El presidente Dallin H. Oaks, nos invita a contemplar el significado eterno del nacimiento del Salvador desde una perspectiva amplia y profundamente espiritual. Él recuerda que Jesús es la vida más grandiosa jamás vivida, Aquel cuya influencia ha transformado siglos de historia, arte, servicio y fe. Pero más allá de su impacto cultural, el presidente Oaks nos lleva al corazón mismo de Su misión: Cristo vino al mundo para redimirnos, ofrecernos paz y mostrarnos el camino hacia la exaltación.
El presidente Oaks destaca que el anuncio de Su nacimiento fue dado a tres grupos muy distintos: los pastores humildes, los santos del templo y los sabios del oriente. Cada uno representa un tipo de corazón dispuesto a reconocer al Mesías: los sencillos que escuchan, los justos que esperan y los sabios que buscan. Así, el mensaje de Cristo abarca a toda la humanidad.
El discurso también nos llama a renovar el amor, la buena voluntad y el perdón. La verdadera celebración de la Navidad, según el presidente Oaks, implica sanar relaciones, ser más pacientes y extender bondad incluso a desconocidos y adversarios. Recordar que somos hijos de un mismo Padre Celestial debería impulsarnos a ser más considerados en todo momento.
Finalmente, el presidente Oaks enseña que honrar a Cristo va más allá de una temporada: es un estilo de vida. Con el poder del Espíritu Santo y la luz del Evangelio restaurado, podemos llevar Su paz al mundo todos los días del año.
Alegres nuevas de gran gozo
Por el presidente Dallin H. Oaks
Todos somos hijos de un Padre Celestial que dio a Su Hijo Unigénito para que todos fuéramos redimidos de la muerte y pudiéramos escoger las bendiciones de la salvación y la exaltación.
Cientos de millones de personas celebran el nacimiento de Jesucristo durante esta época navideña. El mundo entero debería hacerlo. La Suya fue y es la vida más grandiosa que jamás se haya vivido.
Incluso desde un punto de vista terrenal, la vida mortal de Jesús de Nazaret ha tenido una mayor influencia en este mundo y en su historia que cualquier otra vida que se haya vivido. Él ha sido el tema principal de profetas y poetas durante miles de años. El arte y la música más grandiosos del mundo occidental se han dedicado a celebrar el nacimiento, la vida y la misión de Jesucristo. Filósofos y teólogos se han pasado la vida estudiando Sus enseñanzas. Esas enseñanzas han inspirado innumerables obras de caridad, manifestaciones del amor puro de Cristo.
A nadie se le han dedicado más monumentos a su vida y enseñanzas que al Señor Jesucristo. Esto, por supuesto, incluye las grandes catedrales que se esparcen por el paisaje de Europa y las Américas, muchas de las cuales requirieron más de un siglo para construirse. Más recientemente, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tiene cerca de 200 templos dedicados y en funcionamiento, y muchos más en restauración, construcción original, diseño o anunciados. Estas Casas del Señor están en todos los continentes, excepto en la Antártida, y en un número cada vez mayor de naciones alrededor del mundo. Allí dedicamos nuestra vida a seguir a Jesucristo.
Millones de personas han dado su vida y, lo que es más importante, millones de personas han llevado una vida acorde al ejemplo del Señor Dios de Israel, Jehová, Jesucristo, nuestro Salvador. El presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008) no exageró en este punto cuando declaró: “Su ejemplo incomparable [fue] el poder más grande para establecer el bien y la paz en el mundo”.
Podemos ver un propósito y un símbolo importantes en el anuncio divino del nacimiento del Hijo Unigénito de Dios. De los relatos del Nuevo Testamento aprendemos que los anuncios del nacimiento del Niño Jesús en el hemisferio oriental se dieron a tres grupos distintos, cada uno con características muy diferentes. Quienes recibieron el anuncio celestial del nacimiento fueron los muy humildes, los muy santos y los muy sabios.
Los humildes, los santos y los sabios
El primer anuncio fue para los pastores de las colinas junto a Belén. Un ángel y un coro celestial proclamaron “nuevas de gran gozo, que serán para todo el pueblo: […] un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:10–11). Los pastores probablemente fueron escogidos para recibir esas buenas nuevas porque eran mansos y humildes. Por lo tanto, eran especialmente receptivos al mensaje de los cielos, lo cual demostraron al visitar al recién nacido. Luego, en las Escrituras se declara que, “al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño” (Lucas 2:17).
La labor de ellos como pastores y los corderos a los que cuidaban fueron ejemplos anticipados de lo que el Salvador describió en Sus enseñanzas. Además, cuando Jesús fue donde Juan el Bautista al comienzo de Su ministerio, ese profeta declaró: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Juan 1:29).
El segundo anuncio del nacimiento del Mesías se dio en el templo de Jerusalén a dos santos obreros cuyas vidas devotas los hacían merecedores de recibir el testimonio del Espíritu Santo.
Cuando María y José llevaron al Niño Jesús al templo para el sacrificio prescrito para el primogénito, Simeón y Ana testificaron que Él era el Mesías. En las Escrituras se registra que Simeón tomó al niño en brazos y bendijo a Dios por permitirle ver “tu salvación”, una “luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel”. Y “Ana, profetisa, […] llegando en la misma hora, daba gracias al Señor y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:30, 32, 36, 38; véase también Lucas 2:22–38).
Un tercer grupo se enteró de ese extraordinario nacimiento. La Biblia, ligeramente mejorada por José Smith, dice lo siguiente:
“Unos magos vinieron del oriente a Jerusalén,
“diciendo: ¿Dónde está el niño que ha nacido, el Mesías de los judíos? Porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos adorarle” (Traducción de José Smith, Mateo 3:1–2 [véase también Mateo 2:2, nota a al pie de página]).
A causa de esta pregunta, no podemos dudar que fueron guiados por el Señor para Sus sagrados propósitos. La Biblia enseña que “nadie conoció las cosas de Dios, a no ser que haya tenido el Espíritu de Dios” (Traducción de José Smith, 1 Corintios 2:11 [en 1 Corintios 2:11, nota b al pie de página]). Esos magos eran de otra tierra y cultura, por lo tanto, el hecho de que recibieran un testimonio era un recordatorio de que el Mesías nació para todas las personas. Además, puede que haya habido otro propósito. Es posible que el valor del oro y de los otros regalos que los magos entregaron a María y a José los ayudara a emprender su apresurado viaje a Egipto y a permanecer allí para salvar al Niño Jesús cuando la vida de Él se vio amenazada por la perversa orden del rey Herodes (véase Mateo 2:11–16).
¿No es interesante que el milagroso acontecimiento del nacimiento de Cristo, y algo de la importancia de ese acontecimiento, se diera a conocer solamente a los muy humildes, a los muy santos y a los muy sabios? Como enseñó el élder James E. Talmage (1862–1933), del Cuórum de los Doce Apóstoles, en Jesús el Cristo: “Dios efectivamente levantó testigos para todas las clases y situaciones de los hombres: el testimonio de los ángeles para los pobres y humildes; el testimonio de los magos para el soberbio rey y altivos sacerdotes de Judea”.
El recordar a Simeón y a Ana puede inspirarnos a ser como ellos y a añadir nuestro testimonio del sagrado nacimiento y su propósito en esta época de Navidad.
Paz, buena voluntad y perdón
Para nosotros no hay nada nuevo en la celebración del nacimiento de Cristo. El mensaje es eterno y conocido. Se enseñó a Adán, fue predicado a los hijos de Israel y se reveló a los descendientes del padre Lehi. Una y otra vez, los profetas declararon las verdades fundamentales de las enseñanzas y la Expiación de Jesucristo. Una y otra vez, declararon Su misión y enseñaron Su mandato de que los hijos de Dios amen y sirvan a Dios y que se amen y sirvan unos a otros. Estas declaraciones que se repiten a lo largo de los tiempos son el mensaje más importante de toda la eternidad. Para quienes siguen a Cristo, estas declaraciones no se deben revisar, sino que se deben renovar en la vida de cada uno.
La Navidad despierta en nosotros el deseo de extender aún más nuestros lazos normales de amor y amistad. La proclamación celestial “en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14) no se limita a aquellos por quienes ya tenemos sentimientos de amor y afecto, sino que apunta a la buena voluntad hacia los amigos casuales, los extraños, incluso los enemigos. La Navidad es también un tiempo para perdonar, un tiempo para sanar viejas heridas y para reparar las relaciones que se han dañado.
La Navidad es una época para eliminar la arrogancia y la provocación, para contener la crítica, para practicar la paciencia y para restar importancia a las diferencias entre las personas. Tenemos el incentivo de hermanar con sinceridad a todas las personas, a aquellas que son y a aquellas que no son de nuestra religión, observando el mandato que Dios hizo que el profeta Moisés extendiera a los hijos de Israel:
“Cuando el extranjero more contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis.
“Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrine entre vosotros; y lo amarás como a ti mismo” (Levítico 19:33–34).
La Navidad es una época para recordar que todos somos hijos de un Padre Celestial que dio a Su Hijo Unigénito para que todos fuéramos redimidos de la muerte y quien ha ofrecido las bendiciones de salvación y exaltación a toda la humanidad bajo las mismas condiciones.
Como seguidores de Cristo, debemos ser las personas más amigables y consideradas de todas en todo el mundo. Debemos enseñar a nuestros hijos a ser amables y considerados con todas las personas. Por supuesto, debemos evitar todo tipo de relación y actividad que comprometa nuestra conducta o debilite nuestra fe y adoración. Sin embargo, eso no debería apartarnos de los esfuerzos cooperativos con personas de toda creencia: creyentes y no creyentes.
Honrar a Cristo durante todo el año
Hace unas décadas, el presidente Thomas S. Monson (1927–2018) pronunció estas palabras: “Los pastores de antaño buscaron al Niño Jesús; mas nosotros buscamos a Jesús el Cristo, nuestro Hermano Mayor, nuestro Mediador ante el Padre, nuestro Redentor, el Autor de nuestra salvación, Aquel que estaba con el Padre desde el principio, Aquel que tomó sobre Sí los pecados del mundo y estuvo dispuesto a morir para que nosotros pudiéramos vivir para siempre. Ese es el Jesús al que buscamos”.
Los Santos de los Últimos Días están singularmente facultados para celebrar el mensaje de salvación de Jesucristo a lo largo del año. Tenemos el don del Espíritu Santo, cuya misión es testificar del Padre y del Hijo (véanse 2 Nefi 31:18; 3 Nefi 16:6). Somos hijos de un Padre Celestial que declaró: “Esta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39).
Y los profetas de nuestro Salvador, Jesucristo, quien es el Señor Dios de Israel, han declarado Su Evangelio:
“Vino al mundo, sí, Jesús, para ser crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda iniquidad;
“para que por medio de él fuesen salvos todos aquellos a quienes el Padre había puesto en su poder y había hecho mediante él;
“y él glorifica al Padre y salva todas las obras de sus manos” (Doctrina y Convenios 76:41–43).
Por lo tanto, en Su Iglesia restaurada declaramos “que por la expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio” (Artículos de Fe 1:3). Y con los profetas antiguos y modernos decimos: “Gracias sean dadas a Dios por la dádiva incomparable de Su Hijo divino”.
























