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Una relación personal con el Salvador
Hay gran humildad y timidez en mi alma al atreverme a hablar sobre llegar a un conocimiento personal de Jesucristo, el Redentor del mundo y el Hijo de Dios.
Hace algún tiempo, en Sudamérica, a un grupo experimentado de misioneros sobresalientes se le preguntó: “¿Cuál es la mayor necesidad en el mundo?” Uno de ellos respondió con sabiduría: “¿No es la mayor necesidad en todo el mundo que cada persona tenga una relación personal, continua, diaria y constante con el Salvador?” Tener esa relación puede liberar la divinidad que hay en nosotros, y nada puede marcar una diferencia mayor en nuestras vidas que llegar a conocer y comprender nuestra relación divina con Dios.
Debemos procurar con empeño no sólo conocer acerca del Maestro, sino esforzarnos, como él invitó, en ser uno con él (véase Juan 17:21), en “ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). Puede que no sintamos cercanía con él porque lo pensamos como alguien lejano, o nuestra relación quizá no sea santificadora porque no lo pensamos como una persona real.
¿Cómo podemos recibir la bendición personal de la influencia divina y exaltadora del Maestro en nuestras propias vidas? Dado que nuestros sentimientos son sagrados para nosotros y no pueden ser discutidos por otros, comencemos con aquellas suaves seguridades que, de cuando en cuando, pueden llegar a todos nosotros y que sabemos que son verdaderas. No siempre podemos probar estas verdades a los demás, sin embargo, vienen en forma de conocimiento. ¿No es acaso parte de lo divino que fermenta en nosotros buscando su fuente? ¿No es como un testimonio personal de la verdad que fluye a través del delgado velo que separa este mundo de otro? ¿No hay en tu mente un anhelo de comprender lo que está en tu corazón, un sentimiento al que no puedes dar voz porque es indescriptiblemente personal? El Maestro dijo que esta realidad silenciosa puede “hablar paz a tu mente en cuanto al asunto.” (D. y C. 6:23.)
¿Puedo sugerir cinco medidas iniciales y esenciales que despejarán en gran manera el canal para un flujo diario de “agua viva” desde la misma fuente del manantial, es decir, el mismo Redentor?
Primero: Una comunión diaria que involucre la oración. Una oración ferviente y sincera es una comunicación de doble vía que hará mucho para traer su Espíritu, fluyendo como agua sanadora, para ayudarnos con las pruebas, dificultades, dolores y penas que todos enfrentamos. ¿Cuál es la calidad de nuestras oraciones secretas cuando sólo él escucha? Al orar, debemos pensar en él como alguien cercano, lleno de conocimiento, comprensión, amor y compasión, la esencia del poder, y que tiene grandes expectativas de cada uno de nosotros.
Segundo: Un servicio diario y desinteresado a otra persona. Los seguidores de Cristo divino deben ser medidos en la balanza de lo que hacen más que por solemnes declaraciones de creencia. La medida verdadera se halla en Mateo: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños… a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:40.) Un sabio observó: “El hombre que vive solo y para sí mismo corre el riesgo de corromperse con la compañía que frecuenta.” (Charles Henry Parkhurst.)
Tercero: Un esfuerzo diario por aumentar nuestra obediencia y perfección en nuestras vidas. “¿Qué clase de hombres habéis de ser? De cierto os digo, aun como yo soy”, dijo el Salvador. (3 Nefi 27:27.) Gracias a la perfecta expiación de Jesús, los hombres justos pueden llegar a ser perfectos. (Véase D. y C. 76:69.)
Cuarto: Un reconocimiento diario de su divinidad. Para tener una relación diaria y personal con el Maestro, debemos ser sus discípulos. “Porque, ¿cómo conoce un hombre al amo a quien no ha servido, y que le es extraño y está lejos de los pensamientos e intenciones de su corazón?” (Mosíah 5:13).
Quinto: Un estudio diario de las Escrituras. El presidente Spencer W. Kimball dijo: “Me doy cuenta de que cuando me vuelvo descuidado en mis relaciones con la divinidad y cuando parece que ningún oído divino escucha y ninguna voz divina habla, estoy muy, muy lejos. Si me sumerjo en las Escrituras, la distancia se acorta y la espiritualidad regresa.” (“What I Hope You Will Teach My Grandchildren,” discurso a personal de seminarios e institutos, 11 de julio de 1966).
Para aquellos que tienen dudas sinceras, escuchemos lo que los testigos presenciales dijeron acerca de Jesús de Nazaret. Los antiguos apóstoles estuvieron allí. Lo vieron todo. Participaron. Nadie es más digno de ser creído que ellos. Dijo Pedro: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.” (2 Pedro 1:16). Dijo Juan: “Porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Cristo, el Salvador del mundo.” (Juan 4:42). Testigos de los últimos días, José Smith y Sidney Rigdon, declararon: “Porque le vimos, aun a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre.” (D. y C. 76:23).
Pedro nos aconseja ser “participantes de la naturaleza divina.” (2 Pedro 1:4). La influencia y las enseñanzas del Mesías deben tener una trascendencia por encima de todos los demás intereses y preocupaciones en nuestra vida. Debemos estar constantemente elevándonos hacia las riquezas de la eternidad, porque el reino de Dios está dentro de nosotros. (Véase Lucas 17:21).
Hablando por medio de Doctrina y Convenios, Dios promete que se nos dirá en nuestra mente y en nuestro corazón todo cuanto pidamos, por medio del Espíritu Santo. (Véase D. y C. 8:1–2).
Al santificarnos, llegará el día en que “desvelará su rostro a” nosotros. (D. y C. 88:68). “Si vuestro ojo fuere sencillo [a su] gloria, todo vuestro cuerpo será lleno de luz, y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo que está lleno de luz comprende todas las cosas.” (D. y C. 88:67).
En las muchas pruebas de la vida, cuando nos sentimos abandonados y cuando la tristeza, el pecado, la desilusión, el fracaso y la debilidad nos hacen ser menos de lo que deberíamos ser, puede venir el bálsamo sanador del amor sin reservas en la gracia de Dios. Es un amor que perdona y olvida, un amor que eleva y bendice. Es un amor que sostiene un nuevo comienzo en un nivel más alto y que, por lo tanto, continúa “de gracia en gracia.” (D. y C. 93:13).
El presidente Kimball dijo: “El conocimiento espiritual de la verdad es la luz eléctrica que ilumina la caverna; el viento y el sol que disipan la niebla… Es la mansión en la colina que reemplaza la choza en los pantanos; el segador que deja atrás la hoz y la guadaña… Son los ricos y nutritivos granos de maíz en lugar de las cáscaras… Es mucho más que todo lo demás.” (Faith Precedes the Miracle, Deseret Book, 1972, p. 14).
Durante los años de mi vida, y con frecuencia en mi llamamiento actual, y especialmente durante un reciente Getsemaní, he acudido de rodillas con espíritu humilde al único lugar donde podía recibir ayuda. Muchas veces fui en agonía de espíritu, suplicando fervientemente a Dios que me sostuviera en la obra que he llegado a apreciar más que a la vida misma. En ocasiones he sentido la terrible soledad de las heridas del corazón, de la dulce agonía, de los azotes de Satanás y del cálido consuelo envolvente del Espíritu del Maestro.
También he sentido la carga aplastante, las dudas sobre mí mismo, la sensación de insuficiencia e indignidad, el fugaz sentimiento de abandono, y luego ser reforzado cien veces más. He escalado un Sinaí espiritual docenas de veces buscando comunicarme y recibir instrucciones. Ha sido como si hubiera luchado por subir un casi real Monte de la Transfiguración y, en ocasiones, sentido gran fuerza y poder en la presencia de lo Divino. Un sentimiento sagrado y especial ha sido una influencia que me sostiene y, con frecuencia, un compañero cercano.
Es mi testimonio que enfrentamos tiempos difíciles. Debemos ser valientemente obedientes. Mi testimonio es que se nos pedirá probar nuestra resistencia espiritual, porque los días por venir estarán llenos de aflicción y dificultad. Pero con el consolador y seguro respiro de una relación personal con el Salvador, se nos dará un valor sereno. Desde lo Divino, tan cercano, recibiremos la tranquila seguridad:
“Hijo mío, que la paz sea sobre tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán sino por un breve momento;
Y entonces, si las soportas bien, Dios te exaltará en lo alto; triunfarás sobre todos tus enemigos.” (D. y C. 121:7–8.)
Tengo cierto conocimiento de que Jesús de Nazaret es nuestro Salvador Divino. Sé que vive. Desde mis primeros recuerdos he tenido una percepción segura de esto. A lo largo de mi vida he tenido una fe sencilla que nunca ha dudado. No siempre he comprendido, pero he sabido, por un conocimiento tan sagrado para mí que no puedo expresarlo con palabras. Sé, y atestiguo con plena conciencia en cada fibra y en lo más íntimo de mi ser, que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Redentor Divino y el Hijo de Dios. Que siempre seamos obedientes a su deseo: “Venid a mí, vuestro Salvador.” (D. y C. 19:41.)
























