundaria. Asistía al seminario temprano en la mañana en lugar de tomar las clases de “liberación de tiempo” durante el horario escolar. Eso le permitió graduarse al final de la temporada de baloncesto de su último año y pasar a la universidad en marzo, en lugar de quedarse con sus compañeros hasta mayo. Sin embargo, sin saberlo en ese momento, Hal se estaba convirtiendo en un ejemplo y un consuelo para otros jóvenes que compartían sus sentimientos de inseguridad social y sus deseos de progresar espiritualmente. Uno de sus compañeros de la East High School le expresó su agradecimiento treinta y cinco años después:
Estimado Dr. Eyring:
Usted no me recordará, pero eso no importa. Yo sí lo recuerdo a usted.
Esta carta es un agradecimiento muy atrasado. En la escuela secundaria, yo era un don nadie. Usted era un atleta popular. Sin embargo, siempre me saludaba en los pasillos. Sé que usted saludaba a todos, pero para esta persona, eso hizo una diferencia.
Usted no estaba limitado por la vanidad ni por un grupo de aduladores. Todos parecían importarle. He tratado de criar a mi familia para reflejar esos mismos ideales.
Gracias por las sonrisas cuando realmente las necesitaba. Gracias por mantenerse fiel y leal a los principios del evangelio.
3
Buscad el ConocimientoY como no todos tienen fe,
buscad con diligencia,
y enseñaos unos a otros palabras de sabiduría;
sí, buscad de los mejores libros palabras de sabiduría;
buscad el conocimiento,
aun mediante el estudio
y también por la fe.
— Doctrina y Convenios 88:118
Hal jugó baloncesto lo suficientemente bien en la escuela secundaria como para obtener becas universitarias, incluida una de Dartmouth. Pero el atractivo de esa oferta se desvaneció ante una lección de finanzas personales que le dio su padre. Henry le señaló la realidad de que la matrícula gratuita de Dartmouth no podía competir con su propia oferta de alojamiento y comida gratis en casa, más la matrícula en la cercana Universidad de Utah, donde él trabajaba. Hal hizo los cálculos financieros y se inscribió allí. Pronto se convirtió en un estudiante universitario felizmente sobrecargado de actividades. Gran parte de la “culpa” recaía en su florecimiento tardío, tanto como atleta como por su creciente popularidad en el campus.
En la East High School de Salt Lake City, Hal había sido un jugador sólido de baloncesto, el sexto hombre en un equipo perennemente fuerte. Pero su altura y peso completos —un metro noventa y un centímetro y setenta y cuatro kilos— no llegaron sino hasta después de la secundaria. Para entonces, ya era demasiado tarde para esperar un lugar en el equipo universitario de baloncesto de la Universidad de Utah. Sin embargo, Hal se convirtió en un entusiasta jugador de intramuros y de partidos informales; durante todo el año académico hacía de los entrenamientos y juegos nocturnos entre semana una prioridad. También se unió al equipo universitario de atletismo como saltador de altura. El equipo ya contaba con dos atletas All-American en esa especialidad, por lo que Hal no fue invitado a participar en los viajes de competencia. Sin embargo, podía saltar casi su propia estatura, el estándar competitivo de los universitarios de aquella época. A menudo, en las competencias locales de Utah, completaba un podio de 1-2-3 para los Utes.
Además de madurar atléticamente en la universidad, Hal floreció socialmente. No solo era el hijo del profesor más famoso de la universidad, sino que también era alto, delgado y apuesto. En ese tiempo, tenía tanto cabello como buena vista. Su cabello era oscuro y espeso, peinado con raya al lado izquierdo. En lugar de los característicos anteojos de carey que usaría más tarde, sus rasgos faciales más destacados eran la nariz fuerte y recta, de estilo romano, y la frente amplia heredadas de su madre. Atlético y elocuente, el Hal Eyring que había temido la escuela intermedia y que nunca había tenido una cita en la secundaria encontró que las tornas cambiaban en la universidad.
“No es otra pieza más moldeada del hombre común.”
—Élder Richard G. Scott
Su única desventaja social provenía de la condición que su madre impuso para permitirle unirse a una fraternidad universitaria: solo podría hacerlo si mantenía un promedio de calificaciones de “A” en sus clases. Mildred juzgó correctamente que los compromisos deportivos de Hal y sus nuevos intereses sociales harían difícil alcanzar ese nivel. Pero la falta de un suéter de fraternidad no resultó ser una verdadera desventaja, y Hal se sintió contento de no tener que ajustarse al “molde” social de nadie más. Como recordó su madre:
“Hal no alcanzó el estándar de calificación A, pero lo pasó de maravilla en todos los eventos de reclutamiento y llegó a conocer a todos los muchachos de las fraternidades y a las chicas de las hermandades femeninas. Después de un año con promedios de B, decidió que no quería ser un hombre de fraternidad. Tuvo todas las ventajas y ninguna de las desventajas.”
Viendo el rizo de un vector
Sacar calificaciones A habría sido más fácil para Hal de no ser por la condición que su padre impuso para pagar la matrícula de sus hijos: que se especializaran en física. Henry, un químico, creía que la física ofrecía la mejor formación universitaria posible debido a su énfasis en las matemáticas y su relevancia para la innovación tecnológica. En su vida, Henry había visto cómo el vuelo tripulado pasaba de las playas de Kitty Hawk a los límites del espacio. Se relacionó personalmente con los científicos que dominaron el poder del átomo y con otros que crearon las primeras computadoras electrónicas. Sabía que pronto los cohetes volarían más alto y las computadoras funcionarían mucho más rápido, y quería que sus hijos estuvieran preparados para tener éxito en un mundo así.
Aunque Hal tenía suficiente capacidad intelectual para la física, no se sentía atraído por ella. Parte del problema residía en sus sentimientos de relativa insuficiencia. Ted, un misionero retornado con hábitos de trabajo disciplinados, dominaba constantemente el material. Mientras Hal a menudo asistía a sus clases de física y matemáticas sin haber terminado los ejercicios de tarea, Ted siempre llegaba completamente preparado. Su desempeño sobresaliente era precisamente lo que los profesores de física esperaban del hijo del científico más distinguido de la universidad.
Hal, en cambio, se volvió cada vez más consciente de no estar a la altura de la reputación familiar. “Mi vida”, diría más tarde, “era marginal, según yo la veía, en el Departamento de Física de la Universidad de Utah. Algunos de esos profesores tenían una manera de enfatizar mis insuficiencias.”³ Recordó una conversación con un profesor de física que expresó asombro ante su incapacidad para visualizar una ecuación matemática compleja. “¿Me está diciendo, señor Eyring, que no puede ver el rizo de un vector?” Cuando Hal negó con la cabeza, abatido, el profesor suspiró. “Tal vez no tenga futuro en la física”, dijo. Asumiendo que incluso un hijo no tan brillante del Dr. Henry Eyring debería permanecer en una disciplina científica, el profesor sugirió una que aparentemente tenía en baja estima: “Quizás,” propuso, “debería probar con la química orgánica.”
Hal se equivocaba al concluir en ese momento que Ted tenía capacidades innatas que él no poseía, o que nunca llegaría a ser un buen científico. El verdadero problema era que aún no había encontrado el campo de estudio que naturalmente captara su atención. Afortunadamente, su padre diagnosticó el problema correctamente. Ocurrió una noche en el sótano de la casa de los Eyring, frente a un pizarrón.
“Cuando Hal está enfocado, puede lograr cualquier cosa.”
—Ted Eyring
Primeros principios y hora de la ducha
Hal solía buscar la ayuda de su padre con los problemas difíciles de física. Henry era un maestro de las matemáticas, capaz de resolver ecuaciones complejas mentalmente. Sin embargo, la ventana de tiempo para obtener su ayuda era estrecha. Henry permanecía en la universidad invariablemente hasta la hora de la cena, a las seis en punto. Y Hal tenía una limitación de tiempo al final: su meta era terminar la tarea de física antes de que comenzaran los partidos informales de baloncesto en la universidad, a las siete. Para cumplir con esa ventana de tiempo, intentaba resolver todos los problemas, excepto los más complicados, a última hora de la tarde, dejando solo unos pocos para llevar a su padre después de cenar.
La estrategia habría funcionado bien si no fuera por la creencia de Henry en la importancia de comprender lo que él llamaba los “primeros principios” de la física. Cuando Hal pedía ayuda con una ecuación particularmente compleja, necesaria para resolver un problema no trabajado del libro de texto, su padre típicamente respondía: “Hal, no nos preocupemos por lo que dice el libro; podemos derivar esta ecuación nosotros mismos, desde los primeros principios.”
Eso conducía a un largo viaje al sótano, donde un pizarrón colgaba en una pared sin terminar. Allí, Henry comenzaba a escribir las ecuaciones más fundamentales de la física. A partir de ellas guiaba a Hal a través de un ejercicio para que él mismo derivara las fórmulas complejas de su libro de texto. Trabajar desde los primeros principios era, lo sabía Henry, la mejor manera de enseñar a Hal no solo física, sino también la lección más amplia de pagar el precio necesario para comprender realmente un problema antes de intentar resolverlo. Su disposición a pasar tiempo con Hal frente al pizarrón reflejaba su creencia de que Hal tenía la capacidad de ser un buen solucionador de problemas.
HENRY EN EL PIZARRÓN
El problema, sin embargo, era que esas inmersiones profundas en los fundamentos matemáticos casi siempre tomaban más tiempo del que Hal esperaba, haciéndolo llegar tarde a los partidos de baloncesto, que ya estaban en marcha cuando él llegaba. Fue en uno de esos momentos tensos, con su valioso tiempo en la cancha desvaneciéndose, cuando Henry de repente se detuvo. “Hal,” dijo, “hicimos este mismo tipo de problema hace una semana. No parece que lo sepas mejor ahora que entonces. ¿No has estado trabajando en ello?” Avergonzado, Hal admitió que no había estado estudiando el problema.
“No puedo recordar los regalos que mi padre envolvió y ayudó a poner bajo el árbol, pero sí recuerdo el pizarrón y su voz tranquila, y hasta su voz no tan tranquila, mientras edificaba mis conocimientos de matemáticas… y me edificaba a mí.”
—Discurso, 9 de diciembre de 1980
Henry se apartó del pizarrón y miró a su hijo a los ojos. “No entiendes, Hal,” dijo. “Cuando caminas por la calle, cuando estás en la ducha, cuando no tienes que estar pensando en otra cosa, ¿no es esto en lo que piensas?” Nuevamente, la respuesta fue no. Fue un momento conmovedor para Henry, quien había esperado que todos sus hijos se convirtieran en científicos. Después de una pausa, dijo: “Hal, creo que deberías dejar la física. Deberías encontrar algo que ames tanto que, cuando no tengas que pensar en nada más, eso sea en lo que pienses.”
Aunque ese consejo resultaría inestimable para Hal más adelante, no encontró su materia inspiradora durante sus años universitarios. Continuó y terminó sus estudios en física, sin distinción académica, pero con una sólida base en matemáticas y ciencia. Aprendió más al enseñar física en sus dos últimos años en la universidad, como instructor auxiliar en cursos introductorios para estudiantes no especializados en ciencias. Al enseñar, no solo adquirió una comprensión más profunda de los primeros principios de la física, sino que también descubrió el gozo de ayudar a otros a aprender. Ese descubrimiento lo guiaría algunos años después, cuando eligió su profesión.
“Los comportamientos educativos, como leer libros, escribir y pensar, son totalmente diferentes cuando tu objetivo es bendecir a la humanidad y no obtener ganancias materiales.”
—Discurso, 24 de agosto de 1971
Hal obtuvo otros beneficios de estudiar física. Uno fue la experiencia de ser llevado hasta sus propios límites. Sobrevivir a esta difícil especialidad, incluso con un promedio de B, lo preparó para enfrentar los problemas analíticos más difíciles en otros campos. Ser empujado hasta los límites de su capacidad natural también produjo beneficios espirituales. Uno de sus últimos exámenes de física le enseñó que la percepción reveladora puede llegar incluso cuando los problemas que uno enfrenta parecen ser puramente temporales.
“Recuerdo hasta el día de hoy la sensación de percepción… Es algo seguro que el proceso de discernir patrones es uno que el Espíritu de Dios puede iluminar y guiar.”
—Discurso, 6 de julio de 1971
Prepararse para ese examen, como para muchos otros, requería más estudio del que Hal tenía tiempo para realizar. Estableció prioridades haciendo sus mejores conjeturas sobre qué material era más probable que fuera incluido en el examen. Para su horror, al sentarse a realizarlo descubrió que uno de los problemas centrales involucraba un tipo de matemáticas —una ecuación Hamiltoniana— que jamás había escuchado. Sabiendo que obtener siquiera una calificación aprobatoria dependería de su éxito con ese problema, oró pidiendo ayuda, plenamente consciente de que no la merecía. Milagrosamente, llegó la inspiración, y logró resolver lo suficiente del problema para recibir una nota aprobatoria. Nunca olvidaría la sensación de gratitud ni la lección que aprendió sobre la revelación.
Aprendizaje más allá del aula
Quizás tanto como sus estudios en el aula, las experiencias laborales desempeñaron un papel fundamental en la educación universitaria de Hal. Especializarse en física no fue la única condición que Henry impuso para proveer alojamiento, comida y matrícula a sus hijos. También debían trabajar medio tiempo durante el año escolar y tiempo completo cada verano. Henry organizó para que Hal trabajara primero en el equipo de mantenimiento de los terrenos de la universidad y luego como conserje.
Estos trabajos universitarios proporcionaron importantes experiencias de aprendizaje. Sus supervisores, en particular, le enseñaron más de lo que esperaba. Más tarde diría que “tal vez me dieron lecciones más duraderas que las que recibí en el departamento de física. Y el departamento de física hizo mucho por mí.”
Tres experiencias como empleado estudiantil resultaron particularmente instructivas para Hal. Una fue al presentarse a trabajar por primera vez ante el jefe de instalaciones físicas de la universidad. Al enterarse de que él y un grupo de compañeros debían cavar zanjas, Hal literalmente saltó para tomar una pala y empezar. El supervisor gritó: “Más despacio, Eyring, aquí no corremos.” Hal pronto comprendió el significado detrás de ese comentario. El supervisor no estaba implicando una actitud perezosa hacia la productividad; por el contrario, resultó ser un capataz severo. Pero había identificado correctamente el impulso de Hal: su entusiasmo inicial era un intento de lucir mejor que los demás. Apenas diez minutos después de comenzar, Hal había aprendido la importancia de trabajar duro sin buscar impresionar.
Hal aprendió otra lección memorable un año después, cuando pasó a trabajar como conserje del edificio de Minas e Industrias Minerales de la universidad. Se sentía orgulloso de que le confiaran la responsabilidad exclusiva de la limpieza del edificio, y puso todo su empeño en ello. Sin embargo, después de dos semanas, una secretaria alterada se le acercó: “No puede ser que no haya notado el deplorable estado de los baños de mujeres,” le reprendió. En realidad, era la primera vez que le decían que limpiar todo el edificio significaba entrar también a los baños de mujeres. Consultó con su supervisor, quien respondió: “Por supuesto. No pensé que tendría que decírtelo.”
Una tercera lección llegó cuando Hal aprendió a completar sus tareas de limpieza más rápidamente. A medida que se volvía más eficiente, podía terminar la limpieza diaria —incluidos los baños de mujeres— antes de que terminara su turno. En lugar de disminuir el ritmo, buscó oportunidades para hacer más. Uno de los grandes laboratorios del edificio era el sitio de investigaciones sobre carbón y petróleo que implicaban la combustión de esos materiales. Con los años, el humo resultante había dejado las ventanas cubiertas de hollín aceitoso. Aunque no estaba en su lista de tareas estándar, Hal dedicó varios días a limpiar esas ventanas durante el tiempo libre al final de su turno. El resultado fue aún mejor de lo que esperaba: las ventanas limpias permitieron que entrara la luz, iluminando el laboratorio y alegrando a los científicos y estudiantes que trabajaban allí. Hal se sorprendió por el entusiasmo de su elogio y por el de su supervisor, quien dijo: “Nunca te habría pedido que hicieras eso; no creíamos que esas ventanas tuvieran vidrio transparente.”
Estas sencillas lecciones beneficiaron a Hal durante toda su vida. Resultaron especialmente valiosas cuando sirvió en los consejos presididos de la Iglesia. Desde esa perspectiva, él diría:
“La física me enseñó a comprender los cambios que ocurren en el mundo en general. Pero las cosas que aprendí como jardinero y conserje valieron más en mi trabajo con los Hermanos. Entre ellas está la expectativa de conocer bien tu deber, hacer más de lo que se te pide y hacerlo de una manera que no llame la atención. El presidente Monson es el ejemplo supremo de eso.”
Guía espiritual en el hogar
La educación universitaria de Hal también incluyó un aprendizaje y mentoría especiales en su hogar. Además de la instrucción informal que Mildred y Henry proporcionaban mediante conversaciones nocturnas y ejercicios de resolución de problemas en el pizarrón, lo involucraban en debates estimulantes durante la cena cada noche. Los temas abarcaban desde política hasta religión y los acontecimientos del día.
“Crecí en una familia donde no pasabas mucho tiempo preguntándote por qué tus padres no entendían las cosas… Siempre era simplemente: ‘Espero haberlo entendido yo.’”
—Entrevista de 2008
Los padres de Hal lo trataban como a un par intelectual, incluso en asuntos que estaban más allá del entendimiento de un estudiante universitario. Por ejemplo, se sorprendió cuando su padre buscó su orientación respecto a una carta redactada para el élder Adam S. Bennion, del Cuórum de los Doce Apóstoles. El élder Bennion, primo de Mildred Eyring, había escrito a Henry solicitando su opinión sobre un libro titulado Man, His Origin and Destiny (El hombre, su origen y destino), escrito por otro miembro del Cuórum, José Fielding Smith. Este libro cuestionaba las teorías científicas sobre la antigüedad de la tierra y la evolución orgánica del ser humano.
Henry redactó una respuesta al élder Bennion en la que señalaba la inconsistencia del libro con los hallazgos de investigación ampliamente aceptados y con las opiniones de dos miembros fallecidos del Cuórum de los Doce, James Talmage y John Widtsoe, ambos científicos distinguidos. Henry sabía que la carta probablemente causaría cierta agitación en los consejos dirigentes de la Iglesia. Buscando orientación en esta tarea delicada, entregó un borrador de la carta a Hal, diciendo: “Tú sabrás si esto está bien.” Hal se sintió poco calificado para opinar, pero apreció la confianza de su padre, como señaló más tarde en una charla fogonera dirigida a los maestros de seminarios e institutos de la Iglesia:
“Me estaba tratando en ese momento, como lo hizo en otras ocasiones, de la misma manera en que Jared trató a su hermano. Recuerdan las palabras de Jared a su hermano: ‘Ve y consulta al Señor si nos ha de arrojar de la tierra’ (Éter 1:38). Esperaba con perfecta confianza que su hermano lo haría y que Dios respondería.
Un padre fue lo bastante amable y sabio como para tener esa expectativa de su hijo inmaduro. Me hizo sentir que él sabía que yo recibiría la revelación que necesitaba acerca de algo que realmente importaba y que estaba más allá del poder humano… Todavía puedo sentir lo que significó ser digno de la confianza de poder oír la voz del Espíritu.”
Varias semanas después, Hal supo que la carta había tenido un efecto positivo. Una noche, al levantar el teléfono en casa, escuchó una voz que decía: “Hola, habla David McKay. ¿Está su padre?” El presidente McKay había llamado para pedirle a Henry que representara a la Iglesia en una conferencia nacional en la que se discutiría la relación entre la ciencia y la religión. Esa invitación fue seguida por muchas otras, lo que permitió a Henry desempeñar un papel conciliador entre quienes sostenían que el análisis racional y la fe eran inherentemente incompatibles.
El obispo Alvin Dyer
Aunque la madre y el padre de Hal fueron sus principales mentores durante su juventud, hubo otros, tanto entonces como a lo largo de su vida. Entre ellos destacó su obispo, Alvin R. Dyer, quien mostró un profundo interés por Hal desde el tiempo en que se sentaban juntos en el cuórum de sacerdotes. En un discurso de 2011 dirigido a los poseedores del sacerdocio de la Iglesia, Hal reflexionó sobre el respeto que él y sus compañeros de cuórum sentían por su obispo:
“Por lo que pude observar, él trataba las opiniones de los jóvenes sacerdotes como si fuéramos los hombres más sabios del mundo. Esperaba hasta que todos los que quisieran hablar lo hubieran hecho. Escuchaba. Y cuando decidía lo que debía hacerse, me parecía que el Espíritu confirmaba las decisiones, tanto a nosotros como a él… Ahora me doy cuenta de que había sentido lo que las Escrituras quieren decir cuando afirman que el presidente debe sentarse en concilio con los miembros de su cuórum.”
Un domingo, durante los años universitarios de Hal, el obispo Dyer llamó por teléfono y dijo: “Hal, necesito tu ayuda. Quiero que me acompañes a visitar a un miembro necesitado del barrio.” La solicitud tomó a Hal por sorpresa. Le sorprendía que el obispo Dyer recurriera a un joven élder en lugar de a uno de sus consejeros o a un sumo sacerdote. También le sorprendió enterarse de que había un miembro necesitado en su Barrio Monument Park, que a su parecer era el más próspero de toda la Iglesia.
El obispo Dyer pasó a recoger a Hal en su casa, y ambos condujeron hacia el este, en dirección a las montañas. Pasaron la universidad, y el camino pavimentado se convirtió en un sendero de tierra que descendía hacia un barranco bordeado de árboles. De no ser por el camino, Hal habría pensado que estaban en un bosque remoto. Se detuvieron frente a una vivienda solitaria que se asemejaba más a una choza o cabaña que a una casa.
ALVIN R. DYER
En respuesta al llamado del obispo Dyer, una voz dijo: “¡Adelante!” El obispo Dyer abrió la puerta y condujo a Hal a una sala sin más muebles que una mesa de madera y unas cuantas sillas de respaldo recto. Una mujer, vestida con un delantal de casa, entró y se unió a ellos en la mesa. Después de saludarla, el obispo Dyer preguntó: “¿Dónde está? ¿Dónde está la lista?” La mujer se levantó y refunfuñó mientras caminaba hacia la cocina. Hal pudo ver los estantes vacíos de la despensa. La mujer regresó con una hoja de papel. En ella figuraban gastos del hogar —como víveres y gasolina—, pero no había cifras junto a ninguno de los rubros.
Para sorpresa de Hal, el obispo Dyer insistió: “Aquí está la lista, pero no has hecho nada con ella. ¿Dónde está tu plan? Te di el esquema, pero ¿dónde está el presupuesto?” Entonces, el obispo ayudó a la mujer a estimar algunos, aunque no todos, de sus gastos mensuales. Hal observó en silencio cómo su obispo, un empresario exitoso, enseñaba a aquella necesitada miembro del barrio a elaborar un presupuesto. Antes de irse, el obispo Dyer le dijo: “Ahora termina eso, y volveré.”
Durante el trayecto de regreso a casa, Hal permaneció en silencio, atónito. Nunca había visto en acción el sistema de bienestar de la Iglesia. Su madre y su padre ocasionalmente habían provisto alimentos y algo de ropa a miembros de su rama —principalmente misioneros—, pero este tipo de proceso formal de bienestar era completamente nuevo para él. “¿Así es como funciona?”, pensó.
“Aquellos que tienen abundancia deben sacrificar voluntariamente parte de su comodidad, tiempo, habilidades y recursos para aliviar el sufrimiento de quienes están en necesidad. Y la ayuda debe brindarse de una manera que aumente la capacidad de los beneficiarios para cuidarse a sí mismos.”
—Discurso, 8 de junio de 2011
Cuando llegaron frente a la casa de Hal, el obispo Dyer lo miró con una sonrisa, como si pudiera leerle la mente. “Hal, ¿qué te pareció?”, preguntó el obispo. “Apuesto a que fue toda una experiencia para ti.” Hal admitió su sorpresa de que hubieran dejado a una persona aparentemente necesitada sin más ayuda que una lección de administración del dinero.
El obispo Dyer abrió las Escrituras y pacientemente comenzó a enseñar las doctrinas no solo del socorro a los pobres, sino también de la mayordomía personal. Explicó que la mujer a la que habían visitado no solo era capaz de trabajar, sino que además tenía beneficios de pensión suficientes para vivir. “Ella no solo puede cuidarse a sí misma,” dijo el obispo Dyer, “sino que puede cuidar de otros. Solo tenemos que convencerla de que se levante, y para eso sirve el presupuesto.”
Un llamamiento misional
Un domingo, varios años después, cuando Hal estaba por terminar sus estudios de física en la Universidad de Utah, el obispo Dyer lo invitó a su oficina en la capilla. Le anunció que pronto sería relevado como obispo para servir como presidente de la Misión de los Estados Centrales de la Iglesia. “He sido llamado como presidente de misión en Independence,” dijo con entusiasmo el obispo Dyer, “y quiero llevarte conmigo.”
La declaración del obispo Dyer tomó por sorpresa a Hal. La Guerra de Corea estaba en pleno auge, y las oportunidades de servicio misional eran extremadamente limitadas. De hecho, durante los dos años anteriores, 1951 y 1952, la Iglesia no había podido llamar a ningún joven estadounidense elegible para el servicio militar como misionero. Solo gracias a un acuerdo especial con el gobierno de los Estados Unidos, gestionado por el hermano Gordon Hinckley —empleado de la Iglesia—, se permitió que cada barrio enviara un misionero por año al campo. “Acabo de obtener este permiso,” le dijo jubiloso el obispo Dyer a Hal. “Puedo enviar a una persona.”
“[Las breves entradas del diario de John Bennion] no contienen muchos sermones. No testifica que sabía que Brigham Young era un profeta. Simplemente registra que respondió ‘sí’ cada vez que el profeta lo llamaba a una misión, desde ‘más allá del Jordán’ hasta la misión del Muddy, y luego otra vez a una misión de regreso a Gales… Incluso existe una leyenda familiar que dice que la razón por la que murió tan cerca del día en que Brigham Young fue sepultado fue para seguir al profeta una vez más.”
—Discurso, 7 de abril de 1996
Hal sintió emociones encontradas. Su padre, Henry, no había podido servir una misión de tiempo completo debido a las deudas familiares durante la depresión económica posterior a la Primera Guerra Mundial. Pero con esa única excepción, Hal descendía de algunos de los misioneros más fieles de la Iglesia. Su bisabuelo Henry Eyring sirvió tres misiones de tiempo completo. Otro bisabuelo, Miles Park Romney, dejó a su familia dos veces en respuesta a llamamientos misionales. Al igual que el abuelo de Mildred, John Bennion, ambos hombres esencialmente trabajaron como misioneros bajo la dirección de los líderes de la Iglesia durante toda su vida. La tradición del servicio misional de tiempo completo corría profundamente en la familia Eyring.
Por otro lado, a los veintiún años, Hal suponía que el tiempo para servir su propia misión ya había pasado. Estaba saliendo con alguien y esperaba casarse y formar una familia. Además, su compromiso con el ROTC significaba que tendría que pasar dos años en la Fuerza Aérea —probablemente en Corea o Japón— inmediatamente después de graduarse de la universidad. Con decenas de jóvenes aptos para servir en misión en el extenso barrio del obispo Dyer, incluidos algunos exentos del servicio militar por limitaciones físicas, Hal no había anticipado recibir un llamamiento misional.
Además, en aquellos días el servicio misional era admirado, pero no necesariamente esperado dentro de la Iglesia. Faltarían aún veinte años para que el presidente Spencer W. Kimball declarara: “Ciertamente, todo varón miembro de la Iglesia debería servir una misión.”¹⁷ En vista de su edad y su obligación militar, Hal se sintió justificado al hacer una pregunta decisiva. “Obispo,” dijo, “necesito saber algo: ¿es el Señor quien lo pide, o solo usted?” El obispo Dyer hizo una pausa antes de responder: “Solo soy yo, Hal.”
Hal salió de la oficina del obispo sin dar una respuesta definitiva. De regreso en casa, sus padres dejaron clara su posición. Con una cruenta guerra terrestre librándose en la península de Corea, a Mildred, en particular, no le agradaba la idea de que Hal abandonara el ROTC y luego pudiera ser reclutado como soldado raso después de su misión; había visto a una amiga recibir en casa a su hijo misionero solo para perderlo poco después en combate en Corea. Además, el hermano mayor de Hal, Ted, había regresado recientemente de una misión inusualmente difícil en Francia, donde las luchas con oyentes poco receptivos y compañeros desobedientes habían afectado seriamente su salud física y emocional. Mildred dejó la decisión en manos de Hal, pero le compartió su recomendación, basada en una impresión recibida en oración: “Será mejor que le digas que no.”
Hal llevó esa respuesta de vuelta al obispo Dyer. “Lo siento,” dijo, “no puedo ir. Dé la oportunidad a otra persona; es algo maravilloso.” El obispo Dyer aceptó la decisión de Hal sin discutir.
Al salir del edificio de la iglesia, Hal se sorprendió al encontrarse con su tío, Spencer Kimball, del Cuórum de los Doce Apóstoles, afuera. El élder Kimball y su esposa, Camilla —la hermana mayor de Henry—, vivían a solo unas cuadras de los Eyring. El élder Kimball amaba a Henry y a Mildred, y a sus hijos, a quienes veía con frecuencia en reuniones familiares. Sentía tal cariño por Hal y sus hermanos que ellos se sentían cómodos llamándolo “tío Spencer.”
“¿De qué estaban hablando tú y el obispo, Hal?”, preguntó el tío Spencer. Hal le contó brevemente su conversación sobre el servicio misional con el obispo Dyer.
“¿Y qué le dijiste?”
“Le dije que no, porque mi madre oró y sintió que no debía ir.”
“Ya veo,” dijo el tío Spencer, “¿pero tú oraste?”
“No,” respondió Hal con honestidad, “pero mi madre es una persona espiritual, y respeto sus sentimientos.”
“Ya entiendo,” respondió el tío Spencer, dejándolo continuar su camino sin más comentarios.
“No dijo una palabra. Sabía que era el error más trágico, trágico. La idea de servir una misión lo era todo, y él me apreciaba. Nunca dijo nada; simplemente se alejó… Este gran hombre conocía mi corazón y sabía lo mal que me sentiría, pero no intentó hacerme cambiar ese día. Podría haberlo hecho. Pero él creía que uno debe dejar que las personas tomen su propia decisión y luego intentar ayudarlas.”
—Entrevista, 2012
Al final, la decisión tenía que ser de Hal. Al buscar la guía del Señor, decidió mantenerse firme en su compromiso militar. En ese momento no sabía que las experiencias misionales llegarían a su vida de maneras que él no había anticipado.
4
Levanta tu Corazón y RegocíjateLevanta tu corazón y regocíjate,
porque ha llegado la hora de tu misión;
y tu lengua será desatada,
y declararás buenas nuevas de gran gozo
a esta generación.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 31:3
El servicio militar de tiempo completo de Hal comenzó inmediatamente después de que terminó su licenciatura. Se graduó de la Universidad de Utah en 1955 con una comisión en la Fuerza Aérea y una asignación para entrenarse como oficial de armas especiales en la Base Sandia, en Albuquerque, Nuevo México, donde el ejército de los Estados Unidos estaba desarrollando armas nucleares. El plan era que Hal pasara seis semanas entrenando en Albuquerque y luego fuera destinado a otro lugar. Lo más probable era que fuera a uno de los lugares remotos y escasamente habitados del mundo donde Estados Unidos almacenaba sus armas nucleares.
En su segundo domingo en Nuevo México, se le pidió a Hal que se reuniera con el presidente Clement Hilton del Distrito de Albuquerque de la Iglesia. El presidente Hilton lo llamó para servir como misionero de distrito. Hal tenía sentimientos encontrados respecto al llamamiento. Este cumplía una promesa hecha en una bendición que recibió antes de salir de casa. En esa bendición, su nuevo obispo, Weldon Moore, le había dicho que su servicio militar sería su misión. Sin embargo, sus órdenes militares eran claras. “Estoy feliz de servir”, le dijo al presidente Hilton, “pero me iré en cuatro semanas.”
“No sé nada de eso”, respondió el presidente Hilton, “pero se nos ha indicado que te llamemos a servir.”
Reprimiendo sus dudas, Hal aceptó el llamamiento y se puso a trabajar, dedicando las diez horas semanales recomendadas a reunirse y enseñar a los investigadores.
Hacia el final de sus seis semanas de entrenamiento militar, Hal fue llamado por un oficial militar superior. En lugar de ser transferido, se enteró de que permanecería en Albuquerque. Un oficial de estado mayor había fallecido inesperadamente, y la formación en física de Hal y su desempeño durante el entrenamiento habían llevado a que se le recomendara para ocupar la vacante en el estado mayor. No solo permanecería en Albuquerque, sino que también trabajaría con un equipo de oficiales superiores, incluidos coroneles y generales de la Fuerza Aérea, el Ejército, la Marina y los Infantes de Marina.
El beneficio más inmediato de esta asignación inesperada fue la continuación de sus labores misionales. La Iglesia en Albuquerque era pequeña, pero sus misioneros de distrito estaban bien organizados. Trabajaban bajo la dirección del presidente A. Lewis Elggren de la Misión de los Estados del Oeste, cuya sede estaba en Denver. Finalmente, Hal recibió de parte del presidente Elggren la responsabilidad de un grupo de diez misioneros en el área de Albuquerque.
Servicio Misional Gozoso
Los compañeros de Hal incluían a jóvenes militares como él mismo, así como a hombres mayores miembros del distrito. Las noches entre semana y los fines de semana que dedicaban a enseñar el evangelio producían dulces frutos. En gran medida gracias a las operaciones militares y científicas de los Estados Unidos, Albuquerque estaba creciendo. Muchos de los recién llegados estaban abiertos al cambio, lo que aumentaba su receptividad al mensaje del evangelio. Las referencias misionales eran comunes, y Hal participó en muchas conversiones. Más tarde describiría una de esas experiencias:
Hace años llevé a un joven, de 20 años de edad, a las aguas del bautismo. Mi compañero y yo le habíamos enseñado el evangelio. Fue el primero de su familia en escuchar el mensaje del evangelio restaurado. Pidió ser bautizado. El testimonio del Espíritu le hizo desear seguir el ejemplo del Salvador, quien fue bautizado por Juan el Bautista a pesar de ser sin pecado.
Cuando saqué a ese joven de las aguas del bautismo, me sorprendió al arrojar sus brazos alrededor de mi cuello y susurrar en mi oído, con lágrimas corriendo por su rostro: “Estoy limpio, estoy limpio.” Ese mismo joven, después de que impusimos nuestras manos sobre su cabeza con la autoridad del Sacerdocio de Melquisedec y le conferimos el Espíritu Santo, me dijo: “Cuando pronunciaste esas palabras, sentí algo como fuego descender desde la parte superior de mi cabeza, recorrer mi cuerpo hasta llegar a mis pies.”
HAL COMO MISIONERO DE DISTRITO
El compañero con quien Hal sirvió por más tiempo —más de un año— fue Jim Geddes. Un trabajador joven de granja del pequeño pueblo de Banida, Idaho, Jim pilotaba aviones de reconocimiento. Él y su esposa, Sylvia, eran padres de una hija pequeña. Los Geddes a menudo invitaban a Hal a cenar y lo hacían sentir como parte de la familia. Hal sentía una gran admiración por Jim y Sylvia. Veía su matrimonio como un modelo del que él esperaba tener algún día.
Hal y Jim compartían un mismo celo por sus labores. Cada uno se sentía bendecido por la oportunidad inesperada de servir en la misión, y ambos estaban encantados de tener un compañero dispuesto a trabajar arduamente. Mientras conducían hacia y desde sus citas —lo cual ocupaba la mayoría de las noches y fines de semana—, aconsejaban juntos y buscaban guía divina sobre lo que debían enseñar. La inspiración resultante los unió entre sí y con aquellos a quienes enseñaban.
Entre sus labores más memorables estuvo la petición de administrar a una joven gravemente herida. La llamada telefónica llegó durante un día de trabajo, mientras tanto Hal como Jim se encontraban en la base militar. La niña y sus padres estaban en el hospital de la base, lo que permitió a los dos compañeros misioneros llegar allí en cuestión de minutos.
En el hospital, los padres describieron la situación de su hija. Había sido atropellada por un automóvil que circulaba a alta velocidad mientras cruzaba la calle. La fuerza del impacto la había lanzado contra el borde de la acera, aplastándole el cráneo. Los médicos les habían dicho que era muy poco probable que sobreviviera.
Los padres pidieron al élder Eyring y al élder Geddes que administraran a su hija. Pero antes de que la pareja entrara a la unidad de cuidados intensivos del hospital, el padre les pidió que oraran con él y su esposa. En la oración expresó confianza en que los médicos estaban equivocados, que mediante el poder del sacerdocio su hija sería sanada. El élder Eyring y el élder Geddes, dejó claro, invocarían un milagro.
Aun aquellos que son llamados pueden sentir cierta aprensión. Y sin embargo, cuando ven con ojos de fe el desafío tal como realmente es, la confianza reemplaza al temor porque se vuelven a Dios.
—Discurso, 2 de abril de 2000
Al entrar en la habitación de la niña, los élderes la encontraron acostada dentro de una tienda de oxígeno, rodeada de médicos y enfermeras. Vendas cubrían su cabeza y rostro. Aparentemente, el personal médico que la atendía había sido informado de que los élderes vendrían. Se hicieron a un lado, pero no sin mostrar su desprecio hacia los dos jóvenes intrusos, quienes carecían de los símbolos tradicionales del clero. El médico principal gruñó: “No sé lo que planean hacer, pero será mejor que lo hagan rápido.”
El élder Geddes cedió la palabra al élder Eyring para que actuara como voz en la bendición. Para su sorpresa, Hal sintió la impresión de prometerle a la niña gravemente herida que viviría. Cuando pronunció esas palabras, el equipo médico murmuró su desaprobación. Pero después de varios días de tensión, pareció que la promesa se cumpliría. Los médicos reconocieron que, en efecto, la niña no moriría. Aun así, se mantuvieron firmes en su diagnóstico de parálisis. “Su hija,” le dijeron a los padres, “nunca volverá a caminar.”
Nuevamente, la pareja —angustiada pero llena de confianza— llamó a los misioneros. Y otra vez, la bendición de Hal contradijo el pronóstico médico. La niña continuó mejorando, lenta pero seguramente. Antes de que concluyera el servicio militar y misional de Hal, ella ya caminaba, asistiendo a las reuniones de la Iglesia con un hermoso vestido amarillo comprado para celebrar el milagro de su recuperación.
Oficial de Armas Especiales
Junto con el gozo del trabajo misional, Hal encontró su asignación en la Fuerza Aérea inesperadamente gratificante. Esta aprovechaba en gran medida su formación en física y venía acompañada de una autorización militar de máximo secreto y responsabilidades reales de toma de decisiones. Sirvió como enlace entre altos oficiales militares y científicos, incluidos algunos del cercano Laboratorio Nacional de Los Álamos, donde se había creado la primera bomba atómica una década antes. Aunque nunca participó en combate activo en la Guerra de Corea, que se libraba en ese tiempo, su trabajo lo expuso a operaciones de entrenamiento militar. Además de inspeccionar arsenales nucleares en todo el mundo, voló con pilotos de la Fuerza Aérea y abordó portaaviones de la Marina.
Había peligro en este trabajo de alto secreto, pero la comprensión que Hal tenía de la física de las explosiones nucleares eliminaba cualquier sentido de aventura. La magnitud del peligro lo impactó con especial fuerza un día en la cubierta de un portaaviones, en alta mar. Mientras unos jóvenes marineros nerviosos intentaban montar un arma nuclear bajo el ala de un jet, el balanceo del enorme buque hizo que la bomba cayera al suelo. Los marineros corrieron a cubrirse. Tras algunas consultas llenas de nerviosismo, Hal finalmente se unió a uno de ellos para inspeccionar los daños. Mientras caminaban hacia la bomba, aquel joven levantó una mano frente a su rostro, como para protegerse de una posible explosión. Hal pensó en la ironía: una mano no brindaría protección alguna ni siquiera contra un arma convencional, mucho menos contra una bomba nuclear capaz de incinerar todo el portaaviones.
PORTAAVIONES EN ALTA MAR
Como su principal responsabilidad, Hal analizaba datos de pruebas científicas de armas nucleares para determinar cuáles debían añadirse o eliminarse del arsenal global de cada una de las cuatro ramas militares. A cada tipo de arma le aplicaba la prueba: “¿Es muy probable que esta bomba detone como se espera en el campo, pero muy improbable que detone durante el almacenamiento?” Lo que descubrió lo decepcionó. Resultó que un arma más propensa a explotar cuando se le ordenaba también era más propensa a explotar accidentalmente. Describió el problema con una analogía doméstica: el perro guardián criado y entrenado para morder a un ladrón inevitablemente representa una amenaza de morder a su amo. En pocas palabras, se podía obtener más de lo que se quería, pero solo a un precio. Su experiencia al analizar este aparente dilema inevitable le proporcionó una valiosa lección de vida, dejándolo cauteloso ante cualquier proposición —temporal o moral— que pareciera participar del espíritu de “querer tenerlo todo”.
A medida que su asignación de dos años llegaba a su fin, los superiores de Hal le ordenaron resumir y presentar lo que había aprendido. No había anticipado tal tarea, y luchó largo tiempo para escoger el mensaje adecuado. Por un lado, sabía que a sus superiores no les agradaría su conclusión de que no podían tenerlo todo, que incluso el mejor diseño de arma implicaría un compromiso entre eficacia y seguridad. Había ganado una reputación de inteligencia y fiabilidad en su trabajo, y le habría gustado ofrecer al menos alguna esperanza de un avance importante.
De hecho, los mecanismos de detonación de las bombas se estaban volviendo cada vez más confiables, y los físicos e ingenieros a menudo parecían estar al borde de un verdadero descubrimiento. Hal veía varios argumentos tentadores para enfatizar las posibilidades futuras. Al hacerlo, no solo podía dar esperanza a sus superiores, sino también impresionarlos con su conocimiento de la ciencia subyacente. Este tipo de enfoque en el futuro también habría generado una discusión más extensa e interesante, respaldada por estadísticas y gráficos.
Pero Hal temía las posibles consecuencias de enfocarse en hacer que todos, incluido él mismo, se sintieran bien. Aunque un avance técnico era posible, no podía garantizarlo. Durante los dos años anteriores había aprendido que los riesgos de una explosión nuclear accidental eran reales y, dadas las tecnologías existentes, irreducibles. Sus mejores esfuerzos lo habían dejado más humilde que confiado. Si no intentaba inspirar ese tipo de humildad en sus superiores, las consecuencias podrían ser graves. Otros, decidió, podrían llevarse el mérito de anunciar un descubrimiento si y cuando llegara. Él se propuso informar las cosas tal como las veía, sin importar la posible reacción negativa.
Cuando llegó el día de rendir cuentas, Hal se encontró en una sala más grande de lo que esperaba. Su sorpresa se convirtió en preocupación al ver que la sala comenzaba a llenarse de personal militar de rango más alto del que había visto jamás en un solo lugar. La mayoría de los asistentes literalmente llevaban su rango en las mangas o los hombros. Asombrado por el tamaño del grupo, cometió el error de comenzar a contar las estrellas: una estrella para un general de brigada o contralmirante, dos para un general de división, y así sucesivamente. El recuento pronto superó la docena de estrellas colectivas, y la sala seguía llenándose. Dejó de contar, con un nudo en el estómago.
El sorprendente tamaño de la reunión hizo que la estrategia de presentación que Hal había planeado pareciera aún más imprudente. Habiendo esperado dirigir una discusión informal entre un grupo relativamente pequeño, llegó sin información impresa ni ayudas visuales de ningún tipo. Ahora se enfrentaba a una multitud difícil de atraer eficazmente, con un mayor riesgo de que al menos alguien cuestionara su consejo de prudencia.
Pero el grupo sorprendió a Hal. Después de que pronunció su breve declaración preparada, hombres con rangos seis niveles y treinta años superiores al suyo hicieron preguntas con calma e incluso con deferencia. Las preguntas eran reflexivas, demostrando una sólida comprensión de los temas en cuestión y una sabiduría nacida de la experiencia. Estos oficiales superiores no solo parecían estar de acuerdo con las conclusiones de Hal, sino que también habían llegado a conclusiones similares por sí mismos. Eran realistas sabios, tanto que Hal comenzó a preguntarse cómo habrían reaccionado si él hubiera hecho el pronóstico optimista que pensó que querían escuchar. Después de una hora de productiva discusión, agradecieron a Hal por su trabajo.
Esos oficiales en aquel cuartel general eran tan sólidos, brillantes y buenos como cualquier grupo de ejecutivos que haya visto en mi vida.
—Entrevista de 2012
UNA LIBERACIÓN HONORABLE Y UNA RECOMENDACIÓN PROVIDENCIAL
Hal sirvió exactamente dos años como oficial de la Fuerza Aérea y misionero de distrito, profundamente agradecido por ambas oportunidades. Regresó a casa, en Salt Lake City, en el verano de 1957, sin esperar reconocimiento alguno, y se sorprendió al recibir tanto un certificado de liberación honorable de su misión como una invitación para hablar en la conferencia semestral de la Estaca Bonneville, a la que pertenecían sus padres.
El día después de la conferencia de estaca, el tío Spencer llamó a Hal y lo invitó a su casa. Se reunieron en el pequeño estudio que era famoso entre los vecinos por tener, casi siempre, una luz encendida hasta altas horas de la noche. Era la habitación donde el élder Kimball escribió El milagro del perdón y donde brindaba consejo a quienes estaban angustiados espiritual o emocionalmente.
La conversación con el tío Spencer fue una entrevista misional muy diferente de la que Hal había tenido al dejar Albuquerque. En aquella ocasión, se había encontrado con una Autoridad General visitante, asignada para organizar la primera estaca en Nuevo México. En una reunión especial con los misioneros de tiempo completo y de distrito, esa autoridad visitante pidió a cada uno que presentara un recuento de los bautismos en los que habían participado: los llamó “sus conversos”. Hal no pudo dar un número. Cuando llegó su turno para informar, dijo: “No lo sé.” Sorprendido por la frialdad de Hal, el visitante lo envió fuera del salón hasta que pudiera regresar con una cifra.
Ustedes [presidentes de misión] tenderán a alabar más a sus misioneros por lo que están llegando a ser que por lo que han hecho. Les ayudarán a reconocer su crecimiento en carácter. Notarán cómo lo que han hecho les ha permitido discernir en ellos lo que Dios les ha ayudado a llegar a ser.
—Discurso, 24 de junio de 2010
En contraste, la entrevista de Hal con su tío fue íntima y tranquila. El élder Kimball sufría de cáncer de garganta; dentro de un mes sería sometido a una cirugía para extirpar el tumor maligno, junto con toda una cuerda vocal y parte de otra. Tío y sobrino se sentaron rodilla con rodilla. “Hal,” susurró el tío Spencer, “quiero que me cuentes sobre tu experiencia en el ejército.” Mientras Hal describía lo que había estado haciendo durante los últimos dos años, el tío Spencer mostró el mayor interés por sus labores misionales. Le pidió a su sobrino que relatara historias de investigadores y compañeros de misión. Quiso conocer los detalles de cada persona y la obra que Hal había realizado con ella. Hablaron durante una hora. Finalmente, el tío Spencer pareció satisfecho. “Hal,” dijo solemnemente, “mientras vivas, cuando te pregunten si has servido una misión, responde ‘sí’.”
Hal regresó a Utah sabiendo que no estaría allí por mucho tiempo. Hacia el final de su estadía en Albuquerque, había decidido postularse a la Escuela de Negocios de Harvard (HBS). Su conocimiento sobre HBS se limitaba a una cena con el decano de la escuela, Stanley Poole, quien había pasado por Salt Lake cuando Hal cursaba su último año universitario. Su tío, Grant Calder, un graduado de HBS, había invitado a Hal a esa cena, y el recuerdo de aquella noche permaneció con él mientras completaba su compromiso de dos años de servicio en la Fuerza Aérea.
Aunque en ese momento no lo sabía, las probabilidades de Hal de ser admitido en Harvard eran escasas. Su servicio como oficial cumplía con el requisito de HBS de tener experiencia laboral en gestión, pero sus calificaciones académicas eran apenas regulares: un promedio de 3.1 (una “B”) y un puntaje en el percentil 86 en el examen de admisión a programas de administración (GMAT). Sin embargo, Hal fue uno de los 630 estudiantes admitidos de un total de 1,980 postulantes. Más tarde supo que el factor decisivo en su admisión fue una carta de recomendación de uno de sus comandantes militares, un hombre presente durante su informe final sobre armas nucleares, quien lo describió como alguien con un potencial de liderazgo extraordinario.
El padre de Hal quizá presentía la realidad competitiva a la que su hijo se enfrentaba. Una reunión de la Sociedad Americana de Química llevó al Dr. Henry Eyring a Nueva York justo cuando Hal se dirigía a Boston. Se despidieron en una esquina de una calle neoyorquina. Hal vestía con confianza un traje nuevo, confeccionado por el mejor sastre de Salt Lake City. Mirando atrás más de cuarenta años después, recordó aquella despedida:
Era un día soleado, cerca del mediodía, las calles llenas de autos y peatones. En esa esquina en particular había un semáforo que detenía los autos y las personas en todas direcciones por unos minutos. La luz cambió a rojo; los autos se detuvieron. La multitud de peatones bajó rápidamente de las aceras, moviéndose en todas direcciones, incluso en diagonal, cruzando la intersección.
Había llegado el momento de despedirse, y comencé a cruzar la calle. Me detuve casi en el centro, con la gente apresurándose a mi alrededor. Me volví para mirar atrás. En lugar de haberse mezclado con la multitud, mi padre seguía de pie en la esquina mirándome. Para mí parecía solitario y quizás un poco triste. Quise volver con él, pero comprendí que la luz cambiaría pronto, así que me giré y seguí mi camino apresurado.
Años más tarde hablé con él sobre ese momento. Me dijo que había interpretado mal su expresión. Dijo que no estaba triste; estaba preocupado. Me había visto mirar atrás, como si fuera un niño pequeño, inseguro y en busca de seguridad. Me contó, en esos años posteriores, que el pensamiento que tenía en mente era: “¿Estará bien? ¿Le habré enseñado lo suficiente? ¿Está preparado para lo que pueda venir?”
La llegada inicial de Hal a Harvard fue una experiencia personal casi mágica. Llegó varios días antes de que comenzaran las clases y encontró el campus de HBS aún en gran parte vacío. Mientras caminaba por el patio frente a la icónica Biblioteca Baker de la escuela, fue saludado por la única otra persona a la vista: el decano de admisiones, Chaffee Hall. El decano Hall, quien cada año se tomaba el trabajo de memorizar el nombre y el rostro de cada uno de los nuevos estudiantes de HBS, extendió su mano y, con una amplia sonrisa, dijo: “Bienvenido a la Escuela de Negocios de Harvard, señor Eyring.” Fue un gesto oportuno que presagiaba las muchas experiencias cálidas que Hal disfrutaría durante los siguientes cinco años. Pero adaptarse a HBS tomaría tiempo.
COMPAÑEROS DE CUARTO ADINERADOS
Desde el momento en que llegaron sus compañeros de cuarto, Hal supo que no era el hombre más educado del campus. Los tres compañeros con quienes vivió durante el primer año ejemplificaban el cuerpo estudiantil refinado de Harvard. Todos provenían de internados de élite. Uno de ellos, George Montgomery, era hijo de un prominente desarrollador inmobiliario de California; llegó a HBS tras graduarse de Yale. Otro, Powell Cabot, graduado de Harvard College, era descendiente de una de las “primeras familias” de Boston, una acaudalada dinastía brahmán descrita en el verso humorístico “Boston Toast”:
Y esta es la buena y vieja Boston,
El hogar del frijol y del bacalao,
Donde los Lowell solo hablan con los Cabot,
Y los Cabot solo hablan con Dios.
Lo único que teníamos en común era que todos habíamos pedido una habitación individual.
—George Montgomery
El estudiante con quien Hal compartía habitación, el inglés John Abel Smith, poseía credenciales académicas que Hal apenas podía imaginar. John llevaba el nombre de un renombrado banquero mercantil y miembro del Parlamento británico. Había asistido a Eton, una de las escuelas preparatorias más prestigiosas del mundo, antes de ingresar a Cambridge, donde había “leído” bajo la tutoría personal de eruditos ingleses. Hal comenzó a comprender la diferencia entre su educación en una escuela pública y los antecedentes de sus compañeros de cuarto cuando comparó sus experiencias a partir de una lista de lectura que encontró. Se titulaba: “Cien libros que toda persona educada debería haber leído.” George Montgomery y Powell Cabot habían leído aproximadamente setenta y ochenta, respectivamente. John Abel Smith había leído todos menos cuatro. Hal había leído (aunque no necesariamente terminado) seis.
Hal también sintió su inferioridad social. Hacía mucho que sabía que sus padres no eran personas elegantes. Su madre nunca se hacía arreglar el cabello en un salón de belleza. Su padre poseía solo un par de zapatos formales a la vez y con frecuencia realizaba largos viajes al extranjero llevando únicamente su maletín y una muda de ropa interior, lavando su ropa —incluido un traje “lavar y usar”— en los lavabos de los hoteles por las noches.
Esa fue parte de la razón por la cual Hal llevó a Boston un costoso traje hecho a la medida —de rayas y hombros anchos— y un nuevo sombrero fedora. Sabía que necesitaba elevar su nivel, al menos en cuestión de estilo. Pero se dio cuenta de que su intento de lucir elegante había fracasado cuando Powell Cabot le pidió, a fines de octubre, que le prestara su traje y sombrero. El orgullo de Hal se transformó en desconcierto cuando Powell le explicó el motivo: había sido invitado a una fiesta de disfraces de Halloween y quería ir vestido de gánster.
A pesar de las diferencias sociales, Hal pronto se hizo gran amigo de sus compañeros de cuarto y experimentó un éxito inesperado como estudiante del programa de Maestría en Administración de Empresas (MBA) en Harvard. También recibió una maravillosa oportunidad de servir en la Iglesia cuando Wilbur Cox, presidente del Distrito de Boston, lo llamó como consejero. El distrito era extenso, abarcando todo el este de Massachusetts y Rhode Island. El presidente Cox y sus consejeros visitaban al menos una rama cada domingo, recorriendo caminos sinuosos bordeados de árboles desde el amanecer hasta el anochecer.
Hal se sintió agradecido por ese llamamiento, reconociéndolo como una extensión del servicio misional que tanto había disfrutado en Albuquerque. Pero en Harvard, el costo de tal servicio parecía mayor que en la Fuerza Aérea. Como oficial militar con grandes responsabilidades, a menudo había trabajado por las noches y los sábados. Sin embargo, no había enfrentado el tipo de competencia que impregnaba el programa de MBA más prestigioso del mundo. Se sintió agradecido al encontrar una compensación divina por el tiempo que dedicaba a la presidencia del distrito, como recordaría más tarde:
Hace años fui admitido en un programa de posgrado para el cual estaba mal preparado. El curso era arduo. La competencia era feroz. El primer día, el profesor dijo: “Miren a la persona a su izquierda y a su derecha. Uno de los tres no estará aquí al final. Uno de los tres probablemente fracasará.” El horario de clases llenaba los cinco días de la semana desde temprano hasta tarde. Las preparaciones para las clases del día siguiente duraban hasta casi la medianoche, y a menudo más allá. Y luego, tarde el viernes, se asignaba un trabajo importante, sin posibilidad de prepararse hasta que se diera la tarea y con entrega fijada para las nueve de la noche del sábado.
Aún recuerdo las horas de estudio frenético y redacción durante esos sábados. Y cuando se acercaba la hora límite, grupos de estudiantes se reunían alrededor de la ranura en la pared de la biblioteca para animar al último estudiante desesperado que corría a lanzar su trabajo terminado, justo antes de que retiraran la caja que estaba debajo, dejando que los trabajos tardíos cayeran en el olvido del fracaso. Luego, los estudiantes regresaban a sus casas y habitaciones para unas horas de celebración antes de comenzar la preparación para las clases del lunes. Y la mayoría de ellos estudiaban todo el domingo y hasta altas horas de la noche.
En mi caso, no había fiesta el sábado ni estudio el domingo. El Señor me dio la oportunidad de poner a prueba Su promesa. A comienzos de ese año me llamó, por medio de un humilde presidente de distrito, a un servicio en la Iglesia que me llevaba por las colinas de Nueva Inglaterra desde las primeras horas del domingo hasta entrada la noche. Visitaba las pequeñas ramas y los Santos dispersos desde Newport y Cape Cod al sur hasta Worcester y Fort Devens al oeste, y Lynn y Georgetown al norte. Sé que esos nombres significan más para mí que para ustedes. Para mí, las palabras evocan la alegría de ir a esos lugares, amar al Señor y confiar en que, de alguna manera, Él cumpliría Su promesa. Y siempre lo hizo. En los pocos minutos que podía dedicar a prepararme el lunes por la mañana antes de las clases, las ideas y la comprensión venían a mí en una medida mayor que lo que otros obtenían de un domingo de estudio.
Además de ver cómo el cielo podía multiplicar su tiempo, Hal aprendió que el éxito académico dependía de tener los motivos correctos. Años más tarde, describiría esta lección a uno de sus hijos, Stuart. Siguiendo los pasos de su padre, Stuart estaba postulando a una escuela de negocios. En 1991, Stuart llamó desde la ciudad lejana donde vivía para pedirle a su padre consejo sobre cómo redactar los ensayos personales requeridos, en los que los solicitantes intentan distinguir sus capacidades, credenciales y conexiones. Hal respondió con una carta, haciendo referencia a los trabajos que debía entregar los sábados por la noche:
Estuve pensando en tu pregunta sobre las solicitudes. Más importante aún que poner el nombre y el título correctos en lo que escribas es su tono. Los directores y comités de admisión deben cansarse de leer prosa pomposa. Si simplemente imaginas que estás hablando con alguien que te aprecia, que tiene sentido del humor y que se alegra de conversar un momento con alguien tan agradable como Stuart Eyring, escribirás lo que realmente eres.
Nunca te he contado cómo aprendí eso. En el primer año del programa de MBA, entregaba un análisis escrito de un caso cada sábado por la noche, o casi todos los sábados. Más tarde me enteré, por el profesor Tom Raymond, quien dirigía el programa, que cada semana, al preparar a los evaluadores para calificar los 650 trabajos, él leía algunos para calibrar sus criterios. Dijo que los míos se leían regularmente como ejemplos de buen trabajo. Me dijo: “Pero algo pasó. Perdiste tu toque. Perdiste tu encanto.” No fue eso lo que pasó: perdí a mi lectora. La joven que calificaba mis trabajos tuvo un bebé y fue reemplazada por un evaluador que comenzó a escribir comentarios hostiles en mis tareas. Eso me puso tenso. Solo quería recuperar mi cadena de notas A, así que empecé a tratar de impresionar. Kaput—fin de la buena escritura.
UN VERANO DECEPCIONANTE
Hal aprendió otra lección dura pero valiosa durante el verano posterior a su primer año de escuela de negocios. Era costumbre que los estudiantes del MBA de Harvard pasaran ese verano en una pasantía profesional, trabajando para una empresa, banco o firma consultora de prestigio. El propósito de la pasantía era doble. Uno era aplicar en el “mundo real” lo aprendido en las aulas durante el año anterior. El otro era asegurar una oferta de trabajo a tiempo completo al graduarse. Solo una pequeña fracción de los pasantes regresaba al campus sin la tranquilidad de tener una oferta de empleo, mientras buscaban otras oportunidades durante su segundo año de estudios.
El desempeño de Hal en el primer año le ayudó a conseguir una pasantía en Arthur D. Little (ADL), con sede en Boston, la primera firma de consultoría empresarial y, en ese tiempo, una de las más prestigiosas. La principal asignación de Hal para el verano era responder una pregunta planteada por un importante cliente de ADL: la empresa canadiense Abitibi Power and Paper Company. Abitibi operaba una de las explotaciones madereras más grandes del mundo. Fundada en 1912, la compañía mantenía la tradición de transportar los troncos desde el vasto interior de Canadá hasta los aserraderos en los Grandes Lagos mediante ríos tributarios. Los “descensos de troncos” anuales aún empleaban a hombres intrépidos, autodenominados “cerdos del río”, que seguían y a veces montaban los troncos a lo largo de los ríos inundados y turbulentos hasta los molinos.
La pregunta de Abitibi era sencilla: “¿Cómo podemos minimizar la pérdida de troncos en los ríos?” Con un poco de estudio, Hal comprendió rápidamente el problema. Las operaciones de tala fluvial habían permanecido prácticamente iguales desde principios del siglo XIX. En otoño, equipos de leñadores establecían campamentos en bosques remotos. Pasaban el invierno construyendo caminos hacia los ríos cercanos, talando árboles y arrastrando los troncos hasta las riberas. Luego, cuando las crecidas de principios de verano hinchaban los ríos, hacían rodar los troncos al agua y los seguían corriente abajo.
Hal aprendió que los troncos podían perderse de varias maneras. Las aguas torrenciales que los levantaban y aceleraban también arrastraban rocas y árboles caídos. Si uno de esos obstáculos atrapaba un tronco, un atasco podía formarse rápidamente. Los conductores de troncos trataban de detectar esos atascos y deshacerlos usando peaveys: largas pértigas de madera con una punta y un gancho metálicos en el extremo. En casos graves, cuando el atasco se volvía demasiado compacto y grande, recurrían a la dinamita.
Aunque los troncos podían perderse por esos atascos, el problema más común era la sequía. Si la crecida primaveral era demasiado ligera, los troncos podían quedar varados uno o más años en la orilla del río, donde eran propensos a pudrirse o a ser dañados por insectos o fuego. La pérdida económica resultante iba más allá del valor de la madera en sí: sin troncos para procesar, los aserraderos y sus trabajadores quedaban inactivos.
Esa fue la razón original por la cual Abitibi incursionó en el negocio de la energía. La compañía había construido represas inicialmente no para generar electricidad, sino para almacenar agua y liberarla en los años secos, cuando la conducción de troncos habría sido imposible o no rentable. Solo más tarde, con la invención de generadores hidroeléctricos eficientes y líneas de transmisión, Abitibi se convirtió en un productor de energía.
Cuanto más profundamente Hal estudiaba el problema de los troncos perdidos, más convencido estaba de que su cliente había planteado la pregunta equivocada. Incluso si las operaciones actuales podían mejorarse, Abitibi estaba jugando un juego perdido. La tala fluvial era inherentemente ineficiente y peligrosa, y solo se volvería más costosa. Los mejores bosques cercanos a los cursos de agua de la empresa ya habían sido explotados, lo que exigía construir más caminos hacia los bosques del interior. Además, las demandas judiciales por la pérdida de una pierna o la vida de un leñador fluvial eran cada vez más frecuentes.
Hal también previó una separación entre las operaciones de energía y de papel. Ambas industrias se estaban consolidando, y los participantes más exitosos se volvían más grandes y especializados. Las represas de Abitibi eran más valiosas como generadores de energía que como sistemas de respaldo para el transporte de troncos. En última instancia, necesitarían destinarse exclusivamente a su uso más alto y mejor, probablemente mediante una empresa dedicada por completo a la energía hidroeléctrica.
Habiendo llegado a esa conclusión, Hal decidió replantear la pregunta que el cliente de ADL había formulado. En lugar de limitarse a identificar mejoras en el sistema de transporte fluvial de Abitibi, también estudió una nueva alternativa: transportar los troncos por camión, directamente desde el bosque hasta el aserradero. Su análisis, que incluía modelos matemáticos detallados, mostró que esta opción era, con diferencia, la mejor.
Impresionado por la creatividad de Hal y la aparente sofisticación de su enfoque analítico, su supervisor en ADL le permitió continuar con su propuesta. Al final del verano, Hal preparó su presentación y abordó un tren rumbo a Toronto, donde se encontraba la sede de Abitibi. Ya había estado allí una vez, al inicio del verano, para recopilar datos. Esta vez, sin embargo, se reuniría con el director ejecutivo, a quien presentaría su recomendación de cerrar la operación de tala fluvial en favor de un sistema de transporte por camiones. Esperaba que el hombre se sintiera complacido, ya que su análisis demostraba que las nuevas carreteras y camiones serían tan eficientes que se pagarían por sí mismos en solo unos pocos años.
No tengo confianza en poder verlo o calcularlo todo. Pero trato de sentir hacia dónde deberían ir las cosas. Y probablemente recibo más revelación de esa manera que si pensara que ya lo sé.
—Entrevista de 2012
La primera señal del problema que se avecinaba para Hal apareció en cuanto entró en la oficina del director ejecutivo. En lugar del traje de negocios que esperaba, aquel corpulento hombre vestía una camisa de franela a cuadros de leñador, con bolsillos abotonados para evitar que el contenido se derramara si un leñador caía al agua. En la pared, detrás de su escritorio, colgaba un peavey gastado por el uso. Hal tragó saliva. No se le había ocurrido que el director ejecutivo de Abitibi pudiera tener una conexión personal con la tala fluvial. No estaba preparado para manejar la posible resistencia emocional a su propuesta basada en el análisis.
Para crédito del director ejecutivo, tal resistencia nunca se manifestó. Era evidente por su ceño fruncido y su silencio que la propuesta de Hal le preocupaba, pero el hombre mantuvo la compostura. No fue sino hasta que Hal estaba profundamente inmerso en la presentación de su modelo matemático cuando apareció la primera señal real de problemas. De hecho, al principio, el problema era evidente solo para Hal. Mientras respondía preguntas sobre su modelo, se dio cuenta de que había cometido un error de cálculo. Aunque no estaba seguro de cuánto afectaría su recomendación, admitió el error y se disculpó, prometiendo regresar a Boston y rehacer sus cálculos. Pero el ambiente en la sala había cambiado. La tensión desapareció, como si un bateador con corredores en base acabara de poncharse. La reunión terminó sin discutir las tendencias a largo plazo que habían llevado a Hal a recomendar un cambio tan drástico en la forma en que Abitibi hacía negocios. No fue invitado a una reunión de seguimiento.
Hal se sintió decepcionado, pero no sorprendido, cuando el verano terminó sin recibir una oferta de empleo a tiempo completo de parte de ADL. Fue un golpe a su confianza regresar a HBS como uno de los pocos pasantes “fracasados”. Pero la lección a largo plazo resultó valiosa. La convicción de Hal de que había tenido razón se confirmó cinco años después, cuando Abitibi abandonó la tala fluvial; y unos años más tarde, vendió sus represas y operaciones hidroeléctricas, convirtiéndose simplemente en Abitibi Paper Company.
Con el paso de los años, Hal se perdonaría a sí mismo por el error de cálculo que había parecido marcar la diferencia entre el fracaso y el éxito aquel verano. El verdadero error, reconocería después, fue no haber considerado lo suficiente a su audiencia: no solo sus necesidades analíticas, sino también las emocionales. Era una cosa dar malas noticias a una sala llena de generales con los que había trabajado estrechamente durante dos años; era otra muy distinta sorprender a un desconocido sin considerar qué lo movía internamente.
La experiencia en Toronto fue la primera de muchas que templarían el entusiasmo de Hal por el análisis puramente cuantitativo, e incluso por el pensamiento racional en general. Siempre estaría agradecido por su capacidad de comprender ecuaciones y realizar cálculos —una habilidad que había aprendido frente al pizarrón junto a su padre—. Pero llegaría a ser cada vez más cauteloso con las decisiones basadas principalmente en “los números”. Había construido su modelo cuantitativo para Abitibi impulsado por un sentimiento, adquirido al estudiar el contexto y la historia de la tala fluvial, de que se avecinaba un cambio. Probablemente, el director ejecutivo había sentido lo mismo. Con el tiempo, Hal llegaría a creer que los números podían moldear sentimientos inspirados, pero que no debían imponerse sobre ellos.
UN MENTOR MUY ESTIMADO
La apreciación de Hal por los sentimientos y el sentido común creció durante su segundo año en la escuela de negocios, especialmente bajo la tutela de un gran mentor, Georges Doriot. Llamado “General Doriot” por el rango de general de brigada que había alcanzado mientras dirigía la División de Planificación Militar del Ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, Doriot era uno de los profesores más influyentes de la Escuela de Negocios de Harvard. Enseñaba un curso de segundo año de MBA tremendamente popular titulado Manufacturing (Manufactura).
El curso era mucho más interesante de lo que el nombre sugería. En 1959, cuando Hal se inscribió, el general Doriot era un hombre en gran parte autodidacta, ya reconocido como el padre del capital de riesgo estadounidense, habiendo fundado una de las primeras empresas que recaudaban dinero para invertir en iniciativas empresariales. En comparación con la mayoría de los profesores de escuelas de negocios, poseía una visión inusualmente amplia y práctica de la gestión y el liderazgo. El plan de estudios de la época estaba dividido en áreas funcionales relativamente estrechas, como finanzas y mercadotecnia; en ese espíritu se había denominado Manufacturing a su curso. Los cursos también tendían a enfocarse más en la teoría que en la práctica, bajo la suposición de que los egresados aplicarían lo aprendido en sus futuros empleos.
El general Doriot ignoraba esas convenciones. Trascendía los límites de las materias académicas, desafiando constantemente a sus alumnos a obtener una amplia “visión operacional” y a fijarse metas ambiciosas para sí mismos y para los demás. Enseñaba que las ideas eran más importantes que los productos, pero que las personas eran lo más importante de todo.
Nunca olvidaré su súplica: “Oh, denme un hombre que diga: puedo hacerlo funcionar.”
La diferencia entre el crítico y quien sugiere una mejor manera puede parecer mínima en palabras, pero es enorme en la vida. Qué gran salto hay entre “Veo tu error” y “Veo una manera que podría mejorarlo.” Ambos señalan el error. Pero uno derriba, el otro eleva. Y el que eleva requiere una mente más fuerte.
—Discurso, 18 de agosto de 1972
El plan de estudios del general Doriot en realidad consistía en una serie de máximas prácticas. “Lean el New York Times todos los días”, enseñaba, para mantenerse al tanto de los desarrollos más avanzados, y el periódico local para comprender las ideas que influencian a los clientes. “Recuerden siempre”, advertía, “que en algún lugar alguien está fabricando un producto que hará obsoleto el suyo.” Era un visionario contrario a las tendencias. En una época en que las empresas estadounidenses dominaban el mundo, él predijo la globalización. A sus estudiantes, analíticos y orientados al logro, les predicaba creatividad, trabajo en equipo y compasión.
Como muchos de sus compañeros de clase, Hal apreciaba al general Doriot sobre todo por su ejemplo personal y su amor. Hal fue uno de los muchos estudiantes que sintieron que “El General” lo trataba como a un hijo. Durante los cuarenta años de su carrera docente, más de siete mil estudiantes pasaron por su aula. Era su costumbre obtener copias de las solicitudes de admisión de sus noventa estudiantes cada año y estudiar sus antecedentes y calificaciones universitarias. Luego, durante el primer tercio del semestre, se reunía individualmente con cada uno al menos dos veces en su oficina, estableciendo una relación personal que a menudo duraba toda la vida.
Eso resultó cierto para Hal. Cuando se acercaba su graduación del programa de MBA, el general Doriot le pidió que se uniera a él como asistente personal en su compañía de capital de riesgo. Doriot incluso presentó a Hal con Ken Olsen, el fundador de Digital Equipment Company (DEC), quien soñaba con construir computadoras pequeñas y fáciles de usar para competir con las máquinas grandes y complejas de IBM. La empresa de capital de riesgo de Doriot había comprado el 70 % de DEC por 70 000 dólares —una gran inversión en ese tiempo— y quería a alguien como Hal para ayudarlo a supervisar esa y otras inversiones similares.
La oferta —a la que casi cualquiera de sus compañeros habría saltado con entusiasmo— hizo que Hal se preguntara por qué su corazón no se sentía atraído por ese tipo de oportunidad empresarial. El general Doriot y Ken Olsen eran ambos brillantes y carismáticos, y tenían un gran sentido para los negocios (la inversión de 70 000 dólares en DEC llegó a valer 355 millones solo diez años después, en 1968, cuando la empresa salió a bolsa). Sin embargo, Hal se dio cuenta de que lo que amaba de los negocios no era fabricar productos ni “cerrar tratos”. Era pensar críticamente sobre problemas complejos. Por primera vez pensó: Tal vez debería quedarme en la universidad y convertirme en profesor.
El general Doriot, quien seguiría siendo su amigo y mentor por toda la vida, aceptó con gracia la decisión de Hal de rechazar la oferta.
EL TESTIMONIO DE UN ESTUDIANTE DOCTORAL SOBRE LA AYUDA DIVINA
Hal tuvo un desempeño lo suficientemente bueno en el programa de MBA como para graduarse con distinción, lo que significaba que terminó entre el 15 % y el 20 % superior de su clase tanto en el primer como en el segundo año. Basado en ese desempeño y en la recomendación del general Doriot, fue fácilmente aceptado en el programa de Doctorado en Administración de Empresas (DBA) de Harvard, que estaba expandiéndose rápidamente, de cuarenta estudiantes el año anterior a cincuenta en el momento en que Hal solicitó admisión.
El plan de estudios del DBA estaba relacionado, pero era significativamente diferente de lo que Hal había experimentado como estudiante de MBA. En lugar de prepararse hasta altas horas de la noche para dos o tres clases diarias, como en el programa de MBA, Hal, como candidato doctoral, tomaba pocos cursos formales. Pasaba la mayor parte del tiempo realizando investigaciones y escribiendo los mismos tipos de casos de estudio que lo habían mantenido despierto hasta tarde como estudiante de MBA. También asistía a seminarios sobre cómo dirigir discusiones en clase basadas en casos, desarrollando habilidades docentes que le servirían durante toda su vida.
El momento decisivo del programa doctoral de Hal llegó en el segundo año, cuando presentó su examen de calificación. El examen se basaba en un problema empresarial hipotético que recibía el fin de semana antes de reunirse con un comité de profesores evaluadores. Como de costumbre, su servicio en la presidencia del distrito le consumió la mitad del fin de semana, tiempo que otros candidatos dedicaban completamente a prepararse. Pero ocurrió un milagro mientras analizaba el problema con el presidente Cox —un empresario consumado y un ingeniero formado en el MIT— durante su largo viaje dominical hacia una rama lejana. “¡Veo el problema clave!”, exclamó Hal. Al día siguiente, lo que normalmente habría sido un proceso de deliberación de tres horas por parte del comité de examen tomó menos de noventa minutos, aunque lo retuvieron las tres horas completas para explorar las ideas que se le habían ocurrido.
Las mejores experiencias de Hal como estudiante de posgrado reforzaron las que había disfrutado en el programa de MBA de Harvard y en el departamento de física de la Universidad de Utah. A lo largo de nueve años de educación superior, descubrió que el Padre Celestial se interesa por todo tipo de aprendizaje y que puede ayudar a todos Sus hijos a aprender. Hal compartiría ese testimonio con estudiantes Santos de los Últimos Días en un discurso de 2001 titulado “Educación para la vida real”.
Tu vida está cuidadosamente vigilada, así como lo estuvo la mía. El Señor sabe tanto lo que necesitará que hagas como lo que necesitarás saber. Él es bondadoso y omnisciente. Por lo tanto, puedes esperar con confianza que ha preparado oportunidades para que aprendas en preparación para el servicio que prestarás. No reconocerás esas oportunidades perfectamente, así como yo no lo hice. Pero cuando pones las cosas espirituales en primer lugar en tu vida, serás bendecido para sentirte guiado hacia cierto aprendizaje, y estarás motivado a trabajar con más empeño. Más adelante reconocerás que tu poder para servir se incrementó, y estarás agradecido. . . .
El Señor te ama y vela por ti. Él es todopoderoso, y te prometió lo siguiente: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33).
Esa es una promesa verdadera. Cuando ponemos los propósitos de Dios en primer lugar, Él nos concede milagros. Si oramos para saber qué desea que hagamos a continuación, multiplicará los efectos de nuestros esfuerzos de tal modo que el tiempo parecerá expandirse. Puede hacerlo de distintas maneras para cada persona, pero sé por larga experiencia que Él es fiel a Su palabra. . . .
No puedo prometer éxito académico. . . . Ni puedo decirte de qué manera cumplirá Su promesa de añadir bendiciones sobre ti. Pero puedo prometerte que si acudes a Él en oración y le preguntas qué desea que hagas a continuación, prometiéndole que pondrás Su reino primero, Él responderá a tu oración y cumplirá Su promesa de añadir sobre tu cabeza bendiciones “hasta que sobreabunden.” Esas aparentes murallas de prisión de “no tener suficiente tiempo” comenzarán a retroceder, incluso cuando se te llame a hacer más.
La vida real para la que nos preparamos es la vida eterna. El conocimiento secular tiene para nosotros una importancia eterna. Nuestra convicción es que Dios, nuestro Padre Celestial, desea que vivamos la vida que Él vive. Aprendemos tanto las cosas espirituales como las seculares “para que un día podamos crear mundos, poblarlos y gobernarlos.” Todo lo que aprendamos que sea verdadero en esta vida se levantará con nosotros en la Resurrección. Y todo lo que aprendamos aumentará nuestra capacidad de servir. Ese es un destino reservado no solo para los brillantes, los que aprenden más rápido o los que ingresan a las profesiones más prestigiosas. Se otorgará a quienes sean humildemente buenos, que amen a Dios y lo sirvan con todas sus capacidades, por limitadas que sean —como lo son todas nuestras capacidades, comparadas con las de Dios—.
Hal había experimentado milagros a lo largo de toda su trayectoria educativa. Afortunadamente, para cuando se graduó del programa de DBA en 1962, había recibido otro milagro en su vida. Finalmente había encontrado a la compañera eterna que tanto había buscado.
5
Ama a tu EsposaAmarás a tu esposa
con todo tu corazón,
y te unirás a ella
y a ninguna otra.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 42:22
Aunque Hal disfrutaba de sus estudios y de su servicio en la Iglesia mientras estaba en Harvard, fue una época solitaria. Su preocupación iba más allá del hecho de estar soltero a fines de sus veintes. Incluía el no tener la familia con la que había soñado desde que era un niño pequeño, incluso antes de recibir de su tío Gaskell Romney la promesa patriarcal de un hogar lleno de hijos y de paz. Durante años había sentido angustia respecto al cumplimiento de esa promesa, como lo demuestra una carta que escribió a su madre, Mildred, desde Albuquerque cuando tenía apenas veintidós años:
Mi queridísima madre:
Acabo de abrir tu primer frasco de compota de manzana, y aunque pensaba comerla despacio mientras escribía, ya he terminado la mitad. Solo hay una comida como la compota de manzana y solo una compota de manzana como la de mamá. Ahí va un poco más. Simplemente no puedo dejarla.
Quería conversar un poco contigo esta noche, mamá, como lo haríamos si hubieras estado aquí cuando llegué a casa después de repartir folletos, o si yo estuviera contigo. Sé cuánto me ama mi madre, pero a veces me pregunto si entiendes cuánto te amo yo.
De ti aprendí que lo más maravilloso del mundo era un hogar donde el Evangelio fuera el lazo común de amor y la forma de vida. No creo que hayas soñado más que yo con mi hogar o con tus nietos a lo largo de los años, mamá. He bajado quince libras en los últimos cuatro meses, y en gran medida por preocupación por tus nietos. Si pensara mucho más en ello, quizás ninguno de los dos viviría para conocerlos.
El anhelo de Hal por tener hijos no era ni ocioso ni reciente. Desde su adolescencia no solo pensaba en sus futuros hijos, sino que los imaginaba. En su mente, ellos tenían el cabello rojo, como el de su madre; incluso los llamaba “los pelirrojos.” Cuando enfrentaba una tentación, se decía a sí mismo: “No puedo hacer eso —los pelirrojos cuentan conmigo.”
TODAVÍA SOLTERO EN BOSTON
Hal seguía soltero como estudiante doctoral en Harvard en la primavera de 1960, a los veintisiete años. Durante los seis años anteriores había cortejado a jóvenes mujeres de gran carácter y fe. En varios casos, la relación había llegado al punto en que buscó dirección divina para continuar. Sin embargo, para su pesar —tanto por él como por esas nobles mujeres—, nunca llegó una confirmación espiritual de que debía casarse. Aunque estaba agradecido por las invitaciones a cenar y las reuniones sociales con sus compañeros de Harvard ya casados, incluyendo a Bob Hales y su esposa, Mary, se volvía cada vez más consciente de las diferencias entre sus hogares y el suyo. Treinta y cinco años después, en una charla fogonera del Sistema Educativo de la Iglesia, describiría sus sentimientos sobre la pensión en la que vivió durante aquellos años en Harvard. Pertenecía a un matrimonio bondadoso, los Soper.
Los costos han cambiado, así que te resultará difícil creerlo, pero este era el trato que los Soper me daban: mi propia habitación amplia y baño, con muebles y sábanas incluidas, servicio de limpieza, seis grandes desayunos y cinco maravillosas cenas por semana, todo por el precio de veintiún dólares a la semana. Más aún, las comidas eran abundantes y tan bien preparadas que llamábamos a nuestra casera con cariño “Ma Soper.” Solo hablar de esto contigo me hace darme cuenta de que no agradecí lo suficiente a la señora Soper, ni al señor Soper ni a su hija, ya que debía ser una carga tener a doce hombres solteros cenando en su casa cada noche de la semana.
Ahora bien, esa descripción de una pensión no te tienta, y a mí tampoco. Podría tener las habitaciones más espaciosas, el mejor servicio y los once hombres más extraordinarios que uno pudiera conocer como compañeros, y aun así no querríamos vivir allí mucho tiempo. Aunque fuera más hermosa de lo que pudiéramos imaginar, no querríamos vivir allí para siempre, solteros, si tenemos siquiera el más tenue recuerdo o la más débil visión de una familia con amados padres e hijos como la de la que vinimos a esta tierra y la que es nuestro destino formar y habitar por la eternidad. Solo hay un lugar donde existirán las familias: el grado más alto del reino celestial. Ese es el lugar donde querremos estar.
La realización del sueño de toda la vida de Hal —tener una familia propia— finalmente comenzó una mañana de principios de verano en Rindge, New Hampshire, a dos horas de camino al oeste y norte de Boston. Hal fue asignado por el presidente Cox para representar a la presidencia del distrito en un “morningside” para adultos solteros, celebrado en el Cathedral of the Pines, un anfiteatro natural en lo alto de una colina arbolada cerca del monte Monadnock. Después del evento, Hal caminó entre los árboles que rodeaban el anfiteatro hacia el estacionamiento donde había dejado su Volkswagen Beetle rojo, un regalo de graduación de MBA de su padre.
Al entrar al estacionamiento, Hal vio a una joven de cabello castaño rojizo con un vestido de seersucker rojo y blanco. Nunca la había visto antes y no sabía nada de ella. Pero de inmediato se sintió impresionado por la bondad que irradiaba. El pensamiento vino a su mente: “Esa es la mejor persona que he visto en mi vida. Si pudiera estar con ella, podría llegar a ser todo lo bueno que siempre he querido ser.”
Al día siguiente, la presidencia del distrito de Boston asistió a la reunión sacramental en la histórica capilla de Longfellow Park, en Cambridge, cerca del campus de Harvard. Sentado en el estrado junto al presidente Cox, Hal volvió a ver a la joven, sentada con una amiga entre la congregación. Se inclinó hacia el presidente Cox y le dijo: “Esa es la chica con la que daría cualquier cosa por casarme.”
La joven, Kathleen Johnson, era de Palo Alto, California —tan lejos de Boston como se puede estar dentro de los Estados Unidos continentales—. Era una estudiante de veinte años de la Universidad de California en Berkeley, que no había planeado estar en Massachusetts ese verano. A comienzos de la primavera, una de sus compañeras de hermandad le había contado su plan de asistir a la escuela de verano en Harvard. “Eso suena divertido,” respondió Kathy con buen humor. Semanas después, su amiga le informó que ya se había inscrito y había comprado su boleto de avión. “¡Nos divertiremos mucho!”, le dijo. Tomada por sorpresa, Kathy respondió casualmente que nunca había tenido intención de ir. Su amiga, igualmente sorprendida, replicó con firmeza: “Cuento contigo como mi compañera de cuarto. ¡Tienes que ir!”
Cualesquiera excusas válidas que Kathy pudiera haber tenido, la falta de recursos económicos no era una de ellas. El año anterior, sus padres habían pagado un semestre de estudios de francés en la Sorbona, sede de la Universidad de París; y el año antes de eso, había estudiado en la Universidad de Viena. Aunque Kathy no tenía entusiasmo por ir a Boston, tampoco sentía inquietud al respecto. En un espíritu de amistad, y con la bendición de sus padres, accedió a acompañar a su amiga. Como buena estudiante en Berkeley, no tuvo dificultad para ingresar al programa de verano de Harvard, diseñado precisamente para estudiantes de otras universidades con buena posición económica, como Kathy.
Tras ver a Kathy en la reunión sacramental, Hal consiguió su número de teléfono hablando con el secretario del barrio. Llamó para invitarla a una primera cita varios días después. Sin conocer su nombre ni su rostro, ella respondió con indiferencia: “Si estás en la Iglesia el domingo, hablaremos entonces.” Hal se aseguró de estar allí, pidiendo al presidente Cox que lo excusara de la habitual visita a una rama lejana por causa de esta más grande causa personal.
El siguiente domingo en Longfellow Park, Hal se sintió encantado con la respuesta de Kathy a su pregunta sobre sus intereses: “Me gusta jugar tenis,” dijo ella. Aquellas palabras fueron música para los oídos de Hal. Con su examen doctoral ya concluido y la escuela de negocios prácticamente vacía durante el verano, tenía más tiempo libre del que había tenido en años. Había estado jugando tenis varias veces por semana con un exjugador universitario; su nivel estaba en su punto más alto. Sería la cita perfecta.
Descubrí que cuando el juego se pone difícil, ella mejora.
—Entrevista de 2012
El primer set de tenis, jugado varios días después en las canchas de arcilla de Harvard, salió exactamente como Hal había planeado: ganó seis juegos a tres. Mientras cambiaban de lado para el siguiente set, él elogió despreocupadamente el juego de Kathy, con un tono que pretendía ser encantador. Ella miró fijamente hacia adelante y no dijo nada. Mientras Hal se preparaba para sacar desde su línea de fondo, Kathy se agachó detrás de la suya, golpeando suavemente pero con firmeza la cancha de arcilla con su raqueta de madera.
Hal no recordaría el marcador final de ese segundo set, pero en los años posteriores admitiría libremente: “Ella me dejó fuera de combate.” En la conversación previa a su primera cita, Kathy no había mencionado que había sido la capitana del equipo de tenis en su escuela privada para señoritas. Al comenzar el partido, tal vez había subestimado a su cita calva y con gafas de Utah. En cualquier caso, ese primer set fue el único que el “Príncipe Encantador” ganaría contra aquella joven estoica y decidida.
UNA CRIANZA PRIVILEGIADA
A medida que Hal y Kathy continuaron saliendo durante las pocas semanas que ella pasaría en Boston antes de regresar a California, él comenzó a apreciar la paradoja de su crianza privilegiada y su personalidad sencilla. Kathy era la segunda de tres hijos de J. Cyril (“Sid”) y La Prele Lindsay Johnson. Sid y La Prele habían crecido en Utah, pero en circunstancias muy diferentes. Mientras los Johnson luchaban por ganarse la vida en la escasamente poblada y dura Cuenca Uintah, cerca de Roosevelt, los Lindsay estaban entre las familias ganaderas más ricas de Utah. En 1922, cuando La Prele tenía doce años, la Lindsay Land and Livestock Company controlaba más de 175 000 acres en el norte de Utah y tenía un valor tasado de 1,5 millones de dólares —casi 20 millones actuales—. Criada en una elegante casa nueva construida el año antes de su nacimiento, La Prele desarrolló gustos refinados. Amaba la poesía, el teatro, la música y las compras. Su hermano mayor, Clyde, la llamaba “la aristócrata.”
El padre de La Prele, Walter John (“W. J.”) Lindsay, había nacido en la pobreza. Construyó su imperio mediante una combinación de trabajo arduo, administración astuta y disposición al riesgo. La fortuna se volvió en su contra en 1922, cuando una crisis financiera llevó a la ejecución hipotecaria de toda la operación de los Lindsay. Pero, con su estilo característico, W. J. encontró nuevas oportunidades. Arruinado a los cincuenta y nueve años, reunió a sus hijos e hijas ya adultos y se mudó al norte de California, donde vieron potencial en la construcción de viviendas y el desarrollo inmobiliario. En un año, el clan Lindsay había construido y vendido ocho casas. Aunque la familia nunca volvió a alcanzar el nivel de riqueza que había tenido en Utah, La Prele se mudó de Utah a San Francisco sin una sensación real de penuria económica. En el proceso, su padre encontró más tiempo para el estudio y la adoración del Evangelio. Largamente inactivo en la Iglesia antes de mudarse a California, W. J. sirvió como patriarca de estaca durante las dos últimas décadas de su vida. El testimonio que dio sobre la bondad del cielo hacia los Lindsay fue tanto una expresión de gratitud como una advertencia para su familia. “Perder nuestra riqueza fue una bendición disfrazada”, les dijo antes de morir. “Ese dinero los habría echado a perder a todos. Ahora han hecho su propio camino y se han mantenido buenos miembros de la Iglesia.”
Incluso en circunstancias más humildes, La Prele conservó un aire de aristocracia. Se convirtió en una destacada intérprete en festivales de oratoria y obras teatrales amateur. San Francisco también le ofreció nuevas oportunidades para perfeccionar su elegancia social y su sentido de la moda. A lo largo de su vida haría generosas contribuciones de tiempo a la Iglesia y a la comunidad local, sirviendo en varias ocasiones como presidenta de la Sociedad de Socorro de barrio y como líder en las asociaciones escolares de sus hijos.
Sin embargo, La Prele también sirvió un período como presidenta del Town and Country Club, un grupo femenino de élite con sede en Union Square, el distrito comercial de San Francisco. Se convirtió en miembro del club informal de “primeras noches” de la ópera, donde mostraba su sentido de la moda con elegantes vestidos y joyas, apareciendo ocasionalmente en las páginas sociales del periódico. Como presidenta de la Sociedad de Socorro, La Prele era conocida entre las hermanas del barrio tanto por su servicio cristiano como por sus oportunas advertencias contra errores de etiqueta en la moda, como usar blanco después del Día del Trabajo.
“Cuando era niña, puedo recordar que semana tras semana ella conducía para recoger a niños con discapacidades y llevarlos a una escuela especial en el Children’s Health Council, para que pudieran recibir una educación que de otro modo no habrían tenido, y luego los llevaba de regreso a casa, para que sus madres tuvieran un descanso que de otro modo no habrían tenido.”
—Kathleen Johnson Eyring
Sid Johnson, cuya pobreza como obrero lo había llevado a San Francisco del mismo modo que la bancarrota había llevado allí a los adinerados Lindsay, percibía claramente sus diferencias sociales mientras cortejaba a La Prele. Con buen ánimo, se unía a ella en las obras teatrales de la Iglesia, donde su escaso talento para actuar y cantar quedaba dolorosamente evidente. Se sentía feliz de tener suficiente sentido del ritmo para guiar a La Prele en la pista de baile y contento de poseer un automóvil para llevarla a la iglesia. Conducir a La Prele a los bailes le permitía firmar su nombre en al menos dos líneas de su tarjeta de baile, la cual siempre se llenaba poco después de llegar.
En el momento en que Sid comenzó a cortejar a La Prele, era un trabajador de la construcción que pasaba de un empleo temporal a otro y alquilaba un apartamento con tres compañeros. El poco dinero que podía ahorrar lo enviaba a su familia necesitada en Utah. El automóvil era su único bien tangible, y la sombra de la Gran Depresión envolvía su corazón, por lo demás optimista. Aunque amaba a La Prele, las dudas sobre su capacidad para cumplir con las expectativas de ella lo atormentaban. Salieron durante dos años, enamorándose gradualmente pero con profundidad. Finalmente, La Prele le informó que debía tomarse una decisión. Como bien sabía Sid, había otros pretendientes.
El momento decisivo para Sid llegó cuando pasaba por Salt Lake City en un viaje para visitar a sus padres en Utah. Al detenerse para ver al patriarca de la Iglesia Eldred G. Smith, recibió una bendición que le dio el valor para pedir la mano de La Prele. Más tarde recordaría:
“Haciendo hincapié en que toda bendición está supeditada a la obediencia, [la bendición] me dio la seguridad de que podría proveer para La Prele y nuestra familia, y que juntos, con la ayuda del Señor, podríamos resolver nuestros problemas.”
—Sid Johnson
Emprendedor tenaz y ingenioso, en el espíritu de su suegro W. J. Lindsay, Sid logró más que cumplir con su propósito de proveer para La Prele y sus tres hijos. Kathy creció en San Francisco y luego en Palo Alto, en casas construidas por su padre. Una empleada doméstica llamada Trudy Lucas, contratada en el momento del nacimiento de Kathy, sirvió a la familia durante cuarenta y cinco años. Mientras su padre desarrollaba bienes raíces en el próspero Área de la Bahía, Kathy y sus hermanos —su hermana mayor, Annette, y su hermano menor, Craig— pasaban los veranos junto a su madre y Trudy, acompañadas por sus tías y primos Lindsay, en el lago Tahoe; Sid hacía el viaje de cuatro horas cada fin de semana para reunirse con ellos. Kathy pasó dieciséis veranos consecutivos disfrutando de la belleza de las playas y bosques de Tahoe, donde desarrolló un profundo amor por la naturaleza y por su generoso Creador.
Para disgusto de La Prele, Kathy resistía los intentos de prepararla para ser parte de la aristocracia social de San Francisco. Aunque elegante y refinada a su manera, Kathy era extrovertida y alegre, una atleta natural como su padre, quien jugaba golf y practicaba la pesca con mosca. En los viajes de compras prefería los guantes de béisbol a los vestidos de fiesta. Destacaba en los deportes, pero mostraba poco interés en las clases de canto y declamación.
En Castilleja, la prestigiosa escuela para señoritas a la que asistía, Kathy era una amiga generosa y sociable con todos. En su clase de biología de segundo año disfrutaba conversar con “Gracie” Wing, quien años más tarde se casaría con un guitarrista de apellido Slick y se convertiría en un ícono de la era psicodélica del rock and roll. Kathy conducía los pocos bloques hasta la escuela cada día en un elegante convertible negro Ford, un regalo de sus padres que la esperaba envuelto con un gran lazo rojo en el camino de entrada durante su decimoquinta Navidad (más de cuatro meses antes de cumplir dieciséis años). Habiendo sido presidenta del cuerpo estudiantil y obteniendo los honores de oradora de despedida en su último año, dejó este “último testamento” en el anuario para sus compañeras de Castilleja: “[Lego] la capacidad de conducir desde mi casa hasta la escuela en exactamente dos minutos, a cualquiera que desee presentarse en el tribunal de tránsito tan a menudo como yo lo he hecho.”
KATHY COMO ESTUDIANTE DE ÚLTIMO AÑO DE SECUNDARIA
Una joven sencilla y auténtica
Los padres de Kathy confiaban en ella para manejar el automóvil y para los viajes de estudios en el extranjero porque conocían su incorruptibilidad, aunque incluso ellos se sorprendieron aquella mañana de Navidad del convertible. “Reaccionó mucho menos de lo que esperaban cuando vio el coche,” recordaría su hermano menor, Craig. Craig y otros reconocían en su hermana una paradoja poco común. Aunque era talentosa y podía parecer despreocupada, estaba espiritualmente centrada, profundamente. La riqueza material significaba poco para ella. Y a medida que crecía y comenzaba a comprender los posibles efectos nocivos de la mundanalidad, se protegía cada vez más de ellos.
El año después de graduarse de Castilleja, Kathy se fue a Berkeley, donde siguió los pasos de su hermana mayor, Annette, y con éxito ingresó en la hermandad femenina Kappa Kappa Gamma. Se mudó a la casa Kappa, una majestuosa mansión gris con un pórtico griego tradicional. No se había dado cuenta de cómo los Kappa, una de las fraternidades femeninas más elitistas, eran vistas por los estudiantes comunes de Berkeley; llamaban a la casa Kappa “El Gran Cofre de Dinero Gris.” Al notar que su deportivo convertible negro destacaba en los estacionamientos de la universidad pública de Berkeley de una manera en que no lo hacía en la privada Castilleja, Kathy regresó a casa un fin de semana y cambió de auto con Trudy, la empleada. Trudy se quedó con el convertible para ir al mercado, mientras Kathy regresó a Berkeley conduciendo una camioneta familiar gris oscuro.
Kathy era un espíritu libre que siempre elegía bien.
—Craig Johnson
Kathy encontró una manera de distanciarse de los lujos de su crianza sin distanciarse de sus padres, quienes proporcionaban esos lujos únicamente por amor. La clave estaba en celebrar su compromiso común con el Evangelio, algo que haría durante toda su vida. Por ejemplo, en una carta de Navidad de 1992 dirigida a su madre, Kathy compartió una copia de un discurso del élder Mark E. Petersen, miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. El lugar donde se habían dado las palabras del élder Petersen —la casa de la Misión de París— le recordó a Kathy una visita que La Prele había hecho a Francia cuando su hija estudiaba en la Universidad de París. Kathy escribió:
Al leer este discurso dado en la casa de la misión en París hace 24 años, pensé en el maravilloso tiempo que tú y yo pasamos juntas en París, en los museos, los restaurantes, las tiendas y el Hotel de Crillon. Pero aún más, al leer las palabras del élder Petersen, sentí una abrumadora gratitud por haber sido elegida para venir a tu hogar, para ser tu hija. Todo lo bueno en mi vida ha venido porque tú y papá no solo me enseñaron, sino que me mostraron el modo de vivir.
Pruebas de fe
Aunque aún faltaba una década para las violentas protestas que paralizarían el campus a fines de los años 60, la Universidad de California en Berkeley ya era un lugar de ideologías radicales cuando Kathy llegó. Algunos de sus profesores se complacían en desafiar la fe sencilla de esta brillante y sincera estudiante de ciencias políticas. Afortunadamente, su padre era un erudito autodidacta del Evangelio y un misionero de estaca experimentado. Los fines de semana, ella conducía a través de la bahía de San Francisco desde Berkeley para reunirse con Sid en el estudio de la casa familiar en Palo Alto. Juntos fortalecían su fe natural con una comprensión más profunda de los principios del Evangelio. Con la ayuda de su padre, Kathy aprendió a trascender las sofisterías de su entorno universitario, aprovechando al máximo las verdades que allí podía aprender.
De hecho, las presiones espirituales de Berkeley cristalizaron el testimonio de Kathy sobre el Evangelio. Desde que tenía memoria, había sentido que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días era verdadera. Cada semana, sin falta, Sid y La Prele llevaban a sus hijos a los servicios dominicales, tanto por la mañana como por la noche. La joven Kathy sentía el Espíritu especialmente en las reuniones sacramentales vespertinas.
Agradecía poder renovar ese sentimiento semanalmente como estudiante universitaria, en el Barrio Palo Alto de sus padres. Pero el impulso espiritual del fin de semana en casa era difícil de mantener al regresar a Berkeley para las clases del lunes. Una noche de domingo, de regreso en su habitación de la casa Kappa, oró fervientemente para sentir siempre el Espíritu, dondequiera que fuera. Recibió una fuerte reconfirmación de su testimonio de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días era verdadera y que realmente era la Iglesia del Salvador.
Con ese sentimiento vino un pensamiento relacionado. Kathy comprendió que su testimonio estaba ligado de manera inseparable a los servicios de la Iglesia, al adorarlos junto a otros Santos. Estaba pidiendo que los sentimientos cálidos de las reuniones dominicales se extendieran al resto de la semana, a todos los momentos y lugares. Por supuesto, eso no podía suceder a menos que hiciera de esas reuniones —y de todas las demás actividades de la Iglesia— una prioridad principal. Esa noche, en la casa Kappa de Berkeley, se comprometió a hacerlo. El efecto fue transformador, no solo para ella, sino también para Hal, como recordaría décadas después:
Esa experiencia cambió mi vida. A partir de entonces, cada vez que me mudaba a una nueva ciudad, trataba de averiguar dónde se reunía la rama más cercana de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. En Massachusetts, encontré la rama de Cambridge el primer domingo. Poco después de mi llegada, anunciaron una reunión matutina al aire libre en New Hampshire, en el Cathedral of the Pines. Fui porque sentí que era el lugar donde el Señor quería que estuviera.
Un noviazgo a distancia
A medida que Hal conocía a Kathy, no solo le impresionaba su falta de pretensiones o de aire de superioridad, sino también su madurez espiritual. Le recordaba a uno de los compañeros misioneros más puros y devotos que había tenido, el élder Geddes. Kathy parecía indiferente a la formación académica y al entorno familiar de Hal. Sin embargo, estaba deseosa de acompañarlo en su labor de la Iglesia, viajando con él los domingos a ramas lejanas. Durante los trayectos compartían testimonios y sentimientos espirituales, tal como él lo había hecho con el presidente Cox, el élder Geddes y sus padres. En presencia de esta joven sencilla de veinte años, Hal se sentía impulsado a ser un hombre mejor, a ser digno de su compañía. Aunque en ese momento no podía estar seguro, sus esfuerzos estaban dando fruto.
Una de las cosas que más me impresionó de él fue que amaba al Señor. Y lo amaba lo suficiente como para demostrarlo mediante un gran servicio, aun a costa de los honores mundanos. No buscaba los honores de los hombres como buscaba el amor del Señor.
—Kathleen Johnson Eyring
A lo largo de aquel verano idílico, se vieron con frecuencia, jugando tenis y realizando con amigos un viaje en velero a Cape Cod. Incluso visitaron la casa de la infancia de Hal, en Princeton. Pero el verano terminó demasiado pronto, dejando a la pareja comunicarse por carta y teléfono cuando Kathy regresó a California. Ella podía permitirse volar de regreso a Boston para varias visitas, la primera de ellas acompañada por una amiga universitaria como chaperona. Hal correspondió una vez, conociendo a la familia de Kathy durante un viaje para entrevistarse por un puesto como profesor en Stanford; se alojó en la casa de su compañero de cuarto del MBA, George Montgomery, quien vivía en la cercana Hillsborough. La entrevista en Stanford resultó en una oferta laboral, además de las que ya había recibido de Harvard y UCLA.
A comienzos de 1961, ocho meses después de su primer encuentro, Kathy hizo una última visita para ver a Hal en Boston. Para entonces, estaban profundamente enamorados. Pero Kathy coincidía con su padre —quien sabía por experiencia propia lo que significaba “tener dudas antes del compromiso”— en que un noviazgo a larga distancia y sin supervisión no era apropiado. En la última noche de aquel viaje de finales de invierno, Kathy le dijo a Hal que no regresaría a verlo nuevamente.
Hal compartía el sentimiento de Kathy: su relación no podía continuar como hasta entonces. Durante meses había estado buscando la aprobación del cielo para casarse con Kathy, pero no había recibido una confirmación clara. El solo pensamiento de perderla —y de perder la familia que podrían tener juntos, “los pelirrojos”— le hacía doler el corazón. Sin embargo, estaba decidido a recibir una confirmación divina. Esa noche oró con más fervor que nunca, diciéndole a su Padre Celestial que no seguiría adelante sin Su aprobación. Inicialmente, su única respuesta fue una impresión enigmática:
“Si no volvieras a verla, habrías conocido más del amor de lo que la mayoría de las personas conoce en toda una vida.”
He tenido oraciones respondidas. Esas respuestas fueron más claras cuando lo que yo deseaba fue silenciado por una abrumadora necesidad de saber lo que Dios deseaba. Es entonces cuando la respuesta de un amoroso Padre Celestial puede ser hablada a la mente por la voz apacible y delicada, y puede ser escrita en el corazón.
—Discurso, 1 de octubre de 2000
Hal continuó orando durante toda la noche. Finalmente llegó la confirmación esperada, en forma de una voz que escuchó en su mente: “Ve.” A la mañana siguiente, antes del amanecer, oró nuevamente para asegurarse de haber escuchado correctamente. Un sentimiento de reconfirmación lo envolvió, provocándole lágrimas de gozo.
Saliendo de la casa de los Soper en su Volkswagen, Hal condujo rápidamente hasta el conocido Longfellow’s Wayside Inn, donde Kathy se hospedaba. Sus maletas ya estaban listas para el vuelo de regreso a casa. En el trayecto hacia el aeropuerto, todavía en el campo, Hal detuvo el auto en un camino solitario junto a un muro de piedra. Volviéndose hacia Kathy, le dijo: “He sido instruido para pedirte que te cases conmigo.” Kathy respondió solo con lágrimas. Aunque en los años posteriores Hal solía bromear diciendo que nunca recibió una confirmación verbal, sabía que su respuesta era tan segura como la del cielo.
6
Sed FructíferosY Dios bendijo a Noé y a sus hijos,
y les dijo:
Sed fructíferos,
y multiplicaos,
y llenad la tierra.
—GÉNESIS 9:1
Hal y Kathy se casaron el 27 de julio de 1962 en el Templo de Logan, ya que el Templo de Salt Lake, de más fácil acceso, estaba cerrado en ese momento por renovaciones. El matrimonio fue oficiado por el élder Spencer W. Kimball, tío de Hal, quien entonces era miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. Hal se sintió alentado por la evaluación que el tío Spencer hizo de Kathy: “No hay un solo hueso falso en su cuerpo”, comentó en privado. Sin embargo, Hal estaba mucho menos seguro acerca de un consejo que el tío Spencer dio a los recién casados. Les amonestó: “Vivan de tal manera que, cuando llegue el llamado, puedan alejarse con facilidad.”
Para entonces, Hal sabía lo que estaría haciendo, al menos a corto plazo: trabajar como profesor en la Escuela de Negocios de Posgrado de Stanford. Había aceptado la oferta de Stanford en lugar de la de Harvard por varias razones. Una, por supuesto, era su ubicación en la ciudad natal de Kathy, Palo Alto. Otra fue el consejo que recibió del general Doriot, su querido profesor y posible empleador. El general Doriot instó a Hal a ir al Oeste, donde se estaba gestando la innovación, especialmente en lo que llegaría a ser el “Silicon Valley”, con Stanford en su centro.
CORTANDO EL PASTEL EN PALO ALTO
El primer año de matrimonio fue ajetreado para ambos, Hal y Kathy. En un plazo de seis meses, ella estaba embarazada de su primer hijo. Mientras él trabajaba largas jornadas en Stanford, ella decoraba y mantenía el hogar en una serie de apartamentos temporalmente vacíos propiedad de su padre. La sirvienta de sus padres, Trudy, la ayudó a aprender a cocinar, una habilidad que no había desarrollado durante sus ajetreados años en Castilleja y Berkeley.
En esos primeros años, Kathy también hacía un viaje semanal a través de la Bahía de San Francisco hacia el Templo de Oakland, donde buscaba hallar la paz que Hal había encontrado en el Templo de Salt Lake cuando era un joven militar rumbo a Albuquerque. En la primera visita de Hal al templo, él se había sentido inmediatamente como en casa. La primera experiencia de Kathy en el templo, en cambio, había sido desconcertante. Todo era nuevo, y todo había llegado de golpe. Ella y sus padres habían llegado a Utah el día antes de la boda. Conocieron a sus suegros por primera vez en el aeropuerto y luego condujeron directamente al templo en Logan. Las nuevas personas, los lugares y los eventos de la boda, sumados a la experiencia del templo en sí, la habían dejado intranquila. Pasó casi un año antes de que encontrara la sensación de paz que buscaba, pero la halló en el Templo de Oakland. El precio valió la pena: a lo largo de su vida, el templo fue su segundo hogar, aquel en el que modeló el hogar de su familia.
El primer año de Hal en Stanford resultó igualmente desafiante pero productivo. Terminó y defendió su disertación mientras enseñaba simultáneamente una carga completa de cursos, cada uno de los cuales requería preparación por primera vez. La disertación fue bien recibida por los miembros de su comité, quienes la aprobaron en el verano de 1963.
No obstante, Hal tuvo sentimientos encontrados acerca de lo que aprendió de su investigación. Su tema de estudio era un modelo matemático para gestionar proyectos complejos y únicos. El modelo, mejor conocido por su acrónimo PERT (Program Evaluation Review Technique), había sido desarrollado varios años antes por la Marina de los Estados Unidos; era una herramienta de planificación para la construcción de submarinos nucleares. Hal tenía ventajas naturales para estudiar la eficacia de este modelo, entre ellas sus sólidas habilidades cuantitativas y su familiaridad tanto con el ámbito militar como con la tecnología nuclear.
Sin embargo, descubrió que incluso las matemáticas más complejas no pueden dar cuenta de las incertidumbres, como la dificultad inesperada de fabricar un componente novedoso de un submarino o el incumplimiento de un proveedor en la entrega de una pieza clave a tiempo. Cuando ocurren imprevistos —como suele suceder en proyectos tan complicados como la construcción de submarinos—, los modelos de planificación diseñados para guiar y controlar las actividades de los trabajadores pueden producir resultados indeseables. Hal observó problemas en ambos extremos del espectro de cumplimiento de las prescripciones del modelo de planificación. Los trabajadores que no ajustaban el cronograma prescrito por el modelo cuando era necesario se veían atados por él. Por el contrario, aquellos que ignoraban o “manipulaban” el modelo por conveniencia perdían el beneficio de su poder de coordinación.
En resumen, Hal aprendió que incluso el planificador más racional no puede dictar y controlar las actividades de una organización grande y, al mismo tiempo, lograr que las cosas se hagan de manera eficaz. Esa comprensión le sería útil más adelante, cuando dirigiera grandes organizaciones. Sin embargo, por el momento, redujo aún más su entusiasmo por el tipo de investigación cuantitativa para la cual Stanford lo había contratado.
Una lección sobre ser mentoreado
Después de haber hecho todo lo posible por decorar dos apartamentos temporales durante su primer otoño e invierno, Kathy volvió a empacar todo y guardó la mayor parte en almacenamiento al comienzo del verano de 1963. Ella y Hal se sentían agradecidos de haber obtenido una beca de investigación de la Corporación RAND, un reconocido centro de estudios de políticas públicas con sede en Santa Mónica, California, cuyas oficinas daban al océano Pacífico. RAND atraía a algunos de los pensadores más destacados del mundo, con quienes Hal estaba ansioso por codearse. Tras un año dedicado a la enseñanza y a completar una disertación que parecía un callejón sin salida analítico, esperaba que un verano en RAND reactivara la investigación que necesitaba para obtener la titularidad en Stanford.
Para su decepción, el verano comenzó con lentitud. A pesar de la oportunidad de dedicar todo su tiempo y atención a la investigación en un entorno intelectual excepcional, no hubo momentos de revelación. Resultaba igual de difícil encontrar y desarrollar una línea de investigación interesante en RAND que en Stanford o Harvard. Percibiendo el desánimo de Hal, el hombre a quien Hal reportaba le ofreció una oportunidad única: organizaría una reunión privada con el investigador más renombrado del instituto. Más de treinta años después, Hal describió ante un grupo de profesores de BYU aquella experiencia de aprendizaje única en la vida. La lección más profunda no fue acerca de cómo producir investigación empresarial, sino sobre cómo ser mentor y cómo dejarse mentorear.
Un amable jefe de departamento me ofreció la oportunidad de hablar con Herbert Simon. El profesor Simon era otro de los presentes ese verano. Habría sido necesario trabajar en ese campo, en aquel tiempo lejano, para comprender lo que significaba tal invitación. Nadie había hecho más que él para cambiar la manera en que todos nosotros pensábamos acerca de cómo se toman las decisiones en las organizaciones. Aún no había ganado el Premio Nobel de Economía. De hecho, no estoy seguro de que ese premio existiera todavía. Pero sabía qué oportunidad se me estaba ofreciendo. Apenas podía creer en mi buena fortuna.
Descubrí que él había leído mi trabajo, cuidadosa y críticamente. Desde el principio era evidente que había estado reflexionando sobre mi problema. Las pocas preguntas que hizo fueron profundas, revelando las debilidades de lo que yo había hecho. Era obvio que él consideraba que ayudarme con mi problema era más importante que hacerme sentir cómodo. Parecía asumir que me importaba más mi trabajo que mi ego.
Y, sin embargo, tan directo y franco como era, no era mi adversario ni mi rival. Escuchaba con gran bondad, con algo que se sentía casi como simpatía. Escuchaba con total absorción. Era como si no existiera otra persona viva más que yo ni otras ideas en el mundo más que las mías. No es exagerado decir —al menos para mí— que solo mi madre, mi esposa y mis otros mentores me han escuchado con tanta compasión. Después de lo que pareció una hora, él comenzó a hablar, en voz baja. Reconocí la continuidad y la coherencia en su consejo, porque reflejaban lo que había leído en sus publicaciones. Pero habló de mi trabajo, no del suyo. Corrigió, no tanto señalando errores, sino mostrándome dónde encontrar oportunidades para agregar valor a mi trabajo.
Evidentemente no tenía intención de hacer el trabajo por mí, ni siquiera de decirme cómo hacerlo. En cambio, describió hacia dónde podría conducir y qué valor podría tener. Pasó horas conmigo. Y, al final, dijo palabras que me dieron la impresión de que seguiría interesándose por mí y por mi trabajo.
El ejemplo del profesor Simon como mentor excepcional resultaría invaluable a lo largo de la vida de Hal, especialmente en la crianza de sus hijos. Esos hijos serían los beneficiarios de un padre que los trataba como iguales, corrigiendo de manera constructiva y con sensibilidad hacia su disposición para recibir instrucción. Pero sus propias dudas lo traicionaron en la relación de mentoría que podría haber disfrutado con el profesor Simon, no solo aquel verano, sino durante toda su carrera académica.
La decisión fue gradual y no del todo consciente. Comenzó con su falta de seguimiento rápido después de aquella primera reunión. Hal se justificó pensando que necesitaba estar completamente preparado para un segundo encuentro, para no decepcionar al profesor Simon (ni avergonzarse a sí mismo). Pronto empezó a desviarse de la dirección inicialmente sugerida, lo que lo hizo menos entusiasta por dar seguimiento. El verano terminó sin otra conversación con aquel mentor potencialmente invaluable. Fue una lección dolorosa que Hal recordaría y procuraría no repetir cuando el cielo le proveyera otros mentores más adelante en su vida.
Tú decides conceder autoridad al mentor mediante tu confianza. Tú eliges intentar prolongar la relación. Y tú tienes el poder de terminarla.
Si deseas elogios más que instrucción, puede que no obtengas ninguno de los dos.
—Discurso, 23 de agosto de 1993
La casa en la colina
Al regresar a Palo Alto al final del verano, Hal y Kathy no permanecieron establecidos por mucho tiempo. Ella estaba a punto de dar a luz a su primer hijo en septiembre. Coincidentemente, Sid tenía en la mira una propiedad especial con dos casas: una para Hal y la futura madre. La casa más grande difícilmente podía llamarse así. Construida por un magnate ferroviario de Virginia en 1917, estaba inspirada en los Grandes y Pequeños Trianones de Versalles, residencias de la realeza francesa. Se alzaba sobre una finca de doce acres en la cima de una colina en Atherton, una de las comunidades más exclusivas de los Estados Unidos, con vistas a la Bahía de San Francisco hacia el este y a la cordillera costera de California hacia el oeste. La finca incluía jardines formales, una piscina de gran tamaño con casetas de baño, una cancha de tenis, establos para caballos y—de particular importancia para Hal y Kathy—una casa de huéspedes de cuatro dormitorios, diseñada al estilo de un pabellón de caza europeo.
LA COLUMNATA DE LA CASA PRINCIPAL
La propiedad de Atherton fue una apuesta audaz para Sid, a pesar del éxito de su empresa de inversión inmobiliaria, que para entonces ya poseía un importante centro comercial. Pero él percibía una oportunidad en ciernes. La finca en la cima de la colina, propiedad de una anciana hija de una de las familias más prominentes de San Francisco, había caído en deterioro. Pese a toda su elegancia de diseño, la propiedad tenía el aspecto de una casa que necesitaba reparaciones. Sid–el–manitas vio en el pavimento agrietado del camino de entrada de un cuarto de milla y en el techo de pizarra con goteras de la casa principal, una oportunidad para comprar un palacio digno de su reina, a un precio que podía pagar. De hecho, ya tenía un plan para subdividir y vender los establos y su pradera. Sid–el–especulador–inmobiliario veía dos lotes edificables que podrían cubrir todo el costo de la operación.
Llevó a Hal y Kathy a ver la propiedad cuando regresaron de Santa Mónica. Después de recorrer la longitud del Walsh Road de Atherton, pasaron por una imponente puerta de hierro forjado y más allá de la casa del jardinero, al pie de la colina. El camino de entrada, bordeado de robles, ascendía mediante dos curvas en forma de “S” cortadas en la piedra arenisca. Mientras subían, Hal tuvo una sensación de familiaridad. Al tomar la segunda curva, donde se hacía visible la esquina de la casa principal, reconoció el lugar. Se volvió hacia Kathy y le dijo: “Vi este sitio en mi mente cuando el tío Spencer nos dijo que estuviéramos preparados para alejarnos con facilidad cuando llegara el llamado.”
Un nuevo hogar
El primer hijo de Hal y Kathy, bautizado como Henry Johnson, nació el 19 de septiembre de 1963 en el Hospital de Stanford. Lo llevaron a casa, a la casa de huéspedes en la finca de la colina en Atherton, que Sid había comprado por 250.000 dólares, en efectivo. Era un lugar idílico para comenzar una familia. La casa de huéspedes era espaciosa. El dormitorio de Hal y Kathy, que ofrecía una hermosa vista de la cordillera costera, se conectaba con un gran baño que también servía a una segunda habitación, donde colocaron al bebé. Hal, madrugador, tomó un baño del piso superior como propio, permitiendo que Kathy y el bebé durmieran mientras él se duchaba y se vestía para ir al trabajo.
LA CASA DE HUÉSPEDES
La casa de huéspedes estaba lo suficientemente alejada de la casa principal (a unos treinta metros) como para ofrecer una sensación de privacidad, gracias a los enormes robles y abetos que las separaban. Sin embargo, el automóvil de Trudy, que estacionaba junto al cuidado seto de boj frente a la casa de huéspedes, simbolizaba la solidez de los recursos domésticos y de cuidado infantil que Kathy tenía a su alcance. No mucho más lejos que la casa principal estaba la cancha de tenis, donde Kathy y Hal solían jugar por las tardes, después de que él regresaba del trabajo. Atherton quedaba lo bastante cerca del campus de Stanford como para que él fuera en bicicleta cuando el clima lo permitía, lo cual era lo habitual en la templada California del Norte. Años más tarde, Kathy recordaría con cariño los días de la familia viviendo en la casa de huéspedes de Atherton:
“Tuve la bendición de vivir con mi esposo y tres de nuestros seis hijos en la cabaña de huéspedes de mis padres. Estoy segura de que excedimos con creces nuestra estadía como invitados —vivimos allí diez años—, pero Madre siempre fue maravillosa con nosotros. Fue la mejor vecina que he tenido en mi vida. No hace mucho, mi hija pequeña me miró y dijo pensativamente:
‘Cuando vivías al lado de la abuela, ¿ibas a la tienda a comprar víveres o simplemente cruzabas a la casa de la abuela para pedir prestado?’
Era una pregunta perspicaz, pero algo dolorosa de responder, pues tuve que admitir que en más de una ocasión crucé a la casa de la abuela para pedir prestado algo más que una taza de azúcar. Pero Madre siempre fue muy amable y generosa, y como a mi esposo le gusta decir, vivimos junto a Madre durante diez años sin que pasara entre nosotros ni una palabra áspera ni un sentimiento de desagrado.”
Aunque Hal todavía enfrentaba la presión de obtener la titularidad en el altamente competitivo ambiente académico de Stanford, tenía la ventaja, en ese segundo año, de estar familiarizado con al menos algunos de los cursos que enseñaba. Aun así, a menudo trabajaba durante toda la noche preparando clases que desarrollaba sobre la marcha. Era consciente de su falta de publicaciones —el factor clave para conseguir la titularidad—, lo que hacía aún más importante para él tener éxito en el aula.
Afortunadamente, Hal fue reconocido por sus colegas como un maestro excepcionalmente hábil y, en general, era muy querido. Entre sus amigos cercanos en Stanford estaba Roger Sant, profesor de medio tiempo en finanzas, a quien Hal había conocido en la Escuela de Negocios de Harvard cuando ambos eran estudiantes del programa de MBA. Otro amigo era un genio de la estadística llamado Ed Zschau (pronunciado “shau”, sin la “t”). Ambos hombres eran jóvenes pero rebosantes de talento. Sant, miembro de la Iglesia, era un empresario con una fuerte conciencia social. Dejaría Palo Alto para trabajar en las administraciones de Nixon y Ford, y luego fundaría una empresa global de energía ecológica que lo convertiría en multimillonario. Al retirarse, se comprometería públicamente a donar casi toda su fortuna a obras de caridad.
Ed Zschau era un hombre alegre y polifacético, aún en sus veintes, licenciado en filosofía por Princeton, con dos maestrías y un doctorado en estadística por Stanford. Con la ayuda de Hal fundaría una de las primeras compañías informáticas del Silicon Valley, System Industries, con la que obtendría una pequeña fortuna y llegaría a postularse para el Congreso, donde serviría dos mandatos. Tañedor de ukelele y conocido como “el congresista cantor”, deleitaba a los estudiantes de Stanford en el aula y a los invitados en las fiestas de la colina con composiciones originales y humorísticas, incluyendo una ingeniosa canción corporativa para System Industries.
Ambos, excelentes maestros, admiraban la habilidad de Hal en el aula. Roger consideraba que Hal tenía “una presencia imponente” capaz de atraer a los estudiantes desde los márgenes hacia el centro de la discusión con “una maravillosa sensibilidad.” Ed atribuía a Hal ser “simplemente inspirador, casi al borde de las lágrimas: era como escuchar un sermón, pero en un aula o auditorio.”
Hal tuvo la bendición de haber sido bien formado como maestro en Harvard, donde sus profesores eran expertos en el método del caso, el enfoque que también adoptó Stanford. En lugar de dictar conferencias, los instructores que emplean el método del caso trabajan con relatos sobre situaciones reales, como una empresa con pérdidas. Los estudiantes leen el caso y lo discuten en pequeños grupos antes de llegar a clase, donde son invitados a compartir sus ideas para resolver el problema planteado.
Aquellos de ustedes que se consideren los más débiles intelectualmente poseen un poder de pensamiento increíble. Su problema —mi problema— no es la pobreza de su capacidad intelectual.
Su problema es tener mucha más capacidad intelectual de la que son capaces de aprovechar.
—Discurso, 1 de enero de 1977
El director de tesis de Hal y mentor personal, C. Roland (“Chris”) Christensen, era reconocido como el principal exponente mundial de la enseñanza mediante el método del caso. A diferencia del profesor de la Escuela de Negocios de Harvard que había aterrorizado a Hal y a sus compañeros del primer año del MBA con la advertencia: “Uno de cada tres de ustedes probablemente fracasará”, el profesor Christensen enseñaba una filosofía de enseñanza basada en la esperanza y el amor hacia los estudiantes, sustentada en su creencia de que “enseñar es un acto moral”:
“Creo en el potencial ilimitado de cada estudiante. A primera vista, varían, como los instructores, desde mediocres hasta magníficos. Pero el potencial es invisible a la mirada superficial. Se necesita fe para discernirlo, pero he sido testigo de demasiados milagros académicos como para dudar de su existencia. Ahora veo a cada estudiante como ‘material para una obra de arte’. Si tengo fe, una fe profunda, en la capacidad de los estudiantes para la creatividad y el crecimiento, cuánto podemos lograr juntos.”
Gracias al profesor Christensen y a otros docentes comprometidos con su oficio, Hal y sus compañeros de doctorado en la Escuela de Negocios de Harvard aprendieron a ver y sacar lo mejor de sus propios estudiantes. Esa habilidad le valió a Hal el respeto tanto de sus alumnos como de sus colegas docentes, aliviando parte de la presión que sentía por no tener aún una línea clara de investigación.
Un año en el MIT
Para gran sorpresa de Hal, en 1964 sus colegas de Stanford lo nominaron para una prestigiosa beca docente Alfred P. Sloan.⁹ El premio significaba que él y Kathy podrían tomarse un año, con salario completo, para estudiar en el MIT, justo al otro lado del río Charles desde Harvard. Resultaría ser no solo un gran honor, sino también una bifurcación providencial en el camino intelectual que Hal venía recorriendo. Además, moldearía profundamente sus ideas sobre el liderazgo, especialmente dentro de su propia familia.
A comienzos de la década de 1960, el MIT era el epicentro de investigaciones de vanguardia en el campo del “análisis de sistemas”, el tipo de trabajo que Hal había realizado en su disertación y continuado durante su verano en RAND. Las figuras destacadas de este campo matemático incluían a Jay Forrester, un pionero en el desarrollo de las computadoras modernas. Para cuando Hal llegó, Forrester ya había comenzado a usar computadoras para modelar las complejas decisiones que enfrentan los líderes organizacionales. Al aplicar la potencia de las computadoras a las ecuaciones que Hal había abordado solo con una regla de cálculo, Forrester podía hacer predicciones sofisticadas sobre el futuro.
Por ejemplo, aconsejó a su antiguo alumno del MIT, Ken Olsen —fundador de la empresa Digital Equipment Corporation y con quien Hal podría haber trabajado si hubiera aceptado la oferta laboral del general Doriot en 1959— que expandiera su capacidad de manufactura antes de que llegara la demanda de computadoras que su modelo pronosticaba. Olsen siguió el consejo, construyó nuevas fábricas y amasó una fortuna. El trabajo de Forrester, plasmado en un libro célebre titulado Industrial Dynamics, fue aclamado como el inicio de una nueva era en la ciencia de la administración.
Aunque habría sido natural —y coherente con las expectativas de sus colegas en Stanford— que Hal trabajara con Forrester y otros investigadores inclinados hacia lo cuantitativo en el MIT, él tomó un rumbo diferente. Se sintió atraído por un grupo de académicos que estaban creando un nuevo campo llamado comportamiento organizacional, el cual abordaba las preguntas planteadas por el trabajo de Herbert Simon, su mentor de aquella tarde en RAND.
Entre los pioneros del comportamiento organizacional en el MIT se encontraba el psicólogo formado en Harvard Douglas McGregor, quien había escrito un libro innovador titulado The Human Side of Enterprise (El lado humano de la empresa). En esta obra, McGregor identificó una decisión fundamental que los líderes deben tomar: el grado en que consideran a los trabajadores como personas inherentemente motivadas y capaces de autodirigirse.
McGregor observó que el diseño de la mayoría de las organizaciones se basa en la suposición de que los empleados necesitan motivación y dirección impuestas desde afuera. A esta perspectiva la denominó Teoría X. Señaló que dicha visión justificaba los procedimientos, reglas y sistemas de incentivos de casi todas las grandes organizaciones.
En contraste, McGregor formuló la Teoría Y. Los líderes que adoptan la Teoría Y —quienes, según el propio McGregor, son escasos— parten de la premisa de que las personas rinden mejor cuando se les permite encontrar su propia motivación y autodirigirse. Estos líderes están dispuestos a ceder cierto grado de control organizacional para obtener algo potencialmente más valioso: inspiración e innovación individual. Aunque McGregor no promovía la Teoría Y en detrimento total de la X, su exposición de la tensión entre ambas representó un desafío revolucionario a décadas de pensamiento administrativo.
Supuestos de la Teoría Y de Douglas McGregor
- El gasto de esfuerzo físico y mental en el trabajo es tan natural como el juego o el descanso.
- El control y el castigo no son las únicas formas de hacer que las personas trabajen; el ser humano se dirigirá a sí mismo si está comprometido con los objetivos de la organización.
- Si un trabajo resulta satisfactorio, el resultado será el compromiso con la organización.
- El hombre promedio aprende, bajo las condiciones adecuadas, no solo a aceptar, sino a buscar la responsabilidad.
Hal pasó el año en el MIT explorando los cursos requeridos para un doctorado en comportamiento organizacional. Douglas McGregor murió repentinamente ese otoño de un ataque cardíaco, pero Hal estudió con dos de sus principales colaboradores: Ed Schein y Warren Bennis. Schein era un psicólogo conocido por su estudio sobre el adoctrinamiento de los prisioneros de guerra estadounidenses capturados por el ejército chino durante el conflicto de Corea. Durante el año que Hal estuvo en el MIT, Schein investigaba, escribía y enseñaba sobre el uso de lo que él denominaba “coerción persuasiva” en las corporaciones.
El naciente gurú del liderazgo Warren Bennis, colaborador de Schein, predecía el fin de esa coerción persuasiva. Unos meses antes de la llegada de Hal, había publicado un artículo en la Harvard Business Review titulado “Democracy Is Inevitable” (La democracia es inevitable), en el cual pronosticaba la desaparición del comunismo, una postura audaz en una época en que la Unión Soviética parecía llevar una ventaja dominante sobre Occidente en las carreras armamentista y espacial. Bennis predijo un declive similar en la burocracia organizacional, que, según él, daría paso a la aplicación generalizada de los principios más humanos de la Teoría Y.
Hal disfrutó de un año explorando este nuevo campo de la administración junto con sus fundadores. Además de tomar los cursos centrales de organización, viajó con Warren Bennis a los Laboratorios Nacionales de Capacitación en Bethel, Maine, sede de los experimentos de “entrenamiento en sensibilidad”. Allí observó los llamados grupos-T, en los cuales los participantes expresaban sus emociones en un entorno libre de restricciones o juicios, con el objetivo de comprenderse mejor a sí mismos y a los demás. Estos grupos-T estaban ganando popularidad entre los teóricos y consultores organizacionales, quienes los promovían ante el gobierno y la industria como herramientas para fomentar el trabajo en equipo y fortalecer la cultura corporativa.
Hal percibió tanto los beneficios como los posibles riesgos de las discusiones altamente emocionales y no estructuradas de los grupos-T, del mismo modo que había reconocido los límites de la planificación racional y del control gerencial en su investigación doctoral. Llegó a la conclusión de que una dependencia excesiva de la Teoría Y y su énfasis en la libertad individual podía ser tan peligrosa como la doctrina de control conductual de la Teoría X. Del mismo modo, vio la necesidad de moderar la distinción —por la cual Warren Bennis llegaría a ser célebre— entre las tareas de la gestión y las del liderazgo.
El administrador hace las cosas correctamente; el líder hace lo correcto.
—Warren Bennis
Era tentador pensar que los líderes podían ser no solo más valiosos para una organización, sino también más populares que los simples gerentes, al otorgar a sus subordinados libertad para innovar. Pero Hal tenía suficiente respeto por su madre —quien podía ser tanto una líder inspiradora como una administradora exigente— como para reconocer la necesidad de ambas cualidades. De hecho, lo mismo ocurría con su padre. Superficialmente, Henry podía describirse como un afable seguidor de la Teoría Y, y Mildred, como una estricta practicante de la Teoría X. Pero aunque Henry y Mildred solían desempeñar roles complementarios como padres, cada uno podía ser autoritario o permisivo según las necesidades de un hijo en una situación determinada.
Hal reconocía ese tipo de equilibrio y trato personalizado en sus otros mentores. El obispo Dyer, su tío Spencer, el general Doriot y C. Roland Christensen eran todos pensadores orientados a las tareas, con corazones generosos y la sabiduría para aplicar esos dones de manera contingente, en beneficio de quienes los rodeaban.
Hal decidió que, cuando se le presentara la oportunidad, intentaría liderar estableciendo altas expectativas en lugar de sistemas rígidos de gestión. Comprendió que eso requeriría una disposición mental y espiritual adecuada. Tendría que considerarse a sí mismo no más sabio ni mejor intencionado que sus subordinados. Su función sería ayudarlos a crecer. Los primeros beneficiarios de esta visión esclarecida del liderazgo serían los “pelirrojos.”
Hijos en crecimiento
Hal y Kathy marcaron la mitad del año en Massachusetts con el nacimiento de su segundo hijo —y el primer verdadero pelirrojo—, Stuart Johnson, el 19 de enero de 1965. Kathy estaba agradecida por las experiencias de aprendizaje de Hal en el MIT, pero se alegró de regresar esa primavera al cálido Atherton para cuidar de sus dos hijos: un bebé lleno de energía y un curioso niño pequeño que encontraba la pequeña casa alquilada en Lexington demasiado limitada.
Hal se sorprendió al llegar a la Colina y no ver rastro de su Volkswagen Escarabajo rojo, un regalo de graduación de MBA de su padre. Para su asombro y leve consternación, Sid había regalado el automóvil a un sobrino como obsequio de bodas. Antes de que Hal y Kathy se fueran a Massachusetts, Sid le había entregado a Hal su Ford Thunderbird de modelo reciente, un clásico automóvil estadounidense devorador de gasolina, con puertas traseras conocidas como “suicidas”, porque se abrían desde atrás en lugar de hacia adelante. (Según la leyenda automovilística, las puertas suicidas eran preferidas por los gánsteres de los años treinta, quienes supuestamente las usaban para arrojar víctimas o disparar ametralladoras mientras el viento mantenía la puerta abierta en lugar de cerrarla). Además de ser costoso en combustible, el Thunderbird era el único vehículo de su tipo en el estacionamiento del profesorado de Stanford. Hal prefería conducir el modesto Escarabajo al trabajo.
Aunque nunca dijo nada, Hal sospechaba que su suegra, La Prele, había animado a Sid a regalar el Escarabajo. Había sido el vehículo más deteriorado de la Colina, con la posible excepción de la vieja camioneta del jardinero Harry Ogami, que Harry estacionaba cuidadosamente fuera de la vista de los visitantes. Mientras Sid y La Prele embellecían metódicamente la propiedad, el Escarabajo se convirtió en blanco fácil.
Aun así, Hal no podía pedir más de sus suegros. Le dieron a Kathy y a los niños libre acceso a la casa principal y a toda la propiedad, especialmente a la piscina. Hal no solo disfrutaba de una vivienda sin renta, sino también de la cancha de tenis junto a Kathy y de una pequeña “oficina” en una de las casetas de baño cerca de la piscina, donde podía escribir sin interrupciones.
EL ESCARABAJO ROJO DE HAL, SIENDO LAVADO POR HENRY (PRIMER PLANO) Y STUART
En contraste, los Johnson nunca se invitaban a sí mismos a la casa de huéspedes. Y estaban claramente orgullosos de su yerno trabajador y talentoso. Admiraban no solo el éxito profesional de Hal, sino también su atención a las necesidades de Kathy y de los niños. Con frecuencia acudían por invitación a la noche de hogar familiar, que se convirtió en uno de los eventos favoritos a medida que la familia Eyring crecía.
Crecientes responsabilidades profesionales
Las responsabilidades profesionales de Hal continuaban multiplicándose. Su estudio del comportamiento organizacional y del liderazgo lo llevó a desarrollar y enseñar nuevos cursos para los cada vez más exigentes estudiantes de MBA de Stanford. Cuando llegó por primera vez a Palo Alto en 1962, la diferencia entre los estudiantes de MBA de Stanford y los de Harvard que más le había impresionado era su atuendo informal. Mientras los alumnos de la Escuela de Negocios de Harvard todavía usaban camisas de vestir y corbatas en clase, Stanford carecía de un código de vestimenta perceptible. Algunos estudiantes se vestían formalmente, pero otros llevaban camisetas, pantalones cortos y sandalias. Hal se sintió particularmente intrigado por un joven vestido con informalidad que parecía retorcerse en su asiento junto a la ventana, girando primero hacia un lado y luego hacia otro. Al principio, Hal pensó que el estudiante debía estar sufriendo algún dolor, pero finalmente se dio cuenta de que simplemente estaba cambiando de posición bajo el sol para asegurarse de tener un bronceado parejo.
A fines de la década de 1960, las violentas protestas estudiantiles que sacudieron la Universidad de California en Berkeley, al otro lado de la bahía de San Francisco, comenzaron a extenderse al más conservador Stanford. Cuando la ventana de la oficina de Hal fue rota por piedras lanzadas durante una manifestación, el personal de mantenimiento de la universidad se negó a repararla, señalando que la ventana daba al pasillo preferido de los manifestantes y que sin duda volvería a romperse. Hubo incluso protestas en sus aulas. Una clase particularmente indisciplinada, que se había quejado desde el inicio del semestre por la carga de trabajo, finalmente organizó un abandono masivo. Hal pasó dos noches sin dormir, temiendo que no regresaran a la siguiente sesión y preguntándose si sus superiores lo culparían a él o a los alumnos. Agradeció al cielo cuando los estudiantes regresaron como si nada hubiera ocurrido, su fervor revolucionario atenuado ante la posibilidad de obtener una mala calificación.
El tiempo profesional de Hal se dividía entre la enseñanza, la investigación, la consultoría profesional y la fundación de varias empresas. Ayudó a Ed Zschau a fundar System Industries y ocupó un puesto en la junta directiva. Aunque la participación de Hal era pequeña en comparación con la de Ed, dedicó tiempo y esfuerzo como si fueran copropietarios iguales. Ed atribuiría a Hal muchas de las ideas estratégicas que impulsaron a la empresa desde sus comienzos. Juntos también desarrollaron un negocio de consultoría que los llevó por todo el mundo, realizando presentaciones ante grandes corporaciones, a menudo inventando ideas literalmente sobre la marcha, habiendo planeado prepararlas en el avión. Kathy llamó a esta aventura el “Tapete Volador”.
Hal también cofundó e invirtió junto con Roger Sant en una empresa llamada Finnigan Instrument Corporation, que fabricaba equipos de diagnóstico para medir niveles de toxinas en el medio ambiente y drogas ilegales en la sangre de los atletas. Mientras tanto, mantenía su atención en el objetivo de obtener la titularidad, retirándose a su oficina en la caseta de baño para preparar clases y redactar artículos de investigación —la mayoría de los cuales eran rechazados por las mejores revistas académicas—, después de pasar las noches y los sábados por la mañana con Kathy y los niños.
En una escala de simpatía, capacidad y compromiso, él era un 10, y además divertido. Lo pasamos genial, y le robé sus ideas
— Ed Zschau
Asignaciones de enseñanza desafiantes
La habilidad de Hal en el aula y su amplia visión aplicada de la administración llamaron la atención del decano de la Escuela de Negocios de Stanford, Ernest C. “Ernie” Arbuckle, quien lo había contratado y organizado su año sabático en el MIT. Arbuckle, un héroe de guerra y exejecutivo corporativo sin otra experiencia académica que su título de MBA en Stanford, había emprendido una ambiciosa campaña para convertir la escuela de negocios en una de las mejores del mundo. Contratar a Hal, a Roger Sant y a otros provenientes de Harvard era parte de esa estrategia. También lo era hacer que el plan de estudios de Stanford fuera más interdisciplinario y práctico, en el espíritu de los cursos enseñados por Georges Doriot y C. Roland Christensen.
El decano Arbuckle designó a Hal para desarrollar y enseñar un curso culminante para el programa de MBA de Stanford. Llevaría el imponente nombre de “Administración de la Empresa Total”. Desde una perspectiva académica tradicional, la tarea parecía absurda. Contradecía la estructura disciplinaria del resto de los cursos del MBA. Integrar todas esas disciplinas en un solo curso sería prácticamente imposible, y no lograrlo daría como resultado un análisis disperso e incompleto. El curso podría degenerar en discusiones vagas y conclusiones sin fundamento.
A ello se sumaba el desafío de inculcar habilidades gerenciales reales, en lugar de limitarse al estudio de técnicas de una disciplina particular, como finanzas o marketing. El método del caso, mediante el cual los estudiantes y el profesor exploran problemas empresariales reales, estaba ganando terreno, pero esos casos se centraban en una sola disciplina o, a lo sumo, en una combinación de dos. Desarrollar un curso como “Administración de la Empresa Total” requería crear teorías y casos más amplios que cualquiera de los que Hal o sus colegas habían visto antes.
Sin embargo, Hal pronto descubrió que su recorrido sinuoso y aparentemente aleatorio por la escuela y sus distintas experiencias profesionales lo habían preparado bien para este desafío único. Los principios prácticos y enseñanzas del general Doriot, que habían resultado más valiosos que cualquier otra cosa aprendida en Harvard, marcaron el rumbo para este nuevo curso. Sus experiencias en investigación operativa y consultoría le brindaron la base cuantitativa necesaria, así como una comprensión de los límites prácticos de ese tipo de análisis numérico. Y en el MIT se había familiarizado con las teorías más avanzadas sobre el comportamiento humano, un componente ausente en la mayoría de los planes para administrar organizaciones de manera eficaz.
Hal reconocía la mano del cielo ayudándolo en esta tarea especial encomendada por el decano Arbuckle, que le ganaría la admiración de sus colegas. Décadas más tarde, miraría atrás y vería cómo la creación de ese curso lo había preparado bien para las asignaciones profesionales que vendrían en las siguientes décadas—trabajos que exigirían dirigir grandes y complejas organizaciones de naturaleza muy diversa. Pero en aquel momento, era dolorosamente consciente no solo de las largas noches y los fines de semana que requería, sino también de cómo ese trabajo lo alejaba del camino viable hacia la titularidad. La publicación de investigaciones originales requería concentración en una sola disciplina académica. A medida que invertía la mayor parte de su tiempo profesional en enseñar cursos interdisciplinarios y asesorar estudiantes, podía escuchar cómo el reloj de la titularidad seguía avanzando. Sentía una creciente sensación de impotencia e incluso de fatalidad.
Además de las largas noches, Hal también trabajaba en las madrugadas como maestro voluntario de seminario. Su clase, compuesta por una docena de estudiantes, se reunía en la Escuela Secundaria Cubberley de Palo Alto. Aunque asistían fielmente, no todos parecían entender la popularidad de Hal entre los estudiantes de MBA de Stanford ni su excelente reputación entre sus colegas profesores. Dos jóvenes, en particular, parecían desinteresados en la clase. Cada mañana caminaban lentamente hasta el fondo del aula, se sentaban y permanecían inmóviles, a veces durmiendo.
Hal se sentía cada vez más preocupado por esos dos estudiantes. Comenzó a orar para obtener ayuda para involucrarlos, sin resultado aparente. Adquirió una nueva apreciación por los maestros —también voluntarios— que le habían enseñado en las primeras horas de la mañana en la East High School. Ellos habían aportado gran experiencia a la enseñanza. Uno de ellos, Wallace Toronto, era entonces presidente de la Misión Checa, temporalmente (esperaba él) expulsado junto con sus misioneros por una revolución comunista, y enseñaba seminario mientras aguardaba regresar a Praga. Otra maestra, Blanche Stoddard, servía junto a Mildred en la mesa directiva general de la Sociedad de Socorro.
Pero más que experiencia, esos maestros habían aportado algo intangible a su enseñanza. Hal no lo había valorado del todo en aquel entonces, pero mientras luchaba por conectar con los dos muchachos de su clase, comprendió que la Hermana Stoddard y el Hermano Toronto lo habían alcanzado de una forma que iba más allá del currículo, el estilo de enseñanza o incluso el testimonio personal. Decidió dar un paso atrás y analizar la situación con calma, como lo haría frente a un caso de administración empresarial ineficaz. Al hacerlo, abrió su mente y su corazón a un descubrimiento importante: había estado orando por tener éxito al enseñar a los muchachos, pero no por los muchachos mismos. Avergonzado por esa realización, tomó un nuevo rumbo, uno que describiría casi cincuenta años después en un discurso a los maestros de seminario e instituto de la Iglesia:
“Aprendí todo lo que pude sobre ellos. Oré por ellos individualmente y por su nombre. Oré por sus padres, a quienes llegué a conocer. Al mirar atrás ahora, me doy cuenta de que el Espíritu respondió mis oraciones al aumentar mi amor por esos dos jóvenes y mi deseo de llegar a ellos.
Pero más que eso, mi preocupación por ellos encendió un interés personal por sus compañeros de clase. Empecé a enseñarles y a orar por ellos como individuos. El Espíritu entró en el aula.”
El tiempo de Hal como maestro de seminario matutino fue breve, apenas un año. Sin embargo, la experiencia resultaría preparatoria en muchos sentidos. Una de las principales responsabilidades para las que lo preparó fue criar a seis hijos, incluidos cuatro varones que, en ocasiones, le recordarían a aquellos dos jóvenes somnolientos del fondo de su clase de seminario.
La fe es lo que necesitarán aquellos a quienes ayudes, y lo que tú necesitarás para encontrar la paciencia y la persistencia necesarias para marcar la diferencia en la vida de otra persona.
— Discurso, 9 de mayo de 2002
7
Los Padres deben PresidirPor diseño divino,
los padres deben presidir sobre sus familias
con amor y rectitud
y son responsables de proveer las necesidades de la vida
y la protección de sus familias.
—LA FAMILIA: UNA PROCLAMACIÓN PARA EL MUNDO
El tercer hijo de Hal y Kathy, Matthew, nació el 19 de julio de 1969. Familiares y amigos no pudieron evitar comentar sobre la notable consistencia de Kathy: había dado a luz a tres hijos, todos el día 19 del mes (Henry y Stuart nacieron el 19 de septiembre y el 19 de enero, respectivamente). Los observadores se maravillaban ante las cargas que Kathy soportaba con tanta gracia. Con solo veintisiete años, mantenía un hogar lleno de vida mientras apoyaba a un esposo que parecía estar en todas partes al mismo tiempo: enseñando, viajando, investigando y, durante los últimos dos años, sirviendo como obispo del barrio de adultos solteros de Stanford.
Sin embargo, quienes más conocían a los Eyring sabían que Hal también era un padre fiel, que presidía su familia en el espíritu de la exhortación del Salvador a los Doce:
“Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos.”
Era cierto que Hal trabajaba el equivalente a una carrera y media, o incluso dos. Pero fuera de su labor profesional y de la Iglesia, cada momento consciente —incluyendo horas que razonablemente podrían haberse dedicado al descanso— pertenecía a Kathy y a los niños. Sabia y desinteresada, Kathy pedía que Hal dedicara la mayor parte de ese tiempo a sus hijos.
Proyectos de sábado
Sabiendo que su vida profesional estaba marcada por obligaciones regulares —como impartir clases y dirigir reuniones de la Iglesia—, Hal procuraba crear compromisos periódicos similares con sus hijos. Uno de ellos era algo que llamaban proyectos de sábado. Cada sábado por la mañana, los niños podían esperar ser reclutados para alguna tarea en la Colina.
La vieja propiedad ofrecía abundantes proyectos de reparación. Arreglaban grifos con fugas, cambiaban bombillas y limpiaban décadas de desechos acumulados en lugares tentadoramente misteriosos, como el espacio angosto bajo las antiguas dependencias del chofer. Uno de los proyectos favoritos de todos los tiempos consistía en ponerse las viejas camisas de vestir de Hal, comprar pintura verde y brochas en la ferretería, y pintar un invernadero de madera, después de haber pasado el sábado anterior reemplazando muchas de sus tablillas rotas. Hal registraba estos proyectos en un diario que sintió inspiración de escribir mientras sus hijos crecían.
“Henry, Stuart y yo comenzamos el día aplicando pintura verde en el techo de la casa de tablillas. A mitad del trabajo, a Henry se le ocurrió poner un rodillo en el extremo de un palo. Hasta ese momento, los muchachos habían estado trabajando en el techo desde una tabla prensada, de aproximadamente tres por seis pies, que distribuía su peso. Queríamos asegurarnos de que no atravesaran el techo, como casi ocurrió antes. Con el palo, Stuart trabajaba desde una escalera junto a la casa de tablillas para pintar la parte inferior, y Henry se paraba sobre la tabla prensada para alcanzar la parte superior. Terminamos en veinte minutos después de conseguir el palo. Los muchachos realmente estaban rodando la pintura al final.”
(Sábado, 3 de octubre de 1971)
Hal mantenía a los niños ocupados con una mezcla de proyectos y “diversión”, aunque la diversión a menudo tenía un elemento de creación y aprendizaje. Conducir sobre la Cordillera Costera hasta Half Moon Bay, hogar de pozas de marea de clase mundial repletas de vida marina, era una de las actividades favoritas tanto para Kathy como para los niños. También lo era construir barcos y aviones de juguete con restos de madera recogidos de las obras de construcción del abuelo Sid Johnson. En especial durante el verano, cuando los niños no tenían clases, los proyectos “divertidos” que comenzaban un sábado cobraban vida propia y se extendían durante la semana siguiente.
“Desde las ocho y media hasta la una construimos un submarino con cajas de cartón. Reunir los materiales tomó las dos primeras horas. Aprendí que Macy’s es el lugar indicado para conseguir cajas lo bastante grandes para niños. Hay que ir al almacén entre la sección de ropa y la de calzado para hombres. Tienen una gran variedad de productos que vienen en cajas grandes y una actitud amable hacia los clientes. Los niños pintaron las cajas de negro mientras yo hacía dos periscopios con espejos de 39 centavos y tubos de envoltura de cocina.”
(Sábado, 24 de octubre de 1970)
“Los niños están cada vez más inmersos en su trabajo de agentes secretos. Henry pidió otro ‘caso’ en el que trabajar. Kathy le dio el ‘caso del gato’: ¿Por qué el gato ya no come por la noche? La teoría de trabajo de Henry es que el gato come pájaros en su lugar. Su solución es alimentarlo durante el día. Stuart está profundamente metido en la intriga. Tiene un ‘fuerte’ en el pozo ornamental del jardín de flores de la abuela y otro debajo de la casa. Su disfraz consiste en un bigote de lana, gafas oscuras y un uniforme azul. Son tiempos emocionantes.”
(Martes, 28 de julio de 1970)
El diario
Los hijos de los Eyring —que finalmente incluirían a un cuarto hijo, John, y a las hijas Elizabeth y Mary Kathleen— crecerían asumiendo que su padre siempre había llevado con esmero un diario en el que ellos desempeñaban los papeles principales. Cada noche esperaban oír el sonido de Hal escribiendo antes de acostarse en su pequeña máquina de escribir portátil, las teclas manuales golpeando las delgadas hojas de papel cebolla con el sonido de pequeños petardos. Nunca leyeron lo que escribía, aunque cada año Hal pagaba a uno de ellos un centavo por página para pasar su trabajo, hoja por hoja, por la fotocopiadora, de modo que su diario personal pudiera reproducirse, encuadernarse y entregarse a cada hijo como un regalo para el futuro.
En realidad, el diario no existía hasta 1970, cuando Hal recibió la instrucción de comenzar a escribirlo. La instrucción llegó en forma de una leve reprensión, como explicaría una década más tarde en una carta a Henry, quien entonces servía una misión en Japón:
Querido Henry:
Cuando aún eras un niño pequeño, regresé una noche tarde a casa, después de mis labores como obispo. Estaba oscuro. Mientras caminaba hacia la puerta principal de la casa de huéspedes en Walsh Road, me sobresaltó ver una figura que venía desde el porche lateral, junto a tu habitación. Era el abuelo Johnson, que cargaba un tubo blanco de plástico de unos quince pies. Sonrió y me dijo que había estado trabajando hasta tarde instalando el sistema de riego que había construido ingeniosamente utilizando el agua de desecho del campo de golf de Sharon Heights, abajo de nosotros. Ya había colocado la bomba en el arroyo e instalado dos enormes tanques de almacenamiento junto al contenedor de compost en la cima de nuestra colina.
En ese momento quedé impresionado, como siempre lo había estado, por su estilo pionero. Cuando pasó a mi lado, casi corriendo, escuché claramente una voz en mi mente que decía: “No te estoy dando estas experiencias solo para ti. Escríbelas.” Nunca supe si la inspiración se refería a las experiencias espirituales de servir como obispo o a la inspiración del ejemplo del abuelo, pero desde aquella noche hasta hoy, por más de diez años, he hecho lo que se me indicó.
Y supe esto: que lo hacía para que tú lo leyeras algún día, porque tú y tus hermanos y hermanas serían las personas más importantes a quienes serviría. Y supe que debía dejar un registro de cómo Dios velaba por ustedes y me ayudaba a ser su padre. Cuando fui ordenado obispo, el élder Henry D. Taylor dijo: “Tu familia será tu obra más importante.” Eso sigue siendo verdad, y lo será para siempre.
Te amo,
Papá
Las entradas del diario de Hal registraban no solo su paciente enseñanza y mentoría hacia sus hijos, sino también lo que él aprendía de ellos. Eso puede verse en sus anotaciones que describen una celebración del 4 de julio organizada por el Barrio de Menlo Park, al cual pertenecía la familia Eyring. Hal fue invitado por el presidente del comité de actividades del barrio, Julian Smith, a dar un discurso conmemorativo del Día de la Independencia.
“Acabo de terminar mi discurso del 4 de julio. Por primera vez vi la oportunidad de ayudar a los niños a creer en el proceso electoral al conocer a algunos candidatos; en el proceso judicial al ver jueces honestos y a un padre que los respeta; y en la eficacia de la magnanimidad en los desacuerdos públicos al escuchar a personas que sé que están equivocadas.” (4 de julio de 1970, 1:49 a. m., así que en realidad esto es para el 3 de julio)
“Mi discurso fue mi verdadero aprendizaje de hoy. Pero el aprendizaje vino antes y después. Antes del discurso, Henry me tomó el pelo escondiéndome mi cuaderno. Nos reímos, pero después de unos diez minutos mis nervios se crisparon. Le dije: ‘Henry, me siento exactamente como tú te sientes en la plataforma de salida antes de una carrera de natación. Estoy nervioso.’ Él se puso muy serio, dijo ‘Oh’, y se quedó completamente callado. Entendió, y yo también. Nadar debe ser una pesadilla.
Después del discurso, Henry dijo: ‘Caray, papá, tu discurso fue largo y aburrido.’ Dijo: ‘Odio los discursos en la Iglesia. Y los himnos. No los conozco, y no entiendo de qué tratan los discursos. ¿Podías tú entender a tu papá cuando eras niño y escuchabas sus discursos?’
Cuando un niño tan brillante y espiritual como Henry dice eso, tenemos un problema. Es muy honesto e inteligente, y sabe que no siente nada en las reuniones. Ahora entiendo mejor por qué recuerdo a los Oscar Kirkham. Ellos contaban historias. Apuesto a que los niños entendían las historias de Cristo. Tal vez mejor que los adultos.” (4 de julio de 1970, 10:55 p. m.)
“Julian Smith llamó a la puerta alrededor de las 4:00 p. m. Me entregó un sombrero de Tío Sam. Una cinta de casete con mi discurso estaba pegada con cinta Scotch a la corona. Me lo dio con amables cumplidos. Al subir a su auto con su esposa e hijo, dijo que Henry le había comentado—en respuesta a su pregunta—que mi discurso había sido un poco largo y aburrido. Todos nos reímos. Recibí tanto el cumplido como la idea para mejorar.” (5 de julio de 1970, 11:38 p. m.)
Modelos mentales de los hijos en crecimiento
A medida que los niños crecían, Hal comenzó a verlos no como niños, sino como adultos en formación. Para entonces, ya era maestro tanto por hábito como por vocación. Trabajando con sus estudiantes de Stanford, en el aula o en proyectos de investigación, desarrolló modelos mentales de sus necesidades de aprendizaje. Comenzaba identificando las fortalezas y debilidades relativas de cada individuo. Con frecuencia, descubría que ambas estaban conectadas: por ejemplo, una mente excepcionalmente talentosa podía tender a descartar las opiniones de otros o apresurarse a conclusiones sin fundamento. Con este modelo de trabajo, Hal podía ofrecer instrucción y consejo destinados a reducir las debilidades mientras reforzaba las fortalezas.
Hal también aprendió a examinar sus propios puntos ciegos mientras hacía este tipo de análisis de sus alumnos. Se apoyaba en un principio aprendido de uno de sus profesores en Harvard, Ray Bauer. El profesor Bauer había llegado a la Escuela de Negocios de Harvard en 1957, el mismo año en que Hal comenzó su programa de MBA. Bauer fue uno de los tres psicólogos sociales contratados para crear un plan de estudios de comportamiento organizacional del tipo que Hal estudiaría más tarde durante su beca Sloan en el MIT.
Hal llegó a conocer personalmente al profesor Bauer durante sus cursos doctorales y trabajos de investigación. Bauer apreciaba a Hal, pero notaba la tendencia del joven y brillante graduado del MBA a descartar las ideas distintas de las suyas, junto con las personas que las sostenían. Un día, cuando Hal calificó la opinión de un colega como “irracional”, el profesor Bauer le ofreció un suave desafío: “Hal, comprenderás mejor a las personas si asumes que su comportamiento es racional desde su propio punto de vista.”
Hal tomó ese consejo muy en serio mientras trabajaba con sus estudiantes, especialmente con sus estudiantes de toda la vida: sus hijos. Con el nacimiento de cada niño, fue bendecido con la capacidad de percibir la bondad innata de ese hijo. Armado con esa convicción, y con la profunda comprensión del comportamiento humano de Bauer, aprendió a ver cualquier debilidad de sus hijos como el resultado de una percepción equivocada de la realidad hecha por una persona esencialmente buena. Al ayudarlos a corregir esas percepciones, no trabajaba desde sus debilidades aparentes, sino desde sus potenciales fortalezas. Percibía que las debilidades se enraizaban principalmente en el miedo y la duda de sí mismos, y por ello aprovechaba toda oportunidad para fortalecer su fe y confianza.
Hal diseñó actividades familiares, como los proyectos de sábado, basándose en estos modelos mentales de sus hijos e hijas. También creaba imágenes tangibles de su potencial. En una conferencia general de 2012, cuando todos sus hijos ya estaban casados y adultos, explicó el proceso a los poseedores del sacerdocio de la Iglesia:
“Casi todo lo que he podido lograr como poseedor del sacerdocio se debe a que hubo personas que vieron en mí cosas que yo no podía ver. Como padre joven, oré para saber qué contribuciones podrían hacer mis hijos en el reino del Señor. Para los varones, supe que podrían tener oportunidades en el sacerdocio. Para las niñas, supe que brindarían servicio representando al Señor. Todos estarían haciendo Su obra. Sabía que cada uno era un individuo, y por lo tanto, el Señor les habría dado dones específicos para que cada uno los usara en Su servicio.”
Ahora no puedo decirle a cada padre ni a cada líder de jóvenes los detalles de lo que es mejor que hagan. Pero sí puedo prometerles que bendecirán a sus jóvenes al ayudarles a reconocer los dones espirituales con los que nacieron. Cada persona es diferente y tiene una contribución distinta que hacer. Nadie está destinado al fracaso. A medida que busquen revelación para ver los dones que Dios ve en aquellos a quienes dirigen en el sacerdocio —especialmente los jóvenes—, serán bendecidos para elevar su visión hacia el servicio que pueden prestar. Con su guía, los que dirigen podrán ver, desear y creer que pueden alcanzar todo su potencial de servicio en el reino de Dios.
Con mis propios hijos, oré para recibir revelación y saber cómo podía ayudar a cada uno individualmente a prepararse para oportunidades específicas de servir a Dios. Luego traté de ayudarles a visualizar, esperar y trabajar por ese futuro. Tallé una tabla para cada hijo con una cita de las Escrituras que describía sus dones especiales y una imagen que representaba ese don. Debajo de la imagen y la leyenda, grabé las fechas de su bautismo y de sus ordenaciones al sacerdocio, junto con su estatura registrada en cada uno de esos hitos.
Para Henry, el niño de seis años que se encogía en los bloques de salida en las competencias de natación, Hal talló un águila. La inscripción sobre ella, “Con alas de águilas”, provenía de la promesa de Isaías: “Pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas.” Para otro hijo, cuya timidez parecía extrema, Hal talló un león y las palabras “Valiente como un león”, tomadas de Proverbios 28:1, que declara: “Huye el impío sin que nadie lo persiga; mas el justo está confiado como un león.”
Noches de hogar familiar
Junto con los proyectos de sábado, Hal hizo de la noche de hogar familiar una tradición semanal.
De hecho, en aquellos días anteriores a la declaración de 1970 del presidente Joseph Fielding Smith, que estableció el lunes como el día destinado a ese propósito, los hijos de los Eyring pedían tener noche de hogar la mayoría de los días.
Para Henry, Stuart y el pequeño Matthew, la noche de hogar era una auténtica aventura.
Comenzaba con un viaje al enorme montón de leña de Harry Ogami, hecho de ramas podadas de los robles, abetos y frutales de la Colina.
Llenando un carrito rojo y cargando más en sus brazos, Hal y los niños regresaban para encender una virtual fogata.
La sala de la casa de huéspedes tenía una chimenea lo bastante grande como para calentar todo el espacio de dos pisos, al estilo del pabellón de caza en que había sido diseñada; los niños podían incluso entrar dentro de la chimenea para colocar sus troncos en la enorme parrilla.
La leña, en su mayoría de madera dura, ardía durante horas, haciendo necesario abrir las ventanas para enfriar la habitación, especialmente en los calurosos días de verano (aunque, para los niños, encender el fuego era un ritual indispensable).
Las noches de hogar de los Eyring estaban llenas de música y alegría.
Kathy acompañaba el canto de los niños con una cítara, una especie de arpa horizontal con botones que le permitían formar acordes mientras pulsaba las cuerdas con una púa.
Todos reían encantados con las caras graciosas que hacía mientras intentaba leer de su himnario especial para cítara, a menudo entrando tarde con los cambios de acordes.
Hal hacía de las Escrituras el centro de las lecciones de la noche de hogar. Descubrió que las lecciones funcionaban mejor cuando involucraba a los niños, asignándoles partes o roles, en el espíritu del método del caso usado en la escuela de negocios. En particular, disfrutaban disfrazarse de profetas y ángeles, usando todo el año los disfraces y accesorios del drama navideño. Aun con esa participación activa, Hal aprendió a mantener las lecciones breves y enfocadas. Aceptaba con humor el cumplido ambiguo que los niños ofrecían como su mayor elogio: “¡Excelente lección, papá: corta!”
La mayor parte de la noche de hogar se reservaba para juegos, en los que Hal y Kathy procuraban incluir un toque de aprendizaje y desarrollo social. Por ejemplo, convencieron a los niños de que el gran vestíbulo formal de la casa de huéspedes, que podía cerrarse de la sala con una puerta normalmente abierta, era un elevador gigante. Los niños se turnaban para ser operadores del ascensor, saludando a “los pasajeros” —como Sid y La Prele— con una presentación personal y despidiéndose de ellos en su “piso” correspondiente. Pero la verdadera diversión llegaba cuando Hal y Kathy guiaban a todos al sótano amplio y abierto, lleno de juguetes y juegos, incluido un tetherball colgante del techo.
HENRY Y STUART CON SUS DISFRACES DEL DRAMA NAVIDEÑO
A medida que los niños crecían, la noche de hogar en casa de los Eyring se volvió más emocionalmente compleja y, a veces, disputada. Las responsabilidades profesionales y eclesiásticas de Hal solo aumentaban, lo que hacía más difícil preparar lecciones y actividades capaces de captar la atención de los niños. Este desafío comenzó a reflejarse cada vez más en su diario.
“La noche de hogar fue de salto alto y salto con garrocha en el patio trasero del abuelo. Tanto Henry como Stuart superaron alrededor de dos pies y medio. Luego, Kathy, los niños y yo fuimos a la biblioteca de Menlo Park a devolver y sacar libros. Todos disfrutamos la velada.”
—Diario, 30 de julio de 1970
“Durante el día me dediqué a escribir cartas y entrevistar estudiantes. Mi motivación era mi determinación de estar relajado y afectuoso durante la noche de hogar. Sabía por experiencia que la culpa por no terminar las cosas —y la consiguiente necesidad de llevar una cantidad imposible de trabajo a casa— me vuelve impaciente con la familia. Y, efectivamente, tuvimos una maravillosa noche de hogar, una agradable conversación con el abuelo después, y una gran hora junto al fuego tras acostar a los niños. Todo sin una sola palabra áspera.” (19 de abril de 1971)
Como la mayoría de los padres, Hal aprendería a celebrar los pequeños éxitos de la noche de hogar y a pasar por alto los fracasos. Al mirar atrás, instaría a otros padres a hacer lo mismo, ofreciendo esperanza de que el esfuerzo constante daría fruto:
“Recuerdo haber visto a mis pequeños hijos darse patadas mientras yacían frente a mí en el suelo durante nuestra noche de hogar, mientras yo daba una lección sobre la paz en la familia. De hecho, ese tema solía provocarlo. Me escuchaban, me entendían, y aun así se habían estado pateando durante un buen rato antes de que yo empezara a predicar.
Ahora, años después, se tienden la mano a través del mundo para ayudarse unos a otros. Pero el cambio toma tiempo. Así que sean pacientes y persistentes.”
Leer las Escrituras con amor
Kathy apreciaba el esfuerzo constante y el buen humor de Hal. Lo apoyaba plenamente en su arduo trabajo profesional, aunque en ocasiones le preguntaba si no sería más feliz —y haría más bien en el mundo— siendo maestro de seminario a tiempo completo. Mientras él trabajaba arduamente en su escritorio de la oficina del baño, ella desarrolló una rutina nocturna para los niños. Cada noche se reunían en la cama para leer una versión simplificada e ilustrada del Libro de Mormón. Al igual que la noche de hogar, el tiempo de lectura no era largo. Los niños se distraían fácilmente con cosas como una familia de zorrillos que solía venir a comer de un plato de comida que dejaban en la puerta principal para su gato. Pero lograron leer el Libro de Mormón más de una vez, y las historias quedaron grabadas en su mente.
“Después de una cena rápida, bajé a la oficina del baño para trabajar una hora… Al salir por la puerta, me encontré con un joven zorrillo: distancia, cinco pies. Por suerte, pasamos sin hablarnos.”
—Diario, 15 de octubre de 1970
HENRY Y STUART EN EL HOGAR DE LA CHIMENEA DE LA CASA DE HUÉSPEDES
Con el paso de los años, los patrones de estudio de las Escrituras de los Eyring fueron cambiando para adaptarse mejor a las necesidades de cada etapa.
Con seis hijos —la última, Mary Kathleen, no llegaría hasta después del regreso de Henry de su misión—, satisfacer a todos resultó difícil.
La lectura matutina funcionó bien hasta que los hijos mayores se convirtieron en nadadores de preparatoria, con entrenamientos antes de las clases.
Entonces fue necesario leer en dos turnos, uno en la mesa del desayuno y otro por la noche.
Pero incluso eso resultaba insuficiente, ya que las actividades escolares y de la Iglesia, los trabajos de medio tiempo y los compromisos sociales fragmentaban al grupo familiar.
Hal aprendió a adoptar una actitud práctica y optimista, que compartiría en 2005, el año en que Mary Kathleen se casó, dejando vacío el nido familiar de los Eyring:
“Al menos para mí —y creo que mis seis hijos estarían de acuerdo—, el estudio de las Escrituras funciona bien solo si tus hijos saben que amas las Escrituras y también saben, como individuos, que los amas a ellos.
Es importante leer las Escrituras juntos de una manera que les permita saber que los incluyes porque los amas.
Sin embargo, la lectura conjunta puede deteriorarse durante los años de adolescencia. Los jóvenes pueden decir:
‘Prefiero leer por mi cuenta.’
Mi consejo a las familias en esa situación es que lo vean como una victoria, no como una derrota.
Tu hijo puede estar diciendo:
‘Estoy recibiendo algo cuando estoy solo que no obtengo cuando estamos todos juntos.’
Tómenlo como una señal maravillosa de que el estudio de las Escrituras ha comenzado a echar raíces en el corazón de su hijo adolescente.
El propósito principal es enamorarse de las Escrituras y deleitarse en ellas, ya sea que estemos solos o juntos.”
Los hijos adolescentes de Hal estarían agradecidos por su generoso pragmatismo tanto en el estudio de las Escrituras como en otras tradiciones familiares.
No lo comprenderían plenamente hasta tener hijos propios, pero incluso como padre joven, Hal presidía con una madurez superior a su edad.
A ello debían agradecer el ejemplo de sus padres y de sus líderes del sacerdocio, así como los suaves empujones de Kathy.
Pero también eran beneficiarios de la experiencia de Hal en otro papel de presidencia: el de obispo de un barrio de jóvenes adultos solteros.
8
Un Obispo será Designado para UstedesPorque en verdad así dice el Señor,
es prudente ante mí
que un obispo sea designado para ustedes,
o de entre ustedes,
para la iglesia
en esta parte de la viña del Señor.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 72:2
El llamamiento de Hal para servir como obispo llegó en 1967, el año anterior a que la Universidad de Stanford decidiera si le otorgaría la titularidad. La decisión sobre la titularidad era de gran importancia. El decano Arbuckle y sus colegas administrativos habían contratado de manera agresiva seis años antes, pero la escuela de negocios no estaba creciendo de forma proporcional; mantenerse relativamente pequeña mientras aumentaba la calidad del alumnado y del profesorado era el eje central de su estrategia para elevar el prestigio de Stanford. En consecuencia, solo uno de los siete nuevos contratados del grupo de Hal recibiría la titularidad.
Además de soportar la incertidumbre y la presión de su entorno profesional, el joven obispo Eyring asumió su nuevo llamamiento durante una época de inusual agitación política y social. En la década de 1960, el Área de la Bahía de San Francisco lideraba al mundo occidental en una revolución cultural. Los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley, al otro lado de la bahía desde Stanford, organizaron algunas de las primeras protestas contra la participación militar de Estados Unidos en Vietnam. Al principio, solo buscaban libertad de expresión política, pero pronto tomaron el control de partes de su campus. Al final de la década, sus protestas provocarían la movilización de tropas de la Guardia Nacional por parte del gobernador de California, Ronald Reagan, y resultarían en violencia mortal.
Antes de la violencia, sin embargo, llegó el “Verano del Amor” de 1967 en San Francisco. Atraídos por la perspectiva de comida gratuita y conciertos de rock and roll, decenas de miles de jóvenes de todo el país inundaron el distrito de Haight-Ashbury de la ciudad. Experimentaron con drogas alucinógenas y relaciones sexuales ilícitas, creyendo haber encontrado una fuente nueva y duradera de libertad. Al igual que las protestas políticas, el Verano del Amor terminó en desilusión y pesar; sin embargo, muchos de los que participaron siguieron convencidos de que la felicidad residía en una libertad social y moral sin restricciones.
El espíritu de experimentación moral y rebeldía política se extendió hacia el sur, hasta Stanford. El curso más popular de la universidad, Sexualidad Humana, despertó tanto interés que tuvo que trasladarse al Auditorio Conmemorativo, con capacidad para 1,700 personas. “Nadie se registraba, pero todos asistían”, recordó el estudiante de Stanford y oriundo de Utah, Scott Cameron. La violencia, aunque a pequeña escala, sacudió el campus de manera perturbadora. Las ventanas de la oficina de Hal fueron rotas por manifestantes que se dirigían a causar daños más graves, como incendiar el edificio del ROTC de la Marina y la oficina del presidente de la universidad.
PROTESTAS ESTUDIANTILES DE LA DÉCADA DE LOS SESENTA
La Iglesia también fue blanco de protestas en el campus. Alegando racismo, Stanford había roto sus lazos deportivos con la Universidad Brigham Young, negándose a participar en cualquier competencia atlética. Durante un tiempo, los miembros del barrio de Hal se turnaban por las noches para vigilar el edificio del Instituto SUD, donde el barrio se reunía. Habiendo comenzado la década en las aulas de la Escuela de Negocios de Harvard, donde aún se exigía usar corbata y los cortes de cabello eran cortos, para fines de la década de 1960 el obispo Eyring estaría sirviendo a jóvenes rodeados de una cultura “hippie” que celebraba el cabello largo, el rechazo a la autoridad y la protesta violenta.
Optimismo bajo presión
Como todos los obispos, Hal experimentó nuevas presiones personales cuando fue llamado a presidir el Barrio Primero de Stanford. Con su casa y su oficina cerca del edificio del Instituto de Religión de Stanford, donde se reunía el barrio, estaba disponible los siete días de la semana. Era un día inusual en la oficina aquel en que al menos un miembro del barrio no se detenía para recibir orientación personal, y la luz del porche solía permanecer encendida hasta tarde en la casa de huéspedes. Una vez que los niños se acostaban, la casa servía como una oficina secundaria del obispo.
“Era inmensamente popular. Los miembros del Barrio de Stanford se sentían muy atraídos hacia él. Y su horario de entrevistas era simplemente terrible.”
—Dale E. Miller, consejero del obispado del Barrio de Stanford y posteriormente miembro del Segundo Cuórum de los Setenta.
La entrada del diario de Hal del lunes 25 de enero de 1971 muestra el acto de malabarismo que requería mantener todas esas responsabilidades en equilibrio. Había esperado pasar la mayor parte del día y parte de la noche terminando un estudio de caso sobre el conglomerado hawaiano Castle & Cooke, propietario de Dole Food Company. Castle & Cooke era una empresa excepcionalmente bien administrada, y cuando finalmente terminó el estudio, este se convertiría en un tema habitual de discusión en las escuelas de negocios durante más de una década. Aquel día, sin embargo, Hal no pensaba en el futuro del caso, sino en su fecha límite de publicación, ya vencida.
Todo parecía ir bien hasta el mediodía, cuando fue interrumpido por Harper Boyd, un profesor de mercadotecnia de Stanford que dirigía los programas educativos de la escuela para ejecutivos de negocios. Estos ejecutivos exigían tanto un pensamiento de primera categoría como excelentes habilidades de enseñanza, lo que colocaba a Hal en lo alto de la lista de instructores de Harper. A Hal le agradaba Harper, un genio extrovertido de la mercadotecnia y campeón de tenis que a veces iba a the Hill para jugar con él y Kathy. Pero las conversaciones con Harper rara vez eran breves. Tampoco lo eran las actividades de los lunes por la noche de los Eyring. Después de una visita no planificada de un miembro del Barrio de Stanford, el día terminó tarde, con pocos avances en su obligación profesional más urgente.
“Trabajé en el caso de Castle y Cooke hoy con tres interrupciones: obligaciones de Stanford, alegrías familiares y asesoramiento del Barrio de Stanford. Desde el mediodía hasta las dos me reuní con Harper Boyd sobre el programa de educación continua de Stanford. De seis a nueve trabajé con la familia, comenzando con Matthew en la casa de baños y terminando con una noche familiar de música y arte. Un miembro del barrio llamó y subió de inmediato para una cita de nueve y media a once.” (25 de enero de 1971)
Tales noches de asesoramiento improvisado eran comunes, y con frecuencia producían dulces frutos. Un joven estudiante que llegó a la casa de huéspedes después de las once de la noche de un domingo registró su gratitud por el consejo y una bendición del sacerdocio que recibió:
“Las mejores entrevistas que tuve fueron más bien como conversaciones. Una conversación real significa que dos personas se escuchan mutuamente y expresan sentimientos sinceros.”
—Entrevista de 1986.
No creo haber recibido una bendición que pueda comparar aproximadamente con esta, quizás mi bendición patriarcal. Fui envuelto por un sentimiento de amor, confianza y fe. Realmente supe que había sido perdonado y que Dios deseaba que mi vida cambiara, y que se me habían dado talentos especiales que no había utilizado.
El obispo caminó conmigo hasta mi auto, y me di cuenta de que nuestra reunión había sido una bendición tanto para él como para mí; que juntos estábamos más cerca de Dios que antes.⁴
El registro en el diario de Hal sobre una entrevista nocturna con otro joven confirma que la obra realmente lo estaba bendiciendo tanto a él como a los miembros del barrio:
“Después de cenar, Stuart patinó, y luego leímos la historia del rey Lamán. Pasé de las 8:15 a las 10:30 con un miembro del barrio. Él había sentido la impresión de confesar una transgresión. Fue maravilloso ver su sometimiento al Señor. El Espíritu estaba allí, enseñándole. Él caminó a casa, y yo fui con él hasta la cima de la colina. Las estrellas centelleaban, y sentí el resplandor del Espíritu. Es una buena obra.” (22 de junio de 1970)
Aun así, el barrio era una isla en un mar espiritualmente tempestuoso. Muchos de sus miembros, en su mayoría estudiantes provenientes de ciudades y pueblos pequeños, nunca habían enfrentado desafíos intelectuales y morales tan fuertes como los que encontraban en el Área de la Bahía de San Francisco. La mayoría se sobreponía a esos desafíos, pero algunos tropezaban seriamente. En ocasiones, el barrio parecía estar inundado de tentación y transgresión. Sin embargo, Hal fue bendecido con energía y optimismo, como revela esta entrada de su diario de 1970:
“Así como Dios te llamó y te guiará, Él te engrandecerá. Necesitarás ese engrandecimiento. Tu llamamiento seguramente traerá oposición. Estás al servicio del Maestro. Eres Su representante. Vidas eternas dependen de ti. Él enfrentó oposición, y dijo que enfrentar oposición sería el destino de aquellos a quienes Él llamó.”
—Discurso, 6 de octubre de 2002
El sábado por la noche, después de la reunión general del sacerdocio del barrio, me senté a conversar con mis consejeros y con Dan Johnson, nuestro secretario ejecutivo, por más de una hora. Compartí mi sentimiento —que había estado creciendo por más de un mes— de que el Señor sabía que algo andaba seriamente mal en el Barrio de Stanford. Hicimos el compromiso de mostrarle al Señor que cambiaríamos cualquier cosa que estuviéramos haciendo como obispado. Para obtener el espíritu de apertura al cambio, pasamos la mañana del domingo analizando veinte costumbres de funcionamiento que habíamos desarrollado a lo largo de los años. Cambiaremos al menos diez de ellas, desde el horario de nuestras reuniones de obispado hasta comenzar clases de estudio de las Escrituras temprano en la mañana como obispado.
Siento que tenemos un desafío, pero también que el Señor ha preparado a las personas y nos ha dado la advertencia necesaria para superarlo: se avecina un gran crecimiento en el Barrio de Stanford. (24 de noviembre de 1970)
Viendo el potencial divino
El optimismo de Hal era un don, una bendición asociada a su manto de obispo. Le permitía ver el potencial divino de los miembros de su barrio, incluso en sus momentos más débiles. Una manifestación particularmente poderosa de ese don llegó al inicio de su servicio, un día en que fue llamado desde su oficina en la Universidad de Stanford a la estación de policía de Palo Alto. El oficial al otro lado de la línea telefónica preguntó:
—¿Es usted el obispo Eyring? Tenemos aquí a un joven que dice ser miembro de su congregación.
En la estación de policía, Hal se enteró de que un miembro recién bautizado del barrio, conduciendo en estado de ebriedad, había estrellado su automóvil contra la vidriera delantera y dentro del vestíbulo de la sucursal del Bank of America en Palo Alto. Mientras el guardia del banco blandía su revólver, el aturdido miembro del barrio, tras el volante del coche, gritó:
—¡No dispare! ¡Soy mormón!
Hal esperó en una sala de entrevistas mientras los oficiales traían al joven desde su celda. Con el estómago revuelto por la ira, Hal trazó mentalmente un sermón. Cuando preparaba un discurso o una lección para el aula, comenzaba con una declaración de objetivo, seguida de un esquema de doctrinas clave. En este caso, su objetivo era inspirar temor y remordimiento. Aquel joven no había honrado sus convenios bautismales y había manchado la reputación de la Iglesia. Era la peor de esas ofensas, aunque no la primera. Hal decidió reprenderlo severamente, e incluso consideró advertirle sobre la posible pérdida de su membresía en la Iglesia.
En medio de esos intensos y airados sentimientos, y mientras el joven infractor era conducido a la sala, Hal escuchó una voz serena en su mente. La voz dijo:
—Voy a permitirte verlo como yo lo veo.
Por un breve momento, el joven despeinado y aturdido ante él apareció ante los ojos de Hal con una luz de otro mundo: limpio, fuerte y fiel, un valiente hijo de su Padre Celestial. La visión, aunque fugaz, quedó grabada para siempre. La conversación que siguió no fue fácil, pero el obispo Eyring se sintió lleno de amor y esperanza por aquel miembro del Barrio de Stanford.
“El lugar para comenzar es con nuestro propio corazón. […] Podemos empezar hoy a intentar ver a aquellos a quienes debemos nutrir como nuestro Padre Celestial los ve, y así sentir algo de lo que Él siente por ellos.”
—Discurso, 5 de octubre de 1997
El don de ver el potencial divino bendijo a Hal en su servicio hacia otros miembros del barrio. Los recién llegados a menudo se sorprendían al ver en la Iglesia a personas que no parecían encajar allí. Algunos de esos inadaptados, como un joven de cabello largo que repartía la Santa Cena, parecían contar con la aprobación del obispo. Pero quienes conocían la historia del barrio y el amor de su obispo entendían. Recordaban cuando aquel joven había estado menos activo en la Iglesia. Suponían que la banda tejida de cáñamo que usaba era un compromiso implícito con el obispo: una manera de mantener el cabello fuera de su rostro hasta reunir el valor suficiente para cortárselo, un acto que significaría el abandono de sus actuales amigos. La banda no duraría, pero la gratitud del hijo pródigo que regresaba, sí.
Consejo escaso, basado en la doctrina
En su amor por los miembros del barrio, el obispo Eyring tendía a aconsejar con suavidad. Muchas entrevistas se extendían más allá del tiempo asignado, mientras los solicitantes compartían y exploraban sentimientos profundos y preocupaciones complejas. Pero aunque el obispo Eyring escuchaba largamente, por lo general hablaba poco. Muchos años después, explicó este principio a uno de sus hijos, recién llamado como obispo:
“Tu meta al dar consejo,” le enseñó, “es aumentar la probabilidad de que la persona que escucha busque el consejo directamente del Señor. Eso significará dar menos consejos de los que tanto el oyente como tú podrían desear en el momento.”
La fidelidad de Hal a este principio puede verse en muchas entradas de su diario, especialmente en esta, escrita tarde, al final de un sábado ocupado. Más temprano ese día, había lavado ventanas con los niños, escrito un discurso con su ayuda en la máquina de escribir y asistido a la boda de un miembro del Barrio de Stanford.
“A las cinco bauticé a un joven de veintisiete años. Su esposa y su hijo estaban allí. Hace un año, ella me había llamado pidiéndome que fuera a verla. Cuando llegué, me dijo que estaba embarazada, que estaba segura de que no debía casarse con el padre, y que planeaba abortar. Después de orar con ella, sentí claramente que debía casarse con el padre. Segundos después, aún de rodillas, sentí que no debía decírselo. Ella dijo que estaba dispuesta a orar.
Dos días después me llamó por teléfono. Dijo que sentía que debía casarse con aquel joven. Después de eso, no volvió a llamar por meses.
Cuando llamó de nuevo fue para decir que se había casado, que el bebé nacería en unos días y que quería una bendición. Ella y su esposo, el padre del niño, vinieron a mi oficina de obispo. Mi consejero, Bob Todd, estaba allí. Hablamos durante tres minutos, nos arrodillamos y oramos, y luego le dimos una bendición. Se fueron. Ella llamó después para decir que el bebé había nacido y que ambos estaban bien.
Su esposo me llamó hace dos semanas para pedirme que lo bautizara. Hoy lo hice, y lo confirmé, con su esposa y el hermoso bebé sentados en la segunda fila.” (17 de abril de 1971)
La estrategia de Hal de invitar a los miembros del barrio que buscaban consejo a orar, evidente en este caso, era su procedimiento habitual. También lo era escuchar pacientemente e invitarlos a prestar atención a las respuestas del Señor a sus oraciones.
“Ayer hablé con un joven. Sentí la impresión de seguir conversando, incluso después de una hora y media. Finalmente, confesó una transgresión de juventud, la primera vez que se lo decía a alguien. Había pesado sobre su mente, moldeando y dañando su vida durante años. Estoy seguro de que el Padre Celestial me ayudó a permanecer en silencio durante el largo minuto o dos en que él decidía contármelo. Se sintió abrumado por la magnitud de la tarea de arrepentirse, pero yo me sentí eufórico de que estaba en camino.
Hoy llamó. Había tenido una experiencia espiritual maravillosa. Subió a Skyline Boulevard, ayunando y orando, y leyendo las Escrituras. Sintió una tristeza que casi lo hizo enfermar físicamente. Finalmente, lloró durante varios minutos y luego sintió una sensación de paz. Me pidió mi opinión. Le dije que sentía que era el Padre Celestial asegurándole que Él lo ama. Ciertamente, ese no es el fin del dolor ni del aprendizaje del arrepentimiento, pero sí una confirmación de que el Padre Celestial estará con él, amándolo en todo el proceso.” (11 de agosto de 1970)
Incluso cuando las circunstancias eran serias y Hal sentía inquietud personal por la situación de un miembro del barrio, el obispo Eyring a menudo reprimía sus propias opiniones, prefiriendo enseñar las doctrinas universales de rectitud y oración, como registró al final de un día de verano en 1970:
“Después del almuerzo me reuní con un estudiante de posgrado que no es miembro de la Iglesia. Está profundamente involucrado con una miembro de la Iglesia, la ama, pero no puede soportar la presión que sentirá de unirse a ella. Parecía ser muy agradable y moralmente ciego, o muy astuto. A pesar de que me agradó, me sentí incómodo, como si hubiera visto una imagen con algo fuera de lugar, pero sin poder decir qué era. Voy a llamar a la joven. Ella espera consejo sobre qué hacer respecto a él. Solo le aconsejaré que enderece su propia vida. No me queda claro hacia dónde debería dirigirse después de eso. Pero estoy seguro de que no podrá manejar a este joven hasta que pueda manejarse a sí misma.” (22 de julio de 1970)
Aprendiendo a reconocer el arrepentimiento
Aconsejar a los miembros del barrio, especialmente a aquellos que luchaban con el pecado y el pesar, exigía que Hal profundizara su comprensión de la Expiación. Al servir como lo que la sección 107 de Doctrina y Convenios llama un juez común, aprendió no solo a tener fe en el poder infinito de la Expiación, sino también a discernir el éxito de los esfuerzos de los miembros del barrio por aplicar ese poder en sus vidas. Una lección particularmente valiosa vino de su tío, Spencer W. Kimball, como Hal recordó más tarde ante un grupo de estudiantes de BYU:
“Aprendí hace mucho tiempo que es difícil saber cómo uno progresa en el proceso de nacer de nuevo, y por qué no es fácil. Una vez, siendo obispo de un barrio, trabajé con un joven no mucho mayor que muchos de ustedes. Había cometido grandes errores, y su fe en el Señor Jesucristo lo había movido a hacer un arrepentimiento largo y doloroso. Estábamos ya en las semanas previas a su matrimonio en el templo. Hacía tiempo que yo lo había perdonado en nombre de la Iglesia y le había dado su recomendación para el templo. Sin embargo, él recordaba que yo le había dicho: ‘El Señor te perdonará en Su propio tiempo y a Su manera.’ Pero ahora estaba profundamente preocupado. Vino a mi oficina y me dijo:
—Usted me dijo que el Señor algún día me haría saber que he sido perdonado. Pero voy a ir al templo para casarme con una joven maravillosa. Quiero ser lo mejor que pueda para ella. Necesito saber que he sido perdonado. Y necesito saberlo ahora. Dígame cómo averiguarlo.
Le dije que lo intentaría.”
“Me dio un plazo. Recuerdo que era de menos de dos semanas. Afortunadamente, ya tenía un viaje programado. Durante ese tiempo fui a Salt Lake City, y allí me encontré con el élder Spencer W. Kimball, entonces miembro del Cuórum de los Doce, en una actividad social. Había mucha gente, y sin embargo, de alguna manera, él me encontró. Se acercó a mí entre la multitud y dijo:
—Hal, tengo entendido que ahora eres obispo. ¿Hay algo que quisieras preguntarme?
Le respondí que sí, pero que no creía que ese fuera el lugar para hablarlo. Él pensó que sí lo era. Era una reunión al aire libre. Recuerdo que fuimos detrás de unos arbustos, y allí tuvimos nuestra entrevista. Sin romper la confidencialidad, como tampoco lo hago con ustedes, le expuse las preocupaciones y la situación de aquel joven de mi barrio. Luego le pregunté al élder Kimball:
—¿Cómo puede él recibir esa revelación? ¿Cómo puede saber si sus pecados han sido perdonados?”
“Pensé que el élder Kimball me hablaría sobre el ayuno o la oración, o sobre escuchar la voz apacible y delicada. Pero me sorprendió. En cambio, dijo:
—Cuéntame algo sobre el joven.
Le pregunté:
—¿Qué le gustaría saber?
Y entonces comenzó una serie de preguntas muy sencillas. Algunas de las que recuerdo fueron:
—¿Asiste a sus reuniones del sacerdocio?
Respondí, tras pensarlo un momento:
—Sí.
—¿Llega temprano?
—Sí.
—¿Se sienta adelante?
Pensé por un momento y me di cuenta, para mi asombro, de que sí lo hacía.
—¿Cumple con su deber de maestro orientador?
—Sí.
—¿Va temprano en el mes?
—Sí, lo hace.
—¿Va más de una vez?
—Sí.”
“No recuerdo las demás preguntas. Pero todas eran así: pequeñas cosas, actos sencillos de obediencia y sumisión. Y en cada una de ellas me sorprendía que mi respuesta siempre fuera sí. Sí, no solo asistía a todas sus reuniones: llegaba temprano, sonreía; estaba allí no solo con todo su corazón, sino con el corazón quebrantado de un niño pequeño, tal como lo estaba cada vez que el Señor le pedía algo. Y después de que respondí que sí a cada una de sus preguntas, el élder Kimball me miró, hizo una pausa y luego, muy suavemente, dijo:
—Allí tienes tu revelación.”
“Cuando regresé y le conté al joven lo que había aprendido, lo aceptó. Siguió adelante con su matrimonio. Lo he visto desde entonces. Para mí, sigue viéndose igual que entonces, sentado en el banco delantero antes de una reunión del sacerdocio.”
La lección aprendida de su sabio tío guió y consoló a Hal en su ministerio hacia los miembros del Barrio de Stanford, algunos de los cuales cayeron en graves transgresiones y perdieron la esperanza de hallar perdón. Incluso él tuvo momentos de duda. Pero las notas que escribió para un discurso de la reunión sacramental en el Domingo de Resurrección de 1971 muestran que llegó a tener una firme convicción del poder de la Expiación para borrar las manchas más profundas:
“Les testifico que el corazón quebrantado y el espíritu contrito, que son los requisitos para el perdón, también son sus frutos. La misma humildad que es señal de haber sido perdonado es una protección contra el pecado futuro.”
—Discurso, 29 de octubre de 1989
“Recuerdo haber estado en el templo con una pareja a la que había dado recomendaciones. Justo cuando se realizaba la ceremonia, sentí una punzada de duda. ¿Cómo podía alguien que había hecho lo que uno de ellos hizo estar allí? ¿Cómo podía ser justo para el otro? Y entonces sentí una seguridad absoluta de que aquella pareja era tan pura y limpia como niños pequeños.” (abril de 1971)
Fe en la dirección del sacerdocio
Como obispo, Hal desarrolló una fe más profunda en la dirección del sacerdocio, no solo la que provenía de su tío Spencer, del Cuórum de los Doce, sino también la que recibía de su presidente de estaca, Richard Sonne. El presidente Sonne era un ejecutivo de negocios muy preparado y exitoso, graduado con un MBA de Stanford y vicepresidente de finanzas en Del Monte Foods. A pesar de su vasta experiencia de liderazgo, incluyendo su servicio como obispo, el presidente Sonne ofrecía a Hal muy poca capacitación formal. En sus entrevistas regulares, se dedicaba sobre todo a elogiar al joven obispo del Barrio de Stanford. Enseñaba por medio del ejemplo, hablando con cariño de las personas con las que había trabajado como líder del sacerdocio, un estilo de enseñanza que Hal reconocería más tarde en el presidente Thomas S. Monson.
Paradójicamente, Hal tuvo la oportunidad de influir en la capacitación formal de los obispos de la Iglesia gracias a su amigo y compañero de misión, Hugh Pinnock. Habían servido juntos en la Misión de los Estados del Oeste, cuando Hal presidía un distrito de misioneros militares en Albuquerque y Hugh servía como asistente del presidente Lewis Elggren. Después de la misión, Hugh continuó siendo un amigo fiel. Sorprendió a Hal al conducir desde Salt Lake City hasta Logan para asistir a su boda, siendo uno de los pocos que no eran familiares en hacer ese esfuerzo.
Antes de su llamamiento como Autoridad General en 1977, Hugh sirvió en varios comités de alcance general de la Iglesia, uno de los cuales desarrolló un programa de capacitación para obispos. Sabiendo que Hal servía entonces como obispo y valorando sus habilidades como educador, Hugh invitó a Hal a contribuir en el proyecto. Cuando el nuevo manual salió en el otoño de 1970, Hal encontró una modesta evidencia de su participación.
“El domingo por la mañana comencé a mecanografiar mis hojas genealógicas familiares a las seis. Para las siete ya las había terminado, y para las ocho estaba en mi reunión de obispado. Durante esa reunión abrimos un paquete que contenía el nuevo programa de capacitación para obispos. Hugh Pinnock me envió el ejemplar debido a los escritos que hice para él el otoño pasado. Fue divertido encontrar mis cosas aquí y allá entre el nuevo material, al menos tan bueno como el mío.” (12 de octubre de 1970)
Aunque apreciaba y procuraba emular la mano suave de líderes del sacerdocio como el presidente Sonne y su tío Spencer, Hal sentía una gran confianza en el liderazgo de quienes tenían autoridad del sacerdocio sobre él, especialmente en los Hermanos. Con frecuencia expresaba esa fe a los miembros de su obispado. Su diario registra una ocasión especial, cuando se preparaba para salir de California rumbo a una reunión familiar en Utah y luego para un período de tres semanas enseñando a ejecutivos de negocios para Stanford en Europa. Antes de esa larga ausencia, él y los demás líderes del Barrio de Stanford realizaron una reunión espontánea de testimonios en la oficina del obispo. Hal testificó al final:
“Sentí fuertemente el impulso de instarnos a todos a usar las instrucciones, en detalle, que ya tenemos del Señor a través de los profetas. Sugerí que podríamos tener gran éxito si simplemente obteníamos y seguíamos todas las instrucciones, incluso las aparentemente triviales, de los Hermanos. Dije: ‘Estoy seguro de que algunas instrucciones deben ser erróneas. Pero en más de tres años, no recuerdo haber intentado nada que se me haya indicado y que no haya sido una fuente de grandes bendiciones.’ Salimos con amor los unos por los otros y con optimismo.” (11 de agosto de 1970)
Edificando y creciendo
El testimonio de Hal y su compromiso con la rectitud crecieron a medida que consolaba a otros en sus aflicciones. La mayoría de esas aflicciones eran de índole espiritual, autoinfligidas. Pero la mayor prueba individual en el Barrio de Stanford llegó con la noticia de que cuatro miembros fieles habían perdido la vida juntos. A finales del verano de 1969, Hal recibió la noticia de que Bruce Lindorf, Pamela Howell y los hermanos Jesse y Carl Pearson habían muerto en un accidente de avión privado. Los cuatro se dirigían a asistir al matrimonio de un miembro del Barrio de Stanford en el Templo de Salt Lake. Las autoridades civiles que notificaron a Hal le pidieron que informara a varios de los padres, quienes aún no sabían del trágico accidente.
“Habrá momentos en los que te sentirás abrumado. Una de las formas en que serás atacado será con la sensación de que eres inadecuado. Y es cierto: eres inadecuado para responder a un llamamiento para representar a Dios solo con tus propias fuerzas. Pero tienes acceso a algo más que tus capacidades naturales, y no trabajas solo.”
—Discurso, 6 de octubre de 2002
Hal se maravilló ante la fortaleza de los padres de aquellos valientes miembros del barrio, a quienes él mismo había entrevistado recientemente para otorgarles sus recomendaciones para el templo. La reacción de cada uno de los padres fue una expresión de fe en la eternidad, acompañada de un deseo de consolar y apoyar a los otros padres. En un servicio conmemorativo celebrado una semana después del accidente, Hal dijo a los amigos reunidos en la capilla del Instituto de Stanford —muchos de ellos no miembros de la Iglesia— que sus compañeros fallecidos tendrían un deseo similar de ministrarles y enseñarles.
“Creo que uno de los mayores tributos que honestamente se puede rendir a estos cuatro jóvenes es reconocer que ellos, con lo que sabían que era verdad, podrían haberlos consolado esta noche y ayudado a aprender. Y creo que es importante, si realmente queremos honrarlos, hallar consuelo y aprender de esta experiencia, comprender no solo lo que ellos esperaban que fuera la muerte, sino lo que sabían con absoluta certeza que la muerte era.”
Inspirado por la bondad de Bruce, Pamela, Jesse y Carl, Hal enseñó las doctrinas del paraíso y de la obra misional entre los espíritus en prisión. Señaló que esa obra sería una continuación de lo que estos cuatro jóvenes habían estado haciendo en la mortalidad. Habiendo comprobado su dignidad espiritual apenas unas semanas antes, pudo testificar no solo de sus esfuerzos misionales, sino también de sus testimonios de la Resurrección y de su dignidad para levantarse en la mañana de la Primera Resurrección.
“Estos jóvenes creían que si vivían rectamente, si habían aceptado los convenios del evangelio de Jesucristo y los vivían, entonces, en el momento de la venida del Salvador, podrían resucitar en la mañana de la Primera Resurrección. Para ellos eso significaba literalmente —no solo que sus espíritus perdurarían, sino que se les prepararían cuerpos que serían reunidos con sus espíritus para vivir eternamente. Esa era su creencia hasta el punto de conocimiento; estaban seguros de ello. Estaban completamente seguros.
Por lo tanto, su problema en realidad no es un problema en absoluto. No tenían ninguno: vivieron bien. Vivieron brevemente, pero bien. Sabemos, como ellos sabían, que la vida no se nos da simplemente para vivirla larga y alegremente —aunque muchas veces pueda serlo—, sino que se nos concede como una oportunidad para ser probados, para crecer, para adquirir experiencia y, sobre todo, para demostrar que viviremos el evangelio de Jesucristo. Ellos pasaron esa prueba. Fueron liberados de esta experiencia tempranamente, pero superaron la prueba, y pueden tener la seguridad perfecta de que se levantarán en la mañana de la Primera Resurrección.
Por lo tanto, el único problema real es nuestro, y creo que ellos querrían que yo lo dijera así. Creo que ellos les dirían, si estuvieran aquí, que la única tragedia real es el pecado, porque el pecado podría impedirnos volver a reunirnos con ellos, como podemos hacerlo si vivimos el evangelio de Jesucristo conforme a lo que sabemos que es verdad.”
Los miembros del barrio tomaron profundamente a pecho el sermón de Hal. Muchos que necesitaban arrepentirse buscaron al obispo Eyring, y aun los más fieles reflexionaron y se comprometieron a vivir mejor. La tragedia unió y elevó al barrio.
“Sabíamos que Bruce, Pamela, Jesse y Carl estaban bien; vimos esto como una prueba para nosotros.”
—Bob Todd, primer consejero del obispado del Barrio de Stanford
“Dios engrandece a quienes Él llama”
Hal percibió el valor y el privilegio de servir como obispo del Barrio de Stanford durante un período que finalmente se extendió a cuatro años. Se sorprendió un poco cuando su relevo no llegó en 1970, tras lo que él suponía era el período estándar de tres años para los obispos de barrios de jóvenes adultos solteros. Sin embargo, su tío Spencer Kimball le quitó esa idea de la cabeza. Durante una conversación en una reunión familiar en Utah, Hal mencionó casualmente sus sentimientos encontrados sobre el final de su tiempo como obispo. El élder Kimball le respondió con tono despreocupado: “¿Quién te dijo que había un límite de tiempo?” Unos meses después, el presidente Sonne le preguntó a Hal si estaría dispuesto a servir un cuarto año; él aceptó gustosamente hacerlo.
Cuando finalmente llegó su relevo, a fines del invierno de 1971, Hal se sintió agradecido de volver al Barrio de Menlo Park, donde podía ayudar a Kathy con sus tres hijos, que entonces tenían siete, seis y dos años. Le tocaba su turno de “luchar” con ellos en la banca durante la reunión sacramental, y a veces también en la amplia “sala de llanto” de la capilla. También disfrutaba de pasar más tiempo con ellos en casa los domingos, e incluso lograba tomar alguna siesta sabática ocasional.
“Los domingos sin ser obispo tienen su encanto. Llegué a la reunión del Sacerdocio a las nueve, con una hora más de sueño de lo habitual bajo mi exterior sereno.
Después de la Escuela Dominical llevé a los niños a casa, almorzamos y luego preparé mi discurso para la reunión sacramental del nuevo Barrio Tercero de Stanford con Henry y Stuart. Hicimos una lista de temas —muchos sugeridos por ellos— y luego oramos juntos. Pareció claro después que debía hablar sobre ‘El bien y el mal’, uno de sus temas. Preparé mi discurso y dormité en el sofá junto a la máquina de escribir hasta la hora de salir. Los niños me acompañaron a la oficina del obispo Dale Miller¹⁵ para orar antes de la reunión. Muchos miembros del Barrio Primero de Stanford estaban allí, además de algunos exalumnos tanto del barrio de Dale como del mío. El Espíritu estaba allí.” (Domingo, 21 de marzo de 1971)
Aunque Hal disfrutaba del tiempo recién ganado con Kathy y los niños, lo tomó por sorpresa el sentimiento de pérdida que acompañó a su relevo. Ese sentimiento trajo consigo una cierta tristeza, pero también una gran comprensión acerca del poder de los llamamientos para servir en el reino del Señor. Más de treinta años después resumiría esa comprensión en un discurso de la conferencia general titulado “Levántate a tu llamamiento.” Comenzó con una advertencia: un obispo experimentado puede llegar a dar por sentada la potencia divina que le permite ministrar con eficacia.
“El Señor engrandecerá lo que digas y lo que hagas ante los ojos de las personas a las que sirves. Él enviará al Espíritu Santo para manifestarles que lo que hablaste era verdad. Lo que digas y hagas llevará esperanza y dará dirección a personas mucho más allá de tus habilidades naturales y de tu propia comprensión. Ese milagro ha sido una señal de la Iglesia del Señor en toda dispensación. Es una parte tan integral de tu llamamiento que podrías comenzar a darla por sentada.”
Hal ilustró luego este posible error con una experiencia personal:
“El día de tu relevo te enseñará una gran lección. El día que fui relevado como obispo, uno de los miembros del barrio vino a mi casa después y me dijo:
—Sé que ya no es mi obispo, pero ¿podríamos hablar una vez más? Siempre ha dicho las palabras que necesitaba y me ha dado tan buenos consejos. El nuevo obispo no me conoce como usted. ¿Podríamos hablar solo una vez más?
Acepté con cierta renuencia. El miembro se sentó frente a mí. Parecía ser exactamente como en las cientos de ocasiones en que había entrevistado a miembros del barrio como juez en Israel. La conversación comenzó. Llegó el momento en que se necesitaba consejo. Esperé a que las ideas, las palabras y los sentimientos fluyeran a mi mente, como siempre había sucedido.
No vino nada. En mi corazón y en mi mente solo había silencio. Después de unos momentos, dije:
—Lo siento. Aprecio su amabilidad y su confianza. Pero me temo que no puedo ayudarle.
Cuando seas relevado de tu llamamiento, aprenderás lo que yo aprendí entonces: Dios engrandece a quienes Él llama, incluso en lo que a ti pueda parecerte un servicio pequeño o insignificante. Tendrás el don de ver tu servicio engrandecido. Da gracias mientras ese don sea tuyo. Apreciarás su valor mucho más de lo que puedes imaginar cuando ya no lo tengas.”
Hal conservó a lo largo de su vida esa comprensión acerca de los llamamientos del sacerdocio. Sin embargo, su oportunidad de descansar y reflexionar tras su relevo como obispo del Barrio de Stanford fue breve. Ya tenía otro tipo de llamamiento para servir en la Iglesia, uno que requería dejar la hermosa casa en the Hill, en Atherton.
9
Ven, Sígueme
Jesús le dijo:
Si quieres ser perfecto,
anda, vende lo que tienes,
y dalo a los pobres,
y tendrás tesoro en el cielo;
y ven y sígueme.
— MATEO 19:21
El sábado 19 de diciembre de 1970, unos meses antes de ser relevado como obispo del barrio Stanford, Hal hizo una entrada inusual en su diario. El día estuvo, como de costumbre, repleto de actividades. Se despertó antes de las cinco de la mañana para poder estar en el Instituto de Stanford a las seis, donde se reunió con dos estudiantes. Poco después de las siete, estaban en el Templo de Oakland, acompañados por media docena de otros miembros del barrio Stanford para una sesión en el templo.
Después de regresar del templo, Hal ayudó a sus dos hijos mayores, Henry y Stuart, a escribir notas de Navidad para incluir en una caja junto con un taburete que habían pintado a mano para su abuelo Henry Eyring, quien vivía en Utah. Hal llevó a Matthew, de dieciocho meses, a la oficina de correos para enviarlo. Pasó la tarde con los tres niños mientras Kathy asistía a una casa abierta en el hogar de unos miembros del barrio Menlo Park. De alguna manera, encontró tiempo para hacer otras cosas durante el día. Su relato de las actividades concluye con esta línea: “Hoy he calificado unos veinte exámenes finales, dictado una carta, corrido alrededor de la entrada de la casa y hablado por teléfono con tres miembros del barrio Stanford.”
La parte inusual de la entrada en el diario era una página adjunta con el encabezado “Cosas que toda casa debería tener.” La lista contenía veintiocho elementos. Muchos estaban dirigidos a las necesidades físicas de los niños en crecimiento, incluyendo “un porche para lodo y nieve, de fácil acceso para los niños” y “un sótano grande y rústico u otra sala de juegos con baño.” Hal imaginaba proyectos aún más ambiciosos que los que habían emprendido hasta ese momento, como se evidencia en esta característica: “una sala para proyectos, lo suficientemente grande y resistente como para trabajar y guardar un kayak o un coche de carreras en miniatura.”
Las necesidades espirituales de los niños también estaban en su mente, reflejadas en las disposiciones detalladas para la noche de hogar familiar. Estas incluían “un armario de almacenamiento para películas, cámaras y pantallas, cerca de la habitación donde se celebra la noche de hogar,” y un piano en esa habitación “colocado de modo que el pianista pueda ver al director de canto de pie junto a la chimenea.”
La lista de características también reflejaba el deseo de Hal de facilitar las labores del hogar de Kathy. Especificó “al menos cinco enchufes eléctricos junto a la mesa de la cocina,” “una gran despensa,” “un conducto para ropa sucia desde el baño hasta la lavandería,” y “una sala de planchado.” También quería que la casa resaltara el romanticismo del matrimonio mientras ofrecía a Kathy mayor privacidad y protección frente a su rutina matutina. Debía haber “espacio para dos sillas en el dormitorio,” donde pudieran sentarse a conversar, pero también “un baño lo suficientemente alejado de los durmientes como para afeitarse antes del amanecer sin ser oído,” y “vestidores de modo que el esposo y la esposa puedan vestirse y desvestirse con la luz encendida mientras el otro intenta dormir.”
La lista también sugiere que Hal esperaba continuar su vida como académico. La casa debía tener tanto “un estudio con paneles y puerta de vidrio” como “un cobertizo o casa de baño para retirarse a escribir.” Por supuesto, la casa sería hermosa y luminosa, con “un gran vestíbulo de entrada” y “una ventana tipo bahía en la mesa de la cocina con una vista hermosa y mucha luz.” También debía ser cálida, ya que la delgada Kathy detestaba el frío. Por lo tanto, habría “grandes chimeneas en varias habitaciones” y “un porche con una esquina orientada al suroeste para captar el sol en invierno… puedes sentarte protegido en la esquina.”
Era lógico que Hal estuviera pensando en tener una casa propia. Habían estado viviendo, sin pagar renta, en la casa de huéspedes por más de siete años. Aunque todos amaban las comodidades de the Hill, incluyendo la cercanía con los abuelos Johnson, la casa de huéspedes no había sido construida pensando en una familia numerosa. La habitación de Matthew estaba directamente sobre la de Hal y Kathy, pero sólo se podía acceder a ella atravesando dos pasillos, cuatro pequeños tramos de escaleras y el gran vestíbulo de entrada.
Hal también se sentía cohibido por su estatus de “inquilino gratuito.” Por supuesto, Sid nunca dijo una palabra al respecto. En la mente de Sid Johnson, todo lo que poseía pertenecía por igual a cada miembro de su familia, especialmente cuando un bien, como la casa de huéspedes, de otro modo habría permanecido sin uso. (Hal había aprendido eso por las malas con su viejo Volkswagen Beetle). Pero Hal ya era profesor titular en una de las universidades más prestigiosas del mundo, además de fundador y copropietario de dos empresas exitosas, sin mencionar los ingresos adicionales que obtenía de su trabajo como consultor de negocios y de su participación en los programas de educación ejecutiva de Stanford. Mudarse a una casa propia era inevitable, y pronto podrían permitírselo.
“¿Estás seguro?”
Esa noche, Hal se acostó tarde; su entrada en el diario muestra que comenzó a escribir a máquina a las 10:10 p.m. Después de terminar esa entrada y ofrecer su acostumbrada oración de rodillas, se metió cuidadosamente en la cama, suponiendo que Kathy estaba dormida. Para su sorpresa, sintió que un dedo lo tocaba en la espalda. Ese toque fue seguido por una pregunta aún más sorprendente de Kathy:
“Hal, ¿estás seguro de que estás haciendo lo que deberías hacer con tu carrera?”
Hal quedó más que sorprendido. Dado que acababa de completar dieciocho horas de servicio como obispo, organizador de proyectos sabatinos, profesor, niñero y planificador de casas, la pregunta no solo lo tomó desprevenido; también le molestó un poco. “¿Qué quieres decir?” preguntó con irritación.
Kathy respondió con calma: “¿No podrías hacer estudios para Neal Maxwell?”
Ante esa sugerencia, el fastidio de Hal se transformó en asombro y exasperación. El hermano Neal Maxwell había sido nombrado recientemente como el nuevo Comisionado de Educación de la Iglesia, pero Hal no podía imaginar cómo Kathy podría saberlo. Hal solo había conocido a Neal una vez, cuando ambos hablaron en una conferencia juvenil un sábado por la mañana en Oakland, casi un año antes. Kathy no lo había acompañado en esa ocasión.
Hal también se sintió ofendido por la aparente subestimación de su esposa hacia su posición profesional actual. Sabía que Kathy no se dejaba deslumbrar por Stanford, como lo evidenciaban sus repetidas insinuaciones de que él podría ser más feliz enseñando seminario como profesión. Pero sugerir que abandonara una posición de profesor titular para dedicarse a realizar algún tipo de “estudios” vagamente definidos parecía descabellado: un abandono de todo por lo que había estado trabajando, incluida la casa de sus sueños que acababa de describir con tanto detalle.
Dios nunca está oculto, sin embargo, a veces nosotros sí lo estamos, cubiertos por un pabellón de motivaciones que nos alejan de Dios y lo hacen parecer distante e inaccesible. Nuestros propios deseos, en lugar de un sentimiento de “hágase tu voluntad”, crean la sensación de un pabellón que bloquea a Dios.
— Discurso, 7 de octubre de 2012
“Tú no entiendes”, respondió él. “Sería inapropiado que yo hiciera ese tipo de trabajo. El hermano Maxwell podría tener a un estudiante de posgrado que hiciera la investigación por él.”
“¿Orarás al respecto?”, preguntó ella.
“Sí, lo haré”, dijo él, y de inmediato se dio la vuelta, salió de la cama y se arrodilló. Ofreció una breve oración y esperó una respuesta. No llegó ninguna. Regresó a la cama, satisfecho de haber aceptado el desafío de Kathy y aparentemente haber resuelto el asunto. Hablaron brevemente, y ella lo dejó dormir.
A la mañana siguiente, durante la reunión del obispado en el Instituto de Stanford, Hal recibió la respuesta que no había llegado la noche anterior. La registró esa misma noche en su diario.
Lo más notable de la mañana para mí fue la respuesta a la oración. Anoche, Kathy y yo oramos para saber qué hacer con mi carrera. Expresamos disposición para ser enseñados después de que yo había declarado que ciertos trabajos eran “inapropiados” dada mi posición profesional. Hoy, durante la mañana, sentí dos impresiones claras: “No uses tu juicio humano para descartar oportunidades que se te presenten; ora por todas ellas con una mente abierta.” Y, segundo, “Haz las tareas que se te asignen en la Iglesia y en tu profesión lo mejor que puedas; son preparación.” Me alegró ver a Kathy en el barrio Menlo Park cuando estuve allí para la entrevista de diezmos. Le conté lo que había aprendido. (21 de diciembre de 1970)
Más adelante, Hal recordaría su primera impresión —la referente a las ofertas de trabajo— como una voz que llegó a su mente y le dijo: “No vuelvas a cometer ese error. No tienes idea de qué rumbo lleva tu carrera.” Comprendió que el error consistía, en parte, en haber rechazado tres ofertas que había recibido durante el año anterior.
Las tres ofertas tenían tanto una conexión militar como política, y Hal asumió que en cada caso había sido recomendado por el general Doriot, su mentor en la Escuela de Negocios de Harvard. El general Doriot esperaba que Hal combinara su experiencia en la Fuerza Aérea y su educación empresarial para llegar a ocupar un alto cargo en el gobierno, tal vez en los Departamentos de Defensa o de Estado de los Estados Unidos. Cuando Hal estaba eligiendo entre las ofertas académicas iniciales de Harvard, Stanford y UCLA, el general Doriot abogó por Stanford debido a su fortaleza tecnológica y por encontrarse en el emprendedor Oeste. “Cuando vayas a Washington”, le dijo, “vendrás del Oeste.”
Aunque ninguno de los puestos lo habría convertido en un director ejecutivo, cada uno implicaba una posición de autoridad y de alto perfil. La primera oferta vino de un senador recién electo de los Estados Unidos, Henry Bellmon, de Oklahoma, quien quería que Hal fuera su jefe de gabinete. Bellmon era un héroe de guerra, líder de un pelotón de tanques de la Marina que había participado en cuatro desembarcos anfibios en el Pacífico, incluido Iwo Jima. Bellmon había sido gobernador de Oklahoma y presidente nacional de la campaña presidencial de Richard Nixon cuando se postuló con éxito para el Senado en 1968.
Otra oferta para ser jefe de gabinete vino de Werner Von Braun, jefe de la NASA y el ingeniero de cohetes más renombrado del mundo. Von Braun hizo la oferta a través de Edwin Teller, el físico al que se le atribuye la invención de la bomba de hidrógeno. Teller, entonces profesor en Berkeley, condujo personalmente a través de la bahía y llegó hasta la casa de huéspedes en Atherton para hacerle la propuesta.
Hal recibió una tercera oferta de Nelson Rockefeller, gobernador de Nueva York, tres veces candidato presidencial republicano y quien más tarde se convertiría en vicepresidente de Gerald Ford. Rockefeller quería que Hal sirviera como su principal asesor científico.
Hal rechazó las tres ofertas. Cada una parecía encajar con el plan del general Doriot de llevarlo hacia el servicio público, y cada una representaba un posible peldaño en su carrera. Sin embargo, ninguna lo entusiasmaba lo suficiente como para abandonar el buen trabajo y la vida que disfrutaba. No se molestó en orar acerca de ninguna de las ofertas. Eso, comprendió cuando escuchó la voz en su mente, había sido un error. La reprensión —“No vuelvas a cometer ese error”— se aplicaba no solo a su rechazo inicial de la sugerencia de Kathy sobre realizar estudios para Neal Maxwell, sino también a su falta de llevar esas otras oportunidades laborales al Señor en oración.
Una invitación para ir a Salt Lake City
Las fiestas de Navidad y Año Nuevo fueron, como siempre, agradables, pero no trajeron nuevas revelaciones sobre el futuro profesional de Hal. Kathy organizó la tradicional representación navideña familiar, con ensayo general incluido el 23 de diciembre. La entrada en el diario de esa noche señalaba la complejidad de la producción, que representaba historias sagradas de la Navidad tanto de la Tierra Santa como de las Américas, utilizando el limitado talento actoral y la corta atención de los niños y sus primos.
No es ni siquiera un elenco de decenas, mucho menos de miles, pero Kathy necesitará las habilidades de organización de Cecil B. DeMille.
— Diario, 23 de diciembre de 1970
De hecho, si acaso, las festividades reforzaron la importancia del servicio de Hal en el barrio Stanford y en la universidad, así como la alegría de vivir en the Hill. Hal pasó cada día compartiendo con Kathy y los niños, realizando proyectos y haciendo dos excursiones a las pozas de marea en Half Moon Bay, uno de los lugares favoritos de Kathy. Extrañó a la familia mientras trabajaba en Hawái en el caso Castle & Cooke. Sus conversaciones con los altos ejecutivos allí resultaron positivas tanto a nivel profesional como personal. Además de dirigir tres días completos de reuniones productivas, celebró Janucá en la casa del director ejecutivo de la empresa, Harry Flagg, con quien se hospedaba. Un viaje en taxi por Honolulu le sugirió que se hallaba en una misión celestial. El taxista, Joseph R. TeNgaio, se presentó como miembro de la Iglesia procedente de Nueva Zelanda, cuyos padres con frecuencia habían hospedado al élder Matthew Cowley y que conocía y apreciaba al padre de Hal por una visita que este había hecho a Nueva Zelanda. El hijo del hermano TeNgaio dirigía el pabellón Dole Pineapple. En su diario, Hal reconoció la mano del cielo en ese encuentro:
Mi taxista esta mañana comenzó nuestra conversación diciendo que trabajaba para costear sus estudios de posgrado en la Universidad de Hawái. Luego mencionó que había enseñado en Nueva Zelanda. Le pregunté:
“¿Tus padres nacieron allá?”
“Sí.”
“¿Eres maorí?”
“Sí, de sangre pura.”
“Bueno, siento una afinidad con tu pueblo. Soy mormón.”
Al oír eso, se dio vuelta y dijo: “Soy mormón, nacido en la Iglesia. Déjeme estrechar su mano.”
No chocamos, y noté que las lágrimas me llenaban los ojos mientras hablábamos. (28 de diciembre de 1970)
El trabajo en el barrio Stanford también llenó las festividades. El miembro del barrio Rinard Sewell murió en un accidente automovilístico el día después de Navidad, cuando se dirigía a visitar al hermano de Kathy, Craig, en Utah. Rinard era un converso reciente de la Iglesia, y estaba programado para recibir el Sacerdocio de Melquisedec la semana siguiente. Hal había comenzado ese día ayunando por otro miembro del barrio que necesitaba ayuda, por lo que estaba espiritualmente preparado para recibir la noticia de la muerte de Rinard.
Los domingos previos al inicio del semestre de invierno en Stanford, en enero, estuvieron llenos de ministración. El domingo 3 de enero, Hal dirigió reuniones y entrevistas desde las 7:30 de la mañana hasta las 9:30 de la noche, atendiendo en privado a más de veinte miembros del barrio. La noche anterior, él y Kathy habían acogido en su hogar a una joven cuyos padres la habían echado de casa. Los primeros dos días del nuevo semestre trajeron dos servicios fúnebres: uno por Rinard Sewell y otro por el padre de Marilyn Miller, otra miembro del barrio Stanford. Después del segundo servicio, el miércoles 6 de enero, Hal realizó entrevistas en su oficina de obispo, en el Instituto, hasta las 10:30 de la noche.
Esa entrada del 6 de enero también incluía un anexo. Después de relatar los demás acontecimientos del día, Hal escribió lo siguiente:
Durante el día ocurrió algo inusual. De camino a mi oficina por la mañana, me detuve a recoger unos trajes en la tintorería. Justo al incorporarme a El Camino Real, sentí que grandes dudas sobre la realidad del evangelio pasaban por mi mente. Persistieron durante unos cinco minutos, la única experiencia de ese tipo que recuerdo haber tenido. Pensé: “Esto debe ser el temor que sienten las personas que dudan.” Una hora después de llegar a mi oficina, recibí una llamada telefónica de Neal Maxwell, el Comisionado de Educación de la Iglesia. Me pidió que fuera a verlo a Salt Lake de inmediato. Después de reorganizar mi agenda, llamé de nuevo para confirmar mi llegada para la noche siguiente. (6 de enero de 1971)
Al día siguiente, el vuelo de Hal hacia Salt Lake se retrasó, de modo que llegó cerca de las nueve de la noche. Neal Maxwell quiso mantener la cita a pesar de la hora tardía. Ofreció ir a la casa donde Hal había crecido, donde este se hospedaba esa noche con su padre. Neal llegó con botas de nieve y una parka, y fue directo al grano: “Quisiera pedirle que sea el presidente de Ricks College.” Neal dejó claro que la oferta no era un llamamiento, y que el puesto duraría solo “dos o tres años.”
Hal respondió: “Tendré que orar al respecto.” Luego le explicó su oración nocturna con Kathy y la reprensión que había recibido al día siguiente en su oficina del obispado. Neal coincidió en que aquella experiencia había sido preparatoria y animó a Hal a consultar con su familia y hacer de la decisión un asunto de oración. Pero también lo instó a ser diligente. “Nos reunimos con la Primera Presidencia”, anunció Neal mientras se preparaba para irse, “mañana a las ocho y media de la mañana.”
NEAL A. MAXWELL
Hal pasó esa noche en el cuarto del sótano sin terminar que había sido suyo cuando era estudiante de secundaria. Durmió profundamente durante seis horas y luego se levantó temprano para buscar la confirmación que no había llegado cuando oró antes de acostarse. Por supuesto, deseaba tener una respuesta para la Primera Presidencia. Dada la atención cuidadosa que había prestado a la reprensión recibida unas semanas antes, era natural que esperara una. Estaba dispuesto a ir a un lugar que nunca había visto y, en el proceso, sacrificar el prestigio de Stanford y las comodidades de the Hill. Pero no hubo respuesta a su pregunta sobre aceptar el puesto en Ricks College. La única impresión que vino a su mente fue una declaración enigmática: “Es mi escuela.”
Una reunión con la Primera Presidencia
Hal llegó temprano al Edificio de Administración de la Iglesia, a pesar de haberse detenido con su hermano menor, Harden, para ayudar a una joven a sacar su automóvil de un banco de nieve—un recordatorio irónico de la diferencia de clima que le esperaría si aceptaba el trabajo en Rexburg.
Neal llegó a las 8:25, y ambos se sentaron en una gran sala de espera hasta que los consejeros de la Primera Presidencia, Harold B. Lee y N. Eldon Tanner, entraron a las 8:30. El presidente Lee comentó que había visto crecer a Hal. El presidente Tanner se presentó sin hacer comentarios.
Luego pasaron juntos a una amplia sala de conferencias, bellamente revestida con paneles de madera, en la parte posterior del edificio. Neal indicó a Hal que se sentara en un extremo de una gran mesa, en una silla inmediatamente a la derecha del presidente Lee. El presidente Tanner se sentó a la izquierda del presidente Lee, con una silla vacía entre ambos.
El diario registra en detalle la conversación que siguió:
El presidente Lee hizo todas o casi todas las preguntas. Comenzó preguntando cuáles eran mis sentimientos. En esta pregunta, como en toda la conversación, nunca se mencionó ni el nombre de Ricks College ni el cargo de presidente universitario. Respondí que había orado y sentido la seguridad de que lo que se me había pedido hacer era asunto del Señor, pero que no se me había dicho nada más. Neal sugirió que relatara el incidente en el que, en respuesta a la oración, se me había indicado llevar mis decisiones de carrera al Señor después de haberlas considerado, sin descartar ninguna. El presidente Lee dijo, esencialmente: “Ese es el patrón…” y sugirió que mis padres me habían influido para actuar de esa manera.
Luego hizo una serie de preguntas que, en retrospectiva, constituyeron una entrevista personal, aunque me resulta imposible reproducir en papel el tono de aquel momento. Las preguntas personales se hicieron con una amabilidad que me brindó una completa seguridad, y las preguntas de juicio parecían formuladas no para probarme, sino como si los Hermanos valoraran sinceramente mis opiniones. En ningún momento, durante todo el proceso, hubo la menor señal de prisa o falta de tiempo. La sensación de paz fue extraordinaria. (8 de enero de 1971)
Las preguntas que se le hicieron a Hal revelaron que los presidentes Lee y Tanner sabían mucho acerca de su trabajo. Preguntaron, por ejemplo, sobre la decisión que la Universidad de Stanford había tomado un año antes de suspender la competencia deportiva con BYU debido a la política de la Iglesia de negar el sacerdocio a los hombres negros. El presidente de Stanford, Kenneth Pitzer, había invitado a Hal a su oficina para discutir el asunto antes de anunciar públicamente la decisión de la universidad.
Los presidentes Lee y Tanner también exploraron las opiniones de Hal sobre el programa de institutos de la Iglesia y sobre la educación superior en general. El presidente Lee preguntó qué podría hacerse para hacer que los institutos fueran más eficaces. “Algunos han dicho que las escuelas de la Iglesia son para los ortodoxos y los institutos para los demás”, comentó. “¿Está usted de acuerdo?” También preguntó acerca de los desafíos que enfrentaría la educación en la próxima década, especialmente para la Iglesia. La conversación fue más un diálogo que un interrogatorio. Los presidentes Lee y Tanner comentaban sobre la mayoría de las respuestas de Hal, y el presidente Lee, en particular, contaba historias para ilustrar los temas y principios que se discutían.
Exactamente a las nueve en punto, el presidente Lee se volvió hacia el presidente Tanner y dijo:
“La luz está encendida bajo la puerta del Presidente.” Miraba hacia una puerta cerrada al otro extremo de la sala, que aparentemente conducía a la oficina del presidente Joseph Fielding Smith. El presidente Tanner se dirigió a la puerta, entró en la oficina del presidente Smith y la cerró detrás de él. Un minuto más tarde regresó. No mucho después, el presidente Smith, acompañado por dos ayudantes, entró en la sala. Caminó hacia el lado de la mesa donde se encontraba Hal, y este se levantó para saludar a aquel hombre renombrado a quien nunca había conocido. El presidente Smith, de noventa y cuatro años de edad, se movía lentamente, con la cabeza ligeramente inclinada. Tomó la mano de Hal, lo saludó con una sonrisa y pasó de largo sin detenerse por completo.
El presidente Smith ocupó la silla entre sus dos consejeros. El presidente Lee informó al profeta que estaban conversando con Hal sobre un puesto importante en el Sistema Educativo de la Iglesia. Le preguntó al presidente Smith si deseaba dirigir la entrevista. El presidente Smith hizo una pausa, bajó la mirada y luego dijo con una sonrisa: “Creo que usted es muy capaz de hacerlo.” Los tres hombres sonrieron entre sí, y el presidente Lee continuó haciendo preguntas, con solo un grado ligeramente mayor de formalidad que el que había mostrado durante los treinta minutos anteriores.
Las preguntas incluyeron: “¿Tiene usted alguna reserva con respecto a las doctrinas de la Iglesia?” y “¿Tiene algún problema con alguno de los Hermanos, al aceptarlos?” Hal respondió que nunca había tenido desacuerdos reales en la Iglesia y que le preocupaba aceptar un puesto que pudiera producirlos. El presidente Tanner replicó: “Si acepta este trabajo, los tendrá.” Sin embargo, ese comentario, al igual que los anteriores, dio lugar a una conversación amena.
En un momento, el presidente Lee atribuyó con aprobación algunas de las respuestas de Hal a la influencia de su padre. El presidente Tanner intervino:
“Yo conocí a su madre.” El presidente Lee asintió y rindió tributo a Mildred. Ambos hombres se refirieron repetidamente a los padres de Hal.
La pregunta más memorable y conmovedora de la entrevista vino del presidente Lee. Comenzó señalando que Hal había expresado anteriormente un “fuerte testimonio”. Luego puso su mano sobre el brazo del presidente Smith y preguntó: “¿Cree usted que un hombre tan grande como este es el profeta de Dios?”
Hal podría haber respondido con confianza a esa pregunta en cualquier momento, pero estaba especialmente preparado para hacerlo ese día. A comienzos de esa semana, en el servicio fúnebre del miembro del barrio Stanford Rinard Sewell, había compartido recuerdos de sus entrevistas personales con él. Rinard, un converso reciente a la Iglesia, desarrolló una fe infantil en medio de duras pruebas. La diabetes estaba robándole la vista incluso mientras luchaba por ganarse la vida con poca educación formal, abrumado por deudas financieras y con una exesposa e hijos a quienes mantener. Confiaba en una bendición del sacerdocio que le había prometido la capacidad de ver mientras viviera, pero aun así aprendió Braille.
Para mantenernos firmes en la Iglesia del Señor, podemos y debemos entrenar nuestros ojos para reconocer el poder del Señor en el servicio de aquellos a quienes Él ha llamado.
— Discurso, 2 de octubre de 2004
Como contó Hal a los presentes en el servicio fúnebre, él se había reunido con Rinard con frecuencia, especialmente mientras se preparaba para recibir el Sacerdocio de Melquisedec. Rinard siempre acudía a sus entrevistas en ayuno. En las semanas previas a la que habría sido su última entrevista, el 6 de enero —el mismo día en que Neal Maxwell llamó a Hal a su oficina en Stanford—, cada conversación incluía una revisión de las preguntas de dignidad del sacerdocio.
Al responder las preguntas relacionadas con el testimonio —incluida la creencia de que el presidente actual de la Iglesia era el profeta de Dios en la tierra—, Rinard no respondía solo con un “sí”, sino con un enfático “sí, señor.”
Habiendo reflexionado tan recientemente sobre la fe entusiasta de Rinard en un hombre al que nunca había conocido, le resultó más fácil que nunca responder con confianza a la pregunta del presidente Lee: “¿Cree usted que un hombre tan grande como este es el profeta de Dios?” La respuesta llegó a Hal como fuego en el pecho: “Estoy seguro de ello”, dijo. El presidente Smith simplemente levantó la mirada hacia Hal y luego volvió a bajarla.
Decidiendo ir
Cuando Neal y Hal salieron de la sala de conferencias, se encontraron con los miembros del Obispado Presidente —John H. Vandenburg, Robert L. Simpson y Victor L. Brown— sentados en la misma área de espera que ellos habían ocupado una hora antes. Solo quince años más tarde, cuando Hal fue llamado al propio Obispado Presidente, se enteraría de que la reunión semanal de ese cuerpo con la Primera Presidencia estaba programada para las nueve en punto, y que a él se le había concedido el doble del tiempo asignado para su entrevista, manteniendo a aquellos hombres en espera.
Mientras descendían los amplios escalones de granito del edificio de administración de la Iglesia, Neal dijo: “Estoy seguro de que tienes el puesto, si lo deseas.” Giraron hacia el oeste, en dirección al Hotel Utah, donde los esperaba un taxi. Hal respondió: “Tendré que esperar la dirección de Dios, y no le pondré un límite de tiempo.” Neal replicó: “Él no usa nuestro reloj de pulsera, ¿verdad?” Cuando Hal subió al taxi y pidió al conductor que lo llevara al aeropuerto, Neal añadió: “Gracias por una gran experiencia.”
El comentario del reloj de Neal resultó profético. La sensación de euforia por su extraordinaria reunión con la Primera Presidencia se desvaneció casi de inmediato, cuando Hal llegó al aeropuerto de Salt Lake City y descubrió que su vuelo había sido cancelado. Eso significaba perder la clase que debía enseñar en Palo Alto. Cuando finalmente llegó a San Francisco, el motor de su Thunderbird reventó una manguera durante el trayecto a casa. Después de la cena y una velada en el parque con los niños y sus primos, le quedó menos tiempo del que deseaba para conversar con Kathy y sus suegros sobre la oferta de Ricks College.
Para su esposa y sus suegros, el camino era claro. Sid quería comenzar con la mudanza de inmediato. Kathy y los niños necesitarían una casa en Rexburg, y él estaba listo para enviar a uno de sus capataces de construcción para comprar un terreno y redactar los planos.
Como Hal anotó en su diario: “Él no está en contra de la oración, pero recomienda mucha acción además de y después de orar.”
Kathy se sentía menos apurada, pero estaba igual de decidida a seguir adelante. Su impresión de que Hal debía trabajar para Neal Maxwell se había cumplido literalmente. Hacía tiempo que sabía que necesitaban dejar the Hill.
Los niños eran demasiado pequeños para comprender o verse afectados por la opulencia en la que vivían, pero eso no duraría.
Sabía que el Edén por el que habían vagado como inocentes infantes no era un lugar adecuado para crecer.
Además, el horario de Hal no era sostenible para ninguno de ellos. Eso quedó en evidencia tan pronto como al día siguiente, sábado, cuando enseñó una clase sobre estrategia empresarial a los empleados de System Industries por la mañana, asistió a una recepción de boda por la tarde y ofició una ceremonia de matrimonio esa misma noche.
Pero Kathy ya había reconocido las señales del destino hacía más de un año.
El éxito de Hal en Stanford le traía más invitaciones para enseñar, hablar y asesorar de las que podía cumplir, y por alguna razón —quizás una mezcla debilitante de obligación y orgullo— le resultaba difícil decir que no. La redacción del caso Castle & Cooke, que lo había llevado a Hawái durante las fiestas y consumido cada momento libre desde entonces, era solo el ejemplo más reciente. Mucho más difícil para ella y los niños había sido un reciente viaje de tres semanas a Dinamarca y Bélgica para enseñar en un programa de Stanford para ejecutivos europeos. El plan era que ella se reuniera con él a mitad del viaje, hacia fines de agosto. Mientras Hal enseñaba solo unas pocas horas al día, ella podría hacer compras y recorrer los lugares de interés; luego él se uniría a ella por las tardes en las playas contiguas a los hoteles de lujo que Stanford había reservado para sus clientes ejecutivos de alto nivel.
Por supuesto, las cosas no salieron como se habían planeado. La idea había sonado bien el invierno anterior, cuando Hal aceptó el compromiso. Pero para julio, Matthew tenía un año y era tan difícil de controlar como sus hermanos mayores. Kathy no tuvo corazón para dejar a los niños. Y, al final, Hal tampoco habría sido un compañero de viaje agradable. Los ejecutivos europeos, que sacrificaban sus vacaciones de verano, resultaron ser estudiantes difíciles de complacer, que exigían más de sus instructores de lo que exigían de sí mismos. Hal trabajaba todo el día y hasta altas horas de la noche, igual que en casa, para evitar un desastre en el aula. Desde el momento en que llegó a Europa, anhelaba regresar a the Hill, como lo registró en la primera de diecisiete cartas mecanografiadas de página completa que envió.
Queridísima Kathy:
Te extraño más de lo que puedo decir. Me descubro, en medio de la lectura o la escritura, imaginándote caminando por el pasillo hacia mi puerta. A veces veo los rostros de los niños, siempre a unos quince centímetros del mío, en colores vivos.
No es bueno escribir sobre ello, porque eso solo hace que las imágenes vuelvan a pasar por mi mente. El final de estas tres semanas parece como la salida de un túnel: tan lejos, que apenas se ve un punto de luz. Pero tengo los ojos fijos en ese punto. Se hará más grande cada día. Ah, ¡esa es la imagen!
Kathy tenía menos tiempo para escribir, pero logró enviar tres notas manuscritas, con su elegante caligrafía y su estilo ingenioso. La primera incluía un recordatorio de que necesitaban encontrar un mejor equilibrio entre las responsabilidades profesionales y personales de Hal.
Querido Hal:
Esta noche estaba leyendo El arte de ser un misionero miembro y encontré una cita de tu artículo de The Instructor de hace varios años. Sigue siendo un excelente artículo, y estoy esperando con ansias el próximo. El libro es muy inspirador (incluso sin tu cita), y estoy decidida a hacerle las Preguntas de Oro al lechero.
Craig y yo llevamos a los niños a la playa el sábado. Matthew terminó cubierto de arena de pies a cabeza y parecía un enorme cangrejo de arena arrastrándose con las manos y los pies.
Mañana iremos otra vez a la playa. Debe de ser algún gran impulso subconsciente que tengo de estar contigo en la playa de Aarhus.
Tres semanas es un tiempo increíblemente largo. Recordémoslo la próxima vez que algo así se presente.
De hecho, los propios escritos de Hal reflejaban la necesidad de un cambio, como se evidencia en esta entrada de su diario:
He notado una leve falta de precisión en este diario. Al mismo tiempo, percibo una revelación desagradable. La falta de precisión proviene del propio acto de escribir: me gusta tanto hacerlo que tiendo a dejarme llevar por un entusiasmo que me invade al estar frente a la máquina de escribir, y eso tiende a teñir mis descripciones. Con toda honestidad, me arrastro a través de muchas de las cosas que aquí parezco realizar con rapidez.
La revelación consiste en una cierta sensación de asombro ante mi propia agenda llena de ocupaciones. El lector podría formarse la impresión —desagradable pero cierta— de que quizás deposito demasiada importancia en el hecho de esforzarme mucho, más que en obtener resultados que realmente importen. De hecho, mi estilo de vida en los últimos años ha sido como el de un perforador petrolero independiente que carece de fe en cualquier sitio específico como para cavar un pozo profundo, pero que esparce muchos pozos superficiales por todo el campo.
Bastantes de ellos —como Finnigan Instruments— han resultado ser pozos secos, quizás al menos en parte porque no me involucré lo suficiente ni asumí el control. (21 de octubre de 1970)
Sin embargo, Hal no se conformaba con ir a Ricks College solo por la concentración y el enfoque que eso traería a su vida; necesitaría desarrollar la capacidad de establecer prioridades en Rexburg, tanto como en Palo Alto. Tampoco estaba dispuesto a asumir por defecto que la oferta de trabajo debía considerarse como un llamamiento eclesiástico. Neal había establecido esa distinción cuidadosamente en su primera conversación, y los miembros de la Primera Presidencia ni siquiera habían mencionado la oferta laboral, mucho menos la habían expresado en el lenguaje de un llamamiento. Hal se sentía listo para hacer lo que su tío Spencer le había aconsejado: alejarse de the Hill y de su carrera en Stanford. Pero la decisión que ahora enfrentaba requería más que simplemente confiar en el juicio de los líderes de la Iglesia. La voz en su mente le había dicho: “No vuelvas a cometer ese error”, y la implicación era clara: incluso esta oferta de trabajo proveniente de la Primera Presidencia necesitaba ratificación divina.
Después de una semana de oración, sin embargo, Hal solo recibió una reconfirmación del mensaje que le había llegado cuando oró en el sótano de la casa de su padre: “Es mi escuela.” La experiencia le recordó la que tuvo Oliver Cowdery cuando pidió confirmación del testimonio del Profeta José sobre las planchas de oro. En el caso de Hal, le habría gustado recibir algo más definitivo, especialmente en lo que concernía a su futuro. Neal había dicho que el puesto duraría solo dos o tres años. En ese tiempo, sus vínculos con Stanford y con el mundo empresarial se romperían. Era difícil imaginar la posibilidad de regresar, al menos no sin un costo profesional significativo.
De cierto, de cierto te digo, que si deseas un testimonio más, recuerda la noche en que clamaste a mí en tu corazón para saber acerca de la verdad de estas cosas. ¿No hablé paz a tu mente concerniente al asunto? ¿Qué mayor testimonio puedes tener que el de Dios?
— Doctrina y Convenios 6:22–23
El martes 2 de febrero de 1971, los medios de comunicación de Salt Lake City y del sureste de Idaho anunciaron que Hal sería el próximo presidente de Ricks College. Los colegas de Hal en Stanford —ninguno de los cuales había oído hablar de Ricks— quedaron atónitos. Sus pares, como Roger Sant, esperaban que él llegara a ser decano de la escuela de negocios y quizá incluso presidente de la universidad. Pero el decano Arjay Miller, quien conocía el corazón de Hal, comprendió la lógica de su nuevo destino. “El profesor Eyring va a tener ahora su propia universidad”, comentó con ironía durante la última reunión de la facultad de Hal. “Y ahora podrá dedicar toda su atención a su Iglesia.”
El diario de Hal registra la reacción de sus hijos: “Los muchachos parecían genuinamente contentos durante la cena cuando les dijimos que nos mudaríamos a Idaho. Henry dijo, con una sonrisa y entusiasmo: ‘Ojalá pudiéramos cargarte en los hombros.’” Sin embargo, ninguno de los Eyring podía realmente imaginar adónde se dirigían. Durante la actividad de “mostrar y contar” al día siguiente en su clase de segundo grado, el pequeño Henry, de siete años, se puso de pie y anunció con orgullo:
“Mi familia se va a mudar a Rexburg, Iowa.”
10
Una Escuela en SionHe aquí, te digo,
en cuanto a la escuela en Sion,
yo, el Señor, me complazco
en que haya una escuela en Sion.
— DOCTRINA Y CONVENIOS 97:3
El 2 de marzo de 1971, antes de haber puesto un pie en el campus de Ricks College, Hal tuvo su primera reunión con la junta directiva del colegio en Salt Lake City. En ese entonces, el grupo incluía a todos los miembros de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce Apóstoles. Hal se vio sorprendido cuando el presidente Harold B. Lee le pidió que hiciera una declaración. Se puso de pie y dijo sencillamente: “Nunca he sido presidente de una universidad ni de un colegio. No sé lo que se necesita ni lo que hay que hacer. Pero oraré, y descubriré lo que el Señor quiere. Me alinearé con Su voluntad, y no fallaré.”
Hal vio por primera vez el campus de Ricks College ocho semanas después, a finales de abril.
Su diario no menciona el viento, pero en esa época del año casi con seguridad soplaba con fuerza.
Mientras the Hill en Atherton estaba en plena floración, el equipo de jardinería de Ricks no plantaría flores sino hasta un mes después, sabiendo que las heladas podían llegar hasta el Día de los Caídos (Memorial Day) y que incluso en junio solía caer al menos una buena nevada.
Hal voló a Idaho Falls un lunes y pasó la noche en el Ramada Inn, donde trabajó hasta la una de la madrugada en el discurso que daría al día siguiente en el devocional, al que estaban invitados todos los estudiantes y empleados del colegio. Basó su mensaje en el Salmo 40, pues encontró la Biblia del hotel abierta en esa página. Los tres primeros versículos, en particular, llamaron su atención:
Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová.
Este tema —ser levantado y afirmado por el Señor— había sido el centro de sus reflexiones durante varias semanas. Había meditado en la diferencia crucial entre elegir la rectitud como respuesta a la instrucción y ser impulsado a cambiar por la amargura del pecado, como le ocurrió a David. Hal deseaba provocar un cambio proactivo en su propia vida y inspirar ese mismo cambio en otros al asumir la dirección de Ricks College. Su objetivo de aprendizaje decía:
Los oyentes procuran consciente y eficazmente oír al Espíritu enseñarles acerca del Salvador, y así cambiar o continuar cambiando sus vidas.
Hoy alternó entre cielos soleados y despejados, nubes grises y un viento de alrededor de fuerza cinco, que en algunos lugares se consideraría huracanado.
Cuando llegué por primera vez, la gente hacía aquella vieja broma: “Si no te gusta el clima, solo espera un minuto.” Hoy eso fue cierto.
— Diario, 2 de junio de 1972
A la mañana siguiente, Hal continuó trabajando en su discurso antes de conducir los treinta minutos hasta Rexburg, donde fue recibido cordialmente por el presidente saliente John L. Clarke y varios de sus colegas administrativos. Al mediodía, ellos —junto con representantes del profesorado y de los estudiantes— almorzaron con Spencer W. Kimball, entonces presidente del Quórum de los Doce Apóstoles. El presidente Kimball y su esposa, Camilla, habían volado esa mañana desde Salt Lake City.
Hal estaba pensativo durante el almuerzo y no comió nada. Al notarlo, el presidente Kimball le dijo —en voz lo suficientemente alta como para que todos en la sala lo oyeran—: “¿Por qué no estás comiendo, Hal?” Hal respondió: “Estoy ayunando.” Sin sonreír, el presidente Kimball replicó: “¿Qué pasa? ¿No estás preparado para dar tu discurso?” Más tarde, cuando el discurso ya había sido pronunciado, el presidente Kimball lo tomó aparte y le dijo: “Fue una buena lección de la Escuela Dominical, Hal. Pero no les dijiste lo que vas a hacer.”
Zapatos difíciles de llenar
Hal se sorprendió por el comentario del presidente Kimball.
Había supuesto que un devocional no era el lugar apropiado para presentar una visión para Ricks College, especialmente en presencia del presidente aún en funciones.
También había decidido reservarse el juicio —y mucho más aún la toma de decisiones estratégicas— hasta conocer mejor el colegio y a su gente. Pero, por supuesto, tomó en serio la amonestación del presidente Kimball. Determinó aprender rápidamente lo suficiente sobre la escuela como para calificarse para recibir revelación acerca de lo que debía hacer por ella.
Su conocimiento de Ricks en ese momento consistía únicamente en una combinación de estadísticas generales y anécdotas personales. El colegio era pequeño en comparación con Stanford o BYU, pero crecía a un ritmo vertiginoso. El cuerpo estudiantil de cinco mil alumnos representaba un aumento del 50 por ciento en los últimos cuatro años, y el espacio construido en el campus se había más que duplicado durante ese tiempo.
EDIFICIO ADMINISTRATIVO SPORI, CONSTRUIDO EN 1903
A nivel individual, Hal aprendió que Ricks College funcionaba con el espíritu y las costumbres de una familia extendida. El presidente John L. Clarke, quien había servido durante veintisiete años en el colegio y también presidía la estaca Rexburg, era un querido defensor de la institución.
Cuando asumió la dirección en 1944, Ricks contaba solo con dos edificios de piedra y un alumnado reducido por el reclutamiento militar de guerra: aproximadamente cien mujeres y exactamente ocho hombres. El presidente Clarke no solo había supervisado un aumento de cincuenta veces en la cantidad de estudiantes, sino que también había logrado —aunque brevemente— que la escuela obtuviera el estatus de universidad de cuatro años.
Ricks ofreció títulos de licenciatura durante la década de 1950, hasta que la Junta de Educación de la Iglesia ordenó volver al estatus de colegio junior, prefiriendo concentrar las actividades e inversiones universitarias de la Iglesia en BYU.
El presidente Clarke había sido un defensor no solo de la institución, sino también de su gente.
Hugh C. Bennion, decano de la facultad y primo lejano de la madre de Hal, Mildred, dijo a la revista New Era: “El presidente Clarke es un optimista eterno. Se niega a ver los defectos en los demás y, en consecuencia, los demás se sienten ansiosos por mejorar sus esfuerzos.” Y en ese mismo artículo, el editor estudiantil del periódico del colegio, el Viking Scroll, ofreció este tributo: “Como sucede en otras escuelas de la Iglesia, no hemos tenido disturbios ni manifestaciones contra la administración, ni incendios de edificios. Sin embargo, existe una atmósfera de conciencia y libertad académica que ha prosperado bajo el liderazgo seguro de este gran hombre.” Para Hal, resultaba difícil imaginar poder igualar la encarnación personal del “Espíritu de Ricks” que representaba su predecesor.
Las pocas impresiones que Hal había sentido se relacionaban con los estudiantes. Después de ser relevado como obispo del barrio Stanford a mediados de marzo, sus pensamientos comenzaron a dirigirse hacia Ricks, a pesar de la gran carga de trabajo en la universidad, incrementada por su próxima partida. En una entrada de su diario, razonó que la mejor manera de determinar el papel de Ricks dentro del Sistema Educativo de la Iglesia era estudiar las necesidades de sus estudiantes, y que la mejor forma de hacerlo era enseñarles directamente. “El presidente electo de Harvard, Bok,” anotó, “tiene la intención de enseñar un seminario para los estudiantes de primer año.”
Si Bok tiene tiempo, yo también debería ser capaz de organizarme para hacerlo. Sabiamente, él dijo que quería discusión, no solo impartir lecciones. Podría ofrecer un curso o seminario sin créditos, una vez por semana durante las primeras seis semanas. Podría compartir el curso con una persona perspicaz, tanto para recibir su aporte en el seminario como para usar su juicio sobre lo que los estudiantes buscan, a fin de contrastarlo con mis propias percepciones. (17 de marzo de 1971)
Está claro que nuestra primera prioridad debe ser el aprendizaje espiritual. Para nosotros, leer las Escrituras debe venir antes que leer los libros de historia. La oración debe venir antes que memorizar esos verbos en español. Una recomendación para el templo valdría más que ocupar el primer lugar en nuestra clase de graduación. Pero también es claro que el aprendizaje espiritual no reemplazaría nuestro afán por el aprendizaje secular. Por el contrario, le da propósito a nuestro aprendizaje secular y nos motiva a esforzarnos más en él.
— Discurso, 6 de mayo de 2001
Después de la visita de Hal a Rexburg a finales de abril, sus pensamientos también se dirigieron a la observancia de los estudiantes respecto a las normas de dignidad espiritual, vestimenta y arreglo personal, como lo registró en una entrada de su diario de mayo. Su reflexión mostraba la combinación de confianza y amor firme que había aprendido de Mildred y Henry, así como su comprensión de la psicología y del funcionamiento del Espíritu.
Después de reflexionar, he decidido dos cosas acerca de las normas: (1) Comunicar amor y confianza a los jóvenes, junto con mi testimonio de que las normas son inspiradas; y (2) que las personas encargadas de hacer cumplir las normas deben transmitir amor y un sincero deseo de abordar las motivaciones detrás de las conductas inapropiadas.
Mediante la oración, la mayoría de los jóvenes puede llegar a sentir la misma aceptación que yo tengo por las normas, aunque no reciban explicaciones completas. Mi sentimiento es que el propósito de las normas puede ser, en gran medida, fomentar una aceptación humilde y permitir que aquellos que sientan rebeldía den una señal de que necesitan hablar con alguien.
(5 de mayo de 1971)
Hal también tuvo impresiones respecto a las prioridades relativas.
El tema constante era colocar los asuntos eternos y espirituales por encima de los temporales.
Durante una visita al Templo de Oakland, se le recordó la necesidad de colocar a la familia por encima de todos los demás deberes:
Sentí la impresión de mis obligaciones primero hacia Kathy y nuestros hijos, y de la necesidad crítica de tener la paz del evangelio en mi corazón para ser eficaz tanto en el hogar como en mi servicio en Ricks College. (22 de mayo de 1971)
Al día siguiente, registró otra impresión: que las consideraciones espirituales en el colegio debían tener prioridad sobre las financieras, incluso cuando pudieran estar en juego sumas significativas de dinero, como en el caso de una instalación propuesta para las artes visuales y escénicas.
¿Qué tan crítica es una decisión, digamos, sobre el edificio de artes, en términos de producir jóvenes en paz y capaces de vivir el evangelio en este mundo atribulado? ¿Será un desastre un cambio de diseño más adelante? (23 de mayo de 1971)
Dejar Stanford y “The Hill”
Hal trabajó arduamente para cumplir con la fecha de salida del 13 de junio, lo que le permitiría llegar a Rexburg y asumir sus funciones el 15 de junio. Sin embargo, los acontecimientos parecían confabularse en su contra. Sid necesitaba ayuda con un centro comercial que estaba al borde de la bancarrota. Hal intervino, proponiendo estructuras de negociación para vender la mitad del centro y elaborando las proyecciones financieras necesarias para atraer posibles socios. El esfuerzo resultó finalmente exitoso, pero fue agotador y demandante para Hal.
Al mismo tiempo, él y Kathy tenían un problema inmobiliario propio. Con la ayuda de uno de los capataces de construcción de Sid, habían comprado un terreno a pocas cuadras al oeste del campus de Ricks College, en Yale Avenue (solo los colegas de Hal en Harvard, el rival tradicional de Yale, podían apreciar completamente la ironía de su nueva dirección). El capataz de Sid había comenzado la construcción de la nueva casa, pero fue retirado del proyecto para atender asuntos urgentes en California. Ese cambio en la dirección de la obra retrasaría aún más un proyecto ya demorado, lo que significaba que debían encontrar no solo un nuevo contratista, sino también alojamiento temporal en Rexburg. Afortunadamente, el colegio acababa de construir un pequeño parque de casas rodantes para matrimonios, y una de las unidades estaba disponible para los Eyring.
Este tiempo de tensión e incertidumbre trajo, sin embargo, consuelos inesperados. Uno de ellos fue la amabilidad de los colegas de Hal en Stanford, especialmente del decano de la Escuela de Negocios de Posgrado, Arjay Miller. A medida que el último semestre de Hal en Stanford llegaba a su fin, el decano Miller lo invitó a almorzar.
Al mediodía almorcé con Arjay Miller. Además de una conversación agradable sobre escuelas de negocios, compañías automotrices y la Iglesia Mormona, me invitó a contactarlo si por alguna razón dejaba Ricks College. Parecía desear sinceramente que yo regresara y, al mismo tiempo, respetar mi decisión de irme. (24 de mayo de 1971)
Mientras mi dentista en Palo Alto me perforaba y rellenaba un diente esta mañana, reflexionó sobre la vida idílica que podría tener en Rexburg.
— Diario, 18 de mayo de 1971
Hal también se sorprendió al descubrir el deseo de varios miembros actuales y antiguos del barrio Stanford de unirse a él como profesores en Ricks. Entre ellos estaban uno de sus consejeros, Bob Todd, así como Michelle Howell, Jim Jacobs y Scott Cameron. Cada uno de estos jóvenes académicos era graduado de Stanford, y la decisión de trabajar en un colegio junior sin actividades de investigación y con salarios muy por debajo de los ofrecidos por cualquier universidad representaba un sacrificio considerable, como Hal anotó:
Bob Todd llamó hoy. Él y su esposa, Janell, han sentido la impresión de aceptar la oferta para enseñar en Ricks College. Será el primer doctor en ingeniería mecánica en enseñar allí. Ha recibido ofertas del General Motors Institute y de una gran compañía de tractores. Espera una oferta para ser profesor asistente en la Universidad de Utah. La noticia trajo una nota de felicidad en su voz y una lágrima a mis ojos. (4 de junio de 1971)
Cuando llegó el día de la partida, Hal estaba listo para un nuevo capítulo, y contaba con el apoyo firme de su familia. Tristemente, en el futuro inmediato eso sería cierto en un sentido literal: Kathy permanecería en Atherton con los niños por el momento, esperando unirse a Hal en Rexburg una vez que la nueva casa estuviera lista. Pero todos esperaban con ilusión la nueva experiencia, confiando en que el camino por delante estaba divinamente trazado.
Los niños me despidieron hoy, con Stuart poniendo compota de manzana fría en un termo para mí.
Después de orar juntos, Henry dejó caer una o dos lágrimas. También los extraño. Matthew estuvo despierto toda la noche, quizás sintiendo mi partida.
El viaje hasta Elko fue fácil y hermoso. Los espacios de Nevada me dan una sensación de amplitud. El aroma es encantador y único. Al pasar por las zonas bajas del valle del río Humboldt al atardecer, atravesé una nube de insectos. Mientras encendía los rociadores y limpiaparabrisas para quitarlos, recordé la misma experiencia, yendo en dirección contraria para casarme con Kathy hace nueve años. Entonces mi Volkswagen no tenía esos rociadores sofisticados. Supongo que he progresado en la vida. Pero el encanto era mayor cuando iba hacia Kathy, no cuando me alejaba. (13 de junio de 1971)
Un mundo diferente
En la tarde del lunes 14 de junio, Hal fue recibido en Rexburg por Iris Hathaway, secretaria del presidente John Clarke, y su esposo, Elmo. Los Hathaway llevaron a Hal a su hogar temporal, una nueva casa rodante individual, en la que unos obreros estaban instalando una unidad de aire acondicionado. Al observar las otras cuarenta o más casas rodantes del parque y no ver ningún otro aire acondicionado, se sintió agradecido por el trato especial.
De camino a reunirse con el presidente Clarke, Hal se detuvo en el nuevo gimnasio del colegio, donde recibió un casillero en el vestuario del profesorado. Su reunión con el presidente Clarke, en el histórico Edificio Spori, fue agradable, aunque breve. El presidente Clarke estaba a solo dos semanas de partir, junto con su esposa LaRae, para asumir como el nuevo presidente de la Misión Nueva Inglaterra, con sede en Boston. Su conversación fue similar a la que el presidente Clarke tendría con el presidente saliente de la misión, el élder Paul Dunn: breve y más táctica que estratégica.
Después de su visita con el presidente Clarke, Hal pasó por el sitio de la futura casa en Yale Avenue.
También fue a hacer compras de comestibles. Los propietarios del supermercado Brown’s, un matrimonio, ya habían cerrado por el día, pero reabrieron solo para atenderlo. Con una porción modesta de víveres cargada en el maletero del Thunderbird, encontró un teléfono público (“aparentemente el único en el pueblo”, escribió) y llamó a Kathy para contarle que todo había comenzado muy bien en Rexburg.
Hal comenzó el día siguiente, su primer día como presidente del colegio, con un estudio matutino de las Escrituras, centrado en la correspondencia de guerra entre Mormón y su hijo Moroni; también planificó entrevistas individuales con los miembros principales del equipo administrativo de Ricks. En la primera entrevista, siguió una impresión de comenzar con una oración de rodillas.
Complacido con el resultado, repitió el mismo patrón en las reuniones posteriores.
Al mediodía, salió a correr en la pista al aire libre del colegio. Más tarde ese día, Neal Maxwell lo llamó para expresarle su cariño y su disposición a pagar los gastos para que Kathy y los niños pudieran visitarlo en Rexburg. Esa noche, la entrada de su diario comenzaba así: “Este fue un día estimulante para mí.” Las entradas siguientes expresaban el mismo entusiasmo.
Este fue un día hermoso para mí. El punto culminante fue mi reunión de las 10 a.m. con el grupo de profesores de matemáticas y ciencias físicas. El Dr. Hugh Bennion y yo nos reunimos con ellos en el Edificio de Aulas y Oficinas. Le pedí al hermano Gordon Dixon que dirigiera la oración.
Nos arrodillamos alrededor de la mesa de conferencias. Lo que siguió fue una discusión informativa y espontánea sobre el plan de estudios, en la que sentí claramente el Espíritu del Señor. Concluí observando qué gozo era para mí poder combinar mis dos amores: el evangelio y la educación, y cuán afortunados eran esos hombres de tener esa experiencia tan poco común. Fue una experiencia extraordinaria para mí, y dio color a todo mi día. (16 de junio de 1971)
Sin embargo, pronto surgió un tema espinoso. En las conversaciones con el grupo de Servicios de Consejería del colegio y con la Oficina del Decano de Estudiantes, Hal escuchó preocupaciones respecto a la resistencia de muchos alumnos a las normas de vestimenta y arreglo personal de Ricks. El estilo de la época favorecía el cabello largo y las barbas para los hombres; para las mujeres, faldas cortas o pantalones y blusas ajustadas. El código de vestimenta de todas las escuelas de la Iglesia prohibía esos estilos.
LOS ESTILOS DE LOS AÑOS SETENTA EN RICKS
Los nuevos estudiantes que llegaban a Ricks College conocían este código de vestimenta y arreglo personal, pero muchos se sorprendían —e incluso se indignaban— al descubrir que se aplicaba con absoluta rigurosidad, comenzando desde el día de inscripción. Cuando los alumnos acudían a recoger sus horarios de clases, los representantes de la Oficina del Decano de Estudiantes informaban a quienes no cumplían las normas que debían cambiarse de ropa, cortarse el cabello o, en algunos casos, ambas cosas. Para los hombres de cabello largo, se había contratado a un barbero del centro de la ciudad, quien instaló su puesto en el campus por ese día. Aquellos que rehusaban cortarse el cabello no podían matricularse en las clases. Algunos abandonaban la ciudad de inmediato, criticando al colegio y a sus autoridades al marcharse.
El proceso de inspección fue duro para quienes estaban en la primera línea de aplicación de las normas. Un miembro de la Oficina del Decano de Estudiantes describió a Hal la incomodidad emocional que había experimentado el año anterior al tener que juzgar la longitud del cabello de los alumnos. Atribuyó el posterior “ataque con huevos” a su casa a la venganza de un estudiante ofendido. Los miembros del Departamento de Servicios de Consejería confirmaron que muchos estudiantes de Ricks —y también algunos empleados— resentían la aparente diferencia entre las reglas del colegio y las del evangelio. “Esa división percibida,” escribió Hal esa noche, “debe reducirse.”
Adaptándose
Aunque pareció mucho más largo, Kathy y los niños llegaron a Rexburg solo diez días después de despedirse de Hal en Atherton. Los niños declararon de inmediato que la casa rodante era “genial.” Aún más emocionante fue la agenda para su primer día completo: un vuelo privado en avión sobre los Tetons y el Parque Yellowstone; una función en el planetario del colegio, seguida de demostraciones de física que incluían enormes imanes y una cama de clavos; almuerzo con su amigo Scott Cameron de Stanford; y una excursión a las grandes dunas de arena al norte del pueblo.
Actividades como estas —cada una patrocinada por algún generoso empleado de Ricks— continuaron durante los siguientes tres días. Los niños disfrutaron de la piscina del colegio, del bote y la casa rodante de Elmo e Iris Hathaway, de una granja con ponis y motocicletas, y de las maravillas naturales de Yellowstone a ras de suelo. Regresaron a California convencidos de que no había lugar más divertido que Idaho. Hal, sin embargo, los echó de menos de inmediato.
Kathy y los niños se fueron hoy. Después de mis citas de la tarde, me reuní con nuestro arquitecto y reorganicé la casa. Solo. (28 de junio de 1971)
Salí de la oficina a las 6:30 y conduje hasta nuestra casa. Me pareció encantadora, tan parecida a Kathy que podía sentir su presencia allí. Hablé con ella esta noche después de una excelente cena. La cena estuvo acompañada con pan recién horneado, que me entregó uno de nuestros vecinos cuando salía de nuestra nueva casa esta tarde. De alguna manera, eso resume a Rexburg: un joven amable, con su hija de la mano, llevando pan casero recién hecho a un vecino en la calle.
(12 de julio de 1971)
Hal estaba agradecido por la amabilidad de sus vecinos y por la compañía temporal de Scott Cameron, uno de los estudiantes del barrio Stanford que había aceptado trabajar como profesor en Ricks. Hal compartió la casa rodante con Scott mientras este encontraba su propio alojamiento.
Durante una semana se quedaban hasta tarde cada noche, procesando las experiencias de Hal como nuevo presidente y reflexionando sobre el futuro del colegio. También hablaron sobre el futuro de Scott. Aún soltero en ese momento, Scott se sintió reconfortado por las historias de cómo Hal había encontrado y se había casado con Kathy relativamente tarde en la vida.
En su soledad, Hal frecuentaba el Templo de Idaho Falls. También realizó varios largos viajes en automóvil a Jackson Hole y Yellowstone. Durante esas visitas al templo y esos recorridos, pensaba en el colegio. El desafío de preservar —e incluso elevar— sus normas de dignidad espiritual ocupaba su mente mientras viajaba. Como resultado, recibió percepciones espirituales especiales a partir de lo que veía y escuchaba. Después de su primer viaje a Jackson desde su luna de miel allí con Kathy, observó:
Una semana en Ricks College ya me ha suavizado. Jackson Hole tiene ese tipo de mundanidad especial que siempre asociaré con los esquiadores serios de los años cincuenta. Aunque ahora los jóvenes en Jackson usan el cabello largo y el nuevo uniforme desaliñado, y aunque las tiendas están llenas de artesanías demasiado caras y del olor a incienso de las velas, esa sofisticación altiva que recuerdo tan bien me sacude por dentro. Creo que me sacude porque la temo, pero también me atrae, la atracción de estar tan serenamente seguro de quién eres, de no tener dudas. Esa confianza, probablemente, es algo que yo atribuyo más de lo que es real. Sin embargo, pienso que puede ser parcialmente real, en gran medida porque es posible estar satisfecho contigo mismo si estableces metas más bajas en cuanto a conducta. Es más fácil ser un buen escalador de montañas o un vendedor de velas con la ropa adecuada que ser un verdadero élder, uno que puede escuchar al Espíritu. El hombre que persigue seriamente esa meta debe entregarse mucho más antes de poder caminar por el día con la seguridad de que no caerá. Es una forma de “esquiar” más difícil, pero infinitamente más gratificante. Y un joven tiene que sentir que es más gratificante y que puede lograrlo, o se conformará con esa sensación más fácil que se puede obtener en unos pocos veranos en Jackson. (19 de junio de 1971)
El diario registra otra percepción relacionada con las normas, obtenida en el Templo de Idaho Falls una semana antes de que Hal hablara en un devocional del campus:
Acabo de cenar frijoles, queso y tomate después de regresar del templo. Fue una sesión hermosa. Mientras estaba sentado en la sala celestial, escuché la charla que se daba a una pareja que se casaba en la sala contigua. El sellador mencionó que toda bendición está supeditada a un mandamiento. Eso me dio una de las varias percepciones que recibí durante la tarde sobre cómo enseñar la observancia de las normas: que debo tratar de comprender y comunicar las bendiciones que provienen de vivir las normas del colegio. (29 de junio de 1971)
Satanás ampliará el espacio que no es seguro. Intentará de todas las formas posibles persuadirte de que no hay peligro en acercarte tanto como puedas a esa línea divisoria. Al mismo tiempo, intentará persuadir a las personas de que en realidad no existe tal línea. Y como sabe que tú sabes que está allí, te dirá: “Acércate un poco más a la línea.”
— Discurso, 30 de septiembre de 1990
“La mejor educación del mundo”
Hal comenzó a reconocer una de las mayores bendiciones de las normas de Ricks mientras se preparaba para aquel discurso devocional —el primero que pronunciaría como presidente del colegio—. Aunque sabía que la asistencia sería menor que la de un devocional de otoño o invierno, buscó inspiración y se preparó con su acostumbrada sinceridad y esmero.
Durante la tarde y la noche del día anterior, el mensaje que debía dar se fue aclarando, como se refleja en sus notas para el discurso:
Los niveles que establecemos pueden y deben ser “irrazonablemente” altos, si confiamos en que las metas están respaldadas por Dios. El ochenta por ciento de los resultados proviene del veinte por ciento de las personas, no porque se esfuercen un poco más, sino porque lo hacen de una manera completamente diferente.
El discurso que Hal imaginó surgía de sus recientes experiencias en Jackson y Yellowstone, y también de sus meses de reflexión sobre el papel de las normas en Ricks College. Lo pronunció al día siguiente, sin texto escrito, hablando desde el corazón. Comenzó estableciendo una premisa que sorprendió incluso a los partidarios más fervientes del colegio: que una educación en Ricks podía ser la mejor del mundo.
Estoy agradecido por esta media hora en la que puedo explorar con ustedes aquellas cosas que quizá son más importantes para mí —y, supongo, también para ustedes—: la interrelación entre el evangelio de Jesucristo y la educación. Para estar aquí, cada uno de ustedes debe haberse hecho y respondido la pregunta: “¿Por qué debo involucrarme en la educación en un colegio patrocinado por La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días?” y luego, imagino, la pregunta: “¿Por qué en Ricks College?”
Supongo que para algunos la respuesta podría ser: “Porque es el único colegio en el pueblo”; y para otros: “Para conocer mormones”; o tal vez: “Para estudiar en un ambiente religioso.” No intentaré disuadirlos de esas buenas razones, pero quiero sugerir y explicar otra razón por la que podrían estar aquí: para obtener la mejor educación del mundo.
Ahora bien, esa razón requiere cierta explicación. Muchísimas personas —dentro y fuera de la Iglesia— quizá no clasificarían a Ricks College como una de las grandes instituciones del mundo, al nivel de Harvard College, Reed College o Dartmouth College. Y, siendo honestos, su propia experiencia este verano podría sugerirles que no es igual a otras experiencias que hayan tenido en otros lugares. Sin embargo, creo sinceramente que una persona sabia podría elegir Ricks College porque desea obtener la mejor educación del mundo, y creo eso tanto si esa persona es miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días como si no lo es.
Hal procuró sustentar su afirmación —de que Ricks ofrecía la mejor educación superior del mundo— identificando qué es lo que realmente hace valiosa una educación. La educación más valiosa, explicó, confiere la capacidad de ver patrones en un mundo cambiante, donde los hechos y teorías se vuelven obsoletos, pero los principios fundamentales permanecen y pueden usarse para dar sentido y crear orden. A modo de ilustración, Hal describió su propia experiencia universitaria, ocurrida apenas quince años atrás. Los tubos de vacío que había estudiado entonces ya habían sido reemplazados por varias generaciones de dispositivos de estado sólido. Admitió que, en 1971, no sería empleable como ingeniero en la línea de producción.
La educación es lo que sucede dentro de ti, no a tu alrededor. Si los edificios son impresionantes, o los profesores famosos, o incluso si los demás estudiantes parecen aprender a un ritmo vertiginoso, eso es esencialmente irrelevante para tu educación.
— Discurso, 5 de julio de 1971
Sin embargo, sus experiencias educativas en la Universidad de Utah y en la Escuela de Negocios de Harvard le habían enseñado a formular preguntas significativas en nuevos entornos —como ahora en la presidencia de Ricks College— y a conectar las respuestas recibidas con principios inmutables.
Los principios fundamentales de física, finanzas y psicología que había aprendido como estudiante a comienzos de los años cincuenta seguían siendo válidos en 1971. Al formular preguntas a empleados y estudiantes de Ricks con esos principios en mente, ya comenzaba a ver similitudes entre las necesidades y oportunidades del colegio y las que había observado en la Fuerza Aérea, en las empresas que había estudiado como profesor y consultor, y en el barrio Stanford.
El proceso de hacer preguntas y aprender a cuestionar en torno a los patrones —cómo está estructurado el mundo y cómo las personas se relacionan entre sí— es, creo, la habilidad esencial de la educación. Creo que esa habilidad puede generalizarse, y creo que las universidades tienen una oportunidad especial de enseñar esa destreza: la de cuestionar para descubrir patrones, y el uso de esos patrones al cuestionar.
ESTUDIANDO EN LA BIBLIOTECA DE RICKS COLLEGE
Esta capacidad de ver patrones, enseñó Hal, es en gran medida un don del Espíritu, otorgado por revelación. Por supuesto —señaló—, las habilidades de reconocer patrones se fortalecen mediante la educación formal, que enseña principios seculares como las leyes del movimiento de Newton o el valor del dinero en el tiempo. Pero los descubridores, inventores, líderes y maestros que mejor reconocen los patrones también reciben ayuda del cielo, lo sepan o no. Toda verdad —tanto secular como espiritual— es revelada por el Espíritu Santo, tal como el Salvador enseñó a Sus discípulos. Hal testificó que los momentos de inspiración que había recibido mientras resolvía problemas matemáticos o enseñaba casos de negocios no eran diferentes de aquellos que había experimentado como misionero o como obispo. “El proceso era el mismo,” dijo a los estudiantes. “El sentimiento dentro de mí era el mismo… el gozo, y también la sensación de humildad, de quietud, de oración.”
Este concepto —que los patrones duraderos se reconocen mejor por revelación— establece el vínculo entre altos estándares morales y experiencias educativas excepcionales, como Hal continuó explicando: Sabemos algunas cosas sobre la revelación. Sabemos de qué manera se debe vivir para poder recibirla. Sabemos algunas cosas acerca de ser virtuosos, de ser humildes, de ser orantes, de buscar a Dios para obtener revelación. Eso nos dice algo sobre la escuela que podría ofrecer la mejor educación del mundo, realmente.
Nos dice que la idea de las normas, la idea de las estacas y los barrios, la idea de un ambiente religioso, no existen simplemente para extender los hogares amorosos que ustedes han tenido, ni para reemplazarlos con un hogar quizá más espiritual o más edificante que el que conocieron.
No es para mostrar al mundo que somos buenos.
Si hemos de aprovechar el recurso singular de ser inspirados por el Espíritu Santo, significa que debemos hacer todo lo posible para que este sea un lugar donde, en todo lo que hagamos —en los deportes, en la danza, en nuestra vida social—, la posibilidad de la revelación nunca esté lejos.
Ahora bien, aquellos de ustedes que han enseñado el evangelio de Jesucristo —en especial los misioneros— saben lo difícil que es hacerlo. No se trata simplemente de ver cuánto pueden soportar en cuanto a disciplina. Es porque, a través de la experiencia, hemos aprendido que es difícil recibir revelación a menos que uno viva de ciertas maneras que hacen posible que el Espíritu Santo le hable. Les sugiero que, si creen lo que he dicho sobre la educación, eso es esencial para el espíritu con que la adquirimos. Y por eso, para Ricks College, esto adquiere un significado educativo que va mucho más allá del simple cuidado de jóvenes que están lejos de casa.
Las normas que debemos cumplir en cuanto a vestimenta y conducta serían irrazonables,
a menos que comprendan que provienen de los profetas y que pueden fijarse metas elevadas de logro en áreas importantes de servicio real, así como altos estándares de modestia y bondad.
— Discurso, 24 de agosto de 1971
Habiendo explicado la conexión entre vivir de acuerdo con altos estándares morales y recibir revelación, especialmente en nuestra capacidad para reconocer los patrones que realmente importan, Hal concluyó con una oración para que tanto los altos estándares como la revelación resultante fueran rasgos distintivos de una educación en Ricks College.
Mi oración es que eso sea una realidad en todo lo que hagamos, y que reconozcamos que, en Ricks College, como una bendición de Dios, se nos han dado los recursos, literalmente, para ofrecer la mejor educación del mundo.
Tendiendo puentes
Para Hal, la tarea de ayudar a que Ricks College ofreciera una educación de esa calidad comenzó en serio a mediados de agosto, después de varias semanas de vacaciones en The Hill, en Atherton, durante las cuales cumplió un compromiso de enseñar en un programa ejecutivo en Stanford.
Ya de regreso en Rexburg, pasó el sábado 14 de agosto con los representantes estudiantiles que darían oficialmente la bienvenida a sus compañeros la semana siguiente. El lunes siguiente habló ante todos los miembros de la facultad. El tema de sus mensajes para ambos grupos fue la consideración, que identificó no solo como un sentimiento, sino también como una habilidad. La habilidad de la consideración, enseñó Hal, consiste en adaptar la forma de comunicación y enseñanza para responder a las necesidades individuales. Había observado esa habilidad en sus maestros más talentosos, especialmente en sus padres.
Al promover la habilidad de la consideración, Hal amplió la idea del reconocimiento de patrones que había tratado en su devocional de julio. En esa ocasión había explicado que la enseñanza eficaz requiere reprender con amor, tal como se describe en la sección 121 de Doctrina y Convenios:
Les diré que descubrir nuevos patrones es, ante todo, una experiencia de humildad.
Es una experiencia en la que uno comete errores. No puede encontrar el camino. Lucha. Falla de vez en cuando. Por lo tanto, el maestro debe poseer una cualidad especial: debe tener la capacidad de amarte y, al mismo tiempo, corregirte. Debe tener la capacidad de hacerte saber que te ama, para que cuando fracases, de alguna manera eso no sea una agresión personal, una condena personal. Y, sin embargo, al mismo tiempo, debe tener la capacidad de hacerte saber que estás fallando. Y aquellos de ustedes que han intentado hacer eso con otras personas —corregir con amor, decir “te equivocas” sin quebrantar, sino elevando— saben que esa es una habilidad rara en este mundo;
y una, nuevamente, que testifico es magnificada por el evangelio de Jesucristo y por vivirlo bien.
La idea de “esto es demasiado para mí” es la clave del aprendizaje.
— Entrevista, 2010
En sus reuniones de otoño con los líderes estudiantiles y con la facultad, Hal aplicó estas ideas a las tareas de dar la bienvenida a los nuevos estudiantes de primer año y de ayudar a todos los alumnos a aprender en el aula. A la facultad le enseñó la importancia de reconocer que el estilo personal de enseñanza de cada profesor requiere expansión y variación, según las necesidades individuales de los alumnos. Sus notas de enseñanza para los líderes estudiantiles incluían estas palabras sobre la habilidad de la consideración:
Su tarea no es presentar bien a Ricks, sino ayudar a las personas a encontrar en él aquello que será una bendición para ellas. Pueden tener la confianza de que hallarán algo, porque la escuela posee ciertos recursos preciosos y escasos para todas las personas. El recurso más escaso es la consideración, manifestada en el tiempo que un profesor dedica a un alumno, o en una muchacha que comparte su almuerzo con un joven solitario y poco atractivo. Eso es más que una buena actitud; está en el corazón mismo de la educación, porque permite que el estudiante diga “No entiendo” o “No veo” sin temor.
La semana siguiente, Hal se unió a los profesores y a los líderes estudiantiles para dar la bienvenida al cuerpo estudiantil de Ricks. Adoptó un enfoque personal. Cuando los alumnos acudían a recoger sus formularios de inscripción, él estaba allí para estrecharles la mano. También asumió la tarea de verificar el cumplimiento de las normas de vestimenta y arreglo personal del colegio. Entre las 7:30 a.m. y las 4:00 p.m. del miércoles 18 de agosto, estrechó la mano de casi dos mil estudiantes; y durante cada uno de los dos días siguientes saludó a una cantidad similar.
El jueves por la noche, después del segundo día de apretones de manos, Hal dirigió una reunión para los nuevos estudiantes. El diario registra la dulzura de esa experiencia:
No tengo notas para el discurso que acabo de dar en la asamblea de orientación.
Anoche oré acerca de varias ideas posibles para ese discurso y otros. La única impresión que recibí fue que debía ser humilde. Así que hablé esta noche tratando de olvidar que soy el presidente, con mi gorra verde de estudiante de primer año sobre la cabeza, y compartiendo los sentimientos del estudiante más asombrado. Después de la asamblea, canté “Soy un hijo de Dios” en el escenario junto con los oficiales estudiantiles y con el público. Luego, el gabinete estudiantil se arrodilló, y yo me arrodillé con ellos, detrás del telón, para dar gracias a Dios. No recuerdo haber compartido una oración de gratitud tan infantil y tan completa cuando alguien más —en este caso, el presidente del cuerpo estudiantil, Mike Mulcady— estaba orando. (19 de agosto de 1971)
Durante esos tres días de saludos y apretones de manos, Hal se sintió complacido, aunque no completamente satisfecho por lo que vio: Me impresionó cuán infantiles parecían las muchachas al mirar a esos mil y tantos pares de ojos, y cuántos jóvenes, evidentemente, se habían cortado ellos mismos su cabello largo hasta los hombros. El cabello había cambiado, pero los corazones también tendrán que hacerlo. Cambiar corazones —incluido el suyo propio— se convertiría en la misión de Hal en Ricks College.
Desde las siete y media hasta las cuatro, Mike y yo nos reunimos con los estudiantes que se inscribían. Oramos juntos esta mañana y nuestra oración fue contestada: aprendimos mejor cómo hablar con tanta gente.
— Diario, 19 de agosto de 1971
11
Preparaos, PreparaosPor tanto, la voz del Señor
va hasta los confines de la tierra,
para que todos los que oigan puedan oír:
Preparaos, preparaos
para lo que ha de venir,
porque el Señor está cerca.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 1:11–12
Hal apenas tuvo tiempo para reunirse con las facultades de las seis “divisiones” académicas de Ricks College antes de recibir una importante asignación fuera del campus de parte de Neal Maxwell. En septiembre de 1971, el comisionado Maxwell pidió a Hal que presidiera un Comité Selecto sobre el futuro de la educación superior en la Iglesia. El comité, compuesto por veinte personas, incluía a tres colegas de Hal en Ricks: Bob Todd, el profesor de religión Mel Hammond (quien más tarde llegaría a ser miembro del Primer Cuórum de los Setenta) y el decano de estudiantes Mack Shirley.
Los siete representantes de BYU incluían al vicepresidente académico Bob Thomas y al miembro del cuerpo docente David Merrill, pionero en el campo de la ciencia instruccional. Dos futuros miembros del Primer Cuórum de los Setenta, Royden Derrick y James Mason, representaban respectivamente a la Escuela Dominical y a las organizaciones de bienestar de la Iglesia. El presidente del LDS Business College, Ferris Kirkham, y el decano académico del Church College of Hawaii, Wayne Allison, sirvieron como los únicos representantes de sus instituciones.
Los miembros del Comité Selecto se reunieron por primera vez en octubre de 1971 en la Mansión McCune de Salt Lake City, un lugar de reuniones donado a la Iglesia en 1920 por el magnate ferroviario y minero Alfred McCune. La mansión, que domina la Manzana del Templo y ofrece una vista completa del Valle del Lago Salado, era un lugar apropiado para considerar el futuro de la educación superior de la Iglesia. Esta primera reunión fue bien, como Hal registró en su diario:
La reunión del Comité Selecto fue una mezcla inusual de ideas frescas y divergentes, impulsadas por el desacuerdo, y sin embargo con un sentimiento del Espíritu guiando y moldeando la discusión. Es asombroso, con 20 hombres fuertes en el grupo. Para mi sorpresa, cerca del final de las tres horas antes del almuerzo, estuvimos de acuerdo en que una pregunta razonable para analizar era: “Si miráramos un horizonte de planificación de 10 años y asumiéramos que el Señor vendría entonces, ¿qué comportamientos, actitudes y habilidades necesitarían tener los miembros de la Iglesia y quienes los rodean para que el Señor pudiera venir?” Estas son solo algunas de las respuestas:
- El orden patriarcal funcionando lo suficientemente bien en la mayoría de los hogares como para que las funciones auxiliares actuales pudieran realizarse en el hogar.
- La mayoría de las familias, en todo el mundo, económicamente autosuficientes con un excedente para apoyar la educación y el servicio en la Iglesia.
- Las soluciones y las personas necesarias para implementarlas ya en su lugar, a fin de producir un orden social y un entorno de salud y nutrición que permita una vida pacífica y feliz. (Debe implementarse poco después de la venida del Salvador.)
- Los miembros bilingües, con el inglés como primer o segundo idioma.
- Administradores eficaces para la Iglesia en cada país, muchos de ellos hombres que ahora son analfabetos.
Desarrollamos muchos otros puntos, cada uno basado en las enseñanzas de los profetas, y cada uno con implicaciones para la educación superior. No estábamos seguros acerca de una pregunta importante: “¿Cuánto del liderazgo debe estar compuesto por miembros de la Iglesia?” Una segunda pregunta relacionada que dejamos sin respuesta fue: “Sea cual sea el número de líderes de la Iglesia que deba producirse, ¿qué parte de su capacitación es mejor realizar dentro de la Iglesia?”
Lo que se hace evidente es la magnitud de los esfuerzos requeridos y lo irreal de esperar que la Iglesia pueda permitirse usar los diezmos para duplicar las instituciones del mundo, a menos que contribuyan directamente a estas necesidades para la venida del Salvador. El sistema educativo de la Iglesia debe enfocarse principalmente no solo en formar, sino en **producir maestros**. Eso podría lograrse permitiendo que los jóvenes enseñen como parte de su educación. (21 de octubre de 1971)
Buscando guía
Ted me llevó a la casa de Harden después de la reunión del Comité Selecto. Ted dijo: “El Señor te dará las respuestas que necesitas sobre las preparaciones requeridas en la educación para Su venida.”
—Diario, 21 de octubre de 1971
Los miembros del Comité Selecto fueron bendecidos por su clara concentración en el tipo de educación necesaria para preparar a la Iglesia y al mundo para la Segunda Venida del Salvador. Pero la naturaleza exacta de esa educación, así como el papel que desempeñaría cada una de las cuatro instituciones del Sistema Educativo de la Iglesia (CES, por sus siglas en inglés) en proveerla, resultó difícil de precisar, como descubrieron en reuniones posteriores. La incertidumbre sobre estos asuntos condujo a diferencias de opinión y tensiones que resultaron menos productivas que aquellas inspiradas por el Espíritu en su reunión inicial. Los miembros del comité apreciaron la habilidad de Hal para dirigir la atención del grupo hacia los intereses y preocupaciones subyacentes a las posturas adoptadas, en lugar de centrarse únicamente en debatir sobre dichas posturas. Aun así, el proceso resultó más difícil de lo que él había anticipado después de aquella primera e inspiradora reunión.
Al cumplir su papel de liderazgo, Hal buscó consejo de los Hermanos mayores, así como de sus líderes directos en el CES. Juntos exploraron una visión que consistía en llevar la educación superior formal más allá del campus universitario tradicional y llevarla a los hogares de los miembros de la Iglesia. Con el comisionado asociado Ken Beesley —supervisor directo de Neal Maxwell y primer contacto de Hal en la oficina del Comisionado—, Hal discutió “ideas sobre cómo el Sistema Educativo de la Iglesia podría coordinarse con la organización regular del sacerdocio y trabajar a través de ella, logrando así un impacto conjunto en el hogar. . . . Era evidente”, observó en su diario, “que habíamos sido guiados hacia las mismas ideas, aunque trabajando por separado.”
Spencer W. Kimball, entonces presidente del Cuórum de los Doce Apóstoles, amplió aún más la visión de Hal sobre el futuro de la educación en la Iglesia. Durante una conversación sobre la labor del Comité Selecto, Hal expresó su suposición de que, aunque las universidades de la Iglesia podrían ayudar en los preparativos para el Milenio, no formarían parte de él, sino que serían reemplazadas por un sistema de aprendizaje más avanzado. El presidente Kimball lo corrigió amablemente, como Hal recordaría más tarde ante un grupo de profesores de la Universidad Brigham Young, veinticinco años después:
Mientras hablábamos sobre los planes que deberíamos hacer para el futuro, hice lo que creí era una sugerencia lógica: que las condiciones durante el Milenio permitirían innovaciones educativas tan extraordinarias que deberíamos asumir que nuestras universidades serían reemplazadas por instituciones más eficaces en ese tiempo en que el Salvador estaría entre nosotros.
Hubo, según me pareció, un largo silencio, y luego él hizo una declaración tranquila: que a lo largo de los siglos las universidades habían demostrado ser las instituciones más eficaces que habíamos desarrollado para descubrir, conservar y transmitir el conocimiento en numerosos campos de estudio; entonces, ¿por qué no esperar que sirvieran igual de bien durante el Milenio? Eso me pareció de inmediato muy sensato.
Una reunión con el presidente Harold B. Lee —quien en ese momento aún era el primer consejero del presidente Joseph Fielding Smith— también resultó fundamental, no solo en relación con el trabajo del Comité Selecto, sino a lo largo de toda la vida de Hal. Después de una reunión del Comité, él, Bob Todd y Mack Shirley organizaron una visita al presidente Lee en su oficina antes de regresar juntos a Rexburg. Las reuniones del Comité habían comenzado a estancarse en desacuerdos sobre el papel y el alcance de cada institución; en particular, el grado en que la Universidad Brigham Young ofrecería títulos avanzados y realizaría investigaciones académicas —ambas actividades costosas— se había convertido en un tema divisivo.
Hal y sus colegas de Ricks compartieron con el presidente Lee la historia de la primera reunión del Comité, cuando opiniones divergentes habían producido un sorprendente consenso sobre el papel de la educación en la Iglesia. Luego, Hal describió los desafíos actuales y preguntó: “Presidente Lee, ¿cómo recibe usted la revelación?” El presidente Lee sonrió y comenzó a relatar historias sobre su participación en la creación de nuevos programas de la Iglesia. Cada relato destacaba el hecho de que la claridad y el acuerdo habían llegado solo después de un estudio cuidadoso y exhaustivo—en ocasiones, repetido. Hal recordó una de las historias del presidente Lee en un discurso fogonero de 1990:
Testifico que las palabras estúdialo en tu mente implican un grado de paciencia, trabajo y persistencia proporcionales al valor de aquello que se busca.
—Discurso, 30 de septiembre de 1990
Dijo que durante la Segunda Guerra Mundial había formado parte de un grupo que estudiaba la pregunta: “¿Qué debería estar haciendo la Iglesia por sus miembros que están en el servicio militar?” Explicó que realizaron entrevistas en bases militares de todo el país. Reunieron datos. Analizaron los datos. Regresaron para hacer más entrevistas. Pero aun así, no surgió ningún plan.
Entonces me dio la lección —que ahora les transmito— con palabras parecidas a estas: “Hal, cuando habíamos hecho todo lo que sabíamos hacer, cuando estábamos contra la pared, entonces Dios nos dio la revelación. Hal, si quieres recibir revelación, haz tu tarea.”
En su diario, Hal aplicó la historia del presidente Lee a los desafíos que él y sus colegas del Comité Selecto enfrentaban:
Dijo que el Señor te da la respuesta después de que has hecho todo lo que puedes, después de haberte topado con una pared de ladrillo. Pudimos ver que habíamos pasado demasiado rápido por la fase de recopilación de datos y de definición cuidadosa de dónde se encuentra realmente el Sistema Educativo de la Iglesia ahora y qué ha logrado. (18 de noviembre de 1971)
El informe del Comité Selecto
El Comité continuó reuniéndose mensualmente, en sesiones de un día completo, hasta mayo del año siguiente, 1972. También se reunieron subcomités, con énfasis en el tipo de recopilación de datos que el presidente Lee había recomendado. A medida que se acercaba la fecha límite de entrega en junio, Hal y los otros miembros de Ricks en el Comité comenzaron a redactar la primera de lo que resultarían ser más de una docena de versiones completas del informe final. Junto con Bob Todd y Mack Shirley, se unieron a Hal el profesor de inglés Jim Jacobs —recién trasladado de Stanford— y la secretaria estudiantil Jo Ann Jolley, formando una especie de “cadena de redacción, edición y mecanografía”. El grupo trabajaba principalmente por las noches, fines de semana y días festivos. Hal dirigía, dictando el texto con una grabadora manual. Jo Ann elaboraba los borradores preliminares para Bob, Mack y Jim, quienes los revisaban y los devolvían a Hal. El ciclo continuaba hora tras hora. Para Hal, la presión era doble, ya que enfrentaba un plazo casi simultáneo para entregar un informe a Neal Maxwell sobre el papel del Colegio Ricks. Además, era fin de semana de conferencia de estaca en la Estaca Rexburg. El diario registra el esfuerzo final.
La profecía —o más bien el consejo— del presidente Lee se cumplió hoy. Dijo que recibiríamos revelación cuando hubiéramos hecho todo lo posible y estuviéramos contra la pared. Pues bien, hoy nos hemos topado con la pared. El lunes tendré mi última oportunidad de obtener las reacciones de los miembros del Comité Selecto antes de la presentación al Consejo el miércoles. Y parece que la revelación está llegando. Hoy dicté 17 páginas, en su mayor parte lo que espero decir a los Hermanos. Para mi sorpresa, ya que no había sentido una inspiración clara, Bob Todd, Mack Shirley y Jim Jacobs sintieron que en esta versión nos acercamos más a lo correcto. El tiempo se acaba, y estamos recibiendo ayuda. (Jueves, 1 de junio de 1972)
Salí de casa antes de que alguien se levantara y tenía otro borrador del informe del Comité Selecto terminado para el mediodía. Trabajé desde entonces hasta las tres en la presentación sobre el Papel de Ricks. Después de la reunión de las 4:30 con el élder Ashton, como parte de la conferencia de estaca, me reuní con los miembros de Ricks del Comité Selecto más Jim Jacobs. Para las 7:30 ya teníamos a Jo Ann trabajando en otro borrador, y yo asistí a otra reunión de liderazgo de estaca. Son las once, he estado en casa el tiempo suficiente para conversar con cada uno de los niños, salvo con Matthew, y ya he cenado algo. (Sábado, 3 de junio de 1972)
La versión final del informe del Comité Selecto comenzó con una advertencia, una admisión de que: “Aunque sentimos las bendiciones del Espíritu en algún momento de cada una de nuestras reuniones, solo en unas pocas áreas nuestro trabajo nos llevó a sentir una fuerte confianza y unanimidad en nuestras recomendaciones. Solo esas áreas se tratan en el informe.”
El informe propuso tres aspiraciones, cada una en forma de pregunta: (1) “¿Cómo puede la Iglesia utilizar las instalaciones actuales del CES para atender a más estudiantes con aproximadamente el mismo costo?” (2) “¿Cómo podemos poner la educación al alcance de aquellos que no pueden asistir a los campus del CES?” y (3) “¿Cómo puede la Iglesia aumentar el impacto práctico de la educación sin incrementar materialmente el costo por estudiante?” El informe amplió el principio de la practicidad:
La palabra “práctico” era importante. Nos parecía que para que la educación tuviera valor, debía cambiar la vida práctica del estudiante, tanto durante su educación formal como después. Y “práctico” significaba llegar a ser el líder de una familia, tanto en enseñarla como en mantenerla económicamente.
Además de sugerir límites para los programas de posgrado y la investigación académica en la Universidad Brigham Young y en los demás campus, el informe propuso que el alcance del Sistema Educativo de la Iglesia se extendiera de manera económica en dos formas principales. Una consistía en aumentar el número de institutos de religión, no solo en Norteamérica, sino en todo el mundo. Los miembros del Comité expresaron su convicción de que los programas de instituto sólidos, ubicados cerca de universidades seculares de prestigio, podrían ofrecer muchos —aunque no todos— los beneficios de una institución propiedad de la Iglesia, a una fracción del costo para los donantes del diezmo.
La otra recomendación fue explorar tecnologías que permitieran enseñar a los estudiantes sin necesidad de construir campus físicos. El informe se atrevió a presentar una audaz visión del futuro:
Algunos predicen que la mayoría de los hogares tendrán un televisor dentro de los próximos diez años que permitirá al espectador responder a lo que vea en la pantalla. Si esto ocurre, un programa de educación superior basado en la tecnología sería tanto flexible como económico. Requeriría poca inversión, simplemente porque el individuo ya habría hecho la inversión. El equipo estaría en su hogar, listo para ser utilizado. Más estudiantes podrían beneficiarse de los grandes maestros que tenemos en nuestros campus.
Conozco muchos informes que han sido escritos por personas muy capaces —y yo mismo he participado en algunos— que han tenido un valor comparativamente pequeño para quienes los leen, pero un valor inmenso para quienes los escriben, por lo que llegarían a ser más adelante.
—Élder Dallin H. Oaks
El informe se adelantó a su tiempo, y algunos miembros del Comité se opusieron a las limitaciones propuestas para los programas de posgrado y la labor académica. Sin embargo, la experiencia de Hal en el Comité Selecto moldeó su manera de pensar de formas que resultarían valiosas no solo en Ricks, sino también en asignaciones posteriores dentro de la Iglesia. Además, el informe recibió una cálida acogida por parte del presidente ejecutivo de la Junta de Educación, el élder Gordon Hinckley.
A las 9:30 de esta mañana estaba en Salt Lake City, y a las 11:00 estaba presentando el informe del Comité Selecto ante la Junta de Educación. Al final, el élder Hinckley propuso un voto de reconocimiento y dijo: “Esto es lo más significativo que este grupo ha escuchado.” Nadie más se unió a los elogios, pero varios parecieron interesados. (7 de junio de 1972)
El papel de Ricks
Mientras se esforzaba por prever el futuro de la educación superior en la Iglesia en general, Hal emprendió un estudio similar con los líderes académicos del Colegio Ricks, centrado únicamente en su institución. Lo hicieron por instrucción del comisionado Neal Maxwell, quien solicitó que cada una de las cuatro instituciones de educación superior del CES participara en un proceso de autoevaluación y desarrollo estratégico. En noviembre de 1971, Hal redactó un encargo para los miembros de este grupo de trabajo, denominado “El papel de Ricks”, compuesto por más de una docena de administradores y miembros de la facultad. Comenzó con referencias al crecimiento simultáneo de los costos universitarios y del número de miembros de la Iglesia que necesitaban obtener un título universitario. Concluyó con un llamado a realizar el tipo de “tarea” —es decir, la recopilación de datos— que el presidente Lee había sugerido al Comité Selecto.
Nuestras oportunidades están determinadas por los cambios en el mundo educativo y en el desarrollo de la Iglesia mundial. Justo en el momento en que los académicos seculares se preguntan si la educación superior estadounidense puede permitirse ser “todo para todos”, el crecimiento de la Iglesia ha generado más necesidades de servicios educativos de las que podemos satisfacer con los recursos actuales. Ambos acontecimientos sugieren dos cosas: (1) que identifiquemos las necesidades y oportunidades de la educación superior en la Iglesia y en la nación, y (2) que identifiquemos cuáles de esas necesidades puede satisfacer mejor el Colegio Ricks. A largo plazo, el Señor puede proveer los medios para satisfacer todas las necesidades educativas. A corto plazo, está claro que debemos enfocar nuestros recursos limitados en las necesidades educativas más importantes para la Iglesia en un mundo que cambia rápidamente.
Hal cerró su encargo a los miembros del grupo de trabajo con una visión de lo que podrían lograr, siempre que pusieran suficiente esfuerzo:
Su trabajo puede contribuir tanto a la Iglesia como al Colegio. El Señor evidentemente ha hecho grandes preparativos para el Colegio Ricks. Él revelará Su propósito para el Colegio Ricks solo después de que hayamos estudiado cuidadosamente el asunto. Su tarea es definir los hechos que debemos reunir en ese estudio.
Hal había estado reflexionando sobre el papel de Ricks durante casi un año, desde aquella noche de enero en la casa de su padre en Salt Lake City, cuando Neal Maxwell lo sorprendió con la petición de ir a Rexburg. Durante varios meses antes de redactar el encargo formal del grupo El papel de Ricks, Hal había estado probando ideas con públicos inadvertidos. Uno de ellos fue el Rexburg Civic Club, un grupo local de mujeres. En anticipación a su discurso en el almuerzo de octubre, Hal esbozó las siguientes ideas, comenzando con una referencia a un informe nacional recientemente publicado por un colega de Stanford, Frank Newman:
Existen razones importantes por las que el Colegio Ricks debe diferenciarse de otras universidades, tanto dentro como fuera del Sistema Educativo de la Iglesia:
El informe Newman sostenía que parte de la apatía de los jóvenes, de los padres y de los legisladores (y podríamos decir también, de los consejos de gobierno de la Iglesia) proviene de la suposición compartida por las universidades de que el crecimiento equivale a progreso, y que Berkeley y Harvard son los modelos a seguir.
A medida que la Iglesia se convierte en una organización mundial, las presiones sobre los fondos del diezmo destinados a la educación superior aumentarán.
Ambos factores crean una oportunidad. Podemos diferenciarnos al responder a las necesidades emergentes del mundo y de la Iglesia.
¿Por qué alguien paga 500 o 5,000 dólares para asistir a la universidad durante un año? Antes se hacía principalmente para obtener prestigio y un empleo. Ninguno de esos motivos justifica hoy el costo.
El modelo de Oxford representaba un lugar donde los caballeros podían vivir la vida de la mente. En Alemania, al menos a fines de los años 1800 y principios de los 1900, se trataba de aprender a través de la investigación. En Estados Unidos, se convirtió en una combinación de ambos, con la esperanza de que los graduados y las investigaciones impulsaran grandemente la economía y la sociedad. Nuestra teología, nuestra historia y nuestro profesorado sugieren otra filosofía para el Colegio Ricks: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores…” (Santiago 1:22).
¿Qué ventajas especiales tiene el Colegio Ricks para formar hacedores, y no solo oyentes? El principal desafío educativo es convertir a los jóvenes del egocentrismo a la consagración y al servicio. Contamos con una facultad que, por su capacidad y actitud, es la mejor del mundo en ese cometido.
Además, la región de donde provienen muchos de nuestros estudiantes está sintonizada, en sus hogares, tanto con la educación como con la practicidad. Es un área cuya economía es propicia para capacitar a los jóvenes en la aplicación práctica de las teorías que aprenden, particularmente en las zonas en desarrollo del mundo. Ejemplos incluyen biología, geología, agricultura, administración y manufactura básica.
Tenemos una tradición de formar maestros y una visión de un gran roble cuyas ramas se extienden por todo el mundo. Aún tenemos solo visiones vagas, sobre las cuales recién comenzamos a estudiar, pero vemos lo suficiente para entusiasmarnos con sus contornos. Necesitaremos una clase especial de jóvenes, rara hoy, pero cada vez más común. Formémoslos y preparémoslos, no para salvarlos, sino para ayudarles a salvar el mundo. El Colegio tiene un destino, previsto por su líder desde el principio, y lo cumplirá.
Hal tuvo la bendición de haber leído y discutido el informe Newman con su autor a principios de ese mismo año, mientras aún se encontraba en Palo Alto. Lo natural para un graduado de Harvard y profesor de Stanford habría sido poner al Colegio Ricks en el camino de parecerse más a esas instituciones. Esa era la dirección que algunos en la BYU promovían, y ciertamente era la tendencia nacional. Incluso el Colegio Ricks había seguido esa ruta cuando brevemente obtuvo el estatus de institución de cuatro años en la década de 1950. Desde su llegada a Rexburg, Hal había escuchado con frecuencia la pregunta: “¿Cuándo volverá Ricks a ser una universidad de cuatro años?”
Pero Newman y otros especialistas en políticas educativas habían documentado el precio de ascender en la “escalera” de la educación superior. A medida que las instituciones añadían programas de licenciatura y posgrado, y que los profesores dedicaban más tiempo a la investigación y menos a la enseñanza, el costo de la educación universitaria aumentaba inevitablemente. Ese hecho fortaleció en Hal la impresión de que Ricks debía permanecer fiel a sus raíces. Su recomendación final con respecto al Papel de Ricks, formulada apenas dos días antes del informe final del Comité Selecto, proponía hacer exactamente eso.
Llegué a la oficina poco después de las cuatro de la mañana. Para las cinco ya tenía los primeros destellos de mi presentación sobre el papel de Ricks, y en el avión de las ocho hacia Salt Lake City la idea se aclaró. Propuse que sirviéramos al mismo grupo de estudiantes de Idaho, rurales y de origen modesto, pero que lo hiciéramos mediante nuevos programas de experiencias prácticas de trabajo para ayudarles a elegir su orientación educativa, desarrollar habilidades básicas de comunicación, destrezas para enseñar en la familia y un programa religioso más práctico enfocado en aplicar el evangelio en la vida cotidiana. (5 de junio de 1972)
La enseñanza de la religión
Aun sin el desafío de dirigir dos grupos de trabajo orientados al futuro, Hal habría estado inusualmente ocupado durante su primer año en Ricks. Mientras cumplía con las funciones ordinarias de la presidencia, también honró su promesa personal de impartir una clase. No fue el tipo de seminario general para estudiantes de primer año que había planeado Derek Bok en Harvard. Más bien, Hal se asoció con uno de los miembros más conocedores y dinámicos del departamento de religión del colegio, Keith Sellers. Durante el primer semestre de Hal en Ricks, en el otoño de 1971, ambos enseñaron juntos un curso de Doctrina y Convenios. Su clase se reunía los martes y jueves a la una de la tarde.
Además de darle a Hal un contacto directo y constante con los estudiantes, enseñar junto a Keith Sellers le brindó grandes beneficios personales. Mientras se preparaban juntos para cada clase —por lo general durante una hora esa misma mañana—, Hal disfrutaba del tipo de estudio del evangelio que su misión de medio tiempo no le había permitido tener. En ese intercambio espiritual con Keith, su comprensión de las Escrituras se profundizó. También aprendió del estilo de enseñanza libre y espontáneo de Keith, un marcado contraste con el método relativamente estructurado y basado en notas que Hal había aprendido como estudiante y profesor en la escuela de negocios. Además, recibía retroalimentación inmediata sobre su desempeño como maestro, no solo de Keith, sino también de Kathy, quien asistía a clase siempre que podía conseguir una niñera para los niños.
HAL ENSEÑANDO A PARTIR DE LAS ESCRITURAS
La clase era popular y numerosa. Durante los seis años siguientes, entre ochenta y cien estudiantes se inscribían en los semestres de invierno y otoño. Pero en cada sesión de clase, Hal y Keith procuraban identificar al menos a un estudiante con una necesidad especial o con una contribución particular que pudiera ofrecer. Con frecuencia, ese estudiante parecía ser un candidato poco probable. Hal recordó a uno de esos jóvenes varios años después de haber dejado el Colegio Ricks:
Estaba enseñando la sección 25 de Doctrina y Convenios. En esa sección, a Emma Smith se le dice que debe dedicar su tiempo a “escribir y aprender mucho” (versículo 8). A unas tres filas de distancia, se sentaba una joven rubia cuyo ceño se frunció mientras instaba a la clase a ser diligentes en el desarrollo de habilidades de escritura. Levantó la mano y dijo: “Eso no me parece razonable. Todo lo que escribiré serán cartas a mis hijos.” Eso provocó risas en toda la clase. Me sentí avergonzado de haber aplicado esa escritura a ella. Solo con mirarla podía imaginar un carcaj lleno de hijos a su alrededor, y hasta podía ver las cartas que escribiría con tinta morada, una caligrafía inclinada hacia atrás, bucles redondeados y círculos sobre las íes. Tal vez escribir con poder no sería algo importante para ella.
Entonces se levantó un joven, cerca del fondo del aula. Había hablado poco durante el curso; no estoy seguro de que hubiera dicho algo antes. Era mayor que los demás estudiantes, y tímido. Preguntó si podía decir unas palabras. Con voz tranquila relató que había sido soldado en Vietnam. Un día, en lo que pensó que sería una pausa, dejó su fusil y cruzó el recinto fortificado para ir al correo. Justo cuando recibió una carta en la mano, escuchó el sonido de una corneta, gritos y el fuego de morteros y rifles que anunciaban al enemigo que se abalanzaba. Peleó para recuperar su fusil, usando sus propias manos como armas. Junto con los hombres que sobrevivieron, logró expulsar al enemigo. Los heridos fueron evacuados. Luego se sentó entre los vivos, y algunos muertos, y abrió su carta. Era de su madre. Ella escribía que había tenido una experiencia espiritual que le aseguró que él viviría para regresar a casa si permanecía justo. En mi clase, el muchacho dijo en voz baja: “Esa carta fue una escritura para mí. La guardé.” Y se sentó.
Además de centrarse en cada individuo, Hal y Keith acordaron evitar la especulación y el sensacionalismo. Al inicio del primer semestre, hablaron de la tentación que tienen algunos maestros de religión de emitir opiniones sobre asuntos que las Escrituras y los Hermanos no habían abordado específicamente. Hal temía especialmente que su condición de presidente del Colegio Ricks pudiera llevar a los estudiantes a asumir que su opinión tenía el peso de la doctrina oficial de la Iglesia. Se esforzaba por evitar tales errores. Según el recuerdo de Keith, Hal era “muy, muy conservador en su manera de enseñar el evangelio.”
Hal y Keith pronto desarrollaron una relación de enseñanza en equipo muy fluida, como Hal anotó en una entrada de su diario de 1973:
Kathy dijo que en nuestra clase del Nuevo Testamento hoy: “Sentí el Espíritu hoy, más fuerte que antes. Realmente se podía sentir. Sentí que estabas diciendo la verdad.” El hermano Sellers y yo comentamos después que, en las últimas clases, hemos sentido una completa facilidad al enseñar juntos, sabiendo exactamente cuándo hablar y sin necesidad de retroceder en nada. Ha sido un crecimiento notable en nuestra enseñanza conjunta. (1 de noviembre de 1973)
Debemos enseñar el evangelio en su pureza sencilla. Para hacerlo, debemos orar con fe para que el Espíritu nos advierta de enseñar falsa doctrina, de ofrecer interpretaciones personales y de toda especulación mientras enseñamos el evangelio. Esa moderación puede volverse más difícil a medida que leemos más libros y escuchamos más discursos que nos parecen exposiciones novedosas o más profundas del evangelio.
—Discurso, 26 de febrero de 2010
Pero incluso cuando la enseñanza se volvió más natural, Hal descubrió que tenía un efecto profundo en él, especialmente cuando él y Keith comenzaron a enseñar el Libro de Mormón. Después de varias semanas despertando con dolor en la mandíbula, Hal se autodiagnosticó el malestar como “una crisis de identidad que se ha estado acumulando desde que enseñé el Libro de Mormón durante todo el año pasado.”
Esa experiencia estableció un estándar completamente nuevo —y mucho más exigente— de lo que el Maestro espera. Y aún no he visto un cambio en mi comportamiento. Así que, el estándar más alto y el viejo comportamiento producen mandíbulas doloridas. La clave es la esperanza: necesito esperanza, fe mezclada con amor, de que el estándar es alcanzable para mí. No he orado ni trabajado específicamente por esa esperanza. Lo haré. (29 de noviembre de 1973)
Prepararse para enseñar religión, algo que haría durante todo su tiempo en el Colegio Ricks, también ayudó a Hal en su labor administrativa y en su papel como padre. Una entrada en su diario, escrita a comienzos de octubre de 1971, cuando él y Keith estaban enseñando el curso de Doctrina y Convenios, registra una experiencia de ese tipo:
Por alguna razón, comencé a leer, a las 7:30, las secciones 7 y 8 de Doctrina y Convenios, las cuales declaran que el estudio es una condición previa para la revelación. Tomando las instrucciones literalmente, analicé mentalmente cinco asuntos importantes, tomé notas y me arrodillé para preguntar si lo que había pensado era correcto. En cada caso, una de mis respuestas vino claramente a la mente. Eso no me pareció suficiente, así que pedí sentir el ardor en el pecho para confirmar la guía. Ese sentimiento vino levemente, pero sin la sensación de paz que había experimentado antes. Seguí adelante, trabajando en las respuestas durante reuniones y llamadas telefónicas. A medida que avanzaba, algunas decisiones parecían poco razonables durante parte de la mañana, pero se aclaraban conforme el día progresaba. Hoy tomé más decisiones que en cualquier otro día en semanas, aunque tuve que esforzarme mucho para encontrar el camino. La revelación funciona. Eso está claro por mi experiencia de esta mañana. Pero también está claro que uno debe trabajar de verdad para recibirla. (6 de octubre de 1971)
Elevar los estándares del Colegio
Durante su primer año en Ricks, Hal aprendió que debía esforzarse mucho no solo para recibir revelación personal, sino también para lograr un firme compromiso institucional con los estándares de conducta y vestimenta del colegio. Al presidir Ricks en una época de decadencia moral y de modas sin precedentes, Hal descubrió que recordar a los estudiantes su compromiso con el código de honor del colegio podía ser un trabajo de tiempo completo.
Gran parte de la jornada de citas de hoy la pasé con profesores y estudiantes, hablando sobre los estándares de vestimenta. Al final del día le dije a Kathy que sentía como si hubiera estado lanzándome todo el día desde un trampolín alto… hacia aguas muy poco profundas. Aun con la guía del Espíritu, cuando lo que está en juego son las vidas de personas un tanto rebeldes, el día termina siendo un poco agotador. (6 de octubre de 1971)
En la mayoría de los casos, la rebeldía era realmente leve, especialmente si se comparaba con los estándares generales de la época. Al igual que el Barrio de Stanford, el colegio era una pequeña isla en medio de un vasto mar cultural de inmoralidad, consumo de drogas y protestas públicas. Aunque estos males afectaban a un pequeño porcentaje de los estudiantes de Ricks, los desafíos más comunes en el campus eran el cabello largo, la ropa immodesta y las infracciones al toque de queda. Hal trabajó arduamente para ayudar a los estudiantes a comprender las implicaciones espirituales de romper promesas que, en apariencia, eran pequeñas.
A las siete y media de esta mañana me reuní con un joven estudiante. Él cuestionó las reglas que limitan las visitas a ciertas horas en nuestras residencias. Espero que haya sentido y comprendido mi mensaje: las reglas le recuerdan un peligro real, y las horas exactas se vuelven importantes no porque sean límites perfectos, sino porque necesitamos llegar a ser perfectos en cumplir exactamente con aquello con lo que hemos acordado. (14 de diciembre de 1973)
Me reuní con la facultad del departamento de educación física. Sentí la impresión de ser firme al expresar que apoyaba una educación que ayudara al amplio espectro de estudiantes a aprender cómo usar y cuidar sus cuerpos, pero que no apoyaría gastos excesivos ni la reducción de estándares con el fin de ganar en competiciones cada vez más profesionales. Dije: “Para mí, el gran valor de la competencia es que eleva el nivel de aspiración de los jóvenes.” Lograr que un nuevo muchacho obtenga mejores récords de victorias y derrotas no tiene sentido. Di mi testimonio con una lágrima que no pude contener, mencionando el amor de mis padres por la buena condición física.
—Diario, 21 de junio de 1971
Desde algunos sectores, Hal recibió ayuda inesperada. Fue abordado por Val Dalling, entrenador principal del equipo de baloncesto masculino, quien llevaba consigo un montón de perfiles de posibles reclutas. Los perfiles describían no solo las habilidades atléticas, sino también calificaciones académicas marginales y, en algunos casos, antecedentes penales. El entrenador evidentemente había seleccionado reclutas que probablemente no cumplirían con los estándares de la Iglesia. “Mi pregunta para usted”, le dijo el entrenador con franqueza, “es: ¿qué tanto quiere ganar?”
“¿Para ganar, tendría que aceptar a esos jugadores?”, preguntó Hal.
El entrenador Dalling asintió.
“No quiero ganar de esa manera”, respondió Hal con firmeza.
Para su sorpresa, el entrenador respondió: “Eso es excelente.”
Hal se sintió aliviado al saber que su entrenador no tenía intención de perder. De hecho, ese año el equipo disfrutó de una temporada destacada, capitaneado por un carismático australiano llamado Ed Palubinskas, quien llegaría a convertirse en el máximo anotador en la historia del baloncesto olímpico. Ganar en Ricks, descubrió Hal con satisfacción, no tenía por qué significar comprometer los principios espirituales. Sin embargo, estaba dispuesto a pagar cualquier precio necesario para calificar para la ministración del Espíritu en el campus. “Mack,” le dijo a su decano de estudiantes, Mack Shirley, “no seré el presidente más popular. A mucha gente no le gustará lo que estoy haciendo.”
La naturaleza de los asuntos que preocupaban a Hal, y el grado en que él personalmente luchaba con ellos, puede observarse en el registro de una petición hecha por los líderes del cuerpo estudiantil durante el semestre de otoño de 1971. En aquellos días, incluso artistas musicales de renombre nacional podían ser atraídos a presentarse en lugares tan pequeños como el Auditorio Hart de Ricks, el gimnasio con capacidad para menos de cinco mil personas (incluyendo las sillas colocadas en la cancha). Los oficiales del cuerpo estudiantil esperaban traer a una banda de rock en ascenso, Bread, para presentarse durante el fin de semana del homecoming a mediados de octubre. Con solo dos semanas para extender una invitación a la banda y a su afable líder, David Gates, los estudiantes acudieron directamente al presidente Eyring. Hal tomó el asunto con seriedad.
A las nueve fui a casa del asesor de liderazgo estudiantil, Gary Olsen, para ver al grupo Bread presentarse en televisión. Después conversamos con los líderes estudiantiles sobre si debía invitarse al grupo a tocar durante el homecoming. Vimos la pregunta como: “¿Cómo elevaría el Señor a los estudiantes?” (28 de septiembre de 1971)
Al día siguiente, Hal y los estudiantes encontraron una respuesta a esa pregunta:
En una reunión a las 9:30 discutimos el concierto de rock. A las diez sentí que debíamos contactar al líder del grupo, insistir en un compromiso con nuestros estándares y proceder si Gary Olsen y el director de consejería, Henry Isaksen, sentían que el compromiso era genuino. Luego, debíamos elevar a los estudiantes asegurándoles nuestra confianza en que crearían con el grupo una mejor experiencia de concierto de rock. (29 de septiembre de 1971)
Este tipo de atención personal por parte del presidente del colegio dio frutos. Tanto los empleados de Hal como los estudiantes se elevaron al desafío de vivir conforme a un estándar más alto mientras se concentraban colectivamente en los beneficios espirituales que podían obtener. En el plazo de un año, Hal pudo notar una diferencia notable durante la inscripción de otoño, donde una vez más saludó personalmente a cada estudiante. Al final del primer día de estrechar manos, observó: “Nuestros estudiantes este semestre no solo están alcanzando los estándares de presentación personal, sino que más de los muchachos te miran directamente a los ojos, y las chicas tienen un aspecto más fresco.” Dos días y miles de apretones de manos después, se mostraba cautelosamente optimista.
Otro día de estrechar manos. Nuevamente, me impresionó la franqueza de los jóvenes. Cada muchacho tenía el cabello cortado, y cada muchacha vestía con modestia. Tal vez fue una auto-selección, donde solo los de buen corazón vendrían a Ricks comprendiendo que realmente debían mantener los estándares. Casi con certeza también se debía a que los jóvenes sabían que estaban comenzando sus vidas con rectitud. Sea cual fuera la mezcla de ambos factores, hoy no encontré diez pares de ojos que no miraran directamente a los míos. De casi dos mil estudiantes. (25 de agosto de 1972)
A pesar de la notable mejora en el cuerpo estudiantil en general, Hal seguía preocupado por unos pocos rebeldes prominentes. Le inquietaban en particular varios jóvenes que se negaban a cortarse el cabello largo, ignorando repetidas advertencias de la oficina del Decano de Estudiantes. Al finalizar el año escolar 1972–1973, Hal sintió la necesidad de actuar, no solo para contrarrestar los efectos negativos del ejemplo que daban, sino también para ayudar a los propios jóvenes.
A mediados de abril, apenas dos semanas antes de la graduación, publicó una carta dirigida a todos los estudiantes en el periódico escolar, The Viking Scroll. Su mensaje ofrecía un razonamiento espiritual sólido, pero no dejaba lugar a dudas sobre las consecuencias prácticas de la desobediencia:
Los estándares son aprobados por la Junta Directiva, y ustedes se comprometieron a sostenerlos ante un obispo o presidente de rama. Un compromiso con un obispo o presidente de rama es un compromiso con un representante directo del Señor. Si permitiéramos que permanecieran en el campus mientras incumplen ese compromiso, les estaríamos enseñando que los compromisos con los representantes del Maestro no son importantes. No podemos hacer eso.
Los infractores pueden asumir erróneamente que un compromiso significa menos al final de un año académico que el primer día. ¿Pueden imaginar el daño que causaríamos si, al no pedirles que cumplieran los estándares ahora, les enseñáramos que no necesitan cumplir compromisos de desempeño en los últimos meses de una misión, o en las últimas semanas antes de un matrimonio en el templo, o en los años finales de la vida? No podemos enseñar la falsa lección de que la cercanía al final del plazo de una promesa cambia su realidad.
La carta publicada en The Scroll provocó algunas reacciones airadas. Un joven que no se identificó llamó para reprender a Hal. “No quiero cortarme el cabello”, declaró. Luego llamó a Hal “un pésimo presidente” y lo acusó de ser visible solo en las reuniones devocionales.
La semana siguiente, Hal autorizó a la oficina del Decano de Estudiantes a suspender a dos jóvenes que habían ignorado persistentemente las advertencias sobre esa posible consecuencia. Ambos pidieron reunirse con él. Uno vino con un espíritu de contrición, como Hal registró:
Con lágrimas en los ojos dijo: “Anoche, después de haber sentido el arrepentimiento al confesar y pedir perdón, oré y por primera vez en mi vida sentí que mi oración fue contestada.” Todo eso resultó de haberlo confrontado con su falta al no cumplir su promesa de cortarse el cabello. (27 de abril de 1973)
El otro joven, que también vino a ver a Hal, fue cortés pero menos arrepentido. Cuando, varios días después, llegó una carta de su madre, Hal temió lo peor.
Al abrirla, me preparé para el ataque, decidido a no ponerme a la defensiva ni enojarme. Sabía que los padres podían estar justamente indignados, teniendo a un hijo enviado a casa una semana antes del final del curso. La carta comenzaba: “Gracias a Dios por hombres como usted.” Ella dijo que tanto ella como su esposo estaban seguros de que el hecho de que su hijo fuera enviado a casa era lo que el Salvador quería, que el Espíritu le había dicho que yo amaba a los estudiantes, y que su hijo crecería gracias a esto. Y terminó diciendo: “Lo amamos.”
Hal añadió esta oración a su registro de ese día:
Oro para que el evangelio ablande mi corazón aunque sea una décima parte de eso cuando algún día deba aceptar reprensión por mi familia. Las Escrituras dicen: “Porque el Señor al que ama, disciplina.” (30 de abril de 1973)
Los frutos espirituales de la atención del Colegio a los estándares continuaron manifestándose mientras Hal estrechaba manos al comienzo de cada semestre. “Hoy saludé a los estudiantes”, escribió al otoño siguiente.
Poco menos de 1,600. Es una cifra inferior a la del año pasado, y eso nos preocupa. Pero la calidad no es solo un poco mejor que la del año pasado, sino como de otro reino, de otro lugar. Estamos enviando de regreso a una décima parte de los estudiantes que el año pasado por violar las normas de vestimenta y presentación personal. Y ni uno de cada cien estudiantes muestra siquiera frialdad al saludarme. Hemos tenido un cambio milagroso. (23 de agosto de 1973)
12
OrganícenseY os doy a vosotros,
que sois los primeros obreros en este último reino,
un mandamiento de que os reunáis,
y os organicéis,
y os preparéis,
y os santifiquéis;
sí, purificad vuestros corazones,
y lavad vuestras manos y vuestros pies delante de mí,
para que yo os haga limpios.
— DOCTRINA Y CONVENIOS 88:74
La preocupación que Hal sintió por la menor cantidad de manos que estrechar en el otoño de 1973 estaba bien fundada. De hecho, sus asociados en la oficina del Comisionado del Sistema Educativo de la Iglesia ya habían previsto la escasez de estudiantes. Era simplemente una cuestión de tendencias demográficas. El auge de natalidad posterior a la Segunda Guerra Mundial había producido una avalancha de estudiantes universitarios en la década de 1960. Eso había exigido que tanto Ricks como sus instituciones hermanas, especialmente la Universidad Brigham Young, ampliaran drásticamente sus instalaciones y su cuerpo docente. Pero al comenzar la década de 1970, el auge naturalmente disminuyó.
La Iglesia, que ya cubría más de la mitad del costo de educar a cada estudiante universitario dentro de su sistema de educación superior, no podía soportar por completo el costo de la disminución en la matrícula. La única alternativa para compensar los ingresos perdidos por concepto de colegiatura era reducir los presupuestos operativos, una sorprendente reversión de fortuna que coincidió con la llegada del nuevo presidente del Ricks College.
Recortes Presupuestarios y Agitación Organizacional
Hal recibió las malas noticias varios días después de la Navidad de 1971, cuando presentó su presupuesto propuesto para el año siguiente a Ken Beesley y Dee Andersen, los comisionados adjuntos responsables de Ricks College y de las finanzas del Sistema Educativo de la Iglesia, respectivamente. El diario registra su consternación, pero también su determinación de responder de la manera adecuada.
A las seis de esta mañana estaba frente a la máquina de escribir, preparando las notas de discusión y tres cuadros numéricos para mi reunión con Ken Beesley y Dee Anderson. Las discusiones se prolongaron desde las nueve hasta las tres, con cuarenta y cinco minutos para el almuerzo en la Lion House. Las conversaciones fueron difíciles. Esencialmente, mi propuesta presupuestaria para el próximo año excedía en 600,000 dólares lo permitido. Para ajustarme al rango que ellos exigen y, aun así, lanzar algunos programas nuevos, debo eliminar varios departamentos. Eso, y el daño humano que causaré al reorganizar la administración y el cuerpo docente, me convertirán a mí y a muchos otros en hombres más tristes pero mejores. Debo realizar el estudio que me convenza de que estoy haciendo lo correcto, no de que estoy demostrando mi fortaleza ante los Comisionados.
(29 de diciembre de 1971)
La reacción sensata y decidida de Hal ocultaba la gravedad real de la situación. Los 600 000 dólares en cuestión representaban más del 10 % del monto total que Hal había solicitado para operar Ricks ese año. Además, una fracción significativa del presupuesto no podía reducirse. Por ejemplo, el costo de calentar los edificios y de limpiar la nieve seguiría siendo el mismo, independientemente de la cantidad de estudiantes inscritos. Como resultado, Hal enfrentaba la necesidad de recortar más del 10 % del presupuesto destinado a otras actividades. La tarea sería aún más difícil si seguía adelante con sus planes de fortalecer ciertos programas académicos que consideraba vitales para mantener a Ricks “cerca de sus raíces”, como agricultura y ganadería.
Políticamente, era una manera terrible de comenzar una presidencia universitaria. Ajustar el presupuesto requería eliminar programas apreciados y puestos administrativos. Hal eliminó cerca de una docena de programas deportivos, incluyendo natación, tenis, esquí y rodeo. También economizó consolidando diez divisiones académicas en cinco. Sintió inspiración en la labor, pero las decisiones fueron difíciles para los afectados, y al implementarlas se revelaron, en ocasiones, las limitaciones personales del joven líder del colegio.
Hoy hice cosas que siempre había temido, y aun así siento paz esta noche. En el Comité Asesor Administrativo presenté cuidadosamente mi exposición sobre la necesidad de economizar a fin de disponer de fondos para nuevos programas. Esta noche trabajé feliz con los muchachos, sabiendo que el Señor me guió hoy y que actué con amor, no con malicia. (4 de enero de 1972)
Hoy fue como un día de pánico en Wall Street, Nueva York. Comencé mi primera cita a las 7:30 y enfrenté una decisión difícil cada treinta minutos hasta las cinco, incluyendo el almuerzo. Para añadir más tensión, varias decisiones implicaban decirle a la gente, en el acto, algunas muy malas noticias sobre sí mismos. Mi voz estuvo un poco alta, mi manera un poco demasiado enérgica, y mi espíritu aún no del todo como debería ser. Mejoraré. (7 de febrero de 1972)
El trabajo doloroso y potencialmente divisivo de recortar presupuestos y consolidar la organización continuó durante un largo verano y hasta el otoño. La gracia salvadora fue la guía del Espíritu. Aunque Hal reconocía sus debilidades personales y las dificultades de sus colegas de Ricks, sintió confirmación en las decisiones difíciles y los cambios que se estaban realizando, como anotó un miércoles a fines de octubre:
A las seis, siete y ocho de esta mañana, nos reunimos con tres nuevas divisiones. Una vez más, los corazones fueron enternecidos por el Espíritu, de modo que algunos pudieron discernir las posibilidades de un mejor servicio mediante la nueva organización. Empecé a comprender mejor por qué habíamos sido guiados de esa manera. Sentí nuevamente la seguridad de que las personas que habíamos llamado y las agrupaciones de los antiguos departamentos eran tal como debían ser. Hasta donde puedo decir, no hicimos ningún cambio, ninguna liberación ni ningún llamamiento excepto cuando fuimos inspirados a hacerlo. Y lo hicimos incluso cuando fue difícil. Puede que haya errores en lo que hicimos, pero no provienen de actuar sin inspiración ni de dejar de actuar cuando las impresiones nos impulsaban a hacer cosas difíciles. (25 de octubre de 1972)
A pesar de la guía inspirada, la agitación tuvo su costo. La noticia de los recortes presupuestarios, apenas seis meses después de iniciada la administración de Hal, se sumó al estudio sobre el Papel de Ricks, que había emprendido un análisis de casi todo lo que se hacía en el campus. Se habían formado más de una docena de comités para identificar maneras de “concentrar nuestros recursos limitados en las necesidades educativas más importantes para la Iglesia en un mundo que cambia rápidamente.” Aunque Hal no era responsable de los recortes presupuestarios, era natural que los empleados del colegio —especialmente los profesores— lo asociaran con la ruina del apreciado “Espíritu de Ricks.” El tiempo de Hal comenzó a consumirse en labores de acercamiento y ánimo.
Estos días se han sentido largos, quizás porque lo han sido. Estuve en mi oficina a las siete de la mañana y hasta las diez y media de la noche. Estamos descubriendo y teniendo que lidiar con el resentimiento inevitable de algunos miembros del cuerpo docente ante los grandes cambios en la organización. Estoy viendo individualmente a los profesores y me reuniré con todo el cuerpo docente el próximo lunes. (15 de noviembre de 1972)
Parecía no haber fin para las malas noticias. A fines de noviembre de aquel largo año, Neal Maxwell advirtió a Hal que Ricks tendría que retrasar cuatro grandes proyectos de construcción que él y sus colegas del cuerpo docente habían estado planificando. Aun así, el dolor de esperar nuevos edificios era leve en comparación con el costo humano de los continuos recortes presupuestarios. Hal trató de mantenerse optimista, pero su corazón se conmovía por sus colegas. Sabía que varios miembros del profesorado, obligados a jubilarse, enfrentarían la indigencia.
Hal pasó unas atormentadas vacaciones de Navidad tomando difíciles decisiones presupuestarias. En una reunión de la Junta poco antes de finalizar el año, recibió una pequeña buena noticia: el recorte presupuestario para el año siguiente sería menor que el que él había propuesto. No obstante, regresó a Rexburg deseando haber podido hacer más por sus colegas, quienes no pudieron evitar expresar su desilusión.
Un día difícil, muy difícil. La inquietud del cuerpo docente sigue siendo evidente. Sienten que se ha pedido mucho y se ha dado poco. (10 de enero de 1973)
Hoy escuché murmullos de descontento por mi franqueza en la reunión del cuerpo docente de ayer. Fui honesto con ellos acerca de las realidades financieras del financiamiento de nuevos programas, sus salarios y el uso de los fondos.
(11 de enero de 1973)
Reducción de Personal
Las cosas se volvieron aún más difíciles al año siguiente, cuando la esperada disminución en la matrícula estudiantil se materializó. Para entonces, Hal y su equipo administrativo habían reducido los gastos al mínimo posible. Entre las medidas de austeridad implementadas se encontraba un sistema salarial para los profesores basado únicamente en el grado académico y los años de experiencia, sin considerar la disciplina, el género o los logros personales. En una medida que resultaría de beneficio duradero para Ricks y su sucesora, BYU–Idaho, todos los miembros del cuerpo docente fueron remunerados esencialmente de la misma manera, sin importar si se especializaban en campos académicos de alto costo, como negocios y contabilidad, o en las menos lucrativas humanidades y artes. La eliminación de las diferencias salariales por disciplina —una fuente crónica de envidia y resentimiento en muchos campus— unificó aún más al profesorado de Ricks.
Sin embargo, hacia fines de 1973, no hubo alternativa sino eliminar puestos docentes en proporción al número reducido de estudiantes por enseñar. Una semana antes de Navidad, Ken Beesley desafió a Hal a identificar entre veinte y veinticinco miembros del cuerpo docente para ser despedidos, el número probablemente necesario para equilibrar el presupuesto operativo. Afligido, Hal buscó guía espiritual y fue recordado del consejo del presidente Harold B. Lee: “haz tu tarea.”
Esta mañana caminé hasta mi oficina en ayuno. Tenía muchas, muchísimas necesidades de guía, y por eso mis oraciones fueron fervientes. Algunas respuestas llegaron con tanta claridad —por un ardor en el pecho— que las escribí después. Pero no llegó respuesta a mi petición de saber cómo manejar el exceso de personal en Ricks College. Y se me dio la razón del silencio: aún no he trabajado lo suficiente. (22 de diciembre de 1973)
El día estuvo lleno de presupuestos y entrevistas difíciles. Hoy confirmé las jubilaciones de dos hombres. Uno de ellos sirvió en el colegio casi más tiempo del que yo he vivido, y el otro compartió historias espirituales y conmovedoras de su larga y difícil vida.
— Diario, 15 de diciembre de 1972
Hal decidió involucrar a los líderes académicos del colegio en el difícil análisis de qué miembros del cuerpo docente debían ser despedidos. A las siete y media de la mañana del 2 de enero de 1974, el primer día laboral del año, se reunió con los jefes de departamento y les anunció la tarea de “ajustar el número de profesores al descenso en la matrícula estudiantil.” Treinta minutos después hizo el mismo anuncio a todos los miembros del cuerpo docente, informándoles que las personas afectadas serían notificadas dentro de veinte días. Se habían reunido para un día de establecimiento de metas institucionales y personales, sin saber que Ricks enfrentaba sus primeros despidos en más de una generación. Sin embargo, su reacción, como registró Hal, fue magnánima:
Me había preparado cuidadosamente anoche, pero la discusión sobre el anuncio resultó mejor de lo que podía haber esperado. No podía ser algo agradable, pero fue razonable e incluso optimista en algunos momentos. Durante el día tuve entrevistas y me reuní informalmente con varios profesores. Recibí informes de que el cuerpo docente estaba trabajando arduamente, redactando objetivos, sin hablar del anuncio. (2 de enero de 1974)
Sin embargo, en los días siguientes se manifestaron emociones delicadas. Mientras Hal entrevistaba en privado a los jefes de departamento —cada uno de los cuales debía traer una lista de candidatos para ser despedidos—, uno de ellos bajó la cabeza y lloró. El dolor de aquel hombre, que Hal compartió, lo llevó a recordar la única respuesta que había recibido cuando oró acerca de venir a Ricks: “Es mi escuela.” “Como creo eso,” escribió en su diario, “puedo proceder con la confianza de que este difícil proceso será una bendición para todos nosotros, incluso para aquellos que deban marcharse.”
“Cuando él identifica algo que es importante, porque ha sido inspirado por el Espíritu, tiene la capacidad, el valor y la voluntad para hacerlo.”
—Élder Richard G. Scott
Hal también recibió expresiones de apoyo de Neal Maxwell, quien llamó desde Salt Lake con la seguridad de que “cualquier medida relacionada con personas y con nuestros problemas de personal sería revisada primero con el profeta y con la Junta.” Neal también lo instó a poner las consideraciones humanas y educativas por encima de las financieras. El apoyo espiritual también llegó en forma de tiernas misericordias que se revelaban en medio del doloroso proceso de análisis.
Toda la tarde me reuní con los jefes de departamento y de división. Mi fe pareció ser recompensada. He creído que el Señor ama a nuestra gente y al colegio, y que ambos pueden ser servidos. En una de las últimas reuniones, vimos la oportunidad de usar el excedente de un departamento para ayudar a evitar un recorte en otro. En una reunión anterior me había sentido inspirado a dejar ese excedente, pero me había preocupado no saber por qué y haberme equivocado. Hoy, al ver una necesidad complementaria en otro departamento, sentí alivio y gratitud. (11 de enero de 1974)
A medida que se acercaba la fecha límite de mediados de enero para presentar la propuesta de reducción de personal, el ritmo y la intensidad del trabajo aumentaron. Algunos de los colegas de Hal en Ricks lo desafiaron a ser un defensor más valiente de la escuela. Uno de ellos, un veterano condecorado de la Segunda Guerra Mundial, comparó enérgicamente los despidos con abandonar a los camaradas heridos en el campo de batalla. La metáfora hirió al joven Hal, quien nunca había vivido una experiencia semejante durante su relativamente tranquila etapa en el servicio militar. Reflexionó sobre el desafío de su colega mayor mientras viajaba para presentar su propuesta a Ken Beesley y Neal Maxwell.
Estuve preocupado todo el camino a Salt Lake City, dándome cuenta de que mi enfoque consistía en exponer el problema de manera equilibrada, confiando en que una visión completa y justa desde la perspectiva de Ken le daría la mejor oportunidad de discernir lo que el Señor desea. Después de leer el memorando, Ken sugirió un camino más suave y más considerado hacia nuestro cuerpo docente de lo que yo me habría atrevido a proponer como un defensor apasionado. Neal Maxwell, sin haber hablado antes con Ken, hizo la misma sugerencia. Me pidieron que presentara la recomendación al comité ejecutivo el jueves. Pasé el resto del día con Harden y mi familia en Salt Lake, exultante al ver confirmada mi fe de que el Señor dirige Su Iglesia y que Él guía con bondad. (15 de enero de 1974)
Dos días después, Hal regresó a Salt Lake para presentar su propuesta final ante la Junta. Una vez más, tuvo una experiencia dulce que fortaleció su fe en los Hermanos.
Después de volar a Salt Lake City, me reuní brevemente con Neal Maxwell, almorcé con Joe Christensen, y luego asistí a la reunión a las dos. Presenté los problemas de matrícula y de personal de Ricks College. Hubo un animado debate, tanto sobre las posibilidades de estimular la inscripción como sobre la drástica reducción del personal. Al concluir, aprobaron formalmente un plan para eliminar un pequeño número de puestos, prepararse para una posible disminución adicional en la matrícula, trabajar con mayor empeño para elevar la calidad de la experiencia académica de los jóvenes y fomentar la inscripción sin modificar las directrices básicas de reclutamiento. Llegué a casa tarde y cansado, después de una excelente cena con Harden y su familia. Agradecí entonces, como sigo agradeciendo, que hombres bondadosos y seguros de sí mismos, inspirados por Dios, nos dirijan. (17 de enero de 1974)
El lunes siguiente, Hal actuó conforme a las instrucciones dadas por la Junta. A pesar del mandato profético, fue una experiencia difícil y humillante.
¿Cómo describir este día? Llegó el momento de hablar con los miembros del cuerpo docente cuyos puestos debían ser eliminados para el próximo año. Solo puedo estar agradecido de que los Hermanos no pidieran que llegara tan lejos como inicialmente habían sugerido. Era ya avanzada la tarde cuando terminé todas las reuniones preliminares y pude hablar con las personas afectadas. Si alguna vez me he sentido torpe, fue en esta ocasión. Mi mejor conversación resultó tensa y no logró transmitir el sentimiento de preocupación que los Hermanos hubieran querido que mostrara. La peor es mejor no describirla. Tales momentos requieren más oración, más ayuno y más habilidad de la que traje conmigo hoy. (21 de enero de 1974)
Tensiones Personales
Mucho antes de la montaña rusa que representó el año escolar 1973–1974, Hal ya venía luchando bajo el aplastante peso de su carga laboral. Además de las responsabilidades fuera de lo común —como dirigir el Comité Selecto y el grupo de trabajo El Papel de Ricks—, su primer año trajo otras tareas inesperadas. Los Hermanos le pidieron que sirviera en la junta directiva del hospital regional de la Iglesia en Idaho Falls, el cual enfrentaba serios desafíos financieros y administrativos. Los líderes del sacerdocio local también le enviaron numerosas invitaciones para hablar a sus congregaciones, especialmente a los jóvenes. Hal respondió a solicitudes de conferencias juveniles tan lejanas como en la Columbia Británica y Luisiana.
Además de sus frecuentes viajes a Salt Lake City —a veces dos o incluso tres veces por semana—, las dificultades financieras del colegio le exigieron salir a recaudar fondos. Parte de ese trabajo podía hacerse localmente, en pueblos cercanos como el diminuto Newdale, cuyos prósperos y ahorrativos agricultores de papa le daban la distinción de tener la mayor cantidad de millonarios per cápita de cualquier ciudad de los Estados Unidos. Pero Hal también hizo múltiples viajes a Nueva York para visitar a todos los grandes donantes de educación superior, incluyendo las fundaciones Carnegie, Rockefeller y Ford. También viajó a California y a Europa para cumplir compromisos docentes previos en Stanford.
En aquellos días, antes de la creación del sistema de aerolíneas de centros de conexión, los viajes aéreos tomaban mucho más tiempo, especialmente entre ciudades pequeñas. Por ejemplo, el 31 de mayo de 1972, el trigésimo noveno cumpleaños de Hal, voló desde Idaho Falls a una conferencia juvenil cerca de Penticton, Columbia Británica. En el trayecto, el avión hizo siete escalas: en Salt Lake City, Twin Falls, Boise, Lewiston, Spokane, Seattle y Vancouver. El tiempo total de vuelo y en tierra fue de diez horas, apenas dos menos de lo que habría demorado en conducir. El costo de tantas escalas no solo estaba en el tiempo programado, sino también en la posibilidad de problemas meteorológicos u otros retrasos imprevistos en cada aeropuerto intermedio. Con frecuencia, Hal llamaba a Kathy para decirle que no llegaría a casa como había planeado. Su cuerpo ansiaba descanso, aunque rara vez tenía tiempo para ello.
Henry se rió este sábado por la mañana cuando me desperté a las 8:30. Dijo: “Te levantas a las seis toda la semana y hoy duermes hasta ahora. ¿Por qué no te levantaste más temprano?” La respuesta honesta sería: “Porque mi pobre cuerpo solo se despierta a las seis por la tensión del día que viene.” Y hoy fue un día sin tensión. (9 de octubre de 1971)
Afortunadamente, Hal sintió inspiración al aceptar y cumplir sus responsabilidades, incluso aquellas directamente relacionadas con la presidencia de Ricks, que podría haber rechazado. La mano del cielo estaba sobre él, a veces más de lo que él mismo sabía. Así ocurrió, por ejemplo, durante su largo viaje a una conferencia juvenil en el centro de Luisiana. El viaje en sí le consumió dos días completos, con escalas en Salt Lake City, Denver, Nueva Orleans y Lafayette. El regreso implicó despertarse a las 4:15 de la mañana y volar con un piloto privado —un obispo local— de regreso a Nueva Orleans. Pero las palabras de Hal fueron apreciadas por más de quinientos jóvenes. Y, según registró en su diario, “conversé en el avión y durante el día con Bob Hales, el representante regional y un amigo de Boston.” Hal no había visto a Bob Hales desde que este se graduó del programa de MBA de Harvard en 1962. El día que pasaron juntos en Luisiana renovó una amistad que se profundizaría mucho más en las décadas siguientes.
El rigor de su horario y los desafíos extraordinarios que enfrentaba en Ricks dejaron a Hal exhausto. Las cosas se complicaron aún más a fines de la primavera de 1972, cuando nació John, el cuarto hijo de los Eyring. Apenas unos días después del nacimiento, se diagnosticó que Kathy necesitaba una cirugía de vesícula de urgencia. En cierto sentido, el diagnóstico fue bienvenido: explicaba la dificultad del embarazo, que mantuvo a Kathy postrada durante gran parte del inusualmente severo invierno —el primero que pasaban en Rexburg—. Pero también significó un verano difícil después del parto. Hal y Kathy decidieron que la cirugía se realizara en el Hospital de Stanford y que ella y los niños pasaran el verano en the Hill, donde Sid y La Prele podían cuidar tanto de Kathy como del bebé, y donde los niños mayores podían entretenerse mejor.
Durante aquellos primeros años en Rexburg, la jornada laboral de Hal —incluyendo el tiempo con los niños y en su llamamiento como miembro del sumo consejo de la estaca de Rexburg— rara vez duraba menos de dieciséis horas. Además de asistir a cenas del colegio, presentaciones artísticas y competencias deportivas intercolegiales, aceptaba invitaciones que fácilmente podría haber declinado, como las excursiones de fin de semana con el consejo estudiantil o los anuncios rituales de compromisos (el popular “pase de vela” al estilo de las hermandades femeninas). En cualquier domingo, tanto Hal como Kathy probablemente tenían asignaciones para hablar o enseñar, generalmente fuera de su barrio, el Sexto de Rexburg. Las reuniones del sumo consejo, celebradas entre semana, solían mantener a Hal fuera de casa hasta después de las diez de la noche y, a veces, hasta la medianoche.
A las once de esta noche hablé brevemente en las oraciones familiares de las chicas del sexto dormitorio. — Diario, 19 de octubre de 1971
Hal expresó indirectamente su sensación de haber perdido el control en la entrada de su diario correspondiente al viernes 8 de diciembre de 1972. El día había comenzado en su oficina a las siete de la mañana, cuando se enteró de que debía estar, a esa misma hora, en una reunión de la junta del hospital en Idaho Falls. Después de regresar a Rexburg, pasó la jornada laboral en entrevistas difíciles y reuniones presupuestarias. Al llegar a casa, creyendo tener tiempo suficiente para cenar con Kathy y los niños, recibió una llamada que le recordaba su compromiso de hablar ante un grupo de estudiantes que, en ese momento, cantaban himnos mientras lo esperaban en el campus. Tras reunirse con el grupo, fue —todavía sin haber comido— a presenciar una obra teatral de tres actos presentada por los estudiantes de teatro del colegio. Planeaba quedarse solo para el primer acto, pero descubrió demasiado tarde que no había intermedios. Cerca de la medianoche, concluyó su entrada en el diario con esta frase incompleta:
“Creo que me voy a dormir ahora, pero dado el desasosiego de [mi hijo de seis meses] John y mi récord de no haber acertado ni una vez hoy cuando pensé que llegaba el final, terminaré esto no con un punto, sino con una coma.”
Creciente Autoconciencia
La tensión que Hal experimentaba se manifestaba en frecuentes dolores de cabeza y resfriados, así como en un dolor de espalda constante que a veces lo inmovilizaba por completo. Pero también tuvo un efecto espiritual terapéutico. Su empatía por sus colegas en Ricks y su pesar por no haberles servido mejor lo llevaron a una profunda introspección personal. El diario registra un patrón de autoanálisis casi diario, con énfasis no solo en su desempeño en las actividades del día —como ya era su costumbre en Stanford—, sino también en las condiciones ambientales y los motivos personales que habían contribuido a un rendimiento inferior al deseado.
Siento obstinación cada vez que creo estar siendo decisivo. Solo espero poder aprender a ser sumiso y decisivo a la vez mientras tratamos de hacer la voluntad del Señor en el Sistema Educativo de la Iglesia y en Ricks College. (3 de noviembre de 1971)
Muchas citas hoy, acumuladas durante semanas. La mayoría de las personas pidieron dinero o favores. En la mayoría de los casos negué la petición, con demasiada frecuencia sin la debida expresión de compasión. Eso se reflejó también en el sumo consejo esta noche. Me falta mucho por aprender sobre la bondad cuando estoy fatigado. (5 de abril de 1972)
A pesar de haber tenido un buen día de trabajo en mi oficina y de jugar golf con Kathy por la noche, logré ser demasiado brusco y tenso como para darle a Kathy un buen día. Me falta mucho por aprender a ser amable cuando siento presión. Y ninguna otra amabilidad tiene mucho valor, puesto que la vida es, en su mayoría, presión. (18 de mayo de 1973)
A medida que Hal estudiaba sus debilidades personales, fue bendecido con percepciones que cambiaron su vida, las cuales registró en su diario junto con la autocrítica. Algunas, como la comprensión de que no estaba delegando lo suficiente, deberían haber sido obvias para un profesor de administración de empresas. Pero se necesitaban humildad y fe para soltar tareas importantes, y él descubrió que, para un director ejecutivo ansioso, casi todo parecía importante.
Con el tiempo, y por medio de las suaves impresiones del Espíritu, reconoció que el orgullo era un gran obstáculo tanto para lograr resultados como para sentir paz personal. Esa verdad le llegó al corazón, literalmente, una noche en que regresaba a Rexburg tras asistir a reuniones en Salt Lake City. Mientras esperaba su avión allí, leyó Doctrina y Convenios, intentando disipar la tensión que traía de las reuniones. Al entrar en el garaje de su casa, un pensamiento lo golpeó:
“Has tenido una nube dentro de ti todo el día porque has deseado la alabanza de los hombres en lugar de la vida eterna para ti y para los que te rodean.”
Hal también descubrió verdades menos obvias, entre ellas una que parecía contraintuitiva, pero que se convertiría en una gran fuente tanto de poder como de paz: la mansedumbre no impedía lograr objetivos difíciles.
Gran parte del día se describe mejor con un comentario que hice durante la cena en respuesta a la pregunta de Kathy: “¿Cómo te fue hoy?” Dije: “Pude mantener la paz interior, pero fui tan manso que no pareció que lograra mucho.” Me preocupaba que fuera casi imposible para mí ser pobre en espíritu y a la vez enérgico. Pero en una reunión de la MIA a las 6:30 mi preocupación desapareció. Al ser consciente de mis grandes insuficiencias, fui guiado a dejar de lado mi discurso preparado y a responder a las preguntas de los estudiantes. Claramente, la obra del Señor es un tipo diferente de trabajo: la mansedumbre es poder, porque te da acceso al poder del Señor. (18 de abril de 1972)
Sinergias Divinas
Hal encontró poder adicional en las sinergias divinamente facilitadas entre aparentes interrupciones en su jornada laboral y la labor misma. Cuando se veían a través del lente de la fe, lo que inicialmente parecía una pérdida de tiempo a menudo se revelaba como un ahorro de tiempo y una fuente única de inspiración. Hal registró una experiencia de ese tipo a comienzos de 1973, al acercarse al final de su segundo año en Ricks:
A las diez y media de esta noche había vuelto a preparar una lección de capacitación para obispos y sumos consejeros en el estudio cuando dos muchachas llamaron por teléfono, insistiendo en que debían venir a la casa. Cuando llegaron, las encontré llorando y llenas de remordimiento. Habían sido arrestadas por robo en nuestra librería ese mismo día. Después de hablar durante una hora, sentí la impresión de enseñarles sobre el arrepentimiento usando la Sección 19 de Doctrina y Convenios. Estaban muy preocupadas por sus padres, los tribunales y sus amigos. Les insté a buscar el perdón de Dios. (13 de febrero de 1973)
Cuando desperté esta mañana, los acontecimientos de anoche volvieron a mi mente, confirmándome lo que debía enseñar. Las muchachas necesitadas me habían enseñado una regla básica para toda entrevista. Cuando impartí la clase a los obispos y al sumo consejo, de 6:30 a 8:00, sentí no solo inspiración en el momento, sino que comprendí que la experiencia de la noche anterior había sido una preparación cuidadosamente provista por el Maestro. (14 de febrero de 1973)
Hal descubrió otra importante fuente de sinergia en un lugar inesperado: una cancha de baloncesto. Por primera vez desde sus días de baloncesto intramuros en la Universidad de Utah, había comenzado a jugar de vez en cuando en Ricks. Al principio, se trataba de juegos improvisados al mediodía con colegas de Ricks durante aquel primer verano, cuando Kathy y los niños aún estaban en California. Los partidos eran informales y amistosos, una excelente combinación de ejercicio físico necesario y de recuperación de habilidades arduamente adquiridas en su juventud. Pero las cosas se pusieron un poco más serias en 1973, cuando aceptó una invitación de sus compañeros líderes eclesiásticos de la Estaca Rexburg.
Un partido de baloncesto con los líderes de la Iglesia esta mañana me enseñó algo sobre la espiritualidad, la competitividad y sus enemigos. Jugamos durante dos horas, y los sentimientos competitivos, junto con la falta general de destreza, provocaron más empujones y choques de los que el baloncesto está diseñado para producir. Y mis sentimientos se acaloraron, al igual que los de varios de los hermanos. No se lanzaron puñetazos ni se pronunciaron juramentos, pero mis inclinaciones espirituales estuvieron claramente ausentes durante gran parte del resto del día. La ira, incluso en un juego, es algo perjudicial. (1 de febrero de 1973)
Providencialmente, había una buena forma alternativa de ejercicio justo al alcance de la mano. El colegio acababa de lanzar un programa de acondicionamiento físico llamado “La vuelta al mundo en ochenta días.” El objetivo era reclutar a suficientes miembros de la comunidad universitaria para correr —en ochenta fríos y gélidos días de invierno— 25 000 millas, una distancia aproximadamente igual a la circunferencia de la Tierra. Hal decidió unirse al grupo y, significativamente, involucrar también a Henry, de diez años, y a Stuart, de nueve. Juntos determinaron correr cada uno ochenta millas, a razón de una milla por día.
Correr sin los muchachos es como comer sin comida para mí.
— Diario, 11 de marzo de 1974
Para su deleite, Hal descubrió que los niños podían correr fácilmente no solo una, sino dos millas con él en el gimnasio del colegio antes del desayuno en los días de clases. Eso les permitió mantener el ritmo necesario para alcanzar su meta, incluso con el inevitable “estoy demasiado cansado” que uno o ambos solían decir cuando él los despertaba a las seis. Los tres —especialmente Hal— amaban la experiencia, y establecieron un patrón que continuó después de que el programa La vuelta al mundo concluyera. Además de correr, el edificio Hart ofrecía una amplia variedad de instalaciones deportivas. En los duros inviernos de Rexburg, las instalaciones atléticas del colegio se convirtieron en un segundo hogar para toda la familia Eyring.
Mientras John dormía la siesta junto con Kathy, los chicos mayores y yo tuvimos una tarde deportiva. Primero, les compré zapatillas de gimnasio a todos. Luego fuimos al colegio, donde corrimos, jugamos fútbol, saltamos en altura, levantamos pesas, jugamos baloncesto y brincamos en el trampolín. Henry y Stuart hicieron dominadas en una barra, una y otra vez. [El pequeño] Matthew, de cinco años, levantó 90 libras desde el suelo y empujó 100 o 120 libras con los pies. Corría de aparato en aparato, agregando peso y diciendo: “El ejercicio es bueno para ti.”
El único momento de calma fue la larga ducha que tomamos, colocados alrededor de la columna circular con las cuatro duchas. Nos quedamos relajados bajo el agua humeante.
(Sábado 9 y sábado 16 de febrero de 1974)
Hal descubrió que los entrenamientos con los niños le proporcionaban algo más que ejercicio físico. En las mañanas en que ninguno de ellos lo acompañaba, extrañaba el impulso espiritual. Cuando los niños estaban presentes, las conversaciones con ellos lo inspiraban. Así ocurrió una noche cuando su cuarto hijo, John, ya era lo bastante mayor para unirse al grupo. Mientras caminaban desde la cancha de baloncesto hasta los vestidores, John le preguntó:
“Papá, ¿en qué te convertiste cuando creciste?”
“Un maestro,” respondió Hal.
“Probablemente yo también seré maestro,” dijo John. “Pero sé que seré papá.”
El colegio se convirtió en una base habitual de operaciones para Hal y los muchachos, no solo para las actividades deportivas, sino también para otras distracciones formativas. Los proyectos de los sábados continuaron en casa como antes, pero también surgieron nuevas tradiciones en el campus. En los días de escuela en que los niños no tenían ánimos para hacer ejercicio temprano por la mañana, acompañaban a Hal a su oficina para colorear dibujos que él hacía de una historia de las Escrituras, la cual luego leían juntos en el desayuno en casa. Por las tardes, a menudo caminaban las tres cuadras que separaban la escuela primaria Lincoln de la oficina de Hal, y luego lo acompañaban de regreso a casa para cenar.
En las largas tardes de domingo, cuando la televisión estaba prohibida y las peleas entre niños aburridos tendían a surgir, Hal los llevaba a la oficina para trabajar en genealogía con sus propios libros de recuerdos. Además de agregar copias de hojas genealógicas y registros familiares a libros que pronto se volvieron demasiado pesados para cargar, los muchachos disfrutaban comprando “dulces” en las máquinas expendedoras del edificio de administración. Para preservar el espíritu del día de reposo, Hal les ayudaba a crear reservas dominicales comprando provisiones extra de las máquinas durante la semana. También era sensible a las necesidades de Kathy, a quien a menudo dejaba en casa para que pudiera descansar mientras él y los niños estaban en la oficina.
La continua guía de Kathy
En los esfuerzos de Hal por purificarse, Kathy fue su mayor aliada terrenal. Tal como lo había sido desde su primera cita, en la cancha de tenis de Harvard, Kathy siguió siendo la confidente más cercana y el complemento esencial de Hal en Ricks. Aunque los cuatro hijos —nacidos en un breve lapso de nueve años— absorbían toda la atención y energía que podía ofrecer, ella guardaba suficiente para ser la mejor amiga y consejera principal de Hal. En Rexburg adoptaron el esquí y el golf, involucrando a los niños en ambas actividades (aunque en el caso del golf, generalmente solo conducían el carrito). También continuaron jugando tenis ocasionalmente. De hecho, Hal y Kathy llegaban perennemente a las rondas finales del torneo de dobles del colegio. En 1975, ganaron el campeonato al derrotar a los campeones de la ciudad, dos miembros masculinos del profesorado de Ricks.
Pero los mayores dones de Kathy para Hal fueron espirituales. Sobresalía en ayudarlo a conectar sus grandes metas eternas con las oportunidades diarias de servir y expresar amor. Le ofreció ese tipo de consejo práctico a comienzos de junio de 1973, cuando Hal regresó de su largo fin de semana en la conferencia juvenil de la Columbia Británica, la que lo había mantenido lejos de casa en su cumpleaños. Hal registró en su diario su celebración de cumpleaños tardía junto a un amigo, el médico de la familia Eyring, después de su primer día de regreso al colegio.
Este largo día en la oficina fue reconfortado por Kathy. Me extrañó mientras estuve fuera, me necesitaba con los niños y me bendijo con sentimientos de amor y de ser importante para ella. Eso hizo que nuestra velada fuera especialmente agradable, mientras cenábamos con el Dr. Peterson y su familia. Su cumpleaños y el mío son con pocos días de diferencia. Kathy anduvo feliz en las motocicletas de los Peterson, y luego todos recorrimos su proyecto familiar: un hogar de retiro llamado Golden Living Center. Al irnos a dormir, le dije a Kathy que quería estar con ella por la eternidad. En su manera especial, espiritual y práctica, ella respondió: “Entonces llevemos a algunas personas del Golden Living Center a pasear los domingos. Les gustaría eso.” (5 de junio de 1973)
Kathy me ha ayudado a ver que las emociones deben comenzar —y terminar— siempre con amor a Dios y amor desinteresado hacia los demás.
— Diario, 3 de octubre de 1975
Kathy continuó con el tema de alcanzar metas espirituales a largo plazo mediante actos diarios de servicio amoroso. Un jueves del mes siguiente, Hal anotó este intercambio entre ambos:
Kathy y yo tuvimos una charla maravillosa, centrada en lo mucho que ambos estábamos entusiasmados con el desafío de vivir para la vida eterna. Ella me ayudó a ver, como no lo había hecho en meses, que necesito el don del amor hacia las personas a las que intento servir.
(12 de julio de 1973)
Al día siguiente, Hal registró la exitosa aplicación del principio que Kathy intentaba enseñarle. Después de dos años inesperadamente difíciles en Ricks College, comenzaba a percibir los efectos de sus esfuerzos por ser un mejor hombre.
Este largo día fue bendecido por mi conversación con Kathy anoche. Vi a una larga serie de personas, algunas con quejas, y todas las conversaciones fueron guiadas por un deseo de servirles que no había sentido igual en mí desde hacía mucho tiempo.
(13 de julio de 1973)
KATHY, “PRIMERA DAMA” TREINTAÑERA DEL RICKS COLLEGE
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Sigan a los Líderes“En tres palabras, sigan a los líderes, reside el consejo más importante que podría darles.”
— Élder Boyd K. Packer
La capacidad de Hal para trabajar en el reino estaba creciendo como resultado de las pruebas que él y Ricks College enfrentaron a principios de la década de 1970. Los miembros de su familia, especialmente Kathy, se encontraban entre los principales facilitadores de ese crecimiento personal. Además, recibió la mentoría de grandes líderes del sacerdocio. Naturalmente, entre ellos se incluían las Autoridades Generales, uno o más de los cuales visitaban Rexburg casi todos los meses para un devocional, una conferencia de estaca u otra asignación especial. En la calidez e informalidad del entorno universitario, él pudo ver un lado de ellos que profundizó su admiración y comprensión. Tal fue el caso, por ejemplo, durante una reunión de representantes de la Junta de Educación de la Iglesia, que incluía a cuatro de los Hermanos:
Mi contacto con las cuatro Autoridades Generales hoy confirmó una impresión que ya había tenido antes: combinan una humanidad genuina con espiritualidad. Al concluir la reunión, el élder Boyd K. Packer pasó de participar alegremente en una conversación sobre por qué deberíamos tener un programa ecuestre en Ricks College a pronunciar una bendición para el colegio en su oración de clausura, lo que me dejó seguro de que el cielo escuchó y responderá. (11 de abril de 1975)
Cada mes, Hal también se encontraba con los Hermanos mayores colectivamente, en las reuniones de la Junta General de Educación de la Iglesia. Su primera reunión, aquella en la que el presidente Lee le pidió que hiciera una declaración, le enseñó una lección memorable acerca de la importancia que ellos dan a la unidad en la toma de decisiones. Se sorprendió por un estilo de discusión distinto a todo lo que había experimentado en los ámbitos académico y corporativo.
El presidente Lee había percibido, o sentido —no sé cuál de las dos—, que aún no había completa unidad. Y así, un asunto importante fue postergado.
—Discurso, 26 de agosto de 1996
Había visto franqueza antes, pero nunca sin rencor; tampoco había visto a personas escucharse entre sí con tanta atención. En pocos minutos, lo que me había parecido puntos de vista ampliamente divergentes comenzó a moverse —pensé que tan rápidamente que era milagroso— hacia un consenso. Justo cuando empezaba a pensar que había presenciado un ejemplo de revelación conjunta más allá de lo que creía posible entre líderes tan firmes, me sorprendió una declaración del presidente de la reunión, el presidente Lee. Dijo algo como esto: “Siento que hay alguien aquí que aún no está completamente decidido en este asunto. Sugiero que lo dejemos para una reflexión adicional. Podemos discutirlo nuevamente en una reunión posterior.”
Cuando la reunión terminó, Hal permaneció sentado mientras los Hermanos mayores abandonaban la sala. Uno de ellos, al pasar junto al presidente Lee, murmuró: “Gracias.”
Una bendición del obispo Dyer
Uno de los Hermanos a quienes Hal recurrió primero mientras luchaba con sus responsabilidades fue el obispo de su niñez, Alvin R. Dyer. El obispo Dyer había recorrido un camino único desde que dejó el barrio de Hal en 1954 para presidir la Misión de los Estados Centrales. En 1958, después de finalizar su misión, fue llamado como Asistente del Quórum de los Doce. En esa capacidad, sirvió nuevamente como presidente de misión, esta vez de 1960 a 1962 en la Misión Europea de la Iglesia. En octubre de 1967, fue llamado como Apóstol, aunque no como miembro del Quórum de los Doce. La primavera siguiente fue apartado como consejero del presidente David O. McKay en la Primera Presidencia. Con esa asignación, recibió una bendición especial para “ser un centinela sobre las tierras consagradas de Misuri”, con las cuales estaba íntimamente familiarizado por haber presidido la Misión de los Estados Centrales. En este nuevo encargo, adquirió propiedades en y alrededor del condado de Jackson y planificó la construcción de un centro de visitantes de la Iglesia en Independence.
Con la muerte del presidente McKay en 1970, el obispo Dyer fue relevado de la Primera Presidencia y nuevamente se convirtió en Asistente del Quórum de los Doce. Aceptó humildemente lo que podría haberse considerado una degradación y emprendió con energía su nueva asignación: recaudar fondos para apoyar a los misioneros que de otro modo no podrían servir a tiempo completo. Se dedicaba a esa labor cuando Hal fue a verlo a las oficinas centrales de la Iglesia el jueves 30 de marzo de 1972.
Alvin Dyer era un alma pura.
—Entrevista de 2011
Para entonces, Hal estaba completamente inmerso en los desafíos de dirigir el Comité Selecto y, al mismo tiempo, definir el papel de Ricks y recortar su presupuesto. Fue a la oficina del obispo Dyer en el Edificio de Administración de la Iglesia a la 1:30 de la tarde, después de un vuelo matutino desde Rexburg y de reuniones subsiguientes con Neal Maxwell y Ken Beesley; fue Neal quien le sugirió que fuera a ver a su antiguo obispo. Esa noche, de regreso en Rexburg, Hal registró en su diario el recuerdo de una bendición del sacerdocio que el obispo Dyer le había dado. Se sorprendió por el grado en que la bendición hablaba del futuro, pues había esperado solo orientación para sus responsabilidades actuales.
Hasta donde puedo recordar, él mencionó: “La canalización de tus pensamientos mientras trabajas en problemas educativos será guiada por el Espíritu Santo; el Espíritu te testificará cuando hayas escogido correctamente; esto vendrá debido a tu humildad; tendrás una vida larga; y después de este llamamiento actual tendrás muchos tipos de servicio en la Iglesia y el Reino.” Sentí que el Espíritu me confirmó lo que él dijo. (30 de marzo de 1972)
La bendición del obispo Dyer, especialmente su referencia a la humildad, resultó ser inmediatamente beneficiosa. Una mayor humildad ayudó a Hal en la dirección del Comité Selecto y del grupo de trabajo sobre el papel de Ricks, y en particular al capturar los puntos de vista compartidos de los miembros en los informes finales. También le ayudó a responder a una propuesta sorprendente hecha por Neal Maxwell el primer lunes de junio de 1972, cuando presentó su recomendación sobre el papel de Ricks College a Neal y a sus comisionados asociados.
Neal dijo: “El viernes pasado tuvimos una idea que surgió en una reunión y que ha crecido durante el fin de semana. ¿Cómo reaccionarías si Ricks College se convirtiera en un campus de BYU, al igual que el Church College of Hawaii? Creemos que eso resolvería algunos problemas de moral del profesorado en CCH. Ya que estamos en eso, podríamos incluir a Ricks y hacer un cambio completo.”
Dije que haría lo que los Hermanos desearan, pero que se necesitaría una gran labor de convencimiento con el profesorado, los exalumnos, la ciudad de Rexburg y todo Idaho. El Comisionado planea explorar la posibilidad en la reunión de la Junta el miércoles. (5 de junio de 1972)
Hal tenía razón al advertir que la propuesta de Neal requeriría “un gran esfuerzo de convencimiento” hacia los simpatizantes de Ricks. Durante la Gran Depresión, cuando la Iglesia había propuesto cerrar el colegio o entregarlo al estado de Idaho, sus empleados, exalumnos y ciudadanos locales mantuvieron la institución a flote mediante una combinación de recortes salariales y donaciones. En la década de 1950, aceptaron con poca queja la degradación de universidad de cuatro años a una de dos. Pero, varios años después, hicieron campaña sin descanso para evitar una propuesta de trasladar el colegio de Rexburg a Idaho Falls. Al final, el propio presidente McKay vino y resolvió el asunto.
Hal conocía esa historia; entre los antiguos, las cicatrices emocionales aún persistían. También podía imaginar la reacción de todos los empleados de Ricks ante otro cambio en el estatus del colegio, especialmente tras los recientes recortes presupuestarios y reorganizaciones. El momento de esta propuesta —precisamente el día en que Hal presentaba la recomendación sobre el papel de Ricks— la hacía aún más sorprendente y preocupante. Sin embargo, respondió con la humildad prometida por el obispo Dyer.
Al día siguiente, tras haber dormido inquietamente, Hal retomó sus labores en Rexburg sin mencionar la propuesta de Neal Maxwell a sus colegas de Ricks. Tenía buenas razones para creer que la propuesta sería implementada (de hecho, en el caso del Church College of Hawaii, así fue). El nombre de BYU elevaría el prestigio de los campus universitarios de Rexburg y Laie, y podría haber ahorros de costos y otros beneficios operativos al coordinar administrativamente las tres escuelas.
Sin embargo, mucho podría perderse. Habiendo pasado de Harvard y Stanford a Ricks, Hal valoraba el enfoque del colegio en los estudiantes universitarios comunes. BYU representaba bien a la Iglesia en la investigación académica y en los deportes universitarios de alto perfil, pero abrir esas puertas en Ricks podría resultar costoso, tanto económicamente como en cuanto a la atención centrada en los alumnos. Más allá de la posible reacción negativa ante la pérdida del nombre Ricks, a Hal le preocupaba que la institución perdiera su misión única. Pero confiaba en que el Señor también lo sabía, recordando las palabras: “Es mi escuela.” También tenía confianza en los miembros de la Junta Directiva. Esa noche escribió: “Veo problemas con el plan de hacer de Ricks una parte de BYU, pero siento paz espiritual, lo cual sugiere que no necesito preocuparme por influir en la decisión de los Hermanos.”
Al día siguiente, miércoles, Hal estaba nuevamente en Salt Lake City, tras haber estado ausente solo cuarenta y ocho horas. En esta ocasión presentó ante la Junta el informe del Comité Selecto sobre el futuro de la educación superior en la Iglesia. No hubo discusión por parte de la Junta acerca de la propuesta de convertir a Ricks en un campus de BYU.
No utilicé el día para discutir la fusión de Ricks College y BYU. Neal Maxwell había decidido no presentar la idea ante la Junta y considerar más a fondo los asuntos involucrados. Ayer había sentido una impresión espiritual que me permitió estar en paz respecto al tema, aunque veía graves riesgos. (7 de junio de 1972)
La advertencia del hermano Moore
La bendición prometida por el obispo Dyer, referente a la humildad, también ayudó a Hal a responder con fidelidad a un consejo inesperado recibido de otro líder del sacerdocio: su maestro orientador, Craig Moore. El hermano Moore no era una elección obvia para servir a la familia Eyring en ese papel. De hecho, obtuvo el puesto por defecto, durante una reunión celebrada antes de que Hal y su familia se mudaran a Rexburg. Como miembro del liderazgo del grupo de sumos sacerdotes del Barrio Sexto de Rexburg, el hermano Moore había participado en un debate sobre qué miembro del grupo debía visitar a los Eyring. Por un lado, los líderes temían asignar a un empleado de Ricks College, quien podría sentirse incómodo al enseñar a su propio jefe. Por otro lado, les preocupaba asignar a un hombre sin estudios, que pudiera sentirse intimidado por el intelecto de un profesor de Stanford. Eso eliminó efectivamente a todos los miembros del grupo.
Craig Moore caía de lleno en la categoría de los “sin estudios”. Como muchos jóvenes de Rexburg, había crecido planeando asistir a Ricks. De hecho, lo hizo durante algunos semestres, comenzando en 1933. Pero a medida que la Gran Depresión se profundizaba, su familia no pudo costear mantenerlo en la escuela. El joven Craig abandonó los estudios para trabajar en la granja seca familiar, compuesta principalmente por tierras arrendadas y de escasa productividad, situadas en lo alto de las colinas al este de Rexburg.
Pocos meses después de casarse con una joven granjera local, Lila Atkinson, Craig quedó paralizado del lado derecho durante una operación para remover un absceso pulmonar. Aprendió a caminar nuevamente sin muletas, gracias a un aparato ortopédico en la rodilla y a una técnica que consistía en lanzar la pierna derecha hacia adelante desde la cadera. Con la ayuda de Lila y de sus dos hijos adoptivos, Kathy y Merrill, el hermano Moore logró apenas ganarse la vida cuando la granja familiar pasó a ser su responsabilidad.
Hombre de pocas palabras pero directo, sin gusto por las largas deliberaciones, el hermano Moore puso fin abruptamente al debate sobre quién sería el maestro orientador de los Eyring. “No tengo miedo; yo lo haré”, dijo. El hermano Moore cumplió su palabra, y más aún. Demostró su fidelidad desde el principio, ayudando a organizar el bautismo de Henry durante el primer mes de la familia en Rexburg. Realizaba sus visitas al comienzo de cada mes y las mantenía breves pero con propósito. También estaba siempre dispuesto a llevar y recoger a Hal del aeropuerto de Idaho Falls con poca anticipación, ya fuera por asuntos del colegio o por vacaciones familiares en la colina.
Pero la ministración fiel del hermano Moore fue más allá de las lecciones mensuales esperadas y de los actos de servicio. En el invierno de 1973, cuando Hal atravesaba los desgarradores cambios organizacionales del colegio y las exigencias de su horario personal, el hermano Moore hizo una llamada a la casa de los Eyring. Hal registró la inusual conversación:
Recibí una llamada telefónica del hermano Moore, nuestro maestro orientador. Entre otras cosas, me preguntó si había cumplido mi compromiso con él de visitar a algunos empleados de Ricks College, simplemente para conocerlos, mostrar interés y fortalecer su sentido de identificación con el Colegio. Le respondí riendo que lo tenía programado para el próximo viernes. Su voz se volvió dura y fría. Dijo: “Ahora, no nos metas a los dos en problemas. Se me ha dicho dos veces, por el Espíritu Santo, que me asegure de que hagas eso. La primera vez fue hace un mes.”
Fue una experiencia conmovedora para mí por dos razones. Primero, el hermano Moore es tan apacible y tan modesto que no tengo ninguna duda de que el mensaje vino del Espíritu Santo. Segundo, me sentí reprendido al darme cuenta de que el mismo mensaje me había estado llegando, suavemente, durante meses a través de mis propios sentimientos, pero el Señor tuvo que enviar el mensaje por medio de mi maestro orientador antes de lograr que actuara. (25 de febrero de 1973)
En su mérito, una referencia a los sentimientos previos de Hal también aparece en el diario, seis semanas antes. En su primer día de regreso a la oficina después de unas largas y agradables vacaciones de Navidad con Kathy y los niños en casa de los padres de ella, expresó su deseo de salir al campus.
Fue bueno volver a la rutina de la oficina, pero también desconcertante. He sentido que la rutina necesita cambiar: menos tiempo en la oficina y menos tiempo trabajando entre montones de comunicaciones que otros originan. Hay personas con las que necesito sentarme—estudiantes, profesores, gente del pueblo—y son personas que no vendrán a mí. (8 de enero de 1973)
Hal había respondido a ese sentimiento inaugurando almuerzos informales tipo “brown bag”, oportunidades para que cualquiera pudiera venir a hablar sobre cualquier tema de interés. Sin embargo, pocas personas—empleados o estudiantes—aceptaron la invitación. Mientras tanto, la tensión en el campus seguía aumentando.
Salir de la oficina
La reprensión del hermano Moore concentró la atención de Hal. Al día siguiente, comenzó a hacer cambios en sus prácticas de liderazgo.
No sorprende que este día lo pasara totalmente con personas, escuchándolas y tratando tanto de percibir sus sentimientos como de orientarlos hacia los propósitos de Ricks College. También comencé a reunir fotografías y materiales sobre los individuos de nuestro personal y profesorado. Necesitaré aprender sus nombres y algo sobre ellos, para hacer que mis visitas sean personales. (26 de febrero de 1973)
La agenda de Hal no le permitió hacer ninguna visita al día siguiente. Sin embargo, su conciencia fue tocada y su determinación se profundizó durante un discurso devocional en el que el orador relató un consejo que Harold B. Lee había dado a un patriarca recién llamado. El patriarca, amigo personal del presidente Lee, le preguntó qué debía hacer ante el gran temor que sentía al dar bendiciones. En su diario, Hal registró la respuesta del presidente Lee: “Primero ayunaría, y luego me apartaría a solas para orar que, mientras viviera, nunca perdiera ese temor.” Hal continuó con las siguientes reflexiones:
He dejado que mi fe en Dios y en las personas de Ricks College me dé sentimientos de paz y seguridad que se han mezclado con pereza. Algunas palabras de las Escrituras describen cómo debo ser: “Ansiosamente comprometido” y “temeroso de Dios.” La paz del evangelio debe mezclarse con la urgencia y con la meta de la perfección. (27 de febrero de 1973)
Al día siguiente, Hal finalmente se aventuró a salir al campus. Siguió las instrucciones del hermano Moore, prestando especial atención a conocer al encargado de correos del campus, Max Sorenson, un hombre identificado específicamente por el hermano Moore. Pero Hal pasó la mayor parte de la tarde simplemente deambulando, buscando guía celestial.
Este fue el día en que intenté hacer lo que tanto mi maestro orientador como yo sentimos que se me había inspirado hacer. Fue su afirmación de que el Espíritu Santo le había indicado dos veces que me pusiera en marcha lo que finalmente me motivó a hacerlo.
Después de una mañana de reuniones y entrevistas en mi oficina, salí al campus para reunirme con personas allí. Al mediodía almorcé con dos miembros del profesorado y un estudiante que asistieron a la reunión abierta. Luego pasé una hora con el hermano Garrett Case y su equipo en la librería. Otra hora con el hombre que dirige nuestra oficina de correos fue la que me había comprometido a dedicar durante mi entrevista de orientación familiar con el hermano Moore. Durante el resto de la tarde pasé gran parte del tiempo arrastrándome debajo, sobre y alrededor de las calderas en la planta de calefacción, y el resto conversando con el hermano Elmo Dial, el supervisor.
Aún no me queda claro qué debía lograr. Oré para poder saberlo y permanecí largo rato en cada lugar, esperando alguna dirección sobre cómo debía conducir la conversación. Aunque sentí paz y consuelo en las visitas, y aún tengo la intención de continuarlas, todavía no puedo ver el propósito final ni exactamente cómo llevarlo a cabo. Pero sí siento que tanto el interés en lo que la gente hace como la preocupación por sus sentimientos forman parte de lo que se pretende para ayudar a las personas que visito. (28 de febrero de 1973)
Hal encontró tiempo nuevamente la tarde siguiente para otra visita, esta vez a la hermana Thora Clausen, la encargada residente de uno de los dos dormitorios de varones del colegio. Ella le dio a Hal un recorrido por los edificios. Él saludó a los jóvenes y tuvo una conversación sobre estrategias de administración de dormitorios con cuatro asistentes residentes (conocidos coloquialmente por el apodo de “RA”). Luego, regresó para informar al hermano Moore.
Cuando regresé a mi oficina, llamé a mi maestro orientador, Craig Moore. Entre otras cosas, hablé con él sobre su desafío de maestro orientador de que yo debía salir y pasar tiempo con los trabajadores de Ricks College. Me contó lo siguiente: justo antes de hacer su visita de enero a nuestro hogar, sintió una impresión, alrededor de las dos de la mañana, de que debía decirme que saliera de mi oficina y pasara tiempo con todos los niveles de personas que trabajan en la organización de Ricks College. Resistió la idea, sintiendo que no tenía derecho a dar consejos sobre mi trabajo. Pero el sentimiento persistió durante días. Cuando no estuve en la ciudad para la visita de enero, él comentó brevemente la idea con Kathy y volvió a casa aún más convencido de que no le correspondía darme tal desafío. Esperaba que yo no estuviera presente para la visita de febrero, pero lo estaba, y nuevamente sintió la impresión.
Informé que estaba visitando y continuaba visitando a personas fuera de mi oficina en Ricks. El hermano Moore dijo: “Bien, tal vez ahora Él me deje en paz.” Cuando le dije que aún no veía el propósito, él respondió: “No sabemos por qué, pero estás sentando un gran fundamento.” (29 de febrero de 1973)
Hal continuó siguiendo el consejo de su maestro orientador. Iba en contra de su naturaleza orientada a las tareas: deambular por el campus significaba inevitablemente terminar el día con asuntos importantes de su lista de tareas sin hacer. Con el tiempo, sin embargo, comenzó a ver los frutos inesperados de sus esfuerzos, como se registra en las entradas del diario escritas en días consecutivos dos meses después.
Fue en parte planeado y en parte accidental, pero hoy fue un día de estar con la gente. Planeé pasar la mañana caminando por el campus, sin volver a mi oficina. Comencé en el Manwaring Center y allí terminé también. Visité con conserjes, panaderos y estudiantes, e incluso subí al techo. Al mediodía fui a una sala donde sostuve mi almuerzo abierto habitual con quien deseara asistir. Luego pasé tres horas en la tarde con dos jóvenes que fueron suspendidos ayer por violar las normas de aseo personal. Durante la mayor parte del día sentí tanto que estaba haciendo lo que debía como una ayuda real al hacerlo. (25 de abril de 1973)
Las bendiciones que siguieron a la fe de ayer fluyeron nuevamente hoy. Pasé gran parte del día de ayer con personas en el campus. Fue difícil hacerlo, porque sentía la urgencia de quedarme en mi escritorio. Sin embargo, claramente se me impulsó varias veces a salir. Y mi trabajo en el escritorio había estado detenido. Hoy, con la riqueza de las experiencias de ayer aún conmigo, tuve la suficiente paz como para redactar un documento de cinco páginas para Neal Maxwell, quien lo pidió al mediodía y lo tuvo en el correo a las cinco de la tarde. Ese es un récord personal para mí en cuanto a redacción rápida, y un fruto de la fe de ayer. (26 de abril de 1973)
A la larga, el hermano Moore logró cambiar el comportamiento de Hal. Décadas después de la partida de Hal de Ricks, aún se le recordaba por conversar con los conserjes y comer hamburguesas con el personal del restaurante del campus, sentado con ellos en los taburetes detrás del mostrador. Pero el hermano Moore tuvo que perseverar, como Hal admitió más de dos años después de la advertencia original.
Un difícil día de oficina fue interrumpido por una visita del hermano Moore, nuestro maestro orientador. Transmitió el mismo mensaje que una vez antes: el Espíritu Santo le había dicho que me advirtiera que debía pasar más tiempo con las personas del profesorado y del personal. Su visita tuvo un impacto especial porque sentí el mismo impulso.
—Diario, 5 de mayo de 1975
Salir de deudas
Atender el consejo de su maestro orientador ayudó a Hal a escuchar y responder rápidamente a otro importante llamado a la acción que llegó en el otoño de 1973. Permaneció en Rexburg durante la conferencia general semestral de la Iglesia, pero vio o escuchó cada una de las siete sesiones, incluidas las dos del viernes. Incluso a la distancia, el espíritu de la conferencia lo conmovió profundamente.
Mientras trabajaba en mi escritorio, escuché las sesiones matutina y vespertina de la conferencia. Tuve que detenerme varias veces porque las lágrimas nublaban mi vista y no podía escribir. Una y otra vez sentí un testimonio ardiente de que ellos eran los portavoces de Dios. Y sentí una gratitud abrumadora de poder escuchar y de que el Espíritu daba testimonio de que hablaban la verdad. (5 de octubre de 1973)
Hal quedó particularmente impresionado por algo dicho en la sesión del sábado por la tarde de la conferencia. En un discurso titulado “Prepare Ye” (“Preparaos”), el élder Ezra Taft Benson citó un mensaje histórico pronunciado en 1937 por J. Reuben Clark Jr., de la Primera Presidencia. El presidente Clark, hablando seis meses después de la creación del programa de bienestar de la Iglesia, exhortó a los santos a prepararse para tiempos aún más difíciles que los que vivían durante la Gran Depresión. Les aconsejó especialmente eliminar sus deudas. El élder Benson citó estas líneas del mensaje de advertencia del presidente Clark:
Evitemos la deuda como evitaríamos una plaga; donde ahora estemos endeudados, salgamos de la deuda; si no hoy, entonces mañana.
Vivamos estricta y rigurosamente dentro de nuestros ingresos, y ahorremos un poco.
Que cada cabeza de familia se asegure de tener a la mano suficiente alimento y ropa, y, cuando sea posible, también combustible, para al menos un año por adelantado. Ustedes, los de medios modestos, pongan su dinero en alimentos y vestimenta, no en acciones y bonos; ustedes, los de grandes medios, pensarán que saben cómo cuidarse, pero me atrevo a sugerir que no especulen. Que cada cabeza de familia procure poseer su propio hogar, libre de hipoteca. Que cada hombre que tenga un terreno para cultivar, lo cultive; todo hombre que posea una granja, que la trabaje.
Después de citar al presidente Clark, el élder Benson añadió su promesa personal: “Para los justos, el evangelio proporciona una advertencia antes de una calamidad, un programa para las crisis, un refugio para cada desastre.” También añadió una amonestación: “El Señor desea que Sus santos sean libres e independientes en los días críticos que se avecinan. Pero ningún hombre es verdaderamente libre si está en esclavitud financiera.”
Considerando el conjunto de preparativos temporales que recomendaron el presidente Clark y el élder Benson, Hal podría haber considerado que su familia aprobaba en la mayoría de los aspectos. Aparte de una hipoteca relativamente pequeña sobre la casa, los Eyring ya cumplían con las principales recomendaciones de ambos líderes. Habían estado acumulando un suministro anual de alimentos desde que se mudaron a Rexburg. Su amigo Bob Todd, profesor de ingeniería mecánica, había ayudado a Hal y a los niños a construir un sistema de estanterías de madera diseñado a medida para almacenar y dispensar alimentos enlatados. Las estanterías se encontraban en una habitación al fondo del garaje, especialmente diseñada para el almacenamiento de alimentos. Esa misma tarde, la familia había conducido hacia el oeste de Rexburg, hasta la pequeña pero bien surtida tienda Burton Store, para recoger su último pedido de cajas de alimentos. Y, con el césped y los arbustos ya establecidos, ya estaban planeando el jardín que sembrarían en el patio trasero la primavera siguiente.
Hal también podría haber cuestionado la prudencia financiera de eliminar la hipoteca, la única deuda de la familia. Aunque 1973 fue ciertamente un año de agitación económica —con el mercado bursátil desplomándose, la inflación disparándose y un embargo petrolero en ciernes—, la hipoteca era, en realidad, la mejor “inversión” posible bajo esas circunstancias. Tanto las tasas de interés como la inflación se habían duplicado aproximadamente desde que los Eyring terminaron la casa y pidieron el préstamo para pagarla. Esto significaba que el costo real de la hipoteca estaba disminuyendo en términos monetarios. Un asesor financiero racional le habría aconsejado hacer solo los pagos mínimos requeridos y colocar cualquier dinero libre en materias primas como el oro o el petróleo, donde podría haber obtenido grandes ganancias.
Hal sabía todo esto sin necesidad de asesoramiento financiero. Pero se sintió impulsado a seguir el consejo de los Hermanos de salir de deudas. Su mente se dirigió al único activo financiero, aparte de la casa misma, que podía vender para liquidar una parte sustancial de la hipoteca. Una de las compañías que había ayudado a fundar durante sus años en Stanford, Finnigan Instruments, tenía acciones que se negociaban a través de una pequeña firma de inversiones en San Francisco. Con el mercado bursátil reducido a casi la mitad desde comienzos del año, sabía que el valor de sus acciones de Finnigan también habría bajado, incluso si lograba encontrar un comprador. Pero decidió intentarlo.
No fue sino hasta el viernes siguiente que Hal encontró tiempo para llamar al corredor de bolsa en San Francisco. Suponiendo que sus acciones de Finnigan serían difíciles de vender a cualquier precio, no preguntó cuál era su valor actual. Simplemente declaró su objetivo de pagar la hipoteca y mencionó la cantidad necesaria para hacerlo. El corredor se mostró sorprendido. “¿Sabe?”, dijo, “hace mucho tiempo que nadie muestra interés en las acciones de Finnigan, pero alguien llamó justo la semana pasada. Me comunicaré con usted.” Para el final del día, se había negociado un contrato de venta. Dos meses después, Hal pudo informar que había cumplido con el consejo del élder Benson de salir de deudas.
Da el paso, y Dios abre el camino.
—Diario, 14 de diciembre de 1973
Esta tarde pagué por completo nuestra hipoteca con el cheque de la venta de la mitad de nuestras acciones de Finnigan. Estamos completamente libres de deudas. Ese es un milagro que comenzó con el discurso del hermano Ezra Taft Benson en la conferencia. Cuando hice aquella primera llamada telefónica a California, preguntando si podía vender acciones que semanas antes no tenían mercado, me pareció un acto de obediencia más que una fuente probable de fondos. Pero el mercado para esas acciones apareció. Y se mantuvo allí, a pesar de las crisis nacionales y de la caída de los mercados financieros, el tiempo suficiente para pagar la hipoteca. (14 de diciembre de 1973)
Una visita del profeta
Pocas semanas después de la decisión de Hal de salir de deudas sin importar el costo financiero, él y Kathy recibieron al presidente Harold B. Lee y a su esposa, Freda, para pasar un día en Rexburg. El trayecto desde el aeropuerto de Idaho Falls en el station wagon de los Eyring, y las reuniones que siguieron, le dieron a Hal la oportunidad de forjar un vínculo más profundo con aquel hombre a quien tanto admiraba. También aprendió una importante lección sobre el precio de no honrar la dirección profética, incluso cuando uno se siente justificado en disentir. Esa misma noche, registró sus recuerdos de la conversación que tuvieron durante el viaje.
Durante el trayecto a Rexburg hablamos de varios temas, en su mayoría sobre Ricks College. El presidente Lee habló de su admiración por la manera en que el presidente John Clarke no había tomado partido durante la disputa sobre trasladar el colegio a Idaho Falls. Explicó la situación de manera sustancialmente diferente de como yo la había oído antes. Él veía la tristeza como el resultado de una confianza traicionada. Antes de que se tomara cualquier decisión o se llevaran a cabo conversaciones con la Junta de Educación, un miembro de la Primera Presidencia sostuvo una reunión privada con las presidencias de estaca de esta zona. El propósito era explorar los sentimientos, y todo se hizo bajo la más estricta confidencialidad. A la mañana siguiente, los periódicos de Rexburg o de Idaho Falls publicaron la historia. Los ánimos se caldearon, la Primera Presidencia compró terrenos en Idaho Falls, y se desató toda la contienda. El presidente Lee pareció considerar todo eso innecesario. Relató con cierta satisfacción la historia del presidente McKay conduciendo hasta Rexburg para confirmar que el colegio permanecería allí. La satisfacción parecía radicar menos en el lugar de Rexburg y más en el hecho de que el profeta había hablado. La implicación era que las personas involucradas habrían hecho mejor en tener fe en que el profeta hablaría, y que toda aquella tormenta había sido infructuosa. (26 de octubre de 1973)
HAL RECIBE AL PRESIDENTE Y A LA HERMANA HAROLD B. LEE
En Rexburg, los Lee y los Eyring almorzaron con un grupo de líderes del colegio, de la Iglesia y de la comunidad, invitados para honrar al presidente Lee. Hal se maravilló de la bondad, franqueza y humildad del Profeta.
Después de que comimos, el presidente Lee comenzó a hablar. Eran alrededor de la 1:30. Sabía que teníamos una reunión devocional a las dos, pero habló durante treinta minutos, diciendo: “Estoy seguro de que no empezarán sin mí.” Habló con poder, emoción y una naturalidad que no puedo recrear en esta página. Habló de su propio llamamiento, diciendo: “Si piensan que Satanás no intenta tentar al profeta, están equivocados. Soy su principal blanco en la tierra.” También dijo que él no es elegido cada dos o cuatro años, sino cada mañana. Y que solo haría falta un voto para destituirlo: el del Salvador. Además, dijo en otro momento: “Nunca hemos visto la mano de la revelación reposar tan claramente sobre nosotros como en la selección de su presidente, el presidente Eyring.” Después de hablar sobre algunas de las circunstancias de mi llamamiento, habló sobre la importancia de no pensar en si uno ha alcanzado una posición “alta” en la Iglesia o en si se ha movido a una posición “baja”. Dijo que siempre se está ascendiendo a una posición más elevada cuando el Señor dirige. Mencionó que quizá haya tenido el mayor impacto de todo su servicio en la Iglesia cuando fue líder de los M-Men de jóvenes difíciles, hace muchos años. (26 de octubre de 1973)
Después de esta conversación durante el almuerzo, el presidente Lee habló con gran poder ante la mayor multitud —casi cinco mil personas— que jamás se había congregado en el gimnasio del colegio; quinientas más observaron en otros lugares del campus mediante circuito cerrado de televisión. En medio de una paralizante crisis del petróleo y de la investigación del caso Watergate, que finalmente llevaría al presidente estadounidense Richard Nixon a renunciar, el presidente Lee profetizó que los Estados Unidos nunca caerían y exhortó al optimismo. Esa noche, Hal trató de capturar el sentimiento de la reunión y del viaje de regreso al aeropuerto de Idaho Falls:
Me es imposible recordar todo su mensaje, pero el espíritu fue extraordinario. Cerca del final dijo: “Siento un espíritu inusual aquí.” Concluyó con una oración que dejó pocos ojos secos, invocando bendiciones sobre todos nosotros. Partimos hacia el aeropuerto mientras la audiencia cantaba: “Te damos gracias, oh Dios, por un profeta.” Durante el trayecto, el presidente Lee respondió a mi pregunta sobre alcanzar la perfección en esta vida. Dijo que la sección 88 de Doctrina y Convenios enseña que podemos obtener parte, pero no la totalidad, de la vida celestial aquí. Fue un día glorioso. (26 de octubre de 1973)
Un nuevo presidente de estaca
Junto con el hermano Moore y el presidente Lee, uno de los líderes de la Iglesia más influyentes en la vida de Hal fue un presidente de estaca local llamado cuando los Eyring estaban por concluir su cuarto año en Rexburg. Al principio, Hal no reconoció la importancia del papel que este hombre desempeñaría en su vida. De hecho, antes de que se anunciara el llamamiento, ni siquiera lo consideraba un posible presidente de estaca.
En el verano de 1975, el élder Boyd K. Packer, del Cuórum de los Doce, llegó a Rexburg para organizar una nueva estaca: la Estaca Rexburg Este. Como miembro del sumo consejo de la Estaca Rexburg, de la cual se formaría la nueva estaca, Hal sabía que el élder Packer le pediría que sugiriera candidatos para servir como su presidente. Sintió que debía tomar la tarea con mucha seriedad.
Hal había sido diligente en sus responsabilidades del sumo consejo desde el principio. La inspiración para hacerlo le llegó con fuerza en 1972, su primer año de servicio. La recibió como respuesta a una ferviente oración acerca de otros asuntos apremiantes, entre ellos el inminente final del difícil embarazo de Kathy con su cuarto hijo, John, y el importante informe del Comité Selecto.
Después de ayunar desde el mediodía de ayer, me arrodillé a orar en mi oficina esta mañana. Pedí saber tres cosas: qué podría hacer para ayudar a Kathy, a quién debería ofrecer los cargos de administrador principal y director académico en Ricks College (mencioné cuatro nombres), y qué debía escribir para la presentación del Comité Selecto. A las 8:05 recibí la respuesta: “Kathy y el bebé estarán bien si ustedes se dedican más al reino.” Vino a mi mente y corazón con una certeza espiritual. Fui a mi escritorio para reflexionar más sobre lo que debía hacer para dedicarme más. Sentí la impresión de que debía trabajar de manera más sistemática en mi asignación del sumo consejo y que debía honrar a los administradores de la Iglesia que me precedieron. (16 de mayo de 1972)
Durante los tres años siguientes, Hal se había esforzado por ser un buen miembro del sumo consejo. Su servicio fue particularmente apreciado por los miembros de su clase de Escuela Dominical para Jóvenes Adultos de la estaca, muchos de los cuales eran estudiantes de Ricks College que vivían en sus hogares. Enseñar esa clase —solo una de las muchas asignaciones del sumo consejo que cumplía— resultó ser una de las más satisfactorias.
Íbamos al edificio de seminario de la escuela secundaria y nos sentábamos en sillas plegables. Íbamos porque no podíamos evitar sentir su amor por el Salvador. Yo quería conocer al Salvador como él lo conocía.
—Greg Palmer, miembro de la clase de Escuela Dominical para Jóvenes Adultos
Hal también se esforzó más de lo que podría haberlo hecho de otro modo en sus discursos mensuales de la reunión sacramental, en las auditorías de las finanzas de los barrios y en las reuniones semanales del sumo consejo. Como resultado de su fidelidad al mensaje recibido en respuesta a una oración por su familia, Kathy y los niños fueron bendecidos tanto durante sus ausencias del hogar como en su regreso, y él fue bendecido con revelación personal.
Con ese mismo espíritu, Hal buscó revelación en su asignación de recomendar a un nuevo presidente de estaca. De hecho, recibió una respuesta clara. Sin embargo, el beneficio real no recaería en el élder Packer, sino en Hal mismo.
El primer día de la conferencia de estaca, fue temprano al Templo de Idaho Falls, antes de realizar los proyectos sabatinos con los niños. Había estado ayunando por veinticuatro horas y oró durante toda la sesión del templo. Esa noche escribió en su diario que, cerca del final de la sesión, “vi una imagen visual del rostro y los hombros del obispo Peterson del Barrio 4. Eso me hizo pensar: ‘Los obispos de la estaca tienen gran fortaleza.’ Pensé en muchos otros obispos, pero sin una imagen visual.” (31 de mayo de 1975)
Hal regresó a Rexburg y, antes de plantar un huerto con los niños esa tarde, asistió a su entrevista programada con el élder Packer. La reunión fue breve pero trascendental.
En la entrevista con el élder Packer, que duró cinco minutos, solo dije: “Tengo la seguridad de que el Espíritu Santo confirmará la elección cuando usted la anuncie. Mi única impresión espiritual es la fortaleza de los obispos.” Él insistió en que nombrara tres nombres dentro de los límites de la nueva estaca, así que mencioné tres, incluido el obispo Peterson. Pero no lo señalé en particular: había descartado la primera impresión de la imagen de su rostro en tres cuartos. (31 de mayo de 1975)
Al día siguiente, Hal reconoció su error. Se enteró —de manera indirecta— por su colega de Ricks College, Charles “Tiny” Grant, un entrenador de fútbol corpulento pero de carácter apacible, que había pasado por alto la clara respuesta del cielo a su ayuno y oraciones en busca de guía.
Poco antes de la sesión principal de la conferencia, el hermano Charles Grant dijo: “El nuevo presidente, el obispo Peterson, quisiera que continúes sirviendo en el nuevo sumo consejo.” El hermano Grant y Leo Smith fueron sostenidos como consejeros. Me sentí reprendido, tanto al ver el gran poder del manto de un presidente de estaca descender sobre el obispo Peterson, como por el hecho de que había recibido revelación ayer al ver el rostro del obispo Peterson, pero había traducido eso en un juicio humano y había olvidado incluso haber visto la visión. (1 de junio de 1975)
Una bendición de humildad y amor
El juicio humano al que Hal sucumbió tenía cierta lógica, pero era erróneo. Los barrios que componían la nueva estaca eran excepcionales por la fortaleza de su liderazgo. Los obispos, por ejemplo, incluían a varios hombres con una alta educación que dirigían prácticas profesionales respetadas en la ciudad. El obispo Peterson era un empresario exitoso, propietario de una tienda de ropa en Rexburg. Pero era relativamente reservado y asumía un estilo de liderazgo discreto.
Hal recibió rápidamente una manifestación personal de la fortaleza de liderazgo del presidente Peterson y de su capacidad para hablar bajo la dirección del cielo. Ocurrió inmediatamente después de la sesión general de la conferencia de estaca, cuando el presidente Peterson apartó a los doce miembros del nuevo sumo consejo de la estaca. Hal recordó tanto el contenido de la bendición personal que el presidente Peterson le dio como su efecto en él, en la entrada de su diario del día siguiente:
Debido a que aún sentía las impresiones del Espíritu por mis experiencias de este fin de semana, una serie apresurada e ininterrumpida de reuniones y citas me dejó feliz y agradecido durante el día.
Un cambio inusual en mí hoy fue un gran aumento en mi amor por las personas con las que me encontré mientras recorría el campus. Un miembro del profesorado dijo: “Esta es la mejor conversación que he tenido con alguien en cinco años.” El presidente Peterson dijo al apartarme ayer: “Ten humildad y ama a la gente.” Me he sentido reprendido por eso y asumí que requeriría una gran lucha y arrepentimiento. En cambio, parece que he recibido ayuda. (2 de junio de 1975)
Hal reconoció la bendición escocesa relativamente suave del presidente Peterson como coherente con las amonestaciones más directas del hermano Moore. Ambos hombres lo habían llamado eficazmente al arrepentimiento por su marcado enfoque en las tareas y por un grado menor, pero aún significativo, de orgullo; esos rasgos se combinaban para obstaculizar un ministerio eficaz hacia las personas por las que tenía responsabilidad. Las entradas del diario de los días siguientes muestran el mismo patrón de dolorosa introspección, junto con la respuesta humilde y gratificante de Hal a la corrección que el hermano Moore le había dado por primera vez tres años antes:
El papeleo ocupó solo quince minutos de mi día; durante las otras nueve horas me reuní con personas, la mitad en sus lugares de trabajo y la otra mitad en mi oficina. Aunque las visitas con la gente fueron productivas, sentí un dolor en el estómago que a veces proviene de la tensión, cuando a las cinco revisé mi tarjeta de “cosas por hacer” y vi que solo los objetivos relacionados con otras personas estaban cumplidos, no los de escritura y planificación. Mi corazón sabe que esas son las prioridades correctas, pero, al parecer, mi estómago aún no lo ha entendido. (3 de junio de 1975)
Hoy pasé seis minutos al teléfono e hice más bien que en el resto del día. Alrededor de las diez de la mañana, llegaron dos notas a mi escritorio: una me instaba a ayudar a un joven lisiado y la otra informaba que un miembro del personal estaba en el hospital. Por lo general, desearía tener tiempo, pero me sentiría demasiado apresurado o inepto para ayudar. Hoy sentí la impresión de dejarlo todo y llamarlos. Me pregunto cuántas bondades he postergado en mi vida, exagerando en mi mente el tiempo y la habilidad requeridos, cuando seis minutos habrían bastado. (6 de junio de 1975)
Hal reconoció abiertamente tanto el gozo que fluía de su renovada orientación al servicio como la fuente de inspiración que lo condujo a ello. “Sigo los oficios del Sacerdocio que están sobre mí,” escribió, como un desafío personal, “sin importar quién los ocupe.” Reconocía especialmente la bendición de seguir a su obispo, un ingeniero de hablar suave llamado Clayter Forsgren, así como a su nuevo presidente de estaca, el presidente Peterson. Tanto o más que las Autoridades Generales con quienes interactuaba con frecuencia, ellos lo encaminaron hacia una espiritualidad más profunda.
Mi lección esta mañana en la clase de Jóvenes Adultos fue sobre Getsemaní. Mientras me sentaba en la clase antes de enseñar, sentí la impresión de enseñar que el sacrificio de Cristo debe llevarnos a estar dispuestos a sacrificar por Él y por la salvación de nuestros hermanos y hermanas. Esa convicción me motivó durante las visitas de orientación familiar y la obra genealógica con los niños y, aún más, durante una entrevista para la recomendación del templo con el obispo Forsgren y el presidente Peterson. Sentí la impresión de hacer un intento serio por confesar todo pecado no resuelto, para mostrar mi aprecio por la Expiación tomando todos los pasos necesarios para que obre en mi vida. El obispo Forsgren dijo: “Ahora te insto a buscar una confirmación directa de perdón del Señor.” Y el presidente Peterson dijo: “Este será uno de los días más importantes de tu vida.” (15 de junio de 1975)
Tuve que cerrar mi puerta mientras el élder Thomas Monson hablaba en la conferencia. Temía que mis sollozos se escucharan hasta la oficina exterior. Y, sin embargo, su voz nunca se quebró. Reflexioné en eso y en decenas de otras experiencias de las últimas semanas, todas enseñándome que el Señor desea que domine mejor mis emociones. Kathy me ha ayudado a ver que las emociones siempre deben comenzar—y terminar—con el amor a Dios y el amor desinteresado hacia los demás. El presidente Peterson lo expresó bien cuando me apartó como miembro del sumo consejo: “Sé humilde y ama a la gente.” (3 de octubre de 1975)
14
Déjenlos QuedarseTantos como hayan subido hasta aquí,
que puedan quedarse en la región circundante,
déjenlos quedarse.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 105:20
Cuando Hal le dijo a Neal Maxwell que aceptaría la oferta de ir al Ricks College, Neal le respondió: “Solo será por unos pocos años”. De hecho, Hal llevaba apenas un año en Ricks cuando empezó a recibir consultas de otros posibles empleadores. Una de ellas provenía de su alma máter, la Universidad de Utah, que necesitaba reemplazar al presidente James C. Fletcher, quien dejaba el cargo para dirigir la NASA.
Neal conocía bien Utah y su proceso de búsqueda presidencial, ya que había servido allí como vicepresidente y había sido candidato para el puesto principal cuando se seleccionó a Jim Fletcher. (El padre de Hal, el Dr. Henry Eyring, había escrito una carta de recomendación al comité de búsqueda en nombre de Neal). Hal no hizo nada por desalentar a quienes promovían su nombre, hasta que Neal le advirtió que estaba siendo considerado seriamente y que existía el riesgo de desplazar a otros candidatos Santos de los Últimos Días. Al oír eso, Hal se retiró de inmediato.
Una invitación de BYU
Fue más difícil saber cómo responder a una invitación de su colega Dallin Oaks, entonces presidente de BYU, para considerar la posibilidad de dirigir la facultad de negocios de la universidad. Hal sentía un profundo respeto por el presidente Oaks y por BYU, y el trabajo se relacionaba directamente con su formación profesional. También permanecería dentro del Sistema Educativo de la Iglesia. Y, en este caso, Neal Maxwell no estaba involucrado.
Comencé a dictar cartas a las cuatro, y fue hasta las seis que Iris terminó de mecanografiarlas. Una iba dirigida al presidente de un comité que buscaba un nuevo presidente para la Universidad de Utah. Rechacé su invitación a ser candidato. Mi deber está aquí, pero también mi corazón. Decir: “No, gracias”, no fue ningún sacrificio.
—Diario, 22 de noviembre de 1972
Hal hizo una visita a BYU en el otoño de 1973. Ofendió levemente a los miembros de la facultad de negocios cuando le preguntaron por qué quería el decanato de la facultad. Hal respondió que aceptaría cualquier asignación proveniente de los Hermanos. Algunos aparentemente interpretaron mal esa declaración, considerándola una muestra de falta de interés personal.
A pesar del mal desempeño de Hal en la entrevista con la facultad, el presidente Oaks aún lo quería en BYU. Le pidió reunirse con él en las oficinas generales de la Iglesia entre las festividades de Navidad y Año Nuevo. Sintiendo la necesidad de recibir la guía del presidente Harold B. Lee, Hal solicitó una entrevista temprano en la mañana del jueves 27 de diciembre, el mismo día en que debía ver al presidente Oaks. El diario de Hal registra lo que ocurrió y lo que no ocurrió ese día, y también el porqué.
El presidente Harold B. Lee murió esta noche. Me enteré mientras estaba en la casa de Harden, en Salt Lake. Harden llamó desde la casa de sus suegros para avisarme. Eran las diez de la noche. El presidente Lee había fallecido una hora antes.
En mi sorpresa —pues el presidente Lee no había estado enfermo— mis pensamientos se dirigieron egoístamente hacia mí mismo. Estaba en Salt Lake para verlo al día siguiente, para recibir su consejo acerca de si debía servir en BYU como su decano de negocios, si se me pedía. Dallin Oaks y Bob Thomas debían verme inmediatamente después, presumiblemente para hablar sobre mi respuesta. Al principio sentí la pérdida de no poder recibir su consejo.
Pero mis pensamientos se dirigieron luego hacia la gratitud. Kathy y yo lo conocimos, sentimos su amor, y siempre seremos mejores gracias a él y a su esposa. Mis pensamientos y oraciones se dirigieron a su esposa, quien ahora debe sentirse tan desolada como él se sintió cuando falleció su primera esposa. Ella será una fuente de fortaleza para todos, pero me gustaría poder extenderle la mano, si pudiera.
Mis pensamientos, mi amor y mis oraciones se dirigieron también a mi tío Spencer. Él debe asumir la gran carga como Presidente y Profeta, con un cuerpo que ha soportado más enfermedades y operaciones que incluso el del presidente Lee. El Señor lo ceñirá con fortaleza para ello, pero haré todo lo que pueda, en obras y en fe, para aligerar su carga.
Oro para que todos recibamos ayuda, a fin de que no flaqueemos durante la transición. Con fe en Cristo y con desinterés, no fracasaremos.
(26 de diciembre de 1973)
Existe un peligro en decidir quién es tu profeta favorito, así como lo hay en tener un Autoridad General viva favorita, o un obispo favorito de tu barrio, o una maestra visitante favorita. El peligro radica en que podrías no escuchar al mensajero más importante para ti, que siempre es aquel que Dios te envía ahora.
—Discurso, 19 de enero de 1992
A la mañana siguiente, Hal fue a las oficinas generales de la Iglesia, como estaba previsto. Pero en lugar de ir a la oficina del presidente Lee, en el edificio administrativo de cuatro pisos donde había tenido la entrevista para la presidencia de Ricks, se reunió con Neal Maxwell en la nueva torre de oficinas. Casi llegó tarde, como registra su diario:
Apenas logré llegar a la oficina del Comisionado a las nueve. Levantarme fue difícil, porque había estado conversando con Harden y [su esposa] LoiAnne hasta las dos.
Neal Maxwell pidió reunirse conmigo primero. Sin conversación previa ni muestras emocionales por la muerte del profeta, me dijo: “Quiero decirte lo que creo que el profeta quería expresarte para ayudarte a decidir qué hacer respecto al decanato de BYU.”
Solo puedo recordar tres puntos principales. Primero, el presidente Lee quería que tuviera libertad de elección, sabiendo que no había un llamamiento del sacerdocio para BYU. Segundo, insistió en dejar eso claro en una entrevista conmigo, en lugar de permitir que Neal lo hiciera. Y, finalmente, en algún momento de las conversaciones —que debieron extenderse por varios meses— dijo: “Hal está haciendo tan buen trabajo en Ricks College, y recién está comenzando.” O quizás fue: “… y ha estado allí tan poco tiempo.”
Le pedí a Neal su opinión. Él dijo: “Me inclino a que te quedes en Ricks.” Cuando finalmente le dije que sentía confianza en que mi contribución debía ser en Ricks College, él añadió: “Bien, ahora puedo decirte otra cosa que el profeta dijo. Cuando hablé con él el viernes, me dijo: ‘Me inclino a que se quede en Ricks.’” Aparentemente Neal quería que yo tuviera confianza en mi propio discernimiento e inspiración antes de darme esa última e importante información sobre el profeta. (27 de diciembre de 1973)
Esa tarde, Hal se reunió con Dallin Oaks y su vicepresidente académico, Bob Thomas. Después de dos horas de conversación, “prometí tener en cuenta su información, estudiar y orar, y avisarles en una semana.” El domingo siguiente, ayunó y oró respecto al asunto, y luego, a la tarde siguiente, llamó al presidente Oaks para decirle que sentía que debía quedarse en Rexburg. Fue el mismo día en que el presidente Spencer W. Kimball fue apartado como sucesor del presidente Lee. El tío Spencer llamó diez días después para confirmar la decisión de Hal de quedarse en Rexburg.
Mientras estábamos sentados juntos en la sala familiar, alrededor de las nueve, llamó el presidente Kimball. Según recuerdo sus palabras, fueron: “He oído que te ofrecieron un puesto en BYU y lo rechazaste. Me parece muy bien. Fue agradable que te lo ofrecieran. Creo que el futuro más prometedor para ti está en Ricks, por ahora. . . . Da mis saludos a tu esposa y a tus hijos. ¿Están bien? . . . Vi a tus padres hace uno o dos días. Buenas noches.” (10 de enero de 1974; puntos suspensivos en el original)
Cultivando un ojo para la belleza
Para Hal, 1974 comenzó en un tono bajo, ya que pasó el mes de enero cumpliendo con la instrucción de la oficina del Comisionado de ajustar el personal de Ricks a los niveles reducidos de matrícula estudiantil. Pero la generosidad de la Junta al requerir menos despidos de los planeados fue una señal de cosas buenas por venir. La matrícula aumentaría inesperadamente en el otoño siguiente, aliviando la presión presupuestaria sobre el colegio y sus empleados. Y la continua respuesta de Hal al desafío del hermano Moore —salir al campus y mezclarse con la gente— dio buenos resultados. Las personas empezaron a apreciar al joven presidente, aparentemente orientado a los negocios y a las tareas, cuando conversaba con ellas en sus oficinas.
Las cosas también comenzaron a ser un poco más fáciles para Hal y Kathy como padres. John, el bebé, ya era lo bastante mayor como para unirse a los rituales de trabajo y juego con su padre y sus hermanos, tanto en casa como en el campus. Uno de sus nuevos rituales, crear ilustraciones para la lectura familiar de las Escrituras, llevó a Hal a desarrollar un talento latente para el dibujo y la pintura. El efecto fue inmediatamente visible en su diario, en el que un boceto sencillo pero bien proporcionado de Ken Beesley marcó el comienzo de las ilustraciones de los acontecimientos diarios. Hal hizo espacio para los dibujos dejando espacios entre las entradas o ajustando el avance del carro en su máquina de escribir manual, lo que permitía insertar una ilustración en la propia entrada, al estilo de un periódico bien diseñado. El párrafo anterior a ese primer boceto revelaba su enfoque típicamente metódico hacia este nuevo pasatiempo:
Mientras esperaba en la torre de la Iglesia a que comenzara el Consejo de Presidentes del SEI, visité el departamento de artes gráficas de la Iglesia en el piso 23. El hermano Luch, el director, fue mi amable anfitrión durante dos horas, instruyéndome. (6 de marzo de 1974)
Al regresar a Rexburg, Hal buscó a Richard Bird, un talentoso pintor del departamento de arte del colegio. El hermano Bird fue su mentor durante todo el tiempo que los Eyring estuvieron en Ricks y aún después, cuando se mudaron a Utah. A Hal le encantaba especialmente dibujar y pintar mientras viajaba. Llevaba consigo papel para acuarela del tamaño de una postal y, mientras esperaba en un aeropuerto o tenía un momento privado en la casa de un generoso anfitrión, capturaba una escena de algún lugar o persona interesante. En un viaje largo, Kathy y los niños podían recibir una de esas postales originales por correo. Al regresar a casa, Hal enviaba una nota de agradecimiento personalizada y hecha a mano a su anfitrión. Descubrió que el dibujo y la pintura no solo eran un pasatiempo agradable, sino también algo espiritualmente edificante e incluso revelador.
Cuando logras que una acuarela funcione bien, la sensación de iluminación es como algo profundamente espiritual.
—Entrevista de 2012
Un empleo en el mundo corporativo
En abril de 1974, Hal se sintió lo suficientemente al día con sus responsabilidades como para añadir una más: un puesto en la junta directiva de McCulloch Corporation, una subsidiaria californiana de Black & Decker que fabricaba motosierras. La junta se reunía solo cuatro veces al año, lo que le daba a Hal la oportunidad de mantener afiladas sus habilidades empresariales con una inversión de tiempo relativamente modesta. Además, él y Kathy eran invitados a un retiro anual de la junta de Black & Decker, que se reunía en destinos turísticos del tipo que Kathy solía visitar con sus padres en su niñez, pero que estaban muy por encima del presupuesto familiar de los Eyring.
A los ejecutivos de McCulloch y Black & Decker les gustó el trabajo de Hal como miembro de la junta, y él desarrolló con ellos fuertes relaciones personales. En abril de 1976, al comenzar su tercer año en la junta, le ofrecieron un puesto de tiempo completo como vicepresidente y gerente general de las operaciones de McCulloch en Estados Unidos.
Para entonces, Hal llevaba cinco años en Ricks. Él, Kathy y los niños amaban Rexburg de una manera que no habrían imaginado cuando dejaron “la colina”. Pero ya había implementado los cambios que consideraba necesarios para mantener al colegio fiel a sus raíces y alineado con su papel único dentro del Sistema Educativo de la Iglesia. No tenía una visión clara de nuevas contribuciones que pudiera hacer en Ricks. También sentía que en algún momento el cambio sería inevitable, y la oferta de McCulloch le hizo preguntarse si había llegado el momento de avanzar —no necesariamente hacia el mundo corporativo, sino hacia la siguiente asignación que el cielo tuviera planeada.
Hal informó a sus superiores en la oficina del Comisionado sobre la oferta de trabajo de McCulloch. Todavía reportaba directamente a Ken Beesley, pero Neal Maxwell, quien había sido llamado como miembro del Primer Cuórum de los Setenta, ya no servía como Comisionado. Ese puesto había sido ocupado apenas unas semanas antes por Jeff Holland, de treinta y cinco años, exdecano de Educación Religiosa en BYU. Hal le contó la oferta a Ken y a Jeff, y ellos a su vez notificaron al presidente Kimball. En su diario, Hal registró la respuesta de ellos y su propia reacción:
Para mi verdadera sorpresa, el presidente Kimball envió un mensaje, a través de Ken Beesley, diciendo que la Iglesia no se interpondría ante una oportunidad como esa. Jeff Holland, el nuevo Comisionado de Educación, se unió a la llamada con Ken para decírmelo; comenzó diciendo, en la primera conversación que hemos tenido desde que fue nombrado Comisionado: “Hal, en realidad no soy tan difícil de trabajar para.” Ambos reímos. Y coincidimos en que el profeta no me estaba instando a irme, sino asegurándose de que yo obtuviera mi propia respuesta. (26 de abril de 1976)
Me senté en la primera fila del tabernáculo durante la sesión de conferencia de las 2:00. Nos pusimos de pie a las tres y cantamos “Te damos gracias, oh Dios, por un profeta”. Canté con alegría, pero cuando vi que el presidente Kimball, desde arriba, se inclinaba para poder verme más allá de las cabezas de las Autoridades Generales y me decía con los labios las palabras “Hola, Hal”, sentí que me elevaba sobre la punta de los pies y le devolvía mi amor cantando.
—Diario, 3 de abril de 1976
La sorpresa de Hal ante la respuesta del presidente Kimball provenía de varias razones. Una era la considerada llamada telefónica del profeta dos años antes, en la que expresaba satisfacción por la decisión de Hal de no aceptar el decanato en BYU. Otra fue una serie de contactos personales inusuales en las semanas inmediatamente anteriores. La relación de Hal con su tío nunca había sido tan cálida ni tan solidaria, y era natural suponer que el presidente Kimball querría que permaneciera en el “equipo” de la Iglesia.
Hal tampoco recibió mayor apoyo de su familia para quedarse en Ricks, como anotó esa noche en su diario:
[Su hijo de doce años] Henry y yo hablamos al respecto. Él dijo: “Bueno, papá, puede que algún día tengas que dejar Rexburg, y esta podría ser una forma atractiva en que el Señor te lo está mostrando. Si es así, más vale que no lo dejes pasar.” Kathy y yo estuvimos de acuerdo durante nuestra larga conversación después de la noche de hogar.
(26 de abril de 1976)
En el momento del matrimonio de Hal y Kathy, el tío Spencer lo había preparado para dejar Stanford. La declaración sobre estar listo para “alejarse fácilmente cuando llegue el llamamiento” lo había ayudado a responder con relativa rapidez y confianza a la oferta de Neal Maxwell de presidir Ricks College. Pero ahora enfrentaba exactamente el escenario opuesto: dejar un llamamiento en una escuela de la Iglesia para volver a trabajar en “el mundo”. Y ni el tío Spencer ni nadie más intentaban disuadirlo de hacerlo.
El presidente Kimball llamó al día siguiente, mientras Hal luchaba por recibir inspiración. Si acaso, lo que dijo solo profundizó su sensación de duda.
Kathy y yo ayunamos hoy, tratando de obtener una respuesta a la pregunta: “¿Nos quedaremos en Ricks College o aceptaremos la oferta en Los Ángeles?” Intercalé la meditación y la oración con largas entrevistas con personas que enfrentaban problemas. El presidente Kimball llamó. Algunas de las cosas que dijo fueron: “Mis consejeros y yo estamos de acuerdo en que la Iglesia no debe interponerse en tu camino… Apreciamos tu maravilloso servicio durante cinco años… No estamos tratando de animarte a que te vayas.” Estas fueron algunas de nuestras conversaciones:
“Presidente Kimball, he estado orando para saber si puedo quedarme en Ricks. He sentido una advertencia de que solo puedo quedarme si trabajo con todas mis fuerzas. Y no espero nada a cambio, ya que no es ningún sacrificio.”
“No, no es ningún sacrificio. (Ríe) Bueno, eso suena como Hal Eyring. Qué dulce. Hal, el presidente Romney sí dijo que tenemos hombres que salen a ocupar estos importantes cargos y luego regresan para prestar un gran servicio.”
“Supongo que sería demasiado fácil si usted me lo dijera.”
“Sí, Hal, eso sería demasiado fácil. Sigue orando e incluye a Kathy contigo.” (27 de abril de 1976)
Estudiándolo detenidamente
Hal decidió ponerse a prueba frente a la única impresión que había sentido: que no debía quedarse en Ricks a menos que tuviera un plan para “trabajar con todas sus fuerzas”. Con eso se refería a proponer nuevas ideas para hacer avanzar a Ricks College, en lugar de limitarse a continuar con los programas que él y sus colegas ya habían implementado. Al principio, enfrentarse a una hoja en blanco con las palabras “Metas para Ricks College” escritas en la parte superior le resultó exasperantemente parecido a aquellos días en los baños del Hill, cuando las ideas para los trabajos de investigación no fluían. El hecho de que Kathy ya tuviera su respuesta —que Hal y la familia debían quedarse en Ricks— no ayudaba.
Desde la lectura familiar de las Escrituras en la mañana hasta que Kathy pasó a recogerme en la oficina cuando terminó la Primaria, trabajé en mis metas para mi servicio en Ricks College. Y traté de recibir dirección acerca de dónde debo servir. Henry preguntó, mientras almorzábamos y luego nuevamente en la cena: “Papá, ¿por qué tú no sabes, si mamá ya tiene la respuesta?” Al menos recibí una respuesta a esa pregunta: debo escribir lo que haré, específicamente, para hacer progresar al colegio el próximo año. Luego debo presentar en oración la solicitud de tener esa oportunidad. Eso le pareció extraño a Henry, pero no a mí, porque sé, aunque sea un poco, cuán importante es esta mayordomía para influir en vidas dentro del reino. La otra alternativa, en Los Ángeles, me fue explicada por teléfono con detalles aún más atractivos de lo que había imaginado, pero todavía siento que debo buscar primero la oportunidad de servir aquí al menos un año más. Mi padre, en otra conversación telefónica, pensó que debía quedarme donde estoy. (28 de abril de 1976)
Hal avanzó con dificultad, aunque de forma significativa, en su declaración de metas para el colegio y para sí mismo durante los tres primeros días laborales de la semana del 2 de mayo. Para el jueves, tenía una propuesta que valía la pena presentar en oración. Pero la respuesta a su oración lo sorprendió, como escribió esa noche:
Durante todo el día oré acerca de esta pregunta: “Padre Celestial, ¿puedo quedarme en Ricks si llevo a cabo este programa?” Luego traté de describir los resultados del análisis de la última semana sobre lo que debía hacerse. Cuando terminé en mi oficina, cerca de las ocho de la noche, sentí una sola impresión: “Ve a hablar con el presidente Peterson.” Lo hice, a las once y media, después de una larga reunión del sumo consejo. Él escuchó y luego me dijo esto: “Dios no podría darte la respuesta que buscas sin quitarte tu albedrío. Estás siendo probado en la balanza. Sin el requisito de elegir, no harías un sacrificio verdadero.” A sugerencia suya, me dio una bendición que simplemente decía: “Dios te ama. Y quiere que uses tu albedrío.” (6 de mayo de 1976)
Por una noche, el asunto pareció claro para Hal. No tenía un sentimiento espiritual definido, pero el conjunto de evidencias —en particular la impresión de Kathy y el consejo de su padre— sugería que debía quedarse. La bendición del presidente Peterson le abrió el camino para tomar esa decisión, incluso sin haber recibido una respuesta directa a sus oraciones.
A la mañana siguiente, sin embargo, Kathy volvió a complicar las cosas:
A las nueve y media de esta mañana, cuando estaba a punto de llamar a McCulloch para decir: “No, gracias”, Kathy me llamó. Me instó, respaldada por un discurso del élder McConkie, a obtener un testimonio claro del Espíritu antes de rechazar o aceptar la oferta de McCulloch. Eso me llevó de nuevo a arrodillarme, y estaba así cuando la llamada telefónica a McCulloch se conectó. Pero, como aún no tenía un testimonio claro, simplemente les mencioné los hechos que me inclinaban a quedarme en Ricks, sin dar el “No” definitivo que había planeado desde la entrevista de anoche con el presidente Peterson. Así que pasé la tarde con el estómago ardiendo de preocupación por mi falta de respuesta, mientras trabajaba, daba un discurso en la cena del seminario y jugaba ráquetbol con Kathy hasta las 11 p.m. (7 de mayo de 1976)
Finalmente, ese fin de semana llegó la confirmación espiritual. Hal había pasado el sábado por la mañana trabajando en el jardín con los niños, asistido a las sesiones de la conferencia de estaca por la tarde y la noche, y jugado tenis con Kathy hasta tarde, en el torneo anual del colegio. Obtuvo su respuesta cuando oraron juntos antes de dormir.
Kathy y yo jugamos dobles en el gimnasio desde las nueve y media hasta las once; ella golpeaba con fuerza y precisión, así que ganamos. Conversamos hasta tarde en nuestra habitación. Mientras nos arrodillábamos juntos para orar, sentí la impresión de orar acerca de la decisión de mudarnos o no. Y mientras oraba, sentí la confirmación de que debíamos quedarnos en Ricks College y en Rexburg.
(8 de mayo de 1976)
Incluso cuando llegó la respuesta para Hal, esta lo llenó de humildad. Fue uno de esos mensajes importantes que llegan como una voz en la mente. Era la misma voz que había dicho “Ve” cuando oró acerca de casarse con Kathy, y “Es mi escuela” en respuesta a su consulta sobre dejar Stanford para ir a Ricks. Esta vez, la voz dijo: “Te dejaré quedarte un poco más.”
Hal Eyring fue a Rexburg no porque Rexburg lo necesitara de manera especial, sino porque él necesitaba a Rexburg de manera especial para prepararlo para el futuro.
—Élder Dallin H. Oaks
En privado, Kathy fue, como siempre, discreta respecto a la decisión de Hal. Pero expresó su aprobación públicamente varios meses después, al presentarlo en el primer devocional del nuevo año escolar. Señaló que una de las cosas que más la había atraído de Hal cuando se conocieron fue su disposición a anteponer el servicio en la Iglesia a los honores del mundo.
Y desde que nos casamos, esta cualidad ha crecido. Él ha elegido consistentemente servir al Señor, aun cuando algunos fuera de la Iglesia podrían haberse sorprendido por esta dedicación. Ha amado constantemente al Señor y ha querido hacer todo lo que se le pidiera, ya fuera en una función oficial o en cualquier otra cosa que los profetas o las autoridades sobre él hayan sugerido que debía hacerse. Y estoy agradecida más allá de lo que mis palabras pueden expresar por la tremenda influencia que ha tenido en mi vida para bien.
La inundación
Un mes después de que Hal decidió quedarse en Ricks, el primer sábado de junio de 1976, se rompió la recién terminada represa de Teton, en Idaho. Irónicamente, una estructura de tierra defectuosa, construida para evitar las frecuentes inundaciones del río Teton, desató un diluvio como nunca antes se había visto. Ochenta mil millones de galones de agua avanzaron hacia Rexburg a sesenta y cinco kilómetros por hora, arrasando todo a su paso.
Esa mañana, Hal y Kathy estaban en el templo de Idaho Falls para la boda de su amiga de Stanford, Michele Howell. Habían dejado a Matthew y John con una niñera. Henry y Stuart estaban trabajando con el hermano Moore en su granja, en las colinas sobre Rexburg. Los bloqueos de carretera colocados por la policía estatal impidieron que Hal y Kathy regresaran a casa, aunque pudieron confirmar por teléfono que los niños estaban a salvo.
LA DEVASTACIÓN DE LA INUNDACIÓN
Esa noche, en la televisión del cuarto de motel, vieron imágenes que los presentadores describían como una pared de agua de casi cinco metros de altura, llevando casas y árboles en su cresta. Sin embargo, Hal sintió una paz providencial. “Dormí profundamente,” escribió en su diario, “sabiendo que el colegio ya había sido designado como el centro de operaciones de desastre y que necesitaría fuerzas para los días y noches por venir.”
Gracias a las advertencias tempranas de las estaciones de radio locales y al hecho de que la represa se rompió durante el día y no en la noche, la pérdida inmediata de vidas humanas se limitó a seis personas ahogadas. Pero casi cuatro mil hogares fueron destruidos o dañados por el agua, que corría a más de un metro y medio de profundidad por la calle principal de Rexburg. La comunidad vecina al norte, Sugar City, fue completamente arrasada.
El colegio, situado en un terreno ligeramente más alto que el centro de Rexburg, salió prácticamente ileso, salvo por una casa que la inundación depositó en el campo de fútbol. El campus se convirtió en el centro de las operaciones de socorro, y sus residencias estudiantiles se abrieron para albergar a 2,400 evacuados. En los meses siguientes, el colegio serviría 386,000 comidas gratuitas. Hal y sus colegas supervisaron los esfuerzos para alojar y alimentar a las agradecidas víctimas de la inundación.
Cerca de la medianoche, estaba de pie junto a dos parejas en una fila para recibir sopa; su cabello grasiento y sus barbas descuidadas llenaron mi pequeño corazón de irritación al pensar que vagabundos estaban aprovechándose de nuestra comida y alojamiento gratuitos destinados a las víctimas de la inundación.
Cuando el más sucio de ellos se paró junto a mí, levantó tímidamente la vista y dijo, con los dientes oscurecidos: “Presidente, estamos muy agradecidos por lo que el colegio está haciendo por nosotros. Perdimos todo lo que teníamos en Sugar City. Gracias, señor.”
—Diario, 6 de junio de 1976
Hal también desempeñó un papel de liderazgo informal que se extendió más allá de los límites del campus. Estuvo entre los líderes cívicos y de la Iglesia que se reunieron al día siguiente de la inundación, el domingo, en el Manwaring Center. Su diario describe la estrategia de ayuda humanitaria que elaboraron, en la cual la Iglesia —cuyos miembros constituían el 95 por ciento de los habitantes de las zonas más afectadas— desempeñó un papel crucial:
Solo los Santos de los Últimos Días podrían formar un equipo que funcionara con tanta armonía, compuesto por líderes de igual rango en la Iglesia, en defensa civil y en el colegio. Al final del día, ya habíamos definido nuestros papeles: el gobierno del condado, desde el centro de defensa civil, dirigiría los esfuerzos de búsqueda y despeje de caminos; los líderes de la Iglesia dirigirían a las personas y el apoyo de bienestar para ellas; y el colegio proporcionaría el hogar y refugio para las víctimas, así como el centro de operaciones para los esfuerzos de ayuda ante el desastre.
(6 de junio de 1976)
El diario no lo menciona, pero otros presentes en la reunión recuerdan una declaración que Hal hizo durante una discusión sobre el futuro de Rexburg. Uno de ellos fue Robert E. Wells, quien cuatro meses después sería llamado como Autoridad General. En ese momento, el élder Wells presidía el departamento de compras de la Iglesia y había sido enviado a Rexburg para coordinar la adquisición de suministros de socorro.
Al comienzo de la reunión, quienes tomaron la palabra expresaron gratitud porque el desastre no había sido peor, especialmente en cuanto a las vidas perdidas. Sin embargo, compartían una visión sombría del futuro de Rexburg. La calle principal del pueblo y la mayoría de los negocios habían sido destruidos por la inundación. Parecía improbable que el colegio pudiera abrir en otoño o que la ayuda federal llegara pronto —si es que llegaba—. Se hablaba incluso de abandonar las zonas inundadas y reconstruir el pueblo lentamente en un terreno más alto.
De pie, Hal detuvo suavemente, pero con firmeza, ese tipo de conversación y volvió a enfocar la reunión en los esfuerzos de socorro. Declaró que el colegio abriría para el semestre de otoño según lo programado y que el pueblo debía reconstruirse en el mismo lugar. Era hora, dijo, de ponerse en marcha.
Él dio un giro total a la reunión y estableció el liderazgo del colegio.
—Élder Robert E. Wells
Esa primera reunión marcó el modelo de correlación diaria entre los representantes de la Iglesia, el gobierno y el colegio. Los miembros de la Iglesia reconocieron en ello los principios y prácticas de las reuniones semanales del consejo de barrio. Los presidentes de estaca locales aseguraron a los funcionarios del gobierno que los obispos brindarían la misma atención a los miembros y no miembros dentro de los límites de cada barrio. Como resultado, los sistemas de comunicación y coordinación de la Iglesia se convirtieron en una extensión de todas las agencias de socorro. Los funcionarios gubernamentales trabajaban a través de los obispos para contactar a las familias afectadas y comenzar el proceso de encontrar viviendas alternativas y reemplazar pérdidas. Al final, estos funcionarios reconocerían a la Iglesia por haber duplicado la velocidad de los esfuerzos de ayuda, limpieza y reconstrucción.
Incluso las casas que sufrieron menos daños por la inundación requirieron cientos de horas de trabajo para limpiarse. No bastaba con palear, raspar y lavar el lodo maloliente; en la mayoría de los casos, fue necesario retirar alfombras y paneles de yeso, y secar los pisos de concreto y los montantes de madera. Una vez más, la Iglesia y sus miembros se adelantaron. Bajo la dirección del presidente Harold Hillam, de la Estaca Idaho Falls Sur, se reclutaron y organizaron ejércitos de voluntarios. Cada día, autobuses traían varios miles de voluntarios de todo Idaho y el norte de Utah. El presidente Peterson, cuya Estaca Rexburg Este resultó en gran parte intacta, identificó y priorizó las necesidades para asignar a los voluntarios. Como no había alojamiento disponible en Rexburg, muchos voluntarios abordaban los autobuses en sus lugares de origen antes del amanecer y regresaban en las primeras horas del día siguiente. Al final del verano, habían donado un millón de horas de servicio.
EL LODO QUE QUEDÓ ATRÁS
Levantar y aprender
El presidente Peterson contó hoy la historia de un voluntario que le agradeció la oportunidad de realizar una segunda tarea ardua de limpieza con estas palabras: “Oh, gracias. Tenía miedo de no obtener el valor de mi dinero.” Había pagado seis dólares para venir.
—Diario, 18 de julio de 1976
El lunes después de la inundación, Hal comenzó a visitar a los empleados del colegio que habían sido afectados. Mientras iba de casa en casa, los contrastes entre las escenas de devastación física y los triunfos espirituales lo conmovían profundamente.
El lodo se metió en mis botas en veinticinco salas de estar hoy. En esos hogares estaban los sobrevivientes; en muchos terrenos solo quedan los cimientos. La mayor parte de las casas completamente arrasadas se encuentra en Sugar City. Allan Clark y yo detuvimos nuestra camioneta de doble tracción primero en la casa de Wilson Walker. Tomamos fotografías y redactamos una descripción escrita, que firmamos, de la destrucción de su hogar. Gary Ball, de Rexburg, estaba allí con su gran tractor, arrancando el porche delantero destruido. La voz de Wilson se quebró al describir la fuerza y la profundidad del agua. Su esposa sonrió y se despidió de nosotros diciendo: “Pronto tendremos las flores floreciendo otra vez.” (7 de junio de 1976)
En los meses siguientes, Hal visitó el hogar de cada empleado de Ricks College que perdió bienes en la inundación. Fue una época de servicio extenuante, pero también de gran aprendizaje, muy por encima de todo lo que él había planeado para sí mismo apenas aquella primavera, cuando trataba de justificar su permanencia en Ricks.
Una y otra vez, se maravillaba ante la fortaleza de las personas. El desastre temporal parecía despertar una fortaleza espiritual especial, sobre todo en aquellos que ya eran fuertes antes. Un empleado del colegio, sabiendo que su casa había sido arrasada por la inundación, pasó varios días ayudando a otros antes de ir a confirmar que todo lo que poseía se había perdido. Los líderes del sacerdocio locales, especialmente los obispos, necesitaban aliento para atender las necesidades de sus propias familias y descansar lo suficiente. Donde podrían haberse deshecho los nervios y estallado los ánimos, la reacción general ante el desastre fue, en cambio, un aumento del buen ánimo y la generosidad.
Hal aprendió lecciones sobre lo que se necesita para estar preparado ante grandes pruebas personales. Al buscar comprender la diferencia entre la respuesta heroica de algunas víctimas y la deserción de otras —que incluso dejaron a sus seres queridos valerse por sí mismos—, encargó un pequeño pero científicamente significativo estudio. “Solo encontramos una cosa”, dijo más tarde a una clase de estudiantes de secundaria que se graduaban.
Una pareja Santo de los Últimos Días me habló en el Manwaring Center para expresar su gratitud: “Esta es la tercera inundación que hemos vivido, y estamos tan agradecidos de que Ricks College haya hecho de esta la mejor. No podríamos haberlo logrado sin su hospitalidad.”
—Diario, 9 de junio de 1976
Aquellos que fueron héroes eran las personas que siempre recordaban y cumplían sus promesas en las cosas pequeñas, en las cosas cotidianas… una promesa de quedarse después de una cena de la Iglesia para limpiar, o de venir a trabajar un sábado en un proyecto para ayudar a un vecino.
Aquellos que abandonaron a sus familias cuando las cosas se pusieron difíciles, a menudo ya habían abandonado sus obligaciones cuando no era tan difícil. Tenían un patrón de incumplir su palabra en los pequeños compromisos, cuando el sacrificio era mínimo y cumplir lo prometido habría sido fácil. Cuando el precio fue alto, no pudieron pagarlo.
Asistimos a una excelente reunión sacramental en la que el obispo Forsgren testificó y aconsejó que trabajáramos para limpiar primero y teorizar después. Dijo: “Claro que tengo una teoría de por qué perdí mi edificio comercial: lo construí cerca del río, y la represa se rompió.”
—Diario, 13 de junio de 1976
Hal se maravilló ante la ausencia general de quejas hacia el gobierno por la falla de la represa o de cuestionamientos sobre por qué Dios permitiría un desastre así. Las personas autosuficientes y fieles se volvieron aún más firmes en esas cualidades. Muchos miembros de la Iglesia rechazaron los cupones de alimentos ofrecidos por el gobierno; otros los aceptaron, pero luego dedujeron el monto de sus reembolsos por daños. Menos de dos semanas después de la inundación, tanto el programa gubernamental de distribución de cupones como un programa similar de ayuda de la Cruz Roja se cerraron por falta de solicitantes.
Mientras Hal conversaba con funcionarios del gobierno que habían dedicado su carrera a la preparación y asistencia ante desastres, aprendió que el milagro de la inundación de la represa de Teton no consistía solo en la rapidez de la limpieza. La represa se rompió en el mejor momento posible del día y de la semana: un sábado por la mañana de junio, cuando casi todos estaban despiertos y ningún niño estaba en la escuela, lo que minimizó la pérdida de vidas. Además, en un grado sin precedentes, las personas que ya habían vivido inundaciones antes —y que dudaban de que esta fuera muy diferente— respondieron de inmediato a las advertencias de trasladarse a terrenos más altos. Incluso la época del año reflejaba la preocupación de un Dios amoroso por un pueblo obediente: el clima era lo suficientemente cálido para facilitar los trabajos de limpieza, la mayoría de los cuales se completaron antes de que volviera a nevar en el otoño.
Guía de los Hermanos
Los líderes de más alto rango de la Iglesia visitaron Rexburg cuando comenzaba la segunda semana de limpieza. El domingo 13 de junio, el presidente Kimball y el élder Boyd K. Packer, del Cuórum de los Doce, hablaron dos veces a multitudes de miles de víctimas de la inundación en el gimnasio Hart. Hal se sorprendió por su capacidad de expresar amor con solo una pequeña dosis de simpatía. Su enfoque se centró en seguir adelante con fe, como registró en su diario:
El élder Boyd K. Packer, al hablar en el edificio Hart, dijo a las víctimas de la inundación:
“Algunos pueden preguntar: ‘¿Qué hemos hecho mal para merecer esto?’ La respuesta es: ‘Nada.’ Si asocias la tragedia únicamente con el pecado, ¿cómo explicas los sufrimientos de Cristo?”
Y añadió: “La vida es una prueba.”
El presidente Spencer W. Kimball dijo a las personas en ambas reuniones: “Mi mayor agradecimiento a nuestro Padre Celestial ha sido que no hayamos perdido más vidas.” Tanto él como el élder Packer repitieron varias veces que los padres debían realizar reuniones familiares e incluso entrevistas privadas con los hijos pequeños, para que estos expresaran sus temores y obtuvieran respuestas a sus preguntas. Ambos instaron a restablecer los patrones familiares habituales —con oración y consejos familiares— y recomendaron avanzar con ritmo constante a largo plazo; también aconsejaron dar bendiciones paternas a las esposas y a los hijos. El presidente Kimball dijo: “Debemos lograr que los estudiantes regresen al colegio, tanto por el bien de la comunidad como para que los jóvenes reciban educación espiritual combinada con aprendizaje académico. Sin embargo —añadió—, debemos ser sensibles a las necesidades de los sobrevivientes.”
En nuestro único momento de conversación privada, el presidente Kimball me dijo:
“Cuando el dinero comience a entregarse a las víctimas, puede que surjan críticas y celos. Es importante ahora unificar al pueblo.” (13 de junio de 1976)
El presidente Ezra Taft Benson, el miembro de mayor antigüedad del Cuórum de los Doce, llegó apenas cuarenta y ocho horas después de la visita del presidente Kimball y del élder Packer. Para entonces, Hal y sus colegas estaban exhaustos. Pero apreciaron profundamente el elogio y el optimismo del élder Benson, que tenían aún más peso viniendo de un experimentado administrador que había dirigido los esfuerzos de ayuda de la Iglesia en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
La tensión debe estar agotándome: me acosté en el suelo de mi oficina alrededor del mediodía, cerré los ojos, me levanté después de lo que pensé que habían sido cinco breves minutos y descubrí que había pasado una hora. Llegué al Manwaring Center justo a tiempo para estrechar la mano del presidente Ezra Taft Benson y escucharlo decir a una reunión de presidentes de estaca del área afectada por la inundación: “Nunca he visto a la gente en ningún lugar responder a una tragedia con el espíritu que he visto aquí… Creo que de esto saldrá algo bueno. Miraremos atrás, en los años venideros, con gratitud por esta experiencia.”
También dijo: “El Señor tiene una manera de traer bendiciones a partir de la tragedia, si hacemos nuestra parte… Los de afuera obtendrán un testimonio de que esto es religión pura en acción, y se interesarán… Les prometo bendiciones, en el nombre del Señor, de esta experiencia, bendiciones preciadas para ustedes y sus familias.” En respuesta a las preguntas sobre si debían aceptarse préstamos u otra ayuda del gobierno, evitó pronunciarse sobre programas específicos, salvo rechazar el subsidio directo, y añadió que el principio general era: “El Señor desea que su Iglesia sea independiente de toda otra institución bajo el cielo. Sigamos ese principio lo más fielmente posible.” (15 de junio de 1976)
El desastre dio a Hal la oportunidad de explicar los sistemas de bienestar y liderazgo de la Iglesia a muchos que no eran miembros. El gobernador de Idaho, Cecil Andrus —quien habló junto al presidente Kimball y el élder Packer ante las víctimas de la inundación—, pidió a Hal que le escribiera describiendo cómo los Santos de los Últimos Días aplicarían los principios del bienestar al recibir ayuda. Periodistas y funcionarios del gobierno federal también procuraban entender cómo una organización espiritual podía lograr resultados temporales tan notables.
La lluvia caía torrencialmente afuera, mientras yo estaba en mi oficina con personas de California y Seattle que se maravillaban de lo que habían visto aquí. El hombre y la mujer de California, redactores de Reader’s Digest, descubrieron que una visita al presidente de estaca Robert Smith, en St. Anthony, cambió el enfoque de su historia: ya no trataría sobre la inundación, sino sobre la respuesta de la Iglesia. Mis segundos visitantes eran subdirectores de la Agencia Federal de Asistencia en Desastres. Uno de ellos dijo: “Nunca he visto una recuperación tan organizada y rápida. Le doy el crédito a su Iglesia.” (16 de junio de 1976)
Hoy bajé por una escalera en el Manwaring y vi una caja, a la altura de mis ojos, en una pila que se alzaba muy por encima de mi cabeza. El rótulo decía: “Mantequilla de maní marca Deseret — Estaca Houston Este.” Pensé en el bien que esa comida ha hecho y en la bondad de Dios al inspirar a la gente de Houston, hace dos años, para bendecirnos ahora.
—Diario, 11 de junio de 1976
Hal mismo se maravilló del poder de las organizaciones del sacerdocio y de bienestar de la Iglesia. Como muchos miembros, había cumplido asignaciones en granjas y plantas de conservas de estaca a lo largo de su vida. Aunque ese trabajo siempre dejaba buenos sentimientos, resultaba difícil imaginar el destino de los productos que él y otros voluntarios ayudaban a elaborar. La inundación le ofreció una visión inolvidable del propósito completo del sistema de bienestar.
Continuar adelante
Ricks College comenzó su semestre de otoño según lo programado. Los dormitorios estaban vacíos, gracias al rápido envío de casas rodantes por parte del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano del gobierno de los Estados Unidos. También estaban impecables, gracias al orden y limpieza de las familias agradecidas que los habían ocupado. Los estudiantes participaron en las tareas continuas de limpieza y reconstrucción, pero, aparte de eso, la vida en el campus siguió su curso habitual, con un horario completo de clases y actividades deportivas.
Hal reanudó sus responsabilidades académicas, incluyendo las visitas a los miembros de la facultad y otros empleados, tal como le había recomendado el hermano Moore. También continuó reflexionando seriamente sobre el papel del colegio.
Mientras Henry y Stuart saludaban el día con una práctica de natación a las seis de la mañana, escribí respuestas a preguntas como esta: “¿Por qué debería Ricks College tratar de mantener abiertas sus puertas a estudiantes de una amplia capacidad académica, al menos según su desempeño anterior?” Cuando los muchachos vinieron a buscarme a las 7:30, había pensado más profundamente en Ricks College y su lugar en la Iglesia que nunca antes.
Siguiendo mi nuevo horario, salí al edificio de ciencias industriales para visitar a las personas donde trabajan. Como si hubiera sido guiado, doblé por un pasillo que no había notado antes y encontré a dos miembros de la facultad conversando, visiblemente preocupados. Me quedé allí una hora. (31 de marzo de 1977)
A pesar de sus esfuerzos por acercarse al personal, los resultados de una encuesta general realizada en la primavera de 1977 indicaron que la administración de Hal seguía siendo motivo de preocupación para algunos. Debido al consejo del hermano Moore —de salir y estar entre los empleados del colegio—, la noticia no fue del todo inesperada ni tan negativa como podría haber sido. Pero, después de seis años de darlo todo, Hal no pudo evitar sentirse dolido y decepcionado. No obstante, su diario refleja únicamente sentimientos de gratitud y una determinación renovada de fortalecer la unidad de la comunidad universitaria.
Las oraciones familiares, las clases, el almuerzo con los muchachos y todo mi trabajo de oficina hasta la tarde estuvieron llenos de expectación y un toque de ansiedad. A las dos dirigí una presentación y un diálogo con la facultad para informarles los resultados de una encuesta sobre la actitud del profesorado. Sentí el Espíritu. La reunión, que podría haber aumentado la amargura al invitar a la crítica, de alguna manera generó un sentimiento de cooperación entre todos. Pude sentir la ayuda del cielo para el colegio. La encuesta confirmó claramente el consejo de nuestro maestro orientador, el hermano Moore, cuando dijo que había sentido impresiones durante la noche indicándole que yo debía salir de mi oficina y estar en los lugares de trabajo de nuestra gente en el colegio.
(14 de abril de 1977)
Estos desafíos en Ricks no disminuyeron la gratitud de Hal por la oportunidad de “quedarse un poco más”, aunque podría haber partido hacia horizontes profesionales más prometedores. Desde que rechazó la oferta de McCulloch, había recibido otra igualmente atractiva. Bruce Henderson, el renombrado fundador del Boston Consulting Group (BCG), le había pedido a Hal que abriera y dirigiera una oficina en la Costa Oeste para su firma, que crecía rápidamente. Al igual que Hal, Henderson había asistido a la Escuela de Negocios de Harvard y trabajado en Arthur D. Little. Aunque no coincidieron en ninguno de esos lugares, Hal había descubierto las brillantes teorías de administración de Henderson mientras enseñaba en Stanford. Los dos habían iniciado una correspondencia, y Hal accedió a la solicitud de Henderson de enviar a su principal colaborador, Bill Bain, a reclutar en Stanford. Bain contrató a varios de los mejores estudiantes de Hal, incluido uno que más tarde lo ayudaría a fundar su propia firma de consultoría, Bain & Company.
La oferta de BCG tenía mucho a su favor. Hal y Bruce Henderson pensaban de manera similar. Ambos veían el valor potencial de las teorías de administración empresarial, pero también la necesidad de hacerlas prácticas. Se habían impresionado mutuamente con el trabajo del otro: Hal había introducido la influyente “curva de experiencia” de Henderson en sus clases de Stanford, y Henderson había invitado a Hal a presentar en retiros ejecutivos patrocinados por BCG en Estados Unidos y Europa.
Cuando salí de casa por segunda vez esta mañana, justo antes de las ocho, Kathy dijo entre los ojos medio cerrados: “Este ha sido el regreso a casa más difícil que he tenido.” Los sesenta centímetros de nieve no ayudaban, ni el hecho de que nuestro auto esté prisionero por un resorte roto de la puerta del garaje.
—Diario, 4 de enero de 1977
Hal también veía en Bruce Henderson un posible mentor del tipo que había encontrado en el general Doriot y en C. Roland Christensen en Harvard. Más que la oportunidad de convertirse en colíder de una prestigiosa firma de consultoría, lo atraía la posibilidad de trabajar con alguien a quien admiraba profundamente y de quien podía aprender. También había un atractivo geográfico: Hal podría escoger entre varias ubicaciones en la Costa Oeste, incluida el área de la bahía de San Francisco. Ese pensamiento adquirió momentáneamente importancia cuando los Eyring regresaron de su viaje navideño anual a the Hill.
Pero Hal dejó pasar la oferta de BCG, con mucha menos deliberación que la de McCulloch. Aún se sentía agradecido por la bendición de haberse quedado un poco más en Ricks, y era consciente de la fuente de esa bendición. También presentía que algo más estaba por venir: una oportunidad profesional que haría que él y Kathy se sintieran bien “de adentro hacia afuera.”
Una nueva asignación
En julio de 1977, Jeff Holland invitó a Hal y a Kathy a reunirse con él en Salt Lake City, con apenas un día de aviso. La entrada del diario de Hal registra la esencia de la conversación que tuvieron allí.
Al amanecer, llevé a Henry y a Stuart a nadar. Por la tarde, Kathy y yo estábamos en Salt Lake almorzando con el comisionado Holland en la cafetería del sótano del Hotel Utah. Me pidió que fuera comisionado adjunto de educación para la Iglesia. Me volví hacia Kathy y le dije: “¿Qué piensas?”
Ella sonrió y respondió: “¿Qué se puede decir?”
Jeff Holland ya nos había dicho que tenía una carta del presidente Kimball autorizándolo a llamarnos para el cargo. (12 de julio de 1977)
Esta vez, la convicción de que Hal debía aceptar la oferta de trabajo llegó rápidamente, al día siguiente, aunque no en forma de voz:
Oré para saber si debíamos ir. Mi respuesta, en lugar de una garantía de éxito o aprobación, fue la imagen de pequeños estudiantes, de todos los colores, en todo el mundo. Junto con la imagen, sentí una oleada de amor por ellos.
(13 de julio de 1977)
El último día de trabajo de Hal en Ricks fue el viernes 29 de julio. Cuarenta y ocho horas después, ya se dirigía a Utah para comenzar su labor en la oficina del Comisionado. Kathy recortó para él el editorial que apareció ese día en el periódico de Idaho Falls (véase la página siguiente).
Ese otoño, los colegas de Hal en Ricks invitaron a los Eyring y a sus familiares a regresar a Rexburg para una asamblea y cena especial durante la Semana de Regreso a Casa, en honor a su servicio. Cuatro mil estudiantes, exalumnos, profesores y amigos asistieron a la asamblea, seguida de una cena para mil personas. Los abundantes homenajes avergonzaron no solo a Hal, sino también a su suegro. Cuando la larga velada finalmente terminó y se dirigían a la salida, Sid le dijo a Hal con una sonrisa cómplice:
“Vámonos de aquí antes de que descubran la verdad.”
15
Preparen el CaminoPor tanto, ve, y llama a siervos,
para que trabajemos diligentemente con nuestro poder
en la viña,
a fin de que preparemos el camino,
para que yo vuelva a producir el fruto natural,
el cual es bueno
y el más precioso sobre todos los demás frutos.
— Jacob 5:61
El sistema de seminarios e institutos de la Iglesia, del cual Hal asumió la responsabilidad después de concluir su servicio en Ricks en 1977, estaba preparado para una expansión dramática. Bajo el liderazgo del presidente Spencer W. Kimball, la Iglesia estaba creciendo internacionalmente como nunca antes, especialmente en América Latina. Como escribió Hal una noche, después de intentar describir su nuevo cargo a los demás miembros de la junta directiva de McCulloch: “No hay manera de explicar ‘Subcomisionado de Educación’ sin hablar del evangelio que va a toda nación, tribu, lengua y pueblo.”
Hal percibió la magnitud del crecimiento internacional de la Iglesia durante un viaje que realizó apenas dos semanas después de comenzar su nuevo trabajo. Entre el 14 y el 19 de agosto de 1977, visitó la Ciudad de México, principalmente para inspeccionar las escuelas secundarias de la Iglesia allí. Sus anfitriones y guías de viaje fueron los representantes del Sistema Educativo de la Iglesia en México. El principal encargado del SEI, Ben Martínez, había sido uno de los antiguos consejeros de Hal en el obispado del Barrio Stanford. El diario registra los sentimientos cálidos de Hal al ver a Ben y conocer los éxitos de la Iglesia en México.
Más que el aire estaba cálido cuando entré al aeropuerto de la Ciudad de México; a pesar de mi ansiedad al llegar a una nueva ciudad, sentí que un amor y un optimismo me inundaban, sentimientos que permanecieron durante el trayecto en automóvil, de parachoques a parachoques, hasta el hotel María Isabel. Mientras Ben me hablaba de los 50,000 conversos por año, sobre una base de 250,000 miembros, sentí una confirmación espiritual de que este país tiene una bendición especial del Señor. (15 de agosto de 1977)
Crecer el programa mundial de seminarios e institutos, sin embargo, era un desafío más costoso y complejo que presidir el Ricks College, incluso en los tiempos económicos difíciles que Hal y sus colegas en Rexburg habían enfrentado. En 1977, más de 300,000 estudiantes estaban inscritos en seminario o instituto. Vivían en cincuenta y cuatro países y necesitaban materiales de estudio en diecisiete idiomas. Servir a una mayor cantidad de jóvenes de la Iglesia requeriría no solo contratar a más personal y establecer operaciones en nuevos países, sino también simplificar el plan de estudios de seminarios e institutos para que las tareas de traducción y capacitación fueran menos costosas y más efectivas para los alumnos.
Además de seminarios e institutos, las nuevas responsabilidades de Hal incluían la supervisión de setenta y tres escuelas de la Iglesia que servían a 16,000 estudiantes de primaria, secundaria y preparatoria. Las escuelas estaban distribuidas en México, Chile, Perú y Bolivia, así como en todas las islas principales de la Polinesia. Inicialmente, cada escuela fue fundada en respuesta a una deficiencia en el sistema educativo público local. La tradición de autosuficiencia educativa de la Iglesia se remonta a la época de los pioneros, cuando la ausencia de escuelas públicas en el oeste de los Estados Unidos requería que cada asentamiento mormón creara su propia academia, normalmente patrocinada por la estaca. De hecho, el Ricks College comenzó como una academia para niños en edad escolar, desarrollando gradualmente un plan de estudios de preparatoria y luego de universidad júnior, hasta finalmente eliminar los grados previos a la universidad conforme crecía el sistema público de educación del estado de Idaho. La Universidad Brigham Young y la Universidad de Utah tienen orígenes similares en academias pioneras.
Tu llamamiento tiene consecuencias eternas para otros y para ti. En el mundo venidero, miles podrán llamarte bienaventurado, incluso más que las personas a las que sirves aquí. Ellos serán los antepasados y los descendientes de aquellos que escogieron la vida eterna gracias a algo que dijiste o hiciste, o incluso por lo que fuiste.
—Discurso, 6 de octubre de 2002
Los sentimientos de Hal de cercanía con sus nuevas responsabilidades iban más allá del origen de Ricks como escuela primaria y de su período de un año como maestro de seminario matutino. Su madre, Mildred, había sido miembro de la primera clase de seminario de la Iglesia, en la Granite High School de Salt Lake City, en 1912. Además de apreciar lo que el seminario había hecho por su madre, Hal se sentía personalmente agradecido por el programa. El edificio del seminario, adyacente a la East High School, había sido para él un refugio espiritual. La instrucción matutina de la hermana Stoddard y del hermano Toronto lo había fortalecido contra la mundanalidad y las dudas que lo asaltaban en la escuela. Con el paso de los años, su gratitud no había hecho más que crecer.
JOE J. CHRISTENSEN
Recibiendo consejo
Hal estaba agradecido de trabajar junto a dos colegas administrativos, Joe J. Christensen y Stanley A. Peterson, cada uno de los cuales aportaba una energía e intuición notables a la tarea compartida. Joe Christensen había servido como director de instituto en tres universidades, incluida la Universidad de Utah, sede del instituto más grande de la Iglesia. En 1970, él y su esposa, Barbara, fueron llamados a presidir una misión en México. Sirvieron solo unos meses antes de ser llamados de regreso por Neal Maxwell, el entonces nuevo Comisionado de Educación de la Iglesia. Neal había admirado el trabajo de Joe cuando ambos estaban en la Universidad de Utah y lo había designado para dirigir la expansión de los programas de seminario e instituto en todo el mundo. Joe llevaba siete años en esa labor cuando Jeff Holland le pidió que reportara a Hal.
Stan Peterson llegó al mismo tiempo que Hal, en el verano de 1977. Hasta ese momento, había sido decano de la división de educación continua de BYU, uno de los mayores proveedores del mundo de cursos por correspondencia para estudiantes de preparatoria y universidad. El comisionado Holland, quien había sido también decano en BYU, pensó en aplicar la experiencia de Stan en educación continua a los programas del SEI como Semana de Educación, Conozca su Religión y Especialmente para Jóvenes (EFY), así como a programas de alfabetización para estudiantes en América Latina. Antiguo director de escuela en California, Stan también aportaba valiosa experiencia en relación con las escuelas internacionales de la Iglesia.
El comisionado Holland encargó a Hal, Joe y Stan unir los seminarios e institutos, las escuelas de la Iglesia y la educación continua como nunca antes. Le preocupaban la posible confusión y los costos redundantes de tener representantes separados de cada una de las tres ramas en el campo, donde podían abrumar a los líderes del sacerdocio con poca experiencia.
Con este fin, el comisionado Holland advirtió a Hal, Joe y Stan que no dividieran sus responsabilidades según estas categorías tradicionales. Ellos decidieron seguir este consejo, pero hacerlo requería un grado de coordinación que ninguno de los tres había experimentado antes. Uno de los resultados fue que Hal se fortaleció y desarrolló como líder.
Estaba todo por todas partes. Solía decir que a veces teníamos personas en el aeropuerto, tres filas de profundidad, chocando unas con otras.
—Élder Jeffrey R. Holland
Afortunadamente, a Hal le resultó fácil respetar a Joe y a Stan. La capacidad de cada uno de ellos era inmediatamente evidente, y se manifestaría en asignaciones posteriores. Joe llegaría a presidir tanto el Centro de Capacitación Misional de Provo como el Ricks College, antes de servir diez años como miembro del Primer Quórum de los Setenta. Stan, a partir de 1980, pasaría veinte años supervisando las tres áreas por las que entonces compartían responsabilidad.
Aun así, en sus primeros meses de trabajo conjunto, el poder del trío parecía ser una bendición mixta. Por un lado, las ideas inspiradas fluían libremente:
Joe Christensen y yo nunca dejamos de generar nuevas ideas entre nosotros, como chispas, en conversaciones alegres que abarcaban desde cómo fortalecer a los jóvenes Santos de los Últimos Días frente a los profesores de filosofía que atacaban su fe, hasta nuevas formas de satisfacer las necesidades de los adultos que deseaban más educación del evangelio. Terminamos nuestra charla en el automóvil, a las once, después de una reunión con maestros de seminario e instituto en BYU. (9 de agosto de 1977)
Mientras Joe, Stan y yo nos sentábamos a las nueve y media, le pregunté: “Joe, ¿cuál es la nube más oscura que ves en el horizonte?” Eso dio lugar a una avalancha de preocupaciones, una amplia conversación que duró cuatro horas. Al final, nos arrodillamos juntos y sentimos una clara confirmación de que habíamos encontrado el nuevo patrón organizativo que debíamos seguir al compartir la obra de dirigir toda la educación religiosa, las escuelas y los programas especiales del Sistema Educativo de la Iglesia. (15 de septiembre de 1977)
STANLEY A. PETERSON
Aunque las ideas fluían libremente, lograr consenso en decisiones importantes resultaba a menudo difícil. El desafío de una comunicación y una toma de decisiones efectivas se intensificaba por los horarios de viajes internacionales. En cualquier día laboral, era probable que al menos uno de los tres miembros del grupo estuviera fuera de la oficina y fuera difícil de contactar. Las percepciones e impresiones que cada uno traía del campo resultaban esclarecedoras, pero no siempre fáciles de conciliar.
El entorno de liderazgo difería notablemente del que Hal había experimentado en Ricks. Allí, él había presidido un equipo de administradores seleccionados cuidadosamente, con responsabilidades funcionales claramente definidas. Cada uno de esos hombres conocía los límites de su autoridad, tanto en relación con los demás como con Hal. En contraste, las cosas eran mucho menos claras e inherentemente más superpuestas en el triunvirato que el comisionado Holland había creado. Era una situación común en las oficinas centrales de la Iglesia y, por tanto, una preparación beneficiosa para Hal; en servicios futuros, agradecería haber tenido la experiencia de trabajar en estrecha colaboración intelectual con colegas de carácter fuerte. Pero, en ese momento, resultaba exigente y, a menudo, incómodo.
Parte del desafío provenía de las grandes diferencias en antecedentes personales y temperamentos. Joe y Stan habían pasado sus carreras en las mismas actividades que ahora supervisaban junto con Hal. Habían visto pasar y desaparecer ideas supuestamente revolucionarias en la educación religiosa, desarrollando con el tiempo un saludable escepticismo y una apreciación por la continuidad. Hal, en cambio, veía posibilidades innovadoras en todas partes. “La avalancha de impresiones, los resultados emocionantes de los modelos computarizados y las convicciones derivadas de las palabras de los profetas continuaban”, escribió una noche. “En mi vida, nunca había tenido los desafíos de mi trabajo tan claramente, tan insistentemente y tan constantemente en mi mente y corazón.”
Nuestro Padre Celestial desea que nuestros corazones estén unidos. Esa unión en amor no es simplemente un ideal. Es una necesidad.
—Discurso, 5 de abril de 1998
Muchas de las ideas de Hal resultaron invaluables, pero solo con la ayuda de Stan y Joe. A menudo se encontraban desempeñando los impopulares roles de verificar la realidad y establecer prioridades. Como observó Stan acerca de Hal: “Tenía una mente como una trampa de acero, absolutamente creativa y en constante movimiento. Podía idear más cosas de las que uno podría implementar.”
En su esfuerzo por dominar un nuevo estilo de liderazgo más colaborativo, Hal recibió orientación de diversas fuentes. Entre las más destacadas estaban Kathy y su padre, como anotó en su diario:
Kathy me instó a trabajar más con los hombres a quienes dirijo, y papá me aconsejó durante el almuerzo en la Universidad que fuera menos frívolo; el buen consejo me ayudó en las reuniones administrativas, entrevistas y en las horas de trabajo en el modelo de planificación para las escuelas. (17 de octubre de 1978)
La fuente más abundante de comprensión sobre el liderazgo para Hal provenía de su observación de los Hermanos. Habiendo estudiado el comportamiento organizacional como profesor y observado a los Hermanos enfrentarse a temas difíciles cuando era presidente de Ricks, no le sorprendía verlos luchar con los mismos desafíos de unificar grupos que él enfrentaba. Pero al observarlos, aprendió importantes lecciones sobre el poder de la inspiración para lograr la unidad, incluso en las situaciones más complejas. Ese fue particularmente el caso en las reuniones de un subgrupo de la Junta de Educación de la Iglesia, el “Comité Ejecutivo”, al cual Hal asistía mensualmente.
El día se centró principalmente en la preparación para la reunión del Comité Ejecutivo a las tres. Los élderes Hinckley, Monson y Packer estaban allí, junto con el obispo Brown. Hablé poco, pero aprendí mucho. Y vi una clara inspiración cuando los cuatro miembros sintieron una posición común y fuerte respecto a varios asuntos complicados.
—Diario, 25 de agosto de 1977
Hal también aprendió de las reuniones que no salían tan bien, especialmente de aquellas que él dirigía. Vio que las opiniones divergentes eran un arma de doble filo. Se necesitaban diferentes puntos de vista para tomar decisiones bien razonadas e inspiradas. Pero sin el debido cuidado, el debate podía cortar a los miembros de un grupo tanto de la fuente de inspiración como los unos de los otros.
Traté de manejar y reducir el conflicto hoy en mis reuniones; y lo vi aparecer en una reunión de comité a la que asistí, dirigida por una Autoridad General. Muy pocas personas pueden tolerar diferencias de opinión sin hacer o sentir ataques personales. La ira parece surgir ante casi cualquier diferencia, y sin embargo, si no trabajamos sobre las diferencias, no aprendemos mucho unos de otros. (10 de noviembre de 1977)
Con el paso de los meses, el equipo Eyring–Christensen–Peterson comenzó a consolidarse. Una gran parte de la razón fue la disposición de Hal a ser menos directivo que cuando era presidente del Ricks College. Más que nunca, el diario se convirtió en una herramienta de autoanálisis y descubrimiento. Anotó que estaba “aprendiendo algo sobre cómo equilibrar un impulso de ‘tomar el mando’ que tengo en mí con la necesidad de dar a otros responsabilidad.”¹⁰ Eso contribuyó a avances importantes en las asignaciones que el trío había recibido del comisionado Holland.
A menos que el optimismo nuble mi visión, las reuniones de hoy parecen habernos acercado a resolver tres de las principales cuestiones organizativas para las que fui convocado: cómo nuestra organización de campo representará a toda la Educación de la Iglesia en la orientación a estudiantes; la educación religiosa para adultos; y la planificación y construcción de edificios fuera de BYU y Ricks. Parecemos estar cerca de resolverlas todas, y mi sentimiento es que el Espíritu ablandó los corazones para ayudarnos a negociar; nunca fue difícil ver lo que sería mejor, pero casi imposible ver cómo lograr que la gente estuviera de acuerdo. Hemos comenzado. (2 de diciembre de 1977)
Crecimiento y simplificación
El nuevo subcomisionado y sus dos asociados enfrentaban desafíos no solo de crecimiento, sino también de simplificación. El comisionado Holland les encargó reducir y simplificar el plan de estudios de educación religiosa de la Iglesia. Los manuales de lecciones de seminario, por ejemplo, se habían vuelto tan extensos que presentar todo el material de cada lección podía impedir la lectura de las Escrituras en las que la lección se basaba. Además de este perjuicio espiritual de los manuales sobrecargados, existía también el problema práctico de traducirlos a decenas de idiomas. Se necesitaba simplificación, tanto para permitir una traducción asequible como para aumentar el enfoque de la enseñanza en las Escrituras y en las doctrinas esenciales del Evangelio.
Había una necesidad similar de priorización y simplificación en el sistema de escuelas primarias y secundarias de la Iglesia. Aunque las escuelas eran muy apreciadas por los estudiantes y padres que se beneficiaban de ellas, estaban volviéndose cada vez más costosas; y lo serían aún más con la llegada de las computadoras al aula. Con la lenta pero constante aparición de alternativas públicas en muchos de los países donde la Iglesia operaba escuelas, el comisionado Holland y sus colegas debían justificar la prestación de servicios educativos. Se estaba volviendo evidente que las escuelas de la Iglesia ya no eran realmente un último recurso, sino más bien una alternativa preferida a la educación que los miembros podían obtener sin costo adicional.
La cuestión de si la Iglesia debía ofrecer alternativas de mayor calidad a las escuelas públicas existentes era difícil, no solo internacionalmente, sino también en los Estados Unidos. Los miembros cuyos hijos asistían a escuelas públicas con estándares morales y de seguridad física en declive esperaban naturalmente que la Iglesia pudiera crear refugios educativos seguros. Su petición de ayuda se volvió especialmente sentida durante la era del transporte escolar obligatorio ordenado por los tribunales en los Estados Unidos. En 1971, un fallo de la Corte Suprema permitió a los tribunales federales ordenar que los estudiantes fueran transportados en autobús a escuelas lejos de sus hogares con el propósito de lograr la desegregación racial. La Iglesia recibió presiones particulares de los miembros en Los Ángeles a partir de 1977, el año en que la Corte Suprema de California ordenó a la junta escolar de esa ciudad crear lo que se convirtió en un drástico plan de desegregación mediante el transporte forzoso de estudiantes.
El Sistema Educativo de la Iglesia se había enfrentado a una encrucijada similar poco tiempo antes. Cuando Neal Maxwell se convirtió en comisionado en 1970, reconoció de inmediato la imposibilidad de servir a los 200,000 miembros en edad universitaria únicamente a través de BYU, Ricks, el Church College of Hawaii y el LDS Business College, los cuales tenían una capacidad combinada de menos de 35,000 estudiantes. Sabiendo que la Iglesia no podía permitirse expandir ni crear nuevos campus universitarios para satisfacer las necesidades de todos los miembros, el comisionado Maxwell promovió el rápido crecimiento de los institutos durante el tiempo en que Hal estaba en Ricks.
Para 1977, el comisionado Holland y la Junta habían llegado a una conclusión similar: la Iglesia no podía ser un proveedor de último recurso para la educación primaria y secundaria, y de hecho no necesitaba serlo en muchos de los países en los que operaba escuelas. Así como el instituto servía a los jóvenes en edad universitaria que asistían a escuelas no pertenecientes a la Iglesia, el seminario podía proveer la educación espiritual a los estudiantes que asistían a escuelas públicas de nivel primario y secundario. Este enfoque permitiría al SEI servir a todos los jóvenes miembros de la Iglesia, gracias en gran parte al éxito del programa de seminario en el hogar, probado bajo la dirección de Joe Christensen. Hal realizó análisis cuantitativos de las opciones:
En las largas horas de hoy, algunas solo y otras con el comisionado y los administradores de zona, comencé a construir modelos matemáticos de las alternativas que enfrenta la Iglesia en cuanto a construir o cerrar escuelas, seleccionar programas de educación religiosa para diferentes grupos de edad, y hacerlo todo ante el deseo de los Hermanos de simplificar. Solo el hecho de pensar en cómo construiría los modelos matemáticos me ha llevado a hacer un análisis más cuidadoso que antes. (10 de octubre de 1978)
Aunque la estrategia general parecía correcta, aún quedaba en manos de Hal, Joe y Stan tomar decisiones difíciles respecto al cierre de escuelas. Incluso cuando las decisiones estaban justificadas analíticamente y confirmadas espiritualmente, resultaban dolorosas de implementar, como registró Hal después de una reunión especial de la Junta.
Participé en la reunión con los miembros de la Junta, las Autoridades Generales responsables de Sudamérica y los líderes del sacerdocio de Chile; les dijimos que las escuelas de la Iglesia serían cerradas porque la educación pública se ha vuelto adecuada. Ellos fueron leales, a pesar de la pérdida personal. (30 de marzo de 1978)
El dolor de los cierres de escuelas se suavizó en parte gracias a los llamados proféticos a nuevas oportunidades de aprendizaje para los miembros de la Iglesia en todo el mundo. En junio de 1978, el presidente Spencer W. Kimball anunció que las bendiciones del sacerdocio y del templo serían extendidas a todos los miembros varones de la Iglesia. Ese otoño, en las reuniones de liderazgo del sacerdocio celebradas en conexión con la conferencia general, el presidente Kimball hizo un llamado para que las bendiciones no solo del evangelio, sino también de la educación formal, fueran llevadas al mundo, incluyendo África. Más adelante ese mismo fin de semana, en el Tabernáculo de la Manzana del Templo, el élder Boyd K. Packer, miembro de la Junta de Educación, amplió la visión de Hal respecto a las oportunidades, particularmente en México.
El élder Packer concluyó nuestra reunión de las ocho con los líderes del sacerdocio de México diciendo: “He tenido el sentimiento, desde que entré en esta sala, de que vendrán oportunidades que nunca hemos soñado. Las limitaciones que hemos conocido en las escuelas de México desaparecerán, aunque algunas desaparecerán con dolor. No estoy seguro de cuán pronto sucederá esto.” Luego, al terminar la reunión, dijo: “El Señor nos bendecirá. Él está velando sobre Su Iglesia en México. Grandes cosas están por venir.” Se esforzó por asegurarse de que yo estuviera sentado en la segunda fila del Tabernáculo antes de que él tomara asiento en el estrado. (1 de octubre de 1978)
Hal, Joe, Stan y quienes trabajaban con ellos respondieron con entusiasmo al llamado profético de aumentar las oportunidades educativas para los miembros de la Iglesia. Su simplificación del plan de estudios de educación religiosa condujo a una reducción del 90 por ciento en los materiales utilizados para la enseñanza del seminario, los cuales eran empleados tanto por instructores profesionales como por voluntarios llamados a enseñar seminarios matutinos. Al reducir los costos de traducción e impresión, esta optimización hizo posible ampliar las oportunidades de seminario e instituto en todo el mundo.
Cuanto más se sumergía en esta labor, más crecía en Hal su amor por los seminarios, los institutos y las escuelas de la Iglesia. Aunque lamentaba dejar a Kathy y a los muchachos durante los largos viajes a lugares lejanos, se emocionaba al ver los efectos positivos de la educación en los miembros de la Iglesia. También admiraba los sacrificios de los empleados de la Iglesia que hacían posibles las actividades de las escuelas, los institutos y los programas de seminario. Ellos y sus familias vivían con ingresos modestos y se mudaban con frecuencia, con una disposición inspiradora y llena de gratitud.
Por encima de todo, Hal sentía amor por los alumnos a quienes él y sus colegas servían. La imagen de los pequeños niños de todas las nacionalidades y el sentimiento de amor que le había llegado cuando oró acerca de dejar Ricks resultaron ser visionarios. En especial durante sus viajes al extranjero, experimentó frecuentes confirmaciones de que seguía cumpliendo una misión del Señor.
Cenamos con el presidente de la Misión de Seúl, F. Ray Hawkins, en la Casa de la Misión, y luego regresamos al hotel para una noche de hogar con las esposas y los hijos de nuestros hombres. En nuestra pequeña habitación de hotel, los niños se alinearon en una esquina y cantaron, en coreano, “Da, dijo el arroyito,” “Soy un hijo de Dios” y “Espero que me llamen a una misión.” Las esposas y los niños pasaron a mi habitación mientras conversábamos con los hombres. Luego los niños regresaron trayendo peras, manzanas y naranjas, todas cuidadosamente cortadas y preparadas en platos para que las comiéramos. Les dimos la mano a todos los padres y niños mientras caminaban por el pasillo al final de la velada. Los últimos se volvieron para hacer una reverencia hacia nosotros. Yo devolví la reverencia. (31 de octubre de 1978)
Enseñando y aprendiendo de los jóvenes
Durante su servicio mundial como subcomisionado de educación, Hal también desarrolló una mayor capacidad para amar a los jóvenes de su propio vecindario. Al llegar a Utah en el otoño de 1977, los Eyring se convirtieron en miembros del Barrio 46 de Bountiful. El barrio, situado en lo alto de las colinas sobre la calle principal del pueblo pionero, crecía rápidamente. Listo para dividirse, contaba con más liderazgo del sacerdocio del que necesitaba. El primer llamamiento de Hal fue servir como uno de los cuatro ujieres de la Escuela Dominical.
Cuando el barrio se dividió cinco meses después, Hal recibió el llamamiento de servir como presidente del comité de exploradores del nuevo Barrio 48, presidido por el obispo Norman Dobson. Reprimiendo sus dudas acerca de su propia experiencia en los Boy Scouts (era un scout de segunda clase) y su temor claustrofóbico de dormir en tiendas de campaña, aceptó el llamamiento con entusiasmo.
El obispo Dobson mencionó en mi entrevista en el templo, combinada con la entrevista del diezmo, que estaban pensando en llamarme para ayudar en el comité de exploradores. Me sorprendió, y me agradó, escuchar mi nombre leído en la reunión sacramental como presidente del comité de exploradores. El jefe scout me dijo al salir que comenzaré mi campamento de invierno en el camino al Valle de Cache en febrero. (8 de enero de 1978)
Menos de un año después, Hal aceptó un llamamiento relacionado para servir como asesor del quórum de diáconos. Su deber principal era enseñar las lecciones dominicales, aunque también ayudaba con las actividades semanales de los Boy Scouts. La enseñanza resultó ser inesperadamente productiva y placentera. Descubrió que la inspiración fluía tanto en presencia de un pequeño grupo de jóvenes de doce y trece años como lo hacía en los devocionales del Ricks College con miles de estudiantes universitarios, o en las conversaciones con las Autoridades Generales.
EL HIJO DE HAL, MATTHEW, UNO DE SUS EXPLORADORES
Sentí la impresión de enseñar a mi quórum de diáconos a partir del versículo 19 de la sección 130 de Doctrina y Convenios. En la reunión sacramental, que fue dirigida por estudiantes de seminario de la preparatoria de Bountiful, uno de los discursos más impresionantes citó ese mismo versículo. Los diáconos me miraron en la reunión, obviamente sorprendidos. Yo también lo estaba, aunque ahora sé que fue el Espíritu Santo quien me enseñó a preparar a los muchachos para ser enseñados de nuevo, más tarde. (25 de febrero de 1979)
Hal trató de mostrar el mismo respeto por el presidente del quórum de diáconos que mostraba por los Hermanos. Como recordaría en un discurso de la conferencia general de 2006, él “tenía la costumbre de buscar el consejo de aquel que tenía la responsabilidad divina, preguntándole: ‘¿Qué piensas que debería enseñar? ¿Qué debería tratar de lograr?’”. Explicó: “Aprendí a seguir su consejo porque sabía que Dios le había dado la responsabilidad de la enseñanza de los miembros de su quórum.”¹¹ Los diáconos correspondían al respeto de Hal participando activamente en las discusiones que él dirigía. Un joven que luchaba con una enfermedad crónica enviaba una grabadora con un compañero del quórum los días que no podía asistir.
Aunque el campamento no era su actividad favorita, también beneficiaba tanto a Hal como a los muchachos. Alrededor de la fogata y en largas caminatas encontraba oportunidades informales de enseñanza que de otro modo serían difíciles de crear, incluso con el mejor plan de estudios en el aula. Además de estrechar lazos con los jóvenes, obtenía ideas e introspecciones personales. Llegó a verse a sí mismo como no tan diferente de esos muchachos de doce y trece años. Se dio cuenta, por ejemplo, de que las tentaciones comunes en la juventud, como buscar la aprobación de los compañeros, eran difíciles de superar por completo.
Veinte exploradores, en tres niveles de literas, gritaban y reían en la penumbra hasta las tres de la mañana. Al principio, yo decía de vez en cuando: “¡Basta ya!”, sin resultado alguno. Luego empecé a escuchar. Noté cuánto del ir y venir de sus llamadas se originaba en el intento de cada muchacho por obtener aprobación; si una frase sin sentido provocaba risas, podías contar con que se repetiría. Yo había sido tan parecido a ellos más temprano ese día, cuando me sentí halagado por el elogio del comisionado Holland; él se tocó el costado de la cabeza y dijo: “Eres inteligente”, cuando anticipé un problema. Estaré tentado a buscar eso otra vez. (10 de febrero de 1979)
En el Barrio 48, Hal también aceptó con gusto la asignación de servir como compañero de maestros orientadores junto a su hijo mayor, Henry, quien acababa de cumplir catorce años. Como en Rexburg, Hal cumplió la asignación como si fuera su llamamiento más importante, solo superado por sus deberes como esposo y padre. Una noche, a principios de 1978, mientras regresaban de una visita de orientación familiar, Henry le dio a Hal una razón para creer que quizá estaba progresando como líder del sacerdocio.
Después de una serie de reuniones difíciles, y antes de ir a casa para firmar un contrato de venta de nuestra casa en Rexburg, escribí en un cartel para Kathy un pasaje visual de Mosíah 3:19: “Llega a ser como un niño.”¹³ No estoy seguro de que esa escritura esté obrando en mí, pero algo debe de estarlo; al salir juntos de nuestra visita de orientación familiar esta noche, Henry dijo: “Has cambiado más en los últimos seis meses que en tus seis años en Rexburg.” Él atribuyó eso a los viajes y al cansancio. Creo que ve el cambio en una dirección positiva. Creo. (21 de marzo de 1978)
16
Escuchad al Siervo del SeñorPorque enviaré a mi siervo
a vosotros que sois ciegos;
sí, un mensajero para abrir los ojos de los ciegos,
y destapar los oídos de los sordos;
y serán perfeccionados a pesar de su ceguera,
porque escucharán al mensajero, el siervo del Señor.—Traducción de José Smith, Isaías 42:19–20
Su empleo en las oficinas centrales de la Iglesia aumentó la frecuencia e intimidad de las interacciones de Hal con los Hermanos. Al trabajar con uno o más de ellos casi a diario, adquirió una mayor apreciación por su bondad y una comprensión más profunda de su manera de pensar.
Estaba especialmente agradecido de poder ver con mayor frecuencia a su tío, el presidente Spencer W. Kimball. Pero su primera reunión formal con el profeta, la reunión de septiembre de 1977 de la Junta de Educación, le recordó la frágil salud de su tío, como anotó en su diario:
Durante la primera hora de la reunión, el presidente Kimball habló una sola vez; en el momento en que Jeff Holland me presentó junto con mis asociados, Joe y Stan, el presidente Kimball dijo: “Por parte de la Junta, quiero expresar cuánto apreciamos todo lo que han hecho y harán.” Unos minutos después, mientras continuaba la discusión de un asunto importante, Joe se inclinó hacia mí y susurró: “El presidente no está bien.” Sus ojos parecían vidriosos. Momentos después, se inclinó hacia el presidente Tanner y susurró: “Debo irme.” Cuando no pudo levantarse, un grupo de nosotros lo cargamos en su sillón hasta su oficina. Mientras lo hacíamos, no dejaba de decir: “Oh, es terrible causarles molestias.” Lo recostamos en el sofá de su oficina, donde los guardias de seguridad comenzaron a darle oxígeno. El presidente Kimball nos dijo a todos: “Regresen a la reunión.” Así lo hicimos, y la discusión continuó sin disminuir en calidad, a pesar del sonido de las sirenas de las ambulancias. . . . Su única preocupación, cuando la muerte parecía cercana, era por nuestra comodidad y que la obra del reino siguiera adelante. (7 de septiembre de 1977)
La Voz Modesta de un Profeta
No era la primera vez que Hal veía al presidente Kimball anteponer su preocupación por los demás a sus propias necesidades en un momento de gran angustia personal. Eso había ocurrido varios años antes, en Rexburg. Como era típico de aquella época más relajada, el profeta había volado a Idaho Falls sin escolta de seguridad, y Hal y Kathy lo recibieron en el aeropuerto con su camioneta familiar. Pudo verse de inmediato que el presidente Kimball sufría dolor. El problema cardíaco crónico que lo aquejaba se había agravado. Le sugirieron que descansara e incluso que considerara cancelar su discurso, pero él rehusó, pidiendo solo la oportunidad de tomar su medicamento para el corazón.
En el púlpito del auditorio Hart de Ricks, el manto de la profecía levantó al presidente Kimball mientras predicaba las doctrinas de la Expiación y el arrepentimiento, basándose en su libro *El Milagro del Perdón. Pero Hal podía ver el sudor en la frente del profeta y el apretón de sus manos sobre el atril, como si se estuviera sosteniendo para no caer. Parecía que literalmente arriesgaba su vida al llamar a los estudiantes al arrepentimiento.
El presidente Kimball habló durante más de una hora. Al terminar, expresó pesar ante la congregación porque no podría quedarse a estrechar manos. Después de la oración final, Hal tomó del brazo a su tío y lo condujo con cuidado fuera del escenario. Cuando el profeta preguntó en voz baja: “¿Crees que me oyeron?”, Hal respondió, con admiración no solo por el sermón sino también por la fuerza que se necesitó para pronunciarlo: “Usted estuvo maravilloso, presidente Kimball.”
El profeta literalmente se volvió hacia Hal. Le tomó las solapas del abrigo y dijo, con los dientes apretados por el dolor: “No me digas eso. No es eso lo que quiero decir. Quiero saber si crees que pudieron oírme.” Hal comprendió entonces que la preocupación del presidente Kimball no era la calidad de su desempeño ni siquiera su propia vida. Solo le preocupaba si sus oyentes habían sido suficientemente conmovidos como para arrepentirse.
El presidente Kimball nunca es ostentoso. No subraya sus discursos. Simplemente los da.
—Discurso, 6 de abril de 1981
Aunque la salud del presidente Kimball fue deteriorándose lentamente durante los cuatro años en que Hal sirvió como subcomisionado, hubo abundantes oportunidades para que él observara el estilo modesto pero poderoso del ministerio del profeta. Eso ocurría en las reuniones mensuales de la Junta, así como en entornos más privados, como cuando el presidente Kimball ministró al padre de Hal, Henry, quien padecía cáncer. Siempre, el profeta combinaba la confianza con la humildad, la firmeza con la ternura. La lección permaneció con Hal, influyendo en su propio estilo al hablar.
Viendo la Mano del Señor en la Obra
Observar a los Hermanos mayores tomar decisiones difíciles aumentó la admiración de Hal tanto por sus capacidades personales como por su habilidad para recibir revelación. Fue bendecido con la oportunidad de ver más allá de las explicaciones lógicas de su sabiduría; reconoció la mano auxiliadora del cielo en la obra. Por ejemplo, en una reunión en la que el primo de su padre, el presidente Marion G. Romney, parecía muy seguro de su conocimiento de la constitución de México, Hal podría haber atribuido eso a que el presidente Romney pasó los primeros quince años de su vida en el asentamiento mormón de Colonia Juárez, en el norte de México. Más tarde ese mismo día, apenas un mes después de comenzar a trabajar en las oficinas centrales de la Iglesia, podría haber explicado de manera similar una historia sobre un rayo de sol inesperado en Polonia. El diario registra su decisión de ver en cambio el poder del Señor derramándose sobre Sus siervos ungidos.
Vi hoy un milagro profético y oí acerca de otro. El presidente Romney, en una entrevista en la sala de conferencias revestida de madera del presidente, en 47 East South Temple, preguntó al hermano Ben Martínez: “¿Sabe usted que los riesgos constitucionales en esta reorganización propuesta en México son reales?” Mientras hacía la pregunta, me di cuenta de que no eran sus asesores legales ni su vasta experiencia los que le informaban; él lo sabía con una certeza proveniente de otra fuente.
En mi reunión anterior con el comisionado Holland, él relató a su personal una conversación que había tenido hoy con el presidente y la hermana Kimball: describieron la experiencia de dedicar la tierra de Polonia en un parque la semana pasada, de cómo el sol rompió las nubes para iluminar al profeta, y de la hospitalidad del gobierno. Ese es un milagro especial en una tierra comunista, aunque algún día pueda parecer algo ordinario. (6 de septiembre de 1977)
Hal se sintió inspirado por historias similares que escuchó durante sus viajes por el mundo. Aprendió acerca de la gran necesidad de inspiración en las fronteras geográficas de la Iglesia, donde el crecimiento de miembros era rápido y las condiciones diferían notablemente de las de los bastiones relativamente firmes del oeste de los Estados Unidos. Vio que los Hermanos siempre se sentían fortalecidos, pero especialmente cuando dirigían a los santos en esas fronteras, donde la sabiduría humana a menudo resultaba inadecuada o completamente equivocada. Fue entonces cuando su don de profecía brilló con mayor claridad.
Frank Bradshaw, administrador de zona del SEI para Asia, compartió una historia conmigo mientras salíamos de Japón hoy, que fue un colofón perfecto para nuestro viaje. Cuando el presidente Kimball celebró una conferencia en Corea, anunció un templo en Japón y prometió a los santos en Corea que podrían viajar a ese templo cuando fuera construido. Incluso los fieles líderes del sacerdocio dijeron: “Oh, el presidente Kimball cometió un error. No entiende nuestro gobierno.” Ho Nam Rhee, nuestro representante en Corea y también presidente de estaca en ese momento, dijo: “Tengan fe; el profeta dijo que sucedería.” Supimos en nuestro viaje a Corea que, después de años de restringir incluso a los líderes del sacerdocio para que no salieran del país para asistir a conferencias en Salt Lake City, el país acaba de anunciar que permitirá pasaportes y visas de salida para todos los ciudadanos. La fecha de inicio es 1980, el año en que se abrirá el templo en Japón. (7 de noviembre de 1978)
Los mismos Hermanos daban el ejemplo de cómo ver la mano del Señor en acontecimientos que podrían haberse racionalizado como simples coincidencias. Un mes después de atribuir inspiración al presidente Romney y de ver fuerzas divinas detrás de la cálida bienvenida que la Iglesia recibió en la Polonia comunista, Hal registró una observación hecha por el élder James E. Faust:
En una reunión en la que buscaba orientación sobre qué países debíamos estudiar para introducir la educación de la Iglesia, el élder Faust contó esta historia para mostrar cuánta atención prestan el Señor y el presidente Kimball a la apertura de nuevos países a la obra misional. Hace varios meses, el presidente Kimball le dijo al élder Faust que buscara un reemplazo para un matrimonio que había sido llamado a ser los primeros misioneros en un país europeo. Repitió la advertencia en cinco conversaciones diferentes durante el transcurso de una semana. Dos semanas después, el esposo murió. El élder Faust, quien dijo que el presidente Kimball parece recibir con frecuencia instrucciones tan detalladas, tuvo que encontrar otro matrimonio. Por cierto, el élder Faust rehusó mencionar un solo país para que nosotros estudiáramos. (4 de octubre de 1977)
De la respuesta del élder Faust a la consulta sobre los países que debía estudiar —la cual Hal podría haber interpretado erróneamente como una no respuesta—, él extrajo una lección no solo sobre ver la mano del Señor en la obra, sino también sobre la carga que recae en los siervos del Señor de dar su mejor esfuerzo, y especialmente de atender los consejos. De una manera modesta, el élder Faust le había enseñado a Hal que no iba a hacer su trabajo por él. Además, al compartir la dolorosa historia de su propia falta al no actuar ante las repetidas instrucciones del presidente Kimball, le dio una advertencia implícita. Hal decidió aumentar su disposición para responder a los consejos de los Hermanos, aun cuando parecieran ser simples sugerencias más que mandatos claros.
Sentí hoy el poder de la previsión profética. En la reunión del Comité Ejecutivo, los élderes Hinckley, Packer y Monson parecían profundamente preocupados por la depreciación del dólar frente a las monedas extranjeras. El élder Packer dijo: “Debemos simplificar los programas de la Iglesia. Llegará el día en que tendremos que hacerlo. Así que es mejor hacerlo ahora, cuando podemos reflexionar, en lugar de recortar bruscamente cuando se nos obligue.” Yo no había visto el problema de una Iglesia mundial en crecimiento financiada por dólares que estaban perdiendo su poder adquisitivo. En esto, y en otras cosas, dieron consejos tranquilos, sin exigir que cumpliéramos, pero repitiendo el consejo una y otra vez. Con ese estímulo, tomé una serie de medidas para aumentar la eficacia y reducir los costos de nuestros programas. (5 de septiembre de 1978)
Si tú y yo estudiamos las Escrituras, oramos y afinamos nuestros corazones y oídos, escucharemos la voz de Dios en la voz de las personas que Él ha enviado para enseñarnos, guiarnos y dirigirnos.
—Discurso, 7 de abril de 1985
El mentorazgo del élder Packer
Con el nombramiento de Hal como subcomisionado, entró en contacto cercano y frecuente con el élder Boyd K. Packer. El élder Packer era, tanto en su formación académica como profesional, un producto del Sistema Educativo de la Iglesia, ya que obtuvo un doctorado en la Universidad Brigham Young y sirvió como el principal administrador de los programas de seminarios e institutos. Como miembro del Comité Ejecutivo de la Junta de Educación de la Iglesia, el élder Packer se reunía con el comisionado Holland y con Hal dos veces al mes.
Este contacto frecuente con el élder Packer no era algo nuevo para Hal. Había asistido a esas reuniones del Comité Ejecutivo como presidente del Ricks College. Además, el élder Packer había visitado Rexburg en muchas ocasiones mientras los Eyring vivían allí, especialmente cuando se creó la Estaca Rexburg Este y él pidió la opinión de Hal sobre los candidatos para presidir la nueva estaca. Pero estar ubicado en la sede de la Iglesia significaba que Hal podía ver al élder Packer no solo en las reuniones de la junta de vez en cuando, sino también en privado, con un enfoque en proyectos y preguntas específicas.
Hal buscó una de esas reuniones privadas apenas un mes después de llegar a la oficina del comisionado. La entrada de su diario de ese día resume las detalladas instrucciones que él, Joe y Stan recibieron después de ensayar una presentación que estaban preparando para hacer a todos los representantes regionales3 y Autoridades Generales de la Iglesia. La reunión estaba programada para celebrarse tres semanas después, en conexión con la conferencia general.
Al final de la tarde, Joe, Stan y yo hicimos una presentación al élder Packer. Escuchó lo que esperábamos presentar a los representantes regionales, tomando notas en la penumbra. Cuando le pedimos sus comentarios, dijo: “¿De verdad quieren retroalimentación?” Respondimos: “Sí”, sabiendo cuán franco puede ser. Se levantó, comenzó contando una historia del campo misional como ilustración, y luego nos dijo durante cuarenta minutos cómo rehacer nuestro mensaje. Sus instrucciones fueron presentar el seminario como la herramienta más poderosa que tienen los líderes del sacerdocio para promover las misiones y el matrimonio celestial.
Cuando Joe dijo que eso podría ofender a otras organizaciones auxiliares e incluso a las Autoridades Generales que estarían escuchando, el élder Packer respondió: “No se preocupen por la política ni por las personas. Ustedes solo complazcan al Señor. A Él no le causa problema que Sus siervos sean demasiado firmes. La mayor dificultad que tiene es lograr que se pongan en marcha.” Gran parte de la preocupación del élder Packer era que dijéramos cuán superior es la enseñanza diaria a la semanal. Y añadió: “La mitad de los problemas en la Iglesia ocurren porque los miembros no conocen el evangelio.”
Mientras estábamos asimilando sus sugerencias, regresó y dijo, con una sonrisa: “Acabo de tener una idea en el ascensor. Hagan la presentación ustedes mismos. Ustedes tienen la mayordomía. Prepárenla tanto que trabajen por lo menos una noche entera. Hagan que sea criticada en un ensayo de por lo menos dos horas. Luego reescríbanla completamente. Eso podría producir la excelente enseñanza que deben ejemplificar para el seminario.” (7 de septiembre de 1977)
El diario registra la seriedad con la que Hal y Joe respondieron a cada una de las instrucciones del élder Packer, desde involucrarse personalmente en la presentación hasta ensayarla y reescribirla. Hal trabajó más de una noche mientras viajaba hacia y desde el Pacífico Sur, donde visitó escuelas y vio de primera mano la evidencia del valor de la instrucción diaria del seminario en la vida de los estudiantes de Fiyi, Samoa y Tonga. Él y Joe también decidieron involucrar a un grupo de estudiantes de seminario del Valle del Lago Salado para que los representantes regionales y las Autoridades Generales pudieran tener una experiencia similar.
Mi desfase horario regresó a las cuatro de esta mañana; fue entonces cuando me levanté para un ensayo general con los estudiantes de seminario para nuestro seminario de representantes regionales del viernes. Los somnolientos estudiantes apoyaban la cabeza sobre sus escritorios mientras Joe Christensen y yo repasábamos nuestras partes bajo la mirada atenta del élder Holland. (27 de septiembre de 1977)
Los beneficios de seguir con precisión las instrucciones del élder Packer se hicieron evidentes el viernes 30 de septiembre, el día antes del inicio de la conferencia general. El presidente Kimball abrió la reunión de capacitación para los representantes regionales y las Autoridades Generales con un poderoso discurso sobre la obra misional, enfatizando las responsabilidades de cada miembro de la Iglesia. Esa noche, Hal reflexionó sobre la presentación que él, sus colegas de la oficina del comisionado y los bien preparados estudiantes de seminario realizaron después del discurso del presidente Kimball.
Nuestros estudiantes brillaron durante nuestra presentación, al responder preguntas de las Escrituras, algunas hechas por representantes regionales en la audiencia. Después del seminario, Jeff Holland vio al élder Boyd K. Packer entre la multitud. El élder Packer, quien había criticado nuestra versión anterior de la presentación, sonrió a Jeff, se lamió el dedo índice derecho y puso una marca imaginaria en el marcador imaginario frente a él. Su aprobación hizo que mi corazón se sintiera cálido. (30 de septiembre de 1977)
BOYD K. PACKER Y HAROLD B. LEE CON HAL EN SU INAUGURACIÓN EN RICKS COLLEGE, 1971
Como resultado de la fidelidad de Hal al seguir los consejos dados en situaciones como esta, el élder Packer reconoció en él a un alumno digno, y ambos formaron una estrecha relación de trabajo, facilitada —aunque no limitada— por sus interacciones regulares en las reuniones del SEI. El élder Packer se esmeró en enseñar a Hal, y Hal prestó especial atención. Encontró que el mentorazgo del élder Packer era similar al de su madre, Mildred: el consejo que recibías era directo y, a veces, doloroso, pero valía plenamente el precio pagado.
Durante la mañana, pasé una hora con el élder Packer y el comisionado Holland. Hice una pregunta al final de la presentación del élder Packer que le sacó una sonrisa y un comentario tranquilo: “Esa es una muy buena pregunta para un tipo no más listo que tú.” Su respuesta me enseñó que “tratar a todos los miembros de la Iglesia por igual” significa atender sus necesidades de una manera adecuada a sus circunstancias y país, no imponer los mismos diseños de capillas, las mismas estructuras organizativas o los mismos programas a todos en todas partes. Darle a un miembro en Perú lo que se prefiere en el frente de Wasatch puede equivaler a darle menos que un edificio y un programa más sencillos y adecuados para él. Y puede costar mucho más. (11 de enero de 1978)
En el Comité Ejecutivo de la Junta, discutimos una decisión rápida tomada por un oficial de la Junta sin pedir consejo. El élder Packer se inclinó hacia el élder Monson y le susurró: “Hay seguridad en el consejo.” (16 de marzo de 1978)
Un proyecto para México
En agosto de 1978, el presidente Marion G. Romney, segundo consejero de la Primera Presidencia, invitó a Hal a su oficina. Le pidió a Hal, quien llevaba un año trabajando en la sede de la Iglesia, que sirviera bajo la dirección del élder Packer en un comité especial de la Primera Presidencia. Alabó al élder Packer con estas palabras: “Él es el indicado para la tarea. Es un hombre instruido. Y tiene sentido común. Eso es más importante.”
La tarea del comité especial encabezado por el élder Packer era planificar las necesidades educativas de los miembros de la Iglesia en México, cuyo número estaba creciendo en decenas de miles cada año. Los otros miembros del comité eran William R. Bradford, Setenta con responsabilidad sobre México, y F. Burton Howard, asesor legal de la Iglesia en la Ciudad de México.
Vendremos de todas las naciones y de muchos orígenes étnicos al reino de Dios. Y esa reunión profetizada se acelerará.
—Discurso, 5 de octubre de 2008
Hal se unió al élder Packer y a estos hermanos en una gira por México a finales de septiembre de ese año. Como en un viaje similar el año anterior, Hal se sintió inspirado por el crecimiento de la Iglesia y la bondad de sus miembros en México. El élder Packer le enseñó la importancia de presentar datos completos y análisis imparciales al abordar preguntas que, en última instancia, requerirían inspiración para ser respondidas.
Con su ejemplo en una reunión de comité, el élder Boyd K. Packer me enseñó cómo escuchar y enseñar con preguntas suaves. Y en una conversación telefónica posterior, me enseñó que ni la política ni las personalidades deben limitar la búsqueda de la solución preferida del Señor cuando está en juego la salvación de los hombres. (1 de septiembre de 1978)
El élder Packer inició nuestra discusión hoy diciendo: “Cuando tengamos información completa, estaremos de acuerdo.” Y procedió a hacer preguntas difíciles y a asignar tareas para asegurarse de que obtuviéramos toda la información. Nos pidió que fuéramos francos, así que corrí algunos riesgos al hacer también preguntas difíciles. Hablé con libertad. (18 de septiembre de 1978, Ciudad de México)
Le dije al élder Packer: “¿La inspiración llega con más facilidad para los problemas administrativos o para ayudar a las personas en sus luchas?”
Él respondió: “Parece que Él nos permite luchar y trabajar con todos los problemas que enfrentamos.”
—Diario, 27 de septiembre de 1978
Hal utilizó técnicas de modelado matemático, aprendidas como estudiante de posgrado en la Escuela de Negocios de Harvard, para proyectar las necesidades de educación de la Iglesia en México y los costos de proveerla. Aunque había hecho un análisis similar para el Comité Selecto siete años antes en Ricks College, esta vez ejecutó los modelos en una computadora, decidido a usar la tecnología analítica más avanzada. Luchar por dominar la computadora mientras simultáneamente reunía y analizaba datos hizo el trabajo mucho más arduo, pero sintió la importancia de invertir en el futuro.
Habiendo completado un análisis computarizado inicial en octubre, Hal pasó noviembre y diciembre redactando un informe para que el comité lo presentara a la Primera Presidencia. Sus esperanzas de terminar antes de las vacaciones de Navidad resultaron vanas, aunque sintió gratitud por el continuo apoyo y la confianza del élder Packer.
Al concluir nuestras cinco horas de deliberaciones sobre las escuelas de la Iglesia en México, el élder Packer me pidió que redactara otro borrador de nuestro informe final para mañana. Él y los élderes Bradford y Howard habían abarcado tantos temas en nuestra conversación que será todo un desafío captar lo suficiente como para que podamos estar de acuerdo mañana, el último día antes de que el élder Bradford regrese a la Ciudad de México. El élder Packer sabía que necesitábamos unidad y que yo necesitaba ayuda; se ofreció a hacer la oración final, pidió unidad y luego dijo: “Bendice al hermano Eyring mientras escribe por nosotros. Es un hombre susceptible a la revelación. Lo hemos visto en su vida.” Corrí a mi oficina. (19 de diciembre de 1978)
El trabajo continuó en el nuevo año. Hal dedicó largas horas al informe, incluso mientras él y sus colegas viajaban para recopilar los datos necesarios que respaldaran el análisis y las recomendaciones. Pero el esfuerzo extraordinario produjo frutos que iban más allá del informe en sí. Entre ellos se contaron una amistad más profunda con el élder Packer, una apreciación creciente por la dirección profética y un entusiasmo renovado por la obra educativa de la Iglesia.
Comencé a las seis de esta tarde a escribir el informe sobre México. Poco antes de las dos me fui a la cama. (Jueves, 11 de enero de 1979)
Escribí el quinto borrador del informe a la Primera Presidencia sobre México antes de las ocho. Mi secretaria, Connie Sherwood, estaba mecanografiando mientras yo me ponía el abrigo para correr a la oficina del élder Packer. Le agradó tanto el trabajo que llamó a los miembros del comité —uno de ellos en México— para escucharlo. Me fui a casa a dormir a la una, dejando el sexto borrador sobre el escritorio del élder Packer. En el sexto borrador llegó la ayuda espiritual. (Viernes, 12 de enero de 1979)
El élder Boyd K. Packer me llamó suavemente, a través de la puerta del motel, a las cinco y media de esta mañana. Habló sobre México con el comisionado Holland y conmigo después de que nos afeitamos. Al salir de la habitación del élder Packer, nos invitó a orar con él. Casi al final, dijo: “Aceptaremos reprensión e instrucción si estamos equivocados. Amamos la verdad.” (Viernes, 19 de enero de 1979)
Kathy y yo nos sentamos en la cocina con vigas en el techo en casa del élder Packer. Ella conversó con la hermana Packer mientras él y yo trabajábamos en el informe del comité para la Primera Presidencia sobre México. Al salir, el élder Packer atrajo con granos a tres grandes gansos. Habían volado para visitar a sus gansos, faisanes y pavos reales, todos alojados en un aviario. Todos menos uno: mientras me mostraba su taller en un granero, un pavo real voló a mi lado, con el aleteo que sonaba como el de un faisán gigante. Los Packer fueron muy amables. (Lunes, 22 de enero de 1979)
El Comité Ejecutivo nos hizo sus preguntas más difíciles durante la revisión presupuestaria. Lo tomo como un interés sincero. “Porque el Señor al que ama, disciplina.” (Miércoles, 24 de enero de 1979)
El élder Packer creó hoy un Consejo Educativo para México. Manejando posibles sentimientos delicados de manera impecable. En el vuelo de regreso a Salt Lake City, dejó su asiento y vino hacia mí. Mientras enseñaba, describió la fuerza silenciosa que Dios pone en el mundo para bien: maestras visitantes humildes en un país y padres que dirigen la noche de hogar familiar. Y luego, tras veinte minutos de tales relatos, dijo: “A veces, cuando estoy de rodillas, siento que casi me aplasto contra el suelo de gratitud por tener un Padre así.” (Miércoles, 28 de febrero de 1979)
Alcanzando el ritmo en la Oficina del Comisionado
En mayo de 1979, se volvió a acercar a Hal con respecto al decanato de la facultad de negocios de BYU. Tanto él como Jeff Holland sintieron que aún tenían demasiado por hacer en la educación religiosa como para disolver el equipo. El diario registra la confirmación de esa decisión, recibida mediante la oración:
La respuesta llegó claramente a mi mente, no como una voz, pero inconfundible. Fue: “Tendrás que trabajar arduamente para saber tanto sobre la dirección de las escuelas, seminarios e institutos de la Iglesia como sabes sobre negocios.” Tomo eso como una confirmación de que debo esforzarme por calificar para mi trabajo actual. (30 de mayo de 1979)
El trabajo de Hal aparentemente lo calificó no solo para su puesto actual —la supervisión de los seminarios, institutos y escuelas de la Iglesia—, sino también para otras asignaciones especiales. Además del comité sobre México presidido por el élder Packer, se le pidió unirse a Jeff Holland para definir el papel del Sistema Educativo de la Iglesia dentro de la Iglesia en general. También recibió asignaciones para reflexionar y escribir sobre el plan de estudios de educación religiosa, con especial énfasis en los jóvenes. Una de estas asignaciones le llegó como miembro de la junta general de la Escuela Dominical de la Iglesia, a la que fue llamado en 1980. Aunque las asignaciones adicionales hicieron que su ya apretada agenda fuera aún más intensa, despertaron su interés y confirmaron el sentimiento de que estaba en el lugar correcto.
La pintura negra y azul aún estaba fresca en mis grandes gráficos cuando caminé hacia la reunión del Comité Ejecutivo a las dos. Solo tuve treinta minutos para describir nuestro análisis y planes para todos los programas internacionales. Cuando terminé, el élder Packer dijo: “Nunca había visto a alguien sacar tanto de unos gráficos en tan poco tiempo.” El élder Hinckley, presidente del comité, dijo: “Lo que has presentado hoy, y en la última reunión, es el tipo de análisis que hemos necesitado durante mucho, mucho tiempo.” Me pidieron que reconsiderara los principales supuestos de todos nuestros programas en el extranjero. Estaba demasiado cansado, después de la reunión, para comenzar de nuevo, pero empiezo a sentir la emoción del nuevo desafío. (14 de diciembre de 1979)
Hal también vio evidencia de que había sido preparado divinamente para su labor como subcomisionado de educación. Incluso durante los años en la zona rural de Rexburg, sus asignaciones y viajes lo habían llevado a pensar en el mundo y su futuro de una manera amplia. Y la interconexión de sus asignaciones actuales parecía ser más que una simple coincidencia, como escribió mientras asistía a una reunión de la junta directiva de Black & Decker en el Hotel Biltmore, en Santa Bárbara, California.
Durante las reuniones estratégicas de Black & Decker hoy, las conversaciones se centraron en la economía de los Estados Unidos y en el futuro social y económico de las naciones del mundo: Japón, Brasil, México, Tailandia y los países de Europa. Me descubrí tomando notas sobre lo que eso significaba para la Iglesia. Y eso me llevó a este pensamiento: El Señor quizá sabía que dejaría Ricks College para asumir una asignación de alcance mundial. El nombramiento en la junta de McCulloch fue claramente milagroso. Y el milagro parece tener ahora un propósito mayor. (18 de octubre de 1979)
Una confirmación similar del diseño divino en su labor llegó seis meses después, durante un viaje para visitar a los líderes de seminarios e institutos en Asia:
Desperté en la habitación del hotel en Tokio sintiendo que había recibido este mensaje: No es casualidad que sea responsable del plan de estudios de seminarios e institutos de la Iglesia, del plan de estudios para los jóvenes en la Escuela Dominical y de los materiales especiales para la juventud asignados por la Primera Presidencia. El Señor me ha dado esas tres asignaciones simultáneamente para que pueda hacer una contribución especial a mi familia y a la Iglesia. (6 de mayo de 1980)
Una prueba de fe
Hal fue apartado como miembro de la junta general de la Escuela Dominical por el élder Hugh W. Pinnock, su querido amigo de la misión, poco después de regresar de aquel viaje al Lejano Oriente en mayo de 1980. Mientras el élder Pinnock lo apartaba, bendijo a Hal para que fuera eficaz a través de “grandes cambios” que vendrían en su vida, y para que se le librara de sus ansiedades y pudiera hacer “magníficas contribuciones”. Kathy estaba sentada cerca, sosteniendo a Elizabeth, de seis meses, su tan esperada primera hija.
Durante un viaje a Texas la semana siguiente, Hal recibió un mensaje de su oficina informándole que el élder Pinnock quería que lo llamara. Cuando lograron comunicarse, Hugh dijo: “Sentí algo cuando te aparté para la junta. Necesitamos hablar.” Acordaron reunirse dos días después. El diario registra la esencia de su conversación en ese momento.
El élder Pinnock dijo, con gran seriedad: “Sentí que tendrías un cambio importante y difícil en tu vida mientras te apartaba.” Le respondí que yo también había sentido una confirmación espiritual de esa parte de la bendición. Le pregunté si debía sentir presentimiento. Él dijo: “Oh, no, ese cambio será difícil, pero positivo, muy positivo. Hasta que te di esa bendición, estaba seguro de que serías el próximo Comisionado de Educación. Ahora, no estoy seguro. Quizá sea otra cosa, algún otro llamamiento.” (21 de mayo de 1980)
La referencia del élder Pinnock a “el próximo Comisionado de Educación” tenía su origen en el anuncio, hecho varias semanas antes, de que Jeff Holland reemplazaría a Dallin Oaks como presidente de la Universidad Brigham Young. Era natural suponer que Hal sucedería al comisionado Holland. Él era el más antiguo de los ejecutivos operativos que reportaban al comisionado y que no presidían una universidad o colegio de la Iglesia. Además, gracias a su experiencia en Ricks y a los tres años anteriores supervisando los programas de seminarios, institutos y escuelas de la Iglesia, tenía un conocimiento de primera mano de todas las ramas principales del SEI —la educación superior, las escuelas primarias y secundarias, y la educación religiosa.
Pero la declaración del élder Pinnock, “No estoy seguro”, resultó ser profética. La Junta no nombró de inmediato a un nuevo comisionado, y Hal quedó en la incertidumbre. Junio pasó sin noticias. En julio, Hal comenzó a orar con más fervor para que su voluntad en el asunto se alineara con la del cielo. Un viernes a mediados de julio, recibió una respuesta a sus oraciones.
Casi al final del día, terminé de leer el libro de Marcos. Luego cerré la puerta y oré. Sentí tres impresiones acerca de las incertidumbres en mi vida: que sería probado por la manera en que la Junta de Educación pasaría por alto mi nombre al elegir a un nuevo Comisionado de Educación, tal como ocurriría si escogieran a Bruce Hafen, presidente de Ricks College; que debía ser amable, solidario y entregado a mi asignación; y que me trasladaría a una nueva asignación en el este, probablemente en los negocios o en el gobierno, y dentro del año. Agradecí la elevación de mi visión y la ayuda que eso me brindaría para ser generoso. (18 de julio de 1980)
La decisión de la Junta en agosto de nombrar a Hal como “comisionado interino” pareció confirmar su impresión de haber sido pasado por alto. La manera en que se enteró de la asignación temporal coincidía con su presentimiento de que sería probado. El verano terminó sin noticias claras sobre su función en la oficina del Comisionado, aun cuando presidía reuniones en nombre de Jeff Holland. A comienzos de agosto se fue con su familia de vacaciones de verano al Hill. Al regresar, pasó su primera mañana en la oficina leyendo y respondiendo correspondencia acumulada. Una de las cartas en el montón le informaba de su nueva y temporal responsabilidad. La confirmación oral no llegó sino una semana después, cuando el élder Gordon B. Hinckley, presidente ejecutivo de la Junta, lo mencionó en una reunión el 21 de agosto.
He llegado a comprender que probar nuestra fe no es simplemente ponerla a prueba, sino fortalecerla; que el testimonio que llega después de la prueba fortalece esa fe; y que la preparación de Dios incluye en el plan de liberación el momento oportuno que mejor fortalecerá nuestra fe.
—Discurso, 20 de agosto de 1996
Dos días antes, el élder Packer había llamado a Hal a su oficina para responder a su solicitud de consejo sobre un asunto del seminario. Después de tranquilizarlo respecto a una decisión que él, Joe y Stan habían tomado, el élder Packer compartió algunas ideas sobre un discurso que estaba preparando para pronunciar en BYU. Al día siguiente, lo invitó nuevamente. Hal percibió que estaba allí por razones que iban más allá del discurso.
El élder Packer me pidió que fuera otra vez a su oficina hoy. Había hecho dos redacciones completas de su discurso para BYU la próxima semana. Además, tenía páginas de otras ideas escritas y revisadas, pero aún no integradas en el discurso. Sus magistrales sermones son el resultado del trabajo arduo. Y su teléfono sonaba cada dos minutos. Anotó algunas de mis sugerencias. Pero me impresionó sentir que estaba allí para ser enseñado. El discurso trata sobre que el éxito no se mide por la posición o la riqueza. (20 de agosto de 1980)
El élder Packer continuó involucrando a Hal en la meticulosa preparación del discurso. Cuando él y Kathy escucharon el mensaje pronunciado la semana siguiente ante cuatro mil empleados de BYU y sus cónyuges en el Marriott Center, era la cuarta versión que Hal presenciaba, aunque significativamente distinta cada vez y, al final, pulida más allá de sus expectativas. Él se sintió profundamente conmovido:
Lloré cuando el Espíritu me dio testimonio. También lo hizo el élder Packer, cerca del final, algo que nunca antes había visto. (27 de agosto de 1980)
En los días siguientes, Hal continuó con el acostumbrado equilibrio entre sus responsabilidades profesionales, familiares y eclesiásticas. Además de realizar proyectos los sábados, asistir a las reuniones de la Iglesia los domingos y celebrar el feriado del Día del Trabajo con Kathy y los niños, trabajó en una asignación de redacción para la Escuela Dominical general, algo en lo que el élder Packer lo estaba ayudando.
El miércoles 3 de septiembre, Hal asistió a la reunión mensual de la Junta de Educación en pleno, que incluía a los tres miembros de la Primera Presidencia. Un punto del orden del día lo tomó por sorpresa, como registró esa noche en su diario:
El presidente Kimball me rodeó con sus brazos y me susurró con su ronca voz: “Estoy muy orgulloso de ti.” La reunión acababa de concluir, en la cual la Junta me había elegido como Comisionado de Educación. El élder Monson había hecho la moción, diciendo: “La propongo con gran entusiasmo.” Luego, el élder Packer dijo, sonriendo: “Bueno, si tú estás de acuerdo, yo la secundo.” (3 de septiembre de 1980)
La inesperada nueva asignación cambiaría el rumbo de la vida profesional de Hal. No dejaría el empleo en la Iglesia como había supuesto. Pero quizás más importante a largo plazo fue una percepción espiritual que Hal obtuvo. A medida que sus sentimientos de sorpresa y alivio por haber sido nombrado Comisionado dieron paso a la introspección, vio que las duras y prolongadas experiencias del verano habían sido diseñadas para su beneficio. Los diseñadores de esas experiencias incluían a los siervos del Señor, particularmente al élder Packer, como Hal reconoció esa noche en su diario:
No lo había esperado. Aunque había visto indicios, mi experiencia después de orar el 18 de julio me convenció de que no sería escogido. Aquella experiencia de humildad movió mis sentimientos de cierta irritación a una completa aceptación de que apoyaría con gozo a quienquiera que la Junta nombrara. Ese martilleo de mi ego hasta darle el tamaño adecuado fue facilitado por el hecho de haber sido invitado a escuchar el discurso del élder Packer tres veces y luego en su entrega final. Después de la segunda entrevista, me di cuenta con asombro de que el élder Packer sabía quién sería el Comisionado, y aun así siguió invitándome a escuchar un discurso que enseñaba que el dinero y la posición no tienen relación con el verdadero éxito. Mi única explicación para mi experiencia del 18 de julio es que, como una versión mucho más pequeña de Abraham y con solo mi ego para sacrificar, estaba siendo probado. (3 de septiembre de 1980)
17
Aumentar el ConocimientoUn hombre sabio oirá,
y aumentará el conocimiento;
y el hombre entendido adquirirá consejo sabio.
—Proverbios 1:5
No le tomó mucho tiempo a Hal apreciar el trabajo de Jeff Holland como Comisionado de Educación de la Iglesia ni entender por qué había querido un subcomisionado fuerte, alguien que pudiera pensar estratégicamente y dirigir el Sistema Educativo de la Iglesia hacia objetivos a largo plazo. El Comisionado, como Hal aprendió rápidamente al asumir ese cargo, pasaba gran parte de su tiempo reaccionando ante individuos cuyas necesidades urgentes no podían esperar. Afortunadamente, el Espíritu guiaba tanto en ese tipo de situaciones interpersonales como en el análisis y la toma de decisiones estratégicas, tal como él anotó después de uno de sus primeros días en el trabajo:
En un momento, tenía a un Autoridad General en una línea y a otra en espera. Un hombre estaba esperando afuera de mi oficina con un desastre personal, y aun así sentí paz y satisfacción en medio del tumulto. Sabía que importaba, y sabía que el Espíritu estaba ayudando. (1 de octubre de 1980)
Hal fue bendecido con asociados fuertes y experimentados con quienes compartía una visión común del futuro del Sistema Educativo de la Iglesia. Pero las nuevas responsabilidades del Comisionado llenaban su plato profesional y personal hasta desbordarlo. Además de su trabajo con el quórum de diáconos del Barrio 48 de Bountiful, continuó sirviendo en la junta general de la Escuela Dominical, para la cual estaba redactando un nuevo manual y dirigiendo reuniones de capacitación de fin de semana, a menudo fuera de Utah. Y con la llegada de Elizabeth a la familia Eyring —que ya contaba con cuatro hijos varones cada vez más independientes— las complejidades de la vida en el hogar nunca habían sido mayores. Hal normalmente tomaba el autobús para ir al trabajo, de modo que los estudiantes de secundaria Henry y Stuart pudieran usar su automóvil para asistir a los entrenamientos matutinos de natación y a los partidos de tenis por la tarde. Para ellos, eso significaba recoger a papá en la oficina cuando él trabajaba más allá de la última salida del autobús.
Al final de la jornada laboral, salí de mi oficina rumbo a la junta de la Escuela Dominical. Llegué a casa veinte minutos después de la medianoche, con un tercer borrador completado del Manual de la Escuela Dominical. Y con un resfriado en camino.
—Diario, 14 de octubre de 1980
Decisiones difíciles
Así como lo había hecho en Ricks College en 1971, Hal asumió su nuevo papel de liderazgo en el Sistema Educativo de la Iglesia (CES) durante un tiempo de dificultades económicas y políticas a nivel mundial. En 1980, el año de la elección de Ronald Reagan como presidente, los Estados Unidos y gran parte del mundo estaban aquejados por una alta inflación y desempleo, una crisis de rehenes en Irán y una Guerra Fría cada vez más costosa con la Unión Soviética. Desde su posición en la junta directiva de McCulloch, Hal pudo ver el efecto que esto tenía en las empresas, ya que las ventas de motosierras de la compañía disminuyeron en un 40 por ciento cuando los clientes, con dificultades financieras, pospusieron sus compras esperando tiempos mejores.
La Iglesia enfrentaba restricciones económicas justo en un momento en que la necesidad de educación nunca había sido mayor. La población de jóvenes miembros de la Iglesia crecía rápidamente, gracias en gran parte a un auge en las conversiones, particularmente en América Latina y Asia. En los Estados Unidos, la presión para construir escuelas de la Iglesia surgía como resultado de una tendencia general hacia el secularismo y de recientes decisiones judiciales que imponían la desegregación racial mediante el transporte escolar obligatorio. Hal observó personalmente la presión sobre los estudiantes Santos de los Últimos Días durante un viaje a Los Ángeles en octubre de 1980, donde se había implementado uno de los planes de transporte escolar más agresivos.
Pasé un largo día aprendiendo sobre los problemas en las escuelas públicas de Los Ángeles. Vi una capilla que los líderes del sacerdocio quieren arrendar a una escuela privada. También visité una escuela privada. Está abarrotada en la casa y en los bungalós que fueron el hogar del comediante cinematográfico Stan Laurel, de Laurel y Hardy. Y luego cené con un conductor de los autobuses en los que los estudiantes deben viajar a las escuelas integradas. Terminé la noche en cuatro noches de hogar con familias cuyos hijos se ven obligados a viajar en autobuses. (27 de octubre de 1980)
El corazón de Hal se dolía por los niños que pasaban horas cada día en los autobuses y cuyos padres no podían pagar la costosa matrícula de las escuelas privadas ni mudarse a zonas fuera del mandato de transporte escolar. Pero sentía que crear escuelas de la Iglesia no era la respuesta. Además de la falta de viabilidad financiera, existían razones espirituales para que los miembros de la Iglesia permanecieran integrados en sus comunidades. Los Hermanos habían instruido a los Santos de todo el mundo a edificar Sion dondequiera que estuvieran. El élder Bruce R. McConkie había expresado este principio con poder tres años antes, en un discurso a los miembros de la Iglesia en Lima, Perú:
Estamos viviendo en una nueva era. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se está convirtiendo rápidamente en una iglesia mundial. Las congregaciones de los Santos son ahora, o pronto lo serán, lo suficientemente fuertes para apoyar y sostener a sus miembros sin importar dónde residan. Se están construyendo templos en todos los lugares donde la necesidad lo justifique. . . .
Este, entonces, es el consejo de los Hermanos: Edificad Sion, pero edificadla en el lugar donde Dios os ha dado nacimiento y nacionalidad. Edificadla donde Él os haya dado ciudadanía, familia y amigos. Sion está aquí en Sudamérica, y los Santos que forman parte de esta porción de Sion son y deben ser una influencia elevadora para el bien en todas estas naciones.
Y sabed esto: Dios bendecirá a aquella nación que ordene sus asuntos de tal manera que promueva Su obra.
Hal percibió que lo financieramente prudente —negar la solicitud de los miembros para establecer escuelas privadas de la Iglesia— también era lo correcto espiritualmente. Su continuo estudio durante el segundo día del viaje a Los Ángeles confirmó esa impresión y le dio valor para dirigirse a los líderes del sacerdocio esa noche. La autoridad que presidía esa reunión era el élder Vaughn J. Featherstone, de los Setenta.
Mi día incluyó acompañar a los estudiantes mientras eran transportados en autobuses a veinticinco millas de distancia, asistir a clases excelentes en una escuela pública integrada, escuchar a un superintendente escolar describir el caos de comenzar el año escolar bajo órdenes judiciales y recorrer la escuela de un operador privado que debía reunir millones para comprar terrenos y manejar el crecimiento de su escuela privada en Pacific Palisades.
Por la noche hablé a los líderes del sacerdocio. Vinieron al centro de estaca de Santa Mónica desde el Valle de San Fernando, el Condado de Orange y de todo Los Ángeles. Oré antes para poder hacer tres cosas: enseñarles la verdad; fortalecer su fe en sus líderes del sacerdocio; y ayudarles a aceptar que la Iglesia no les daría escuelas de la Iglesia. El élder Featherstone les pidió que sostuvieran y aceptaran esa decisión de la Junta. Derramé una lágrima, y él también, al verlos a todos levantar la mano. (28 de octubre de 1980)
Aunque Hal no lo mencionó en su diario, el élder Featherstone hizo una promesa a aquellos líderes del sacerdocio decepcionados. “Si apoyan esta decisión,” dijo, “el problema del transporte escolar se resolverá.” En ese momento, la declaración parecía audaz, casi temeraria. La desegregación de las escuelas públicas había sido ordenada por la Corte Suprema del Estado de California, y una propuesta popular para limitar dicha orden judicial había sido declarada inconstitucional. Sin embargo, menos de seis meses después, la promesa del élder Featherstone se cumplió cuando la Corte Suprema del estado reconsideró el asunto, permitió que la propuesta popular se mantuviera y, en efecto, puso fin al transporte escolar forzado.
Vendrán tiempos en que el profeta del Señor nos pedirá hacer más con menos. Sabiendo que eso sucederá, debemos y encontraremos maneras de mejorar e innovar que requieran poco o ningún dinero. Dependemos más de la inspiración y la transpiración para lograr mejoras que de los edificios y el equipo.
—Discurso, 18 de septiembre de 2001
Aunque la economía se recuperaría gradualmente, la necesidad de enfocar los recursos financieros en la construcción de capillas, templos, seminarios e institutos requirió el cierre de cuarenta escuelas de la Iglesia. Casi todas estaban en México y en los países de Sudamérica, donde la Iglesia crecía rápidamente. Providencialmente, las escuelas públicas en esos países habían mejorado desde la fundación de las escuelas de la Iglesia. Al igual que sus contrapartes en el sur de California, los miembros en México y Sudamérica sostuvieron fielmente la difícil decisión de los Hermanos.
Ideas antiguas y nuevas
Como en sus otros llamamientos dentro del Sistema Educativo de la Iglesia, Hal podía ver evidencia de la mano divina en su labor como Comisionado. Las experiencias y los conocimientos obtenidos durante su tiempo en Rexburg y en la oficina del Subcomisionado lo prepararon para este nuevo cargo. En particular, los años que había dedicado a imaginar y modelar el futuro de la educación en la Iglesia resultaron invaluables. Sin embargo, el cielo bondadosamente evitó que se enorgulleciera de su conocimiento, como observó en su diario después de una importante reunión a principios de diciembre.
Le dije a Kathy esta mañana: “Dormí más la noche en que se rompió la represa Teton.” Mi presentación ante el Consejo Coordinador de la Iglesia terminó a las nueve y quince. Pasé el día trabajando y preguntándome por qué se me habían borrado de la memoria cosas que había planeado usar en el período de preguntas y respuestas. Tal vez mi respuesta llegó al final del día. El élder Maxwell, quien había estado en la reunión, dijo: “Tu presentación planteó temas que quizás no estábamos listos para abordar. Fuiste ciertamente franco. Estuvo cerca de ser profunda.” Todo eso sugiere que él pensó que había dicho lo suficiente, o más. Tal vez por eso no pude recordar otras cosas que había querido añadir. (3 de diciembre de 1981)
La primavera siguiente trajo un cambio en el diario. Los más de diez años de entradas anteriores habían sido solo justificadas al margen izquierdo, y la mayoría tenía al menos un error tipográfico, normalmente una sobreimpresión de una letra y, ocasionalmente, una palabra completa tachada con una “x”. Cada letra tenía su propio carácter visual—algunas anchas y oscuras, otras tenues—una señal evidente de teclas golpeadas con distinta fuerza en la máquina de escribir manual portátil de Hal. Pero la entrada del viernes 10 de abril de 1981 era notablemente diferente: justificada a la derecha e izquierda, sin errores tipográficos y con apariencia mecánica.
Hal había estado experimentando con computadoras desde sus años en Stanford. En aquel entonces, se unía a otros miembros de la facultad en las filas para usar las enormes computadoras centrales de la universidad, que podían realizar análisis de investigación mucho más rápido que incluso los expertos del “regla de cálculo”, como su padre Henry. Como subcomisionado, Hal había tenido acceso a las minicomputadoras más pequeñas, pero incluso más potentes, de la Iglesia, fabricadas por Digital Equipment Corporation, la empresa que habría supervisado si hubiera trabajado para General Doriot en Harvard en lugar de haber tomado el camino académico. Fue en estas minicomputadoras —todavía enormes según los estándares actuales— donde construyó sus primeros modelos de crecimiento del CES.
Más recientemente, la Iglesia le había proporcionado una computadora personal portátil, una “luggable”, que permitía a Hal ajustar sus modelos de crecimiento en casa. También había comprado su propia computadora de escritorio, una Radio Shack TRS-80, en la cual usaba un programa llamado VisiCalc para mantener el presupuesto familiar, junto con una impresora de rueda de margarita. Tanto Stuart como Matthew se unieron a Hal para aprender a usar estas nuevas máquinas. Hal y Stuart tomaron juntos un curso de programación en BASIC; cuando Stuart se volvió bastante competente, Hal lo persuadió para que dejara su trabajo de medio tiempo como camarero en el Hotel Utah y construyera modelos de crecimiento más avanzados (pagándole él mismo, en lugar de la Iglesia).
El presidente Hinckley llamó. Pudo darme instrucciones rápidamente gracias a las cartas que le había escrito ayer, describiendo alternativas y haciendo una recomendación. Las cartas se mejoraron con cálculos provenientes del programa de computadora de Stuart. Stuart volvió hoy para trabajar en uno nuevo.
—Diario, 6 de abril de 1982
El interés personal de Hal en las computadoras y la tecnología no solo facilitó su trabajo en el CES, sino que también atrajo la atención de los Hermanos. Se le asignó participar en un estudio del Consejo de Educación de Utah sobre una red informática estatal para profesores, estudiantes y padres. Además, su mente se sintió atraída por el posible uso de la tecnología satelital en la Iglesia.
Ayer comencé a tener una idea de lo que el sistema satelital de la Iglesia podría aportar. Durante dos horas escribí un borrador sobre las ideas. Todavía era tan preliminar que imprimí solo una copia desde la computadora y la llevé a mi reunión con el Comité Audiovisual de la Iglesia. Sentí el impulso de leerla en la reunión, a pesar de una sensación casi igual de fuerte de temor. Cuando el élder Ballard me invitó a leerla, dijo: “Enséñanos.” Eso me asustó aún más, pero al leer, el Espíritu me conmovió lo suficiente como para que mi voz se quebrara en un momento. Después, el élder Didier dijo: “Gracias por la inspiración.” Y el élder Ballard me convenció de dejar el borrador con el élder Paramore para que lo distribuyera al Comité. Mi comprensión aún es nebulosa, pero sé que el Señor ha preparado una oportunidad relacionada con el crecimiento de la Iglesia, el escaso número de profetas vivientes, la necesidad de que los miembros conozcan el Evangelio y el sistema satelital. (23 de febrero de 1984)
EDIFICIO DE LA IGLESIA CON ANTENA SATELITAL
La conciencia de Hal sobre las tendencias tecnológicas y los posibles beneficios para la Iglesia le permitió imaginar posibilidades emocionantes. También lo calificó para recibir inspiración y la ayuda de colaboradores enviados del cielo.
En el vuelo a Nueva York, un miembro de la Iglesia que tenía su propia empresa de telecomunicaciones insistió en sentarse a mi lado. Pasó las cinco horas diseñando conmigo un sistema de enseñanza interactivo bidireccional, usando televisión, computadoras y radio. Esa inusual buena fortuna me animó durante el vuelo nocturno a Londres. (9 de enero de 1984)
La percepción selectiva funciona. Como estoy trabajando arduamente en el uso de alta tecnología en la educación, todos los que veo y todo lo que leo sugieren ideas sobre innovación. Puede que sea más que percepción selectiva; el cielo podría estar dirigiendo hacia mí lo que necesito. O quizás sean ambas cosas. Visitante tras visitante a mi oficina traía más ayuda. (24 de mayo de 1984)
Al servicio de los Hermanos
En su nuevo cargo, Hal debía equilibrar su exploración personal de las tecnologías emergentes y las ideas de innovación con la responsabilidad administrativa de representar a los Hermanos en todos los asuntos de educación de la Iglesia. Trabajar con ellos era un placer, a pesar de la dificultad de los desafíos que enfrentaban juntos.
A pesar de la bondad de los Hermanos, Hal se sentía impulsado a servirles con todo lo que tenía. Hacerlo, además de cumplir con otras responsabilidades profesionales y familiares, a veces requería trabajar hasta altas horas de la noche.
Estaba tan cansado por el trabajo nocturno en la computadora que dormí en el suelo de mi oficina durante veinte minutos. Tal vez parte del cansancio provenía de la frustración. Los arreglos que había hecho para la Primera Presidencia se deshicieron porque no me aseguré de que todos los que podían decidir cambiar las cosas supieran lo que la Primera Presidencia había decidido. La mayor parte del dolor en las organizaciones proviene de que alguien no recibe el mensaje. (14 de abril de 1981)
Hoy fui llamado a una reunión de la Primera Presidencia. Como había esperado que el secretario del Presidente tratara el asunto con ellos, no lo había leído detenidamente. Eso condujo a un error que detecté mientras hablaba. Pero creí percibir su desaprobación por no haber hecho mi tarea. Los sentimientos de vergüenza y la determinación de hacerlo mejor han permanecido conmigo. (14 de julio de 1981)
En una serie de reuniones, me reuní con seis miembros del Quórum de los Doce y hablé por teléfono con un miembro de la Primera Presidencia y con el Presidente del Quórum. Eso, junto con las llamadas telefónicas con otros Autoridades Generales acerca de cuestiones difíciles, me dejó con la sensación de haber tenido un vistazo del cielo, por la forma en que me trataron, se trataron entre ellos y abordaron los problemas. Algunos de los problemas me dieron un vistazo de otro lugar.
—Diario, 15 de febrero de 1985
Al dar todo de sí con motivos puros, Hal se calificó para recibir ayuda adicional. La reconocía cuando llegaba. Su diario registra muchas intervenciones divinas, como esta:
Tenía una hoja de papel en la mano mientras salía para una cita con el élder Ballard. En ella estaban las instrucciones de lo que debía decirle. Mientras estaba sentado en su oficina, sentí la impresión de que no debía decir nada sobre el asunto, sino que el administrador del CES, Dave Christensen, debía encargarse hablando con otro hombre. Más tarde supe que Dave estaba hablando con ese hombre en el mismo momento en que tuve la impresión, que había descubierto que los datos en la hoja eran incorrectos y que ofenderían al élder Ballard, y que estaba pensando: “Oh, ¿cómo puedo evitar que el comisionado Eyring diga algo al élder Ballard?” (1 de mayo de 1981)
Hal se reunía con más frecuencia que nunca con los Hermanos mayores. Observar sus luchas con decisiones importantes y, a menudo, difíciles aumentó aún más su gran respeto por su perspicacia y pureza de corazón. Vio de primera mano su compasión por los miembros de la Iglesia y su confianza en que el Señor haría avanzar la obra según Su propio tiempo, sin importar cuán grandes parecieran los obstáculos.
El élder Hinckley se inclinó sobre su escritorio y dijo al Comité Ejecutivo: “No veo manera de que podamos ayudar a estas personas financieramente, y sin embargo recuerdo la historia que contó el presidente Lee.” Luego relató una ocasión en la que el presidente Lee se negó a ayudar a algunos miembros de la Iglesia que habían invertido imprudentemente, se preocupó toda la noche y luego dijo a sus consejeros a la mañana siguiente: “Ayer habló Harold B. Lee. Ahora, hoy, hablará el Señor.” Y enviaron ayuda. Eso nos llevó a encontrar una manera de ayudar a algunas personas en dificultad. Sentí una confirmación de que era lo correcto durante la reunión y nuevamente cuando llamé al hombre con las buenas noticias. (20 de marzo de 1981)
El presidente Kimball presidió esta mañana la reunión de la Junta de Educación y de la Junta Directiva. Cuando el élder Hinckley concluyó su informe de un viaje a Rusia, dijo: “El Señor tendrá que hacer algunos cambios importantes antes de que nuestra obra pueda avanzar.” Muy suavemente, el presidente Kimball respondió: “Él lo hará, pero a Su debido tiempo, ¿no le parece?” (3 de junio de 1981)
Hal continuó disfrutando lo que consideraba una relación especialmente cercana con el élder Boyd K. Packer. Viajaban juntos ocasionalmente y se relacionaban con frecuencia en la sede de la Iglesia. Como antes, su asociación combinaba lo profesional y lo personal. El tema común —ya fuera enseñando a instructores de seminario e instituto en Brasil o tallando madera en Utah— era el énfasis en los asuntos sagrados y el gozo de las experiencias espirituales compartidas:
El élder Packer dijo a nuestro administrador del CES para Brasil, quien estaba a punto de comenzar una reunión de capacitación: “Quizás nunca vuelvan a tener al hermano Eyring y a mí aquí. Ustedes pueden enseñarse unos a otros en cualquier momento. Nosotros aprovecharemos esta mañana y dejaremos lo que tenemos.” Y así enseñamos durante cuatro horas. Y mientras él hablaba, una idea venía a mi mente, y él decía: “El hermano Eyring ahora tiene algo que decir.” Y mientras yo hablaba, sabía lo que él diría a continuación. (28 de octubre de 1981)
El élder Boyd K. Packer me invitó a su oficina cuando le dije que necesitaba orientación con mi talla de señuelos de pato. Cuando me senté, sacó un señuelo terminado de debajo de su escritorio y dijo: “Aquí, puedes quedarte con este como guía hasta que termines el tuyo.” Luego trazó los siguientes cortes en mi talla, sosteniéndola contra su pecho. Sonrió y se limpió el aserrín del chaleco de su traje azul mientras hablábamos sobre el Sistema Educativo de la Iglesia. (31 de mayo de 1982)
Matthew me pasó el teléfono a las seis de esta mañana y dijo: “Si contestas, estarás hablando con el élder Packer.” Hablamos sobre un problema en el que él había estado trabajando durante horas y planeaba continuar durante el fin de semana. Este debe ser uno de los pocos fines de semana que pasará en casa este año. Y, sin embargo, está trabajando, a toda máquina. (30 de abril de 1983)
Mi escritura dio paso, a las 2:30, a una agradable entrevista con el élder Boyd K. Packer. Me recibió junto a mi automóvil, donde examinó la talla que los muchachos y yo hemos comenzado. Sugirió que consideráramos pintar las flores, las aves, la casa y el templo al estilo de algunas tallas suizas y austriacas. Luego conversamos en su oficina. En medio de la larga conversación, hizo una pausa y habló con un tono que sé que significa que hablaba en nombre de más que de sí mismo. Me prometió un don espiritual: ideas formándose en mi mente más allá de cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Y me prometió que no sería confundido por los intelectuales. (8 de noviembre de 1984)
Aceptar consejo y recibir inspiración
En su trabajo con los Hermanos mayores, Hal ocasionalmente se ganaba sus elogios sin reservas, una señal de que estaba aprendiendo a pensar como ellos. Registró uno de esos triunfos a comienzos de 1982:
Pasé de leer Mosíah con la familia a redactar una carta para la reunión de la Junta de hoy. Cuando la leí ante la Junta, el élder Monson dijo: “Deberías haber sido diplomático. Le dijiste lo que querías, pero lo hiciste sentir bien.” Después de la reunión, el presidente Hinckley sugirió que hiciera el saludo más formal, diciendo: “Esta carta se volverá a consultar.” (3 de marzo de 1982)
Sin embargo, aun cuando acertaba plenamente, el cielo mantenía a Hal humilde, dándole pruebas de que él era solo uno entre muchos que recibían ayuda divina.
Al final de un largo día, llevé las páginas que había escrito a un miembro del Quórum de los Doce. Otro miembro del Quórum se unió a la conversación. Era evidente que ellos habían llegado a las mismas conclusiones de lo que yo había escrito hacía ya una semana. Eso me dio gran consuelo al saber que, como uno de ellos dijo, “iba en el blanco”, pero me recordó una vez más que los profetas pueden tener el trabajo hecho por el Espíritu Santo un poco más rápido que yo. (20 de marzo de 1985)
Hal también fue humillado por las impresiones ocasionales de no estar de acuerdo con sus colegas en la obra, incluidos los Hermanos. Registró un ejemplo de ello después de una reunión del Comité Ejecutivo de la Junta de Educación, que incluía a varios miembros del Quórum de los Doce:
La reunión del Comité Ejecutivo, realizada en la sala de conferencias de la Primera Presidencia, con techo alto, trató temas de tal sustancia y complejidad que tuve que hablar, siempre con alguna diferencia respecto a los demás que hablaron. Eso hizo que la tarde fuera larga. (26 de abril de 1983)
Hal hizo un estudio cuidadoso sobre la manera correcta de expresar una opinión contraria. A veces descubría que la discreción —incluido el silencio— era la mejor parte del valor. Sin embargo, con frecuencia se sentía impulsado a hablar, incluso con el riesgo de ofender o provocar el desagrado de otros. En esos casos, aprendió que la clave del éxito era hablar con motivos puros. Solo entonces él y sus colegas podían alcanzar la unanimidad necesaria para recibir inspiración.
El élder Thomas Monson dijo en voz baja: “Bien hecho”, al final de nuestra presentación ante el Comité Ejecutivo del presupuesto para el hemisferio sur. No intervine con mi opinión durante una discusión entre los Hermanos. Permanecí en silencio porque consideré que mi punto de vista generaría calor, pero no persuadiría. (22 de septiembre de 1981)
Mi escritura productiva se vio intercalada por un momento alto y uno bajo. El alto fue una agradable media hora con el presidente Hinckley. El bajo fue enterarme, de manera indirecta, de que había desagradado a un Autoridad General de alto rango. Me tomó una cuidadosa reflexión asegurarme de que estaba triste por las razones correctas. (15 de marzo de 1982)
Mi reunión con la Primera Presidencia puso a prueba mi capacidad para dar consejo sin cruzar la línea hacia “sostener el arca.” Después de horas de reflexión, estoy en paz. (24 de marzo de 1982)
Sentí la influencia del Espíritu Santo en nuestra reunión de la Junta. La Junta tomó decisiones que pueden mejorar drásticamente la calidad de la enseñanza del seminario y del instituto en todo el mundo por muchos años venideros. He aprendido a reconocer las señales: discusión animada y clara, y luego unanimidad perfecta. (2 de mayo de 1984)
En su deseo de aumentar su valor como consejero de los Hermanos, Hal aprendió lecciones de Kathy y de los niños. Eso fue cierto incluso con la pequeña Elizabeth, cuya dulzura exterior ocultaba una sorprendente determinación interior. Descubrió la fuerza de esa determinación en un momento conmovedor. En la primavera de 1982, cuando Elizabeth tenía dos años y medio, Kathy sufrió un aborto espontáneo del embarazo de un hermano o compañera de juegos que esperaban para Elizabeth. En un momento difícil e inesperado, Elizabeth le enseñó a Hal una lección sobre cómo dar consejo.
Vestí a Elizabeth, diciéndole que íbamos al hospital a buscar a su madre. Cuando se resistió en dos momentos distintos, insistí. Kathy me había contado historias sobre su independencia, pero yo sabía que mi encanto y carisma prevalecerían. No lo hicieron. Finalmente, cuando decidió hacer lo que yo le había estado pidiendo, tomó cuidadosamente un juguete, me ayudó a jugar con él y luego hizo lo que le pedí. Parecía estar mostrándome: “Lo haré contigo, no porque des órdenes.” Los espíritus llegan a este mundo con personalidades. (2 de abril de 1982)
Hal también aprendió de milagros de ayuda que reconocía como dones divinos. Descubrió que, al respetar el albedrío de los demás y ejercer la fe, incluso los dilemas más difíciles parecían resolverse por sí mismos. Atribuía esos milagros de resolución a su fuente divina. También observó cómo el cielo honraba los esfuerzos de quienes daban lo mejor de sí, a pesar de la insuficiencia de su esfuerzo frente a la magnitud de la tarea.
Vi nuevamente hoy evidencia de que Dios dirige Su reino incluso mientras tenemos libre albedrío. He estado trabajando durante días en encontrar una forma de corregir a una de nuestras personas. Hoy supe que un miembro del Quórum de los Doce, sin ningún contacto conmigo, había persuadido al hombre para que pidiera ayuda. No tengo duda de que soy responsable de lo que hago, pero también sé que el Padre Celestial tiene muchas maneras de llevar a cabo Su obra: Él no está a merced de mi desempeño. (22 de abril de 1982)
En medio de crisis tras crisis, una lección seguía enseñándoseme: “Dios es muy bondadoso, muy paciente.” Lo vi en una decisión de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce informada en un memorando. Y eso influyó en la manera en que reaccioné ante algunos fracasos de personas que, en circunstancias normales, habría sido fácil condenar. Pero hoy me pareció especialmente consciente de cuán lento es el Padre Celestial para reprender más de lo que podemos soportar. (5 de julio de 1983)
Las personas en autoridad pueden llamarte a una posición de liderazgo. Pueden darte grandes poderes para disciplinar y recompensar a aquellos a quienes debes dirigir. Pero tu poder para guiarlos, al final, será otorgado por su decisión de seguirte, sin compulsión.
—Discurso, 23 de abril de 1998
Cada vez más, Hal reconocía que era beneficiario de la misma paciencia divina y de la generosa ayuda celestial. Una poderosa confirmación llegó en el otoño de 1983, en un momento en que el Sistema Educativo de la Iglesia enfrentaba serios desafíos en un lugar del extranjero. Un mensaje recibido al amanecer confirmó que el Comisionado de Educación estaba siendo honrado por el cielo, aunque aún tenía cosas que aprender sobre cómo acceder plenamente al poder disponible.
Ayer desperté con dos mensajes completamente formados en mi mente. Me ayudaron hoy. Uno fue este: “Las dificultades que has tenido en tu trabajo no eran necesarias. Si me hubieras suplicado guía, podría haberte advertido.” Y el otro fue el contenido de una carta que debo redactar para nuestros hermanos del CES en una parte del mundo. Resolverá todos los problemas que parecían abrumarnos. Las ideas no fueron parte de un sueño, pero estaban en mi mente como si hubieran sido entregadas durante mi sueño. He tenido esta experiencia antes, reconozco su fuente y le estoy agradecido. (17 de octubre de 1983)
18
Trabajar DiligentementePorque trabajamos diligentemente para escribir,
a fin de persuadir a nuestros hijos,
y también a nuestros hermanos,
a creer en Cristo,
y reconciliarse con Dios;
pues sabemos que es por la gracia que somos salvos,
después de hacer cuanto podamos.
—2 Nefi 25:23
El período de Hal como Comisionado, de 1980 a 1985, fue un tiempo de pruebas tanto en su trabajo como en su vida personal. Entre los desafíos más notables estuvo el fallecimiento de su padre, Henry. En el verano de 1981, la familia Eyring supo que su patriarca tenía poco tiempo de vida.
Henry había luchado contra el cáncer de forma intermitente desde finales de la década de 1960. El cáncer comenzó en la próstata, en una época en que Henry cuidaba de Mildred durante los últimos meses de su vida, enseñaba una carga completa de clases durante el día y dormía en el hospital la mayoría de las noches. Aplazó buscar tratamiento para sí mismo hasta después del fallecimiento de Mildred. El cáncer se propagó de manera gradual pero persistente durante la década de 1970, a pesar de los tratamientos agresivos con terapias innovadoras, incluyendo radiación en la Universidad de Stanford, mientras Hal y Kathy aún estaban allí.
Algo sobre el carácter
Para cuando los Eyring de Rexburg se mudaron a Bountiful en 1977, era evidente que Henry finalmente perdería la batalla. Sin embargo, siguió luchando, grandemente ayudado por su segunda esposa, Winifred, con quien se casó dos años después de perder a Mildred. En sus últimos seis meses autorizó a sus médicos de la Universidad de Utah a administrarle una forma experimental de tratamiento tras otra. No quiso admitir la inevitabilidad de la derrota ni alterar su agenda de enseñanza, viajes e investigación. Entre las responsabilidades habituales que se negó a abandonar estaba un almuerzo mensual con sus hijos Ted, Hal y Harden.
Mi padre me mostró hoy algo sobre el carácter. Estaba teniendo problemas con el dispositivo que los médicos habían usado para drenar su orina. Tenía cita con los médicos a las dos para hacer reparaciones. Pero vino al almuerzo en el comedor Panorama de la Universidad de Utah, donde tanto profesores como público podían ver la humedad en sus pantalones. Está esforzándose mucho por convencer a la Universidad de que puede seguir enseñando a tiempo completo a los ochenta años. Debió de sentirse tanto avergonzado como preocupado por su carrera, pero vino al almuerzo porque se lo había prometido a sus hijos. (9 de julio de 1981)
El valor y el buen humor de Henry desde julio hasta diciembre de 1981, cuando finalmente sucumbió, dejaron una huella imborrable en los miembros de su familia, amigos y profesionales médicos que lo atendieron durante ese tiempo. El diario de Hal registra el tipo de historias que resultaron memorables y conmovedoras para muchos.
Durante el día, Winifred llamó para informar el pronóstico del médico, dado hoy, de que mi padre no vivirá hasta Navidad. Cuando hablamos sobre que yo le diera una bendición, le dije que no tenía coche para ir a su casa. Ella respondió: “Oh, esta noche sería mejor de todos modos. Verás, ahora está enseñando su clase en la universidad.” Sonreí. (17 de julio de 1981)
Cuando entré al hospital de la Universidad de Utah, me encontré con uno de los compañeros chinos de papá. Winifred me dijo, cuando llegué a la habitación, que papá y su asociado acababan de terminar una propuesta de investigación. Papá carece de sentido trágico: estaba escribiendo propuestas de investigación cuando casi murió anoche de un ataque al corazón por el esfuerzo de la hemodiálisis. Hablé con Winifred, Ted, el élder Neal Maxwell y papá —cuando estaba consciente— sobre otra operación. Sentí la impresión, al igual que Winifred, de que debíamos seguir adelante. Después de seis horas, vinieron a llevarlo a la sala de operaciones. Me sonrió. Creo que mi presencia lo ayudó. Luego comenzó a cantar: “Yo-ho-ho, quince hombres sobre el cofre del muerto.” Los asistentes rieron todos. Pero se encogieron de hombros, confundidos, cuando él dijo, muy claramente y con los brazos cruzados sobre el pecho: “Jim Hawkins.” Tendré que sacar mi ejemplar de La isla del tesoro, pero creo que papá estaba recordando al muchacho de esa historia. Papá no pudo haber visto el libro desde que tenía doce años. Y luego dijo, con una sonrisa: “Saquen al hombre muerto.” Una hora después, había salido de cirugía, con la operación exitosa.
El antiguo presidente de estaca de papá y secretario de la Primera Presidencia, Francis Gibbons, pasó a verlo antes de la operación. Trajo un libro dedicado “a uno de los hombres más grandes que he conocido.” También dijo que el abuelo de papá había sido uno de los únicos dos hombres que no eran Autoridades Generales invitados a una reanudada Escuela de los Profetas en St. George, alrededor de 1880. Eso complació a papá. Y entonces el presidente Gibbons, tomándole la mano, dijo: “Te amo.” El élder Maxwell me había dicho eso a mí antes. He aprendido que quienes enfrentan lo desconocido aprecian tu presencia, tu alabanza y las palabras: “Te amo.” (31 de julio de 1981)
Al mediodía pasé una hora ayudando a mi padre a ir a casa de visita. Pensé que estaba demasiado cansado para saber que yo estaba allí. Le tomó al menos veinte minutos caminar hacia la casa, conmigo bajo un brazo y Winifred bajo el otro. Solo habló una vez, cuando me fui. Dijo: “No lo habría logrado sin ti.” Hice por una hora lo que él ha hecho por mí durante toda mi vida. (27 de agosto de 1981)
Kathy y yo visitamos a papá en su casa. Por primera vez en semanas estuvo ágil y animado en la conversación. Me dio consejos sobre mi discurso a la facultad de BYU mañana. Y le dijo a Kathy: “Hal no sería ni la mitad del hombre que es sin ti.” Kathy dijo que eso demostraba lo lúcido que estaba. (31 de agosto de 1981)
En los últimos meses de la vida de Henry, el dolor se intensificó. Pero también lo hicieron sus experiencias espirituales, muchas de las cuales compartía con Winifred y sus hijos mientras lo cuidaban durante largas y dolorosas noches. Henry buscaba a menudo consuelo en la oración, a veces incluso arrastrándose fuera de la cama para arrodillarse en el suelo. Siempre maestro, compartió con Hal las lecciones que iba aprendiendo.
Conduje hasta la casa de mi padre a las once para quedarme a pasar la noche. Hablamos después de que despertó de varias horas de un sueño doloroso. Papá, que ahora habla como un niño, había estado terriblemente perturbado. Dijo, con una voz clara, casi juvenil: “Ya tengo la respuesta. Dios no quiere derribarme. Quiere gente con valor. Estoy tan agradecido por el plan.” (17 de septiembre de 1981)
Después de meses de vigilias nocturnas por parte de Winifred y sus hijastros, el final finalmente llegó en la época de Navidad. La quimioterapia agresiva había destruido los riñones de Henry, y un intento innovador de diálisis interna, con filtración de la sangre dentro de la cavidad abdominal, estaba fallando. Winifred, Ted, Hal y Harden consultaron con el élder Maxwell, quien había bendecido a Henry varios meses antes con “tiempo para completar algunas cosas.” El élder Maxwell sugirió que la obra de Henry en esta vida ya estaba completa. Sin embargo, el padre de Hal aún logró enseñarle más lecciones antes de partir.
Toda nuestra familia fue conmigo a ver a papá, que estaba sufriendo, en el hospital. Me quedé más de cinco horas, mientras luchábamos con las decisiones sobre si intentar más diálisis y transfusiones de sangre. El élder Neal A. Maxwell le había dado una bendición al mediodía, antes de que llegáramos. Por teléfono, nos ayudó a decidir. Su consejo para mí fue: “Hay mucho más que él puede hacer allá.” (24 de diciembre de 1981)
Me senté con papá y Winifred hasta tarde en la noche. En su delirio, soltó algunas palabrotas por el dolor, incluyendo una expresión que recordaba de mi infancia: “Oh, demonios, HAL-y.” Más tarde, como si hablara consigo mismo, dijo claramente: “Estudia mucho, y luego al día siguiente haz lo mejor que puedas.” Y muy entrada la noche exclamó: “Que pase esta hora.” (25 de diciembre de 1981)
Espero que ustedes también recuerden, como yo siempre recordaré, al científico Henry Eyring de rodillas, cuando las preguntas que realmente importaban cedían ante el método para hallar la verdad que había aprendido de niño, a los pies de su madre en el Viejo México. Esto fue mucho antes de que tomara el tren a Tucson, y luego a Berkeley, a Madison, y más tarde a Berlín y Princeton, para usar el método científico y crear teorías que cambiaron el mundo de la ciencia. Lo que aprendió de rodillas le trajo paz y cambió mi vida.
—Discurso, 18 de noviembre de 1986
A la tarde siguiente, Henry murió. Hal no habló en el funeral de su padre, al cual asistieron nueve miembros del Quórum de los Doce Apóstoles y los tres miembros de la Primera Presidencia. Después del funeral, que Hal describió en su diario como “el mejor al que he asistido”, dedicó la tumba. “Mi voz se quebró solo una vez,” escribió:
Fue entonces cuando sentí que el Espíritu Santo me recordaba, mientras oraba, que mi padre había clamado a su “Papá” en su mayor dolor. Oré para que el recuerdo de la bondad y la fortaleza de papá nos fortaleciera algún día. (30 de diciembre de 1981)
La evidencia del cariño de Hal por su padre apareció durante meses después en su diario, en forma de más de una docena de recortes de prensa y cartas de los colegas científicos y eclesiásticos de Henry. También hubo esta entrada, escrita un domingo por la noche, dos meses después del fallecimiento de su padre. Sugiere el comienzo del fin del duelo:
Pasé la tarde preparando dos discursos, los di en nuestra reunión familiar y luego nuevamente más tarde. El primero lo di en el barrio de Lowell Bennion², en East Millcreek. El segundo fue ante el grupo de estudio del presidente Hinckley, todos misioneros de Inglaterra de 1934 a 1936. Hablé sobre mi padre y reí más de lo que lloré. (28 de febrero de 1982)
“Solo empieza a escribir”
Hal continuaría beneficiándose de las ideas y los consejos de su padre durante toda su vida, especialmente en tiempos de incertidumbre y lucha. Cada vez enfrentaba más de esas luchas al escribir para audiencias públicas. Paradójicamente, Hal disfrutaba escribir cuando lo hacía para sí mismo, como en su diario, o para alguno de los Hermanos. En esos casos, a menudo sentía fluir la inspiración y, con ella, palabras que iban más allá de las suyas:
El obispo Brown³ apenas tuvo cinco minutos para leer el borrador que le había entregado. Había estado trabajando desde las cinco de la mañana, pero solo escribiendo durante diez minutos. Para mi asombro, lo aprobó y dijo: “No sabes cuánto dependo de ti.” (10 de diciembre de 1982)
Corrí de regreso a mi oficina para trabajar en el documento para el élder Maxwell⁴. Cinco minutos antes de que él llamara, sentí un cambio completo en lo que debíamos hacer. Y cuando me senté con él, procedió a enumerar las nueve ideas principales que me habían venido a la mente, sin faltar ninguna, y sin añadir otras. (15 de junio de 1984)
Hal sentía una inspiración similar al dirigir discusiones en nombre de los Hermanos, especialmente en entornos tipo aula, que aprovechaban su experiencia docente en Stanford y Ricks. Pero cuando la audiencia era un grupo en lugar de un individuo, sentía una mayor presión, como le había ocurrido en Palo Alto y Rexburg. Y la sensación de presión se intensificaba cuando la audiencia eran los propios Hermanos. En su presencia, descubría que presentar ideas debía verse más como una oportunidad para aprender que para enseñar.
Mi nerviosismo alcanzó su punto máximo entre la una y las dos, mientras estaba sentado en la sala del Quórum de los Doce escuchándolos enseñar a los nueve miembros de tres Presidencias de Área que estaban probando una nueva descentralización de la Iglesia. Cuando llegó mi turno de dirigir una discusión de caso, sentí una seguridad que me aseguró que todo saldría bien, y así fue. Cada miembro de las Presidencias de Área participó, haciendo siempre sugerencias sabias y, a veces, ingeniosas. Solo el élder McConkie permaneció de los Doce para observar. Después dijo: “Solo tengo una queja. No me dejaste dormir.” Y luego, con una cálida sonrisa, añadió: “Sentí que estaba aprendiendo a los pies de Gamaliel.” (10 de octubre de 1984)
Comencé mi presentación ante el Quórum de los Doce hoy usando una escritura como tema. Mi lengua estaba torpe. Esa sensación duró toda la hora. Lo que ellos dijeron y preguntaron fue inspirado. Y apoyaron nuestra educación religiosa tanto elogiándola como comprometiéndose a ayudarla. Pero, a diferencia de otras ocasiones en mi vida en las que fui bendecido en el momento de actuar, hoy mi capacidad pareció limitada. Horas después, comencé a ver la bendición: al hablar menos bien, escuché más, aprendí más, supe que estaba en la presencia de profetas y tuve una de las grandes experiencias de mi vida. Había olvidado que es difícil alimentar el ego y aprender al mismo tiempo. (13 de abril de 1983)
A medida que los Hermanos asignaban a Hal a hablar en entornos cada vez más grandes y formales —como los devocionales de BYU, realizados en el Centro Marriott con capacidad para 23 000 personas—, la presión a veces se volvía casi insoportable. En Stanford y Ricks, él había comprendido la necesidad de prepararse cuidadosamente para ser digno de recibir inspiración. Pero esos foros eran mucho más pequeños, y aun un discurso ante un grupo numeroso de estudiantes de Ricks College reunidos para un devocional no era transmitido ni publicado. Un devocional de BYU, en cambio, alcanzaría una audiencia mucho más amplia, especialmente cuando el orador era el Comisionado de Educación de la Iglesia.
Por eso, Hal comenzó a redactar por completo los discursos que antes quizá hubiera dado solo con un esquema, complementado con impresiones del momento. Ahora empezaba su preparación con más anticipación, trabajaba más arduamente y se preocupaba más. El trabajo de escribir discursos se volvió semejante a aquellos duros días y noches pasados en la casa de baños en la colina, tratando de producir artículos y libros de investigación para lograr la titularidad en Stanford.
A las diez, mi secretaria llevó el manuscrito terminado de un capítulo a la Deseret Book Company. El alivio que sentí provocó resoluciones: empezaré los borradores temprano para cada discurso y cada tarea de escritura. Antes de tener un borrador, hay un terror de que nada saldrá. Después de tenerlo, es como sostener madera o arcilla en tus manos y saber que puedes tallar y dar forma. Mi padre solía observarme preocuparme y leer “solo un libro más”. Él decía: “Solo empieza a escribir.”
—Diario, 2 de julio de 1984
Al escribir para devocionales y otras audiencias relacionadas con la Iglesia, Hal tenía la ventaja de poder abordar temas espirituales y apoyarse en principios eternos, en lugar de desarrollar teorías empresariales. Sin embargo, la gran seriedad del tema y la fidelidad de la audiencia creaban una carga propia, que lo presionaba más que nunca. La inspiración llegaba, pero a un precio más alto, y a veces no hasta el último momento. Esto puede verse en una serie de entradas de su diario a comienzos de 1983, durante los días previos a un discurso devocional en BYU.
Cada conversación durante el día parecía enseñarme algo sobre el discurso que intento preparar para el devocional del martes en BYU. No estoy seguro si el cielo da la inspiración justo cuando la necesitas o si el terror de tener que decir algo públicamente te hace escuchar mejor, o ambas cosas. Pero la ayuda llega. (3 de febrero de 1983)
Cuando llegué a casa a las dos de la mañana, Stuart no mencionó sus logros en el torneo de debate de secundaria en Phoenix. Simplemente se puso a trabajar construyendo su puente⁷ mientras yo escribía en la computadora. A las cuatro entró a mostrarme su puente y dijo que se iba a dormir. Miré hacia arriba lo que me parecieron minutos después y vi la luz entrando por la ventana. (7 de febrero de 1983)
Por primera vez en mi vida que pueda recordar, el Espíritu Santo me dejó hasta el final luchando con un discurso. Kathy y yo estábamos sentados en la sala de recepción del presidente en el Centro Marriott mientras yo recortaba mi borrador de la quinta o sexta versión. Entumecido por el miedo y la fatiga, subí al púlpito y comencé a hablar. Las ideas y los sentimientos me alejaron del texto, y así hice lo que ningún orador de devocional de BYU, excepto LeGrand Richards, había hecho en años: hablé en televisión en vivo desde el corazón. Pero sentí que algo ocurrió al final. Kathy dijo después: “Nunca te había oído dar testimonio con ese poder antes.” Aún no lo entiendo. Tal vez se me permitió luchar tanto para que comprendiera lo que Henry está viviendo como nuevo misionero en Japón; o tal vez no he valorado suficientemente la ayuda fácil del pasado; o quizá fue para que quienes escucharon pudieran ver la diferencia entre un tambaleante Hal Eyring y el Espíritu manifestado al final. Sea lo que sea, mi cuerpo duele, y me siento muy, muy humilde. (8 de febrero de 1983)
AUDIENCIA DEL CENTRO MARRIOTT
Una nueva hija y nuevos llamamientos en la Iglesia
El trabajo de Hal, con sus viajes frecuentes y asignaciones especiales de parte de los Hermanos, siempre había requerido el apoyo de toda la familia Eyring. Para 1983, eso incluía a cuatro hijos varones en proceso de madurez y a la pequeña Elizabeth, de tres años, quien tenía una personalidad tan fuerte como cualquiera de sus hermanos, como Hal registró después de un día de doce horas en las oficinas centrales de la Iglesia:
Había hecho mi tarea para la reunión de la Junta de la Escuela Dominical a las cinco. Eso mejoró mi ánimo y aumentó mi contribución. Kathy pareció contenta de dejarme volver a la oficina para otra corrida en la computadora, incluso cuando llamé después de las ocho. Ella se alegra sinceramente cuando hago algo útil para el reino. Elizabeth estaba un poco menos feliz cuando llamé. Dijo: “Ven a casa ya.” Y me ayudó a colgar mi ropa, como suele hacerlo, cuando llegué. (8 de marzo de 1983)
En abril de 1984, Hal y Kathy recibieron a su sexta y última hija, Mary Kathleen. Kathy tenía casi cuarenta y tres años, y el embarazo fue difícil. En febrero sufrió una caída fuerte en la empinada entrada de la casa de los Eyring; la caída provocó contracciones, y Kathy fue hospitalizada brevemente. Ella y Hal dieron gracias cuando Mary, otra pelirroja, se unió a la familia con perfecta salud. Su gozo fue compartido por muchos otros que habían cuidado de Kathy y de la familia Eyring durante el embarazo.
KATHY CON ELIZABETH Y LA BEBÉ MARY
Varios meses después del nacimiento de Mary, Hal recibió una invitación para reunirse con el élder James M. Paramore, miembro del Primer Cuórum de los Setenta y exconsejero en la presidencia general de la Escuela Dominical de la Iglesia. Como miembro de esa junta general, Hal había trabajado con el élder Paramore y había desarrollado una profunda admiración por él. El diario de Hal registra la entrevista que él y Kathy tuvieron en la oficina del élder Paramore:
A las 3:15, me encontré con Kathy y Mary Kathleen en el ascensor de mi oficina, bajé con ellas y crucé hacia el Edificio de Administración de la Iglesia. El élder James M. Paramore nos invitó a entrar en su oficina. Le pidió a su secretaria que sostuviera a Mary Kathleen por un momento. Luego nos arrodillamos en su oficina y él oró. Despidió a Kathy, me entrevistó, y luego la invitó a regresar a la sala mientras me llamaba como representante regional. He de tomar tres regiones en el norte de Utah con trece estacas. Kathy paseó a Mary Kathleen por la oficina mientras el élder Paramore me apartaba. Entre muchas promesas, recuerdo que recibiría consejo sobre ideas del evangelio de parte de mis hijos. Y se me prometió salud si era fiel. Mientras hablaba, tuve el pensamiento de que él estaba diciendo las palabras exactas que el Señor usaría. (20 de septiembre de 1984)
El nuevo llamamiento puso fin a los siete años de servicio formal de Hal con los jóvenes de edad de los Boy Scouts. También significó dejar a Kathy y a los niños los domingos para visitar a los trece presidentes de estaca bajo su responsabilidad, ubicados en Brigham City y el Valle de Cache, en Utah. Pero Hal encontraba gozo en viajar a lo que consideraba “lugares protegidos”, donde los Santos inusualmente fieles eran dignos de recibir bendiciones inusuales. Descubrió que reunirse con un presidente de estaca en el hogar de ese líder producía una sensación de estar en terreno sagrado.
La esposa del élder Asay, Colleen, llamó esta mañana. Kathy había sido su consejera en la presidencia de la Sociedad de Socorro de estaca hasta hace unos meses. La hermana Asay dijo: “Tuve un sueño anoche. Kathy está en el hospital. ¿Qué sucede?” Cuando hablé con Kathy, se sintió conmovida al oír la preocupación de la hermana Asay. Yo me sentí conmovido por la preocupación del cielo. Y me pregunté cuánto podría estar aprendiendo de mis sueños si viviera más como lo hace la hermana Asay.
—Diario, 26 de marzo de 1984
Hal adoptó un enfoque minimalista al dirigir a los presidentes de estaca. Fiel a su estilo estudioso, realizó muchas visitas y formuló preguntas para comprender las condiciones de cada estaca. Pero dio pocos consejos a los presidentes, reconociendo en cada uno de ellos la autoridad y las llaves del liderazgo para su propia estaca. Ese enfoque provenía de una orientación suave pero clara que había recibido de su amigo y mentor, el élder Neal Maxwell, a quien buscó poco después de recibir el llamamiento como representante regional. Hal expresó su preocupación por la cantidad de estacas bajo su responsabilidad. “¿Cómo puedo tener un impacto significativo en trece estacas?”, preguntó. Con una sonrisa irónica, el élder Maxwell respondió: “No puedes. Por eso te dieron trece estacas.”
Hal llevaba menos de seis meses en su nuevo llamamiento cuando comenzó a sentir impulsos espirituales. Algunos surgieron como respuesta a problemas difíciles en el trabajo. Otros resultaron en decisiones para reorganizar los asuntos financieros de la familia Eyring.
El teléfono me trajo más problemas, todos interesantes y todos más allá de mis capacidades humanas para resolverlos. Por alguna razón, el cielo me está dando un empuje hacia recibir revelación mucho más de lo que había sentido en años. (12 de marzo de 1985)
Esta mañana, en mi oficina, cerré la puerta con llave y me arrodillé para recibir orientación. Ayer supe que System Industries, una empresa que fundé, estaba en dificultades financieras. Todavía poseo 15,000 acciones. Oré para saber si debía vender parte de nuestras participaciones. Una impresión clara vino a mi mente de inmediato: “No confíes en el brazo de la carne.” Para primeras horas de la tarde ya tenía todas las acciones en manos de mi corredor para venderlas. Y también venderá el resto de mis participaciones en Finnigan Instrument Company, que también fundé. No creí que se me hubiera dicho qué hacer financieramente, sino en qué debía invertir mi atención. Durante años he hecho cálculos diarios estimando la seguridad que esas inversiones podrían proporcionar, normalmente cuando me sentía inseguro. Al cambiar a inversiones menos especulativas y en las que mi ego no esté involucrado, puedo dedicar tiempo y obtener seguridad de mejores maneras. Kathy apoyó mis decisiones. (13 de marzo de 1985)
Tres semanas después, Hal se preparaba para disfrutar de la conferencia general, programada para comenzar el sábado 6 de abril. Para Hal y sus compañeros representantes regionales, las reuniones de capacitación empezaban el día anterior. Su despertador ese día sonó particularmente temprano debido a un asunto administrativo entre el Sistema Educativo de la Iglesia y la oficina del Obispado Presidente que debía resolverse antes del fin de semana. Una reunión a las siete de la mañana preparó el escenario para una asignación nueva e inesperada.
A las tres de esta mañana me despertó una sensación de inquietud. Sentí la impresión de que no debía contender con una persona de alto rango en la oficina del Obispado Presidente durante una reunión programada para las siete. Como llegué antes de las siete a la oficina del élder Maxwell y los demás aún no habían llegado, pude resolver el problema en silencio. Más tarde me senté en el Salón de Asambleas junto con todos los presidentes de misión del mundo y todos los representantes regionales. Cuando regresábamos de un receso, uno de los guardias de seguridad me dijo: “El presidente Hinckley desea verlo en su oficina.” Caminé a lo largo del muro del terreno del templo, sobre South Temple, bajo la luz brillante del sol. Repasé los posibles problemas que él podría querer tratar conmigo, pero ninguno parecía digno de su tiempo en el día previo a la conferencia. Entonces pensé: “Si se trata de un llamamiento, tiene que ver con el Obispado Presidente.”
El presidente Hinckley me recibió, se sentó detrás de su escritorio y dijo: “¿Tiene alguna pregunta sobre su fe y dignidad?” Luego añadió: “Mañana por la mañana su nombre será presentado como primer consejero del obispo Robert Hales en el Obispado Presidente.” Una lágrima vino a mis ojos. Me di cuenta de que Dios había sido nuevamente bondadoso conmigo y dije: “No hay hombre al que me resultaría más fácil seguir que al élder Hales.” Luego, como si tuviera todo el tiempo del mundo, el presidente Hinckley conversó amablemente sobre cuánto había disfrutado tener cincuenta y un años. (5 de abril de 1985)
En un sentido, el llamamiento de Hal como Autoridad General simplificaría su vida, al unir su labor profesional y su llamamiento en la Iglesia. Pero su servicio en el Obispado Presidente sería una época de desafíos y de crecimiento personal más allá de todo lo que había experimentado hasta entonces.
19
El Obispo y sus ConsejerosY en la medida en que impartáis de vuestros bienes a los pobres,
me lo haréis a mí;y serán puestos delante del obispo de mi iglesia
y de sus consejeros, . . .tal como él designe . . .
y sean apartados para ese propósito.
—DOCTRINA Y CONVENIOS 42:31
Cuando Hal le dijo al presidente Hinckley que no había ningún hombre más fácil de seguir para él que el élder Hales, lo decía en serio. Como ambos declararían ese fin de semana en discursos de la conferencia general, se habían conocido prácticamente toda la vida. En 1932, el año antes del nacimiento de Hal en Princeton, Nueva Jersey, nació Robert D. Hales en la ciudad de Nueva York. Los Santos de Nueva Jersey y Nueva York se reunían de vez en cuando para escuchar a las autoridades de la Iglesia que visitaban desde Utah. Si tal reunión se celebraba un día que no fuera domingo, podía ir seguida de un partido de sóftbol, en el que “Bobby” Hales demostraba la destreza atlética que inspiraba realistas sueños de jugar para su equipo favorito, los Yankees de Nueva York.
En la Universidad de Utah, Hal y el obispo Hales participaron en deportes universitarios: el primero en salto de altura y el segundo como lanzador del equipo de béisbol. Ambos también se unieron al Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva de la Fuerza Aérea. Un año mayor que Hal, el obispo Hales se graduó primero, en 1954. Luego asistió a la escuela de aviación y se convirtió en piloto de cazas a reacción. Aunque Hal terminó en Utah en 1955, su servicio en la Fuerza Aérea fue más corto, por lo que fue el primero en inscribirse en la Escuela de Negocios de Harvard, en 1957. El obispo Hales llegó al año siguiente con su esposa, Mary.
El obispo Eyring y yo nos conocemos desde la infancia. Él es un hombre de Dios. En esta audiencia hoy se encuentra Wilbur Cox. Tanto el obispo Eyring como yo hemos servido como consejeros suyos en una presidencia de estaca. Él nos moldeó de una manera por la cual hemos sido bendecidos.
—Obispo Robert D. Hales
Además de verse en el campus de la Escuela de Negocios de Harvard, Hal y el obispo Hales interactuaban como líderes del sacerdocio. Mientras Hal servía como consejero de Wilbur Cox en la presidencia del Distrito de Nueva Inglaterra, el obispo Hales presidía la Rama Weston del distrito. El distrito se convirtió en estaca en la primavera de 1960, cuando Hal se graduaba con su doctorado y se preparaba para ir al oeste, a Stanford. El obispo Hales fue llamado a servir como consejero del presidente Cox, el nuevo presidente de estaca.
Hal y el obispo Hales también habían pasado los cuatro años anteriores sirviendo juntos en la Junta General de la Escuela Dominical, Hal como miembro de la junta y el obispo Hales como consejero en la presidencia general de la Escuela Dominical. Hal había observado y quedado impresionado por la labor del obispo Hales como Autoridad General.
Todavía estaba en mi escritorio a las seis, escribiendo pero también escuchando a través de la pared la reunión que el élder Hales estaba dirigiendo con su representante regional de Alemania y de Suiza de habla alemana. Pude sentir el manto de su oficio sobre el élder Hales, a quien había conocido veinticinco años atrás como jugador de béisbol en la Universidad de Utah y como estudiante un año detrás de mí en Harvard. (1 de abril de 1983)
El élder Robert Hales vino a mi oficina a las nueve, cuando lo llamé. Había terminado un borrador de propuesta para un cambio importante en las Escuelas Dominicales de la Iglesia. El presidente Pinnock había pedido al élder Hales, su consejero, que la preparara. Y el élder Hales me había pedido un borrador. Trabajamos juntos, primero en una mesa y luego en mi computadora de la oficina. Otros miembros de la junta general se unieron a nosotros. Imprimí lo que debió haber sido el décimo borrador al mediodía, justo antes de apresurarme a un partido de tenis con mi hermano Harden. (14 de octubre de 1983)
El obispo Pace nunca actuaba con cálculo; tenía una integridad firme como una roca. No fingía en nada.
— Entrevista de 2012
Como su segundo consejero, el obispo Hales escogió a Glenn L. Pace, quien dirigía el Departamento de Bienestar de la Iglesia y tenía una sólida formación en contabilidad y finanzas. Ni el obispo Hales ni Hal habían trabajado estrechamente con el obispo Pace antes de su llamamiento al Obispado. Pero pronto aprendieron a apreciar no solo su sentido empresarial, sino también su carácter moral.
Sostener al Obispo
El presidente Gordon B. Hinckley, entonces segundo consejero del presidente Spencer W. Kimball en la Primera Presidencia, invitó a sostener a la nueva Obispado Presidente en la primera sesión del sábado de la conferencia general. Después de la segunda sesión, apartó a Hal y a los demás miembros del obispado. El presidente Hinckley señaló que había decidido hacerlo el 6 de abril, aniversario de la fundación de la Iglesia.
Los miembros del nuevo obispado se pusieron a trabajar de inmediato. La mañana del lunes siguiente a la conferencia general, se reunieron con las demás Autoridades Generales y sus esposas para una reunión sacramental especial en el último piso del Templo de Salt Lake. Con ellos estaban la mayoría de los 188 presidentes de misión de la Iglesia, que habían sido convocados a Salt Lake City para recibir instrucción sobre un nuevo conjunto de charlas misionales. Kathy acompañó a Hal, quien se sentó junto al obispo Hales. Más tarde esa noche, Hal registró una experiencia especial que compartió con su viejo amigo y nuevo líder del sacerdocio. Juntos hallaron un significado particular en 2 Nefi 9, donde el hermano menor de Nefi, Jacob, enseña las doctrinas de la Expiación, la Resurrección y el Juicio.
Mientras me sentaba en el estrado del este, esperando que comenzara la reunión sacramental, me vino el pensamiento de que en un ambiente así, con los presidentes de 30.000 misioneros presentes, no sería extraordinario que los Hermanos hablaran en lenguas. Le pedí al obispo Hales su Libro de Mormón y le susurré: “Siento la impresión de mirar en 2 Nefi 9. No me preguntes por qué.” Él leyó por encima de mi hombro.
Después de la Santa Cena, el élder Asay comenzó a hablar con el mayor poder y majestuosidad de lenguaje que jamás le había oído. Cuando eso continuó sucediendo, orador tras orador, comprendí que estaba presenciando un milagro.
En dos reuniones durante la tarde, la primera con el personal del Obispado Presidente, el obispo Hales dijo: “Mi consejero me dio esta escritura hoy.” Y luego usó 2 Nefi 9 de maneras que nunca antes había comprendido. (8 de abril de 1985)
Además de compartir enseñanzas espirituales, Hal aprendió de las habilidades ejecutivas y del estilo del obispo Hales, adquiridos en cuatro de las corporaciones más innovadoras del mundo. En los quince años transcurridos entre su graduación con una maestría en administración de empresas en la Escuela de Negocios de Harvard y su llamamiento como Autoridad General en 1975, el obispo Hales había ascendido en los rangos de Gillette hasta convertirse en presidente de su división Papermate, pasó luego a Max Factor como vicepresidente y presidió primero la cadena de televisión de Howard Hughes y después la empresa de productos para el cuidado personal Chesebrough-Pond’s. Poseía lo que Hal llamaba “astucia práctica”, la capacidad de prever y responder eficazmente a situaciones que podrían tomar por sorpresa incluso a ejecutivos muy preparados y de gran inteligencia. De hecho, esa astucia provenía no solo de la intuición y la experiencia, sino también de la disciplina de obtener un entendimiento directo antes de actuar. El obispo Hales practicaba uno de los aforismos del presidente Thomas S. Monson: “Obtén los hechos, o los hechos te atraparán.”
OBISPO ROBERT D. HALES
Junto con sus habilidades empresariales de nivel mundial, el obispo Hales también había adquirido una experiencia poco común como líder de la Iglesia. Sus asignaciones militares y profesionales lo habían llevado a lugares donde la Iglesia era pequeña y necesitaba un liderazgo del sacerdocio fuerte. Además de servir como obispo del Barrio Weston de la Estaca de Boston, el obispo Hales presidió como obispo en Chicago, Illinois, y en Fráncfort, Alemania; también sirvió como presidente de rama en Albany, Georgia, y en Sevilla, España. Más adelante fue representante regional en Minnesota y Luisiana (donde conoció a Hal en una conferencia de jóvenes a comienzos de la década de 1970). Luego, durante sus diez años como Autoridad General, presidió la Misión de Londres y tuvo la responsabilidad del Área Europa, asignación en la que trabajó estrechamente con el élder Thomas S. Monson en el apoyo a los santos de los países del bloque soviético: Checoslovaquia, Alemania Oriental, Hungría y Polonia.
Además de su extraordinaria experiencia en los ámbitos empresarial y eclesiástico, el obispo Hales aportó gran energía y entusiasmo al Obispado Presidente. Los registros de Hal sobre su primera semana juntos —incluido el lunes, día en que las Autoridades Generales usualmente descansan del trabajo tras los compromisos del fin de semana en conferencias de estaca— revelan su admiración por el obispo.
Mi primera serie de reuniones del Obispado Presidente fue una revelación llena de humildad. El obispo Hales me enseñó más acerca del valor de la franqueza en una de nuestras reuniones de hoy que todos los libros de liderazgo que he leído en mi vida. Es emocionante ver el manto de su llamamiento. (9 de abril de 1985)
El obispo Hales encontró tiempo entre reuniones para reunirse con nosotros y darnos nuestras asignaciones dentro del Obispado. Me conmovieron tanto su amabilidad como la confirmación que sentí de que las tareas que se me habían asignado eran aquellas para las cuales el Señor me había preparado por medio de circunstancias que el obispo Hales desconocía. (11 de abril de 1985)
Kathy y yo preparamos panqueques, huevos y tocino para el desayuno. Llevé a John y a Matt a la escuela, y luego llevé a Elizabeth a la biblioteca. Regresamos a casa para que se cambiara. Después conduje por Bountiful para recoger a sus compañeras de clase y las dejé en el jardín infantil de Linda, Linda’s Little Learners.
A las diez ya estaba al teléfono. Y a las once estaba en la oficina. El obispo Hales había insistido en que dedicáramos los lunes al hogar, pero aún no lograba acostumbrarme. Después de varias horas de entrevistas y llamadas telefónicas en mi oficina del piso dieciocho, el Obispado fue al templo. (15 de abril de 1985)
Largas horas
Los miembros del nuevo Obispado Presidente compartían una pasión profunda por su labor. Con frecuencia trabajaban no solo los lunes, sino también durante julio, mes reservado para que las Autoridades Generales descansaran de sus viajes y labores de fin de semana. Las noches largas eran aún más comunes para este Obispado.
Hal sentía la carga como padre de hijos pequeños. Para entonces, Henry y Stuart ya se habían marchado a la universidad, pero los adolescentes Matthew y John aún vivían en casa. Y Elizabeth y Mary —de seis y un año, respectivamente, cuando su padre fue llamado al Obispado— presentaban a Hal y Kathy la versión femenina de las oportunidades y desafíos de la crianza que habían enfrentado cuando él era obispo del Barrio Stanford.
El obispo Hales ya no tenía hijos en casa, pero su historial familiar de problemas cardíacos y su propia historia de arduo trabajo significaban que él también pagaba un precio por las largas horas en la oficina y los viajes constantes alrededor del mundo. Aun así, junto con el obispo Pace, estaban comprometidos a entregarse por completo a su servicio.
Mi jornada de doce horas en la oficina comenzó presidiendo un comité para la Universidad de Utah y terminó con una conversación con el obispo Hales, quien dejó de trabajar a las siete porque su médico lo había llamado a las cinco para quejarse. Estuvo en el hospital hasta el viernes. (17 de septiembre de 1985)
Después de dejar a Matt en la Manzana del Templo para trabajar en el equipo de mantenimiento de los jardines, me preparé para mi reunión de las ocho sobre el Sistema de Información de Membresía de la Iglesia y luego para una reunión del Obispado, la primera en varias semanas. Se supone que estoy de vacaciones, pero al obispo pareció agradarle la oportunidad de que estuviéramos todos juntos de nuevo. (15 de julio de 1986)
El obispo Hales partió hacia San Francisco. Presidirá una conferencia de estaca durante el fin de semana, pero comenzará con una ronda de golf en el Olympic Club de San Francisco el viernes por la tarde. Es el primer descanso en sus semanas de setenta horas que he visto en mucho tiempo. El obispo Pace partió hacia Canadá al mediodía. Eso me dejó la tarde libre para meditar sobre mi discurso para la conferencia. (18 de marzo de 1988)
El nuevo llamamiento de Hal pesó profundamente no solo sobre él, sino también sobre Kathy. Una entrada en su diario, escrita un mes después del nuevo nombramiento, revela su sentimiento de asombro y preocupación, pero también su gratitud por las bendiciones recibidas en ausencia de Hal.
Este mes ha sido bastante acontecido. En la última conferencia de abril, Hal fue llamado y sostenido como Primer Consejero en el Obispado Presidente. Fue una gran sorpresa para ambos. Debo admitir, sin embargo, que durante varias semanas antes de su llamamiento había estado leyendo los libros del élder Maxwell, así como los del élder Packer, y había sentido, más intensamente de lo habitual, mis debilidades y carencias. Esos sentimientos se intensificaron cuando Hal fue llamado a ser Autoridad General el viernes 5 de abril por el presidente Hinckley. Hal me llamó por teléfono después, y apenas pude reconocer su voz cuando me lo contó. Pasé el resto del día como en una neblina.
Mucha gente, especialmente los demás Hermanos y sus esposas, fueron muy amables, expresando sus mejores deseos y felicitaciones por el llamamiento de Hal, y yo no podía dejar de sentirme indigna y nerviosa por tantas cosas, entre ellas el itinerario de viajes de Hal. Él siempre ha sido tan servicial en casa, y no estaba segura de poder manejar todo sola los fines de semana en su ausencia.
El fin de semana pasado fue la primera asignación de conferencia de Hal, en Winslow, Arizona. Se fue el viernes por la noche, y aunque todos lo echamos mucho de menos, realmente fuimos bendecidos mientras él estaba fuera.
Personalidades complementarias
La relación de Hal con el obispo Hales fue cercana y constante, pero no exenta de tensiones. De hecho, en aspectos importantes, esa tensión era intencional. A pesar de sus similitudes de formación, el obispo Hales había escogido en Hal a un primer consejero con una preparación y un temperamento marcadamente distintos.
Hijo atléticamente dotado de un artista neoyorquino, el joven Bob Hales creció soñando con ser lanzador de los Yankees. Hasta que las lesiones acabaron con ese sueño en la Universidad de Utah, parecía tenerlo al alcance de la mano; fue una estrella en Utah y pasó varios veranos jugando de forma semiprofesional. Cuando se cerró la puerta a una carrera en las Grandes Ligas, Bob se unió a la unidad ROTC de la Fuerza Aérea en el campus. Después de graduarse, sirvió cuatro años como piloto de cazas a reacción. Mientras Hal utilizaba ecuaciones complejas para calcular minuciosamente la probabilidad de que una bomba nuclear explotara por error, Bob tenía que hacer sus cálculos de vida o muerte literalmente “en el aire.”
La formación matemática de Hal y las conversaciones de sobremesa con sus padres, ambos con doctorado, lo prepararon para un gran éxito en las aulas de la Escuela de Negocios de Harvard. Bob, un año detrás, también se desempeñó bien en sus estudios formales, pero realmente brilló en el mercado laboral, donde los empleadores lo reconocían como una de las grandes mentes del marketing de su generación. Podía plasmar ideas innovadoras para nuevos productos y estrategias de mercadeo como si estuviera trabajando con los pinceles y el lienzo de su padre. En lugar de depender únicamente de los números estáticos y desactualizados de los contadores, desarrolló una comprensión instintiva de las operaciones y de los clientes de una empresa al ir él mismo al campo. A petición propia, sus primeras asignaciones en Gillette incluyeron trabajar en las fábricas y abastecer los estantes de las farmacias con hojas de afeitar. Fue allí, en la primera línea del negocio, donde obtuvo las percepciones prácticas sobre la compañía y sus clientes que le permitieron ascender a la cima tan rápidamente.
—¿Así que vas a ser profesor?—
—Bob Hales a Hal Eyring, al enterarse de su decisión de inscribirse como estudiante de doctorado, 1959
Mientras tanto, Hal había decidido que lo que realmente lo motivaba no era el mundo de los negocios en sí, sino el estudio y la enseñanza del mismo. Mientras Bob Hales ponía en práctica su intuición holística y su estilo enérgico de liderazgo en una corporación importante tras otra, Hal llevaba la vida deliberada y analíticamente conservadora de un académico. Puso esas inclinaciones en buen uso en el Ricks College, donde la disminución de matrículas requería medidas de austeridad, y en la oficina del Comisionado, que necesitaba planificación a largo plazo y controles organizativos. Bob y Hal tenían mucho en común, entre ello un profundo respeto mutuo. Sin embargo, para dos graduados del mismo prestigioso programa de maestría en administración de empresas, sus caminos y personalidades difícilmente podrían haber sido más distintos.
—¿Así que vas a ser vendedor?—
—Hal Eyring a Bob Hales, al enterarse de su decisión de trabajar para Gillette, 1960
El obispo Hales comprendía bien esas diferencias de perspectiva y personalidad cuando, con oración, escogió a Hal como su primer consejero. Además de tener la certeza de la inspiración que acompañaba al llamamiento, previó el beneficio de complementar su estilo de liderazgo y toma de decisiones —creativo y orientado a la acción— con uno más mesurado y prudente. Durante sus diez años como Autoridad General, los Hermanos lo habían llamado en varias ocasiones para reducir o reenfocar las operaciones comerciales de la Iglesia, entre ellas las grandes granjas de bienestar y la compañía azucarera Utah & Idaho Sugar Company. Sabía algo de las experiencias similares de Hal con el Ricks College y con el hospital de la Iglesia en Idaho Falls, que en 1975 había pasado a formar parte de la nueva Intermountain Healthcare Corporation. La perspectiva cautelosa de Hal podía ayudar al Obispado a evitar expansiones injustificadas, una tendencia natural en casi todas las organizaciones grandes.
En la reunión en el templo de las Autoridades Generales, se pidió al obispo Hales que diera su testimonio. Habló del amor que sentía por su padre. Luego dijo que había estado en esa misma sala, orando para saber a quién debía llamar como sus consejeros. Entonces, con emoción en la voz, dijo: “Quiero que sepan que sé que el Señor ama a mis consejeros.”
—Diario, 1 de mayo de 1986
El obispo Hales también había observado la preocupación de los Hermanos por un juicio prudente en los asuntos de la Iglesia, especialmente en aquellos que requerían el uso de fondos del diezmo o afectaban su reputación pública, como ocurría con muchas de las operaciones que dependían del Obispado Presidente. Sabía que los Hermanos esperaban recibir propuestas bien fundamentadas, comunicadas con claridad y que anticiparan y mitigaran todo riesgo posible. Para ese propósito, Hal era el compañero ideal. Desde el informe de 1971 sobre el futuro de la educación superior en la Iglesia, Hal había pasado década y media estudiando, debatiendo y redactando propuestas importantes para la consideración de los Hermanos, llevando el análisis más allá de lo que la mayoría de los líderes ejecutivos considerarían el punto de rendimiento decreciente. Tal había sido el caso en los informes que Hal había preparado en nombre de la presidencia general de la Escuela Dominical.
En el Obispado, el obispo Hales se beneficiaba de las cualidades complementarias de Hal. Hal tendía a cuestionar cualquier idea audaz, al menos en su presentación inicial. Ambos pasaban más tiempo debatiendo sus méritos y desventajas de lo que el obispo Hales habría hecho con un consejero menos analítico, escéptico y valiente. El resultado eran debates intensos y, a veces, demoras frustrantes. Pero al final, el producto era una propuesta de acción cuidadosamente elaborada, fácil de comprender y digna de total confianza por parte de los Hermanos.
Al final del día, no recuerdo una sola vez en que no se apoyaran mutuamente o no terminaran unidos.
—Obispo H. David Burton, secretario del Obispado Presidente y posteriormente Obispo Presidente
En los debates del Obispado, Hal discutía con tanta firmeza como cualquiera. Sin embargo, sabía cuándo ceder, como recordaría el obispo Pace: “Él argumentaba de manera muy, muy convincente. No cedía cuando se trataba de un asunto de principios. Pero siempre podía percibir cuándo el obispo había escuchado nuestras opiniones, y no iba más allá.” Con el tiempo, Hal llegó a apreciar no solo el respeto del obispo Hales por los Hermanos a quienes rendían cuentas, sino también su capacidad para discernir sus preferencias. Hal le confesó al obispo: “He aprendido algo mediante el Espíritu y al observarte. A menudo pienso que nos estás diciendo lo que el presidente Hinckley te ha dicho. Y luego me doy cuenta de que nunca has hablado con él sobre el tema. Pero has aprendido a pensar como él.”
El diario de Hal registra cómo los miembros del Obispado seguían la exhortación del Salvador de resolver rápidamente sus diferencias mientras estaban “en el camino”. Al compartir el deseo de servirle, se encontraban recurriendo a una fuente común de inspiración y entendimiento. Pronto, la amistad informal que Hal había disfrutado con el obispo Hales durante más de cuarenta años se transformó en un vínculo de verdadera hermandad.
A lo largo de nuestra prolongada serie de discusiones sobre un nuevo programa de mantenimiento para la Iglesia, la tensión aumentó. Poco antes de las seis y media, estaba solo en mi oficina y me arrodillé para orar. Sentí una fuerte impresión de ir a la oficina del obispo Hales. Cuando lo hice, lo encontré allí, en su escritorio. Hablé con él el tiempo suficiente para aliviar la tensión que se había desarrollado entre nosotros al debatir decisiones, partiendo desde puntos de vista opuestos. (19 de diciembre de 1985)
Durante el día, caminé hacia una reunión programada con el Quórum de los Doce, pero me detuve en la puerta y sentí que no debía entrar. Me deslicé a una oficina vacía cercana y esperé hasta ver al obispo Hales a través del vidrio de la puerta. Descubrí que él también había sentido, por alguna razón que no podía explicar, que no debía entrar. Supimos entonces que el personal nos había invitado por error y que habría sido difícil para nosotros y para los Doce si hubiésemos entrado en esa reunión, ya que no habrían entendido por qué estábamos allí. (27 de agosto de 1986)
Mientras oraba en la reunión de la Primera Presidencia, vi en mi mente al Obispo Presidente, quien en ese mismo momento se encontraba en una situación difícil en la Universidad de Utah. Mi corazón se conmovió por él. Eso trajo emoción a mi voz y una súplica por el obispo que probablemente desconcertó tanto al presidente Benson como al presidente Monson. El obispo Pace lo comprendió. La imagen que vi fue la del obispo Hales de niño, como su padre podría haberlo visto, y lo que sentí fue un deseo de protegerlo. Los más valientes de nosotros tal vez parezcamos más infantiles y vulnerables ante el cielo de lo que suponemos. (10 de junio de 1988)
Durante las dos horas que el obispo Hales y yo hablamos, sentí a intervalos regulares una impresión clara de que él era el Obispo Presidente del Señor. Incluso mientras miraba su rostro, veía más que a un hombre o a un amigo. (27 de noviembre de 1990)
Es el consejero por excelencia. No hay nada mejor.
—Élder Robert D. Hales
Preparación Providencial
Al igual que sus asignaciones en Ricks College y en la oficina del Comisionado, el traslado al Obispado lo colocó en funciones que nunca antes había desempeñado. Entre ellas se incluían la supervisión de las inversiones financieras de la Iglesia, la construcción de capillas y templos, y las operaciones de tecnología de la información (TI). Sin embargo, estaba bien preparado, especialmente para alguien que no había ascendido a través de los departamentos bajo la dirección del Obispo Presidente ni había trabajado de tiempo completo en el mundo empresarial, como sí lo había hecho el obispo Hales. Por ejemplo, aunque Hal nunca había administrado un portafolio de inversiones financieras remotamente comparable al de la Iglesia, había estudiado teoría de inversiones como estudiante y profesor de escuelas de negocios. Y, durante sus seis años en Ricks, había presidido la planificación y construcción de instalaciones asociadas a la duplicación de la infraestructura del campus. Cuando recibió la asignación de trabajar con el presidente Hinckley en la construcción de templos, además de sus responsabilidades sobre nuevas capillas y centros de estaca, reconoció la mano del cielo en su preparación.
El presidente Hinckley dijo que confiaría en mí para la selección de los sitios y la construcción de los templos. En ese momento, y en las horas siguientes, comprendí que he sido preparado para esta asignación tanto en los días recientes como en oportunidades que se remontan a una clase de arquitectura en la escuela secundaria. (17 de agosto de 1987)
Hal también reconocía la amplitud de su preparación para supervisar las crecientes actividades de tecnología de la información de la Iglesia. Iba más allá de su reciente experiencia con computadoras personales o de su encuentro, a fines de los años cincuenta, con las entonces revolucionarias minicomputadoras DEC de Ken Olsen. Durante su verano en la corporación RAND, en 1963, había conocido a científicos de la Advanced Research Projects Agency (más tarde DARPA), que estaban concibiendo lo que se convertiría en Internet. En Stanford, había ayudado a Ed Zschau a crear System Industries, una compañía que fabricaba dispositivos periféricos, como impresoras, para las computadoras DEC, que eran el pilar del departamento de TI de la Iglesia.
Hal fue bendecido más allá de su conocimiento técnico. Percibía las posibles aplicaciones de esas tecnologías en actividades de gran importancia para la Iglesia, como la educación y la historia familiar. Siendo estudiante de posgrado en Harvard a fines de la década de 1950, cuando solo visionarios como Ken Olsen comprendían el vasto potencial de las computadoras, se encontró en un evento social con un ejecutivo de marketing de IBM que había estado bebiendo. Al enterarse de que Hal era de Utah, el hombre, algo ebrio, exclamó: “¡Acabo de regresar de Salt Lake City!” Luego describió su visita a la Sociedad Genealógica de Utah, antecesora de la Biblioteca de Historia Familiar de la Iglesia, donde había visto a personas trabajando con microfichas y archivos de tarjetas. “¡He descubierto por qué se inventaron las computadoras! —exclamó—. ¡Es para hacer las cosas que solo esa gente querrá hacer alguna vez!”
“Siempre tuve la sensación de que la computación sería un multiplicador muy importante de nuestra capacidad para hacer las cosas que realmente importan en el reino.”
—Entrevista de 2012
No obstante su preparación providencial, los primeros años de Hal en el Obispado Presidente resultaron ser un tiempo de aprendizaje y crecimiento. Como en otras asignaciones nuevas, gran parte de ese aprendizaje fue espiritual. A través de la reflexión personal sobre su desempeño y de las impresiones del Espíritu, aprendió el valor de tener una mente abierta y un corazón sensible.
El presidente Benson pidió al élder Bangerter que ofreciera la oración, mencionando que el élder McConkie y su familia necesitaban la bendición del consuelo. Eso comenzó a ablandar mi corazón, y luego el élder Bangerter empezó a orar por mí, el miembro más nuevo del consejo. Desde ayer había estado orando para saber a cuál solicitante elegir como mi secretario. No había recibido respuesta. Pero en ese momento la sentí. Llamé a Kathy desde el aeropuerto, de camino a Rexburg, para decirle que había aprendido algo sobre la revelación. Al menos para mí, el problema consiste en lograr que mi corazón se ablande. (17 de abril de 1985)
Anoche sentí la impresión de dar una asignación a un hombre, a pesar de su desempeño pasado. Esta mañana supe que él y su esposa habían estado en el templo anoche, y habían orado y ayunado con la esperanza de que Dios tocara mi corazón. Tan pronto como hice la asignación, apareció la solución a una serie de problemas. Era claro que Dios estaba guiando todo el proceso. (19 de marzo de 1986)
Kathy regresó de hablar en una conferencia de mujeres en una estaca cercana justo cuando Stuart me llevó al aeropuerto. El presidente Moss, de la Estaca Ammon, me recibió en Idaho Falls. Cuando llegué a mi habitación a las diez, probé el consejo que había dado en mi último discurso: leí el Libro de Mormón, medité en mi gratitud por la Expiación, y luego pregunté en oración si había alguien a quien pudiera ayudar. Henry vino claramente a mi mente y luego esta instrucción: podrías bendecirlo si viera con más frecuencia en ti un ejemplo de cómo el evangelio puede traer paz en esta vida. (25 de abril de 1987)
Almorcé con el élder Joseph Anderson, exsecretario de la Primera Presidencia, quien, con casi cien años, recuerda con claridad las conversaciones que tuvo con el presidente Heber J. Grant. Y todas esas conversaciones muestran al presidente Grant lleno de bondad y buen humor. Me pregunto si algún secretario mío me recordará con tal generosidad. (15 de diciembre de 1987)
Pasé la mañana en una reunión de capacitación para Autoridades Generales desde las ocho hasta el mediodía. Aprendí a ver oportunidades en lugar de problemas. Y aprendí cómo el Salvador enseñaba haciendo preguntas cuyas respuestas ya conocía. (27 de septiembre de 1988)
Inspiración en la Obra
Mientras Hal lidiaba con la amplitud y magnitud de sus asignaciones en el Obispado, con frecuencia recibía ayuda más allá de su propia capacidad. Así ocurrió, por ejemplo, en un viaje a Nicaragua. Una de sus tareas era inspeccionar una capilla inconclusa en un pequeño pueblo llamado El Rosario. Más de una década antes, la Iglesia había iniciado la obra, colocando los cimientos y construyendo una pila bautismal. Pero una violenta revolución y la guerra civil subsiguiente habían impedido la finalización del edificio. Con el fin de las hostilidades, el obispo Hales envió a Hal para ver si la Iglesia podía construir, sobre los antiguos cimientos, una estructura útil para los Santos y armoniosa con la arquitectura local.
En una tarde de domingo, Hal y sus anfitriones locales condujeron las treinta millas desde Managua hasta El Rosario y encontraron el terreno, polvoriento y cubierto de maleza. Hal sintió que el lugar y los cimientos podrían servir. El siguiente paso era encontrar el estilo arquitectónico adecuado. Su entrada en el diario relata la inspiración que acompañó la búsqueda de un modelo apropiado:
Condujimos por las calles, mirando cada edificio, tratando de sentir si parecía el tipo de edificio que el Señor querría en Rosario. Vimos construcciones de bloques, madera, estuco e incluso ladrillo. Pero ninguna parecía la correcta. Finalmente, cuando estábamos a punto de irnos, dije: “Probemos con esta calle.” Entonces giramos a la izquierda, por una calle que daba a la plaza del pueblo. Pasamos cinco edificios. Y luego, encajada entre construcciones más altas, había una casa no más grande que una casita de juegos. No había señales de vida. Las tablas ásperas sobre los bloques marrones terminaban en el techo de hojalata. Pero dije: “Deténganse. Esa es.”
Mientras mirábamos, un joven con camisa blanca y corbata salió de la casa, se acercó al automóvil y nos invitó a pasar. En una pequeña habitación de no más de tres metros por tres metros estaban sentados veintiún miembros de la Iglesia en unas pocas sillas. La Santa Cena, bajo un mantel blanco, estaba sobre la única mesa. Escuchamos y observamos mientras el hombre que presidía daba su testimonio. Los ojos brillaban con fe. Al salir, el hombre que nos recibió dijo: “El que presidía construyó esta casa. Es suya. Es carpintero. Si la Iglesia alguna vez desea edificar en el terreno, estamos listos.” Entre cientos de edificios, uno destacó. Era el único lugar en el pueblo donde los Santos de Dios se reunían para la reunión sacramental. (11 de marzo de 1990)
Aunque Hal con frecuencia disfrutaba de la inspiración en sus asignaciones dentro del Obispado, también tuvo experiencias humildes que le recordaban quién estaba realmente al mando. Una de ellas estuvo relacionada con el anuncio del templo que se construiría en Bountiful, Utah. El presidente Ezra Taft Benson hizo el anuncio a comienzos de 1991, más de cinco años después de que Hal recibiera la responsabilidad de la construcción de templos. Decir que la noticia lo tomó por sorpresa sería quedarse corto, como él mismo relató a un grupo de estudiantes de BYU–Idaho en Rexburg unos veinte años después.
Bountiful nunca estuvo en la lista de sitios recomendados ni siquiera posibles para la construcción de un templo durante el tiempo en que yo hacía ese trabajo para el profeta de Dios. De hecho, a fines de la década de 1980, un hombre brillante que trabajaba para el Obispado Presidente y para mí preparó una lista, usando un cuidadoso análisis estadístico, con cien lugares merecedores de templos. Yo la entregué al Presidente. Según los criterios que usamos para elaborar esa lista, Bountiful —que era donde mi familia y yo vivíamos entonces— no habría aparecido ni siquiera entre las doscientas o trescientas primeras posibilidades.
No pasaron muchas semanas después de que envié la lista de los cien sitios al Presidente, cuando nuestro hijo John —el que nació en el antiguo Hospital Madison Memorial de Rexburg— llegó a casa desde el seminario de Bountiful. Anunció con entusiasmo: “Hoy en seminario un papá dijo que la Iglesia ha comprado un terreno para un templo en Bountiful Boulevard.” Yo le respondí con gran énfasis, y algo molesto: “John, yo estoy a cargo de evaluar y comprar los sitios para los templos. Si pareces creer aunque sea un poco ese rumor infundado, la gente lo tomará como cierto.”
Al cabo de uno o dos días, mi esposa me dijo que había oído en la Sociedad de Socorro que la Iglesia había comprado un terreno para un futuro templo en Bountiful. Le respondí: “Kathy, yo estoy a cargo. Ese es un rumor infundado, y no debes ni siquiera dar la impresión de que lo crees.”
Al día siguiente, los medios de comunicación anunciaron que la Iglesia había adquirido un terreno para un templo en Bountiful. Llamé a Clair Bankhead, quien trabajaba conmigo comprando propiedades y sitios para templos. Le pregunté: ‘Clair, ¿por qué no me dijiste nada?’ Él respondió: ‘El presidente Benson me pidió que lo comprara y que no se lo dijera a nadie. Así que hice lo que el profeta pidió.’
Cuando John llegó a casa ese día después de escuchar la noticia, dijo con una sonrisa: “Ahora entiendo lo que significa que tú estés a cargo.”
20
El que tenga Oídos para Oír, OigaEl que tiene oídos para oír,
que oiga.
—MATEO 11:15
El trabajo de Hal en el Obispado implicaba frecuentes reuniones con los Hermanos mayores, en particular con los miembros de la Primera Presidencia —los presidentes Benson, Hinckley y Monson—, así como con el nuevo presidente del Quórum de los Doce, Howard W. Hunter. Hal los había conocido el tiempo suficiente como para ver sus debilidades humanas, pero también había visto en ellos las cualidades del Salvador. Y los había escuchado hablar como profetas. Sabía que, en esos momentos, ellos, al igual que el Salvador, rara vez proclamaban sus declaraciones con estruendo o apelaban a su autoridad divina. Por eso, desde el inicio de su servicio en el Obispado, estaba atento a esos momentos de enseñanza silenciosa.
Uno de esos momentos importantes ocurrió en el otoño de 1987, durante una reunión del Comité de Inversiones de la Iglesia, en la que participaban la Primera Presidencia y el presidente Hunter. Hal y el equipo de profesionales de inversiones del Obispado acababan de concluir una presentación sobre las posiciones actuales de inversión y la estrategia para el futuro. Era un gran momento para estar en los mercados financieros. Después de décadas de rendimientos decepcionantes, el mercado bursátil había alcanzado máximos históricos. El año 1986 parecía confirmar la estrategia económica del presidente estadounidense Ronald Reagan —basada en recortes de impuestos y un gasto militar elevado—, ya que el índice Dow Jones Industrial Average, la medida más amplia del crecimiento del mercado de valores, había subido aproximadamente un 12 %. Luego, a partir de enero de 1987, el mercado se disparó otro 40 %.
Como la mayoría de los administradores de inversiones profesionales, Hal y su equipo veían pocas razones para dudar de la sostenibilidad de esa tendencia favorable. La inflación era relativamente baja, y el gasto gubernamental no era la única fuente de vitalidad económica: las empresas también prosperaban. Desde una perspectiva histórica a largo plazo, el crecimiento parecía haber llegado tarde, apenas suficiente para compensar los veinte años anteriores de estancamiento económico.
De las ocho hasta casi las cinco asistí a la primera reunión del Instituto Garn en Washington D.C. El tema fue finanzas internacionales. El senador Jake Garn, de Utah, inauguró el programa, y después escuchamos al subsecretario del Tesoro, a varios directores de casas de banca de inversión de Nueva York y Tokio, y a James Baker, secretario del Tesoro.
—Diario, 12 de enero de 1987
Hal había pagado el precio de poseer una opinión experta sobre el mercado y su futuro. La Iglesia se había convertido en una inversionista lo suficientemente grande como para que representantes de los principales bancos de inversión visitaran regularmente Salt Lake City. La mayoría de esos visitantes, como su compañero de habitación en la Escuela de Negocios de Harvard, Powell Cabot, provenían de Nueva York. Pero también llegaban banqueros japoneses desde Tokio. Hal y su equipo, a su vez, viajaban con frecuencia en busca de la mejor información disponible sobre los mercados.
Dado el conocimiento que había adquirido con tanto esfuerzo, Hal podría haberse sentido tentado a ignorar una conversación que los Hermanos sostuvieron entre sí después de la presentación de su equipo, en la que habían recomendado mantener el rumbo para aprovechar el crecimiento del mercado. Como si Hal y su grupo no estuvieran presentes, el presidente Hunter se volvió hacia sus hermanos y dijo: “Tengo la impresión de que los precios de las acciones están un poco altos.” Los presidentes Benson e Hinckley coincidieron, mencionando sentimientos similares. Sin embargo, la conversación pareció ser privada. Los Hermanos concluyeron la reunión sin dar instrucciones específicas.
Hal reunió de inmediato a su equipo nuevamente en su oficina y les preguntó: “¿Oyeron eso? Los Hermanos están preocupados. ¿Deberíamos estarlo también?” Su equipo respondió afirmativamente a su pregunta retórica. Comenzaron a discutir una estrategia para vender acciones, con el fin de asegurar las ganancias de los últimos dieciocho meses y limitar el riesgo de pérdida en las inversiones de la Iglesia. Pero reconocieron un problema: las tenencias de la Iglesia eran tan grandes que vender grandes bloques de acciones rápidamente podría “mover el mercado”, superando la demanda normal de los compradores. Acordaron entonces comenzar a vender gradualmente, en pequeñas cantidades, de manera que no afectara los precios. La decisión de salir del mercado no tenía sentido desde un punto de vista puramente racional, pero Hal y sus colegas decidieron elegir la profecía por encima de la racionalidad.
Varios meses después, el lunes 19 de octubre, el mercado bursátil se desplomó. Cayó casi un 25 % en un solo día, más que cualquier descenso diario en la historia, incluido el pánico de 1929 que precedió a la Gran Depresión. Los medios pronto bautizaron el acontecimiento como “Lunes Negro.” Pasarían dos años antes de que el mercado se recuperara lentamente hasta alcanzar nuevamente los niveles previos al colapso. Durante ese tiempo, la Iglesia reinvirtió gradualmente, no solo preservando sus ganancias anteriores, sino duplicándolas.
Varios meses después del colapso, el principal estratega de inversiones de uno de los bancos más grandes de Japón visitó Salt Lake City. A través de un intérprete, dijo: “De todos nuestros principales clientes, ustedes los mormones son los únicos que previeron el colapso. ¿Cómo lo supieron?”
Hal solo pudo responder: “Somos guiados por hombres sabios.”
“Él es el Samuel por excelencia: ‘Habla, Señor, porque tu siervo oye.’”
—Élder Robert D. Hales
“La experiencia extraordinaria de ser enseñado por profetas”
El presidente Benson y sus consejeros pronto reconocieron lo que los élderes Maxwell y Packer habían sabido durante casi quince años: que Hal Eyring era un hombre ideal para recibir asignaciones especiales, especialmente si implicaban escribir. Aunque muchas de esas tareas se sumaban a sus deberes regulares en el Obispado, Hal apreciaba la oportunidad de servir. Veía ese trabajo con los Hermanos como una bendición y como el cumplimiento de la visión que Kathy había tenido sobre el tipo de contribución profesional que él podría hacer si su corazón estaba en el lugar correcto. Su actitud de dar más de lo que se le pedía reforzaba la percepción que los Hermanos tenían de Hal como alguien que daba mucho y esperaba poco a cambio.
El élder Hunter presidía el Consejo Ejecutivo del Templo y de Genealogía. Cuando hice lo que me pareció una sugerencia modesta, el élder Hunter dijo, tras una pausa: “Lo que el obispo Eyring ha dicho tiene mucho sentido para mí.” De ahí surgió una asignación para redactar un informe importante, sobre un tema muy alejado de las responsabilidades del Obispado Presidente. Años atrás, en Atherton, Kathy me había preguntado si no debería dejar Stanford y hacer estudios para los Hermanos. Ella tuvo una previsión extraordinaria. (8 de mayo de 1985)
Anoche, el presidente Monson me dio una asignación. Se la entregué esta mañana, justo antes de las ocho. Sonrió y dijo: “Me gusta la manera en que haces las cosas.” El presidente Benson llamó durante la mañana. Mientras me sentaba junto al presidente Hinckley en una reunión al final del día, sentí gratitud por la experiencia extraordinaria de ser enseñado por profetas. (21 de enero de 1986)
A pesar del gozo de ser instruido por los Hermanos y recibir su aprobación, el trabajo era exigente y, en ocasiones, difícil. Hal a veces sacrificaba el sueño para cumplir con asignaciones especiales, solo para que su trabajo fuera analizado o contradicho. Sin embargo, los Hermanos siempre lo apoyaban personalmente. Eso lo ayudaba a aceptar la corrección e incluso a celebrarla.
Justo antes de salir de mi oficina para la reunión de la Primera Presidencia, oré y sentí la impresión de leer la sección 124 de Doctrina y Convenios. De algún modo, eso me indicó que debía ser más modesto respecto al análisis que había hecho como base para una recomendación. Cuando presenté mi exposición y luego pedí orientación, ellos usaron mi análisis para tomar la decisión contraria, porque vieron dos aspectos que yo había pasado por alto. Me sentí agradecido por los profetas, por Doctrina y Convenios y por esa oración. (22 de mayo de 1987)
“Sabemos que Él ha puesto siervos para ofrecernos tanto Sus convenios como Su corrección. Consideramos tanto el dar como el recibir corrección como algo sagrado e inestimable.”
—Discurso, 21 de octubre de 1997
Aun mientras aprendía a aceptar corrección de los Hermanos, Hal llegó a valorar lo que Kathy llamaba “la Única Fuente Segura” de aprobación. Comprendió que los propios Hermanos miraban al cielo al juzgar sus recomendaciones. Por tanto, servirlos a ellos y a la Iglesia de la mejor manera requería que él hiciera lo mismo. Hal estaba agradecido por el apoyo de Kathy al vivir este principio, incluso cuando no producía de inmediato el reconocimiento que él esperaba merecer.
Cuando hablé con Kathy después de mi presentación ante un Consejo Ejecutivo, le dije que había sentido la aprobación del cielo, pero no particularmente la de los Hermanos. Ella dijo: “Bueno, obtuviste lo que es mejor.” (12 de junio de 1985)
“No creo que jamás le pase por la mente el pensamiento: ‘¿Qué debo hacer para estar de acuerdo con lo que otros piensan?’ Simplemente discierne lo que el Señor le está diciendo por medio del Espíritu Santo, y lo hace.”
—Élder Richard G. Scott
Presidente Ezra Taft Benson
Mientras aprendía mediante la reflexión personal y la inspiración, Hal continuó aprendiendo de los Hermanos. En particular, en sus frecuentes interacciones con la Primera Presidencia —al menos una vez por semana en una reunión formal con el Obispado, y con frecuencia en reuniones imprevistas o conversaciones personales—, vio el poder de las llaves del sacerdocio manifestarse con fuerza, incluso en asuntos aparentemente pequeños.
Así fue con el profeta de esa época, el presidente Ezra Taft Benson, a quien Hal conocía desde hacía casi treinta años. El presidente Benson había mostrado gran bondad hacia Hal durante los años solitarios en Harvard, antes de que Kathy llegara. Probablemente por su admiración hacia Henry y Mildred, a quienes conocía por su servicio en las juntas generales de la Escuela Dominical y de la Sociedad de Socorro, respectivamente, el entonces élder Benson, del Quórum de los Doce, invitó al joven Hal, estudiante de doctorado, a visitar a su familia en Washington, D.C. Desde 1953 hasta el final de los dos mandatos del presidente Dwight D. Eisenhower, en 1961, Ezra Taft Benson sirvió tanto en el Quórum de los Doce como en el cargo de secretario de Agricultura de los Estados Unidos. Durante ese tiempo, invitó a Hal a tomar el tren desde Boston hasta Washington para realizar visitas que incluían recorridos por la Casa Blanca y Camp David, la residencia presidencial en Maryland.
Un poco más de una década después, ambos trabajaban juntos al servicio de la educación superior de la Iglesia: Hal como joven presidente de Ricks College y el élder Benson como miembro de la Junta Directiva del SEI. Hal admiraba el fervor del élder Benson por la educación y su defensa de los cursos universitarios obligatorios sobre el Libro de Mormón y los principios de la historia, economía y gobierno estadounidenses.
Siete meses después del llamamiento de Hal al Obispado Presidente, el presidente Benson sucedió a Spencer W. Kimball como presidente de la Iglesia, con Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson como sus consejeros. Hal quedó inmediatamente impresionado por la combinación de poder y humildad que demostraba el nuevo profeta.
En la reunión mensual de las Autoridades Generales, los testimonios finales fueron dados por la Primera Presidencia. El élder Dean Larsen dijo acerca del testimonio del presidente Benson al salir: “Escuchamos a un profeta hablar como profeta.” Yo también lo había sentido. (6 de marzo de 1986)
El presidente Benson comenzó nuestra reunión con la Primera Presidencia preguntando: “¿Creen que la reunión salió bien ayer?” Habló con una modestia serena. Me costaba creer que el mismo hombre que había hablado con tanto poder profético el día anterior pudiera ser tan humilde al respecto hoy. (7 de marzo de 1986)
Hal y Kathy volvieron a presenciar el poder profético del presidente Benson durante la dedicación del Templo de Denver, Colorado, a la cual tuvieron el privilegio de asistir con él.
Kathy se sentó directamente frente a los oradores en el salón celestial del Templo de Denver. Yo me senté en la última silla del estrado, desde donde podía ver a los oradores de perfil. El presidente Benson habló en la primera sesión a partir de un texto preparado. Luego dejó de lado el discurso que había preparado para la segunda y la tercera sesión. Y esos discursos fueron completamente distintos entre sí.
El primero fue un tierno recuerdo de una experiencia espiritual en su familia. Dijo después que alguien, entre las 1600 personas presentes en el templo, necesitaba escucharlo. En la siguiente sesión, repitió una y otra vez que tenía un testimonio del modelo del Señor para la sucesión en la Presidencia. Y de pronto tronó: “Esta Iglesia es verdadera. Y si no lo crees, ¿por qué no te sales de ella?” Luego continuó en tono apacible. Kathy y yo compartimos después la misma impresión: había sido inspirado para reprender a alguien en aquella audiencia. Fue una manifestación poderosa del poder profético. (24 de octubre de 1986)
Hal aprendió que el presidente Benson podía ser un dirigente exigente. El amor del profeta por el Señor y por los miembros de la Iglesia parecía impulsarlo a dar lo mejor de sí por ellos. Naturalmente, esperaba lo mismo de sus colaboradores, y su estilo ejecutivo directo podía resultar punzante. Sin embargo, Hal se sentía atraído por aquel gran líder del sacerdocio. Su manto profético era innegable. Y parecía corresponder al amor que Hal sentía por él.
El presidente Benson me saludó con una sonrisa y la pregunta: “Bueno, ¿ya te has arrepentido?” Me había pedido que corrigiera algo ayer, y no lo había olvidado. Me ocupé de ello en medio de la prisa de las actividades antes del mediodía. (29 de abril de 1988)
El presidente Benson fue el último en dar su testimonio hoy. Se puso de pie con una sonrisa en el rostro y dijo: “Ha sido una reunión maravillosa. Creo que ya ha durado lo suficiente. Solo tengo una cosa que quisiera decir: el Señor los ama.”
Y luego se inclinó hacia adelante y dijo con énfasis medido: “Y sé de lo que hablo.” Luego concluyó en el nombre del Salvador. (3 de marzo de 1988)
El presidente Benson me saludó mientras rodeaba la mesa antes de la reunión del Comité de Asignaciones: “Joven, tú siempre vienes a mi encuentro, ¿verdad?” No me había dado cuenta de que la calidez de su saludo antes de cada reunión debía de estar atrayéndome hacia él cuando se acercaba. (15 de marzo de 1988)
“Les testifico que Ezra Taft Benson es un profeta de Dios. Les testifico que él nos ama. Si no volviera a reunirme con él, el último recuerdo que tendría sería su mano sobre la mía, extendida para agradecerme por sostenerle la puerta. Él me notó. Sintió por mí. Me comprendió. Creo que ese es un don de Dios, disponible no solo para un profeta, sino para todos los hijos de Dios que ejercen la fe para recibir el don del Espíritu Santo.”
—Discurso, 27 de agosto de 1991
La Mentoría Continua del Élder Packer
Aunque Hal ahora reportaba directamente al obispo Hales —y, por su conducto, a la Primera Presidencia—, el élder Boyd K. Packer continuó siendo un mentor para él en una mezcla armoniosa de asuntos de la Iglesia y de intereses personales, especialmente en el tallado de madera. En ambos casos, la instrucción que Hal recibía era práctica y en el momento, al estilo de un maestro artesano. Esa guía personal fortaleció la capacidad de Hal para contribuir en su nueva asignación.
Había reservado la mañana para probar un nuevo programa de membresía de la Iglesia en una computadora IBM PC, pero cuando el élder Packer llamó, aproveché la oportunidad de visitarlo en su oficina. Me mostró una talla de un ave que acababa de terminar; es tan real que uno quiere tocarla para ver si está disecada, y tan perfectamente diseñada que es una obra de arte desde cualquier ángulo. Me prestó un pato Canvas Back tallado como modelo para uno de mis proyectos. Y me dio consejo sobre cómo dirigir el desarrollo eficaz de la computación en la Iglesia. (9 de julio de 1986)
A las ocho me reuní con el Consejo para la Disposición de los Diezmos, que el Señor definió en Doctrina y Convenios como la Primera Presidencia, el Quórum de los Doce y el Obispado Presidente. De las diez a las dos me reuní con los diez líderes de Autoridades Generales que dirigen la obra de los departamentos del Templo y de Genealogía. El élder Packer habló, al igual que los élderes Faust y Oaks, todos con gran poder espiritual. Durante la discusión, parecía que estábamos esforzándonos sin avanzar, y entonces supe cuál debía ser la declaración de propósito que estábamos intentando redactar. Justo cuando esa idea vino a mi mente, el élder Packer me dio la palabra. Sonrió, como si reconociera algo, mientras hacía la sugerencia. Eso me reconfortó el corazón; quizá oí lo mismo que él oyó. (12 de diciembre de 1986)
El élder Packer se tomó un minuto entre reuniones para mirar una de mis tallas de Navidad y bosquejar una sugerencia para terminarla. (Miércoles, 9 de diciembre de 1987)
El élder Packer llamó poco después de las seis de esta mañana. Me preguntó si podía reunirme con él en su oficina poco después de las siete. Cuando entré, abrió una bolsa de papel marrón y sacó una talla. La noche anterior, a pesar de las presiones que solo puedo imaginar, había tomado un trozo de madera, tallado parte del diseño de un obsequio que yo estaba preparando para la familia de Kathy, y luego lo había teñido con colores para que me sirviera de guía. Y después me entregó la bolsa, que contenía los tubos de pintura que necesitaría. (Jueves, 10 de diciembre de 1987)
Desperté de un sueño en el que el élder Packer me hacía la pregunta que debo responder en mi discurso en el Templo de Denver.
—Diario, 17 de octubre de 1986
Esforzándose Diligentemente por Escribir
Otra constante en la vida de Hal fue la lucha por escribir discursos. Con frecuencia hablaba de manera espontánea, con una preparación relativamente limitada y sin excesiva preocupación. Pero los sermones destinados a ser publicados pesaban más que nunca sobre él. Como Autoridad General, sentía la responsabilidad de hablar a todos los miembros de la Iglesia, representando al profeta y al Señor. Tal vez como una compensación por su mayor sentido de deber y de reverencia, la inspiración a veces parecía fluir con mayor libertad. Por ejemplo, el 6 de abril de 1986, en el primer aniversario de su primer discurso de conferencia general, recibió en su mente un mensaje completamente formado, aunque no tenía asignación para hablar.
Cuando desperté a las seis, tenía en mi mente un sermón completo sobre las promesas de Dios, con las escrituras incluidas. Sabía que no era para que yo lo pronunciara. A medida que avanzaban las sesiones, me di cuenta de que lo que se me había dado fue abordado por otros, una hermosa confirmación. (6 de abril de 1986)
Una dádiva similar de entendimiento llegó ese otoño, cuando se acercaba la siguiente conferencia general. Mientras se preparaba para efectuar el matrimonio en el templo de un sobrino, Hal fue guiado a Mosíah 26, un pasaje que, como anotó en su diario, “no parece tratar sobre el matrimonio.”
Pero se me indicó claramente que hablara a la pareja basándome en ese pasaje, instándolos a edificar la fe en el Salvador en sus hijos, a evitar incluso la insinuación de disensión, aun cuando creyeran que tenían una diferencia razonable entre ellos, y a orar con frecuencia. Y les dije que el Libro de Mormón y ese capítulo les enseñarían otras cosas si nunca dejaban de meditarlos. (3 de septiembre de 1986)
En los días siguientes, los pensamientos sobre Mosíah 26 —con su promesa de misericordia divina para los pecadores arrepentidos, incluso aquellos tan descarriados como Alma el Joven y los hijos de Mosíah— permanecieron con Hal.
“Porque he aquí, ésta es mi iglesia; y todo aquel que fuere bautizado, será bautizado para arrepentimiento. Y a quien recibáis, creerá en mi nombre; y a ése perdonaré libremente.
Porque soy yo quien tomo sobre mí los pecados del mundo; porque soy yo quien los he creado; y soy yo quien concede a todo aquel que cree hasta el fin, un lugar a mi diestra. . . .
Sí, y cuantas veces mi pueblo se arrepienta, le perdonaré sus transgresiones contra mí.”
—Mosíah 26:22–23, 30
Desde ayer sentía que se me pediría dar testimonio en la reunión del templo con las Autoridades Generales hoy. Así fue, y me quedó claro que se me había dado Mosíah 26 tanto para hoy como para la boda de ayer. La Primera Presidencia también leyó mi nombre como orador en la última sesión de la conferencia general. De regreso en nuestras oficinas del Obispado, el obispo Hales y el obispo Pace me dieron una bendición. Mientras el obispo Pace hablaba, un tema para el discurso vino a mi mente. (4 de septiembre de 1986)
Aun con la bendición de un tema inspirado —la esperanza del arrepentimiento para aquellos que parecen perdidos sin remedio—, Hal luchó durante todo septiembre. El diario registra la creación de varios borradores completos, con Kathy realizando una intensa labor de edición en cada uno:
Desperté con la clara impresión de desechar el último borrador de mi discurso de conferencia y escribir sin siquiera usar notas. En dos horas en la oficina redacté un nuevo borrador de mil novecientas palabras. Para las seis, lo había revisado cuatro o cinco veces, entre entrevistas. En casa, Kathy hizo sugerencias editoriales mientras yo cenaba con Matt y John. (24 de septiembre de 1986)
La verdadera prueba llegó, sin embargo, una semana antes de la conferencia general, cuando debía entregar el discurso a quienes lo traducirían. Durante unas horas, Hal se preguntó si acaso estaba enseñando doctrina falsa. Aun después de recibir confirmaciones del Espíritu y cumplir con el plazo de entrega, tendría que hacer cambios de último momento.
Tenía veinte minutos antes de la reunión de la Primera Presidencia para revisar el discurso que debía entregarse a los traductores a las cinco. Antes del mediodía, uno de los Hermanos vino a decirme que el borrador de mi discurso lo había conmovido, pero que tal vez se me cuestionaría la premisa básica, que tomé de un discurso de conferencia del presidente J. Reuben Clark. Esta enseña que la chispa de la fe nunca muere por completo en nadie. Su pregunta me inquietó aún más cuando leí un capítulo en un libro escrito por otra Autoridad General que enfatizaba un “punto sin retorno.”
Fui a almorzar. Primero, me encontré con el élder Ashton, quien me dijo que la premisa de mi discurso era verdadera. Luego, me senté a almorzar con el élder Packer, quien abrió el Libro de Mormón y dijo: “Te enseñaré por las Escrituras que es verdad.” Y luego compartió una declaración que había escrito ese mismo día en un trozo de papel y que sentía inspirado a usar en su discurso. Encajaba perfectamente con lo que yo había sentido inspirado a decir. Se me humedecieron los ojos al pensar en cuán estrechamente el Salvador dirige la conferencia. Entregué mi discurso antes de las cinco con el corazón feliz. (26 de septiembre de 1986)
Dormí inquieto, aún desconcertado porque el Espíritu me había indicado eliminar tanto el humor como las historias de mi discurso de conferencia. Durante la sesión de la mañana, supe que el élder Tuttle, quien tiene cáncer, hablaría inesperadamente. Lo hizo sin notas, dando lo que quizá sea su último testimonio. Y el élder F. Burton Howard habló después de mí, contando historias directamente paralelas a las que yo había sentido la impresión de eliminar de mi discurso. Aprendí que Dios establece la melodía de la conferencia y nos pide a cada uno tocar las notas que Él necesita. (5 de octubre de 1986)
El siguiente discurso de conferencia general de Hal, pronunciado en abril de 1988, no fue más fácil de escribir. Quienes escucharon ese discurso, “Por causa de tu constancia,” tal vez recuerden su conmovedora metáfora central: la de un niño que sueña con triunfar en el fútbol. El niño patea una pelota una y otra vez hacia una portería imaginaria, entregándose por completo para hacer realidad su sueño. Solo Hal y Kathy sabían que él mismo había sido llevado a un límite similar para poder recibir esa metáfora y el mensaje que construyó sobre ella.
Desde las islas del Pacífico hasta las tierras altas de Sudamérica, he visto a niños esforzarse por convertir sus sueños en realidad. De hecho, lo he visto tantas veces que todas esas imágenes se funden en una sola, en una sola escena. Es la de un pequeño, tal vez de nueve o diez años, con pantalones cortos, descalzo y con la camisa rota. Está sobre un trozo de tierra, solo, y mira hacia abajo a una pelota blanca y negra de cuadros. Da un paso hacia ella, su pierna se balancea, y la pelota sale disparada, unos dos metros por encima del suelo, donde podría pasar veloz junto a un portero y entrar en la red —excepto que no hay portero ni red; solo están el niño y la pelota—. Y luego corre hacia la pelota, la coloca con el pie y la patea. Y lo hace una y otra vez.
No sabes dónde vive, pero sabes que se llevará la pelota a casa y que, muy probablemente, la guarda cerca del lugar donde duerme. La ve cuando se levanta y cuando se acuesta. Tal vez incluso sueñe con esa pelota volando hacia la portería.
—Discurso, 2 de abril de 1988
Mis citas llenaron el día hasta las cinco. Luego llamé a Kathy para decirle que iba a la sala del templo donde el Obispado tiene sus casilleros. Contiene tres sillas y una mesa. Llamé a Seguridad para advertirles que estaba allí, para no asustar a alguno de nuestros hombres en su ronda, quien podría ver una luz a través de la puerta de vidrio. A comienzos de la noche sentí que se me decía que los borradores inconexos que había estado escribiendo eran partes de los discursos que otros darían en la sesión del sacerdocio en la que yo hablaría. Oré y escribí durante cuatro horas y aún no salía nada. Finalmente, después de haber estado ayunando más de 25 horas, me arrodillé de nuevo y supliqué, diciendo que abandonaría cualquier idea mía y que lo haría a la manera del cielo. Comencé a pasar las páginas, aparentemente al azar, del Libro de Mormón y de Doctrina y Convenios. Cuando llené una página, pude ver que las referencias estaban relacionadas y combinadas formaban un mensaje para una audiencia. De camino a casa me di cuenta de que aquello sobre lo que debía hablar era algo nuevo para mí. Tal vez no se me habría podido dar si no hubiese sido llevado a sentir cierta dependencia. (22 de marzo de 1988)
Los sentimientos de dependencia de Hal, mientras se esforzaba diligentemente por escribir, no harían sino aumentar. La “curva de aprendizaje” que hace que la mayoría de las tareas repetitivas se vuelvan más fáciles con la práctica, parecía en su caso invertirse. Con cada nueva asignación para hablar, crecía en él el sentido de las elevadas expectativas del Señor y del estándar de esfuerzo que se le requería.
Los Sermones de Kathy
En esas luchas con la escritura, Kathy siguió siendo la mejor fuente de ánimo y consejo editorial de Hal. Al igual que él, tenía un don para escribir. Ese talento fue reconocido por las esposas de las demás Autoridades Generales, quienes se reunían cada mes en el Edificio de Oficinas de la Iglesia. Ellas eligieron a Kathy como su secretaria. Además de ayudar a seleccionar a las oradoras para las reuniones mensuales con almuerzo, llevaba las actas oficiales. Su trabajo fue valioso para el grupo y también una fuente de inspiración para Hal en sus labores de redacción.
Kathy era una escritora talentosa en su propio derecho, aunque prefería mantenerse alejada del protagonismo que implica hablar en público. Sus sermones más poderosos eran los que daba en casa, en su mayoría por medio de acciones más que de palabras. Tal vez incluso más que la atención total que prestaba a sus hijos, el mayor don de Kathy era su testimonio claro e innegable del poder del bien y del mal actuando en el mundo.
Invertía solo un mínimo esfuerzo en prescribir o controlar la conducta de los niños. Un mal informe escolar, por ejemplo, provocaba poca o ninguna reprensión, aunque uno bueno podía merecerle una sonrisa amorosa. Del mismo modo, se preocupaba por la elección de ropa de sus hijos tanto como por la suya propia, es decir, casi nada. Pero enseñaba constantemente los principios fundamentales del plan de salvación, en particular las diferencias entre el bien y el mal, y las fuerzas invisibles que atraen a sus hijos hacia uno u otro lado.
La enseñanza se volvía especialmente intensa cuando Kathy percibía que alguno de los niños se acercaba a un peligro espiritual. Como en la cancha de tenis, cuando este tipo de “competencia” amenazaba, se volvía intensamente seria. Su voz, que nunca se elevaba excepto en risas infantiles, descendía aún más y se volvía firme, al igual que la expresión de su mandíbula. Con una mirada solemne y penetrante advertía, en los términos más claros, sobre los peligros que veía venir. Aunque rara vez se extendía por mucho tiempo, aquel sermón no dejaba espacio para réplicas. Ninguna habría sido aceptada: incluso un breve momento de tal advertencia parecía una eternidad y dejaba al oyente agradecido de que hubiese terminado.
Kathy llamó justo cuando me disponía a salir hacia otra reunión de capacitación de las Autoridades Generales. Me había entregado antes el borrador de las actas que toma en el almuerzo de las esposas de las Autoridades Generales. Me pidió que se las leyera. Y luego procedió a pedirme críticas para dejarlo correcto. Después de unos minutos, consiguió lo que quería. Al pensarlo más tarde, me di cuenta de que la razón por la cual Kathy es mencionada con tanta frecuencia por las demás esposas como una excelente redactora de actas es que es enseñable: busca consejo en lugar de elogio. Y es así en todo.
—Diario, 27 de marzo de 1990
Kathy compartió una versión más amplia y general de uno de esos sermones con la congregación que escuchó a Matthew hablar antes de partir a su misión en Santiago de Chile, en el verano de 1988. Kathy sabía que Matthew ya había recibido e interiorizado el mensaje; por eso, solo hizo una breve referencia a él y a su servicio misional. Su mayor preocupación eran varios de los amigos de Matthew, que estaban luchando por decidir si servirían una misión o incluso si serían dignos de hacerlo.
Sin dirigirse a ellos directamente, Kathy ministró a esos jóvenes como si fueran sus propios hijos. Recibieron el mismo tipo de mensaje que los hijos de los Eyring —y Hal— tanto valoraban. Kathy fue al mismo tiempo alentadora y afectuosa, pero también franca en su descripción de los graves peligros morales y las altas consecuencias espirituales.
Esta mañana quisiera hablarles, jóvenes, acerca de una elección que hicieron hace muchos años, en el mundo premortal, cuando vivían con su Padre Celestial.
Mientras se les enseñaban los principios del Evangelio, tomaron una decisión que ha afectado toda su vida aquí en la tierra. Eligieron seguir a su Padre Celestial, ser obedientes a Sus mandamientos.
A causa de su fidelidad, nuestro Padre Celestial les dio grandes oportunidades y bendiciones. Les dio la oportunidad de venir a esta tierra en un tiempo y lugar especiales. Les dio la oportunidad de nacer en una familia donde pudieran oír la verdad, donde pudieran vivir en un país que les permitiera asistir a la Iglesia y escuchar el Evangelio, y donde tuvieran la libertad de elegir cómo vivir y en qué creer.
Es difícil imaginar cuán fuertes y valientes fueron al guardar los mandamientos de nuestro Padre Celestial. Uso la palabra “valientes” porque hubo quienes eligieron seguir a Satanás. Como saben, hubo una guerra entre los seguidores de Satanás y los seguidores de nuestro Padre Celestial. El objetivo principal de los que siguieron a Satanás era intentar que ustedes se pasaran a su lado. Es difícil comprender la fortaleza con la que lucharon para mantenerse fieles a su Padre Celestial.
Creo que a una madre se le pueden dar inspiraciones e impresiones sobre lo que cada uno de sus hijos puede hacer para prepararse para las oportunidades y desafíos futuros.
Cuando un hijo escucha en silencio esas inspiraciones y procura seguir el consejo recto que recibe, ello puede ser una preparación maravillosa para su porvenir.
—Discurso, 8 de mayo de 1994
Después de pintar el cuadro de un tenso campo de batalla espiritual, Kathy usó un lenguaje sencillo y metáforas concretas para arrancar la máscara de las sofisterías y sutilezas del adversario.
Esos mismos espíritus contra los que pelearon en los cielos están hoy aquí en la tierra. Todavía siguen librando una guerra contra ustedes. Este ataque es tan engañoso que algunos ni siquiera se dan cuenta de que están en guerra. Las armas que se usan no son ametralladoras ni misiles —al menos, no son esas las principales herramientas—. Las armas son, por lo general, más sutiles.
Si les preguntara cuáles son esas armas, muchos responderían que son ciertos tipos de películas, programas de televisión, revistas y canciones, y tendrían razón. Pero él también nos anima a saltarnos nuestras oraciones o las reuniones de la Iglesia, o a criticarnos unos a otros —especialmente a nuestros líderes—, y a hacer cualquier cosa que nos aleje de Cristo para acercarnos al lado de Satanás: primero tentando nuestros pensamientos hacia el mal, y luego llevándonos a hacerlo. Él tienta no solo a los jóvenes, sino también a los adultos.
Por eso, una vez más, durante nuestro tiempo en la tierra debemos tomar la decisión de seguir a nuestro Padre Celestial. Todos tomamos decisiones diarias que nos acercan a Él, pero hay quienes han hecho un compromiso total de tratar siempre de guardar Sus mandamientos. Este es el compromiso por el cual oramos cada semana en la oración sacramental: que guardemos Sus mandamientos siempre.
Quienes han hecho esa elección no son perfectos, porque todos cometemos errores; pero han decidido esforzarse lo más que puedan por obedecer al Padre Celestial y se han apartado de situaciones que sabían que pertenecían claramente al territorio de Satanás. Otros, en cambio, aún observan, esperando tomar esa decisión.
A aquellos que aún esperan, se nos dice que esta decisión que debemos volver a tomar es la más importante que haremos en esta vida. Así como nuestra elección en el cielo determinó las circunstancias bajo las cuales vendríamos a esta tierra, también ahora determinará adónde iremos en la vida venidera… por la eternidad.
En los cielos hay reinos de una belleza indescriptible y de un gozo mayor del que podamos imaginar. También hay reinos de miseria y pobreza espiritual que nos harían infelices… para siempre.
Sucede algo interesante cuando demoramos en tomar la decisión de adónde queremos pasar la eternidad. Cuanto más esperamos, mayor es la oportunidad que tienen Satanás y sus huestes de atraernos espiritualmente hacia su territorio. Es algo así como un juego de tira y afloja con Satanás y sus legiones.
Aunque nunca pensaríamos en tomar la cuerda y quedarnos simplemente mirando mientras Satanás nos arrastra hacia él, eso es precisamente lo que hacemos cuando permitimos que pensamientos impuros permanezcan en nuestra mente. Porque, así como Satanás puede tirar de esa cuerda, puede arrastrar nuestros pensamientos, hundiéndonos en un lodazal espiritual hasta que racionalizamos que escuchar una canción pornográfica es solo entretenimiento, que ver una película sucia es simplemente humor, que criticar a un líder de barrio o de estaca es solo intentar mejorar la Iglesia, hasta que, paso a paso, Satanás nos tiene inesperada y, a veces, inconscientemente en su poder.
Kathy concluyó su breve discurso colocando a Matthew y a sus amigos en la compañía de héroes espirituales y testificando de las doctrinas y ordenanzas de salvación.
Podemos darnos una idea de la fuerza de nuestro oponente al otro extremo de la cuerda al leer el relato del Profeta José Smith, quien luchó literalmente con su enemigo mientras oraba en la Arboleda Sagrada. Tal es el poder de Satanás.
Pero una simple oración, una súplica contrita como la de aquel joven, puede invocar el poder de nuestro Padre Celestial de modo que Satanás quede atado. Aun si se encuentran más cerca del lado de Satanás de lo que quisieran, pueden, en sincero arrepentimiento, pedir a nuestro Padre Celestial que el Salvador y Su infinita expiación los ayuden a regresar a terreno seguro.
El padre del rey Lamoni ofreció una oración así cuando el misionero Aarón le predicaba. Aquel rey lamanita tomó la decisión que todos debemos tomar si queremos volver a nuestro Padre Celestial: la decisión de entregar todos nuestros pecados para llegar a conocer a Dios.
Nuestro profeta, Ezra Taft Benson, nos ha enseñado una manera sencilla pero poderosa de ayudarnos a obtener este deseo. Consiste en leer el Libro de Mormón, no todo de una vez, sino un capítulo o algunos versículos cada noche, para que cada día recordemos nuestra promesa de servir al Señor y de que todas nuestras decisiones sean conforme a Su voluntad.
La obediencia a las enseñanzas del Libro de Mormón traerá el poder de nuestro Padre Celestial para ayudarnos cada día a tomar las decisiones correctas.
Matthew invitará a las personas en Chile a tomar la decisión de seguir a nuestro Padre Celestial. Esta es una decisión que él ya ha tomado. Ustedes han sido fieles y valientes. Han ganado la primera batalla. Pueden ganar la siguiente.
Les testifico que Dios vive y que el Libro de Mormón es verdadero. Recuerdo que hace muchos años estaba sentado en una pequeña habitación de dormitorio, un domingo por la tarde, leyendo los primeros capítulos del Libro de Mormón, buscando saber si era verdadero. Nunca olvidaré la apacible seguridad que vino a mí de que era la palabra de Dios, y esa seguridad ha marcado toda la diferencia en mi vida. Oro para que esta noche puedan tener esa experiencia, y que marque toda la diferencia en la suya.
El Fin de la Etapa del Obispado
El servicio de Hal en el Obispado Presidente —que duró siete años y medio— fue un tiempo de crecimiento y bendiciones tanto para él como para Kathy. Los hijos mayores y sus esposas terminaron sus estudios y se mudaron fuera de Utah, pero volvían con frecuencia de visita, trayendo consigo a los nietos. Matthew y John sirvieron fielmente como misioneros de tiempo completo. Las historias que compartían en sus cartas se convirtieron en material para las lecciones que Elizabeth y Mary enseñaban a sus padres durante las noches de hogar. Todos gozaban de buena salud, tanto física como espiritual.
Aunque Hal seguía luchando con la redacción de sus discursos, alcanzó su máximo rendimiento como lo que el obispo Hales llamó “el consejero consumado.” Sus responsabilidades en el Obispado le permitieron aplicar, a gran escala, las teorías de negocios y ciencia que había estudiado y enseñado en sus veintes y treintas. Combinadas con sus quince años de servicio en el Sistema Educativo de la Iglesia, esas experiencias lo prepararon para casi cualquier nueva asignación que los Hermanos pudieran darle.
Pero cuando el cambio llegó en el otoño de 1992, no fue hacia algo nuevo. Más bien, Hal fue “enviado de vuelta a la escuela.”
21
Un Hogar de Fe, Un Hogar de AprendizajeOrganizaos;
preparad toda cosa necesaria;
y estableced una casa,
sí, una casa de oración,
una casa de ayuno,
una casa de fe,
una casa de aprendizaje,
una casa de gloria,
una casa de orden,
una casa de Dios.
>—DOCTRINA Y CONVENIOS 88:119
En la conferencia general celebrada el 3 de octubre de 1992, Hal fue relevado del Obispado Presidente y llamado como miembro del Primer Cuórum de los Setenta. Con el paso a un nuevo cargo eclesiástico vino el regreso a una antigua asignación: Comisionado de Educación de la Iglesia. Tal como lo había hecho entre 1980 y 1985, Hal volvería a dirigir las escuelas, seminarios, institutos, y universidades y colegios de la Iglesia.
Fue un momento crucial para el Sistema Educativo de la Iglesia, especialmente en el ámbito universitario. Con el rápido crecimiento de la membresía de la Iglesia, el interés por asistir a sus tres principales instituciones de educación superior —BYU, Ricks College y BYU–Hawái— nunca había sido mayor. Sin embargo, debido al alto costo de operar estas instituciones, que dependían de los fondos del diezmo para cubrir más de la mitad de sus gastos, la Junta de Educación había sentido la necesidad de limitar las matrículas. El resultado inevitable fue la negación, cada año, de miles de solicitudes de jóvenes espiritual y académicamente calificados.
Al mismo tiempo, BYU en particular estaba consolidándose como una importante universidad de investigación, en la que el éxito del profesorado se evaluaba no solo por la eficacia en la enseñanza, sino también por la publicación de ideas originales. Esta forma de erudición tenía un peso considerable en las decisiones de contratación y permanencia, afectando naturalmente el perfil intelectual del profesorado y el equilibrio de sus actividades académicas. BYU se estaba convirtiendo no solo en una institución más difícil para ingresar, sino también en una universidad intelectualmente más sofisticada y enfocada en la investigación.
En general, el aumento de la sofisticación académica de BYU era una gran ventaja tanto para la universidad como para la Iglesia. La combinación de una erudición de alta calidad con la fe religiosa y la doctrina del evangelio representaba un doble beneficio para los estudiantes, cuya experiencia en BYU fortalecía su compromiso con la Iglesia mientras los preparaba para tener éxito en sus futuras profesiones y como padres. El campus recibía regularmente la visita de reconocidos académicos, líderes empresariales y representantes gubernamentales de todo el mundo, lo que creaba oportunidades para compartir conocimientos del evangelio y establecer amistades importantes.
Pero el incremento en la actividad académica también generó nuevas complejidades tanto para BYU como para su institución patrocinadora. Por ejemplo, algunos miembros del profesorado que buscaban foros donde presentar y publicar sus investigaciones se encontraban ocasionalmente entre académicos cuyas ideas desafiaban las doctrinas del evangelio e incluso a la propia Iglesia. La participación de empleados de BYU en tales foros corría el riesgo de otorgar credibilidad a esos desafíos y de crear dudas entre los miembros de la Iglesia en general. En respuesta a estas inquietudes, la Iglesia emitió una “Declaración sobre los Simposios”, en la que se alentaba a los eruditos Santos de los Últimos Días a “ser sensibles a aquellos asuntos que son más apropiados para la consulta y corrección privadas que para el debate público.”
BYU también enfrentaba sugerencias bien intencionadas de los académicos, en su mayoría no pertenecientes a la Iglesia, que acudían periódicamente a revisar el estado de acreditación de la institución. En 1986, estos representantes de acreditación alentaron a BYU a aclarar su postura sobre la “libertad académica”, la tradición de larga data que protege a los académicos universitarios de las limitaciones institucionales sobre sus investigaciones o declaraciones derivadas de sus hallazgos. Los administradores universitarios respondieron en el otoño de 1992 con una declaración sobre libertad académica similar en la mayoría de los aspectos a las de las instituciones no religiosas. Sin embargo, en coherencia con la misión única de la universidad de fomentar la fe en el evangelio restaurado, la declaración difería en un aspecto importante: prohibía expresiones que contradijeran las doctrinas fundamentales de la Iglesia, que atacaran a los líderes de la Iglesia o que constituyeran actividades ilegales u otras violaciones al código de honor de la escuela.
Mensajes de aliento y exhortación
La nueva declaración sobre la libertad académica satisfizo no solo a la gran mayoría de los miembros del profesorado de BYU, sino también al equipo externo de acreditación que regresó a evaluar la universidad varios años después. Sin embargo, algunos profesores desafiaron abiertamente la declaración. La inusual división pública entre la Iglesia y, aunque fuera una minoría, algunos de sus empleados, atrajo la atención de los medios locales y nacionales. También atrajo la atención de los Hermanos.
En la conferencia general de octubre en la que Hal fue llamado al Cuórum de los Setenta, el élder Boyd K. Packer abordó el tema de la educación en la Iglesia en un discurso titulado “El aprender es bueno si…”.
Dirigiéndose a los empleados de las universidades y colegios de la Iglesia, el élder Packer elogió a la mayoría por su combinación de intelecto y fe. Pero también desafió a los miembros del profesorado a recordar que sus mayores contribuciones no se realizarían mediante la erudición personal, sino mediante la formación espiritual y moral de los estudiantes.
Nuestras facultades y personal son un milagro: hombres y mujeres que poseen los más altos grados académicos, muchos de ellos reconocidos por logros sobresalientes. Son a la vez hombres y mujeres de humildad y fe.
Estamos agradecidos por los maestros que desafían a los estudiantes a alcanzar una alta erudición, pero que jamás pensarían en socavar el testimonio o actuar de manera subversiva al progreso de la Iglesia y del reino de Dios.
Gracias a tales maestros de calidad, nuestras escuelas pueden ser insuperables en el cumplimiento de los estándares establecidos por quienes acreditan instituciones, y al mismo tiempo ser únicas en su misión, contribuyendo mucho a la Iglesia, aun cuando un número creciente de estudiantes elegibles no pueda matricularse.
Dado que los sueldos del profesorado y del personal se pagan con los diezmos de la Iglesia, también existe un estándar para ellos. Una universidad de la Iglesia no se establece para proporcionar empleo a un profesorado, y la investigación académica personal no es la razón principal para financiar una universidad.
El élder Packer también añadió una advertencia particular dirigida a un grupo de estudiantes y profesores que describió como “unos muy pocos.”
Nuestro propósito es formar estudiantes que posean esa rara y valiosa combinación de una excelente educación secular complementada por la fe en el Señor, un conocimiento de las doctrinas que Él ha revelado y un testimonio de que son verdaderas.
Para aquellos muy pocos cuyo enfoque es meramente secular y que se sienten restringidos como estudiantes o maestros en un ambiente así, existen actualmente, solo en los Estados Unidos y Canadá, más de 3,500 colegios y universidades donde pueden encontrar el tipo de libertad que valoran. Y nosotros estamos decididos a honrar la confianza de los que pagan el diezmo de la Iglesia.
Menos de dos semanas después de la conferencia general, el presidente Gordon B. Hinckley, entonces Primer Consejero de la Primera Presidencia, habló en representación del presidente Ezra Taft Benson durante un devocional en BYU en el Marriott Center. Sus palabras, tituladas “Confianza y responsabilidad”, coincidían en gran medida con las del élder Packer. Comenzó con un elogio dirigido a la mayoría del profesorado y de los estudiantes.
Primero, deseo agradecerles por la fortaleza de su deseo de enseñar y aprender con inspiración y conocimiento, y por su compromiso de vivir de acuerdo con las normas del evangelio de Jesucristo, por su integridad y su bondad innata. Estoy seguro de que nunca en la historia de esta institución ha existido un profesorado mejor calificado profesionalmente, ni uno más leal y dedicado a los estándares de la institución que lo patrocina. Asimismo, estoy convencido de que nunca ha habido un cuerpo estudiantil mejor preparado para aprender a los pies de este excelente profesorado, ni uno más devoto y decente en actitud y acción.
Puede haber excepciones. Sin duda las hay. Pero son pocas en número comparadas con el conjunto mayor.
El presidente Hinckley destacó el éxito de la comunidad de BYU en su “continuo experimento basado en un gran principio: que una universidad grande y compleja puede ser de primera clase en lo académico, al mismo tiempo que fomenta un ambiente de fe en Dios y la práctica de los principios cristianos.” También elogió al profesorado por ser hombres y mujeres de fe además de erudición, y por su servicio en la Iglesia. Sin embargo, reiteró la posibilidad de que existieran excepciones, y sobre tales individuos pronunció una suave bendición escocesa.
Repito, puede haber excepciones. Pero creo que son pocas. Y si las hay, estoy seguro de que en su corazón se sienten intranquilas e incómodas, porque nunca puede haber paz ni consuelo en ningún elemento de deslealtad. Dondequiera que exista tal actitud, hay un remordimiento en el corazón que dice: “No estoy siendo honesto al aceptar los fondos consagrados del diezmo de los humildes y fieles de esta Iglesia. No estoy siendo honesto conmigo mismo ni con los demás como miembro de este profesorado mientras enseño o participo en algo que debilita la fe y socava la integridad de quienes vienen a esta institución con gran sacrificio y grandes expectativas.”
Una encomienda para el nuevo comisionado
Hal escuchó ambos mensajes en persona, y reconoció en ellos una encomienda dirigida a él como Comisionado. Sabía que BYU se encontraba en un momento decisivo. Estaba alcanzando su madurez como una de las principales universidades del mundo, con una doble misión: la fe y la excelencia académica. El ritmo de aumento en la calidad académica era notable, y así se había planificado: bajo la dirección de los presidentes Dallin Oaks, Jeffrey Holland y Rex Lee, la universidad había elevado sustancialmente sus estándares académicos tanto para el profesorado como para los estudiantes. Pero la gran mayoría de los profesores habían recibido su educación de posgrado en universidades donde la fe no se consideraba una parte natural ni bienvenida de la investigación académica. Al establecer la expectativa de una erudición de nivel mundial fusionada con los principios del evangelio, BYU estaba impulsando a su profesorado a avanzar hacia un territorio en el que ninguna otra institución había incursionado, y para el cual incluso los eruditos más fieles y capacitados no habían sido formalmente preparados.
Hal no temía cuando algunos pocos cuestionaban abiertamente el derecho de la Iglesia a proteger sus doctrinas o exigir conformidad con sus normas de conducta en los campus. Creía lo que el presidente Hinckley había dado a entender: que tales personas se sentirían incómodas y reconsiderarían sus posturas o bien abandonarían BYU. Más bien, Hal estaba decidido a crear una visión correcta del futuro de la universidad como un lugar único donde coexistieran la erudición y la fe. Eso sería esencial no solo para guiar al profesorado actual en su labor, sino también para seleccionar a los nuevos. En los siguientes diez años, la mitad del profesorado —muchos de los cuales habían sido contratados durante el auge universitario de la década de 1960— probablemente se jubilaría. Las decisiones de contratación y la orientación ofrecida a los nuevos docentes determinarían el rumbo de la universidad para la generación venidera.
La formación de Hal lo preparó bien para el trabajo que debía realizar en BYU. Pero no fue su preparación académica la que resultó más útil. La enseñanza más importante había ocurrido en el hogar de sus padres, donde había visto ejemplos vivientes de la unión entre la razón y la fe. Henry y Mildred eran pensadores firmes y analíticos; simplemente sentarse a la mesa con ellos era tan intelectualmente exigente como participar en seminarios de investigación en Harvard. Sin embargo, aunque el análisis racional fortalecía la fe de sus padres, al final ese análisis se subordinaba a la fe.
A lo largo de su vida, Hal había emulado el ejemplo de fe de sus padres. Procuraba fusionar la razón y la fe, confiando en que ambas eran compatibles y, en última instancia, se reforzaban mutuamente. Pero también comprendía que, al menos para las mentes mortales, no podían considerarse iguales, como él mismo observó en una anotación de su diario:
En una reunión de la Junta Directiva, un profesor de BYU describió su descubrimiento de una momia enterrada en Egipto durante la era cristiana primitiva, que mostraba evidencia clara de que la persona había recibido la ordenanza del templo tal como la conocemos hoy. En una presentación independiente, un miembro del Quórum de los Doce, en una reunión posterior, leyó de un manuscrito traducido al inglés en 1914 —y, por tanto, desconocido para José Smith— que ofrece evidencia clara de que la ceremonia del templo tal como la conocemos era conocida por los apóstoles del Señor en Palestina. Me pareció interesante, pero mi testimonio se basa en la revelación personal; si la evidencia física nos inclina en una dirección, entonces la evidencia contraria también debería hacerlo. (6 de mayo de 1987)
Providencialmente, Hal ya había pronunciado un discurso en BYU que ofrecía orientación sobre cómo combinar la erudición y la fe. En agosto de 1991, cuando aún era miembro del Obispado Presidente, habló por invitación del presidente Rex Lee en la conferencia universitaria anual para los empleados de BYU. El tema de la conferencia de ese año se inspiraba en 2 Corintios 3:17: “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.”
Hal introdujo su mensaje, titulado “Enseñar es un acto moral”, señalando que todos los presentes en la audiencia eran tanto maestros como alumnos. Citando experiencias personales, Hal recordó las dos tentaciones paradójicas del proceso de aprendizaje: el miedo y la soberbia.
Supongo que todos nosotros, como estudiantes y como maestros, observamos ese curioso vaivén que todos parecemos experimentar en ocasiones. A veces nos sentimos tan abrumados que estamos seguros de que no podemos aprender; otras veces sabemos tanto que casi nadie puede enseñarnos. No creo que busquemos un punto medio; eso no es lo que estamos buscando. Más bien, hay otro lugar, casi mágico, no a medio camino entre el terror y la vanidad, sino otro lugar donde tanto la vanidad como el miedo se apagan, no simplemente se equilibran.
Me parece claro que el Señor utilizó al profeta José para restaurar Su evangelio. Eso es lo importante para mí.
Como un devoto Santo de los Últimos Días, el hecho importante para mí es que el Señor está dirigiendo los asuntos de Su universo, no exactamente cómo lo hace. Que haya utilizado o esté utilizando algún tipo de evolución orgánica me parece un asunto secundario. Él es infinitamente sabio. Yo solo trabajo aquí. Si Él me explicara en detalle cómo obra, estoy seguro de que no entendería mucho de ello.
—Dr. Henry Eyring, en cartas dirigidas a miembros de la Iglesia preocupados
Hal describió haber visto a su padre ocupar ese “lugar mágico” una vez, durante una reunión de la Sociedad Química Estadounidense en la ciudad de Nueva York:
Mi padre estaba presentando un trabajo en esa reunión. En medio de su exposición, alguien se puso de pie y lo interrumpió. Este hombre se levantó frente a todos y dijo: “Profesor Eyring, lo he escuchado expresar la opinión contraria en este tema.” No estoy reproduciendo el tono punzante que tuvo. Llevaba una carga cortante. Pude sentir la tensión eléctrica en el aire. Pensé: “Oh, estoy viendo a mi padre ser atacado en público, y sé que tiene carácter. Oh, cielos, oh, cielos. ¿Qué podrá pasar aquí?” Por lo menos, sabía que si yo le hubiera hablado de esa manera, habría tenido toda una experiencia. Pero papá se echó a reír de la forma más agradable. Se rió y dijo: “Oh, tiene razón. He estado en el otro lado de esta cuestión. Y no solo eso, he estado en varios lados de esta cuestión. De hecho, me pondré en todos los lados de esta cuestión que pueda encontrar hasta poder entenderla.” Y continuó su presentación tan feliz como podía estarlo. Ahora bien, eso fue mucho más que una respuesta ingeniosa. Fue un vistazo, por un momento, a ese lugar feliz que creo se describe mejor así: Él se deleitaba en luchar con lo que no sabía porque no sentía límites respecto de lo que podía llegar a saber. Eso lo convertía no solo en un poderoso aprendiz, sino también en alguien que no corría gran peligro de rendirse por miedo o temor. Tampoco corría el riesgo de sentir que sabía tanto que ya no podía ser enseñado.
Habiendo vinculado la enseñanza y el aprendizaje con la humildad, Hal los relacionó también con la fe. Lo hizo citando probablemente a su profesor más influyente, C. Roland Christensen, de la Escuela de Negocios de Harvard. El profesor Christensen había presidido el comité de disertación doctoral de Hal, lo que lo convertía en la figura académica más importante en su vida durante sus cinco años en Harvard. Pero su relación fue mucho más profunda que eso. Además de guiar a Hal en sus actividades de investigación y docencia, el profesor Christensen se interesó sinceramente en su vida personal. Asumió el papel de mentor de confianza, tanto así que, cuando Hal consideraba casarse con Kathy, la llevó a conocer al profesor Christensen y se sintió complacido al recibir su entusiasta aprobación. Aunque no se habían visto durante años, el profesor Christensen, apenas un mes antes de la conferencia de BYU de 1991, le había enviado a Hal un ejemplar de un libro titulado Education for Judgment (Educación para el discernimiento). En él, el profesor Christensen declaraba que la enseñanza es un “acto moral”, y que la fe constituye su “dimensión indispensable.”
Que nadie se engañe a sí mismo. Si alguno entre vosotros se cree sabio en este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio.
—1 Corintios 3:18
Hal observó que el mayor beneficio de la investigación del profesorado de BYU podía provenir de ayudarles a tener fe en sus estudiantes y a entrar en el mundo de descubrimiento de estos, con sus sentimientos de vulnerabilidad y su necesidad de humildad.
Los maestros que marcarán la diferencia son aquellos que, de alguna manera, pueden entrar en ese mundo junto con el estudiante y sentir lo que ellos sienten, saber lo que temen, interesarse por sus temores y ayudarlos a avanzar a través de ese miedo hacia el aprendizaje. La investigación, del tipo correcto, puede llevar a un maestro a un mundo semejante al que un estudiante debe ingresar.
Si tu investigación te hace sentir muy, muy inteligente, o muy, muy bueno, o muy, muy famoso, o muy, muy valioso, eso podría estorbarte como maestro. Si, por otro lado, tu investigación te hace sentir muy, muy vulnerable, muy, muy ansioso por aprender más, y si lees los artículos de otros tan a menudo como los tuyos, si te emocionas cuando alguien más tiene una idea que hace que la tuya parezca un poco menos importante o incluso equivocada, si todo esto te parece un juego maravilloso, entonces piensa cómo puedes bendecir a tus estudiantes.
Hal también abordó el tema de la libertad académica. Lo hizo relatando una experiencia personal de sus últimos años en Stanford, cuando la universidad se vio sacudida por protestas estudiantiles y exigencias del profesorado por obtener mayor poder. Había aceptado un encargo del decano de la Escuela de Negocios de Posgrado de Stanford, Arjay Miller, para representar a la escuela en un comité universitario del profesorado. Para su sorpresa, descubrió que el comité tenía la intención de arrebatar poder al recién nombrado presidente Kenneth Pitzer. De hecho, el esfuerzo tuvo éxito: el mandato del presidente Pitzer duró solo diecinueve turbulentos meses. Hal relató al público de BYU su sorpresa ante el deseo del comité de debilitar la autoridad del presidente Pitzer.
Fui invitado a unirme a un golpe de estado en una situación académica. Otras personas, que trabajaban en el mismo entorno que yo, decidieron que ya habían tenido suficiente de lo que consideraban un dictador. Querían que yo los ayudara a destituirlo. Recuerdo haber recibido la llamada telefónica y quedar absolutamente atónito, porque la opresión nunca se me había ocurrido. Le dije a la persona que llamaba que no me interesaba el golpe. Literalmente, no me sentía oprimido. Y traté de entender por qué.
Les diré lo que aprendí sobre mí y sobre ustedes. En algún punto del camino, alguien debió haber confiado en mí y haber dicho: “Mira, Hal, ejerceré mi autoridad sobre ti de esta manera: creo en ti. Creo que Dios puede corregirte, así que te señalaré las consecuencias de tu conducta y luego no te presionaré demasiado.” Como resultado, siempre me he sentido libre, aun cuando algunas personas intentaron empujarme.
Hal concluyó explicando por qué la ausencia de autoridad, o incluso la protección contra una autoridad intrusiva, nunca había sido una preocupación importante para él:
No creo tanto en la perfección de mis superiores o de mis críticos como creo que aún soy un niño con mucho que aprender. La mayoría de la gente puede enseñarme algo. Nadie puede realmente quitarme la libertad que me importa, y la mayor parte de las críticas de los seres humanos despiertan en mí el eco de una reprensión que ya he sentido del Espíritu Santo.⁵
Conociendo al profesorado de BYU
Cuando Hal fue llamado por segunda vez como Comisionado de Educación, un año después de haber pronunciado su discurso “Enseñar es un acto moral”, hizo de BYU una de sus principales prioridades personales, involucrándose directamente en sus asuntos por invitación del presidente Rex Lee. Mientras cumplía asignaciones de fin de semana como Autoridad General, dedicaba muchos de sus lunes a entrevistar a líderes del profesorado en Provo, a una hora de camino desde su hogar en Bountiful. Dedicando casi un año completo al esfuerzo, llegó a entrevistar a más de un centenar de líderes de facultades, departamentos y grupos. Además de enseñarle mucho, las entrevistas transmitieron su aprecio y admiración.
Me impresionó que dedicara tanto tiempo, que estuviera interesado en mí y en mi trabajo. Lo que más recuerdo es este poderoso espíritu de ser parte del reino.
—Alan L. Wilkins, presidente del Departamento de Comportamiento Organizacional de BYU y posteriormente vicepresidente académico
Hal también se reunió con los miembros del profesorado de manera colectiva. Entre los invitados se encontraban líderes designados por la universidad y miembros del Consejo Asesor del Profesorado, quienes eran nominados para servir por sus propios colegas mediante elección popular. En estas reuniones respondía todas las preguntas, dando respuestas francas no solo como Comisionado de Educación, sino también como antiguo profesor. Su diálogo directo y respetuoso con el profesorado le ganó su estima.
Sin embargo, mientras tanto, la presión aumentaba. La pequeña minoría de profesores y estudiantes que se sentían limitados en su libertad percibida se volvió más vocal. Llevaron sus quejas a los medios de comunicación, tanto en Utah como a nivel nacional. En marzo de 1993, el New York Times publicó un extenso artículo bajo el título: “La fe y la libertad de expresión luchan por el dominio en el caso de Brigham Young.”
Esta atención crítica de los medios, combinada con manifestaciones disruptivas en el propio campus, llevó a algunos a cuestionar el aparente fracaso de Hal en tomar medidas rápidas y decisivas para restaurar el orden. Los críticos entre el profesorado y los estudiantes eran fáciles de identificar, y los costos de sus acciones recaían no solo sobre la mayoría solidaria de la comunidad de BYU, sino también sobre la propia Iglesia. Habría sido fácil justificar una represión directa del disenso.
En lugar de eso, Hal trabajó junto con los administradores de BYU para fortalecer a la vasta mayoría de profesores y estudiantes, quienes estaban comprometidos con la visión del presidente Hinckley y de los muchos otros que habían hablado proféticamente sobre el potencial único de BYU. Como parte de ese esfuerzo, ayudó a un equipo universitario de “autoestudio” a publicar una colección de discursos titulada Educating Zion (Educando a Sion). Este volumen comenzaba con el discurso del presidente fundador Karl G. Maeser, “Historia de la Academia”, pronunciado en 1891. También incluía mensajes de David O. McKay, Spencer W. Kimball y Boyd K. Packer.
En la conferencia universitaria anual de agosto de 1996, Hal amplió esas declaraciones inspiradas con un discurso que llamó “Un rumbo trazado” (A Charted Course). El título se derivaba de un discurso fundamental incluido en Educating Zion, pronunciado en 1938 por el presidente J. Reuben Clark Jr., primer consejero de la Primera Presidencia. El discurso de Clark se titulaba “El rumbo trazado de la Iglesia en la educación.”
Hal comenzó su mensaje “Un rumbo trazado” señalando que acababa de releer los documentos fundamentales recopilados en Educating Zion. “Lo que me impresionó”, dijo, “fue su consistencia a lo largo de largos períodos de tiempo y entre ellos mismos. Me sorprendió la recurrencia de la idea de que poner la fe religiosa en primer lugar potenciará nuestros logros como universidad.” Luego, Hal destacó algo importante, aunque solo implícito, en los discursos de Educating Zion:
Lo que no se dijo en esos documentos, quizás porque el público ya lo entendía, es que la fe religiosa de la que hablaban era la fe en una religión revelada, una con profetas vivientes y con la creencia de que Dios revela Su voluntad a Sus siervos. Eso hace que la idea sea una proposición audaz, dadas las historias de otras universidades y las opiniones predominantes en gran parte del mundo académico.
Hal explicó por qué la dirección profética —que podría considerarse una desventaja para una universidad comprometida con la excelencia secular— es, en realidad, un tesoro:
No solo la Junta Directiva brinda una dirección coherente, basada en una profunda comprensión de las universidades tal como han sido y de esta tal como es, sino que también ofrece una dirección que proviene de una unidad muy superior a la que resulta de contar votos o de negociar alianzas.
Esos patrones de liderazgo de la Junta, tan valiosos para esta universidad, nunca se perderán, debido a su fuente. La coherencia de visión, la comprensión de las cosas tal como realmente son y la unidad no dependen de ningún individuo ni siquiera de un grupo de individuos. La visión permanece constante, los hechos se aclaran y la unidad se mantiene porque la inspiración de Dios es la fuente. Él realmente llama a Sus siervos. Él conoce el pasado, el presente y el futuro. Él sabe lo que es mejor para Sus hijos. Y Él inspira a Sus siervos. Los miembros de la Junta Directiva partirán y otros vendrán. Pero habrá consistencia y propósito firme. Los patrones de tan gran valor para la universidad continuarán porque son independientes de las personas involucradas. La fe religiosa, la fe en una religión revelada, no exige sacrificar la eficacia de una universidad; permite su fortalecimiento. Solo alguien que crea que la marca de una gran universidad es la falta de liderazgo sabio y constante podría considerar a una junta así como algo que no es un tesoro.
Los esfuerzos pacientes de Hal, junto con los de muchos otros —en particular los presidentes de BYU Rex Lee y Merrill Bateman— pronto dieron los resultados esperados. El énfasis optimista en la misión divina de BYU y en su guía profética revitalizó al profesorado y al alumnado. Tal como el presidente Hinckley había predicho, algunos pocos profesores optaron por marcharse. Pero la supuesta “lucha” entre la fe y la libertad de expresión que había llenado los titulares en 1993 dio paso a una era sin precedentes de erudición fiel y de primer nivel. Parte del éxito se debió al esfuerzo adicional invertido en la contratación de nuevos profesores, un proceso en el que Hal se enfocó especialmente. El mayor énfasis en el papel e importancia de la fe produjo un grupo sobresaliente de jóvenes docentes, muchos de los cuales habían estudiado en BYU como alumnos de pregrado y alcanzaron éxito académico en programas doctorales de las principales universidades de investigación.
Buscaba personas que fueran tanto competentes en su disciplina académica como leales y fieles en el evangelio. Quería individuos que pudieran ser buenos ejemplos para los estudiantes.
—James D. Gordon, vicepresidente académico asociado de BYU para el profesorado
Las nuevas contrataciones aumentaron aún más la singularidad de BYU como una universidad religiosa de investigación. Un estudio de 2002 que analizó cuatro de las instituciones más grandes de este tipo —BYU, Baylor, Boston College y Notre Dame— descubrió que el profesorado de Provo era único. “El profesorado de Brigham Young está distintivamente comprometido con la tradición religiosa de su escuela”, concluyó un trío de académicos no pertenecientes a la Iglesia.
Satisfecho e inspirado por esta tendencia, en 2001 Hal pronunció un discurso titulado “Un lugar consagrado” durante la conferencia universitaria anual. En él citó palabras pronunciadas en BYU un cuarto de siglo antes por el presidente Spencer W. Kimball. El presidente Kimball mencionó el sueño de un hombre llamado Charles Malik. El Dr. Malik, filósofo y diplomático libanés, había obtenido un doctorado en Harvard y presidido la Asamblea General de las Naciones Unidas. Hombre profundamente religioso, Malik había declarado:
“Algún día surgirá una gran universidad en algún lugar —espero que en América— a la cual Cristo regresará en toda Su gloria y poder; una universidad que, en la promoción de la excelencia científica, intelectual y artística, superará con creces incluso a las mejores universidades seculares de la actualidad, pero que al mismo tiempo permitirá que Cristo la bendiga y se sienta perfectamente en Su hogar en ella.”
Después de citar estas palabras, Hal observó:
Malik habló con certeza de un tiempo en que el Salvador regresará en gloria a esta tierra. Describió un lugar —una universidad— donde el Señor resucitado se uniría con los estudiantes, el profesorado y todos los que allí trabajan. El Maestro se sentirá perfectamente en Su hogar allí.
Eso parecería estar fuera de nuestro alcance si, después de leer esta cita, el presidente Kimball no hubiera dicho entonces: “¡Seguramente BYU puede ayudar a responder a ese llamado!”
Hal describió lo que se necesitaría para calificar para la presencia del Salvador y elogió a los miembros de la comunidad de BYU por sus esfuerzos para lograrlo:
Sabemos algo de cómo debe ser un lugar para que el Salvador glorificado se sienta perfectamente en casa. De una cosa podemos estar seguros: quienes trabajen allí y todos los asociados con él lo habrán consagrado mucho antes a Él y a Su reino.
Su plan de redención siempre ha requerido que hombres y mujeres consagren todo lo que tienen y todo lo que son al servicio de Dios. Hacen convenio de hacerlo. Y luego Él los prueba para ver cuán sinceros son y cuánto están dispuestos a sacrificar. Esa prueba puede ser diferente para cada uno de nosotros, adaptada individualmente, pero será suficiente para que el Maestro pruebe nuestros corazones.
Aquellos que lo reciban en esa universidad habrán pasado las pruebas. Él se sentirá en casa, perfectamente en casa, porque no solo habrán dicho las palabras: “Esta es la universidad del Señor”, sino que habrán servido y vivido para hacerla tal. Habrán hecho de ella un lugar consagrado, ofrecido a Él, y en el proceso ellos mismos habrán sido santificados. Lo que habrán hecho para demostrar su consagración habrá permitido que la Expiación cambie quiénes son.
El viaje hacia llegar a ser un lugar consagrado es largo. No hemos llegado todavía, pero avanzamos por el camino. Las tareas cotidianas a las que ahora dedicarán todo su esfuerzo —precisamente porque dan su todo— están transformando esta escuela y permiten al Señor efectuar un cambio en ustedes. Vendrán pruebas —no porque Dios dude de nosotros, sino porque nos ama—. Tengo plena confianza en que pasaremos las pruebas y que, ciertamente, BYU responderá al llamado de ser un lugar consagrado.
—Discurso, 27 de agosto de 2001
Un llamamiento al Cuórum de los Doce
En el momento en que Hal testificó del gran potencial y progreso de BYU, lo hizo como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. El llamamiento a los Doce había llegado de manera inesperada el último día de marzo de 1995, un viernes. Esa tarde recibió un mensaje invitándolo a reunirse con el presidente Gordon B. Hinckley en su oficina. Hal sabía que existía una vacante en el Cuórum: el presidente Howard W. Hunter había fallecido exactamente cuatro semanas antes, y James E. Faust se había unido a los presidentes Hinckley y Monson en la nueva Primera Presidencia. Los miembros de la Iglesia esperaban que la vacante resultante en el Cuórum de los Doce fuera llenada el 1 de abril, el primer día de la conferencia general.
Sin embargo, la primera pregunta del presidente Hinckley pareció descartar la posibilidad de que Hal se viera afectado por esos acontecimientos. “Entonces, Hal,” comenzó el presidente Hinckley mientras se sentaban en su oficina, “¿cómo te sientes respecto a tu servicio como Comisionado de Educación?” Dejando de lado cualquier pensamiento sobre la vacante en los Doce, Hal se unió al presidente Hinckley en una conversación de treinta minutos acerca de los desafíos y oportunidades que enfrentaba el Sistema Educativo de la Iglesia. Había una mezcla de ambos. Por ejemplo, aunque BYU estaba cumpliendo su misión académica y espiritual como nunca antes, su presidente, Rex Lee, parecía estar perdiendo lentamente una larga batalla contra el cáncer. Pronto podría ser necesario nombrar a un nuevo presidente.
A nivel general, también existía el desafío del crecimiento demográfico. Los estudiantes estaban solicitando ingreso a las universidades y colegios de la Iglesia —y siendo rechazados— en cifras récord. El problema era particularmente agudo en BYU y en Ricks College, grandes instituciones que, hasta la década de 1970, habían aceptado casi a todos los graduados de secundaria dispuestos a vivir de acuerdo con las normas de conducta de la Iglesia. Ahora, debido al crecimiento de la membresía y a los límites de matrícula impuestos por el alto costo de ofrecer educación superior, miles de postulantes bien calificados estaban siendo rechazados. Ricks College, que generalmente se consideraba mucho menos selectivo que BYU, estaba en realidad rechazando a casi la mitad de sus solicitantes. Padres fieles y pagadores de diezmo, que en su juventud nunca se habían preocupado por ser admitidos en un colegio de la Iglesia, ahora veían a sus hijos altamente calificados quedarse fuera.
El presidente Hinckley, quien durante mucho tiempo había sido miembro de la Junta de Educación, comprendía bien este desafío. Le preocupaba profundamente. Pero la conversación aparentemente lo convenció de que Hal estaba desempeñando el cargo de Comisionado tan bien como cualquiera podría hacerlo. De hecho, el presidente Hinckley concluyó que Hal podía continuar en esa función y asumir una asignación adicional. Haciendo su primera referencia a la vacante que se llenaría al día siguiente, dijo: “Bien, creo que continuarás como Comisionado mientras te unes al Cuórum de los Doce.”
El presidente Hinckley instruyó brevemente a Hal a partir de la sección 112 de Doctrina y Convenios, en la cual el Señor desafía a los Doce a llevar el evangelio “hasta los confines de la tierra.” Le encomendó específicamente aprender lo que significa apacentar las ovejas del Salvador. Sin embargo, la encomienda al nuevo miembro de los Doce fue breve y directa, en el estilo que Hal había llegado a esperar del presidente Hinckley. Al regresar a su oficina, Hal se puso inmediatamente a trabajar en un discurso para la conferencia general, el cual pronunció al día siguiente, después de haber sido sostenido como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. El discurso, titulado “Acordémonos siempre de Él”, contenía solo una alusión a su nueva responsabilidad.
En las últimas horas he llegado a comprender otras bendiciones que provienen de “acordarnos siempre de Él.”
—Discurso, 1 de abril de 1995
Una nueva universidad
El servicio simultáneo de Hal como Comisionado y miembro del Cuórum de los Doce no fue algo sin precedentes. David O. McKay, John A. Widtsoe y Joseph F. Merrill también habían dirigido la educación de la Iglesia siendo apóstoles. Sin embargo, en 1995 las responsabilidades ejecutivas de Hal sobre el Sistema Educativo de la Iglesia (CES), con una línea de reporte directa a la Primera Presidencia, contrastaban con las asignaciones del resto de los Doce, quienes trabajaban exclusivamente bajo la dirección de su presidente de cuórum. Reconociendo esto y deseando demostrar su lealtad al Cuórum, Hal reunió el valor para preguntar en privado al presidente Hinckley cuánto tiempo continuaría sirviendo como Comisionado. El presidente Hinckley respondió: “Probablemente otro año más o algo así.”
Cuando pasó un año, Hal esperó con expectativa su relevo. Después de varios meses sin recibir noticias, volvió a buscar al presidente Hinckley con la misma pregunta: “¿Cuánto tiempo más?” La respuesta breve y severa del Profeta lo tomó por sorpresa: “Ya te avisaremos, Hal.” Al escuchar lo que interpretó como irritación en la voz del presidente Hinckley, Hal decidió que esa sería la última vez que haría esa pregunta.
Ser el único miembro del Cuórum con una responsabilidad externa de ese tipo no solo le impuso a Hal una carga de trabajo inusualmente pesada, sino que a veces lo hacía sentirse fuera de lugar. Sin embargo, su respeto por la dirección de la Primera Presidencia le trajo bendiciones de fortaleza e inspiración en toda su labor en la Iglesia. También lo colocó en posición de contribuir a un cambio inesperado en Ricks College.
En la primavera del año 2000, tras una reunión de la Junta de Educación, el presidente Hinckley pidió a Hal que fuera a su oficina. Invitándolo a cerrar la puerta y sentarse, el presidente Hinckley le dijo: “Hal, ¿no podríamos atender a más estudiantes a un costo menor si hiciéramos de Ricks una universidad? ¿Qué problemas ves?” Hal se sorprendió mucho con la pregunta. Durante su tiempo como presidente de Ricks College, había sido interrogado repetidamente por profesores, estudiantes, exalumnos y otros simpatizantes acerca de si algún día volverían al estatus de universidad. El deber del presidente, tanto entonces como en las décadas siguientes, había sido responder de forma diplomática pero firme algo como: “Ni lo piensen.”
Aturdido momentáneamente, Hal se recompuso y comenzó a enumerar los costos adicionales de otorgar títulos de licenciatura en Ricks. Aun si el nuevo programa continuo funcionaba, observó, agregar cursos de nivel superior requeriría más profesores. Ellos necesitarían oficinas, y eso significaba construir más edificios; también habría que añadir salones de clase para los estudiantes adicionales. “No, presidente,” concluyó Hal, “le costará más, no menos.”
“No, no costará más,” replicó rápidamente el presidente Hinckley. “Me costará menos por cada graduado de BYU.” Luego procedió a delinear una audaz innovación, no muy distinta a la creación de los templos pequeños. Tenía en mente un nuevo tipo de universidad. Aunque llevaría el nombre de BYU, su misión y su modelo de funcionamiento serían distintos. Al convertirse en una institución de cuatro años, Ricks College dejaría de participar en competencias atléticas intercolegiales. También prescindiría de los programas de posgrado, de la investigación académica orientada a publicaciones y del sistema de rangos del profesorado común en grandes universidades como BYU.
En cambio, la nueva universidad, BYU–Idaho, se mantendría enfocada en la educación de pregrado. De hecho, estaría diseñada para atender a más estudiantes de licenciatura mediante un sistema de funcionamiento continuo durante todo el año y utilizando la tecnología informática e Internet para ofrecer oportunidades adicionales de aprendizaje sin necesidad de construir más salones. Al crear una institución de cuatro años menos costosa y con el nombre de BYU, la Iglesia podría hacer que una educación de BYU estuviera disponible para muchos más de sus miembros a un costo accesible.
La tarea de crear esta nueva universidad recayó en un equipo de administradores y miembros del profesorado de Ricks College bajo la dirección del presidente de BYU–Idaho, David A. Bednar. Hal había conocido por primera vez al presidente Bednar, entonces representante regional residente en Arkansas, en 1995, cuando ambos fueron asignados para dirigir una conferencia de estaca. Hal sintió la impresión de que su compañero más joven —un profesor de negocios en la Universidad de Arkansas— podría ser un candidato idóneo para presidir Ricks College. Cuando la presidencia de Ricks quedó vacante en 1997, Hal recomendó a David Bednar al presidente Hinckley.
El martes 20 de junio del año 2000, el presidente Hinckley y Hal se pusieron de pie juntos ante un atril en Salt Lake City para anunciar la creación de BYU–Idaho. La declaración escrita que explicaba la naturaleza única de la institución contenía apenas veintiuna oraciones. Aunque Hal comenzó de inmediato a trabajar con el presidente Bednar y su equipo, dejó pasar un año antes de ir a Rexburg para ofrecer una explicación pública más completa sobre los propósitos y expectativas de la Junta.
“Un rumbo firme y ascendente”
Hal pronunció su discurso histórico, “Un rumbo firme y ascendente”, el 18 de septiembre de 2001, apenas tres semanas después de haber dado su mensaje “Un lugar consagrado” a los empleados de BYU en Provo. Pero en esas tres semanas el mundo se había trastornado por completo. El 11 de septiembre, terroristas derribaron las Torres Gemelas de Nueva York y asesinaron a miles de personas. Ante los ataques y la incertidumbre resultante, Hal habría tenido toda la justificación para cancelar su discurso devocional programado en BYU–Idaho. Sin embargo, él no vio el momento como un obstáculo, sino como algo providencial. Además de pronunciar el mensaje que había preparado durante semanas —y que había revisado con el presidente Hinckley—, Hal comenzó reflexionando sobre el papel del cambio en el plan del Padre Celestial.
Cada uno de nosotros se encuentra haciéndose esta pregunta: “¿Qué otras partes de mi mundo, que pensaba eran estables, ahora se han vuelto inciertas?” No es de extrañar que tú y yo hayamos escuchado y leído tantas veces en los últimos días: “Todo ha cambiado.” Pero al menos dos cosas nos ayudarán a tener valor y encontrar dirección.
Primero, el cambio es parte de la vida. Por ejemplo, crecer y envejecer son aventuras de cambio llenas de incertidumbre y sorpresas. Y segundo, Dios, a través de los profetas, nos preparó para esperar que los cambios en el mundo se aceleren.
Habiendo establecido la inevitabilidad del cambio, Hal señaló también su potencial para el bien:
Aunque enfrentamos un aumento en los desafíos, hay otro cambio que recorre la tierra. Es una ola de oportunidades. El flujo constante de invenciones es un ejemplo. Hace una generación no existían las computadoras pequeñas. Pero ahora los campus universitarios las conectan mediante cables de fibra óptica, y pronto esos cables podrían ser reemplazados por tecnologías inalámbricas. Actualmente hay decenas de miles de personas tomando cursos de BYU a través de la tecnología web. Hace pocos años no existía la web. Los teléfonos celulares, que tuvieron un papel tan conmovedor en las tragedias de la semana pasada, no existían hace una generación. La lista de poderosos y útiles milagros tecnológicos sigue creciendo, y la tasa de innovación se acelera. Viviremos —para bien o para mal— con un cambio rápido y con la incertidumbre que trae. Tú y yo queremos lograr que ese cambio obre para bien en nosotros, y no para mal.
Vas a cambiar enormemente, y el mundo a tu alrededor va a cambiar. El propósito del evangelio de Jesucristo es cambiarte, para que no trates de resistir el cambio, sino para que permitas que el cambio te lleve adonde el Señor quiere que vayas.
Cada uno de nosotros desea vivir en un mundo de cambio donde nuestra reacción personal ante él no solo sea productiva, sino que además realce lo mejor de lo que somos.
—Discurso, 18 de septiembre de 2001
Dado todo lo que había ocurrido en el nuevo BYU–Idaho durante el año anterior —incluyendo la eliminación de los deportes intercolegiales y el reemplazo del nombre Ricks College—, resultaba fácil citar a los miembros de la comunidad universitaria como ejemplos sobresalientes de cómo responder de manera productiva al cambio.
Las personas que sirven aquí han encontrado la manera de realizar cambios —grandes y rápidos cambios— que fortalecerán, y no reemplazarán, lo mejor de lo que esta escuela siempre ha sido. Por eso, puedo hacerles una promesa con confianza. Cuando regresen en un futuro lejano, encontrarán que la gran innovación se ha vuelto algo común y corriente, y aun así, entre todos los cambios, la escuela habrá conservado y enriquecido las características fundamentales que bendijeron su vida.
Hal también elogió a los administradores y profesores de BYU–Idaho por literalmente poner al Salvador en primer lugar en la declaración de misión que habían presentado ante el organismo acreditador responsable de otorgar —o denegar— el estatus universitario.
El primer objetivo, expresado con valentía y claridad en el prospecto, es “fortalecer los testimonios del evangelio restaurado de Jesucristo y fomentar la vivencia de sus principios.” Esa decisión de poner al Salvador y Sus propósitos en primer lugar es la base principal de mi confianza en el futuro.
Toda innovación, todo cambio, será medido según esta prueba del corazón: ¿Cómo contribuirá este cambio propuesto a fortalecer el testimonio y la verdadera conversión al evangelio restaurado de Jesucristo en el corazón de un estudiante? La verdadera conversión llega al obtener suficiente fe para vivir los principios del evangelio restaurado de Jesucristo. Algunas innovaciones posibles y propuestas ayudarán a que eso ocurra. Habrá otras que serán menos útiles o incluso podrían obstaculizarlo. El efecto acumulativo del cambio aquí será fortalecer el testimonio y acelerar la verdadera conversión.
Hal explicó que poner al Salvador en primer lugar en BYU–Idaho convertiría a la institución en un lugar de enseñanza y aprendizaje excepcionales, a pesar de la ausencia de investigación académica tradicional y de programas de posgrado. Además, prometió el cumplimiento de una declaración hecha por el presidente Bednar, quien había afirmado que la universidad desempeñaría “un papel pionero en la comprensión de los procesos de aprendizaje y enseñanza.”
Eso sucederá porque el Salvador es y será el gran Ejemplo. Él fue un Maestro. Su obra y Su gloria consistían en elevar a los demás. Enseñó a Sus discípulos a no considerarse superiores a otros, sino a ser los siervos de todos. Solo un profesorado que crea en esas cosas podría ver una bendición en servir sin rango académico. Solo un profesorado con el corazón centrado en el Salvador podría creer que puede seguir creciendo como maestro en campos cambiantes y desafiantes sin necesidad de programas de posgrado.
Ese papel pionero como líder en la comprensión del aprendizaje y la enseñanza llegará a cumplirse. Yo, como siervo de Jesucristo, testifico que sé que eso sucederá. Aun con estos estándares aparentemente humildes e incluso paradójicos acerca de lo que seremos y quiénes seremos, ese milagro ocurrirá, y esta institución, en el mundo, llegará a ser conocida por las percepciones que se obtendrán al comprender aquí el proceso de enseñanza y aprendizaje. Así lo testifico.
Frugalidad, innovación y liderazgo
Además de hacer que el Salvador ocupe el lugar preeminente, Hal identificó una segunda clave para cumplir con el potencial de la nueva universidad: la frugalidad.
Cuando anunció la creación de BYU–Idaho, el presidente Hinckley hizo varias referencias a las eficiencias financieras que permitiría el modelo operativo único de la institución. Llenar las aulas durante todo el año y usar tecnología de aprendizaje en línea otorgaría a BYU–Idaho una ventaja natural en costos.
Pero la experiencia de Hal como presidente de Ricks College le había enseñado que la frugalidad era importante no solo a nivel institucional, sino también a nivel individual. Explicó que la frugalidad es una cualidad de la mente y del corazón, y que era crucial no solo para mantener asequible la educación en BYU–Idaho, sino también para lograr el potencial espiritual de la universidad.
La escuela fortalecerá otra de sus características, la cual la mantendrá a salvo durante tiempos turbulentos, y esa característica surgirá del ejemplo de mostrar a los estudiantes cómo vivir con gran fe. Esa característica es la frugalidad. Escuchen las palabras del presidente Bednar, pronunciadas al profesorado y al personal durante este tiempo de cambio:
“Existe una responsabilidad de ser prudentes en la administración de los recursos, y hay áreas en las que debemos mejorar. Si hay un ejemplo de ‘úsalo hasta agotarlo, arréglalo o aprende a prescindir de él’, ese ejemplo somos nosotros. Si alguna vez perdiéramos eso, estaríamos en problemas. Por eso debemos tener cuidado con lo que pedimos.”
Ahora, ustedes, los que son jóvenes, quizás no comprendan todo lo que encierra esa declaración. Yo fui presidente de Ricks College. No lo entendía. No comprendía por qué los Hermanos siempre venían a mí —los hombres que dirigen la Iglesia—, cuando yo era presidente, diciendo: “¿Qué más podemos hacer por ustedes? ¿Qué más podemos hacer por ustedes?” No lo entendía. Ahora sí lo entiendo. Ellos conocían este lugar, y sabían que no pediríamos más. Sabían que nos las arreglaríamos con lo que teníamos.
Hal atribuyó la tradición de frugalidad en Ricks College a sus fundadores, miembros de la Estaca Bannock, quienes en 1888 establecieron una academia en la frontera para educar a sus hijos.
Ellos construyeron esta escuela en medio de su pobreza. El primer director, Jacob Spori, albergó a su familia en un cobertizo sin calefacción destinado a almacenar grano durante su primer invierno, porque era todo lo que tenían. La gente de este lugar siempre ha considerado todo lo que posee como del Señor, y siempre lo ha considerado suficiente. Y lo han usado como si fuera la ofrenda de la viuda más pobre a su Señor y a Su reino. Tampoco se han sentido maltratados cuando el Señor les ha pedido que reciban menos y aun así den más. Debido a esa obediencia fiel y sacrificada, doy testimonio de que el Señor ha derramado Su Espíritu sobre este lugar.
Quiero que sepan que la razón por la que aquellas personas de la Junta de Educación solían decir: “Hal, ¿no hay algo más que podamos hacer por ustedes allá en Ricks College?”, era porque casi temían que no pidiéramos nada; temían que quizás estuviéramos operando con demasiada austeridad, esforzándonos un poco demasiado por hacer lo mejor posible con lo que teníamos; temían que quizá fuéramos demasiado lejos, porque así éramos.
Testifico que este hermoso campus que ahora ven es la recompensa de un Dios amoroso y de Su Junta de Educación, que dijeron: “Conocemos a esa gente. Sabemos cómo son. Vienen de una herencia pionera, y no creen que las cosas materiales que poseen signifiquen mucho. Lo que importa es lo que son. Y creen que pueden lograr muchísimo con muy poco.”
Hal describió lo que llamó los beneficios prácticos de la tradición de frugalidad de Ricks College, especialmente para tiempos de incertidumbre como los que vivían:
Habrá un beneficio práctico, en tiempos turbulentos, que provendrá de esa frugalidad nacida de la fe. Llegarán momentos en que el profeta del Señor nos pedirá que hagamos más con menos. Sabiendo que eso ocurrirá, debemos —y lo haremos— encontrar formas de mejorar e innovar que requieran poco o nada de dinero. Dependeremos más de la inspiración y la perseverancia para lograr mejoras que de los edificios y el equipo. Entonces, los tiempos económicos difíciles tendrán poco efecto sobre la innovación continua que no cesará en esta escuela, ni siquiera en los momentos más difíciles.
Ahora testifico que esa bendición es tanto práctica como espiritual. Es práctica porque el Señor proveerá cuando realmente necesitemos algo, y lo hará generosamente porque confía en nosotros. Pero tiene otro beneficio también. Testifico que ese espíritu de sacrificio, ese espíritu de tratar de dar un poco más y pedir un poco menos, hace descender los poderes del cielo. Ustedes serán aprendices. Sus maestros enseñarán mejor de lo que su capacidad natural les permitiría, porque los poderes del cielo descenderán. Y descenderán a causa de su fe.
Finalmente, Hal añadió una bendición especial, que describió como una profecía, en cuanto a los estudiantes de la nueva universidad:
Ellos se convertirán en maestros de por vida en sus familias, en la Iglesia y en su trabajo, y bendecirán a otros dondequiera que vayan gracias a lo que hayan aprendido sobre cómo innovar con recursos escasos y tratar todo lo que tienen como si fuera del Señor.
Pueden imaginar la alegría de un empleador o de un líder de la Iglesia cuando llegue uno de estos graduados. Los graduados estarán en paz consigo mismos por haber guardado los mandamientos. Serán líderes naturales que sabrán enseñar y aprender. Tendrán el poder de innovar y mejorar sin necesitar más de lo que el dinero puede comprar. Es una profecía que estoy preparado para hacer, y la hago solemnemente: esos graduados de BYU–Idaho llegarán a ser legendarios por su capacidad de edificar a las personas que los rodean y de añadir valor dondequiera que sirvan.
Espero vivir lo suficiente para encontrarme algún día con un empleador que haya contratado a uno de ustedes y me diga: “¿De dónde salió esta persona? Nunca he tenido a alguien así. La gente se agrupa a su alrededor y desea seguirle. No necesitan ser dirigidos; buscan ir adonde esa persona quiere ir. Y proponen nuevas ideas. No sé de dónde viene eso. Encuentran mejores maneras de hacer las cosas, y el presupuesto no aumenta. No puedo entenderlo.” Y yo sonreiré y diré: “Bueno, venga conmigo a Rexburg. Tal vez no pueda mostrárselo ni probárselo, pero lo sentirá.” Habrá un espíritu en este lugar, así lo testifico, por el amor de Dios hacia todos Sus hijos fieles. Y esas bendiciones serán derramadas aquí en abundancia.
Un relevo… y nuevos desafíos
A comienzos de 2005, el presidente Hinckley finalmente relevó a Hal de su cargo como Comisionado de Educación. Para entonces, él había servido casi diez años como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. El Sistema Educativo de la Iglesia se encontraba fuerte y estable, con sus dos principales instituciones —BYU y BYU–Idaho— avanzando por caminos especialmente innovadores. La reputación académica de BYU seguía creciendo, incluso cuando sus profesores involucraban a más estudiantes de pregrado en proyectos de investigación guiada. La producción investigativa aumentó, al igual que el número de graduados de BYU que continuaban con estudios de posgrado. El profesorado había comenzado a demostrar, tal como Hal había predicho, que la investigación podía realizarse de manera que beneficiara a los estudiantes y que la fe podía potenciar la erudición académica.
BYU–Idaho también creció. La creación de un tercer semestre completo y la oferta de cursos en línea permitieron a la universidad admitir a casi todos los solicitantes de una creciente lista de aspirantes, sin aumentar proporcionalmente el número de aulas ni de profesores de tiempo completo. La cantidad de estudiantes se incrementó mientras el apoyo financiero anual de la Iglesia permanecía aproximadamente igual. La nueva universidad también creció en reputación. Gracias, en parte, a un programa institucional de pasantías, algunos estudiantes comenzaron a ser reconocidos por su potencial de liderazgo, tal como Hal había prometido, incluso antes de graduarse. El presidente del Departamento de Contabilidad, Keith Patterson, relató lo siguiente en un devocional de BYU–Idaho:
Cuando BYU–Idaho se convirtió en universidad, debo admitir que era bastante escéptico respecto a competir con otras universidades —mucho más prestigiosas y con nombres reconocidos— por oportunidades de empleo y pasantías, especialmente en el área de contabilidad. Muchos de nuestros estudiantes de contabilidad tuvieron dificultades para encontrar buenas pasantías en los primeros semestres de nuestra transición. Algunos incluso tuvieron que aceptar oportunidades sin remuneración solo para obtener una pasantía.
En enero de 2005 me convertí en presidente del Departamento de Contabilidad. En marzo de ese año, realicé mi primer viaje de pasantías a la ciudad de Nueva York. Como parte del viaje, organicé visitas a nuestras tres estudiantes en práctica y a su empresa de contabilidad, una de las Big Four.
Durante la visita, pude conversar con una de las gerentes. Ella me dijo: “¿Dónde está esa BYU–Idaho? Nunca había oído hablar de ella antes de que llegaran sus estudiantes. ¿Y de dónde salieron estos jóvenes? Son maravillosos. Trabajan arduamente. Están dispuestos a aceptar cualquier tarea que se les asigne. Siempre se ayudan entre sí. Son constantemente alegres y siempre tienen una sonrisa en el rostro. Y no llegan los lunes por la mañana con resaca.”
En ese momento mis pensamientos se dirigieron rápidamente a la profecía del presidente Eyring, y mientras contenía las lágrimas, todo lo que pude decirle en voz baja fue: “¡Venga conmigo a Rexburg!”
Con el tiempo, Hal reconocería el valor de haber desempeñado un doble servicio como Comisionado de Educación y miembro del Cuórum de los Doce. Además de ser considerado un profeta, vidente y revelador mientras guiaba a los empleados y estudiantes del Sistema Educativo de la Iglesia, recibió el don de profecía. Comprendió que este don le fue concedido, en gran medida, porque lo necesitaban aquellos a quienes se le había asignado dirigir. Al viajar como Comisionado entre profesores universitarios y maestros de seminarios e institutos alrededor del mundo, fue fortalecido por amor a ellos. Y se lo recordaba cada vez que regresaba a casa, donde aprender a ser un apóstol requería verdadero esfuerzo.
22
Apacienta Mis OvejasHe aquí, te digo,
que te levantarás y ceñirás tus lomos,
y tomarás tu cruz,
y me seguirás,
y apacentarás mis ovejas.
—Doctrina y Convenios 112:14
Hal no tuvo ninguna premonición de su llamamiento al Cuórum de los Doce Apóstoles. En ese momento, durante la primavera de 1995, servía en relativa discreción para un Setenta, no como miembro de la Presidencia de los Setenta ni como presidente de área, sino como segundo consejero en la Presidencia del Área de California. Sin embargo, otros sí recibieron indicios de lo que estaba por venir. Uno de ellos fue el élder Neil L. Andersen, también Setenta. El élder Andersen, quien había servido en ese cargo por apenas dos años, asistió a la reunión de las Autoridades Generales el jueves previo al inicio de la conferencia general. Por tradición, se reunían en la sala del consejo de la Primera Presidencia, en el cuarto piso del Templo de Salt Lake.
Los Setenta, que no tenían asientos asignados, se sentaban en sillas plegables detrás de los sillones de la Primera Presidencia y del Cuórum de los Doce. Ese día, el élder Andersen se encontró sentado detrás de un sillón vacío. Era el asiento del miembro más joven de los Doce, vacante porque James E. Faust había sido llamado a integrar la Primera Presidencia, y los apóstoles que le seguían en antigüedad se habían movido un lugar a la derecha para llenar la vacante. Al mirar esa duodécima silla vacía, el élder Andersen sintió una impresión: “La persona que está sentada a tu derecha será llamada para llenar la vacante en el Cuórum de los Doce.” Se sorprendió por aquel pensamiento, que surgió inesperadamente, ya que no había notado quién estaba a su lado. Se volvió hacia su derecha y vio a Hal Eyring. Tocándole el brazo, le dijo: “Élder Eyring, es un honor sentarme a su lado.”
El duodécimo hombre
Dos días después, Hal fue sostenido por los miembros de la Iglesia como el nuevo apóstol. El presidente Gordon B. Hinckley lo ordenó y apartó como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles el jueves siguiente, durante la reunión regular de la Primera Presidencia y los Doce, que coincidió con el 6 de abril, aniversario de la organización de la Iglesia y fecha en la que Hal había sido sostenido por primera vez como Autoridad General.
En sus palabras de bendición, el presidente Hinckley señaló que la preparación académica y profesional de Hal había sido beneficiosa para su ministerio y le había dado “prestigio entre ciertos grupos de personas”. Pero declaró que su nuevo llamamiento estaba por encima de cualquier honor o autoridad mundana. También le aseguró a Hal que sus antepasados estaban orgullosos y que habían añadido su voz confirmadora a su llamamiento.
Mientras Hal continuaba desempeñando sus responsabilidades como Comisionado de Educación, emprendió la capacitación propia de un nuevo miembro del Cuórum de los Doce. Eso incluía viajar con los miembros más veteranos del Cuórum en sus asignaciones. El viaje más extenso de ese período fue junto al nuevo presidente en funciones del Cuórum, Boyd K. Packer, quien llevó a Hal consigo en una gira por Japón.
Ambos habían realizado muchos viajes similares en el pasado, y el presidente Packer siempre había aprovechado esos trayectos como oportunidades para instruir a Hal. Pero ahora el enfoque del aprendizaje estaba centrado en el apostolado. El presidente Packer instó especialmente a Hal a hablar con mayor sensibilidad hacia la dirección del Espíritu y hacia la manera en que sus palabras serían percibidas por los oyentes. En cada una de las numerosas reuniones con miembros de la Iglesia y misioneros de tiempo completo, el presidente Packer desafiaba a Hal a examinar los sentimientos de su corazón y, al mismo tiempo, imaginarse de pie al fondo del salón, evaluando el efecto que sus palabras estaban teniendo sobre la congregación.
Después de cada reunión, el presidente Packer evaluaba el desempeño de Hal. Le recordaba que ahora hablaba no solo en nombre de la Iglesia, sino a cada uno de sus miembros individuales, muchos de los cuales no hablaban inglés y tenían poca educación formal. En esa nueva posición, cualquier tipo de elocuencia mundana o el más mínimo deseo de impresionar entorpecerían la comunicación con el Espíritu y con los oyentes.
El presidente Packer también le recordó que un apóstol debía ser capaz de hablar no solo con el estilo suave y narrativo que Hal solía preferir, sino también con la firmeza profética de los antiguos mensajeros de Dios, como Elías y Jeremías.
Al regresar de aquel viaje, el presidente Packer animó a Hal a participar más activamente en las reuniones del Cuórum de los Doce, llamándolo con frecuencia a expresar su opinión sobre un tema antes de que incluso los miembros más veteranos hubieran hablado. Hal valoraba el espíritu de esas invitaciones de su antiguo mentor, pero las aceptaba con mayor conciencia y cautela de la que habría tenido en su juventud, cuando era profesor en Stanford o consejero del obispo Robert D. Hales. Era sensible tanto al tamaño del Cuórum como al profundo respeto que en él se tenía por la antigüedad y la experiencia. Los cuatro miembros de mayor rango —el presidente Packer y los élderes David B. Haight, L. Tom Perry y Neal A. Maxwell— sumaban juntos más de ochenta años de servicio apostólico. En realidad, Hal sentía un respeto especial por todos los miembros del Cuórum, sin importar su tiempo de servicio. Los dos inmediatamente superiores a él en antigüedad, los élderes Hales y Holland, lo habían supervisado en cargos anteriores, y Hal sentía una profunda admiración por sus talentos. Era, sin duda, el miembro más joven del Cuórum.
Al responder a las invitaciones del presidente Packer para hablar, Hal se preocupaba por algo más que su posición de junior. Sabía que su formación única, tanto en la educación de la Iglesia como en el Obispado Presidente, le permitía ofrecer opiniones fundamentadas sobre muchos asuntos que llegaban ante los Doce. Pero también había aprendido que las decisiones inspiradas solo podían surgir de un grupo unido por el Espíritu. La experiencia o el conocimiento de un solo hombre —y la confianza que eso generaba— podía ser más divisiva que útil.
No podemos tener sentimientos de resentimiento ni irritación. La armonía es el aire del Espíritu. Pero lo que buscamos no es simplemente una idea uniforme. Tenemos que aprender a entrar en una sala con un problema terriblemente difícil, cada uno pensando cosas muy diferentes al principio. Y luego, con el tiempo —ya sea de repente o lentamente—, llegamos a tener la mente del Señor.
—Entrevista, 2011
Sin embargo, también comprendía que no bastaba con estar de acuerdo solo por mantener la armonía. Los temas que afrontaban los consejos directivos de la Iglesia, al igual que los de los niveles locales o familiares, eran a menudo complejos y llenos de aparentes contradicciones. Hal entendía que encontrar respuestas inspiradas requería no solo buena voluntad mutua, sino también aprovechar al máximo las distintas perspectivas que cada miembro del consejo aportaba al tratar un asunto.
Hal tuvo la bendición de haber participado en conversaciones complejas desde su niñez. Sus padres veían la mayoría de las cosas de la vida de manera al menos ligeramente diferente, y algunas de manera muy distinta. Cada noche, en la mesa familiar, Mildred y Henry discutían los acontecimientos del día —ya fueran temas familiares, asuntos de la Iglesia, ciencia o política—. Dadas sus personalidades y puntos de vista divergentes, aquellas conversaciones a menudo se asemejaban a debates, en los cuales Hal y sus hermanos eran animados a participar.
Hal recordaba especialmente una conversación durante la noche electoral de 1944, cuando Franklin D. Roosevelt se postulaba para un cuarto mandato sin precedentes como presidente de los Estados Unidos. Henry, complacido por el éxito del presidente Roosevelt al reactivar la economía nacional y dirigir el esfuerzo bélico, consideraba que un cuarto mandato estaba plenamente justificado. Mildred no estaba de acuerdo; desaprobaba los programas gubernamentales ineficientes del presidente y su actitud autoritaria en la política. Cuando Henry anunció que ya había votado por Roosevelt, Mildred —que no tenía licencia de conducir— salió silenciosamente de la casa, caminó hasta un centro de votación y emitió un voto por el candidato republicano Thomas Dewey, anulando así el efecto del voto de su esposo. Años después, el élder Russell M. Nelson describió con acierto la crianza de Hal: “Su padre habría fomentado ese tipo de libertad de expresión en el hogar. Y su madre la habría exigido.”
Un estudiante nuevamente
Sin embargo, junto con una vida entera de práctica en el arte de argumentar, Hal llegó al Cuórum de los Doce consciente de la promesa que el patriarca Gaskell Romney le había hecho: que sería un pacificador. Era una promesa que había atesorado y tratado de cumplir desde su niñez. En la medida de lo posible, deseaba unir ambas cualidades —la claridad en el pensamiento y la búsqueda de la paz— compartiendo sus ideas de manera que ayudaran a unificar, no a dividir.
Una de las maneras en que podía hacerlo era imitando a los estudiantes más útiles que había tenido cuando dirigía discusiones de casos en las escuelas de negocios de Harvard y Stanford. En esas discusiones, los estudiantes solían estar motivados por algo más que el simple deseo de aprender: una gran parte de la calificación final dependía de la participación diaria en clase. Buscando maximizar sus puntajes, muchos adoptaban la costumbre de intervenir con frecuencia, ansiosos por demostrar su agudeza intelectual. Estos estudiantes podían mantener la mano levantada durante casi una hora, preparados para emitir un comentario que habían preparado antes de clase, con la intención de impresionar al profesor.
Pero Hal dirigía su atención hacia otro tipo de estudiantes, aquellos que compartían su deseo de guiar al grupo hacia una comprensión más clara de los problemas que se analizaban. Estos estudiantes se preocupaban más por aprender que por acumular puntos o “resolver” el caso. Prestaban atención a la dirección de la conversación, percibiendo cuándo podían aportar algo que impulsara el avance productivo del análisis o cuándo era necesario cambiar de rumbo si el debate se estancaba. Eran aliados valiosos para un líder de discusión, y Hal procuraba identificarlos al comienzo del semestre. Literalmente los buscaba con la mirada en los momentos clave de cada clase, tratando de leer en sus rostros alguna señal de que entendían hacia dónde esperaba dirigir la conversación. Valoraba más la contribución de uno de esos estudiantes que las brillantes pero autoconscientes intervenciones de los muchos que mantenían la mano en alto.
Como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, Hal descubrió lo desafiante que era ser ese tipo de estudiante. Los temas que llegaban ante ese grupo eran vitales para la Iglesia y sus miembros. Aún más que en el Sistema Educativo de la Iglesia o en la Oficina del Obispado Presidente, los asuntos tratados por los Doce solían involucrar una mezcla compleja de preocupaciones temporales y espirituales.
Resolver esos asuntos, descubrió Hal, requería no solo aguda capacidad analítica, sino también juicio inspirado. Por ejemplo, era necesario encontrar delicados equilibrios entre la necesidad general de uniformidad en la Iglesia y los casos específicos que justificaban excepciones. De igual modo, el Cuórum enfrentaba con frecuencia cuestiones de justicia, en las que el principio de responsabilidad general parecía entrar en conflicto con la misericordia individual. Y en muchas decisiones había un factor crítico: el momento oportuno, avanzar en una dirección inspirada al ritmo correcto, ni demasiado rápido ni demasiado lento.
Hal descubrió en sí mismo una tendencia natural a simplificar esas complejidades con el fin de facilitar las decisiones y actuar con prontitud. También comprendió que la experiencia personal, incluidas las asignaciones actuales, podía ser un arma de doble filo: una fuente tanto de conocimiento valioso como de sesgo peligroso. Por ejemplo, además de sus responsabilidades continuas en el Sistema Educativo de la Iglesia, Hal fue asignado, como miembro del Cuórum, a comités encargados de la historia familiar y de asuntos públicos. Descubrió que su conocimiento particular sobre esas áreas podía alimentar su deseo de protegerlas o impulsarlas. Llegó a valorar las advertencias de sus colegas de no permitir que su “posición” sobre un tema estuviera influenciada por el lugar donde se “sentaba”.
Afortunadamente, con doce mentes inusualmente brillantes y experimentadas en la sala, una perspectiva parcial o interesada no llegaba muy lejos antes de encontrarse con sólidos contraargumentos. Sin embargo, aunque esa oposición resultaba beneficiosa, podía provocar sentimientos personales de molestia o incluso resentimientos duraderos. Hal se sorprendió del poder de lo que llamó el “orgullo de autoría”, la tentación de defender sus propias ideas simplemente porque eran suyas. Aunque no había calificación alguna en juego, a veces se descubría a sí mismo actuando como un estudiante con una agenda personal, en lugar de un buscador desinteresado de la verdad.
Tutoría en el hogar
En sus esfuerzos por desenvolverse con éxito en este nuevo “aula”, Hal recibió una ayuda especial en casa, donde el equilibrio de género se había invertido. Hasta la llegada de Elizabeth, en 1979, Kathy había estado en clara minoría, superada por cinco varones de la familia Eyring. Pero ahora, gracias al nacimiento de Mary y a la partida gradual de los cuatro hijos mayores, Hal vivía en un mundo femenino.
Se adaptó admirablemente, especialmente para un hombre que había crecido solo con hermanos. Criar y entretener a cuatro hijos varones le había enseñado a planificar cuidadosamente actividades físicas exigentes; la clave para mantenerlos comprometidos era el movimiento constante. Las hijas, en cambio, apreciaban más la creatividad intelectual. Les encantaban las conversaciones, preferían la espontaneidad a la estructura.
Aun siendo un hombre orientado naturalmente a las tareas, Hal buscó un punto medio mediante juegos conversacionales, como veinte preguntas o lo que él llamaba “historias inventadas”. Las niñas lo ayudaron a adaptarse a ese nuevo mundo, más introspectivo y espontáneo, en el que el pensamiento y la imaginación reemplazaban a la acción y la energía incesante.
HAL PINTA CON SU NIETA REBECCA
Mary preguntó: “¿Nos contarás una historia inventada?” Le dije que no podía, porque necesitaba tiempo para pensar en una historia. Elizabeth dijo: “Mira, te daré dos palabras y tú inventas la historia alrededor de ellas.” Pensó un momento y luego dijo: “Las palabras son ‘corral’ y ‘ágata’.” En el instante en que las pronunció, vi un rancho polvoriento en Arizona, sobre una meseta del desierto alto, y a una niña saliendo de una casa de troncos para mirar hacia la lejana montaña púrpura. Y supe de inmediato que esa niña encontraría una ágata en algún lugar de esa montaña. Entonces, efectivamente, tuve una historia. Y me pareció real, no inventada. (2 de marzo de 1990)
Hal se adaptó a las preferencias de sus hijas de otras maneras. Transformó los proyectos de los sábados —antes centrados en la construcción y el trabajo en el jardín— en actividades de cocina y organización del hogar. Con la misma disciplina metódica que había aplicado al dibujo y a la talla en madera, llegó a ser un experto panadero y un hábil preparador de salsas.
Como Autoridad General, Hal viajaba la mayoría de los fines de semana, así que el lunes se convirtió en el día de proyectos familiares. Cuando Elizabeth y Mary regresaban de la escuela, él ya tenía listos los ingredientes para preparar pan integral. Las niñas lo ayudaban a mezclar y amasar la masa. Luego, mientras esperaban que la masa fermentara y se horneara, Hal tallaba letras en una pequeña tabla de pan de madera, recortada con antelación, para hacer un regalo. En cada tabla tallaba las palabras “J’Aime et J’Espère”, que en francés significan “Amo y espero.” También añadía las iniciales del destinatario, por lo general un vecino que enfrentaba una prueba de salud o de tristeza. Cuando el pan estaba listo, Hal y las niñas llevaban un pan y la tabla grabada a la casa del vecino.
Durante los fines de semana, las niñas también ayudaban a Hal a prepararse para sus asignaciones de conferencias de estaca. Elizabeth actuaba como asistente personal: doblaba una camisa blanca limpia (abotonada para minimizar las arrugas) y se aseguraba de que no olvidara nada, desde artículos de aseo hasta los esquemas de sus discursos. A menudo le empacaba un pequeño refrigerio para el camino.
Mary, cinco años menor que Elizabeth, se enfocaba más en la preparación espiritual. Aunque cincuenta años menor que su padre, era una guía espiritual perspicaz y franca. El diario registra su influencia en dos fines de semana consecutivos de 1990, cuando ella tenía apenas seis años:
Debido a que Elizabeth y yo habíamos tardado demasiado en afilar una de nuestras herramientas de tallado, mi nerviosismo aumentó a medida que se acercaba la hora de tomar mi vuelo. Supongo que Mary percibió mi irritación, porque nos detuvo a todos diciendo: “Oremos antes de irnos.” Kathy, Elizabeth y yo nos arrodillamos con ella. Mary fue quien ofreció la oración. En su oración incluyó esta frase: “Bendice a papi para que sepa qué hacer para ayudar a las personas en St. George.” Esa noche, durante la conferencia de estaca, me di cuenta de que su oración estaba siendo respondida de dos maneras: sabía qué debía decir, y sentía el amor de Dios —el amor de Mary por Él y el amor de Él por mí—. (Sábado, 10 de febrero de 1990)
Durante la sesión del sábado por la noche de la conferencia de la Estaca de Plano (Texas), cuyo tema era la armonía en el hogar, pensé en Mary Kathleen. Días antes, ella me había escuchado hablar con un tono de voz algo autoritario; caminó tranquilamente hacia mí y dijo: “No hables con una voz enojada.” Ella había oído lo que yo no había notado, y me recordó cuál es el verdadero estándar del amor. Y luego, cuando llegué a mi habitación en la casa del presidente de estaca, saqué el pedazo de pan que Elizabeth había horneado e incluido en la bolsa que había preparado para mí. Lo compartí con mi anfitrión y su esposa. (Sábado, 17 de febrero de 1990)
Visitando las estacas
Hal extrañaba a Kathy y a las niñas mientras viajaba, pero disfrutaba profundamente de sus asignaciones para reunirse con los miembros de la Iglesia alrededor del mundo.
Particularmente, encontraba gran gozo en las conferencias de estaca. Descubría que su labor con las estacas provocaba verdaderas efusiones de inspiración y amor.
Sin embargo, también comprendió que la bendición de sentir amor por los miembros de la estaca y de saber qué debía decirles tenía que ganarse. Siempre que era posible, llegaba con anticipación a la ciudad o pueblo donde se realizaría la conferencia. Antes de la primera reunión, recorría las calles de la comunidad —a veces con la ayuda de un taxista—, observando los edificios y a las personas.
Cuando viajábamos en taxi, él se sentaba en el asiento delantero, junto al conductor. E inmediatamente comenzaba a hacerle preguntas, a conocerlo, a entablar conversación con él de una manera sumamente eficaz.
—Élder L. Tom Perry
Hal procuraba imaginar la vida cotidiana de las personas y las fuerzas con las que podían estar luchando. El abanico de circunstancias siempre era amplio, incluso dentro de una misma comunidad. Cada estaca probablemente incluía miembros afligidos por la pobreza y la desesperanza, así como otros para quienes la comodidad y la autosatisfacción podían representar los mayores peligros espirituales. Pero, mientras observaba, estudiaba y oraba, la revelación llegaba.
El élder Neil L. Andersen, entonces miembro de los Setenta y compañero menor de Hal, compartió con él una de esas experiencias. En abril de 1998, tres años después de que el élder Andersen recibiera la impresión de que Hal sería llamado al Cuórum de los Doce, ambos hablaron en una conferencia multiestaca en Pleasant Grove, Utah. En aquel tiempo, la economía y el mercado de valores estaban en auge, impulsados por un entusiasmo desenfrenado hacia las prometedoras posibilidades del Internet. Muchos miembros de la Iglesia en esa zona trabajaban para empresas tecnológicas en plena expansión y disfrutaban de ingresos en rápido ascenso. Era una época y un lugar de gran optimismo.
Sin embargo, mientras recorría las bien cuidadas calles de la ciudad —cuyo nombre, Pleasant Grove, parecía apropiado—, Hal sintió un deseo de advertir a los santos acerca de las dificultades que se avecinaban. En su discurso durante la conferencia, les aconsejó evitar vivir más allá de sus medios y reducir sus deudas. El élder Andersen recordaría más tarde que aquella advertencia no tenía mucho sentido en ese momento:
“Todo en la economía estaba subiendo. Algunos creían que los avances del Internet significaban que los ciclos económicos clásicos, tal como los conocíamos, habían terminado.”
De hecho, durante los dos años siguientes, el consejo de Hal pareció infundado e incluso insensato. El mercado bursátil siguió subiendo a tasas sin precedentes. Pero seis meses después de su advertencia, en la sesión del sacerdocio de la conferencia general, el presidente Hinckley dio un consejo similar: exhortó a actuar con cautela, mencionando ‘un presagio de tiempos tormentosos’. Finalmente, en la primavera del año 2000, el mercado colapsó, al igual que muchas empresas tecnológicas, lo que provocó una ola de pérdidas de empleo. Las advertencias sobre el exceso de endeudamiento financiero llegaron temprano, pero resultaron providenciales para quienes las siguieron.
El élder David A. Bednar relató una experiencia similar junto a Hal durante una conferencia de estaca en Canadá. En esa ocasión, ambos llegaron demasiado tarde para realizar una observación previa del área o incluso para reunirse con la presidencia de estaca antes de la primera sesión. Durante esa sesión, Hal se sintió guiado a hablar de un tema tras otro, aparentemente sin relación entre sí, sin oportunidad de hacer transiciones ordenadas. Cuando terminó, había hablado durante cuarenta minutos sobre cinco temas diferentes. Al sentarse, le dijo al élder Bednar: “No tengo idea de adónde iba todo eso; fue un discurso completamente disperso.” Más tarde, al reflexionar sobre aquel mensaje, Hal resumió el sentimiento que lo había guiado:
“Era sobre el dinero, pero no realmente. Era sobre el dolor y la paz. Sentí algo así como: ‘Quiero que tengas paz; no quiero que tengas dolor. Ten cuidado.’”
—Entrevista, 2012
Después de la reunión, los élderes Eyring y Bednar finalmente pudieron pasar unos minutos a solas con la presidencia de estaca. El presidente de estaca le dijo: “Élder Eyring, había algunas cosas sobre las que esperaba conversar con usted esta mañana y que nuestros miembros necesitaban saber.” Luego sacó un pequeño trozo de papel, del cual leyó los cinco temas que Hal había tratado en su discurso.
Manteniéndolo sencillo
Durante ese período, el estilo de discurso público de Hal evolucionó notablemente. Sentía un deseo creciente de representar al Salvador y de hablar de modo que su mensaje pudiera ser fácilmente traducido a una audiencia mundial. En general, trataba de expresarse con más sencillez y suavidad. Para ese propósito, vivir rodeado de tres mujeres espiritualmente sensibles resultó ser una bendición. Su convivencia con ellas ayudó a Hal a recordar el estilo sencillo y directo de los grandes mentores de su vida, comenzando por su madre, Mildred. Un ejemplo de ello aparece en una entrada de su diario de 1990, cuando su hija menor, Mary, tenía seis años:
Mary Kathleen y yo estábamos arriba, leyendo juntos el Evangelio de Marcos. Me tocó leer los versículos donde Jesús primero perdona los pecados de un paralítico y luego, al percibir la censura injusta de los escribas, sana al hombre. Quise darle vida al pasaje, así que leí las palabras con un tono dramático, pensando que a Mary le parecería más creíble: “A ti te digo, levántate, toma tu lecho y vete a tu casa.” Esperé un segundo. Mary dijo suavemente: “Cuando Jesús habló entonces, ¿no usó ese tipo de lenguaje tan poderoso, verdad?” Inmediatamente recordé la voz modesta del presidente Kimball cuando bendecía a los enfermos. Y le respondí: “No, Mary, estoy seguro de que no.” (28 de diciembre de 1990)
Además de hablar con más suavidad y humildad, Hal procuró hablar con mayor simplicidad.
Esto iba más allá de usar frases o palabras cortas; significaba aferrarse a las doctrinas más simples y puras.
Como Comisionado de Educación, durante muchos años había enseñado a los educadores religiosos de la Iglesia a centrarse en las verdades fundamentales del evangelio.
En 1993, les recordó el encargo inconfundible que Gordon B. Hinckley había dado treinta años antes en la Universidad Brigham Young:
Enseñen la verdad simple y directa que surgió de la visión del joven José Smith. Enseñen la realidad de esa visión y de las manifestaciones que le siguieron, que dieron origen a la Iglesia restaurada de Jesucristo —La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días—.
En un discurso de la conferencia general de 1999, Hal compartió su creciente aprecio por el poder de una enseñanza sencilla, junto con una advertencia contra los intentos bien intencionados de adoptar métodos más novedosos o sofisticados:
Debido a que necesitamos al Espíritu Santo, debemos ser prudentes y cuidadosos de no ir más allá de la doctrina verdadera. El Espíritu Santo es el Espíritu de Verdad. Su confirmación llega cuando evitamos la especulación o la interpretación personal. Eso puede ser difícil. Amamos a las personas a quienes tratamos de influir. Puede que hayan ignorado la doctrina que ya se les ha enseñado, y sentimos la tentación de probar algo nuevo o sensacional.
Pero invitamos al Espíritu Santo como nuestro compañero cuando tenemos cuidado de enseñar solo la doctrina verdadera. Una de las maneras más seguras de evitar siquiera acercarnos a la falsa doctrina es elegir la sencillez en nuestra enseñanza. En esa sencillez hay seguridad, y poco se pierde.
El cambio en el estilo de hablar de Hal fue evolutivo, un ajuste gradual que se había venido produciendo durante años, pero que se aceleró con su llamamiento al Cuórum de los Doce.
Y, aunque fue un cambio paulatino, representó un logro notable para un antiguo profesor formado en las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo.
En sus veinte y treinta años, Hal había competido por ganarse el respeto de críticos exigentes de sus artículos académicos, estudiantes brillantes de MBA y ejecutivos agresivos y ambiciosos.
El éxito profesional requería tener siempre nuevas teorías, respuestas rápidas y una expresión elegante y poderosa.
En contraste, sus experiencias al hablar como testigo especial del Salvador le enseñaron que la revelación dependía de la disposición infantil a ser guiado, sin agenda personal ni deseo de impresionar con ideas novedosas o palabras elocuentes. El impulso de orgullo que antes acompañaba una nueva idea en un aula universitaria o en una sala de juntas se convirtió ahora en una señal de advertencia. Como dijo en una ocasión a una audiencia mundial de profesores de religión de seminarios, institutos y universidades de la Iglesia, aprendió a retroceder ante cualquier descubrimiento aparentemente nuevo que le viniera durante la preparación de un discurso. Con un estudio más profundo, invariablemente encontraba que una idea verdaderamente inspirada no era nueva, sino que otro líder de la Iglesia ya la había expresado mejor —“de manera más sencilla y con aún más evidencia del amor de Dios.”
“Él no es, en absoluto, un hombre que busque llamar la atención.”
—Élder D. Todd Christofferson
Además de enseñar con sencillez, Hal aumentó su énfasis en animar a sus oyentes con amor y optimismo. De su madre y de otros mentores de palabra simple, había aprendido el valor de establecer expectativas elevadas. Siendo estudiante universitario, Hal se sintió decepcionado por la reacción de Mildred ante la mejor libreta de calificaciones que le mostró en su vida. Durante un semestre como estudiante de física, había logrado obtener todas las notas A.
Ella miró el informe y no dijo nada. Afligido, él preguntó: “¿Qué piensas?” Ella respondió: “Eso es lo que esperamos de ti.” Con los años, Hal superó su decepción y llegó a valorar esas altas expectativas de su madre como un cumplido y como un testimonio de su potencial eterno.
En 1997, dijo a un grupo de estudiantes de la Universidad Brigham Young: “A veces la mayor bondad que podríamos recibir sería que alguien esperara más de nosotros de lo que nosotros mismos esperamos, porque ve con mayor claridad nuestra herencia divina.”
“Él no dirá algo que no sienta, ni algo que no sepamos, ni algo que no haya sido revelado.”
—Élder Quentin L. Cook
Al mismo tiempo, Hal se sentía agradecido por el don de su padre de fortalecer a las personas antes de que la vida las derribara. Aunque nunca creyó por completo los cumplidos excesivamente generosos de su padre, éstos lo inspiraron a creer en sí mismo.
Por eso, en sus discursos a los miembros de la Iglesia, Hal procuraba transmitir expectativas elevadas, pero también una confianza genuina en la capacidad y el deseo de sus oyentes de alcanzar esas metas. Lograba ambas cosas simultáneamente, atribuyéndoles a sus oyentes el deseo de mejorar. Por ejemplo, comenzó un discurso titulado “Venid a Cristo” con la siguiente declaración: “Ustedes tienen momentos en los que desean ser mejores de lo que jamás han sido.” A menudo añadía el cumplido adicional de incluirse entre sus oyentes en ese mismo anhelo de superación:
“Tú y yo quisiéramos saber cómo controlar nuestros deseos y aumentar nuestra gratitud y generosidad. Necesitaremos ese cambio. Algún día, en nuestras familias y como pueblo, viviremos como uno, buscando el bien de los demás.”
—Discurso, 30 de septiembre de 1989
Aconsejando junto al Cuórum
Las experiencias de Hal al dirigirse a los santos en sus conferencias de estaca y en reuniones más amplias, como la conferencia general, le ayudaron a encontrar la manera adecuada de hablar en las reuniones del Cuórum de los Doce Apóstoles. Así como se preparaba para una conferencia de estaca llegando con anticipación y observando el entorno físico y espiritual, también aprendió a “tomar el pulso” del ambiente antes de hablar en las reuniones del Cuórum. Esto significaba no solo leer los documentos informativos previos preparados para facilitar la discusión de los temas en agenda, sino también estudiar atentamente el desarrollo de las conversaciones durante la reunión misma.
Su formación como maestro y estudiante en el aula resultó especialmente útil. Comprendía la importancia de escuchar con atención cada comentario de sus compañeros del Cuórum. En lugar de concentrarse en sus propias ideas sobre un tema, procuraba prestar total atención a las palabras y al tono con que los demás hablaban. Esa atención lo ayudaba a entender las emociones que había detrás de las declaraciones expresadas.
Al tratar de comprender a sus colegas, Hal valoraba profundamente la influencia de las experiencias personales pasadas. En el caso del élder Hales, la estrecha relación que los unía le daba a Hal un conocimiento de primera mano de muchas de las vivencias que habían formado a ese gran líder. Pero Hal también tuvo la bendición de haber conocido a muchos otros miembros del Cuórum antes de que fueran llamados como Autoridades Generales. El élder Neal A. Maxwell fue el Comisionado de Educación que cambió el rumbo de la vida de Hal en 1971. Fue también entonces cuando comenzó su asociación con los élderes Dallin H. Oaks y Jeffrey R. Holland, quienes fueron reclutados para servir en el Sistema Educativo de la Iglesia (CES) por el propio élder Maxwell al mismo tiempo que Hal.
La comprensión que Hal tenía de sus compañeros del Cuórum se remontaba aún más atrás en el tiempo. El élder Russell M. Nelson había sido el cirujano talentoso que preservó la vida de su madre a fines de la década de 1960. Y su primer encuentro con el élder David B. Haight se remontaba a casi diez años antes de eso, durante el período en que Hal cortejaba a Kathy. En aquel entonces, el élder Haight era presidente de la Estaca Palo Alto, donde vivían los padres de Kathy. Durante la primera visita de Hal desde Boston a Palo Alto, sus futuros suegros ofrecieron una cena en su honor. Sid y La Prele Hall invitaron a sus buenos amigos Dave y Ruby Haight como parte de un equipo informal encargado de “evaluar” a Hal como posible yerno.
Por supuesto, Hal conocía a todos los miembros de su Cuórum desde hacía muchos años, habiendo interactuado con ellos en su trabajo tanto como miembro del Obispado Presidente como Comisionado de Educación. A través de los llamamientos compartidos en el servicio de la Iglesia, había llegado a comprender las experiencias que formaron las perspectivas de cada uno, desde su educación formal hasta sus misiones, servicio militar o formación profesional. Aunque se cuidaba de no caer en estereotipos, Hal era consciente de que un profesor, como él, podría ver las cosas de manera diferente a un empresario, un ingeniero, un abogado o un médico.
Hal pronto se ganó una reputación entre sus compañeros por pensar cuidadosamente antes de hablar. Ellos percibían que no se trataba de timidez, sino de una profunda reflexión, en la que ponderaba tanto los méritos del tema en discusión como la mejor manera de presentar sus pensamientos. Sus colegas valoraban su deseo de iluminar, procurando edificar la unidad al mismo tiempo.
“A veces se queda en silencio, pero uno sabe que en esa mente magnífica está reflexionando, sopesando y organizando.”
—Élder Richard G. Scott
Al mismo tiempo, Hal también se distinguió por su valentía, especialmente considerando su posición de menor antigüedad en el Cuórum. Gracias a la extraordinaria longevidad de los catorce hombres que le precedían, ocuparía la duodécima silla durante más de nueve años, más tiempo que cualquier otro desde John A. Widtsoe.
Pero esa posición no le impidió contribuir. Era cuidadoso de no intervenir cuando su opinión no agregaba valor, algo que habría hecho sin importar su rango. Sin embargo, cuando, tras una reflexión profunda, sentía que debía hablar, lo hacía con valentía y convicción.
Hal agradecía la reacción equilibrada de sus hermanos ante su franqueza. Le asombraba la capacidad que tenían para no personalizar incluso los debates más intensos. Eso era especialmente cierto en el caso de su antiguo colega Dallin H. Oaks, quien había dejado la Universidad de Chicago para dirigir BYU al mismo tiempo que Hal salía de Stanford rumbo al Ricks College.
Hal había admirado al élder Oaks desde el principio, pero en el Cuórum esa admiración alcanzó nuevas alturas. Descubrió que podía discrepar de él con argumentos contrarios y que, si sus hechos eran correctos, no solo sería escuchado, sino que incluso recibiría un agradecimiento por la corrección. Como todos sus hermanos del Cuórum, el élder Oaks no buscaba ganar una discusión, sino hallar la verdad. En eso, Hal comprobó que su primera impresión sobre él había sido más que acertada.
“Tiene la tendencia a ser muy cauteloso hasta que comprende completamente… Está tratando de ver las cosas tal como son.”
—Élder M. Russell Ballard
“Fui a pie a mi reunión de las 7:30 con el Comisionado y los presidentes, llegando justo a la hora. Las discusiones abarcaron 22 puntos de la agenda hasta las tres de la tarde, con solo un descanso de diez minutos. El tributo a Neal es que no se desperdiciaron ni cinco minutos, ni uno fue infructuoso.
Dallin Oaks tiene una combinación preciosa: carece de pretensión y es agudo como un látigo.
Su humildad le permite hacer preguntas, y su mente devora las respuestas. Crecerá a un ritmo asombroso. Es el argumento viviente de la eficacia de ser enseñable.” (13 de agosto de 1971)
Aun en su valentía, Hal permanecía receptivo a la corrección. Eso era cierto no solo en las discusiones del Cuórum, sino también en los asignamientos formales para trabajar en problemas específicos. En tales tareas, Hal daba todo de sí, y luego, cuando se le pedía, daba aún más.
“A veces hemos tenido intercambios, cuando hemos tenido una opinión diferente sobre algún asunto. Siempre lo he encontrado estimulante y útil, porque él es tan brillante.”
—Élder Dallin H. Oaks
“En la primera reunión del día informé a un comité sobre mis semanas de trabajo en un problema difícil. Esperaba que mis recomendaciones fueran aceptadas y que la tarea concluyera. En cambio, el presidente Packer y el élder Oaks vieron más cosas que podían y debían hacerse. Así que, en lugar de que se me aliviara la carga, se me añadió más. Sentí gozo al saber que el Señor quería que se hiciera más y confiaba en mí para hacerlo. Era claro que lo que se pidió vino por revelación. La revelación continua parece significar trabajo continuo.” (18 de noviembre de 2005)
Hal era especialmente receptivo a la corrección cuando provenía del Espíritu.
El élder David A. Bednar fue testigo de ello en 2001, tres años antes de convertirse en miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles.
En ese momento, el élder Bednar era el presidente de la recién creada BYU–Idaho, y recibió a Hal —entonces Comisionado de Educación— durante una visita a Rexburg.
Juntos recorrieron el campus, que incluía varios edificios recién terminados.
El presidente Bednar le compartió los planes de la nueva universidad para construcciones adicionales y la creación de muchos nuevos puestos docentes.
El presidente Bednar creía que todo eso ya había sido aprobado por la Junta de Educación de la Iglesia, presidida por el presidente Gordon B. Hinckley.
Pero Hal interpretó esa aprobación como provisional, una autorización para explorar la expansión, no necesariamente para ejecutarla sin revisión adicional.
“Nunca acordamos tanto espacio, tanto dinero ni tanta gente”, declaró.
El presidente Bednar, con humildad, manifestó su disposición a cambiar de dirección, a pesar de los meses de planificación y preparación que ya se habían invertido.
Sin embargo, también expresó su convicción de que todo estaba dentro del alcance de lo que la Junta había aprobado previamente.
Hal pasó la noche en la casa de los Bednar, en una habitación de huéspedes en el sótano.
A la mañana siguiente, al subir para desayunar, sus primeras palabras fueron: “Presidente, anoche fui reprendido por el Espíritu Santo.” No pidió revisar las actas de las reuniones de la Junta donde se había discutido el crecimiento de la universidad, aunque su recuerdo de esas conversaciones no había cambiado. Durante la noche, el Espíritu le hizo saber que debía permitir que el equipo administrativo de BYU–Idaho procediera bajo la dirección del cielo. Para Hal, ese mensaje zanjó el asunto, sin importar actas ni recuerdos.
El élder Dieter F. Uchtdorf, quien ingresó al Cuórum el mismo día que el élder Bednar, fue otro de los que observaron la sensibilidad de Hal a la corrección. Estos dos nuevos apóstoles, cuya llegada finalmente liberó a Hal de su condición de miembro más joven del Cuórum, notaron los frutos de nueve años y medio de aprendizaje paciente. Vieron en su colega a un hombre inteligente, de opiniones firmes, pero al mismo tiempo abierto a la razón y deseoso de conocer la voluntad del Señor. Hal estaba ganándose una reputación como pacificador.
“Cuando las cosas se ponen un poco tensas, él encuentra la manera de verlas desde otra perspectiva y de considerar lo que los demás piensan. Eso es ser un pacificador: cuando tomas en cuenta aquello que otros consideran importante y valioso, y lo ponderas antes de juzgarlo.”
—Presidente Dieter F. Uchtdorf
En abril de 2005, Hal cumplió diez años como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles.
Ese hito estuvo marcado, en parte, por su liberación como Comisionado de Educación.
El presidente Hinckley —quien nueve años antes había concluido el tema con las palabras: “Ya te lo haremos saber, Hal”— finalmente cumplió su palabra.
Al caer la tarde, el presidente Hinckley me llamó a su oficina. Me preguntó cuánto tiempo había servido como Comisionado de Educación. Respondí que no lo sabía. El presidente Hinckley sonrió y dijo: “Ha sido mucho tiempo.” Le pedí disculpas por no saber el número exacto de años y le expliqué que no pensaba en esas cosas, en parte porque mi padre siempre había dicho: “Trabaja con todo el corazón cada día, haz lo mejor que puedas, y el futuro se encargará de sí mismo.” Entonces, el presidente Hinckley me preguntó si estaba listo para ser relevado.
Respondí con una sonrisa: “Quiero hacer lo que usted quiera que yo haga.” El presidente Hinckley dijo que el relevo se efectuaría.
Kathleen recibió la noticia con una sonrisa cuando llegué a casa. (11 de enero de 2005)
Además del relevo de Hal como Comisionado, habría otro hito que marcaría su décimo aniversario como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles: una grave prueba de salud. Y otras pruebas le seguirían. Hal estaba entrando en una nueva etapa de servicio tanto a la Iglesia como a su familia.
23
Sostén A Mi SiervoPor tanto, sé diligente;
apoya fielmente a mi siervo José,
en cualesquiera circunstancias difíciles en que se halle
por causa de la palabra.
—Doctrina y Convenios 6:18
Desde sus treinta años, cuando Mildred y Henry fueron diagnosticados con cáncer, Hal sabía que el mismo destino lo esperaba. Cuando su hermano menor, Harden, se sometió a tratamiento por cáncer de próstata —la enfermedad que finalmente había causado la muerte de su padre—, Hal sintió con certeza que su tiempo también llegaría. Y así fue, en la primavera de 2005.
El médico de Hal fue pragmático. Dijo que el cáncer de próstata estaba en sus primeras etapas y probablemente avanzaría lentamente; no comenzaría a causar problemas reales durante quizás diez años. Para entonces, Hal estaría en sus primeros ochenta, una expectativa de vida razonable incluso para los hombres más saludables. A esa edad, era igual de probable que muriera por alguna otra causa. Por lo tanto, abstenerse de recibir tratamiento era una opción válida, una que no implicaba los posibles efectos secundarios que alteran la vida del tratamiento, especialmente la prostatectomía radical.
Hal y Kathy consultaron con otros médicos y con sus Hermanos del Cuórum. Ni él ni ella se sintieron cómodos sin tomar ninguna acción. Finalmente decidieron optar por la cirugía como el curso más probable para preservar la vida de Hal y su capacidad de servir a su familia y a la Iglesia por un largo tiempo.
La cirugía fue exitosa, pero cobró un precio mayor al esperado. Hal no recuperó sus fuerzas durante más de seis meses. Las visitas a conferencias de estaca y las giras misionales con las que había esperado celebrar su recuperación tuvieron que posponerse o cancelarse. Incluso después de reanudar su horario habitual, lo hizo con dolor ocasional y una fatiga persistente. Sin embargo, el frustrantemente largo período de recuperación trajo beneficios inesperados. Hal tuvo tiempo para reflexionar sobre su servicio y sobre las razones por las que el cielo podría estar dispuesto a prolongarlo.
Entre otras cosas, meditó sobre una conversación del año anterior con su amigo y mentor, Neal Maxwell. El élder Maxwell había sido diagnosticado en 1996 con una forma agresiva de leucemia y se le había dado un pronóstico de uno o dos años de vida, en el mejor de los casos. Superó ese límite por más de seis años, sin fallecer hasta julio de 2004.
Unas semanas antes de su fallecimiento, el élder Maxwell invitó a Hal a su casa para una última entrevista. Neal le ofreció consejo para su servicio futuro, transmitiendo un mensaje a la vez elogioso, amable y penetrante. Neal dijo: “Hal, tienes una gran mente y un don para percibir los riesgos. Pero si vas a alcanzar tu máximo potencial para contribuir en el reino, tendrás que volverte tan bueno para ver posibilidades como lo eres para ver obstáculos. Necesitamos que seas un solucionador de problemas, no solo un detector de problemas.”
Capacitado como estaba, en la Escuela de Negocios de Harvard y en la mesa de la cena de mi hogar, casi siempre encontraba los defectos en las cosas—no tratando de destruir, sino de identificar imperfecciones.
—Entrevista de 2013
El consejo del élder Maxwell, dado por un supervisor y colega sénior de más de treinta años, tocó profundamente a Hal. Si Hal hubiera querido discutir el punto, podría haberlo hecho con fuerza. Como Comisionado de Educación, por ejemplo, había ayudado a resolver dos de los desafíos más complejos de la educación superior en la Iglesia: combinar la fe con la erudición y atender a más estudiantes a un costo accesible. Ese trabajo había requerido una aguda comprensión analítica de problemas difíciles, pero también la paciencia y la amabilidad necesarias para ayudar a otros a comprender y actuar por sí mismos.
Sin embargo, Hal sabía que el élder Maxwell se refería al desafío aún más complejo de resolver problemas como miembro de los principales consejos de la Iglesia. Durante casi diez años, el élder Maxwell había observado a Hal en las reuniones semanales del Cuórum de los Doce y de la Primera Presidencia. Neal había admirado el valor de Hal al expresar opiniones bien fundamentadas, incluso frente a fuertes y, a veces, acalorados contraargumentos. Pero Hal tendía a hablar más en tono de advertencia que de apoyo.
Hal no discutió con el élder Maxwell en esa última entrevista. Sus motivos iban más allá del respeto y del deseo de despedirse amigablemente de su generoso mentor. Sabía que el élder Maxwell tenía razón. A lo largo de su período en el Cuórum, había sentido la carga de ser uno de sus más notables opositores. El desafío del élder Maxwell de convertirse en un solucionador de problemas se alineaba con el encargo del patriarca Gaskell Romney de ser un pacificador: en última instancia, su capacidad para promover opiniones entre sus Hermanos dependía de unirse a ellos en la resolución de problemas. Así, acogió con gratitud la clara y práctica agenda del élder Maxwell para un cambio personal.
Vi a dos hombres así —hombres transformados— negociar por un lugar en la fila de espera de una cafetería hace algunos años. Uno, el más joven, intentaba que el hombre mayor pasara delante de él, porque pensaba que el tiempo del mayor era más valioso que el suyo. Pero el hombre mayor se negó. Estaban negociando su desacuerdo mientras yo observaba, ambos decididos a que el otro pasara primero. Recuerdo que el hombre mayor logró su objetivo. Su nombre era Spencer W. Kimball. El más joven debió pensar que el tiempo del Presidente de la Iglesia era más valioso que el suyo. Pero supongo que el presidente Kimball pensó que el estómago del hombre joven necesitaba algo dentro antes que el suyo. Hubo desacuerdo y negociación. Pero piensen qué clase de desacuerdo fue ese, y piensen en las sonrisas en sus rostros mientras encontraban, juntos, un camino de paz.
—Discurso, 6 de febrero de 1994
Una asignación de último minuto
En septiembre de 2007, Hal recibió una asignación para poner en práctica sus habilidades de resolución de problemas y de pacificación bajo circunstancias inusualmente desafiantes. Ese año, el 11 de septiembre —el sexto aniversario de los ataques terroristas en la ciudad de Nueva York y Washington, D.C.— coincidía también con el 150.º aniversario de la masacre de Mountain Meadows. Los descendientes de las víctimas de la masacre, junto con otros dedicados a preservar la memoria de la tragedia, planearon reunirse para una conmemoración histórica.
Había crecido en el campo misional, donde solo había una pequeña rama que se reunía en mi casa. Luego mi familia se mudó a un lugar donde había estacas, grandes barrios, capillas y cuórumes de muchachos que parecían saber mucho más que yo sobre lo que hacen los poseedores del sacerdocio. En ese barrio tenían un complicado sistema para repartir la Santa Cena. Yo me sentía casi seguro de que cometería un error cuando llegara mi turno de prepararla o repartirla.
En mi temor y desesperación, recuerdo haber salido de la capilla para estar solo. Estaba preocupado. Oré pidiendo ayuda y alguna seguridad de que no fracasaría al servir a Dios en Su sacerdocio.
—Discurso, 6 de octubre de 2007
La Iglesia había decidido que estaría representada en esta conmemoración y que respondería a los llamados persistentes de una declaración formal sobre su participación en la masacre. Inicialmente, Hal no estaba programado para participar. El élder Marlin K. Jensen, miembro de los Setenta e historiador de la Iglesia, representaría a la Iglesia y leería una declaración preparada y aprobada por la Primera Presidencia. El élder Jensen era una excelente elección, un representante digno de respeto no solo como Autoridad General, sino también como experto en la historia de los terribles acontecimientos ocurridos en Mountain Meadows.
Sin embargo, durante el fin de semana previo a la conmemoración del martes, el élder Jensen enfermó gravemente, al punto de requerir hospitalización. El lunes, con menos de veinticuatro horas de aviso, Hal recibió una llamada telefónica de la oficina de la Primera Presidencia. Se le asignó reemplazar al élder Jensen y leer la declaración de la Iglesia.
En ese momento, Hal estaba trabajando en un discurso para la conferencia general que debía pronunciar tres semanas después. Luchaba con el tema “Dios ayuda al poseedor fiel del sacerdocio”. Tenía en mente dos recuerdos personales. Uno era el temor que sintió al pasar la Santa Cena por primera vez en Utah después de mudarse desde Nueva Jersey.
El otro recuerdo era de una asignación de la Primera Presidencia para sustituir al élder Maxwell en una conferencia nacional de líderes religiosos de los Estados Unidos. Hal había llegado a Minneapolis, sede de la conferencia de tres días, sin saber cuál sería su función, pero con sentimientos de aprensión debido al tema central del encuentro: reducir la competencia entre las denominaciones religiosas. Su preocupación aumentó al enterarse de que se le había asignado hablar en varias ocasiones sobre la necesidad de una restauración de la Iglesia verdadera mediante José Smith. Cuando informó de sus temores en una llamada telefónica al presidente Hinckley, el profeta respondió sencillamente: “Use su mejor juicio.” Aquello lo llevó a una noche sin dormir, como Hal recordaría más tarde.
Oré durante toda la noche. En algún momento cercano al amanecer, estuve seguro de que debía hablar de la Restauración no diciendo: “Esto es lo que creemos que le sucedió a José Smith y por qué creemos que ocurrió”, sino: “Esto es lo que le sucedió a José Smith, y esto es por qué el Señor lo hizo.” En la noche no recibí ninguna seguridad sobre el resultado, solo una dirección clara: seguir adelante.
Para mi asombro, después de mi discurso los ministros se formaron para hablar conmigo. Cada uno de ellos, uno tras otro, me contó esencialmente la misma historia. Todos habían conocido en algún momento de sus vidas a un miembro de la Iglesia al que admiraban. Muchos dijeron que vivían en una comunidad donde el presidente de estaca había ayudado no solo a sus miembros, sino también a toda la comunidad en una situación de desastre. Me pidieron que llevara su saludo y su agradecimiento a personas que no solo no conocía, sino que no tenía esperanza de conocer jamás.
Mientras trabajaba en su discurso en casa, cuando llegó la llamada de la oficina de la Primera Presidencia, Hal reconoció otra oportunidad para poner en práctica los principios que planeaba enseñar. Inmediatamente partió hacia el sur de Utah, donde se reunió con su primo lejano Richard Eyring Turley, asistente del historiador del enfermo élder Jensen. Pasaron la noche planificando y orando, como Hal había hecho en Minneapolis. Les preocupaba especialmente el hecho de que la declaración que Hal leería al día siguiente se detenía justo antes de una disculpa formal, utilizando la palabra “pesar” para expresar los sentimientos de la Iglesia sobre la trágica brutalidad y la pérdida de vidas en Mountain Meadows. Además, la declaración negaba la participación de los líderes superiores de la Iglesia en Salt Lake City, en particular Brigham Young, en la planificación de la masacre. Y la Iglesia no accedería a las solicitudes de los familiares de las víctimas de que el sitio del monumento —propiedad de la Iglesia— fuera entregado al gobierno federal o a un fideicomiso privado.
El contexto más amplio de la conmemoración generaba preocupaciones adicionales. Tres semanas antes, una película sobre la masacre había sido estrenada en los cines de todo el país, con un actor ganador del Premio de la Academia interpretando el papel de un obispo asesino que actuaba bajo las órdenes de Brigham Young. Cinco meses antes, en abril, PBS había emitido un documental de cuatro horas titulado The Mormons, en el cual la masacre ocupaba un lugar destacado. El ambiente de la conmemoración difícilmente podría haber estado más cargado.
Sin embargo, durante el evento, Hal se sintió profundamente bendecido. Frente a los familiares agraviados, muchos de los cuales habían viajado desde sus hogares en Arkansas, leyó la declaración tal como había sido preparada y aprobada. Su única contribución personal fue un tono sensible y solemne. Su voz se quebró al expresar el “profundo pesar” de la Iglesia e invocar una bendición de amor y perdón sobre todos los presentes. La audiencia respondió con una cortesía inesperada, poniéndose de pie en una ovación cuando terminó. Muchos de los familiares de las víctimas abrazaron a Hal entre lágrimas.
Una vacante en la Primera Presidencia
En ese momento, algunos observadores reflexivos vieron la asignación de Hal para hablar en Mountain Meadows como un presagio de que sería llamado a llenar la vacante en la Primera Presidencia creada a principios de agosto de ese año por la muerte del presidente James E. Faust. Sin embargo, Hal no se contaba entre ellos. No tenía tal presentimiento, y ciertamente no uno lo suficientemente fuerte como para superar la falta de lógica de la idea. Aunque ya no era el miembro más reciente del Cuórum de los Doce, gracias a la incorporación de los élderes Uchtdorf y Bednar, el décimo en antigüedad tenía apenas más probabilidades de ser llamado a la Primera Presidencia que el duodécimo. Nada parecido había ocurrido en más de cuarenta años, desde que N. Eldon Tanner, entonces el undécimo en antigüedad en el Cuórum, fue llamado como segundo consejero de David O. McKay. Según una tradición establecida hacía mucho tiempo, los consejeros solían ser escogidos entre los miembros más antiguos del Cuórum. Esa tradición se había mantenido durante los cuarenta y cuatro años transcurridos desde el nombramiento del presidente Tanner. Los presidentes Hinckley, Monson y Faust habían sido llamados a la Primera Presidencia siendo, respectivamente, el cuarto, segundo y tercer miembros más antiguos.
Hal tampoco consideró tal posibilidad porque veneraba, e incluso idolatraba, al presidente Faust. Ambos habían comenzado su servicio de tiempo completo en la Iglesia aproximadamente al mismo tiempo, a comienzos de la década de 1970. Hal había recibido al presidente Faust varias veces en sus visitas al Ricks College. Desde el principio, había admirado el carácter modesto pero firme del presidente Faust.
Soy uno de sus líderes más nuevos. Ocupo una posición especial entre los Hermanos. Tiene que haber uno que sea el menor y el más inadecuado, el que menos tenga que ofrecer. Yo ocupo esa posición bastante bien.
—Élder James E. Faust
La amistad de Hal con el presidente Faust se volvió especialmente estrecha durante un viaje en 1982 a Tierra Santa, Egipto y las tierras donde Pablo predicó. Durante dos semanas estudiaron y enseñaron el evangelio juntos, acompañados por sus familias. En un discurso de conferencia general que pronunció años después, Hal recordó una lección sobre las llaves del sacerdocio que aprendió del presidente Faust durante ese viaje.
Hablé en un teatro antiguo en Éfeso. Una brillante luz del sol inundaba el suelo donde el apóstol Pablo se había puesto de pie para predicar. Mi tema fue Pablo, el apóstol llamado por Dios.
La audiencia estaba compuesta por cientos de Santos de los Últimos Días. Estaban sentados en las filas de bancos de piedra donde los efesios se habían sentado más de un milenio antes. Entre ellos había dos apóstoles vivientes: el élder Mark E. Petersen y el élder James E. Faust.
Como podrán imaginar, me había preparado cuidadosamente. Había leído los Hechos de los Apóstoles y las epístolas, tanto las de Pablo como las de sus compañeros apóstoles. Había leído y meditado la Epístola a los Efesios.
Hice todo lo posible por honrar a Pablo y su llamamiento. Después del discurso, varias personas me dijeron palabras amables. Ambos apóstoles vivientes fueron generosos en sus comentarios. Pero más tarde, el élder Faust me apartó y, con una sonrisa y suavidad en su voz, me dijo: “Fue un buen discurso. Pero omitiste lo más importante que podrías haber dicho.”
Le pregunté qué era eso. Semanas más tarde accedió a decírmelo. Su respuesta me ha seguido enseñando desde entonces.
Dijo que podría haberles dicho a los santos que, si los que escucharon a Pablo hubieran tenido un testimonio del valor y el poder de las llaves que él poseía, tal vez los apóstoles no habrían tenido que ser quitados de la tierra.
Stuart bendijo la Santa Cena hoy en el salón del barco. Matthew la pasó a los que estaban en el estrado, comenzando con el élder Hunter y el élder Faust. El élder Faust testificó que él, al igual que el hermano de Jared, podía decir que sabía que el Señor vivía. Cuando Kathy le agradeció más tarde por compartir algo tan sagrado con nosotros, él sonrió y se apartó sin hacer comentario alguno.
—Diario, domingo 17 de octubre de 1982, navegando de Florencia a El Cairo
El presidente Faust continuó siendo un mentor para Hal hasta su fallecimiento. A menudo, la enseñanza llegaba por medio del ejemplo personal. Hal apreciaba su extraordinaria combinación de audacia apostólica y humilde ministración. Aun después de que el presidente Faust fuera llamado como Segundo Consejero del presidente Gordon B. Hinckley, en 1995, continuó mostrando un interés especial no solo por Hal, sino también por Kathy y su familia. Cuando la madre de Kathy, La Prele, entró en sus noventa años y su salud comenzó a declinar, el presidente Faust saludaba a Hal con regularidad preguntando: “¿Cómo está la abuela?” Cuando La Prele falleció a los noventa y seis años, el presidente Faust llamó para expresar sus condolencias antes de que Hal y Kathy hubieran comenzado siquiera a comunicar la noticia, la cual ellos acababan de recibir. De algún modo, él ya lo sabía.
El presidente Faust continuó enseñando a Hal lecciones personales, individuales, como la que le dio en Éfeso. Varias semanas después de su llamamiento al Cuórum de los Doce, en la conferencia general de abril de 1995, Hal recibió una invitación para visitar al presidente Faust, quien había sido llamado a la Primera Presidencia en esa misma conferencia. Se reunieron en la oficina del Segundo Consejero, una espaciosa habitación de esquina con techos altos en el primer piso del Edificio de Administración de la Iglesia.
“Hal,” comenzó el presidente Faust, “he estado observándote. Últimamente pareces serio.” Luego continuó con ternura: “¿Ya ha sucedido? ¿Estás dudando de tu dignidad para servir?”
Él sabía, y yo he llegado a sentir, que solo el Padre, Su Amado Hijo y el Espíritu Santo pueden darnos la seguridad que todos necesitamos para avanzar con valentía en nuestro servicio. No es lo que hemos hecho lo que importa. Es cómo han sido cambiados nuestros corazones mediante nuestra obediencia fiel. Y solo Dios lo sabe.
—Discurso, 24 de junio de 2010
De hecho, Hal se había sentido abrumado por el peso de su nuevo llamamiento, tanto que había comenzado a dudar de su dignidad. Se conmovió al saber que su amigo y mentor lo había notado, y sus esperanzas crecieron ante la posibilidad de confesarle sus dudas. Pero cuando se inclinó hacia adelante con entusiasmo, el presidente Faust levantó la mano para detenerlo. Señalando con un dedo hacia el techo, dijo solemnemente: “No me preguntes a mí si eres digno; pregúntale a Él.”
Las “vibras” de Lila Moore
La combinación de su posición como uno de los miembros más nuevos y su profundo respeto por el presidente Faust hacían casi imposible para Hal imaginar sucederlo en la Primera Presidencia. Otros, sin embargo, fueron más receptivos a las impresiones espirituales al respecto. Una de esas personas fue Lila Moore, la viuda de Craig Moore, el fiel maestro orientador de los Eyring durante sus seis años en Rexburg. Craig había fallecido en 1994, y Lila vivía sola en su casa desde hacía más de trece años. Para el otoño de 2007, estaba cercana a los noventa años y confinada a una silla de ruedas. Pasaba sus días viendo y escuchando sermones en la televisión y la radio, y encontraba un deleite especial en los discursos de su Autoridad General favorita, Henry B. Eyring. Aunque habían pasado treinta años desde que los Eyring se mudaron de Rexburg, su conexión con Hal seguía siendo fuerte. Él había regresado para presidir el funeral de Craig, y siempre pasaba a verla en sus visitas a BYU–Idaho, lo que le daba a Lila el privilegio de presumir entre los miembros de su barrio.
Lila también recibía visitas regulares del hijo mayor de Hal, Henry, quien había vuelto a trabajar en la universidad. El primer domingo de septiembre de 2007, tres semanas después del fallecimiento del presidente Faust, Lila concluyó la visita de Henry con una sorprendente declaración: “He estado teniendo vibras sobre un nuevo llamamiento para el élder Eyring.”
Henry sabía que la palabra vibras era el modo humilde de Lila para referirse a sus impresiones espirituales. Llenando las muchas horas de su aislamiento diario con meditación y oración por sus seres queridos, con frecuencia recibía palabras de consuelo y guía para ofrecerles. El propio Henry había sido beneficiario de ellas. Pero esa “vibra” en particular parecía más allá de todo razonamiento. De hecho, le tomó varios segundos comprender a qué se refería. Cuando superó la sorpresa, empezó a buscar la manera más amable de hacerle ver su error.
“Lila,” le dijo, “es natural que admires al élder Eyring y sientas que está calificado para cualquier llamamiento. Pero él es un apóstol muy nuevo. Has sido bendecida con un sentimiento de aprobación y amor por tu amigo. Pero este llamamiento irá a un hombre igualmente bueno, que sea más antiguo.”
Lila endureció la mirada. En voz baja, con los dientes levemente apretados, respondió: “Conozco mis vibras.”
Lila no dejó que el asunto se enfriara. En las semanas siguientes repitió el mismo mensaje varias veces, con tal convicción que Henry finalmente sintió la obligación de transmitirlo a su padre. Hal respondió con una sonrisa irónica y dijo: “Bueno, puede que Lila sepa algo, pero el presidente Hinckley no parece saberlo.”
De hecho, el trato del profeta hacia Hal había cambiado recientemente, pero no de una manera alentadora. Lejos de mostrar el tipo de aprobación personal que podría haberse inferido de la asignación para hablar en Mountain Meadows, el presidente Hinckley parecía más distante con Hal que antes.
El príncipe Hal
Esa incertidumbre influyó en la reacción de Hal ante una llamada telefónica que llegó a la casa de los Eyring el jueves por la noche antes de la conferencia general. Había salido de la oficina un poco antes de las cinco y conducido hasta su hogar. Después de estacionar el automóvil, caminó por la empinada entrada para recoger un cubo de basura vacío. Estaba empujando el cubo de regreso hacia arriba cuando Kathy salió al garaje con un teléfono inalámbrico.
“Hal,” lo llamó, “es el teléfono, es para ti.”
“¿Puedes tomar un recado?” respondió él.
“Es la oficina de la Primera Presidencia,” dijo Kathy con un tono de urgencia. “Creo que será mejor que contestes.”
Hal tomó el teléfono con una mano, aún sosteniendo el cubo de basura con la otra. Escuchó al secretario de la Primera Presidencia, Michael Watson, decir: “El presidente Hinckley quiere hablar con usted.” Tras un incómodo silencio del lado de Hal, el presidente Hinckley se puso al teléfono y declaró, sin introducción: “Quisiera pedirle que se una al presidente Monson y a mí en la Primera Presidencia.”
En lo que podría haber sido un momento de pensamientos y sentimientos profundos, Hal se enfrentó a un dilema analítico. El presidente Hinckley no había mencionado su nombre, ni el primero ni el apellido. Dada la improbabilidad de que él fuera llamado a la Primera Presidencia, se preguntó si el hermano Watson no habría conectado al presidente Hinckley con la persona equivocada. Ya había ocurrido antes. Cada miembro de los Doce tenía su propio número de marcación rápida en los teléfonos principales de la oficina de la Primera Presidencia. Más de una vez, Hal había recibido llamadas destinadas a otro élder debido a un error involuntario en el marcado. Pensó que esta podría ser una de esas veces. Pero no podía correr ese riesgo.
“Presidente Hinckley,” exclamó Hal, “¿está seguro de que está hablando con la persona correcta? Soy Hal Eyring.”
“¡Sé quién es!” respondió el presidente Hinckley.
La conversación siguiente fue breve. Hal aceptó el llamamiento, diciendo que haría cualquier cosa que el presidente Hinckley le pidiera y que sería un honor servir con él y con el presidente Monson. El presidente Hinckley se despidió sin más explicación ni expresión de emoción que las que había mostrado al llamarlo al Cuórum de los Doce. Hal guardó el cubo de basura y compartió la noticia con Kathy.
Dos días después, el presidente Hinckley invitó a la congregación a sostener a la nueva Primera Presidencia y a Quentin L. Cook como nuevo miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles. No ofreció ningún comentario verbal sobre la selección de Hal. Pero, después de presentar a todas las Autoridades Generales y oficiales generales de la Iglesia, el presidente Hinckley se detuvo al regresar a su asiento. Levantando el bastón que había usado durante varios años, tocó ceremoniosamente a Hal en cada hombro.
Las fotografías del gesto pronto aparecieron en Internet. Muchos espectadores vieron el humor en aquella especie de “ceremonia de investidura,” pero Hal percibió un significado más profundo. El presidente Hinckley era un estudioso aficionado de las obras de William Shakespeare. Más de una vez había desafiado a Hal —el estudiante de física y profesor de negocios— a familiarizarse con la gran literatura en general y con las obras de Shakespeare en particular. Hal solo había hecho intentos esporádicos, y se sentía avergonzado cuando el presidente Hinckley le preguntaba ocasionalmente sobre su progreso.
Sin embargo, Hal sabía lo suficiente de Shakespeare como para reconocer el doble sentido cuando el presidente Hinckley se refería a él como “el príncipe Hal.” Sabía que ese título era una broma con un matiz de burla amistosa. El príncipe Hal de Shakespeare, el futuro Enrique V de Inglaterra, era un joven descarriado: brillante pero irresponsable, cuya conducta manchaba la reputación de su padre y hacía dudar de su idoneidad para reinar. Hal, el apóstol más joven y propenso a la duda, nunca pudo convencerse del todo de que no hubiera algo más que una broma amable en el uso jovial de ese apodo por parte del presidente Hinckley. Sus dudas habían crecido en las semanas anteriores, cuando el comportamiento del presidente hacia él había sido inexplicablemente distante. Pero ahora, el gesto simbólico del profeta al tocarlo con su bastón convirtió la referencia shakesperiana en algo dulce: con el toque de una vara de madera en cada hombro, el Profeta le aseguró al “príncipe Hal” que había alcanzado su madurez espiritual.
EL PRESIDENTE HINCKLEY “INVIERTE CABALLERO” A HAL
Una despedida prematura
Hal se sintió cálidamente recibido por sus nuevos colegas en la Primera Presidencia. Conocía bien tanto al presidente Hinckley como al presidente Monson, aunque en contextos diferentes. Su relación con el presidente Hinckley se basaba en el trabajo. Cuando estaban juntos, era para lograr algo, por lo general en servicio del Sistema Educativo de la Iglesia o, entre 1985 y 1992, en los asuntos de la Obispado Presidente, como la construcción de templos.
Hal también había trabajado en proyectos con el presidente Monson a lo largo de los años. Pero la mayor parte del tiempo que habían compartido había sido en reuniones, especialmente en la reunión de los jueves de la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce. Desde 1992 hasta 2004, cuando Hal era el miembro más nuevo de los Doce, se sentaba inmediatamente a la derecha del presidente Monson. Durante nueve años y medio estuvieron, literalmente, rodilla con rodilla mientras discutían temas como los planes para los templos pequeños, la construcción del Centro de Conferencias y la creación de BYU–Idaho.
También se sentaban uno al lado del otro durante el almuerzo posterior a la reunión, y la tradición de servir los platos por antigüedad le daba al presidente Monson la oportunidad semanal de bromear con Hal. Los platos se servían primero al presidente Hinckley y luego al presidente Monson, a su derecha. Después de eso, el movimiento era en sentido contrario a las agujas del reloj: de regreso al presidente Faust, a la izquierda del presidente Hinckley, y luego a los miembros del Cuórum de los Doce por antigüedad, con Hal al final. El presidente Monson se deleitaba en recordarle a Hal lo precario de su posición en ese sistema. “Oh, Hal,” podía decirle, “esas papas se ven muy buenas; espero que te dejen algunas.”
Los profundos lazos personales entre los miembros de la nueva Primera Presidencia produjeron de inmediato unidad y camaradería. Hal disfrutaba su asociación diaria con los presidentes Hinckley y Monson. Tristemente, sin embargo, sería de corta duración. El presidente Hinckley, que entonces tenía noventa y ocho años, estaba finalmente sucumbiendo a los efectos físicos de la edad. El 27 de enero de 2008, menos de cuatro meses después de la creación de la nueva Primera Presidencia, falleció.
El 2 de febrero, un día en el que Hal había planeado acompañar al presidente Hinckley a Rexburg para las ceremonias de dedicación del nuevo templo, adyacente al recientemente ampliado campus de BYU–Idaho, se unió en cambio al presidente Monson en el Centro de Conferencias para rendir homenaje al profeta que había concebido las tres obras. Hal alabó al presidente Hinckley por su inigualable ética de trabajo y su característico optimismo:
Hoy está en el mundo de los espíritus entre los nobles profetas que han vivido en la tierra. Seguramente es consciente de nuestra tristeza y de nuestro sentimiento de pérdida por la separación de él. Él conoció, al final de su vida, el dolor en el corazón que causa perder a alguien amado. Si le habláramos de nuestro pesar, nos escucharía atentamente, y entonces creo que diría algo como esto, con simpatía en su voz pero con un tono que nos haría sonreír: “Oh, todo saldrá bien.”
Hal concluyó su tributo al presidente Hinckley con un pasaje de Enrique V de Shakespeare, que había estado leyendo en honor al profeta. El pasaje es una oración pronunciada por el rey Enrique V, el joven príncipe Hal convertido ahora en un rey sorprendentemente valiente y fiel. En la oración del rey Enrique antes de la decisiva batalla de Agincourt, Hal Eyring encontró una metáfora del esfuerzo por predicar el evangelio frente a probabilidades aparentemente insuperables, tal como el presidente Hinckley a menudo lo había desafiado —a él y a toda la Iglesia— a hacerlo:
¡Oh Dios de las batallas! fortifica los corazones de mis soldados;
No los llenes de temor; quítales ahora
el pensamiento del número, si el tamaño del enemigo
les arranca el valor del pecho.
Primer Consejero
Dos días después del funeral del presidente Hinckley, el lunes 4 de febrero de 2008, la Iglesia anunció en una conferencia de prensa que el presidente Monson había escogido a Hal y a Dieter F. Uchtdorf como su Primer y Segundo Consejero, respectivamente. Hal se sintió agradecido por la muestra de confianza del presidente Monson. Habría sido inusual, aunque no sin precedentes, que se llamara a otro miembro del Cuórum de los Doce “por encima” de Hal para servir como Primer Consejero, o incluso que se le liberara por completo de la Primera Presidencia; aún era el más joven que nueve miembros del Cuórum de los Doce, cada uno de los cuales habría podido desempeñar bien el cargo. El presidente Monson anunció su decisión a los Hermanos del Cuórum de los Doce en una reunión en el Templo de Salt Lake el domingo 3 de febrero. Su generoso gesto de apoyo aumentó el deseo de Hal de darlo todo en su nuevo llamamiento.
Sin embargo, dos días después parecía que Hal podría tener poco o nada que ofrecer al presidente Monson y a la Iglesia. En la madrugada de un miércoles, se desplomó al levantarse bruscamente de su computadora en el sótano. Había estado escribiendo durante varias horas cuando miró el reloj y se dio cuenta de que debía apresurarse para no llegar tarde al trabajo. Lo siguiente que recordó fue encontrarse tendido en el suelo, con el tobillo derecho torcido bajo sus piernas dobladas. Se levantó y logró llegar a la oficina a tiempo, aunque no sin dificultad y con un dolor considerable en el tobillo.
Hal trabajó un día normal en la oficina hasta media tarde, cuando el dolor en su tobillo finalmente lo llevó a consultar a un médico. Supo entonces que estaba fracturado. Más preocupante aún, en los días siguientes continuó experimentando momentos de pérdida total o parcial del conocimiento. Afortunadamente, podía sentirlos venir y siempre alcanzaba a encontrar una silla antes de desvanecerse.
Aunque estos episodios naturalmente aterraban a Hal, el presidente Monson manejó uno de ellos con su característico aplomo. La Primera Presidencia estaba recibiendo en sus oficinas al embajador de Israel en los Estados Unidos. Después de una conversación agradable, el grupo se levantó para tomar su posición en una fotografía conmemorativa. Hal sintió que un desmayo se aproximaba y rápidamente volvió a sentarse. Sin perder el ritmo, el presidente Monson exclamó con entusiasmo: “¡Esa es una gran idea, Hal! ¡Tomaremos la foto a tu alrededor!”
He orado extensamente acerca de mi decisión, y he estudiado este asunto con mucho cuidado, considerando la antigüedad y luego los talentos que sentí que se necesitaban en este momento, así como aquellos que formarían una Presidencia armoniosa y compatible. Me sentí inspirado a escoger al hermano Henry Bennion Eyring como mi primer consejero. Él había sido el segundo consejero del presidente Gordon B. Hinckley por un corto tiempo antes de que el presidente Hinckley falleciera. Luego escogí a Dieter Friedrich Uchtdorf, converso a la Iglesia, miembro del Cuórum de los Doce desde octubre de 2004 y oriundo de Alemania, como mi segundo consejero. El hermano Eyring proviene de una familia de científicos y educadores, y el hermano Uchtdorf fue piloto principal de Lufthansa Airlines y anteriormente presidente de estaca en Alemania.
—Presidente Thomas S. Monson
Hal se sometió a varias series de pruebas médicas sin descubrir la causa de su problema persistente. Estaba dominado por el temor de volver a desmayarse y solo un poco menos preocupado por la posibilidad de tener una limitación permanente en su capacidad para servir. Irónicamente, el estrés asociado a esos temores parecía, si acaso, empeorar el problema.
Un avance bienvenido en su caso llegó cuando el élder Russell M. Nelson, un pionero cirujano cardíaco, sugirió que se conectara a Hal a un monitor continuo para detectar anomalías en el funcionamiento del corazón. Veinticuatro horas después, los médicos de Hal tenían un diagnóstico concluyente: su corazón se detenía y volvía a arrancar por sí mismo, a veces después de peligrosas pausas de casi diez segundos. Por fin había algo que podía hacerse. Aunque potencialmente mortal, el problema se resolvía fácilmente mediante la implantación de un marcapasos.
Aun así, Hal no estaba completamente fuera de peligro. El marcapasos requería ajustes. Tomó varias semanas encontrar el equilibrio adecuado entre un ritmo demasiado rápido y uno demasiado lento, el primero causando agotamiento y el segundo provocando nuevos desmayos. Mientras tanto, se acercaba la conferencia general. Hal deseaba cumplir con su parte como miembro de la Primera Presidencia; eso significaba hablar dos veces y dirigir al menos una de las cinco sesiones. A medida que se aproximaba el primer fin de semana de abril y seguía sin hallarse la configuración adecuada del marcapasos, Hal se preocupaba incluso por el simple hecho de caminar hasta el púlpito del Centro de Conferencias y mantenerse en pie durante los diecisiete minutos necesarios para dar su discurso.
Un error de procedimiento
Durante las semanas de ansiedad previas a la conferencia general, Hal continuó asistiendo a la oficina y desempeñando sus deberes habituales. En ese momento, una de sus responsabilidades era efectuar el llamamiento de las integrantes de una nueva presidencia general de las Mujeres Jóvenes. Esa experiencia resultó ser decisiva para Hal. En ella cometería un error grave y, al mismo tiempo, aprendería lo que significaba servir bien al presidente Thomas S. Monson.
Una de las hermanas que acudió a su oficina esperaba recibir su llamamiento a la presidencia de las Mujeres Jóvenes, basándose en impresiones espirituales. Aunque muy capacitada, se sentía abrumada por la magnitud de la responsabilidad. Hal sintió empatía inmediata. Debido a sus problemas cardíacos, él mismo estaba experimentando una ansiedad semejante en ese mismo momento. Deseaba ofrecerle consuelo y transmitirle su confianza en la inspiración detrás del llamamiento y en la capacidad de la hermana para dirigir. Después de extender el llamamiento, la apartó con palabras especiales de bendición. El efecto fue inmediato y poderoso: la nueva miembro de la presidencia más tarde contaría que esa noche durmió en paz por primera vez en semanas.
Hal, en cambio, pasó la noche completamente en vela. Poco después de que la hermana saliera de su oficina, se dio cuenta de que había apartado a una líder auxiliar de la Iglesia que aún no había sido sostenida. El apartamiento, por lo tanto, carecía de validez; peor aún, era una grave violación del procedimiento del sacerdocio. El pánico lo invadió casi por completo. Cometer semejante error habría sido un fallo serio bajo la administración de cualquier presidente de la Iglesia. Pero, de todos los líderes del sacerdocio con quienes Hal había trabajado estrechamente, el presidente Monson era quien más se preocupaba por el cumplimiento correcto del procedimiento, especialmente en el ejercicio de la autoridad del sacerdocio.
El presidente Monson había crecido en la Estaca Pioneer de Salt Lake City, presidida entonces por Harold B. Lee. Ningún hombre, desde José Smith, había hecho tanto como el presidente Lee para formalizar y codificar los procedimientos de la Iglesia. Había comenzado ese trabajo como presidente de estaca, cuando él y sus consejeros crearon el antecedente del programa de bienestar. Más tarde, como miembro del Cuórum de los Doce, presidió el Comité de Correlación del Sacerdocio, el organismo que por primera vez coordinó todas las organizaciones auxiliares, actividades y programas de estudio de la Iglesia a nivel mundial.
A los veintidós años, el presidente Monson fue llamado como obispo en la Estaca Pioneer, sirviendo bajo líderes formados según los rigurosos estándares de procedimiento del presidente Lee. Solo catorce años más tarde, al ser llamado al Cuórum de los Doce, observó directamente y contribuyó a la obra de correlación de toda la Iglesia. Habiendo supervisado las operaciones de impresión de Deseret News antes de su llamamiento al Cuórum, el presidente Monson aportó un ojo de impresor para el detalle en los procedimientos que se estaban codificando en los nuevos manuales de liderazgo.
Hal había sido testigo de esa atención al detalle en sus pocos meses de servicio en la Primera Presidencia. El presidente Monson llegaba a cada reunión no solo habiendo revisado, sino examinado minuciosamente todo el material provisto de antemano. Si se iba a aprobar un nuevo manual o una guía de instrucción, el presidente Monson había leído cada palabra. Si se iban a ratificar los llamamientos de líderes del sacerdocio de todo el mundo, tenía comentarios sobre más de ellos de los que Hal podía creer. El presidente Monson incluso revisaba las actas de las reuniones pasadas de la Presidencia, corrigiendo con frecuencia los detalles de una conversación o asignación en particular.
Hal también había visto al presidente Monson expresar un profundo desagrado ante errores como el mismo que él acababa de cometer al efectuar un apartamiento antes del sostenimiento correspondiente. Las solicitudes de orientación en tales casos llegaban con frecuencia a la oficina de la Primera Presidencia. A menudo, la pregunta era si debía repetirse la ordenanza en el orden correcto o si bastaba con dejar las cosas como estaban. En muchos de esos casos, había pasado bastante tiempo, ya que el error no se había descubierto o incluso se había mantenido oculto durante años. El presidente Monson apenas podía contener su frustración ante tales situaciones. Con severidad solía decir: “Si los líderes del sacerdocio simplemente leyeran y siguieran el Manual de Instrucciones de la Iglesia, no tendríamos estos problemas.”
Una lección duradera
Estos pensamientos impidieron que Hal conciliara el sueño la noche después de su error. Solo por un momento consideró la posibilidad de ocultarlo de alguna manera. En cambio, decidió hacer una confesión inmediata. Pensó que sería mejor que el presidente Monson perdiera confianza en su competencia antes que vivir con una mentira. Cuando por fin llegó el amanecer, fue temprano a la oficina y esperó la llegada del presidente Monson, de pie justo afuera de la puerta del ascensor por donde él entraba.
El profeta, que llegó como de costumbre exactamente a las siete y media, sorprendió a Hal con su respuesta ante la confesión del error. “Oh, Hal,” se rió, “yo mismo he hecho cosas peores que esa. No será ningún problema. Simplemente volverás a efectuar el apartamiento después del sostenimiento en la conferencia.”
La magnanimidad del presidente Monson conmovió profundamente a Hal. Sin embargo, no podía evitar preguntarse si había sido perdonado por su error, pero no por su incompetencia. Aún estaba débil físicamente, y ahora el presidente Monson tenía motivos para dudar de su buen juicio. Temía que el profeta ya no confiara en él para sobrellevar plenamente sus responsabilidades como consejero.
Estos temores ocuparon tanto la mente de Hal durante el día que casi pasó por alto un mensaje oculto del presidente Monson. En las diversas reuniones a las que asistieron juntos, el presidente Monson se mostró con su habitual jovialidad y gusto por contar historias. Desde que Hal se había unido a la Primera Presidencia, había aprendido a escuchar atentamente esas historias. A menudo parecían simples recuerdos personales, sin relación aparente con los asuntos en discusión. Pero, con atención cuidadosa, Hal había descubierto que con frecuencia esas historias servían como parábolas, ofreciendo instrucción sutil pero penetrante para quienes tenían oídos para oír.
Ese día, sin embargo, los agotadores acontecimientos de las últimas veinticuatro horas y sus dudas acerca de su posición ante el presidente Monson ocupaban su mente. En una reunión con un grupo de Autoridades Generales y empleados principales de la Iglesia que buscaban orientación de la Primera Presidencia, Hal dejó que sus pensamientos divagaran, intentando procesar lo sucedido y lo que aquello podría significar para su futuro servicio. En ese estado de distracción, podría haber pasado por alto el significado de una de las historias del presidente Monson —contada aparentemente en beneficio de otros— de no haber sido porque era nueva para él.
El presidente Monson relató la historia de una llamada telefónica que recibió en medio de la noche cuando era el joven gerente general de Deseret News Press, con apenas veintiocho años. El que llamaba era un capitán del departamento de policía, quien dijo: “Acabamos de encontrar un palé lleno de sus periódicos en el río Jordan. ¿Qué quiere que hagamos con ellos?”
El joven Tom Monson respondió: “Iré enseguida.” Se reunió con los oficiales de policía junto al río, confirmó que el palé de periódicos era efectivamente suyo y organizó su traslado de regreso a las instalaciones de impresión de la compañía. Un examen rápido allí resolvió el misterio de los papeles empapados. Aquella noche, la imprenta había estado produciendo una edición especial conmemorativa del sesquicentenario del nacimiento de José Smith. En la primera página de los ejemplares arrojados al río, Tom encontró un evidente error tipográfico. Dedujo que el error no se había descubierto hasta que ya se había impreso el equivalente a un palé de periódicos. El fallo había sido costoso, y alguien había intentado ocultarlo.
A la mañana siguiente, Tom llamó a su supervisor nocturno, un antiguo colega y amigo. Sin presentar evidencia alguna, le preguntó: “¿Pasó algo inusual anoche?” El supervisor respondió: “No.” Tom repitió la pregunta y recibió la misma respuesta. Entonces condujo al hombre hasta el palé y obtuvo la confesión esperada. Tom despidió al supervisor en el acto, con esta explicación: “Todos cometemos errores; eso forma parte del costo del trabajo. Pero no puedo dar empleo a un hombre en quien no puedo confiar.”
Al concluir esta historia, el presidente Monson expresó la tristeza que sintió al tener que despedir a aquel supervisor deshonesto. El hombre tenía una familia que alimentar y había sido un buen trabajador durante muchos años. Pero no podría haber arrojado el palé de periódicos al río él solo, lo que significaba que otros empleados conocían el acto deshonesto. Por el bien de la organización, el despido era la única solución. Sin embargo, el presidente Monson sonrió al contar que, muchos años después, había recomendado al hombre para ser recontratado.
La lección no pasó desapercibida para Hal. Aunque nunca se volvió a hablar del asunto, ni siquiera el día en que volvió a efectuar el apartamiento, jamás olvidó el mensaje del presidente Monson. No había sido escogido como Primer Consejero por su intelecto o habilidad, y no sería relevado por falta de capacidad. Pero su lealtad a la verdad lo era todo para el presidente Monson. Hal resolvió ser veraz a cualquier costo.
Agradecía saber que el presidente Monson, como los profetas que le precedieron, no esperaba una ejecución perfecta. El presidente Hinckley solía decir: “Haz lo mejor que puedas.” Pero también había aclarado: “Quiero enfatizar que sea lo mejor de verdad. Tendemos a conformarnos con un desempeño mediocre. Somos capaces de hacerlo mucho mejor.” El estudio de Hal sobre los profetas anteriores, que se había intensificado desde su llamamiento a la Primera Presidencia, le enseñó que dar lo mejor de uno mismo era el estándar constante de desempeño, tal como expresó en un discurso que dio en mayo en Leeds, Utah:
Kathy y yo viajamos por los valles y entre los acantilados de roca roja. Pensamos en las dificultades que enfrentaron los fieles santos que respondieron al llamado de Brigham Young para reunirse aquí y sacar sustento del desierto. Entre ellos estaban John Bennion, Henry Eyring y Miles Romney.
Brigham Young realizó innumerables viajes en coche por los asentamientos. En cada parada examinaba el progreso alcanzado y luego elogiaba o reprendía.
Que elogiara o reprendiera al pueblo dependía de su percepción del esfuerzo. Sus logros no parecían importar tanto como su actitud ante la lucha.
Los profetas son así, y Dios también lo es. Todo lo que tienes que hacer es lo mejor que puedas. Eso será suficiente.
La nueva Primera Presidencia
Habiendo estado a punto de pasar por alto el mensaje en la parábola del supervisor nocturno infiel, Hal se comprometió nuevamente a ponderar cada palabra del presidente Monson, incluidas aquellas pronunciadas sin aparente relación con los asuntos tratados o incluso dichas en tono de broma. Al hacerlo, comenzó a encontrar más guía de la que había imaginado posible. Mientras repasaba mentalmente las palabras del presidente Monson, la inspiración llegaba a su corazón.
Hal también se esforzó por cumplir el desafío del élder Maxwell de convertirse en un solucionador de problemas. El presidente Monson comentaba con frecuencia que nunca había visto tres personalidades tan diferentes en una Primera Presidencia. Aparentemente lo decía como un cumplido, y Hal hizo todo lo posible por merecerlo. Era cierto que él, el presidente Monson y el presidente Uchtdorf veían muchos asuntos desde perspectivas distintas, como cabría esperar de un impresor, un piloto y un profesor.
La Primera Presidencia
Hal había trabajado por primera vez con el presidente Uchtdorf durante un seminario para presidentes de misión en Roma, cuando Hal era miembro del Cuórum de los Doce y el presidente Uchtdorf servía como presidente de área en Europa. Compartían una formación académica semejante: el presidente Uchtdorf se había graduado de un prestigioso programa de MBA en Suiza, IMEDE, fundado con la ayuda del mentor de Hal en la Escuela de Negocios de Harvard, C. Roland Christensen.
También compartían herencia alemana. El hogar ancestral de la familia Eyring, Coburg, se encuentra a menos de cien millas de Zwickau, el lugar donde el presidente Uchtdorf pasó su infancia. Aunque Hal sabía poco alemán, su bisabuelo Henry Eyring realizó la primera traducción de Doctrina y Convenios a ese idioma mientras servía como misionero allí. Aquel Henry Eyring, al igual que Dieter Uchtdorf, fue un joven converso que se elevó desde la pobreza y sirvió fielmente en la Iglesia durante toda su vida.
Al mostrar su amor por el país, por la gente y por la arquitectura al pintar estas cosas, me mostró que se relacionaba con otras partes del mundo de una manera muy profunda, espiritual y emocional.
—Presidente Dieter F. Uchtdorf
Hal quedó impresionado por la habilidad de liderazgo del presidente Uchtdorf y por su amabilidad como anfitrión. Juntos recorrieron los lugares más emblemáticos de Roma, incluyendo la Plaza de España, que Hal reconoció por una de las películas románticas favoritas de Kathy: Vacaciones en Roma, con Audrey Hepburn y Gregory Peck. Hal se detuvo para pintar una pequeña acuarela, mientras el presidente Uchtdorf esperaba pacientemente. Mientras pintaba, Hal repetía una y otra vez: “Oh, cómo quisiera que Kathy estuviera aquí.” Cuando estaba terminando, el presidente Uchtdorf le pasó su teléfono celular. “Kathy quiere hablar contigo,” dijo, sonriendo ampliamente. Cuando terminó la conversación telefónica y la acuarela estuvo lista, Hal la obsequió al presidente y a la hermana Uchtdorf.
Durante tres años, de octubre de 2004 a octubre de 2007, Hal y el presidente Uchtdorf se habían sentado uno al lado del otro en las reuniones del Cuórum de los Doce. En ese entorno, rodeados de tantos colegas de mayor antigüedad, la mayoría de las veces observaban y hablaban solo cuando se les invitaba a hacerlo. Ahora, sin embargo, el presidente Monson esperaba que participaran en cada asunto importante, especialmente cuando sentían preocupación por la dirección que tomaba una discusión. Los dos consejeros descubrieron que elogiar las opiniones de su presidente no les ganaba su favor. “Ese no es el objetivo,” decía él. “Centrémonos en lo que tenemos delante.”
Hal veía muchas cosas de manera diferente a sus colegas en la Primera Presidencia, tal como le había ocurrido en el Obispado Presidente y, antes de eso, junto a Joe Christensen y Stan Peterson en el Sistema Educativo de la Iglesia. Pero se benefició enormemente de esas experiencias en otros tríos de liderazgo. En las discusiones con los presidentes Monson y Uchtdorf, Hal procuraba ver las posibilidades que surgían de sus diferencias de opinión, en lugar de los aparentes problemas.
Doy gracias al Señor por maravillosos consejeros. El presidente Henry B. Eyring y el presidente Dieter F. Uchtdorf son hombres de gran capacidad y sólido entendimiento. Son consejeros en el verdadero sentido de la palabra. Valoro su juicio. Creo que el Señor los ha preparado para los cargos que ahora ocupan.
—Presidente Thomas S. Monson
Una y otra vez, Hal fue bendecido al contemplar el manto profético sobre el presidente Monson. Reconocía la bondad del cielo al mostrarle, desde su niñez, el poder de ese manto tal como había reposado sobre muchos hombres. Cada uno había sido diferente, y ninguno perfecto. Pero en todos los casos —y particularmente en el del presidente Monson— Hal podía responder como lo hizo ante la pregunta de Harold B. Lee sobre el presidente Joseph Fielding Smith: “¿Crees que un hombre tan grande como este es el profeta de Dios?”
24
“Unirse Firmemente”Amarás a tu esposa
con todo tu corazón,
y te adherirás a ella
y a ninguna otra.
— Doctrina y Convenios 42:22
Aun cuando Hal se sentía cada vez más cómodo en su papel dentro de la Primera Presidencia, comenzó a descubrir que su mayor desafío para resolver problemas aún le esperaba, en el hogar. Durante varios años, Kathy se había quejado de lapsos de memoria. Las pruebas médicas realizadas en 2005 no revelaron evidencia física de las condiciones comunes que podrían producir demencia. Hal y Kathy esperaban que su creciente falta de memoria no fuera más que eso, el tipo de pérdida de memoria normal propia del envejecimiento. En ese momento, esa esperanza parecía más que un simple deseo vano. Recordar citas y mensajes telefónicos nunca había sido el punto fuerte de Kathy. Era famosa entre la familia por escribir notas para ellos y para sí misma en las encimeras, en la pared junto al teléfono de la cocina e incluso en sus manos. Sus nuevos síntomas, aunque más graves, podían interpretarse como simples extensiones de esos rasgos idiosincráticos y encantadores.
Pero para el año 2007, la evidencia de una pérdida de memoria inusual ya no podía negarse. En especial en momentos de estrés, como las semanas previas a la conferencia general o antes de un viaje relacionado con la Iglesia, Kathy tenía que preguntar repetidamente acerca de lo que ella llamaba “el orden de marcha”, es decir, qué iba a suceder y qué se esperaba de ella. Aunque Hal hacía todo lo posible por responder a esas preguntas repetidas como si cada una fuera nueva, ambos sabían la verdad.
Kathy había estado buscando esas señales aterradoras durante casi veinte años. Esa era la edad en que comenzaron a manifestarse en su padre, Sid. En su caso, el olvido y la desorientación ocasionales se volvieron crónicos y luego totalmente incapacitantes. Durante los últimos años de su vida, Sid vivió en casa, en la colina, con atención médica las veinticuatro horas del día, incapaz de reconocer a los visitantes o de recordar cualquier cosa excepto los recuerdos más profundamente grabados. Conmovía ver que estos incluían canciones de la Primaria como “Soy un hijo de Dios” y “Jesús quiere que brille para Él”, que sus cuidadores cantaban con él hasta el final.
El regreso de una escritora
El comienzo de la grave pérdida de memoria de Kathy coincidió con el momento en que su nido familiar quedó vacío. Mary, la hija menor, se casó en 2005, cuando Kathy tenía sesenta y cuatro años. Como estudiante de BYU, Mary pasaba los fines de semana y los veranos en casa de sus padres y tenía una relación particularmente cercana con su madre. Compartían una pasión por la literatura —el campo de estudio de Mary— y solían viajar juntas cuando Kathy visitaba a su madre, La Prele, en California.
KATHY CON MARY Y ELIZABETH
Durante los cuarenta y cinco años transcurridos desde el nacimiento de su primer hijo, Kathy había sido madre en el sentido más enfocado de la palabra. Los cuatro hijos varones nacidos entre 1963 y 1972 fueron seguidos por las hijas Elizabeth y Mary, pero no sin un retraso dolorosamente emocional. Kathy sufrió un aborto espontáneo mientras esquiaba en 1974 y casi muere por la pérdida de sangre antes de que una ambulancia pudiera sacarla de la montaña y llevarla a un pequeño hospital que, providencialmente, tenía cuatro litros de sangre de su tipo. Anhelaba otro hijo, culpándose a medias a sí misma, hasta el nacimiento de Elizabeth en 1979.
La llegada de Elizabeth —y la de Mary, cuatro años y medio después, tras otro aborto espontáneo— permitió a Kathy adornar un nido más femenino. Además de los proyectos sabatinos de hacer compras, hornear pan y organizar la casa, ayudaba a Hal a guiar a las niñas en una nueva actividad: la publicación de un periódico. A comienzos de la década de 1990, con los cuatro muchachos ya independizados, Hal decidió llevar su escritura de diario en una dirección diferente. En lugar de hablar en primera persona y concentrarse principalmente en los acontecimientos de su propia vida, él y Kathy involucrarían más a los hijos, tanto como escritores como lectores. Elizabeth y Mary se convirtieron en copeditoras de The Family Monthly News Currents. Buscaban contribuciones de sus hermanos y cuñadas y añadían artículos y obras de arte propias a esta nueva publicación semanal. Hal complementaba el News Currents con cartas personales dirigidas a los muchachos y a sus familias.
Kathy, de igual manera, se convirtió en autora de mensajes para su posteridad. Especialmente cuando Mary se fue a la escuela, dejando a Kathy sola en casa durante las horas de la mañana y primeras de la tarde, ella tuvo tiempo de aplicar sus notables dones de razonamiento y escritura. Había hecho un intento similar, con éxito notable, cuando John comenzó la escuela. Una novela que empezó a escribir a fines de la década de 1970 y completó poco después del nacimiento de Elizabeth ganó un premio estatal de literatura juvenil. Pero Kathy dejó de lado su propia escritura para concentrarse en el desarrollo de sus hijas, tal como había abandonado el tenis competitivo para dedicarse a criar a los niños.
Aun así, la escritora brillante permanecía. Eso puede verse en las cartas que Kathy escribía a sus hijos misioneros. Aprendió que ellos respondían mejor al humor, especialmente cuando la obra misional se hacía difícil. En esos momentos, los muchachos solían recibir un recorte de su humorista favorito de periódico, Dave Barry, o del de ella, Erma Bombeck. Pero mejor que cualquiera de estos era una historia original de su madre, quien combinaba lo mejor de ambos nombres más famosos.
El hijo mayor, Henry, recibió una de esas cartas alentadoras durante la primera semana de enero de 1984, varios meses antes del nacimiento de Mary. Henry servía en Japón, y sabía por la experiencia del año anterior que la celebración de Año Nuevo, que duraba una semana, ofrecía pocas oportunidades para enseñar. Kathy también lo sabía. Además, comprendía que Henry estaría pensando en la familia durante la Navidad, que habían pasado en casa de los abuelos Johnson, en la colina, donde las fiestas se celebraban como en ningún otro lugar. Ella abrió la carta de esa semana con una referencia empática al clima frío en el que Henry estaría trabajando, seguida de una historia personal con un giro autocrítico para levantarle el ánimo:
Querido Henry:
Estoy segura de que habrás leído en el diario de tu padre su relato de nuestra Navidad en California. Llovió o estuvo nublado la mayor parte del tiempo, pero despejó lo suficiente los últimos días como para que, cuando llegamos a la nieve y el hielo de Bountiful, fue una decepción, por decirlo suavemente.
Sin embargo, dudo que hayas leído en el diario acerca de nuestra escala en Las Vegas. Los muchachos se alegraron mucho cuando nuestro vuelo de San Francisco a Salt Lake fue cancelado y nos redirigieron a través de Las Vegas. Visiones de máquinas tragamonedas danzaban en sus cabezas, y se sintieron más que decepcionados cuando, después de aterrizar en la Ciudad del Vicio, corrieron hacia las máquinas solo para descubrir que los menores no podían jugar. Eso dejaba solo dos posibilidades para hacer fortuna: tu padre y yo. Al principio me mostré reacia a que me usaran de esa manera. (Quiero decir, ¿puedes imaginarte la escena de una respetable mujer embarazada de cuarenta y dos años derrochando su dinero para la comida en las máquinas?) Solo me convencieron de hacerlo cuando me di cuenta de que esto podía ser una lección objetiva eterna, siendo las máquinas tragamonedas notorias por engañar a la gente.
Durante cinco o diez minutos esperé detrás de un hombre arrugado y tatuado que murmuraba maldiciones al aparato después de haber introducido cincuenta y cinco monedas de cinco centavos sin recompensa alguna. Probablemente puedas adivinar lo que ocurrió después de que yo deposité no más de veinticinco centavos. (Debo admitir que el sonido de las monedas cayendo fue música para mis oídos). Supongo que tendré que esperar otra oportunidad para ofrecer una lección objetiva a los muchachos.
John, cuya misión en Holanda presentó muchos de los mismos desafíos y desilusiones que Henry enfrentó en Japón, recibió un impulso similar cuando se acercaba su segunda Navidad. Kathy le envió un sobre que incluía su carta, el anuncio de boda de una de las amigas de la secundaria de John (una chica llamada Meagan) y varios recortes de un catálogo de regalos curiosos.
Querido John:
Ya está llegando esa época otra vez. La época de enviar regalos de Navidad. Me encantaría saber qué necesitas que no puedas conseguir (además de desodorante) allá. Así que escribe de inmediato para hacérmelo saber. Para animarte a responder a esta solicitud, he incluido imágenes de varios artículos que estoy considerando regalarte (los del catálogo, no a Meagan —ella ha estado “no disponible” desde el día 17). Si no tengo noticias tuyas dentro de una semana, podrías encontrar en tu calcetín la mañana de Navidad un recortador de vello nasal de lujo y un par de pantuflas con faros… y son ABSOLUTAMENTE NO REEMBOLSABLES.
Otra forma en que Kathy apoyaba a sus misioneros era buscando y relatando experiencias misionales propias. Al casarse con Hal, había renunciado al servicio misional de tiempo completo, que parecía estar mencionado en su bendición patriarcal. Pero había sido una misionera miembro durante toda su vida, compartiendo su testimonio con valentía y amor incluso en los lugares más improbables, como la exclusiva escuela para señoritas Castilleja y la cínica Berkeley, donde sus profesores intentaron sin éxito sacudir su fe.
Al atardecer, volvimos a caminar, explorando los jardines del Royal Hawaiian, que lucen tal como debieron hacerlo cuando Kathleen fue llevada allí a los diez años por sus padres. Recordó haber intentado convertir a su instructor hawaiano de surf. Dijo que él le comentó, al final de su visita, que estaba progresando en guardar la Palabra de Sabiduría.
—Diario, 25 de diciembre de 2004, en Honolulu, Hawái
Era natural que Kathy buscara experiencias similares para compartir con sus hijos misioneros. Compartió con John un ejemplo de ese esfuerzo, realizado mientras viajaba en avión para visitar a Stuart y Carol en Filadelfia, donde Stuart cursaba un posgrado.
Tuve una experiencia interesante en el vuelo para ver a Carol y Stuart el mes pasado. Esa mañana me desperté a las 5:30 —temprano para mí— y, al hacer mis oraciones matutinas, oré para poder sentarme junto a alguien a quien nuestro Padre Celestial quisiera que escuchara el Evangelio. Al abordar el avión, apenas podía esperar para ver quién sería esa persona. Era la tía de Johnny Carson. No una conversión rápida. Conversé con ella durante todo el vuelo, sacrificando una película que realmente quería ver, con la esperanza de ablandarla un poco. Escribí una carta para ti, mencionando que estabas en una misión en Holanda y lo triste que era que nadie quisiera escuchar tu mensaje sobre la Iglesia.
Le pregunté si le gustaría oír acerca de la Iglesia. Ella dijo: “No.” Había una señora mormona que entraba a la tienda de comestibles que ella y su esposo tenían en Montana y los volvía locos contándoles todas las cosas que su Iglesia no le permitía comprar en su tienda. Dije una oración en silencio. Luego di mi testimonio de que la Iglesia era verdadera y que cambiaría su vida si escuchaba el mensaje. Ella me miró de manera extraña y luego dijo: “Escucharé a los misioneros cuando vayan a mi casa.” Yo le respondí: “Oh, no puedes esperar a que vengan a ti. Yo los enviaré.” Me dio su nombre y dirección, y en cuanto termine esta carta, escribiré al presidente de misión en Montana para darle su nombre.
El don de Kathy para la observación aguda y humorística se extendió al sucesor de The Family Monthly News Currents. Cuando Mary se fue a la universidad, Hal adoptó un nuevo formato de comunicación con los hijos y nietos Eyring, que para entonces estaban repartidos por todo el país y el mundo. Cada noche, pedía la colaboración de Kathy para crear un resumen de una página sobre sus actividades, acompañado de una o dos fotografías. A esta publicación nocturna la llamó el “Family Journal: The Small Plates” (“Diario Familiar: Las Planchas Pequeñas”), en referencia al registro menor en el que Nefi plasmó las experiencias más sagradas de su pueblo. Hal se esforzaba por incluir al menos un acontecimiento inspirador en el nuevo Family Journal, que distribuía electrónicamente. La entrada siempre terminaba con uno o dos versículos del Libro de Mormón, tomados de su lectura nocturna con Kathy.
No todos los días, sin embargo, traían una experiencia inspiradora que Hal pudiera compartir sin preocupaciones de confidencialidad, las cuales se aplicaban a la mayoría de su trabajo en la oficina. En esos días, el ingenio irónico de Kathy podía hacer brillar incluso los acontecimientos más ordinarios.
Sin lugar a dudas, lo más destacado de mi día fue tomar dos fotos de Hal en su oficina. Estoy segura de que, si las ofreciera al Church News, me contratarían de inmediato.
Después de tomar fotos, nuestros dos viajes a Target ocuparían un alto puesto en la lista de emociones compartidas. Hal volvió a comprar ganchos blancos pesados, lo cual solo sorprendería a quienes no han estado en su clóset. Apenas cabe otro gancho más. Sin embargo, en justicia, él teme que Target deje de fabricarlos. Su cajón de camisas está lleno de camisas blancas Huntington sin abrir, que compró por la misma razón y —no me lo estoy inventando— esa empresa sí cerró. ¿Qué significa “personalidad tipo A”? Afortunadamente para el lado Johnson de nuestra familia, tenemos tipo Z, lo que hará nuestras vidas menos emocionantes, pero viviremos más tiempo gracias a ello.
Kathy también aplicó su talento para la escritura al servicio de sus padres y hermanos. A medida que Sid y La Prele envejecían, ella asumió un papel principal en la organización de reuniones familiares, incluidas celebraciones de cumpleaños y aniversarios de boda. Con frecuencia era la maestra de ceremonias de estos eventos, trabajando a partir de guiones de su propia creación. Cada uno de ellos solía combinar hábilmente historia familiar y anécdotas, temas espirituales y música, incluyendo canciones populares con letras modificadas por Kathy para adaptarlas a la ocasión.
Entre sus proyectos de escritura más complejos y que más tiempo le demandaron estaban las historias personales de sus padres. Aunque la familia contrató escritores profesionales para las biografías de Sid y La Prele, Kathy fue quien tanto las promovió como las facilitó, ayudando a sus padres a recuperar recuerdos que sus mentes, siempre enfocadas hacia el futuro, casi habían olvidado. En el caso de Sid, el trabajo fue particularmente delicado y prolongado debido a su demencia progresiva.
A Kathleen Johnson Eyring, quien comenzó la ardua tarea de compilar la historia de su padre entrevistando al renuente J. C. J., quien, según admitió, postergaba el inicio de la narración de su colorida vida. Con las provocaciones de La Prele y las preguntas astutas y penetrantes de Kathy, una buena parte de su carrera fue grabada en cinta. Esos hechos y citas resultaron invaluables para el escritor y se utilizan ampliamente a lo largo del libro.
Sin su trabajo inicial, muchos de esos recuerdos —que no solo relatan su labor, sino que ilustran su innato sentido para los negocios— podrían haberse perdido. Su valiosa contribución a esta publicación es reconocida con sincero amor y gratitud por sus padres.
—Agradecimiento en The Life of J. Cyril Johnson
Cerrando puertas
Además de ser entretenida e informativa, la escritura más reciente de Kathy reflejaba una concentración cada vez mayor en las verdades que ella consideraba más fundamentales. A lo largo de su vida, se había enfrentado a una amplia gama de decisiones. La riqueza de sus padres, sus conexiones y su estímulo para conocer el mundo le habían abierto las puertas a una vida de gastos, vida social y viajes. Del mismo modo, sus dones intelectuales y su acceso a las mejores instituciones educativas le permitieron explorar la vida del intelecto. Realmente estaba en posición de considerar no solo los estudios de posgrado, sino también una carrera fuera del hogar.
Sin embargo, Kathy cerró sistemáticamente esas puertas. De hecho, la vida de privilegio de la que se había apartado se convirtió en una fuente de humor desarmante cuando respondía a invitaciones para hablar, que se hicieron más frecuentes a medida que aumentaba la notoriedad pública de Hal. Quienes no conocían a Kathy más que como la esposa de un líder de alto rango y gran formación académica solían sorprenderse por su estilo sencillo y modesto, aún más cuando, al escuchar el poder de sus palabras, comprendían que poseía un intelecto igual al de su esposo.
Tres de mis hijos tuvieron la fortuna de vivir cerca de mis padres el tiempo suficiente para que se formara un vínculo estrecho entre ellos, y nuestros viajes a California siempre permanecerán como sus vacaciones de verano favoritas. Debo añadir que no les tomó mucho tiempo descubrir que, si llegaban a casa de la abuela con ropa un poco desgastada, la primera salida que mi madre hacía con ellos era a una tienda de ropa.
Yo también fui constante beneficiaria de su generosidad, y nunca salí de casa de la abuela sin un conjunto nuevo de la tienda o algo de su clóset. Me tomó un tiempo darme cuenta de que, cuando me llamaba hacia su armario, me mostraba un vestido que aún tenía la etiqueta del precio y decía con aparente indiferencia: “No estoy segura de por qué compré este vestido”, lo más probable era que tuviera en mente a una hija que sabía que podía usarlo.
Nunca olvidaré la vez que llegué tarde a la iglesia y bajé hasta la primera fila, donde estaba sentada mi hija. Ella miró mi vestido nuevo y dijo, lo bastante fuerte como para que lo oyeran las personas de unas diez bancas: “¿La abuela te compró eso o es uno de sus vestidos?” Ella sabe que esas son las dos posibilidades más probables cuando llevo algo nuevo.
Kathy solía desarmar a sus oyentes no solo con comentarios modestos sobre sí misma, sino también con su enfoque en las doctrinas y prácticas más simples del evangelio. Las hermanas del barrio de Kathy, que se reunieron para escucharla hablar sobre el tema asignado del programa de la Sociedad de Socorro titulado Búsqueda de la Excelencia, habrían experimentado esa combinación tan encantadora. Comenzó sus palabras con esta confesión:
Me desperté después de una noche de orar para saber qué debía hacer. Para mi sorpresa, la respuesta pareció práctica y personal: ayudar a Kathleen a plantar flores y ayudarla a comprar víveres, para que podamos tener cenas agradables en el patio. Esperaba respuestas como: “Empieza con esos doce discursos importantes que debes dar antes de Navidad”, o “Encuentra una solución para mantener a los jóvenes de la Iglesia cerca del Evangelio.” Así que, recordando Mosíah 7:33 de la lectura de anoche, nos pusimos a trabajar con toda diligencia.
Era el atardecer cuando plantamos las últimas flores. Los vecinos pasaron para elogiarnos y conversar. Quizás la instrucción sobre lo que debía hacer se refería a las personas, no a las flores y las compras.
—Diario de Henry B. Eyring, 17 de julio de 2008
Hace varios meses, acababa de terminar de leer el gran discurso del rey Benjamín a su pueblo en el libro de Mosíah. Él había hablado con tanta elocuencia acerca del servicio, y yo estaba tan entusiasmada que quería realizar algún gran servicio para el Salvador a fin de mostrarle mi gratitud. No recuerdo cuál era el servicio específico, pero, según recuerdo, varias de mis ideas caían dentro de las diferentes categorías del programa Búsqueda de la Excelencia. Oré con sinceridad para ser inspirada a saber qué debía hacer. Esperaba una respuesta inspirada.
Había estado orando por varios minutos cuando, tan claro como claro, llegó la respuesta. No era exactamente lo que había esperado, pero fue un sentimiento inconfundible:
“Hay platos en el fregadero que deben lavarse. Tienes hijos que volverán a casa para almorzar. Dales amor además del almuerzo. Tienes un misionero en el campo. Podría necesitar una carta de ánimo, al igual que tu esposo cuando regrese a casa esta tarde.”
Y esa fue mi respuesta. No exactamente como la había imaginado, pero clara. Sin esa respuesta, quizá habría establecido una meta maravillosamente altruista, pensando que hacía lo que el Salvador quería que hiciera, solo para descubrir que mi vida se complicaba aún más con metas y obligaciones que me frustrarían al intentar cumplirlas. Eso no significa que nunca realizaré ese gran servicio que tenía en mente. Tal vez lo haga cuando mis circunstancias sean diferentes, pero no ahora.
La maternidad por encima de todo
La inspiración de Kathy para pensar en los platos en el fregadero y en los hijos que regresaban a casa para almorzar formaba parte de un patrón de toda su vida. No era tanto que cerrara las otras puertas abiertas, sino que la puerta de la maternidad —y la de apoyar a Hal— se hacía cada vez más grande y más atractiva en su vida. En especial al apreciar a las dos hijas que llegaron después del dolor de los abortos espontáneos, halló una satisfacción mayor de la que había imaginado como joven esposa, cuando tener hijos era solo una de las muchas posibilidades atractivas. Habló con frecuencia de esa satisfacción, tanto en privado como en público, como en este discurso:
Hace algún tiempo, una mujer dejó a sus hijos con una niñera, dándole instrucciones para la hora de dormir. Le explicó que siempre acostaba a los niños leyéndoles varios cuentos a cada uno y luego cantándoles.
Esa misma noche, cuando la mujer regresó a casa, la niñera le dijo: “Sabe, no tiene que pasar por todo ese trabajo a la hora de dormir. Todo lo que hice fue apagar la luz y acostarlos. Usted los ha acostumbrado a un hábito que esperan de usted, pero si es firme, puede acostarlos directamente.”
La mujer miró a la niñera por un momento sin decir nada. “Ella no entiende”, pensó para sí misma. “No quiero dormirlos; quiero amarlos hasta que se duerman.”
La maternidad, con la perspectiva eterna que ofrecía sobre las decisiones que enfrentaban sus hijos, se convirtió en el enfoque principal de Kathy, tanto en su vida diaria como en sus discursos públicos. Ese enfoque no disminuyó cuando la más joven, Mary, comenzó la escuela. De hecho, como Kathy les dijo a un grupo de alumnos del seminario de Bountiful High School, enviar a sus hijos al mundo aumentó su comprensión de las verdades más importantes y su deseo de compartirlas con sus hijos e hijas.
El otoño pasado llevé a mi hija de cinco años al jardín de infancia. Ella es la última de mis seis hijos, y para aquellos de ustedes que son los más pequeños de su familia, o que han visto a su hermano o hermana menor ir a la escuela por primera vez, saben que esto es una experiencia traumática, especialmente para su madre.
Las primeras semanas, mientras mi hija estaba en la escuela, fueron muy solitarias para mí. No poder sentarme a leerle a una pequeña preescolar acurrucada en mi regazo fue muy difícil. Y pueden imaginar que, el primer día que se fue a la escuela, el conocimiento más importante que quería que obtuviera era el conocimiento de cómo volver a casa. Confié mucho en que la maestra llevaría de la mano a mi pequeña por el pasillo después de clases, la acompañaría afuera hasta el autobús, le mostraría cuál de los tres o cuatro autobuses era el suyo, y le explicaría dónde debía bajarse. Si no obtenía ese conocimiento en particular, no me importaría si aprendiera cálculo o latín, no significaría nada para mí. El conocimiento más importante que debía adquirir era cómo regresar a casa.
Mientras preparaba este discurso, pensé que así debe sentirse nuestro Padre Celestial cuando nos envía a la tierra. Por maravillosos y emocionantes que sean todos los conocimientos del mundo, si no aprendemos cómo regresar a nuestro hogar con nuestro Padre Celestial, quien nos ama y nos espera literalmente con los brazos abiertos para recibirnos, entonces todo el conocimiento del mundo que adquiramos no tendrá mucho significado.
La vida entera de maternidad de Kathy no solo aumentó su amor por sus hijos, sino que también amplió su comprensión del amor y los anhelos de nuestros Padres Celestiales. Ella amplió la imagen de los brazos abiertos del Padre Celestial en un discurso dirigido a los santos en Pachuca, México, a quienes visitó en asignación junto con Hal.
El élder Eyring y yo tenemos seis hijos: cuatro varones y dos mujeres. Recuerdo que hace muchos años llevé a mis dos hijas pequeñas al zoológico de Salt Lake City para ver a los animales. Era tarde en la tarde de un día muy frío. Nubes oscuras cubrían el cielo, y un viento fuerte hacía volar las hojas a nuestro alrededor y alrededor de los animales. Recuerdo haber observado a una gallina que corría de un lado a otro por nuestro camino tratando de reunir a sus pollitos bajo sus alas. Todos sus pollitos, excepto uno, corrieron a refugiarse bajo sus alas para protegerse del viento helado. Mientras intentaba levantar su ala para cobijar a este pollito, él corría en la dirección opuesta, se detenía y luego volteaba a mirar a su madre. No había nada que ella pudiera hacer para lograr que viniera a refugiarse bajo su ala. El pollito permaneció mirando a su madre mientras el viento frío soplaba a su alrededor.
Pensé para mis adentros: “¿Por qué este pollito no corre bajo el ala de su madre, donde podría estar protegido del viento helado y cortante? ¿Qué lo mantiene alejado de su madre, que desea consolarlo?”
Todos hemos estado afuera en un día frío y hemos sentido el golpe del viento en nuestro cuerpo. El viento y el frío no son las únicas cosas que pueden lastimarnos. Cuando estamos enfermos, solos o tristes, también sentimos dolor. Como una gallina madre, el Salvador desea ayudarnos. Él desea consolarnos. Y puede consolarnos. Cuando el Salvador se apareció a los nefitas después de Su resurrección y después de la terrible destrucción sobre su tierra, dijo:
“¡Oh vosotros, pueblo de estas grandes ciudades que habéis caído…! cuántas veces os habría reunido como la gallina junta a sus polluelos bajo sus alas… y no quisisteis” (3 Nefi 10:4–5).
El Salvador desea consolar no solo a aquellas personas cuyas vidas fueron preservadas en esa tierra antigua; Él desea consolarnos a nosotros, a cada uno de nosotros, ahora.
A medida que los hijos de los Eyring crecieron y comenzaron a dejar el hogar y formar sus propias familias, el anhelo de Kathy de estar con ellos por la eternidad se intensificó. Se preguntaba y preocupaba acerca de si había hecho lo suficiente mientras vivieron bajo su techo. Halló consuelo en la imagen, presentada por las Escrituras, de un Padre Celestial que expresa una preocupación similar. Y se sintió aún más agradecida de haber seguido el consejo de los profetas y las impresiones del Espíritu de enfocar su vida en sus hijos.
El anhelo de estar con la familia, ya nacida o aún por nacer, arde intensamente en el corazón de todas las buenas madres y de aquellas que anhelan serlo. En lo más profundo de mi alma puedo sentir los susurros de un amoroso Padre Celestial que ha dicho: “Porque, he aquí, esta es mi obra y mi gloria: llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” Él desea estar con Su familia.
—Kathleen Johnson Eyring
Como dijo a una congregación de mujeres Santos de los Últimos Días:
En el alma de cada una de las hijas de Dios, Él ha puesto el deseo de estar con su familia por la eternidad. Más que cualquier otra cosa, nuestro Padre desea que ese anhelo arda con fuerza dentro de nosotras, y más que cualquier otra cosa, Satanás desea extinguirlo.
Pienso en la hermosa alegoría de Zenós, en el libro de Jacob, donde el Señor nutre, poda y fertiliza con ternura los olivos silvestres y cultivados —es decir, a Sus hijos— para que puedan estar con Él para siempre. Una y otra vez, cuando los árboles se corrompen, Él dice a Su siervo que lo ayuda: “Me aflige que haya de perder [este árbol]. ¿Qué más hubiera podido hacer por mi viña? ¿He descuidado mi mano para no nutrirla? No; la he nutrido, y he cavado alrededor de ella, y la he podado, y la he abonado; y he extendido mi mano casi todo el día.” Y Zenós registra que “el Señor de la viña lloró” (Jacob 5:46–47, 41).
¿Qué madre no siente simpatía, quién no siente agonía, cuando el Señor llora y dice de Su familia terrenal: “¿Qué más pude haber hecho?”
Entre los tesoros espirituales que Kathy dejó a su familia —probablemente pensando que nunca sería visto— hay una parábola. Está escrita con su elegante letra en dos hojas de papel sin líneas. Solo unas pocas palabras y frases muestran signos de corrección.
Una mujer miró su jardín. “Está vacío,” pensó. “Plantaré semillas.” Cada día regaba y cuidaba las semillas, y estas crecieron y produjeron hermosas flores.
Un día, un comerciante local vino a verla. “Necesito a alguien que cuide mi tienda”, dijo.
“Pero mi jardín y mis flores… ¿quién las atenderá?”, preguntó ella.
“Oh, son lo suficientemente fuertes para cuidarse solas durante el día,” respondió él, “y puedes regarlas por la noche cuando regreses a casa. Ganarás suficiente dinero para comprarles la mejor comida y los mejores cuidados que necesiten.”
“Quedarse en casa día tras día se vuelve tedioso,” respondió ella. “Tal vez tengas razón.”
Así que dejó su jardín. Cada día el sol golpeaba sus flores, y cada noche regresaba a casa y las regaba apresuradamente, demasiado cansada para quitar las feas malezas que habían crecido entre los tallos. “¡Oh, cómo quisiéramos que nos cuidaran como antes!”, clamaban las flores.
Pasó el tiempo, y aparecieron agujeros en la cerca del jardín donde las tablas se habían roto y dejado pudrir. Los viajeros que pasaban decían: “Quizás podamos llevarnos estas flores y cuidarlas en nuestros jardines. Seguramente no las extrañarán.” Así que se llevaron las flores con sus raíces y las cuidaron, y los pétalos dieron gran alegría a todos los que las vieron.
La mujer, cansada de su trabajo en la tienda, regresó para cuidar su jardín. “Mi única alegría verdadera han sido mis flores,” dijo. “Y los momentos que pasé cuidándolas fueron los más felices de mi vida,” recordó mientras corría por el sendero que conducía a su jardín.
Pero al acercarse, se dio cuenta por primera vez de la cerca rota y vio con espanto que sus preciosas flores habían desaparecido.
Y lloró.
Una estrella que se apaga
El papel de Kathy como el centro espiritual del hogar de los Eyring hizo que su creciente pérdida de memoria fuera aún más conmovedora para su esposo y sus hijos. Sin embargo, había pasado décadas preparándolos para enfrentar desafíos de ese tipo, aunque este en particular no había sido anticipado.
La carga de la enfermedad de Kathy recayó principalmente sobre Hal. Aun cuando su memoria de los acontecimientos recientes se desvanecía, su inteligencia natural y su sentido de independencia permanecían. También su deseo de estar con Hal y de ser tratada como su igual. Ambos acordaron no hablar entre ellos sobre su condición y continuar como antes. Kathy seguiría encargándose del hogar sin ayuda externa. También lo acompañaría muchos días a la oficina, donde solía leer y descansar en una silla reclinable mientras él estaba en reuniones. Continuarían saliendo a cenar la mayoría de las noches.
Todos enfrentaremos dificultades para las cuales debemos prepararnos. El tiempo mismo traerá la dificultad de la edad. La edad puede traer los desafíos de la mala salud. La proximidad de la venida del Salvador traerá los desafíos de los últimos días. Todos nos estamos preparando. No puedo prometer que se nos librará de las dificultades, aunque el presidente John Taylor dijo: “Será solo un poco en comparación con la terrible destrucción, la miseria y el sufrimiento que sobrevendrán al mundo.” Lo que sí puedo prometerles —porque Dios lo ha prometido— es que si son rectos podrán tener paz en medio de las dificultades y la seguridad de la vida eterna en el mundo venidero.
—Kathleen Johnson Eyring
Este arreglo habría sido un desafío para cualquier esposo, pero la posición de Hal como miembro de la Primera Presidencia lo hacía aún más difícil. Durante muchos años, él se había encargado de hacer las compras del supermercado, una tarea que a Kathy no le gustaba debido a la tensión que implicaba para su memoria y la frustración que sentía al regresar a casa y darse cuenta de que había olvidado muchos artículos. Gracias a la fidelidad de Hal al realizar esa tarea por ella, los residentes de Bountiful sabían que una visita a uno de los supermercados locales al final de la jornada ofrecía la misma probabilidad de encontrarse con una Autoridad General de alto rango que pasar todo el día en la Manzana del Templo. Hal destinaba tiempo adicional, sabiendo que sería invitado a detenerse y conversar en cada pasillo.
El horario más recargado y la mayor visibilidad de su nuevo llamamiento hacían más difícil mantener los viejos hábitos. Más horas de su día laboral se llenaban con reuniones, y Kathy pasaba más tiempo sola en la oficina. Salir a cenar ofrecía menos privacidad y tomaba más tiempo, ya que otros comensales se acercaban para saludar y tomarse fotografías. Aunque Kathy continuaba cuidando del hogar, incluso las tareas rutinarias comenzaban a confundirla, lo que obligó a Hal a asumir una parte mayor de esas responsabilidades.
Hal fue bendecido al sobrellevar ese nuevo peso. Parte de la bendición consistió en una sensibilidad más profunda hacia la bondad de Kathy y el efecto que esta había tenido durante toda su vida sobre él. Otra parte fue el vínculo emocional que continuaban compartiendo.
Después de cenar vimos la película “Forever Young”, con Mel Gibson. El final romántico trata de un joven amor que se reencuentra. La música al final del filme, como al principio, era Billie Holiday cantando “The Very Thought of You.” Nosotros —Kathleen con zapatillas deportivas y yo descalzo— bailamos sobre la alfombra del sótano hasta la última nota.
—Diario, 5 de enero de 2005
Hoy se rindieron grandes homenajes a Kathleen. Al final de la reunión del Quórum, que abarcó muchos temas, se nos pidió expresar nuestros sentimientos de gratitud. El testimonio final fue con las mismas palabras exactas del discurso de Kathleen en la reunión sacramental del domingo. Y luego, en una entrevista con un miembro de la Primera Presidencia, se me dio una asignación con la declaración de que él tenía fe en todo lo que yo hiciera y añadió: “Tengo la misma confianza en su esposa, Kathy.” Me quedó claro que el Señor estaba confirmando cuán inspirado había sido su discurso al dar las partes clave del mismo a uno de Sus Apóstoles en la reunión del Quórum de hoy. Y un miembro de la Primera Presidencia puede ver en Kathleen lo mismo que yo vi cuando apareció entre la multitud que salía de la Cathedral of the Pines en New Hampshire hace muchos años, la primera vez que la vi. (22 de noviembre de 2005)
Hal y Kathy también recibieron un apoyo enorme de las familias de dos de sus hijos, Stuart y John, quienes, con sus numerosas familias, se mudaron nuevamente al área de Bountiful en 2006, justo cuando la condición de Kathy empeoraba. Stuart y su esposa, Carol, se mudaron al barrio de sus padres, y a Carol se le asignó ser compañera de maestra visitante de Kathy. Carol y Jennifer, la esposa de John, coordinaron esfuerzos para ofrecerles una oportunidad de cenar juntos cada noche de la semana. También se unieron a los vecinos de Kathy para visitar la casa de los Eyring los días en que ella no iba a la oficina con Hal.
Quienes servían a Kathy disfrutaban de su espíritu amoroso, que se volvía cada vez más dulce y etéreo. La conexión con lo Divino, que siempre había estado en el centro del corazón de Kathy, se veía cada vez con mayor claridad en su rostro. Eso era especialmente evidente cuando cantaba los himnos familiares de la Iglesia. Al igual que su padre, Sid, los recuerdos de Kathy de las melodías y versos sagrados aprendidos en la niñez sobrevivieron a todos los demás.
Estamos reunidos en la oficina de papá para la segunda sesión de la conferencia, que él está dirigiendo. Mamá canta junto con el himno “¿Pensaste orar?”, recostada en su silla favorita, con el rostro vuelto hacia el cielo. Sonríe beatíficamente, con los ojos cerrados, como si ya estuviera en el cielo.
—Henry J. Eyring
Conduciendo a la señorita Kathy
A pesar de la dulzura de Kathy y del generoso apoyo de familiares y amigos, la carga personal de Hal creció. La carga más grande fue la pérdida gradual de su consejera más sabia y fiel. Siempre había confiado en la claridad de su discernimiento espiritual y temporal. Incluso en los primeros años de su matrimonio, cuando su diferencia de edad era notable, su sabiduría constante lo había guiado. Ahora esa guía se desvanecía lentamente.
El día comenzó con un sobresalto: Ed Zschau trató de comunicarse conmigo mientras me duchaba por la mañana. Cuando finalmente logró hablar conmigo al mediodía, me dijo que la oferta de Bendix para comprar Finnigan Instrument Corp. se había cancelado. Eso significaba que Ed podía perder 280 000 dólares en cuentas por cobrar y 400 000 en ventas proyectadas para ese año, y yo perdería mi inversión en Finnigan. Kathy no se alteró: su comentario fue: “Roger [Sant] pensará en algo. Encontrará otros negocios.” Y, efectivamente, tenía razón. (24 de septiembre de 1970)
La carga del cuidado también aumentó. El acuerdo de no hablar jamás sobre la enfermedad de Kathy fue puesto a prueba de maneras imprevistas, como cuando Kathy se ponía un vestido al revés un domingo por la mañana justo antes de salir hacia las reuniones de la Iglesia. Hal se debatía entre su promesa y el conocimiento de que, en tiempos anteriores, ella se habría sentido profundamente avergonzada por el error.
Hal encontraba inspiración y esperanza en una de sus películas favoritas, Driving Miss Daisy. Él y Kathy habían disfrutado de películas edificantes desde los primeros días de su noviazgo y matrimonio. Con la llegada del alquiler de videos, comenzaron a ver comedias románticas felices en casa por las noches, cuando el tiempo lo permitía. A Hal le gustaban las historias en las que un pretendiente aparentemente poco calificado lograba conquistar la mano de una hermosa heroína. Así veía él su propio matrimonio con Kathy. En particular, le gustaba la película de Disney Aladdin; alegremente se llamaba a sí mismo el “rata callejero” afortunado cuyo matrimonio con una princesa lo había convertido en un príncipe.
La pérdida de memoria de Kathy llevó esta metáfora a un nuevo extremo, exigiendo que Hal “volviera a conquistarla” cada día y, a veces, cada hora. Aun cuando ella reconocía su papel como su guía y cuidador, en ocasiones lo resentía. En la lucha por ayudar a Kathy a tomar decisiones y participar en las actividades esenciales, Hal mantenía como prioridad preservar su amor. Ella lo hacía más fácil al conservar la serenidad y el temple infantil que habían caracterizado su vida. Sin embargo, cada día traía innumerables momentos en los que insistir en una diferencia podía crear un conflicto serio, posiblemente permanente.
En esos momentos, Hal pensaba en un nuevo héroe cinematográfico: el humilde y fiel chófer de Driving Miss Daisy. En esa película ganadora del Óscar, el hijo de una viuda adinerada contrata a un hombre para que sea su chofer, después de que ella choca el automóvil en un accidente que, en otras circunstancias, podría haber sido fatal para ella y para otros. La viuda, Miss Daisy, resiente al conductor, Hoke, como símbolo de su creciente incapacidad. Hoke responde a su desconfianza y trato áspero con amable paciencia. Con los años, ambos se vuelven cada vez más cercanos emocionalmente. Pero la demencia de Miss Daisy la confina en un asilo, separándolos físicamente, salvo por las visitas ocasionales que Hoke realiza a su propio costo en taxi, habiendo perdido él mismo la capacidad de conducir.
En una escena final de la película, durante una de esas visitas en que ella se muestra inusualmente lúcida y coherente, Miss Daisy toma su mano y dice: “Hoke, eres mi mejor amigo.” Al principio, Hoke protesta. Pero luego consiente: “Sí, señora.” Mientras Hal cuidaba de Kathy, especialmente en los momentos de mayor tensión, mantenía esa escena en su mente como su meta.
Siempre fiel
Así como Kathy anticipó sus propios desafíos cuando enseñó: “Todos enfrentaremos dificultades para las cuales debemos prepararnos”, Hal había dado un discurso que resultó profético y motivador para él mismo. En 1998, cuando Elizabeth se graduó de Bountiful High School, él habló en el servicio de graduación no confesional de la escuela. Tomó el título de su discurso de una frase en latín, “Semper Fidelis,” el lema del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En inglés, explicó, significa “Always Faithful” (“Siempre fiel”).
Hal dio ese encargo —ser siempre fieles en el cumplimiento de las promesas— a los estudiantes graduados de secundaria. Les advirtió que no sería fácil en los momentos más difíciles, pero que podían prepararse a lo largo del camino, en las “pequeñas cosas.”
En algún momento y lugar —y quizá más de una vez— el precio que se les pedirá pagar para ser fieles a sus promesas será todo lo que tienen y todo lo que son. Eso les sucederá no porque Dios sea cruel ni esté lejos, sino porque Él tiene propósitos para ustedes.
Pero no necesitan sentir temor, preguntándose cómo lo harán en la prueba, si solo recuerdan una sola palabra: “Siempre.” Siempre fieles. Esa palabra “siempre” parece difícil si uno se enfoca solo en los grandes momentos de prueba. Pero el poder para superar las grandes pruebas se construye en la rutina diaria. Si somos fieles en las cosas pequeñas —siempre, día tras día— seremos fieles en las cosas grandes.
Hal citó el matrimonio como una de las promesas que traerían grandes pruebas, tomando como ejemplo la imagen de los nuevos novios. Veía a esos jóvenes matrimonios a diario desde la ventana de su oficina, entonces ubicada en el segundo piso del Edificio de Administración de la Iglesia, mirando hacia el norte y el oeste, hacia el Templo de Salt Lake.
HAL Y KATHY DESPUÉS DE LA CONFERENCIA GENERAL
Las religiones de todo el mundo y a lo largo del tiempo comparten una comprensión común de lo que las personas buenas prometen hacer. Uno de esos compromisos es que haremos a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Ya sea que elijamos reconocerlo o no, esa es la promesa que hacemos cada vez que formamos una relación con otros. Siempre esperamos que ellos también cumplan con esa promesa. Pero, ya sea que los demás reconozcan y cumplan su compromiso o no, nosotros hemos aceptado la obligación de elevarnos a ese estándar.
Pueden ver fácilmente cómo grandes pruebas surgirán de ese compromiso. Solo piensen en lo que se requiere para mantener ese compromiso en el matrimonio. Desde mi ventana veo todos los días a los novios y novias tomándose fotos entre flores hermosas y fuentes que se elevan. El novio suele cargar a su esposa en brazos, al menos por unos cuantos pasos tambaleantes, mientras el fotógrafo toma las fotos de boda. Cada vez que veo eso, pienso en las parejas que he conocido que, con el tiempo —a veces poco después del día de la boda—, tuvieron que sostenerse el uno al otro de otras maneras, cuando fue difícil. Los trabajos pueden perderse. Los hijos pueden nacer con grandes desafíos. Puede venir la enfermedad. Y entonces, los hábitos de haber hecho a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros, cuando era más fácil, nos convertirán en héroes y heroínas en esos tiempos de prueba, cuando se requiere más de lo que creíamos tener dentro de nosotros.
Hal dejó a los jóvenes graduados con otra frase en lengua extranjera, esta vez en español: “Vaya con Dios.” Había aprendido esa frase junto a Kathy mientras preparaban sus testimonios para compartir durante sus viajes a países de habla hispana. Aunque no podía igualar su pronunciación casi perfecta —un don que impresionaba incluso a los hablantes nativos—, apreciaba profundamente su significado: “Vayan con Dios.”
Ahora pueden ver que mi despedida, “Vayan con Dios,” es más que un deseo de buen viaje. Es un consejo práctico. Pueden viajar con Él como su compañero si conocen las reglas del camino y las siguen. Vendrán tiempos difíciles en su travesía. Se encontrarán siendo probados una y otra vez para ser fieles a sus promesas. Algunas pruebas serán fáciles. Otras serán difíciles. Algunas requerirán que sacrifiquen —o parezca que sacrifican— todo lo que tienen para mantener sus promesas con los demás y con Dios. Él les dará el poder para ser fieles en las grandes pruebas al darles una fe mayor mientras eligen ser siempre fieles cuando el sacrificio es menor. Su propósito para ustedes es más grande que simplemente allanar su camino. Su propósito es fortalecer su fe al darles la oportunidad de probarla y confirmarla, y en el proceso, que lleguen a saber no solo que Él va con ustedes, sino que ustedes cuentan con Su aprobación.
Los discípulos del Salvador se preguntaban acerca de esa prueba que llega hasta el sacrificio, cuando Él aún estaba con ellos antes de Su muerte y resurrección. Él respondió a la pregunta de Pedro:
“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.”
Mi despedida de esta noche volverá a ustedes algún día si pueden recordar tres palabras en español y dos en latín. Mi despedida para ustedes al salir por la puerta es: “Vayan con Dios.” Vaya con Dios. Y mi promesa es que pueden invitarlo a ir con ustedes en el camino. Para hacerlo, solo deben realizar una cosa sencilla y cotidiana: sean fieles a sus promesas con los demás y con Él en todas las pequeñas pruebas. Siempre fieles. Las palabras en latín: Semper fidelis. Y entonces no irán solos, y yo no me preocuparé por ustedes.
Hal concluyó su testimonio de despedida a los graduados con una promesa que se aplica igualmente a nosotros al concluir nuestro recorrido junto a él.
Les doy mi testimonio personal de que Dios es perfectamente fiel. Él será perfectamente fiel con ustedes. Está cerca y es bondadoso. Conoce el camino que tienen por delante. Nos conoce y conoce nuestra capacidad. Cuando Él nos pide hacer promesas, también provee la manera de elevarnos a la capacidad de cumplirlas. Les dejo mi bendición y mi promesa de que tendrán el poder de ser siempre fieles, que así irán con Dios y sabrán que su senda es aprobada por Él.
Vaya con Dios, mis amigos.
Agradecimientos
Expresamos nuestra gratitud a los muchos colaboradores de esta obra. Entre ellos se incluyen todas las personas citadas, así como otras que brindaron valiosas ideas y sugerencias pero cuyos nombres no se mencionan. Esperamos que todos aquellos que contribuyeron a dar forma al contenido de este libro puedan ver reflejado el fruto de sus aportes y sientan la satisfacción bien merecida por su participación.
Agradecemos en particular el esfuerzo de Rebecca y Elizabeth Eaton, quienes ayudaron a su padre a examinar y organizar los materiales de referencia. Muchos de estos materiales fueron proporcionados por las tres secretarias que sirvieron al presidente Eyring durante el período de realización del proyecto.
Sheila Kartchner, quien se jubiló en 2012, trabajó con el presidente Eyring durante cinco años, habiendo servido previamente a los presidentes Thomas S. Monson y James E. Faust como segundos consejeros en la Primera Presidencia por más de dos décadas.
Sheila fue sucedida por Jenny Pederson, quien aplicó sus grandes habilidades organizativas para encontrar documentos y tesoros históricos que se creían perdidos.
Marcia Barrett, quien ha sido la estricta administradora de tareas del presidente Eyring y la coordinadora de tráfico de la familia Eyring durante diecisiete años, nos ayudó a reservar el tiempo que necesitábamos para trabajar con él.
Agradecemos especialmente a Sheri Dew, quien sugirió que este libro fuera escrito, y a Emily Watts, quien se aseguró de que no fuera escrito demasiado mal. Emily también coordinó al equipo de Deseret Book que creó el magnífico diseño visual y ayudó a dar vida al libro: Jana Erickson, Sheryl Dickert Smith, Richard Erickson, Kayla Hackett, Elizabeth Alley y Rachael Ward.
Con el más profundo agradecimiento damos las gracias a Dianne Hansen Eaton y Kelly Child Eyring por su amorosa guía y apoyo.

























me pueden ayudar con e pdf este es mi correo washingtonpalacios28@gmail.com gracias
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