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LAS MÁS GRANDES LECCIONES
A él siempre se le estuvo preparando para algo, desde que fue secretario del quorum de diáconos, presidente de los maestros, secretario de barrio o superintendente de los Hombres Jóvenes. Cualquiera que haya sido su llamamiento, él se ha dedicado por completo a ellos y siempre ha demostrado gran interés en las personas, haciendo a un lado sus asuntos personales para ayudar a los necesitados, dar bendiciones, demostrar compasión y amistad.
Lynne Cannegieter Secretaria personal del Presidente Thomas S. Monson
Cuando el presidente monson trata de recordar las experiencias que más han definido su vida, sus años como estudiante en la Universidad de Utah ocupan un lugar prominente. “Allí fue donde estudié, donde aprendí y donde enseñé. Allí fue donde conocí a la hermosa jovencita que llegó a ser mi esposa. Ese es el lugar al cual entré como un muchacho y del que salí como un hombre”1.
La mayoría de los estudiantes de la Escuela Preparatoria West asistieron a la Universidad de Utah. El tranvía hacía su recorrido habitual colina arriba hasta la universidad, fundada por Brigham Young en 1850.
Durante la época de la depresión económica, se habían construido varios estupendos edificios en el campus. Varios de ellos estaban agrupados alrededor de una rotonda, creando un entorno íntimo y al mismo tiempo imponente, con el deslumbrante Edificio de Administración John R. Park en el centro, el cual fue construido en 1914.
Aquella era una época de memorables actividades culturales, deportivas y sociales. Casi todos los estudiantes contaban con empleos de media jornada y se enfrentaban a la inquietante realidad de ser reclutados para servir a su país en las fuerzas armadas. La escasez de papel retrasaba la disponibilidad de libros de texto, muchos de los cuales no llegaban sino hasta mediados de los cursos.
Tom se matriculó en la Universidad de Utah en 1944; acababa de cumplir los diecisiete años. Su padre pagó la suma de $104 (dólares) por la matrícula de los trimestres de otoño, invierno y primavera. Tom iba a clases por las mañanas y trabajaba con su padre por las tardes y los sábados por la mañana, a fin de pagar sus libros, otros gastos derivados de los estudios, y sus actividades sociales.
Tom había diseñado un sistema de estudio que con el paso del tiempo compartió con muchos universitarios: “Tengan disciplina en sus preparativos; dispongan de puntos de verificación que les permitan determinar si están dentro de lo programado. Estudien algo que les agrade y que un día les permita mantener una familia. No podrán obtener los empleos anhelados mañana en tanto no forjen las destrezas requeridas hoy. Al prepararse, asegúrense de no postergar sus deberes”. Incluso contaba con técnicas específicas que le ofrecían buenos resultados en el salón de clases. “Al estudiar, me beneficiaba leer un texto con la idea de que se me pediría que explicara lo que el autor había escrito y cómo se aplicaba al tema que cubría. También prestaba mucha atención en las disertaciones presentadas en el aula, imaginando que se me pediría que yo mismo las transmitiera a otros estudiantes. Aun cuando esa práctica requiere considerable esfuerzo, resulta muy útil a la hora de los exámenes”, y rápidamente añadía: “Lo que cuenta no es la cantidad de horas invertidas, sino lo que uno invierte en esas horas”2.
La materia predilecta de Tom en la universidad era Historia de los Estados Unidos de América. Encabezaba la lista de profesores favoritos G. Homer Durham, por su destreza de dar vida a la historia. “La sabiduría de ese hombre abrió las ventanas” de la mente de Tom: “El pasado ha quedado atrás; aprendan de él”3.
La historia, cual el profesor Durham la enseñaba, comprendía mucho más que fechas, épocas y lugares. El llegó a familiarizarse con algunas de las figuras más relevantes de la historia, hombres a quienes respetaba y emulaba y a los que más tarde usaría como ejemplo con sus estudiantes al enfrentarse éstos a las decisiones más cruciales de la vida. Los autores de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se encontraban entre ellos; hombres de principios. “Unos tres millones de personas vivían en las colonias norteamericanas en la época de la revolución”, dijo en una de sus disertaciones, “pero sólo cincuenta y seis de ellas estuvieron dispuestas a firmar la Declaración de la Independencia. Se requirió enorme valor, porque ellos sabían que si aquella empresa fracasaba, serían colgados del cuello hasta expirar. Al pensar en ello, resulta maravilloso que hayan logrado que tan siquiera cincuenta y seis personas se reunieran en Filadelfia para comprometer sus vidas, sus fortunas y su sagrado honor en aras de la libertad”4.
El valor de actuar, amparándose en principios, describe a Tom Monson.
Durante un trimestre, tomó una clase de oratoria a las 8:00 de la mañana con el Dr. Royal Garff, un renombrado facultativo. En una ocasión, él y sus compañeros aguardaron largo tiempo a que llegara el profesor. Finalmente, alguien de la oficina entró en el aula y anunció que la esposa del Dr. Garff acababa de fallecer y que él no asistiría a clase ese día. Mientras los estudiantes miraban a su alrededor y se preguntaban que debían hacer, Tom dijo: “Ustedes pueden marcharse si lo desean, pero yo me quedaré aquí para rendir tributo a nuestro profesor quien necesita nuestro apoyo”. Nadie se marchó, sino que permanecieron el resto del período en silenciosa contemplación5.
En aquellos tiempos, los cursos de educación física eran obligatorios, así que Tom se inscribió en clases avanzadas de natación y básquetbol. Su entrenador, Charlie Welch, comprobó ser tanto un instructor competente como una “magnífica persona”. Una mañana, mientras pasaban la lista de asistencia, un joven entró resueltamente a la clase en su uniforme de la marina. Se acercó a Charlie y le dijo: “Quiero darle gracias por salvarme la vida”.
Y después continuó: “Una vez usted me dijo que yo nadaba como una bola de plomo, pero con mucha paciencia siguió enseñándome. Hace dos meses, en medio del Pacífico, un torpedo enemigo hundió nuestra nave. Mientras nadaba por las turbias aguas cubiertas por una espesa capa de petróleo, hice la promesa de que si salía con vida de tan peligrosas circunstancias, iría a visitar a Charlie Welch para agradecerle que me hubiese enseñado a nadar. Así que aquí estoy para darle las gracias”.
Las lágrimas brotaron rápidamente de los ojos de Charlie quien, silenciosamente, recibió su recompensa6.
Tom aprobó su curso de natación, aunque las pruebas eran rigurosas. Tenía brazadas buenas y fuertes, perfeccionadas en el río Provo. Tuvo que demostrar sus destrezas en los estilos crol, espalda, de costado y pecho, nadando cinco veces la longitud de la piscina en cada uno. Más agotador aún era flotar en el agua durante treinta minutos; después, nadar por debajo del agua, seguido “por la asignación más dura” de nadar el largo de la piscina empleando sólo los pies en crol y en pecho. Se sintió agradecido de “aprobar” y llegó a darse cuenta de cómo aquellas clases le habían salvado la vida al joven marino.
Tom también tomó clases de instituto, disfrutando a mediados de semana la inspiración que normalmente recibía los domingos. El instituto contaba con dos profesores, el Dr. Lowell Bennion y el Dr. T. Edgar Lyon, cuyos profundos conocimientos del Evangelio sirvieron para elevar la visión de Tom. Las clases se efectuaban en la capilla del Barrio Universitario, la cual había albergado el instituto durante más de una década. No fue sino hasta 1949 que se mudaron una cuadra hacia el sur a una instalación edificada con tales exclusivos fines, y años después a un complejo en el extremo sur del campus. El enorme mosaico a color de Jesucristo con los brazos extendidos era la entrada perfecta al estudio religioso con su leyenda: “Y ascendió al monte para enseñarles”.
La actividad académica no era lo único que acaparaba la atención de Tom Monson en aquellos días. En un baile de la Universidad de Utah en 1944, llevaba del brazo a una amiga de la Preparatoria West cuando vio por primera vez a una estudiante del primer año de universidad de nombre Francés Johnson, mientras ella bailaba con otro joven al compás de una melodía popular de la época. Se propuso conocerla pero no volvió a verla en esa ocasión.
Transcurrió un mes antes de que la viera por segunda vez. Una tarde, mientras aguardaba el tranvía cerca del campus, la vio conversando con unos amigos en la parada del autobús. Tom reconoció a uno de ellos de sus días de escuela primaria pero no podía recordar su nombre. Sin estar seguro de cómo enfocar la situación, vaciló—por un breve momento—hasta que le cruzó la mente una frase que había memorizado una vez: “Cuando hay que tomar una decisión, no hay tiempo para la preparación”. Cuadró los hombros y encaminó sus pasos para saludar a su compañero de antaño.
“Hola, viejo amigo”, dijo Tom, “¿cómo has estado?”
El joven cortésmente presentó a Tom a las dos jóvenes que estaban con él y los cuatro tomaron el tranvía hasta el centro. Mientras Tom se despedía de ellos, rápidamente tomó su directorio de la universidad y subrayó el nombre Francés Beverly Johnson. Como el buen editor que siempre ha sido, notó un error tipográfico en el segundo nombre, el cual estaba escrito como “Berverly”.
Tom no perdió tiempo y esa misma noche llamó a Francés para invitarla al baile de ese fin de semana en el gimnasio de la Estaca Pioneer. El ha dicho que siempre recordará su primera visita a la casa de la joven al recogerla para ir al baile.
El entorno del hogar de Tom era ruidoso; su hermano y su hermana eran muy sociables; todos eran “protagonistas”. Cada vez que su “muy hermosa” hermana mayor, Marjorie, llevaba a la casa un pretendiente—y fueron unos cuantos—Tommy y su hermano menor se turnaban para pararse sobre una silla en la cocina y mirar por la ventana de la puerta que daba a la sala del frente de la casa para ver que tal era el joven.
En la casa de Franz y Hildur Johnson, ubicada en una zona más residencial de la ciudad, no se conocía tal tipo de conducta. A la joven y única hija le habían puesto de nombre Francés por su padre Franz. La naturaleza de su hogar era refinada y en la primera visita de Tom, tanto el padre como la madre lo recibieron cordialmente, vestidos como si fueran a salir de paseo, aunque tal formalidad era simplemente una muestra de cortesía hacia él. Su nerviosismo fue en aumento.
Franz Johnson preguntó: “¿Su apellido es Monson?”.
“Sí, señor”, respondió Tom.
“Creo que es un apellido sueco”, dijo Franz.
Tom respondió: “Sí, señor”.
Entonces Franz abrió el cajón de un armario y tomó de él una vieja fotografía de dos misioneros con sombreros de copa y bastones, se la mostró a Tom y le preguntó si él estaba emparentado con uno de los misioneros de la foto, un élder de nombre Elias Monson.
“Sí, señor”, respondió Tom, “él es tío de mi padre. Elias Monson fue misionero en Suecia”.
Inmediatamente el padre de Francés se emocionó mucho al describir los momentos que su familia tanto había disfrutado cuando los visitaban Elias y sus compañeros en su hogar en Suecia. Echó los brazos alrededor del cuello de Tom y lo abrazó y lo mismo hizo su esposa. Francés miró a Tom y dijo: “Voy a buscar mi abrigo”7.
En posteriores visitas hablaron más sobre el origen sueco de Francés. Su padre, Franz, junto a sus propios padres y once hermanos y hermanas, había vivido en una casa de campo de dos habitaciones en el pequeño poblado de Smedjabacken. Además de Elias Monson, el tío abuelo de Tom, la familia había conocido a Neis Monson, su abuelo. Cuando Neis regresó a Suecia como misionero, se había hospedado con ellos, y más adelante había recibido el diezmo de la abuela de la hermana Monson8.
Franz era viudo cuando se casó con Hildur, la madre de Francés. Su primera esposa, Sophia, había fallecido en 1922, dejándolo a él al cuidado de tres hijos, Ronald, Grant y Karl. Franz e Hildur se casaron en 1923 y de su unión nacieron Arnold y Francés.
Hildur Booth Johnson se había criado en el poblado de Eskilstuna, en una casa que su abuelo había construido. Una de las características de los suecos es el meticuloso cuidado que brindan a sus casas y granjas. Esa vivienda en particular no sólo está aún en pie, sino que, después de visitarla muchos años más tarde en Suecia, la hermana Monson dijo que “aún luce impecable”9. En Eskilstuna, la familia de Hildur tenía un hogar hermoso y la oportunidad de generar un buen ingreso, pero dejaron su tierra natal cuando Hildur tenía dieciocho años de edad, llegando a Salt Lake City sólo con las pertenencias que podían cargar. Habían decidido unirse a los santos en pos de las bendiciones que recibiría su familia, una de las cuales sería que Francés Johnson llegaría a conocer a Tom Monson.
Para el momento en que Tom salió de la casa de los Johnson en su primera cita con Francés, sabía que “ya estaba a medio camino de ganarse la mano de su hija”; lo único que le faltaba era convencer a Francés. “Estoy tan agradecido por mi suegra”, ha dicho Tom, “una joven sueca que fue una de las primeras en su familia en unirse a la Iglesia. Ella por cierto que buscó la verdad y confió en el Señor. Trajo al mundo a una encantadora hija la cual es mi esposa y compañera, quien, les aseguro, se encarga del cuidado de su esposo y de sus hijos, una noble hija de nuestro Padre celestial”10.
Francés era lo que su madre llamaba “una niña callada y de agradable temperamento”. A menudo hablaba sueco en su hogar, idioma que aprendió a hablar antes que el inglés, aunque admite sin vacilación que ya no lo recuerda.
Asistió a la Escuela Primaria Emerson, a la Secundaria Roosevelt, a la Preparatoria West y después a su archirrival, la Preparatoria East. Ella y Tom nacieron en el mismo año y tenían muchos de los mismos gustos: actividades al aire libre, apreciar la naturaleza, caminar por las montañas y pasar tiempo con la familia. Tom halló en Francés a una joven con buen sentido del humor. “Siempre estaba presta a reír”, tenía una legión de amistades, era “caritativa y bondadosa”, y siempre “interesada en los demás”11. Ambos se matricularon en clases de instituto. Eran una pareja encantadora.
La madre le había enseñado a Francés los mismos principios de caridad y bondad que Tom había aprendido de su propia madre. “Una vez mi mamá me llevó a una tienda para comprarme un vestido y un abrigo”, recuerda Francés. “Fue durante la época de la gran depresión económica; toda la gente pasaba por momentos angustiosos, pero una familia vecina enfrentaba desafíos particulares. Mi madre compró un vestido para mí y otro para mi pequeña amiga, porque sabía que sus padres no estaban en condiciones de hacerlo”12.
A Tom y a Francés les encantaban las grandes orquestas que estaban tan de moda en aquellos días, e iban a bailes casi todos los sábados. Hasta tuvieron la oportunidad de bailar a la música de legendarios directores de orquesta tales como Tommy Dorsey, Jimmy Dorsey, Stan Kenton y Glenn Miller, cuando tocaban en bailes locales. El presidente Monson aún recuerda la letra de sus canciones favoritas y no tiene reparos en citarlas y cantarlas.
Francés bailaba muy bien, pero uno de sus hermanos mayores era bastante tímido e inseguro de sí mismo en la pista de baile, así que solía llevar a Francés a bailes de la universidad para mejorar sus pasos y sentirse con más confianza para invitar a alguna joven a salir con él. Aquellas prácticas también ayudaban a Francés a afinar sus propias destrezas. Ella asimismo bailaba danzas suecas con unas amigas en Lagoon, un parque de diversiones al norte de Salt Lake City, como parte de una festividad anual.
Tom y Francés frecuentemente salían con otras parejas amigas del Barrio Sexto-Séptimo, culminando las veladas en Don Carlos, un restaurante al paso donde comían sándwiches de carne asada y bebían batidos de piña. Salían juntos con frecuencia, pero no se consideraban novios, al menos al principio.
En vísperas de Año Nuevo, en 1944. Tom, Francés y algunos amigos estaban reunidos en la casa de Dick Barton, donde Betty, la madre de Dick, había preparado bastante comida para ellos mientras conversaban y oían música. La velada se vio interrumpida cuando Francés anunció que debía estar en su casa antes de las 2:00 de la madrugada, ya que tenía que trabajar al día siguiente. “¿Qué clase de compañía esperaría que trabajaras el día de Año Nuevo?”, preguntó Tom, a lo que ella respondió: “El Deseret News», uno de los periódicos locales, donde ella trabajaba en el taller de impresión. Da la casualidad de que, años más tarde, Tom comenzaría su carrera en la industria de las publicaciones en esa misma empresa.
Aun cuando disfrutaban la compañía mutua, ninguno de los dos estaba preparado para un noviazgo serio. La Segunda Guerra Mundial aún estaba en pleno furor en Europa y en el Pacífico, y todos los jóvenes se enfrentaban a la probabilidad de ingresar en las Fuerzas Armadas. “A diario, los periódicos hacían referencia a violentas batallas, a hombres que morían, a ciudades destruidas; a hospitales repletos de soldados gravemente quemados y mutilados”13.
En el verano de 1944, Tom había aceptado un empleo en el almacén de abastecimientos de la marina en Clearfield, Utah, donde trabajaba de mecanógrafo en la división de recepción. Después de un mes lo ascendieron a inspector, asignándosele la tarea de examinar los vagones de carga que contenían valioso equipo dañado. Tom aprendía rápido, y cuando su jefe le dijo que era “su mejor inspector”, más que sentirse halagado, Tom quedó atónito14. Aun cuando no sentía pasión por su trabajo, sus hábitos laborales eran impecables.
Tom ingresó al servicio militar en 1945, en el preciso momento en que las fuerzas aliadas demarcaban a Berlín en cuatro sectores. La guerra en el Pacífico continuaba y a Tom no le quedaba otra opción que alistarse o ser reclutado. Si se alistaba, podía escoger entre las diferentes ramas de las fuerzas armadas: la marina, el ejército, los marines, o la que pagaba mejor salario, la marina mercante. Francés pensó que se le vería mejor en un uniforme de la marina ya que él era tan alto y delgado. Su madre había leído en el periódico que el ejército tenía el número más elevado de bajas, así que se decidió por la marina.
Diez días antes de cumplir los dieciocho años, Tom y su padre entraron en la oficina de reclutamiento del Edificio Federal para registrarse. Dos suboficiales “con muchos galones en las mangas indicando años de servicio”, hicieron una entusiasta presentación a los cuarenta y cuatro jóvenes allí reunidos, de los cuales, cuarenta y dos—incluyendo a Tom—pasaron el examen físico. Los reclutadores ensalzaron los méritos de la marina regular sobre los de la reserva naval, recalcando los beneficios del mejor entrenamiento e instituciones de capacitación en el compromiso de cuatro años y la tendencia de la marina de ofrecer tratamiento preferencial a quienes se enrolaban en la rama tradicional. Tales garantías no existían para los que entraran en la reserva puesto que su compromiso no sería por cuatro años sino por la duración de la guerra más seis meses.
La mayoría de los del grupo escogieron la marina regular, pero Tom no fue uno de ellos. Pidió la opinión de su padre, pero Spence, entre sollozos, le dijo que no entendía nada sobre el servicio militar. Tom elevó una súplica a los cielos, confiando de todo corazón que el Señor la respondería, y así fue. “Tuve una impresión tan clara como si hubiera visto una visión: ‘Pregunta a los suboficiales qué escogieron ellos’”. Tom fue a uno de los reclutadores y le preguntó: “Cuando usted tuvo la opción, ¿qué decidió?”. El hombre se mostró un tanto incómodo al admitir que él se había unido a la reserva naval. Entonces Tom hizo la misma pregunta al otro reclutador, recibiendo idéntica respuesta. “Si la reserva fue lo suficientemente buena para ustedes”, dijo Tom, “yo quiero seguir su ejemplo”15.
Aquella demostró ser una decisión inspirada. La guerra terminó tan sólo meses después de alistarse—Tom no tuvo que ir al frente de batalla—y terminó su servicio a la patria al cabo de un año. Si se hubiera alistado en la marina regular, su compromiso hubiese sido por cuatro años y su “vida entera se habría visto alterada”. Tal vez haya sido en aquella oficina de reclutamiento en 1945 cuando empezó a entender que “la puerta de la historia gira sobre bisagras pequeñas, y lo mismo sucede con la vida de la gente”16.
Antes de que Tom partiera para el período de entrenamiento básico, su obispo recomendó que recibiera el Sacerdocio de Melquisedec, y Tom llamó a su presidente de estaca, Paul C. Child, para fijar una cita. Al presidente Child se le reconocía por el amor que sentía hacia las Escrituras y la profunda comprensión que tenía de ellas, las cuales escudriñaba en detalle con aquellos a quienes entrevistaba. Así que cuando Tom lo llamó para fijar la cita, estaba razonablemente nervioso.
“Hola, presidente Child; habla Tom Monson”, le dijo. “El obispo me pidió que lo llamara para concertar una entrevista con usted para ser ordenado élder”.
“Muy bien, hermano Monson. ¿Cuándo desea reunirse conmigo?”, respondió el presidente Child.
Sabiendo que la reunión sacramental del presidente Child empezaba a las seis de la tarde, Tom sugirió reunirse a las cinco, con la esperanza de que la entrevista fuera breve.
“Lo siento, hermano Monson, pero esa hora no nos daría suficiente tiempo para repasar las Escrituras”, dijo el presidente Child. “¿Sería posible que viniera a las dos de la tarde y trajera con usted su juego personal de Escrituras con pasajes marcados?”
Al llegar el domingo, Tom se presentó en la casa del presidente Child a la hora indicada, donde “fue cálidamente recibido y después empezó la entrevista”.
“Hermano Monson, usted posee el Sacerdocio Aarónico. ¿Alguna vez le han ministrado ángeles?”
“No, presidente Child”.
“¿Sabía usted que tiene derecho a tal cosa?”, le preguntó el presidente.
Tom otra vez respondió que no.
Entonces el presidente Child dijo: “Hermano Monson, recite de memoria la sección 13 de Doctrina y Convenios, la que se refiere a la ordenación de José Smith y Oliver Cowdery al Sacerdocio Aarónico”.
Tom empezó a recitar: “Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles . . .”
“Deténgase allí”, dijo el presidente Child. Entonces, en un tono de voz tranquilo y bondadoso le aconsejó: “Hermano Monson, nunca olvide que como poseedor del Sacerdocio Aarónico usted tiene derecho a la ministración de ángeles”. Seguidamente, le pidió a Tom que recitara la sección 4 de Doctrina y Convenios: “He aquí, una obra maravillosa está a punto de aparecer entre los hijos de los hombres. Por tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día”17.
Tom nunca olvidó el espíritu que sintió aquél día en la casa del presidente Child. Era “casi como si un ángel hubiera estado allí entre nosotros”. El mensaje de la cuarta sección que él había recitado llegaría a ser más que sencillas palabras reveladas en 1830; esos versículos se transformarían en un baluarte para él en su servicio al Señor18.
Con el compromiso militar de Tom avecinándose, él y Francés conversaron seriamente. “Pienso que voy a regresar”, le dijo, aunque con la guerra, nadie lo sabía por seguro. El sabía de compañeros de clase y amigos que no habían regresado. “No sería justo que permanecieras sentada en tu casa”, le dijo a Francés, al contemplar su indefinido compromiso con la marina. “Sal con otros jóvenes durante mi ausencia”, le sugirió generosamente, lo cual más tarde lo llevaría a preguntarse: “¿Cómo se me ocurrió tal cosa?”.
Las órdenes de incorporación al servicio militar demoraban en llegar. Semana tras semana Tom se despedía sentidamente de Francés y de su familia, pero las órdenes no llegaban en el correo de los viernes. Finalmente, el 6 de octubre de 1945, emprendió su viaje hacia San Diego, California. Familiares y amigos fueron a despedirlo a la estación de trenes que no quedaba muy lejos de su casa. John Burt, miembro del obispado, también fue. Justo antes de que el tren partiera, John puso en manos de Tom un ejemplar del Manual Misional. Tom lo miró socarronamente y le dijo: “Yo no voy a una misión”; John le respondió: “Llévalo de todos modos; tal vez te sea útil”.
Tom se adaptó fácilmente al régimen militar. No era la clase de joven que se revelara a la autoridad; le agradaba la disciplina, y de sus travesuras juveniles había aprendido que lo mejor era mantenerse alejado de los problemas. Durante las primeras semanas sintió que la marina trataba de matarlo en vez de entrenarlo para conservar la vida.
El primer domingo en el entrenamiento básico, el sargento reunió a su grupo y anunció: “Hoy todos van a la iglesia. Los católicos se reúnen en el Campamento Farragut. Paso al frente, ¡marchen! No los quiero ver hasta las tres de la tarde. Todos ustedes, judíos, se reúnen en el Campamento Decatur. Paso al frente, ¡marchen! El resto, los protestantes, se reunirán en la sala de teatro de la base. Paso al frente, ¡marchen!”.
Tom no era protestante, judío ni católico; era mormón, así que se quedó en su lugar junto con otros hombres. El ha dicho: “Una de las más dulces expresiones que he oído provino de un suboficial que preguntó: ‘¿Qué se consideran ustedes?’. Fue la primera vez que comprendí que no estaba solo”. Todos respondieron: “Somos mormones”.
El suboficial se rascó la cabeza y les dijo: “Vayan y traten de encontrar algún lugar donde reunirse y no me molesten hasta esta tarde”. Y así se retiraron casi al compás de un canto de la Primaria que decía: “Atrévete a ser un mormón; a ser singular te has de atrever. Ten en tu vida un propósito firme, y atrévete a hacerlo saber”19.
El hecho de que Tom Monson era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días llegó a ser ampliamente conocido. Uno de sus colegas marineros, Eddie Foreman, quien trabajaba en la misma oficina, le escribiría más tarde en una carta: “Los ojos de muchos de nosotros estaban puestos en usted cuando el diablo hacía cuanto podía por descarriarlo.
“Estábamos teniendo una fiesta en la playa, en la que casi todos bebían cerveza. Ya en esos días usted era un líder natural entre nosotros; y los demás no lo dejaban tranquilo. Recuerdo claramente a aquél muchacho delgado y alto decir que no, con una sonrisa a flor de labios y en un tono cordial para que nadie se ofendiera, repitiendo una y otra vez que no bebía cerveza. ¿Cómo lo habría perjudicado? Nos habría perjudicado a aquellos de nosotros, Tom, que estábamos observándolo. Tal vez no tanto a usted, pues el Señor quizá igual lo habría hecho un apóstol aunque tomara aquella cerveza, pero, cómo nos habría afectado a nosotros que recordamos ese incidente de hace tantos años. Cuán agradecido le estoy, Presidente Monson, por ese ejemplo tan inquebrantable que fue de joven en el servicio militar y por lo que significa para mí cuando levanto la mano para sostenerlo sin la más mínima reserva”20.
Cuando los dos volvieron a encontrarse muchos años después, Eddie le dijo a Tom: “Usted siempre parecía mantener la calma ante las presiones y estar en todo momento en control, con absoluta confianza en sus creencias religiosas”. Eddie había anhelado eso para él mismo, así que había estudiado el Evangelio y se había bautizado en la Iglesia. Tom nunca se había enterado de la conversión de su amigo ni del papel que él había jugado en ella21.
Un día, uno de los oficiales anunció: “Todos los que sepan nadar tendrán permiso para ir a San Diego es su primer día libre. Quienes no sepan nadar permanecerán en la base y tomarán un curso de natación, ya que ése es uno de los requisitos para graduarse del entrenamiento básico”22. La marina no creía a cualquiera que dijera que sabía nadar, así que antes de subir a los autobuses, los marineros debían quitarse la ropa, saltar en la parte honda de la piscina y nadar hasta el otro extremo. En el grupo había algunos que estaban tan ansiosos por ir a la ciudad que habían mentido, suponiendo que no les pedirían que demostraran que sabían nadar. El suboficial dejó que esos hombres batallaran desesperadamente en la parte honda antes de, casi de mala gana, ayudarlos con una vara a salir del agua, uno por uno. Las destrezas de Tom como nadador hicieron que le resultara fácil pasar la prueba.
En San Diego se veían gorros de marinero por todas partes, principalmente en el centro de la ciudad. Cuando Tom descendió del autobús fue inmediatamente abordado por aquellos que prometían llevarlo a él y a sus compañeros al teatro donde hacían “strip-tease”, a las casas de citas y, aunque cueste creerlo, a las iglesias evangélicas. El y sus amigos simplemente decidieron ir a caminar por la ciudad.
La marina llevó a cabo un examen de clasificación para determinar la aptitud de cada recluta, siendo cien el puntaje máximo. Tom alcanzó esa calificación por su habilidad para identificar señales con banderas y en código morse. No le llevó mucho tiempo aprender el alfabeto: “Alfa, Bravo, Charlie, Delta, Eco, Foxtrot”. (Aún puede completar la lista velozmente con el movimiento de las manos). Su capacidad de reconocer navios de diferentes flotas—japoneses, alemanes, italianos, británicos, franceses y estadounidenses—era impecable. Su habilidad para identificar el tipo de nave también era excelente. En el examen, aparecía un navio en una pantalla y el marinero tenía que oprimir un botón y dar la identificación. “Por ejemplo, si se trataba de un destructor escolta—D. E.—tenía que decir ‘D. E., Japón, o D. E., Estados Unidos’, u otras identificaciones para otros buques de distintas características. Los acorazados eran los más fáciles de identificar debido a su enorme tamaño”23.
Las destrezas de Tom en la mecánica no eran tan extraordinarias. Con un poco de menosprecio hacia sí mismo reveló que su puntaje en aquella prueba había dejado bastante que desear. Cuando tuvo la oportunidad de mirar en su expediente, vio que los resultados de la prueba confirmaban lo que él ya sabía: “No apto para la mecánica”24.
Cada día comenzaba con el sonido distintivo del clarín y su toque de diana, y terminaba con el lastimero sonido del toque de silencio en las noches, indicando que debían apagarse las luces. Tom no podía menos que reflexionar en sus días de escuela primaria cuando integraba el grupo que tocaba todas esas familiares tonadas que habían llegado a representar “deber, honor y patria”. El honor está a la altura del deber para el presidente Monson. “Es una manifestación de nuestra naturaleza, un compromiso de hacer lo correcto”, declara25.
Fue testigo de mucha corrupción entre los marineros y los oficiales, pero se sintió particularmente conmovido ante lo opuesto, como lo demostró la fe de un recluta de dieciocho años de edad, Garth Hallet, quien todas las noches se arrodillaba junto a su cama para orar. Un marinero que se apellidaba Jonitz, regresó una noche a las barracas, borracho y cargado de hostilidad. Garth, quien era católico, estaba orando. El hosco Jonitz lo empujó y después le dio un puntapié. De inmediato, otros dos marinos saltaron de sus literas, sujetaron a Jonitz y lo llevaron a las duchas. Cuando regresaron, dijeron que Jonitz “se había lastimado al resbalar con una barra de jabón”. Pasó tres días en la enfermería, y “nunca más volvió a hablar ni a actuar irrespetuosamente para con otra persona que honraba su religión”.
Tom “admiraba a Garth Elellet por arrodillarse a orar. Los jóvenes mormones orábamos acostados en nuestras literas, pero él tenía el valor y sentía la necesidad de arrodillarse delante de todo el que quisiera mirar, para ofrecer sus oraciones personales”26.
Durante el entrenamiento básico, el comandante de la compañía instruyó a los reclutas que la mejor forma de empacar la ropa en una bolsa de marino era poner un objeto rectangular duro en el fondo, pues de ese modo la ropa podía permanecer firme. Tom tenía el preciso objeto rectangular para hacerlo: el Manual Misional. Durante doce semanas le fue de mucha utilidad.
Pero no sólo permaneció en el fondo de la bolsa. La noche antes de su licencia de Navidad, las barracas estaban en silencio, a no ser por los gemidos del amigo de Tom, Leland Merrill, quien también era mormón y dormía en la litera contigua.
“¿Qué te sucede, Merrill?”, preguntó Tom.
“Me siento muy enfermo”, respondió Leland.
Tom le sugirió que fuera a la enfermería de la base, pero ambos sabían que eso significaría que a Merrill no lo dejarían tomar su licencia de Navidad. Los gemidos aumentaron en intensidad y en regularidad. En medio de la desesperación, Merrill susurró: “Monson, ¿no eres tú un élder?”. Tom respondió que sí, tras lo que Merrill le dijo: “Dame una bendición”.
Tom nunca había dado una bendición antes ni tampoco había visto a nadie dar una bendición a un enfermo. Oró por ayuda, y recibió una respuesta: “Busca en el fondo de tu bolsa de marinero”. Allí, a las dos de la madrugada, en una barraca de 120 marineros, muchos de los cuales sabían que algo sucedía, Tom “vació en el piso el contenido de su bolsa”. Entonces llevó hasta un lugar debajo de la luz de las barracas aquél objeto rectangular duro—el Manual Misional—y leyó cómo se bendecía a los enfermos. “Ante la curiosa mirada de unos 120 marineros”, Tom bendijo a Merrill para que mejorara. Antes de que terminara de guardar nuevamente sus cosas en la bolsa, “Leland Merrill dormía como un bebé”. A la mañana siguiente, al aprestarse a partir con destino a su casa, con una sonrisa de oreja a oreja, Merrill dijo: “Monson, me alegra que seas un poseedor del sacerdocio”27.
Al fin de sus doce semanas de entrenamiento básico en San Diego, se le concedió a Tom una licencia de diez días. Queriendo dar una sorpresa a Francés y a su familia, llegó a su casa sin anunciarse. Era un viernes, y de inmediato llamó a Francés para invitarla a salir esa noche. Ella declinó la invitación pues tenía otra cita concertada. Tom le pidió que la rompiese, pero el sentido de compromiso de la joven no se lo permitió. Sin embargo, ellos salieron juntos casi todas las demás noches siguientes. Algunos meses después, durante otra licencia de diez días, Tom dio marcha atrás en su magnánima sugerencia de que ella saliera en citas con otros jóvenes durante su ausencia.
Tom disfrutaba el servicio en la marina. Se le asignó a lo que se conocía como la “Compañía del barco” en el Centro de Entrenamiento Naval de San Diego. Sus destrezas en taquigrafía contribuyeron a que se le asignara la función de auxiliar del oficial al mando de la división de clasificación. “Ese era un gran honor, ya que quienes hacían las asignaciones podían escoger entre todos los reclutas que pasaban por esa enorme instalación”. Pasó a ser un aprendiz de auxiliar de Howard Foy, de Memphis, Tennessee, un marinero adusto, de leguaje grosero, que fumaba un cigarrillo detrás del otro. Foy lo amenazó con mandarlo a al-tamar si desordenaba las cosas pero, tal como sucedió con la Sra. Shinas, la vecina de su niñez, Tom se ganó su aprecio y llegaron a ser buenos amigos. Al finalizar el entrenamiento, Foy le entregó a Tom un sobre grande y le dijo: “Monson, en este sobre hay un diagrama de las docenas tras docenas de archivadores de cuatro cajones que están sobre la pared sur de la división de clasificación. También hay instrucciones de todo lo que necesitas saber sobre cada uno de esos archivos. No abras el sobre hasta que hayan pasado cuarenta y ocho horas desde que yo me haya marchado y, por consiguiente, haya sido dado de baja de la marina”.
Tom aguardó el tiempo indicado y después abrió el sobre para averiguar que sólo tenía que preocuparse del contenido de cada quinto cajón. Foy había llenado los demás cajones de los archivadores con recortes de revistas y periódicos. La enorme cantidad de archivos y la aparente complejidad del sistema, aseguraban que únicamente él y ninguna otra persona—ni siquiera sus superiores—pudieran supervisar tal volumen de información28.
Como comentario al margen: Treinta años después, los Monson localizaron a Howard Foy, le llevaron un libro sobre los mormones y lo invitaron a asistir a una conferencia de estaca en la que hablaría el élder Monson. Tanto Howard como Lucille, su esposa, asistieron y llevaron a dos amigos con ellos. En su mensaje durante la conferencia, el élder Monson se refirió a sus experiencias en la marina y rindió tributo a Howard. Sus palabras lo conmovieron y el élder Monson vio a su compinche de la marina secarse las lágrimas de los ojos. Después de la reunión, Howard y Lucille y la otra pareja se acercaron al frente y el amigo de Howard indicó que el mensaje había estado a punto de convencerlo de unirse a la Iglesia29.
La oficina de clasificación era el lugar perfecto para Tom Monson por sus destrezas de organización, atreviéndose de vez en cuando a “arreglar” el sistema.
“Recuerdo a un joven con quien trabajé, de apellido Olsen. Vino a mí obviamente consternado y furioso y me dijo: ‘Monson, lee esta carta de mi novia y te pondrás a llorar conmigo’. Leí la carta, la cual decía más o menos así: ‘Me siento muy feliz de que hayas sido asignado a la división de clasificación de la Marina de los Estados Unidos. Desde tu partida, nuestro mutuo amigo Robert, de Minneapolis, ha estado saliendo conmigo y yo consideraría un gran honor el que tú hicieras arreglos para que él fuera asignado a una base cerca de Minneapolis para que pudiéramos seguir saliendo mientras tú sirves allí en San Diego’. Entonces Olsen me dijo: ‘Hazme un favor, ¿quieres? ¿Cuán lejos de Minneapolis puedes enviar a ese hombre?’ Yo le respondí: ‘¿Qué tal San Francisco?’ ‘¡No es lo suficientemente lejos!’ ‘Bueno, ¿qué te parece Hawái?’ ‘¡Sigue sin ser lo bastante lejos!’ ‘Pues aquí veo un barco que va a Hong Kong, ¿qué te parece?’ ‘Es el lugar ideal’. Debo confesar que preparamos las órdenes para que Robert fuera a Hong Kong”30.
Tom le escribió a su novia, Francés, todos los días que estuvo en la marina para asegurarse de que lo recordara. “Yo era muy romántico, y aún lo soy”, dice. Iba hasta el jardín del comodoro y recogía una boca de sapo para poner en el sobre de la carta que le fuera a enviar. Sabía que se secaría, pero lo que contaba era el sentimiento.
Iba a la iglesia en la base, “pero no era lo mismo que estar en casa en nuestro propio barrio para el domingo de Pascua”, le escribió a su padre. Sus cartas estaban repletas de las experiencias de un joven de dieciocho años lejos de su hogar. En una de ellas escribió: “Fui al almacén de la base y me compré un traje de baño por $2,60, y después fui a nadar a la playa La Jolla. Me divertí mucho dejándome llevar por las olas”31.
En vísperas de Año Nuevo, fue a la costa a escuchar música pero no salió con chicas. El había visto a muchos de sus compañeros de la marina caer en relaciones amorosas con jovencitas. A Tom le había quedado grabado un mensaje que el presidente Heber J. Grant había pronunciado en una reunión del sacerdocio a la que él había asistido. “En esencia, él dijo que los hombres que cometen pecados no lo hacen en un abrir y cerrar de ojos, que nuestras acciones se ven precedidas por nuestros pensamientos y que cuando cometemos un pecado es porque antes pensamos en cometer ese pecado en particular. La manera de evitar la transgresión es mantener nuestros pensamientos puros”32. Así fue que Tom se mantuvo al margen de tales relaciones, contentándose con tan sólo escuchar la música de dos orquestas que alternaban cada media hora. El recuerda que eran las orquestas de nombres reconocidos, como Stan Kenton y Charlie Barnett. “Sí que era buena la música de 1944”33.
La experiencia militar de Tom, aun cuando rendida en la misma causa, no fue ni parecida al relato que tanto le había impresionado en su juventud, el del “Batallón perdido”, la 77a. División de Infantería en la Primera Guerra Mundial, atrapado detrás de líneas enemigas durante una aguerrida ofensiva. Los hombres se ofrecieron como voluntarios sin vacilar, pelearon con arrojo y muchos murieron valientemente en la que fue una de las mayores operaciones de rescate de la historia. Los actos heroicos no pasaron desapercibidos para Tom, quien vio la mano de Dios en aquel servicio.
Años más tarde, se encontraría en un viejo puente sobre el río Somme, el cual había cruzado el Batallón Perdido en su camino firme aunque pausado hacia el interior de Francia. Trató de imaginar lo que ese río les habría parecido a los soldados que habían cruzado ese mismo puente. Algunos regresaron a casa, otros no. Hay hectáreas cubiertas de bien ordenadas cruces blancas que se yerguen como imborrable recordatorio del precio en vidas humanas que se pagó en los campos de batalla de Europa. Entonces le llegan a la mente las palabras del poema “En los campos de Flandes”:
En campos de Flandes las amapolas se mecen entre las tumbas de quienes nunca perecen, donde descansamos, bajo el espacioso cielo, que nos cuida a todos con majestuoso celo, y el rugido de las balas aún nos estremece.
Somos los muertos que en tiempos no lejanos vivimos y caímos más nuestra huella dejamos. Amamos y fuimos amados, mas ahora en los campos de Flandes descansamos34.
El servicio en la marina dejó una marca perenne en Tom Monson, la cual ha aflorado muchas veces. “Quienes planean las guerras rara vez se enfrentan al sufrimiento de la gente. Es tan sólo cuando familias y ciudades enteras sufren de ese modo que llegamos a ver el verdadero horror”, ha declarado. Ha estado junto a soldados que perdieron la vista, sus extremidades y hasta su voluntad de seguir adelante. “Debemos estar agradecidos a diario por la paz, pero debemos permanecer atentos para prevenir los conflictos, la conducta agresiva, el dominio de una fuerza militar sobre otra, de los que hemos sido testigos en el pasado”35.
Cuando terminó la guerra, el Auxiliar de Tercera Clase Thomas S. Monson tuvo que servir solamente seis meses más para cumplir con su compromiso en el servicio militar. Su baja honorable oficial—la cual le daba derecho a las prestaciones de un proyecto especial de ley para la educación universitaria—estaba fechada el 30 de julio de 1946. El Capellán Mayor del Centro de Separación de Personal de la Marina de los Estados Unidos, Ralph A. Curtis, escribió a los padres de Tom: “La gran mayoría de los soldados están regresando a tiempos de paz, a sus familias, iglesias y comunidades. Estamos agradecidos de que su hijo sea uno de ellos”36.
El presidente Harry S. Truman también le envió una carta de gratitud por su servicio. “A usted, quien respondió al llamado de su patria y sirvió en sus Fuerzas Armadas para cristalizar la derrota absoluta del enemigo, le extiendo la más genuina gratitud en nombre de nuestra nación entera . . . Ahora esperamos su liderazgo y ejemplo en pos de engrandecer a nuestro país en paz”37.
En aquel otoño de 1946, “muchos de los hijos predilectos de nuestras comunidades regresaron al seno de sus familias”38. Gracias al proyecto de ley para la educación, la juventud abarrotó los campus universitarios a lo largo y ancho del país. Ellos traían consigo las lecciones aprendidas en los frentes de batalla de Europa y del Pacífico. Eran más maduros que antes, más disciplinados y más trabajadores. Tenían la determinación de avanzar al tener éxito en sus estudios y al prepararse para sus distintas profesiones. Tom Monson se encontraba entre ellos.
























