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Doctrina y Convenios 121–123
20 – 26 octubre: “Oh Dios, ¿en dónde estás?”
Contexto histórico
El invierno más oscuro: Liberty Jail, 1838–1839
En el invierno de 1838 a 1839, el profeta José Smith se encontraba encarcelado en Liberty Jail, Misuri, junto con sus compañeros Hyrum Smith, Sidney Rigdon, Lyman Wight, Caleb Baldwin y Alexander McRae. Habían sido apresados injustamente bajo acusaciones falsas de traición, homicidio y conspiración, luego de los conflictos entre los santos y los habitantes del estado de Misuri, conocidos como la Guerra Mormona de 1838.
Las condiciones en la cárcel eran inhumanas. El edificio de piedra tenía muros de casi un metro de grosor, una altura baja que impedía ponerse de pie completamente, y solo una pequeña rendija para la luz. El frío del invierno de Misuri era intenso; la comida estaba podrida, y las ratas y el hedor hacían casi imposible el descanso. José describió aquel lugar como “un infierno en la tierra”.
Mientras tanto, afuera, los santos estaban sufriendo terriblemente. Miles de miembros fueron expulsados de sus hogares en el condado de Caldwell y Far West. Muchos cruzaron el río Misisipi hacia Illinois en medio del invierno, buscando refugio. Mujeres y niños caminaban descalzos por la nieve; algunos murieron de hambre y exposición. En ese contexto de desolación y aparente abandono, José se sintió profundamente angustiado.
El clamor del profeta: Doctrina y Convenios 121:1–6
Desde la oscuridad del calabozo, José elevó una súplica que ha resonado a lo largo de las generaciones:
“¡Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?
¿Hasta cuándo tu brazo se detendrá y tus ojos, sí, tus ojos puras mirarán desde los eternos cielos los sufrimientos de tu pueblo…?” (D. y C. 121:1–2)
Estas palabras nacen del corazón de un profeta que se sentía abandonado, impotente y angustiado por el sufrimiento de los santos. Pero su súplica pronto se transformó en una revelación de consuelo y perspectiva eterna. El Señor le aseguró que sus pruebas no durarían mucho y que serían para su bien.
“Tus amigos te sostendrán, y el testimonio de ellos aún resonará en tus oídos…
Si eres llamado a pasar por todas estas cosas, sabrás que no son más que por un corto momento;
y entonces, si lo soportas bien, Dios te exaltará.” (D. y C. 121:7–8)
Lecciones sobre el poder y la autoridad: Doctrina y Convenios 121:34–46
Mientras reflexionaba en la prisión, el profeta recibió una de las exposiciones más sublimes sobre el ejercicio justo del poder y la autoridad del sacerdocio. El Señor reveló que el verdadero poder no se mantiene por compulsión ni control, sino por persuasión, longanimidad, bondad y amor sincero.
Estas palabras surgieron en un tiempo en que algunos líderes santos habían abusado de su autoridad o habían traicionado a José, especialmente durante los conflictos en Misuri. El Señor enseñó que solo el sacerdocio gobernado por rectitud puede permanecer, porque fluye como un principio eterno.
“Cuando ejercemos control, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran…
No se puede gobernar por la fuerza; se debe gobernar con rectitud.” (D. y C. 121:37–41)
La sabiduría divina frente a la persecución: Doctrina y Convenios 122
La siguiente parte de la revelación, hoy Doctrina y Convenios 122, fue una respuesta personal del Señor a José. En ella, el Salvador amplió su perspectiva, mostrando que todas las pruebas—por terribles que sean—son parte del plan de Dios para purificar y fortalecer al alma.
El Señor enumeró escenas de sufrimiento extremo —ser arrojado en el pozo, perder amigos y familia, ver la destrucción de todo lo que se ama— y luego concluyó con una promesa inmortal:
“Hijo mío, la paz sea contigo; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento;
y entonces, si lo soportas bien, Dios te exaltará.” (D. y C. 122:7–9)
El deber de documentar la injusticia: Doctrina y Convenios 123
Finalmente, el Señor instruyó a José a registrar cuidadosamente las persecuciones sufridas por los santos y los nombres de quienes habían cometido injusticias contra ellos. Este mandato tenía un propósito cívico y espiritual: defender la causa de la verdad y la libertad religiosa ante las autoridades nacionales, y dejar testimonio eterno de las injusticias cometidas contra el pueblo de Dios.
El Señor declaró que debían presentar peticiones formales ante el Congreso y el presidente de los Estados Unidos, de modo que “su sangre no clame desde la tierra al Señor de los Ejércitos contra ellos.” (D. y C. 123:7–11)
Un legado desde la oscuridad
Aunque José y sus compañeros pasaron casi cinco meses en Liberty Jail, finalmente fueron liberados en abril de 1839. Poco después, se reunieron con los santos en Quincy, Illinois, y más tarde establecieron la ciudad de Nauvoo.
Las secciones 121–123, nacidas en aquella prisión, se convirtieron en uno de los documentos espirituales más profundos de la Restauración, a menudo llamadas “las epístolas desde Liberty Jail”. En ellas se entrelazan dolor, esperanza, justicia, y la naturaleza divina del sufrimiento humano.
El propio José diría más tarde que Liberty Jail fue una “cárcel de aprendizaje”: un lugar donde se transformó la desesperación en revelación, y la aflicción en visión profética.
Doctrina y Convenios 121:1–10, 23–33; 122
Con Dios, la adversidad puede “se[r] para [mi] bien”.
1. Un clamor desde la oscuridad (121:1–6)
“¡Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?”
Estas palabras, nacidas en la cárcel de Liberty, son más que un grito de desesperación; son la voz del alma humana que lucha por comprender el silencio divino. José Smith, un profeta llamado por Dios, se siente abandonado mientras los santos son expulsados, sus hijos sufren y su obra parece destruida.
El hecho de que este lamento esté preservado en las Escrituras enseña algo profundo: Dios no teme nuestras preguntas sinceras ni nuestros momentos de dolor. Él permite que expresemos angustia, pero también nos guía a transformar el sufrimiento en crecimiento.
El Señor responde a José no con explicaciones, sino con perspectiva eterna:
“Si eres llamado a pasar por tribulaciones… todas estas cosas te darán experiencia y serán para tu bien.” (122:7)
El mensaje es claro: Dios no siempre quita las pruebas, pero siempre da sentido a ellas. El amor divino no consiste en evitarnos la adversidad, sino en convertirla en un instrumento de progreso espiritual.
2. “Tus amigos te sostendrán”: el consuelo en medio del dolor (121:7–10)
“Tus amigos te sostendrán, y el testimonio de ellos resonará en tus oídos…”
En medio del aislamiento, el Señor recuerda a José que no está solo. La amistad —un don celestial— es parte del plan divino para soportar la adversidad. El Señor mismo actúa a menudo a través de las manos y los corazones de otras personas.
Además, el Señor le asegura:
“Tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un corto momento.”
Aquí se revela una verdad doctrinal central: la eternidad redefine la duración del sufrimiento. Lo que parece interminable desde la perspectiva mortal es, en la escala divina, un breve instante. Las pruebas tienen un límite; la gloria prometida, en cambio, es infinita.
3. El contraste entre los impíos y los fieles (121:23–33)
“Desdichados los que han pecado contra mi pueblo… su día viene pronto.”
Mientras los enemigos de los santos prosperan temporalmente, el Señor asegura que la justicia divina no duerme. El contraste es deliberado: los poderosos del mundo pueden tener éxito momentáneo, pero solo los que permanecen fieles bajo persecución alcanzarán el poder eterno.
En el versículo 33, el Señor formula una pregunta poderosa:
“¿Qué poder tiene el hombre para detener las obras de Dios?”
Este pasaje enseña que ninguna fuerza humana o satánica puede frustrar los designios del Altísimo. Las cárceles, los decretos de exterminio, las traiciones y los sufrimientos no detuvieron el plan de Dios, sino que lo purificaron y fortalecieron.
Así ocurre también en nuestra vida: los momentos en que parece que todo se derrumba pueden ser los mismos en que el Señor está forjando el alma con fuego celestial.
4. La escuela divina del sufrimiento (122:1–7)
“El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?”
Esta declaración del Señor es la joya doctrinal de la revelación. Cristo no habla desde la distancia, sino desde la experiencia del dolor redentor. Él conoce el hambre, la traición, el encarcelamiento injusto, la soledad y la muerte.
Por tanto, puede ministrar en toda adversidad con perfecta comprensión.
El mensaje es que el sufrimiento del justo tiene sentido solo a la luz del sufrimiento del Salvador. Las pruebas, vistas en ese contexto, se convierten en un camino para participar de Su gloria.
“Todas estas cosas te darán experiencia y serán para tu bien.” (122:7)
Aquí el Señor redefine la adversidad: ya no es un obstáculo, sino una herramienta pedagógica en la escuela de la eternidad. Con Dios, el dolor se transforma en poder espiritual, y la aflicción en sabiduría.
5. La exaltación después de soportar bien (122:8–9)
“Si lo soportas bien, Dios te exaltará; triunfarás sobre todos tus enemigos.”
Esta promesa resume la ley celestial del crecimiento: no basta con soportar las pruebas; debemos soportarlas bien, con fe, paciencia y confianza en la justicia divina.
El verbo “exaltar” no implica solo ser liberado, sino ser elevado a una comprensión más alta, más cercana a la del Salvador. Las pruebas pueden quebrar el corazón, pero si ese corazón se ofrece a Dios, Él lo reconstruye más fuerte, más sabio y más santo.
- Aplicación personal y doctrinal
Doctrina y Convenios 121–122 enseña que la adversidad es inevitable, pero el sufrimiento no es inútil. En el plan eterno, Dios permite las pruebas para:
- Purificar el carácter (como el fuego refina el oro).
- Fortalecer la fe, al enseñarnos a depender más de Él.
- Prepararnos para servir mejor, pues solo quien ha sufrido puede consolar con auténtica empatía.
- Llevarnos a Cristo, quien descendió “debajo de todo” para poder elevarnos “por encima de todo.”
Cuando entendemos esto, incluso los días más oscuros pueden llenarse de propósito. Como José Smith, podemos aprender a decir:
“Con Dios, mi adversidad puede ser para mi bien.”
En la cárcel de Liberty, José no solo recibió consuelo; recibió una nueva visión del sufrimiento. Aprendió que la adversidad no es un castigo, sino un proceso redentor.
Así como el Señor convirtió una prisión en un templo de revelación, también puede transformar nuestros momentos de dolor en instrumentos de santificación.
“Tus aflicciones no serán más que por un corto momento…
Si lo soportas bien, Dios te exaltará.”
Con Dios, ningún sufrimiento es estéril, ninguna lágrima se desperdicia, y ningún sacrificio es en vano.
| Versículo | Principio doctrinal | Aplicación personal | Reflexión |
| 121:1–2 | Dios escucha aun cuando parece estar lejos. La oración sincera abre el camino a la revelación. | En los silencios de Dios, puedo orar con honestidad y fe. | A veces el cielo calla no porque no escuche, sino porque quiere que mi alma aprenda a confiar más que a entender. |
| 121:5–6 | El sufrimiento de los justos nunca pasa inadvertido ante el Señor. | Aunque no vea resultados, puedo creer que Dios obra en lo invisible. | Las lágrimas derramadas en fe nunca se pierden; se convierten en el lenguaje con que el alma aprende a hablar con Dios. |
| 121:7–8 | Las pruebas son temporales; si las enfrento con fe, serán para mi bien eterno. | Puedo ver mis pruebas como parte de mi preparación celestial. | El tiempo de la prueba es corto comparado con la eternidad; lo que hoy duele, mañana será testimonio de poder espiritual. |
| 121:9–10 | El Señor promete apoyo a través de amigos fieles y del Espíritu. | No estoy solo; el Señor envía consuelo visible e invisible. | Dios responde muchas veces con rostros conocidos y manos humanas; Su amor suele tener forma de amigo. |
| 121:23–24 | La aparente victoria del mal es temporal; la justicia divina prevalecerá. | Puedo vivir sin miedo, sabiendo que el Señor gobierna Su obra. | La paciencia del cielo no es debilidad; es misericordia. Y la justicia, cuando llega, siempre llega perfecta. |
| 121:25–29 | El poder y el conocimiento de los cielos son dados a los fieles y humildes. | La humildad convierte la prueba en puerta de revelación. | La adversidad enseña más que la abundancia; el fuego de la prueba revela la pureza del corazón. |
| 121:33 | Ningún poder puede frustrar los designios del Señor. | Aun en medio de obstáculos, mi vida tiene propósito divino. | El plan de Dios sigue adelante aunque mis pasos vacilen; Su obra incluye mis tropiezos. |
| 122:1–4 | La adversidad es una escuela divina; incluso la traición puede ser una lección sagrada. | Puedo confiar en que Dios usa toda experiencia para fortalecerme. | Los que me hieren se convierten, sin saberlo, en instrumentos de mi crecimiento espiritual. |
| 122:5–7 | Las pruebas no son castigos, sino experiencias que refuerzan mi carácter eterno. | Cada desafío puede refinarme si lo enfrento con fe. | El dolor que acepto con fe se transforma en poder; el que rechazo se convierte en amargura. |
| 122:8 | Cristo descendió debajo de todo para poder elevarme por encima de todo. | Puedo hallar sentido en mi sufrimiento al mirar a Cristo. | Ninguna herida mía es ajena al Salvador; Él ya la llevó, y en Su gracia la convierte en luz. |
| 122:9 | Si soporto bien mis pruebas, Dios me exaltará y me dará poder sobre la adversidad. | Mi fidelidad en la oscuridad prepara mi futuro de luz. | Las prisiones se convierten en templos cuando el corazón permanece fiel. |
La cárcel de Liberty se convirtió en un santuario de revelación.
Del mismo modo, cada alma puede transformar su dolor en un altar donde la fe vence al miedo.
Con Dios, la adversidad deja de ser castigo y se convierte en escuela; deja de ser obstáculo y se convierte en puente hacia la eternidad.
“Si lo soportas bien, Dios te exaltará.” — Doctrina y Convenios 121:8; 122:9
Reflexión final:
Las revelaciones dadas a José Smith en la cárcel de Liberty son mucho más que un consuelo histórico: son una lección eterna sobre el modo en que Dios convierte la adversidad en crecimiento. En el silencio del dolor, cuando el alma clama “¿Dónde estás, Señor?”, aprendemos que la ausencia aparente de respuestas no significa abandono, sino invitación a una fe más profunda. Dios no siempre calma la tormenta; a veces, enseña al corazón a encontrar paz dentro de ella.
El sufrimiento, visto desde la perspectiva divina, deja de ser un castigo y se convierte en un maestro. Nos moldea, nos refina y nos acerca a Cristo, quien descendió “debajo de todo” para que ninguna de nuestras pruebas quedara fuera de Su comprensión. En Él descubrimos que no hay oscuridad tan densa que Su luz no pueda penetrar, ni dolor tan profundo que Su amor no pueda redimir.
Las palabras del Señor —“Si lo soportas bien, Dios te exaltará”— resumen la ley celestial del progreso. No basta con sobrevivir a las pruebas; es necesario transformarlas en ofrendas de fe. Cada lágrima, cuando se entrega a Dios, se convierte en semilla de fortaleza y esperanza.
Así como José encontró revelación en una prisión, también nosotros podemos hallar propósito en nuestros momentos de encierro emocional o espiritual. El Señor no desperdicia el sufrimiento de Sus hijos: lo consagra, lo usa, lo santifica.
Cuando miramos nuestras pruebas a través del lente de la eternidad, comprendemos que “todas estas cosas serán para nuestro bien”. Entonces el alma, aun herida, puede descansar en la certeza de que Dios está obrando, incluso en el silencio. Y en esa confianza, brota una paz que el mundo no puede dar: la paz de saber que con Dios, ninguna aflicción es en vano y toda adversidad puede conducirnos a la exaltación.
Doctrina y Convenios 121:34–46
El poder y la influencia verdaderos se basan en “los principios de la rectitud”.
1. La advertencia: muchos son llamados, pero pocos son escogidos (vv. 34–36)
“He aquí, muchos son llamados, pero pocos son escogidos. Y ¿por qué no son escogidos? Porque su corazón se halla puesto tan completamente en las cosas de este mundo, y aspiran a los honores de los hombres…”
El Señor comienza esta porción de la revelación con una observación inquietante: el llamamiento divino no garantiza la aprobación divina. Ser “llamado” significa recibir una oportunidad de servir; ser “escogido” implica ejercer esa oportunidad con un corazón puro y una voluntad consagrada.
El mayor peligro para quienes poseen autoridad espiritual —y, en realidad, para todos los que tienen alguna forma de influencia— es usar esa autoridad buscando reconocimiento, poder o control. El “honor de los hombres” sustituye fácilmente la honra de Dios.
El principio doctrinal es claro: el poder del sacerdocio no es un privilegio automático, sino una consecuencia espiritual del corazón recto.
La autoridad se confiere por imposición de manos, pero el poder del sacerdocio se obtiene solo mediante rectitud.
2. El retiro del cielo: cuando la autoridad se usa con injusticia (vv. 37–39)
“Cuando tratamos de ejercer control, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran; el Espíritu del Señor se aflige, y cuando se retira, el sacerdocio, o la autoridad de ese hombre, cesa de ser con él.”
Aquí el Señor define una ley espiritual inmutable: la coerción destruye la autoridad divina.
Ningún líder —ni en el hogar, ni en la Iglesia, ni en la sociedad— puede retener poder espiritual cuando su propósito se contamina por el egoísmo, la ira o el deseo de controlar a otros.
La frase “en cualquier grado de injusticia” enseña que incluso los abusos sutiles —la manipulación emocional, la crítica hiriente, la imposición de opiniones o el orgullo disfrazado de liderazgo— apagan el Espíritu.
El Señor usa un lenguaje severo para enfatizar la consecuencia: los cielos se retiran, y el sacerdocio “cesa de ser con él”. En otras palabras, la autoridad divina no puede coexistir con la coerción humana.
El poder de Dios solo fluye donde hay libertad, amor y pureza de intención.
3. La manera de gobernar según Dios: por los principios de la rectitud (vv. 40–43)
“Ningún poder ni influencia se puede ni se debe mantener… sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y amor sincero…”
Estos versículos constituyen una de las declaraciones más sublimes sobre el verdadero liderazgo cristiano.
El Señor enumera los principios de la rectitud que fundamentan Su manera de gobernar y que deben guiar a todos los que deseen ejercer influencia divina:
- Persuasión: invitar, no imponer.
- Longanimidad: tener paciencia prolongada, especialmente cuando otros fallan.
- Benignidad: actuar con bondad, sin dureza ni aspereza.
- Mansedumbre: liderar con humildad, no con superioridad.
- Amor sincero: interesarse genuinamente por las personas, no por los resultados.
“Reprendiendo en el momento oportuno con severidad, cuando lo dicte el Espíritu Santo, y mostrando luego un aumento de amor…” (v. 43)
El equilibrio perfecto entre corrección inspirada y afecto sincero define el poder divino. El amor es el contexto del consejo; la rectitud es el alma de la influencia.
El Señor enseña que el amor posterior a la corrección es lo que mantiene los corazones unidos.
El propósito de la reprensión justa no es dominar, sino sanar y fortalecer.
4. El fruto de la rectitud: confianza, pureza y presencia del Espíritu (vv. 44–46)
“Que tu confianza se robustezca en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destile sobre tu alma como rocío del cielo.”
Cuando el poder se ejerce según los principios de la rectitud, produce frutos espirituales profundos:
- Confianza ante Dios: el alma se siente libre de culpa y segura de Su aprobación.
- Revelación constante: la “doctrina del sacerdocio” —el modo en que Dios gobierna y bendice— fluye naturalmente.
- Pureza de intención: el corazón se llena de amor, no de ambición.
- Presencia constante del Espíritu: la promesa final es que “el Espíritu Santo será tu compañero constante, y tu cetro un cetro inmutable de justicia y de verdad.”
El poder del sacerdocio no consiste en mandatos, sino en inspiración, ternura y santidad.
El cetro del justo no golpea: bendice.
La verdadera autoridad no se impone: emana.
El Señor nos enseña que el poder espiritual depende más del carácter que del cargo.
Un obispo, un padre, una maestra o una madre tienen verdadera influencia solo cuando su liderazgo refleja el modo en que Dios gobierna: con amor, paciencia y rectitud.
Los principios de la rectitud no son solo virtudes morales; son las leyes que gobiernan el poder del cielo.
Cualquier otra forma de influencia —basada en el temor, la imposición o el orgullo— es terrenal, temporal y autodestructiva.
Doctrina y Convenios 121:34–46 revela el modelo divino de liderazgo.
Mientras el mundo busca poder mediante la fuerza, el Evangelio enseña que la influencia duradera se obtiene por rectitud.
“El poder y la influencia verdaderos no se imponen; se ganan.
No nacen de la autoridad, sino del amor.
No controlan, sino inspiran.”
Por eso, los principios de la rectitud —la persuasión, la paciencia, la bondad, la mansedumbre y el amor sincero— son la esencia misma del gobierno de Dios y la única vía hacia el poder eterno.
La diferencia entre “los poderes del cielo” y “el poder del mundo” en Doctrina y Convenios 121:34–46 es una de las enseñanzas más profundas de toda la Restauración. A continuación te presento una explicación para entender ambas realidades y lo que nos revelan sobre el carácter del Señor.
1. Dos clases de poder: el del cielo y el del mundo
| Tipo de poder | Fuente | Modo de ejercerlo | Resultado |
| Los poderes del cielo | Proceden de Dios; son espirituales, eternos y basados en principios de rectitud (D. y C. 121:36). | Se ejercen solo “en los principios de la rectitud”: persuasión, paciencia, mansedumbre, benignidad, amor sincero (vv. 41–42). | Traen paz, revelación, confianza en Dios y la constante compañía del Espíritu Santo (vv. 45–46). |
| El poder del mundo | Nace del orgullo humano, del deseo de controlar, dominar o recibir honra (vv. 34–35). | Se ejerce por coerción, manipulación, presión, miedo o violencia. | Termina en corrupción, pérdida del Espíritu y caída espiritual (v. 37). |
a. Los poderes del cielo
“Los poderes del cielo no pueden ser controlados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.” (v. 36)
Este poder no se impone, se obtiene.
No depende de la posición, del cargo ni del reconocimiento, sino del estado del corazón.
El Señor enseña que Su poder fluye como un principio natural —como la luz o el amor—, pero solo puede hacerlo en un ambiente de pureza, humildad y justicia.
Ejemplo:
Cristo ejercía el poder del cielo cuando sanaba, perdonaba y bendecía. No manipulaba ni exigía: invitaba. Su poder emanaba de Su rectitud perfecta y Su amor puro.
Claves del poder celestial:
- Se basa en libertad y amor.
- Se manifiesta en influencia moral y espiritual, no en fuerza física.
- Se mantiene solo cuando se usa para bendecir, no controlar.
b. El poder del mundo
“Porque su corazón se halla puesto tan completamente en las cosas de este mundo, y aspiran a los honores de los hombres.” (v. 35)
El poder del mundo busca posición, control y prestigio.
Opera por la fuerza, la intimidación, la manipulación o la apariencia. Su objetivo es dominar o someter a otros, no elevarlos.
Aunque puede producir obediencia externa, no cambia corazones, porque actúa desde el temor, no desde el amor.
Por eso, cuando alguien con autoridad eclesiástica, familiar o política busca imponer su voluntad sin respeto a la libertad ajena, pierde el poder espiritual, aunque conserve la posición visible.
Claves del poder mundano:
- Se basa en orgullo y deseo de control.
- Se mantiene mediante temor o halago.
- Se disuelve al perder la autoridad moral o la pureza interior.
2. Lo que estas descripciones enseñan sobre el Señor
a. Dios gobierna por rectitud, no por compulsión.
El Señor podría forzar a Sus hijos a obedecer, pero elige no hacerlo. Prefiere inspirar antes que imponer.
Esto revela que Su gobierno es moral, no coercitivo.
La rectitud es el cimiento de Su poder; el amor, la esencia de Su influencia.
“Ningún poder ni influencia se puede ni se debe mantener… sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y amor sincero.” (v. 41)
b. El poder del Señor es transformador, no controlador.
Dios no busca someter nuestra voluntad, sino santificarla.
Nos invita a actuar por convicción, no por obligación.
Su poder cambia el corazón, no solo el comportamiento.
“La doctrina del sacerdocio destile sobre tu alma como rocío del cielo.” (v. 45)
Así actúa el Señor: como el rocío—suavemente, constantemente, dando vida sin violencia.
c. El poder de Dios está vinculado con Su pureza y Su amor perfecto.
En los cielos, la autoridad y la rectitud son inseparables.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ejercen Su poder porque Su carácter es perfectamente justo, compasivo y sin egoísmo.
El Señor no domina; sirve.
No busca recibir gloria; la comparte.
No se impone; invita.
El poder del mundo se basa en la fuerza, la imposición y el orgullo.
El poder del cielo se basa en la rectitud, el amor y la pureza de intención.
Uno obliga; el otro inspira.
Uno aprovecha la debilidad humana; el otro fortalece el alma.
Uno se disuelve con el tiempo; el otro permanece para siempre.
El Señor nos enseña que el verdadero poder no se obtiene mandando, sino amando.
La rectitud —no la posición— es lo que da autoridad ante Dios.
Por eso, el liderazgo divino no consiste en decir “haz lo que digo”, sino en vivir de tal manera que otros deseen seguirte.
“El poder del mundo exige obediencia;
el poder de Dios invita a la conversión.”
Cuando nuestra influencia se fundamenta en los principios de la rectitud, nos volvemos un reflejo del poder celestial: humilde, constante, y lleno de amor redentor.
Te dejo una historia que ilustra las enseñanzas de Doctrina y Convenios 121:34–46, sobre que el poder y la influencia verdaderos se basan en los principios de la rectitud:
Historia: “El Obispo y el Martillo”
Había una vez un obispo llamado Raúl, un hombre sincero y trabajador. Había sido elegido para dirigir su barrio en una pequeña ciudad, y se tomó su llamamiento con gran seriedad. Desde el primer día, quiso hacer todo bien: mejorar la reverencia en las reuniones, aumentar la asistencia, y ayudar a los miembros a pagar el diezmo fielmente.
Pero con el paso del tiempo, sin darse cuenta, Raúl empezó a ejercer su autoridad con demasiada firmeza. Si alguien no asistía, lo llamaba para reprenderlo; si un líder llegaba tarde, lo corregía públicamente; si un joven erraba, lo señalaba en la clase para que “aprendiera”. Su intención era buena: quería elevar el nivel espiritual de su barrio. Pero el modo en que lo hacía no reflejaba la manera en que Dios gobierna.
Poco a poco, el Espíritu comenzó a retirarse. Las reuniones se volvían más tensas que edificantes. Los líderes lo obedecían, sí, pero con temor, no con amor. Una noche, al preparar su discurso, Raúl leyó Doctrina y Convenios 121. Al llegar al versículo 37, sintió un golpe en el corazón:
“Cuando tratamos de ejercer control, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia… los cielos se retiran; el Espíritu del Señor se aflige…”
Raúl se detuvo. Sintió que esas palabras hablaban directamente de él. Se arrodilló, con lágrimas en los ojos, y oró:
“Señor, ¿he perdido Tu Espíritu por querer hacer las cosas bien?”
En ese momento, recordó una experiencia de años atrás. Su propio obispo lo había corregido una vez, pero lo hizo con ternura. Después de la corrección, aquel obispo le puso la mano en el hombro y le dijo: “Hermano Raúl, el Señor confía en usted. Yo también.”
Raúl había salido de aquella entrevista sintiendo el deseo profundo de mejorar, no por temor, sino por amor.
Comprendió entonces la diferencia entre el poder del mundo y los poderes del cielo.
El primero exige obediencia; el segundo inspira conversión.
El primero manda; el segundo ama.
El primero controla; el segundo persuade.
Durante los meses siguientes, Raúl cambió su manera de liderar. Comenzó a escuchar más y a hablar menos. Cuando debía reprender, lo hacía con humildad y oración. Después de cada corrección, buscaba mostrar un aumento de amor, tal como enseña el versículo 43.
Una tarde, un joven del barrio al que había reprendido injustamente lo visitó. Le dijo:
“Obispo, gracias por haberme pedido perdón aquella vez. No muchos líderes lo harían. Desde entonces, quise volver a la Iglesia.”
Esa noche, al arrodillarse, Raúl sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: paz.
El Espíritu volvió a ser su compañero constante.
La “doctrina del sacerdocio destilaba sobre su alma como rocío del cielo” (v. 45).
Comprendió que el verdadero poder no se ejerce con un martillo, sino con un corazón limpio.
Que la influencia más duradera no se impone, sino que se gana con amor y paciencia.
Y que el liderazgo según Dios no se mide por el control que uno tiene sobre otros, sino por el bien que uno despierta en ellos.
- El poder del mundo usa la fuerza; el poder de Dios usa el amor.
- La autoridad se confiere por ordenanza; el poder se obtiene por rectitud.
- La verdadera influencia no domina, sino que inspira.
Cuando gobernamos —en la familia, en la Iglesia o en la sociedad— conforme a los principios de la rectitud, nos convertimos en reflejos del mismo Cristo, cuyo poder fluía no del miedo, sino de Su amor perfecto.
Reflexión final:
En la cárcel de Liberty, José Smith aprendió que el verdadero poder no se impone, sino que fluye del corazón recto. El Señor le enseñó que muchos son llamados, pero pocos son escogidos, porque buscan los honores del mundo más que la aprobación de Dios. La autoridad puede conferirse por ordenanza, pero el poder espiritual solo se obtiene mediante la rectitud.
Cuando alguien intenta controlar o dominar “en cualquier grado de injusticia”, los cielos se retiran y el Espíritu se aleja. El poder divino no puede coexistir con la coerción; solo prospera donde hay libertad, humildad y amor.
El Señor reveló Su manera de gobernar: “por persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre y amor sincero”. Así lidera Cristo: invitando, no imponiendo; corrigiendo con el Espíritu y mostrando luego un aumento de amor. Ese equilibrio entre verdad y ternura es la esencia del liderazgo celestial.
El fruto de vivir así es la paz interior, la confianza ante Dios y la constante compañía del Espíritu. La influencia pura no domina, inspira. El poder del mundo se basa en el miedo y el orgullo; el poder del cielo, en el amor y la rectitud.
Esta revelación nos recuerda que todos ejercemos alguna forma de liderazgo —en el hogar, en la Iglesia o en la vida diaria— y que la verdadera autoridad no proviene del cargo, sino del carácter. Gobernar como Cristo significa guiar con mansedumbre, servir con amor y dejar que el Espíritu sea nuestro compañero constante.
Doctrina y Convenios 122:8
Jesucristo ha descendido debajo de todas las cosas a fin de poder levantarme.
El contexto de esta revelación es el momento más oscuro de la vida del profeta José Smith: Liberty Jail, un calabozo húmedo, helado y sin esperanza visible. En medio de su clamor al cielo, el Señor no le promete una salida inmediata, sino una visión más profunda del sufrimiento.
La frase “ha descendido debajo de todo” revela una verdad sublime sobre Jesucristo:
Él no solo observó el dolor humano, lo experimentó en su plenitud. Ninguna tristeza, humillación o injusticia está fuera de Su alcance, porque Él descendió a todas ellas.
Esto no significa solo dolor físico (la cruz), sino toda forma de sufrimiento humano:
- Rechazo y soledad (Isaías 53:3)
- Tentación y debilidad (Hebreos 2:17–18)
- Pérdida y compasión (1 Nefi 11:16–33)
- Enfermedades, culpas y angustias del alma (Alma 7:11–13)
Cristo descendió a los lugares más profundos —de dolor, pecado y desesperanza— para poder encontrarnos allí. No hay abismo al que uno pueda caer sin hallar en él las huellas de Su amor redentor.
Por eso el Señor pregunta:
“¿Eres tú mayor que Él?”
No como una reprensión, sino como una invitación a la humildad y la esperanza.
Si Cristo —el más puro de todos— no fue librado del sufrimiento, ¿por qué nosotros esperaríamos una vida sin pruebas?
Y si Él venció desde lo más bajo, también puede levantarnos desde lo más bajo.
“El Salvador descendió más abajo que cualquier dolor humano; experimentó toda angustia, toda humillación y toda soledad, para que nadie quedara fuera del alcance de Su ayuda. Como Él bajó tan profundamente, ahora puede elevarme a las alturas de la esperanza, del perdón y de la vida eterna.”
El presidente Oaks enseñó:
“Podríamos decir que habiendo descendido debajo de todo, [Jesucristo] está en una posición perfecta para levantarnos y darnos la fuerza que necesitamos para soportar nuestras aflicciones.”
Esta reflexión amplía el sentido del versículo:
Cristo no solo comprende nuestras penas, sino que se coloca debajo de ellas, como quien sostiene desde abajo una carga que ya no podemos levantar.
Su poder no actúa desde la distancia, sino desde la cercanía del sufrimiento.
Por eso, cuando sentimos que nadie nos entiende, Él sí nos entiende.
Cuando pensamos que hemos caído demasiado bajo, Él ya ha estado allí.
Y cuando creemos que no podemos levantarnos, Su gracia se convierte en el punto de apoyo que nos eleva.
Mostrar gratitud a Cristo por haber descendido debajo de todo no se logra solo con palabras, sino con una vida que refleje Su sacrificio:
- Aceptar con fe nuestras pruebas, confiando en que “todas estas cosas serán para nuestro bien” (D. y C. 122:7).
- Ayudar a otros en su dolor, recordando que quien ha sentido el consuelo de Cristo puede ser instrumento para consolar (2 Corintios 1:4).
- Servir con empatía, sabiendo que Cristo no juzgó desde arriba, sino que amó desde abajo.
- Vivir con esperanza, porque Su descenso garantiza nuestra elevación.
Doctrina y Convenios 122:8 enseña que el poder redentor de Cristo no se basa solo en Su divinidad, sino en Su descenso voluntario al dolor humano.
Él bajó para que nosotros pudiéramos subir.
Descendió debajo de todo, para levantarnos sobre todo.
Su compasión nace de Su experiencia; Su poder, de Su sacrificio.
Por eso, cuando enfrentamos nuestras propias “prisiones de libertad”, podemos recordar:
El Salvador ya estuvo allí, y salió triunfante.
Y si confiamos en Él, también nosotros saldremos, más fuertes, más humildes y más semejantes a Él.
Reflexión final
En la cárcel de Liberty, cuando José Smith se hallaba en su hora más oscura, el Señor le reveló una verdad eterna: “El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que Él?”. Con esas palabras, Cristo no ofreció una salida inmediata, sino una comprensión más profunda del sufrimiento.
Jesús no observó el dolor humano desde lejos; lo vivió plenamente. Experimentó rechazo, soledad, injusticia y angustia, para que nadie quedara fuera del alcance de Su amor. En cada aflicción, ya están Sus huellas, y en cada abismo, Su presencia.
Habiendo descendido debajo de todo, Cristo puede levantarnos por encima de todo. Su poder no actúa desde la distancia, sino desde la cercanía del dolor. Él comprende, sostiene y transforma cada prueba en una oportunidad de fe y crecimiento.
Recordar Su descenso nos invita a vivir con gratitud y esperanza: aceptar las pruebas con fe, consolar a otros con empatía y confiar en que Su gracia siempre puede levantarnos.
Porque gracias a Él, ningún sufrimiento es final, y aun en nuestras noches más oscuras, Su luz nos guía hacia la redención.
Doctrina y Convenios 123
“Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance”.
Era marzo de 1839.
José Smith llevaba meses prisionero en la cárcel de Liberty, un lugar tan sombrío que apenas merecía ese nombre. Las paredes eran gruesas y frías, el aire húmedo, la comida escasa, y la esperanza, casi inexistente. Desde su pequeña celda, José escuchaba los lamentos de sus compañeros y las noticias que llegaban del exterior: los santos expulsados de sus hogares en Misuri, los campos destruidos, los niños enfermos y las familias dispersas por el invierno. Todo parecía perdido.
Y, sin embargo, desde ese mismo lugar de dolor, brotaron algunas de las palabras más luminosas de su vida.
Entre ellas, las que hoy conocemos como Doctrina y Convenios 123.
Mientras la noche caía sobre la prisión, José tomó la pluma. No escribía como quien se queja, sino como quien recuerda su propósito.
Sabía que los santos sufrían injusticias terribles, pero también que la fe no debía morir con el sufrimiento.
Así que los invitó a actuar, aunque fuera desde su debilidad:
“Recopilen lo que sepan de todos los hechos…” (v. 1)
“Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance…” (v. 17)
Era un llamado a hacer algo. No todo, pero sí lo que podían.
José comprendía que la fe no es pasividad. Aunque los barrotes lo encerraban, el espíritu del profeta seguía libre.
Y esa libertad interior se convirtió en dirección para su pueblo.
El Señor no pedía grandes gestas heroicas, sino acciones sencillas, constantes y con propósito.
José pidió que se recopilaran testimonios, cartas, registros —pequeños fragmentos de verdad— para que algún día el mundo conociera lo que realmente había ocurrido.
Esa tarea, aparentemente menor, se convirtió más tarde en un testimonio histórico poderoso: la serie publicada en Times and Seasons, titulada “A History of the Persecution of the Church”.
De esa manera, una labor administrativa y paciente —recoger datos, escribir, documentar— se transformó en una obra de justicia y memoria.
Las “cosas pequeñas” (v. 15) resultaron no ser pequeñas después de todo.
Y así es como obra el Señor: nos pide sembrar semillas, aunque no veamos de inmediato los frutos.
El mensaje final de José, en el versículo 17, resume la esencia del discipulado:
“Por tanto, muy queridos hermanos, hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos esperar con paciencia que el brazo del Señor se manifieste.”
En esas palabras hay una fórmula celestial para los tiempos difíciles:
- Hacer con buen ánimo: actuar con fe, sin que el desánimo apague el deber.
- Cuanta cosa esté a nuestro alcance: no más de lo posible, pero tampoco menos.
- Esperar con paciencia el brazo del Señor: reconocer que el resultado final pertenece a Dios.
José no prometía una liberación inmediata; prometía la paz interior de quien obra con esperanza.
El “buen ánimo” no era simple optimismo, sino una expresión de fe madura, la confianza de que Dios actuará cuando hayamos hecho nuestra parte.
Hoy el mundo enfrenta injusticias, conflictos y desánimos distintos, pero el consejo sigue siendo el mismo:
haz lo que puedas, donde estás, con buen ánimo.
- Si no puedes cambiar el mundo, puedes cambiar el tono de tu hogar.
- Si no puedes detener el odio global, puedes elegir amar a quien te rodea.
- Si no puedes resolver todas las causas sociales, puedes ayudar a una persona que sufre.
El Señor no mide el tamaño de nuestras obras, sino la disposición de nuestro corazón.
Y cuando actuamos con buena voluntad, aunque sea en tareas pequeñas, invitamos el poder del cielo a obrar junto con nosotros.
Desde aquella celda en Liberty Jail, José Smith no vio milagros inmediatos, pero sembró palabras eternas.
El “buen ánimo” que enseñó no nació de la comodidad, sino del sufrimiento santificado.
Nos enseñó que el Evangelio no elimina la adversidad, sino que le da propósito.
Así, cada vez que enfrentemos circunstancias que parecen fuera de nuestro control, podemos recordar su consejo:
“Haz lo que puedas… y confía en el Señor para hacer el resto.”
Porque cuando nuestra acción se une a Su poder, y nuestro ánimo se alinea con Su voluntad,
el brazo del Señor siempre se manifiesta, aun desde las prisiones más oscuras.
El mensaje de Doctrina y Convenios 123 no es simplemente resistir, sino resistir con esperanza activa.
El “buen ánimo” no es ingenuidad: es una forma de fe que transforma la acción humana en instrumento divino.
Dios multiplica los esfuerzos de los que trabajan con alegría y confianza, incluso cuando parecen inútiles.
“Con buen ánimo” significa obrar con fe, servir con gozo y esperar con paciencia el milagro que solo Dios puede realizar.
Reflexión final:
Desde la cárcel de Liberty, José Smith enseñó una lección inmortal: “Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance.” En medio del dolor y la injusticia, no llamó a la queja, sino a la acción con fe. Aunque prisionero, su espíritu siguió libre, recordando que la fe verdadera no espera pasivamente los milagros, sino que trabaja con esperanza mientras confía en Dios.
José invitó a los santos a hacer lo que pudieran —por pequeño que fuera— y dejar el resto en las manos del Señor. Aquellas tareas sencillas se convirtieron en obras duraderas, prueba de que el Señor multiplica los esfuerzos de quienes actúan con gozo y fe.
El “buen ánimo” no es simple optimismo, sino una expresión de confianza divina: hacer el bien con esperanza, servir con alegría y esperar con paciencia la intervención de Dios. Así, aun en nuestras propias “prisiones”, aprendemos que los milagros comienzan cuando hacemos con buen ánimo lo que está a nuestro alcance, y el Señor hace el resto.
Diálogo
Aquí tienes un diálogo que transmite las enseñanzas de Doctrina y Convenios 123, centradas en el espíritu de fe activa y optimismo:
“Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance.”
Escena:
Una tarde fría en Nauvoo, poco después de que los santos recibieran las cartas del profeta José Smith desde la cárcel de Liberty. Dos miembros del barrio, Samuel y Elena, conversan mientras reparan un techo dañado por la tormenta.
Samuel: (Con tono cansado) A veces me pregunto si todo esto vale la pena, Elena. Perdimos nuestras tierras, tuvimos que huir de Misuri… y el profeta sigue preso. ¿Qué más podemos hacer?
Elena: (Deja el martillo y lo mira con serenidad) Yo me hice esa misma pregunta cuando leí la carta que José envió. Pero luego llegué al final: “Hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance, y entonces podremos esperar con paciencia que el brazo del Señor se manifieste.”
Samuel: Sí, lo leí también… pero me cuesta tener “buen ánimo” cuando todo parece tan incierto.
Elena: (Con voz suave) ¿Sabes? José escribió eso desde una cárcel. No desde un hogar cálido ni un lugar seguro. Si él pudo tener esperanza allí, ¿cómo no nosotros aquí?
Él no nos pidió cambiar el mundo de inmediato. Solo hacer lo que esté a nuestro alcance.
Samuel: (Suspira) ¿Y qué está a nuestro alcance, Elena? Apenas tenemos fuerzas para levantar estas paredes otra vez.
Elena: Eso precisamente. Levantar paredes, cuidar familias, escribir la verdad de lo que hemos vivido. José pidió que se recopilaran los hechos de las persecuciones, que contáramos nuestra historia. Tal vez parezca poco, pero el Señor usa las cosas pequeñas para hacer obras grandes.
Samuel: (Reflexivo) “Las cosas pequeñas”… me gusta eso. A veces pienso que si tan solo ayudamos a un hermano a reconstruir su casa o a mantener viva la fe, ya estamos haciendo nuestra parte.
Elena: Exactamente. No podemos cambiar la cárcel donde está el profeta, pero podemos cambiar el ánimo del que está junto a nosotros.
Y hacerlo con buen ánimo significa hacerlo con fe, sin que el miedo tenga la última palabra.
Samuel: (Con una leve sonrisa) Entonces… reparar este techo también cuenta como servir al Señor.
Elena: (Asintiendo) Claro que sí. Cada tabla que colocamos con amor es una declaración silenciosa de fe. Es decirle al Señor: “No podemos hacerlo todo, pero haremos lo que podamos.”
Samuel: (Con energía renovada) Tienes razón, Elena. Quizás no podamos ver el brazo del Señor todavía… pero podemos preparar el lugar donde se manifestará.
Elena: (Sonríe) Y cuando Él actúe, recordaremos este día… y sabremos que no trabajábamos solos.
En ese breve diálogo, Samuel y Elena descubren la verdad que José Smith quiso enseñar:
El “buen ánimo” no es ausencia de problemas, sino presencia de fe.
Cuando los hijos de Dios hacen lo que pueden —aunque parezca poco— y lo hacen con un corazón alegre, el Señor completa la obra.
Así, cada pequeño acto, cada palabra amable, cada esfuerzo sincero, se convierte en parte del milagro.
Porque el Evangelio no se construye con poder y comodidad, sino con paciencia, esperanza y buen ánimo.

























