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ANDUVO HACIENDO BIENES
En un mensaje que dio a todas las Autoridades Generales y de Area, dijo que una de nuestras responsabilidades es ayudar a los miembros a sentir el amor del Salvador. Esa es la clase de persona que él es. La totalidad de su ministerio se centra en discernir las necesidades de una persona y en ofrecer una sonrisa o una palmada en la espalda, en hacer algo sencillo que uno nunca esperaría del Presidente de la Iglesia.
Élder David A. Bednar Quorum de los Doce Apóstoles
La introducción de thomas s. monson al programa de bienestar de la Iglesia ocurrió diez años antes de que fuera llamado como obispo. Tenía doce años de edad y era diácono recién ordenado cuando su obispo le pidió que llevara la Santa Cena a un hombre postrado en cama que añoraba tal bendición. Tommy no tuvo reparos en caminar aquellas diez cuadras hasta el otro lado de las vías del ferrocarril un soleado domingo por la mañana. Al llamar a la puerta de la cocina, oyó una débil voz decir: “Entre”. Quitó la cubierta de la Santa Cena para el hermano Wright, quien estaba tan débil que tuvo que pedirle a Tommy que pusiera el pan en su temblorosa mano y que llevara el vasito de agua a sus labios. Al reconocer la conmovedora gratitud del hermano Wright, Tommy “sintió el Espíritu del Señor” en la habitación, y comprendió que se encontraba “en un lugar sagrado”.
El hermano Wright le pidió que se “quedara un momento”, y entonces procedió a darle su testimonio: “Tommy, esta Iglesia es divina. El amor que los miembros tienen los unos por los otros es una inspiración”. Después habló de la presidenta de la Sociedad de Socorro, la hermana Balmforth. “¿Sabes lo que ella hizo una semana, hace muchos años?”, le preguntó. “Tomó su vagoncito rojo, pasó por casas de miembros para recoger un frasco de melocotones de una, una lata de vegetales de otra, y así llenó los estantes de mis armarios con alimentos”. El hermano Wright lloró al referirse a su experiencia y “describió cómo vio a la presidenta de la Sociedad de Socorro volver a su casa tirando, sobre las desniveladas vías del ferrocarril, su vagoncito de misericordia”1.
Para el presidente Monson, el principio de bienestar siempre ha estado relacionado con llenar el “vagoncito rojo” con lo que sea necesario: alimentos, ropa, amistad o atención personal. El plan de bienestar “nunca tendría éxito sólo a base de esfuerzo”, ha atestiguado, “ya que este programa funciona mediante la fe a la manera del Señor”2.
El presidente de estaca de los Monson, Harold B. Lee, había iniciado un programa de bienestar en la Estaca Pioneer antes de que el presidente Heber J. Grant organizara el esfuerzo para toda la Iglesia. En 1932, a finales de la Gran Depresión, el presidente Lee y sus consejeros, Charles S. Hyde y Paul C. Child, se reunieron en el edificio de la estaca, contiguo a la capilla del Barrio Sexto-Séptimo, e hicieron planes para ayudar a la gente de su estaca. Estaban muy preocupados, ya que el cincuenta por ciento de los miembros de los ocho barrios y una rama carecían de empleo, entre ellos, miembros del sumo consejo y obispos. (La familia Monson no se encontraba en esa situación). “En aquellos primeros días”, explicaría más adelante el presidente Lee, “nos aventuramos sin saber a dónde ir, pero sabíamos que debíamos hacer algo, pues habíamos tocado fondo”3.
Para empezar las reuniones de obispado y de consejo de barrio, el obispo Monson leía un pasaje pertinente de las Escrituras para que todos se enfocaran en sus deberes. Uno de sus predilectos era: “Por tanto, no os canséis de hacer lo bueno, porque estáis poniendo los cimientos de una gran obra. Y de las cosas pequeñas proceden las grandes. He aquí, el Señor requiere el corazón y una mente bien dispuesta”4.
Al obispo Monson se le llegó a conocer—y amar—por su corazón y por su mente bien dispuesta, como lo manifiesta la atención que prestó al bienestar de la gente de su congregación. El declaró: “Siempre me he considerado un obispo que erró hacia el lado de la generosidad, y si tuviera que hacerlo de nuevo, sería aún más generoso”5.
Sostenía que quienes recibieran ayuda de bienestar deberían trabajar lo más posible por aquello que se les hubiera dado, y que hay muchas formas creativas en que los líderes pueden ofrecer oportunidades de trabajo. El contaba con una cuadrilla de hombres jubilados que compensaban la asistencia recibida al trabajar en el mantenimiento del exterior y del interior de los edificios del barrio y de la estaca. El ha dicho: “Una dádiva de la Iglesia sería peor que una dádiva del gobierno, ya que fallaría ante principios más elevados. Las prácticas de la Iglesia representan objetivos más honorables y un potencial más glorioso”6.
El obispo Monson sirvió como presidente del consejo de obispos de la Estaca Temple View y como consejero en el consejo regional de obispos, “un gran honor para un líder tan joven y tan apto al mismo tiempo”7. El élder Glen Rudd, quien sirvió como obispo del Barrio Cuarto de esa estaca y más tarde llegó a ser Autoridad General, observó: “Tal vez él haya tenido más experiencia en la distribución de artículos de bienestar que cualquier otra persona en vida en la Iglesia hoy. Las bendiciones espirituales de un programa de bienestar debidamente administrado sobrepasan enormemente las bendiciones físicas”8.
Para Tom Monson, el plan de bienestar siempre ha tenido que ver con edificar desde el interior de la persona, y con emplear las necesidades de los demás para fortalecer a quienes son llamados a ayudar. “Para él, el bienestar no es un programa”, dice el presidente Henry B. Eyring, quien trabajó estrechamente con aspectos de bienestar cuando sirvió en el Obispado Presidente. “Bienestar consiste en personas que tienen un doble efecto en los demás: Ayudarlos a levantarse edificándolos, y, al mismo tiempo, fomentar su fe en Jesucristo”9.
Aún cuando los programas y sus aplicaciones se ajustan con el transcurso del tiempo, el presidente Monson testifica que “los principios básicos de bienestar no cambian ni cambiarán jamás, pues son verdades reveladas”. Él ha señalado principios rectores en el bienestar, como lo son el trabajo, la autosuficiencia, la debida administración económica, el almacenamiento de artículos, el cuidado de familiares y el uso prudente de los recursos de la Iglesia. También ha enseñado: “Hemos aprendido a velar por la viuda, el huérfano, el indigente, los afectados por accidentes, enfermedades o edad avanzada. Además, tenemos la responsabilidad de hacer frente a necesidades y circunstancias cambiantes, así como a nuevas actitudes y expectativas. ¿A dónde iremos por ayuda? Considero que debemos regresar a lo básico; a las revelaciones del Señor; a las palabras de los profetas de Dios y a los principios fundamentales que han demarcado el programa de bienestar de la Iglesia”10.
La manera como el presidente Monson enfoca el bienestar la demuestra el hecho de que era ampliamente conocido en el viejo Hospital del Condado de Salt Lake. Una noche lo llamaron para que diera una bendición a una paciente en una de las unidades. Al acercarse a ella, vio que la mujer de la cama contigua se cubría la cara con la sábana. Tras dar la bendición, se aprestaba a partir, pero sintió la impresión de ver quién era la persona de la otra cama. Al levantar la sábana, vio que se trataba de una mujer que vivía en su barrio. “¿Por qué se cubrió la cara con la sábana?”, le preguntó. Ella respondió: “Pensé que venía a verme a mí, pero cuando lo vi detenerse junto a la otra cama, me dio vergüenza”. El presidente Monson le dijo: “El Señor sabía que usted estaba aquí y por eso me hizo volver. Estoy aquí para darle una bendición”11. La mujer era Kathleen McKee.
Varios meses después, el obispo Monson recibió la noticia de que Kathleen había fallecido. Los registros del hospital indicaban que no tenía deudos y que había puesto el nombre de Thomas Monson como la persona a quien notificar cuando muriera. Al llegar él al hospital, una enfermera le entregó un sobre cerrado que contenía la llave del modesto apartamento de Kathleen en un sótano. No había en él nada de mayor valor; la mujer había vivido siempre sola, nunca se había casado, uniéndose a la Iglesia “en el crepúsculo de su vida”. Sobre su escritorio había una carta debajo de dos frascos de Alka Seltzer llenos de monedas que representaban su ofrenda de ayuno de ese mes. Kathleen había escrito con esmero:
Estimado obispo Monson:
No creo que regrese del hospital. En el cajón de la cómoda hay una pequeña póliza de seguro que servirá para cubrir los gastos del funeral. Puede dar los muebles a los vecinos.
En la cocina encontrará mis tres hermosos canarios. Dos de ellos son de bello color amarillo dorado y sus características son perfectas. En sus jaulas he puesto el nombre de las personas a quienes quiero darlos. En la tercera jaula está Billie, mi favorito. Billie tiene una apariencia enclenque, y su tono amarillo está estropeado por un color grisáceo en las alas. ¿Podría usted quedarse con él?
No es el más bonito, pero es el que canta mejor.
Atentamente, Kathleen McKee
El obispo Monson comprendió que la vida de Kathleen era mucho más que su escueto apartamento. Ella era “muy parecida a Billie, su preciado canario con gris en la alas. No había sido bendecida con belleza física, con elegancia ni con una posteridad. Pese a ello, su “canto” había ayudado a otras personas a sobrellevar sus cargas con más ánimo y a cumplir con sus deberes más hábilmente”12. Había brindado amistad a muchos vecinos necesitados, animando y consolando a una de ellas que era lisiada. Había alegrado la vida de otras personas. En términos sencillos, ella anduvo haciendo bienes.
Tarde ya, una noche, en el preciso momento en que el obispo Monson salía del apartamento de una viuda, otra puerta se abrió del otro lado del pasillo. La mujer que estaba allí, hablando con un pronunciado acento griego, preguntó: “¿Es usted el obispo?”. Cuando él asintió, ella le dijo: “Me llamo Angela Anastor. Nadie me visita a mí ni a mi esposo que está postrado en cama. ¿Tiene tiempo de hacernos una visita aun cuando no somos miembros de su iglesia?”
Esa misma noche le dio una bendición al esposo y en los meses siguientes pasó a visitarlos cuantas veces pudo. Con el tiempo, la mujer se bautizó y colaboró incansablemente en la traducción de materiales de la Iglesia al griego. Cuando su esposo murió, el presidente Monson habló en su funeral13.
El obispo Monson tenía una habilidad especial para transformar necesidades de bienestar en oportunidades de servicio para otros miembros de su barrio. Uno de tales ejemplos fue la familia Guertler. Karl Guertler, quien vivía en Ogden, Utah, había alquilado un modesto apartamento en el Barrio Sexto-Séptimo para su hermano Hans, quien llegaría a los Estados Unidos desde Alemania con su esposa e hijos, después de la Segunda Guerra Mundial. Karl se había puesto en contacto con el obispo Monson para hacerle saber que pronto llegarían nuevos miembros a su barrio. Karl y el obispo Monson fueron juntos a ver el apartamento. Faltaban pocas semanas para la Navidad, y Tom se sintió abatido al pensar en la sombría Navidad que tendría esa familia de inmigrantes alemanes en su lúgubre apartamento.
Durante los días siguientes, el obispo Monson alistó la ayuda de miembros del sacerdocio, de la Sociedad de Socorro y de los jóvenes para hacer que el apartamento fuera más acogedor y para llenar las alacenas con alimentos para los Guertler, quienes llegarían pocos días antes de la Navidad.
La noche en que la familia Guertler llegó al apartamento, el aroma del nuevo empapelado de las paredes llenaba el ambiente; una mullida alfombra cubría los pisos; tenían muebles listos para usarse, y los armarios de la cocina estaban llenos de alimentos, al igual que el nuevo refrigerador. En una esquina de la sala había un árbol de Navidad que los jóvenes habían decorado. Diestros miembros del barrio habían colaborado en la pintura, en la instalación eléctrica y en colocar un flamante piso. Los comercios locales habían donado muchos de los artículos necesarios, entre ellos, una cocina. Aquella noche, los miembros del barrio abrieron sus brazos a los atribulados pero agradecidos viajeros quienes habrían carecido de lo necesario para comenzar una nueva vida en una tierra lejana. Todos cantaron villancicos de Navidad, los Guertler en alemán y sus nuevos hermanos y hermanas en inglés.
El obispo Monson recuerda que cuando los miembros del barrio partieron aquella noche, una niña se volvió a él y preguntó: “¿Por qué es que me siento mejor que nunca en mi vida?”. El obispo Monson le recordó de una de las estrofas del himno navideño que acababan de cantar: “Oh, pueblecito de Belén”:
Oh, cuán inmenso el amor que nuestro Dios mostró al enviar un Salvador; Su Hijo nos mandó.
Aunque Su nacimiento pasó sin atención, aún lo puede recibir el manso corazón14.
El concepto de bienestar tomó nueva forma para el obispo Monson al escribir a miembros del barrio que estaban encarcelados y al recibir respuesta de ellos. No era poco común el final de una carta de junio de 1955: “Obispo, por favor escríbame pronto; me gusta saber de usted”15.
Cuando la gente se mudaba de la zona, les escribía como despedida: “Recuerden que siempre serán bienvenidos en el Barrio Sexto-Séptimo, del cual, para nosotros, serán miembros toda la vida”16. También escribía regularmente a miembros del barrio que servían en una misión.
En 1950, el Presidente de la Iglesia, George Albert Smith, emitió una “advertencia profética” de que no transcurriría demasiado tiempo hasta que muchas calamidades cayeran sobre la familia humana a menos que se produjera un rápido arrepentimiento. “No está lejos el día en que millones de habitantes de la tierra morirán a causa de lo que nos sobrevendrá”17. Dos meses y medio más tarde, el 25 de junio de 1950, se desató la Guerra de Corea, cobrando la vida de dos millones y medio de personas.
Veintitrés jóvenes del Barrio Sexto-Séptimo sirvieron en las fuerzas armadas durante ese conflicto. Las Autoridades de la Iglesia pidieron que cada soldado miembro de ella recibiera tanto el periódico Church News, como la revista Improvement Era, así como una carta personal de su obispo todos los meses. Los quorums del sacerdocio del Barrio Sexto-Séptimo “con bastante esfuerzo” financiaron las suscripciones y el obispo Monson escribió las cartas. Habiendo servido en la marina, él sabía qué se sentía al recibir una carta de seres queridos.
Todos los meses escribía veintitrés cartas personales y se las entregaba a Iola Moon, una hermana del barrio, para que las pusiera en el correo. Uno de los jóvenes le contestó desde el frente de batalla en Corea que, un domingo por la mañana, en medio de los bombardeos, él y otros de su pelotón que eran miembros de la Iglesia, habían participado de la Santa Cena, la cual repartieron en un casco.
En una ocasión, la hermana Moon echó un vistazo a las cartas que debía enviar y preguntó: “Obispo, ¿usted nunca se desanima? Aquí hay otra carta para el hermano Bryson. Ya le ha escrito diecisiete veces sin recibir respuesta de él”.
“Tal vez me escriba este mes”, le respondió. Y así fue; la respuesta llegó con el matasellos de la Oficina Postal del Ejército en San Francisco, puesto que el joven se encontraba “en costas lejanas, aislado, añorando su hogar y solo”. El 25 de diciembre de 1953, escribió: “Querido obispo, le he estado debiendo esta carta desde hace mucho tiempo, pero aun al estar escribiéndola, no sé qué contarle. Ésta es la primera vez que le escribo o que he intentado escribirle a un obispo. ¿Cómo están usted y su familia? ¿Cómo marcha la Iglesia? ¿Cómo pasó la Navidad? Ciertamente me hubiera gustado estar allí; la Navidad aquí es muy diferente a la de casa. Bueno, ya no tengo más que contar. Como puede ver, sigo siendo el mismo muchacho retraído que usted conoció”. Después añadió: “Siga escribiéndome”, y le pidió que diera sus recuerdos a todos en el barrio. Como posdata, escribió: “Gracias por el Church News y las revistas pero, principalmente, por sus cartas personales. He dado vuelta una nueva página; me han ordenado presbítero en el Sacerdocio Aarónico. Me rebosa el corazón; estoy muy feliz”18.
Años más tarde, en una conferencia de estaca, el hermano Bryson se acercó al élder Monson después de la reunión para darle un informe: “Sirvo en la presidencia del quorum de élderes.
Gracias, nuevamente, por su interés y por las cartas personales que me envió y que yo atesoro”19.
En ocasiones, el obispo Monson tuvo ayuda al proveer “a la manera del Señor”. Un otoño, recibió una llamada de un miembro a quien muy de vez en cuando veía en la iglesia. “Obispo”, le dijo el hombre, “tengo dos camiones y remolques llenos de naranjas y plátanos, y si usted puede usarlos en el almacén, quisiera donarlos a modo de diezmo”. El obispo Monson contestó que sí podían darle buen uso y de inmediato llamó al obispo Jesse M. Drury en la Manzana de Bienestar.
Bajo la dirección del obispo Drury, y con la ayuda de voluntarios, se descargaron los camiones y se distribuyó su contenido. El obispo Monson ya se había puesto en contacto con los obispos de la región para informarles que disponía de toda esa fruta. Cuando escribió el recibo del diezmo, su gratitud iba más allá de los camiones de fruta. El hombre que la había donado—junto con su esposa—se habían visto implicados en una controversia local que fácilmente podría haberlos llenado de rencor contra la Iglesia; otras personas se habían inactivado por asuntos de menor relevancia. En cambio, ellos “produjeron fruto” de lo que sabían que era la viña del Señor. El hombre, más adelante, llegó a ser sellador en el Templo de Salt Lake, y el élder Monson habló en su funeral20.
En sus deberes de obispo, jamás pasaba por alto las necesidades de la juventud, individualmente. Como en la mayoría de los barrios, algunos jóvenes flaqueaban, otros se mantenían firmes, mientras que otros flotaban entre medio. Tom conocía muy bien el programa de los jóvenes de la Iglesia por haber servido en la superintendencia de la AMMHJ cuando tenía sólo diecisiete años de edad. Había llevado una nueva perspectiva a su asignación. El superintendente y su otro ayudante tenían sesenta y cuatro y cincuenta y nueve años de edad, respectivamente. Ahora, como obispo, él y sus consejeros estaban resueltos a “hacer todo lo necesario para asegurarse de que no se perdiera ni un solo joven ni una jovencita”. El amor genuino y un buen sentido del deber los guiaban en tal cometido. Los resultados, como él lo atestigua, fueron “milagrosos”21.
“No es necesario”, aconseja, “comprar la actividad de nuestra juventud. El medir lo bueno de la vida por sus deleites y placeres es aplicar una norma falsa”22. En los veranos llevaba a los muchachos a Vivian Park, y en otra ocasión, las líderes de la Sociedad de Socorro y de las Mujeres Jóvenes llevaron a las jovencitas. Algunos de los jóvenes nunca habían estado en las montañas, jamás habían visto un elemento de agua natural como el río Provo, ni asado salchichas sobre una hoguera.
Trabajó con un joven de nombre Robert que vivía con su madre. El muchacho tartamudeaba terriblemente. Acomplejado, tímido, temeroso de sí mismo y de todos los demás, rehusaba aceptar asignaciones en la Iglesia y nunca hablaba. Entonces un día, en forma milagrosa, aceptó la asignación de efectuar un bautismo. El obispo Monson se sentó junto a él en el bautisterio del Tabernáculo y lo guió en cuanto al modo de hacerlo. Ya habían repasado los procedimientos en una reunión de sacerdocio, así que Robert sabía lo que se esperaba de él.
En apariencia, Robert estaba bien preparado, vestido todo de blanco, pero cuando el obispo le preguntó cómo se sentía, el joven contestó tartamudeando, casi incoherentemente, que se sentía “terrible”. El obispo Monson pasó el brazo por los hombros del muchacho, sugirió que cada uno ofreciera una oración para que “fuera hecho apto para la tarea que tenía por delante”, y así lo hicieron. Cuando el secretario del bautisterio leyó: “Nancy Ann McArthur será ahora bautizada por Robert Williams, un presbítero”, Robert pasó al frente como se le había enseñado, y tomó a Nancy de la mano y la ayudó a descender al agua. “Después miró hacia arriba, como si buscara ayuda divina, con el brazo derecho en forma de escuadra, y mediante el poder del Sacerdocio Aarónico pronunció las palabras sagradas: “Nancy Ann McArthur, habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. No tartamudeó ni cometió un solo error”.
El obispo Monson felicitó a Robert en el vestuario. El muchacho volvió a bajar la mirada y, tartamudeando, dijo: “Gracias”23.
Años después, el presidente Monson habló en el funeral de Robert y se refirió a la ocasión cuando el joven había efectuado un bautismo con absoluta precisión, añadiendo que se había esforzado toda la vida por honrar su sacerdocio24. Había trece personas presentes en el funeral de Robert, y debido a que estaban escasos en portadores del féretro, el presidente Monson y su oficial de seguridad se adelantaron para ayudar. “Fui al Cementerio de Salt Lake”, dijo, “para completar mi responsabilidad en la tierra para con ese muchacho tan especial”25.
Otro joven del Barrio Sexto-Séptimo, Richard Casto, faltaba repetidamente a las reuniones del quorum. Un domingo en particular, el obispo Monson fue hasta la casa de Richard durante la reunión de sacerdocio. Su madre y padrastro le dijeron que Richard estaba trabajando en el taller de automóviles West Temple. Resuelto a hacer todo lo posible por que Richard fuera a la iglesia, el obispo Monson lo buscó por todas partes pero no lo pudo encontrar. Finalmente, tuvo la inspiración de fijarse en el foso de engrasado del taller. Allí vio un par de ojitos que lo miraban fijamente. “Me encontró, obispo”, dijo Richard; “ya subo”. Conversaron un rato y el obispo Monson partió con la promesa de Richard de que asistiría a la reunión de sacerdocio el siguiente domingo. Richard cumplió su palabra.
Aun cuando la familia se mudó del barrio, Richard hizo los arreglos para que el obispo Monson hablara en su despedida misional. El joven dijo que había sido un domingo por la mañana— no en la capilla, sino tras salir de la oscuridad de un foso de engrasado en un taller de autos y encontrar la mano extendida de su presidente de quorum—cuando había tomado la decisión de ir a una misión.
Cuarenta años después, Richard le envió una carta a “su obispo”. “El muchacho del foso de engrasado se encuentra bien y aún está firme en la fe”, escribió. “Tal vez nunca habría ido a una misión, conocido a mi esposa ni tenido la familia que tengo hoy, si usted no se hubiera tomado la molestia de ir a buscarme y ponerme en línea. Al meditar en los acontecimientos de mi vida, estoy muy agradecido por un obispo que buscó y encontró a alguien que estaba perdido y demostró gran interés en él. Le agradezco desde el fondo del corazón todo cuanto ha hecho por mí personalmente. Lo amo”26.
Firmó la carta: “el muchacho del foso de engrasado”.
Richard Casto ya ha sido obispo en dos ocasiones.
Otro de los “incorregibles” del obispo Monson escribió: “Quizá haya pensado muchas veces que yo no había entendido o ni siquiera escuchado algunos de sus consejos y las cosas que me enseñó, tanto por medio del ejemplo como por el precepto. Quiero asegurarle que sí lo oí y lo entendí y que agradezco profundamente su ayuda. Al recordar muchos de los errores que cometí en mi juventud, también recuerdo su influencia firme y constante que no permitieron que esos errores tomaran control de mi vida.
“Me viene a la memoria una mañana en particular cuando usted llamó para preguntar por qué no estaba en la reunión de sacerdocio. Mi pobre excusa fue que no tenía una camisa blanca limpia, tras lo cual usted me ofreció una de las suyas. Rápidamente encontré una y llegué a la reunión tarde, pero llegué”27.
El presidente Monson nunca perdió de vista el poder de esas experiencias tan singulares en la vida de un joven, las que dan paso a “dividendos eternos”28.
Cuando el presidente Monson recuerda su servicio como obispo, reflexiona en la declaración del presidente John Taylor: “Si no magnificamos nuestros llamamientos, Dios nos hará responsables por aquellos a quienes podríamos haber salvado si hubiésemos cumplido con nuestro deber”29.
Un domingo, el dueño de un comercio cercano llamó para decirle que temprano ese día, un jovencito del vecindario y del barrio había ido a la tienda a comprar un helado. Cuando fue a pagar, sacó el dinero de un sobre de ofrendas de ayuno y había olvidado llevárselo. El hombre llamó a Tom porque sabía que él era el obispo, y cuando describió al jovencito, el obispo Monson reconoció inmediatamente de quién se trataba.
Al dirigirse hacia la casa del muchacho, oró por guía divina. La madre del joven lo invitó a pasar a la sala tenuemente iluminada donde había unos pocos y gastados muebles. Su indignación se esfumó cuando se dio cuenta de las condiciones de la familia. Le preguntó a la mujer si tenían alimentos en la casa, a lo cual ella entre lágrimas respondió que no. Su esposo había estado desempleado por mucho tiempo y no tenían dinero para el alquiler ni para comprar comida, y pronto serían desalojados.
Hizo a un lado su intención de hablar sobre el incidente del sobre de ofrendas de ayuno y empezó a hacer planes para ofrecer ayuda inmediata. Además de concretar los arreglos para proveerles de alimentos y otros artículos de primera necesidad, solicitó la colaboración de los líderes del sacerdocio para ver si podían encontrarle empleo al hombre30.
El presidente Monson no sólo ha dejado la puerta abierta para que la gente vuelva a la actividad en la Iglesia, sino que ha ido a buscarlos y los ha encontrado. Si hubiera que ponerle un lema a su ministerio, tal vez sería: “Camino al rescate”. Lo ha estado haciendo toda su vida.
“Son muchas las personas que imploran ayuda”, sostiene. “Hay muchos que están desanimados y que anhelan regresar pero no saben dónde comenzar. Tengamos manos prestas, manos limpias y corazones dispuestos a fin de estar en condiciones de ofrecer lo que nuestro Padre Celestial quisiera que ellos recibieran de El”31.
Una de las personas a quienes extendió su ayuda fue Harold Gallacher. Su esposa e hijos eran activos en la Iglesia, pero no Harold. Su hija Sharon le había pedido al obispo Monson si él podía “hacer algo” para que su padre volviera a la actividad. Como obispo, se sintió inspirado a visitar a Harold, y un caluroso día de verano llamó a su puerta, desde donde podía verlo sentado en una silla, fumando un cigarrillo y leyendo el periódico. “¿Quién llama?”, preguntó Harold hoscamente, sin siquiera levantar la vista.
“Su obispo”, contestó Tom. “He venido a presentarme y a invitarlo a asistir con su familia a nuestras reuniones”.
“No, estoy muy ocupado”, fue la despectiva respuesta que le dio sin quitar la vista del periódico. Tom le agradeció el haberlo escuchado y se marchó. La familia se mudó sin que Harold jamás asistiera a los servicios.
Años después, un tal hermano Gallacher llamó por teléfono a la oficina del élder Thomas S. Monson para concertar una cita con él.
“Pregúntele si su nombre es Harold G. Gallacher”, le pidió el élder Monson a su secretaria, “y si acaso vivía en la calle Vissing y si tenía una hija que se llamaba Sharon”. Cuando la secretaria le hizo esas preguntas, Harold se sorprendió de que el élder Monson recordara tantos detalles. Cuando los dos se encontraron poco después, se abrazaron, y Harold le dijo: “He venido a disculparme por no levantarme de la silla para atenderlo aquél verano hace tantos años”. El élder Monson le preguntó si era activo en la Iglesia, a lo que Harold respondió sonriendo: “Soy el segundo consejero del obispado. Su invitación de ir a la iglesia y mi respuesta negativa me angustiaron tanto que decidí hacer algo al respecto”.
“Ellos regresarán”, dice el presidente Monson, “si buscamos la ayuda de los cielos al ir a rescatarlos”32.
Pocos fueron los que se perdieron en el Barrio Sexto-Séptimo. A todos se les necesitaba y eran de gran valor. Como profeta, el presidente Monson sigue llamando para que vuelvan todos cuantos se han distanciado del Señor y de Su evangelio. En su primera conferencia general como Presidente de la Iglesia, habló en base a su experiencia y desde el corazón:
“A lo largo de la jornada por el sendero de la vida hay pérdidas. Algunos se apartan de las señales del camino que guían hacia la vida eterna, sólo para descubrir que la desviación que han escogido al final lleva a un callejón sin salida. La indiferencia, el descuido, el egoísmo y el pecado cobran su alto precio entre los seres humanos.
“Todos nosotros podemos cambiar para bien. A lo largo de los años hemos hecho llamados a los menos activos, a los ofendidos, a los que critican, a los transgresores, para que vuelvan. ‘Vuelvan y deléitense en la mesa del Señor, y saboreen otra vez los dulces y satisfactorios frutos de la hermandad con los santos’.
“En el refugio privado de nuestra propia conciencia yace ese espíritu, esa determinación de despojarnos de la persona antigua y alcanzar la medida de nuestro verdadero potencial. En ese espíritu, volvemos a extender esa sincera invitación: Vuelvan. Les tendemos la mano con el amor puro de Cristo y expresamos nuestro deseo de ayudarlos y recibirlos en plena hermandad”33.
«ANDUVO HACIENDO BIENES»
En eso consiste el bienestar para Thomas S. Monson: en llegar a cada vida, en hacer el bien entre los necesitados y en tender una mano para incluir a todos en el círculo de hermandad y amor que ofrece el Evangelio.
























