Él Escucha
La primera palabra del primer versículo de la primera sección de Doctrina y Convenios es escucha. Otras veinticinco secciones de Doctrina y Convenios comienzan con la palabra escucha o presta oído. Las primeras palabras que Dios le dijo al joven José Smith en la gloriosa visión cuando el Padre y el Hijo se le aparecieron fueron: “Este es Mi Hijo Amado. ¡Escúchalo!” (José Smith—Historia 1:17). Él estaba diciendo, en esencia: “José, has venido aquí buscando información y consejo y dirección. Ahora escucha y serás instruido.” ¿Qué es más importante que prestar oído y escuchar? José Smith reveló la voluntad de Dios porque estuvo dispuesto a escuchar.
¿No es también significativo que Dios escucha? Por eso oyó la oración de José. Por eso apareció con su Hijo. ¿Crees que Dios nos diría: “Orad constantemente para que no seáis llevados en tentación”, si no fuera a escuchar? Dios sí escucha. Él oye y Él responde.
¿Sería entonces irrazonable sugerir que tal vez algunas de nuestras oraciones no son contestadas porque no tomamos el tiempo para escuchar? ¿Sería inapropiado recomendar que quizá en un gran porcentaje de nuestras oraciones deberíamos estar escuchando en lugar de dar órdenes y hacer peticiones y decir, indirectamente, “Señor, ya te mencioné esto antes. ¿Dónde estás?” Creo que a veces Él diría: “¿Dónde estás tú? Me gustaría hablar contigo.”
Me gusta pensar en la cita: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Mateo 23:37). Me gustaría añadir una palabra al final de ese versículo: “No quisiste escuchar.” “El que tiene oídos para oír, oiga.” (Mateo 11:15). “Por lo cual, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar…” (Santiago 1:19).
¿Por qué hacía preguntas Jesús de Nazaret en sus enseñanzas? Para poder escuchar y analizar los procesos de pensamiento del individuo o individuos a quienes se dirigía. Una de las grandes alegrías de la obra del templo, una de las grandes alegrías de la obra genealógica, es la ocasión y el ambiente en los que podemos escuchar adecuadamente.
Hay un proverbio indígena que me gusta: “Escucha o tu lengua te mantendrá sordo.” Muchas veces he tenido que decirles a los jóvenes: “Dios contestará tus oraciones, Él te escuchará, si tomas el tiempo para escuchar y no te vuelves impaciente.”
Permítaseme mencionar una escritura poderosa relacionada con escuchar y con el silencio:
“Y los escribas y los fariseos le trajeron [a Jesús] una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio,
“Le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
“Y en la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. ¿Tú, pues, qué dices?
“Mas esto decían tentándole, para poder acusarlo. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo, como si no los oyese.
“Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
“E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.”
No sabemos qué escribió el Salvador, pero me gusta pensar que aquel escribir en el suelo fue solo una pausa para darles a quienes se habían reunido para confundirlo y condenarlo la oportunidad de escuchar su espíritu, su poder, sin que Él dijera nada.
“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los más jóvenes; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
“Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
“Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete y no peques más.” (Juan 8:3–11).
Veamos ahora algunos ejemplos modernos de las alegrías y bendiciones de escuchar si nos comunicamos, conferimos y comprendemos a nuestros asociados.
Una mujer de mediana edad vino a verme por recomendación de su obispo y de su presidente de estaca. Tuvimos una entrevista de una hora sobre algunos problemas muy serios en su vida; durante los primeros cuarenta y cinco minutos yo dije unas veinte palabras. En los siguientes quince minutos dije un poco más. Nunca olvidaré las palabras de aquella mujer cuando se despidió de mí: “Hermano Ashton, nunca sabrá lo maravilloso que ha sido que usted me hable.” Creo que ese es el tipo de conversación que a la mayoría nos gusta: cuando alguien nos escucha y no simplemente se sienta en silencio; cuando alguien realmente nos oye y nos muestra que le importan nuestros problemas y que está dispuesto a tomar el tiempo para ser, con suerte, parte de la solución.
Un día, mientras salía de la Prisión Estatal de Utah después de algunas reuniones allí, un recluso me tomó del brazo y dijo: “¿Podría hablar con usted un momento?” Yo tenía prisa por llegar a otro lugar, pero me detuve por unos quince minutos, y escuché y escuché. Cuando me fui, este hombre grande, rudo, fuerte, simplemente dijo: “Gracias, hermano Ashton, por hablar conmigo.” No creo haber dicho nada excepto “¿Qué más?” o “Cuéntame más.”
En Tahití, donde estábamos organizando una nueva estaca, conocí a un joven de veintiséis años de edad que había sido miembro de la Iglesia por un año. Me pidió: “¿Puedo verlo un momento después de la reunión? Tengo un problema. Solo quisiera unos minutos de su tiempo.” Cuando la reunión terminó nos apartamos en privado y le dije: “Muy bien, cuéntame sobre tu problema.” Descubrí que provenía de una familia acomodada de origen francés. Dijo: “Mis padres tenían suficiente dinero para darme una buena educación en París. Tengo un título en elaboración de cerveza. Soy la única persona aquí en la isla que tiene el conocimiento y la habilidad para elaborar cerveza.” Había tomado un curso sobre la manera adecuada—si es que existe tal manera—de preparar bebidas alcohólicas. Esa era su educación. Luego dijo: “Ahora soy miembro de la Iglesia, y quiero saber qué debo hacer respecto a mi profesión.”
Mientras pensaba en su pregunta, decidí que quizá sería buena idea escuchar. Así que le pregunté: “¿Cómo te sientes al respecto?” “No me siento muy bien con ello.” “¿Cuál es tu problema?” “Tengo un conflicto.” “¿Qué piensas hacer respecto a tu conflicto?” Él respondió: “Tengo la intención de abandonar mi profesión.” “¿Alguna otra pregunta?”, le pregunté. En cinco minutos él mismo había contestado su propia pregunta. Su problema lo estaba molestando y quería hacer algo al respecto. Él hará algo al respecto.
¿Tomarás el tiempo para escuchar cuando te enfrentes a familiares o amigos? ¿O preferirás ser tú quien hable?
No siempre necesitamos tener capacidad auditiva perfecta físicamente para ser buenos oyentes. Algunas personas que tienen capacidades físicas perfectas para oír nunca escuchan. Algunas personas que nacen sordas físicamente están entre nuestros mejores oyentes.
Doy testimonio de que Dios escucha. Él oye y presta atención a nuestras oraciones cuando estamos en sintonía y oramos con fe inquebrantable y con corazones y espíritus contritos. Hay una gran bendición en escuchar respetuosa y silenciosamente. Nos ayuda a conocer a Dios.
























