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AMADA CANADÁ
No hay ningún aspecto de la obra misional en la que el presidente Monson no haya influido. Durante el curso de su vida, sirvió en todas las funciones del Departamento Misional y visitó la mayoría de las misiones. Podríamos asegurar que sólo un puñado de personas en cualquier generación se encontraría en la misma categoría. Es único en lo que se refiere a ser un gran misionero.
Élder Quentin L. Cook Quorum de los Doce Apóstoles
En la sesión de la mañana de la conferencia general, el 6 de abril de 1959, Joseph Anderson, secretario de la conferencia, ofreció el informe estadístico y financiero de la Iglesia, el cual incluía el nombre de ocho presidentes de misión recién llamados, siendo uno de ellos Thomas S. Monson. Era la primera vez que se presentaría el nombre “presidente Monson” ante una congregación de conferencia general, pero no sería la última.
El presidente Stephen L Richards, Primer Consejero de la Primera Presidencia, había extendido el llamamiento misional el 21 de febrero de 1959. En esa ocasión, llamó a Tom por teléfono a la Imprenta Deseret News y le preguntó: “Hermano Monson, ¿podría pasar por mi oficina en algún momento?”. Tom conocía muy bien al presidente Richards, ya que había imprimido libros para él y lo consideraba un “gran teólogo y excelente lingüista”1.
Tom le preguntó cuándo sería un buen momento, a lo cual el presidente Richards respondió: “¿Podría venir ahora?”.
El ser citado a las oficinas de la Iglesia no era poco común para Tom, puesto que estaba encargado de la mayoría de los trabajos de impresión de la Iglesia. Mientras iba en su automóvil, repasó en su mente el progreso del Manual General de Instrucciones, cuya impresión estaba a punto de completarse. Tom había trabajado con el presidente Richards en esa publicación durante meses. Cuando se le invitó a pasar a la oficina ubicada en la esquina sudoeste de la planta principal—la misma que un día ocuparía el presidente Monson como miembro de la Primera Presidencia durante veintitrés años—en vez de repasar el trabajo de impresión, el presidente Richards le preguntó a Tom sobre las asignaciones que tenía en la Iglesia en ese momento, elogiando el servicio que había cumplido en el pasado como joven obispo y en la presidencia de una estaca. Entonces miró a Tom y le preguntó: “¿Usted no ha servido en una misión?”.
“No”, respondió Tom, explicándole que había servido en la marina.
Seguidamente, el presidente Richards le extendió un llamamiento para servir como presidente de la Misión Canadiense, una de las cincuenta misiones de la Iglesia de aquel entonces. Le explicó que se le concedería una licencia extendida de su empleo en la imprenta y que debía partir en menos de un mes. Los Monson apenas se estaban asentando en su nueva casa; Francés experimentaba algunas dificultades con su tercer embarazo; Tom tenía más proyectos de impresión que nunca y estaba ocupado con asignaciones de la Iglesia en su barrio y en la estaca, pero no vaciló en responder: “Sí, serviré dondequiera el Señor me necesite”2.
Esa sería la última vez que Tom vería al presidente Richards con vida. El 19 de mayo de 1959, cuando llevaba un mes en la misión, recibió este telegrama de las oficinas generales de la Iglesia: “Con profundo pesar, le informamos que el presidente Richards falleció ayer. Funeral el viernes”. Estaba firmado por David O. McKay yj. Reuben Clark.
Tom fue a su casa para decirle a Francés acerca del llamamiento. Le explicó el cambio que eso significaría en su vida y cómo afectaría a la familia. Con la experiencia de haber sido la esposa del obispo en un barrio muy difícil, ella estaba preparada para aceptar la asignación. Tommy, su hijo de casi ocho años, se mostró entusiasmado al pensar en aquella aventura, hasta que se enteró de que no regresarían por tres años. Ann, de apenas cuatro, era muy apegada a su papá, así que estaba feliz de ir siempre que estuviera con su familia.
“El ser llamado como presidente de misión a los treinta y un años de edad era tan poco común entonces como lo es hoy”, expresa el élder Quentin L. Cook, del Quorum de los Doce Apóstoles. “Consideramos joven para este llamamiento a alguien que no llega a los sesenta años. El fue un magnífico presidente de misión”3. El élder Cook señala el legado de servicio del presidente Monson en Canadá: sus misioneros han sido obispos, presidentes de estaca y presidentes de misión, así como padres y madres ejemplares. En cuanto al presidente Monson, aprendió sobre el servicio misional desde abajo, y cuando más adelante viajó por misiones como Apóstol, intentó entrevistar a cada misionero, infundiéndoles fe en Jesucristo mediante su sincero testimonio.
En la actualidad, la mayoría de los hombres a quienes se llama como presidentes de misión tienen como mínimo seis meses para prepararse, así como varios días de capacitación intensiva impartida por apóstoles y otros líderes de la Iglesia. Los Monson tuvieron unas pocas semanas; pero aquellos apóstoles a quienes Tom conocía bien, contribuyeron a su preparación. El élder Harold B. Lee le indicó que la obra misional era diferente a estar en un obispado o en una presidencia de estaca, donde no se incluía a la esposa en los asuntos del llamamiento. “Francés será su mejor consejera”, le dijo. Le dio, además, un “consejo preciso” que ha llegado a ser un tema central en el servicio personal del presidente Monson, y el cual ha compartido en múltiples ocasiones: “Recuerden, amigos”, dijo el élder Lee, “que a quien el Señor llama, el Señor califica”. También les recordó otros sabios principios: “Cuando estamos en los asuntos del Señor, tenemos derecho a recibir Su ayuda”, y “Dios da forma a la espalda del hombre para que pueda sobrellevar las cargas que le son dadas”4.
En aquella época se acostumbraban las reuniones de despedida de presidentes de misión. La de los Monson tuvo lugar el 12 de abril de 1959 y se centró en el pasaje que dice: “Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones”5. La oración siempre ha sido una parte integral de la vida y del ministerio del presidente Monson. El ha enseñado: “Ningún esfuerzo sincero precedido de la oración pasará inadvertido: tal es la constitución misma de la filosofía de la fe. La aprobación divina vendrá a quienes la busquen con humildad. Ese Ser que advierte cuando un pajarillo cae, a Su propia manera dará oído a nuestros ruegos”6.
El presidente J. Reuben Clark, hijo, habló en la reunión de despedida de los Monson y, al concluir sus palabras, aconsejó a Tom que nunca se avergonzara de responder a una pregunta diciendo: “No lo sé”. El campo misional no era el lugar para aventurarse a especular, dijo el presidente Clark, recalcando: “Nos metemos en problemas si pensamos que tenemos todas las respuestas”. Empleó el ejemplo de un presidente de misión que le llevó a un investigador, con la esperanza de que él pudiera responder las complicadas preguntas de aquél hombre. A cada una de las diez preguntas que le hizo, el presidente Clark respondió: “No lo sé”.
“Hermano Monson”, le dijo entonces, “si un miembro de la Primera Presidencia puede responder ‘No lo sé’ a diez preguntas consecutivas, un presidente de misión no debería vacilar en responder del mismo modo”7. El presidente Monson tomó ese consejo muy en serio y durante muchos años lo ha compartido con líderes de la Iglesia, particularmente con presidentes de misión.
Antes de partir, Tom, Francés y sus dos niños visitaron al presidente Clark, quien tenía ochenta y ocho años de edad, para despedirse. Tom sabía que su viejo amigo no gozaba de buena salud y que probablemente ya no estaría allí para recibirles cuando regresaran de la misión. Tiernamente, el presidente Clark tomó al pequeño Tommy, lo sentó sobre sus rodillas y le besó las manos, y lo mismo hizo después con Ann. Volviéndose a los padres, les expresó su amor y les dijo cuánto los echaría de menos. “Estamos esperando nuestro tercero”, dijo Tom. “Si es un niño, le pondremos su nombre”.
El presidente Clark preguntó: “¿Cuál de mis nombres?”.
“Lo llamaremos Clark”, respondió Tom.
El presidente, con brillo en los ojos y una sonrisa irónica, dijo: “Bueno, no tengan miedo de ponerle Joshua Reuben”8.
Siete meses después, Tom le envió un telegrama al presidente Clark anunciando el nacimiento de Clark Spencer Monson, el Ia de octubre de 1959, en Toronto, Canadá. Pesó 4 kilos y medio, y el parto fue complicado. Francés tuvo una reacción adversa a un medicamento y la presión sanguínea se le fue por las nubes. A Tom no se le permitió entrar en la sala por varias horas, y a ella no le llevaron a su bebé sino hasta el día siguiente. Cuando le dieron el alta del hospital, Francés se sintió agradecida de encontrar a su madre en la casa de la misión, pronta para cuidarla y preparar comidas para los misioneros. Hildur, acostumbrada a supervisar el comedor de un banco en Salt Lake City, se sintió muy cómoda en la cocina.
Tras enterarse del nacimiento del bebé, el presidente Clark de inmediato escribió una carta a su tocayo: “Para Clark Spencer Monson: Realmente confío en que ésta sea la primera carta que recibas en esta vida mortal, y de tal modo invoco sobre ti todas las bendiciones que el Señor tiene reservadas para aquellos que vienen a la tierra en estos últimos días del cumplimiento de los tiempos. Que Dios te bendiga, Clark, en todas las formas que El considere que deba hacerlo. Que nunca deje de tenerte presente”9.
Cuando los Monson partieron para Canadá, guardaron sus muebles en la casa de la madre de Francés y mudaron a su casa a los padres de Tom y a su hermano y dos hermanas menores, Scott, Marilyn y Barbara. Tom tuvo que encargar a otras personas el cuidado de sus palomas y gallinas. Ha dicho que nunca olvidará la conmovedora escena del día en que partieron. Francés, con lágrimas en los ojos, acarició el marco de la puerta del frente de esa casa que habían construido y que ella tanto amaba. Al igual que mujeres pioneras antes que ella, Francés “enfrentaba un futuro incierto, una nueva vida y un destino mayor, como ella bien lo sabía”, y al igual que aquellas otras, “los enfrentaba con fe en Dios”10.
La joven familia tomó el tren hacia Toronto, Canadá, ciudad que rápidamente emergía como el eje financiero y comercial de esa nación. Toronto era también el centro de actividad de la Iglesia al este de Alberta. Dos días más tarde, el 26 de abril de 1959, arribaron en medio de una tormenta de nieve a la misma estación de trenes donde, durante los siguientes tres años, el presidente Monson recibiría y despediría a 480 misioneros.
Toronto, capital de la provincia de Ontario, era tanto un centro agropecuario con ricas tierras de labranza, como una creciente zona industrial. Se cree que el nombre Toronto es de origen indígena y quiere decir “lugar de encuentro”, y tal sería el caso, ya que el Evangelio y la gente se “encontrarían” mediante los esfuerzos misionales. Para fines de la década de 1950, cuando los Monson llegaron, la población de la ciudad había llegado al millón.
La región, comúnmente llamada Alto Canadá, llegaría a ser cual un hogar para los Monson. En 2010, en la celebración cultural que se llevó a cabo como parte de la dedicación del Templo de Vancouver, Canadá, el número 131 de la Iglesia, el presidente Monson deleitó a las miles de personas allí congregadas, luciendo en la solapa una bandera canadiense con pequeñas luces centellantes. Dieron una ovación cuando él cambió el tema de apertura por el “Himno de Canadá”.
Apenas llegaron a la casa de la misión, descubrieron que tenían una familia de 130 misioneros, número que llegó a 180 en 1962. El presidente Monson más tarde recordaría: “Los siguientes tres años llegarían a ser uno de los períodos más felices de nuestra vida, al dedicarnos de lleno a compartir el evangelio de Jesucristo con otras personas”11.
El presidente J. Earl Lewis y su esposa, quienes habían presidido la misión durante los tres años y medio previos, llevaron a los Monson a una gira por la misión que duró dos semanas, durante la cual asistieron a un buen número de reuniones con miembros y con misioneros.
La espaciosa casa de la misión, ubicada en el 133 de la Avenida Lyndhurst, era necesario repararla y renovarla. Periódicamente, caían al piso de la sala pedazos de revoque del techo; las cañerías eran viejas y el sistema de calefacción era por demás temperamental. Pero Francés hizo todo lo posible por que aquello se sintiera como su hogar. En los cuatro pisos no sólo vivía la familia, sino los misioneros que trabajaban en las oficinas, la cual estaba en el tercer piso; el élder que servía como consejero de la presidencia de la misión, junto con su compañero; misioneros que llegaban o que se marchaban, y de vez en cuando aquellos que estaban enfermos. “No cambiaría aquella vieja casa de misión ni a ninguno de los misioneros, incluyendo a los enfermos y a los que echaban de menos a su familia”, ha dicho el presidente Monson. “Francés amaba a esos misioneros y ellos lo sabían. Pienso que ella hizo más bien del que se imagina”12. Todos comíamos juntos como familia. Por cierto que las conversaciones durante el desayuno, el almuerzo y la cena giraban en torno al tema de la misión. Durante sus tres años en Canadá, los Monson únicamente comieron solos tres veces: la cena de Navidad en el restaurante del Hotel Royal York en 1959, 1960 y 1961.
Tom, duodécimo presidente de misión desde que el área se había vuelto a abrir en 1919, captó rápidamente el trabajo que tenía por delante y sintió sobre sus hombros el peso de presidir las provincias enteras de Ontario y de Quebec13. No había barrios ni estacas, sino cincuenta y cinco ramas con más de cinco mil miembros en nueve distritos esparcidos por la amplia región. Algunos miembros vivían a más de mil quinientos kilómetros de Toronto. El templo más cercano estaba en Cardston, Alberta, más de tres mil doscientos kilómetros hacia el oeste.
Al conocerlo por primera vez, los misioneros se sorprendían de cuán joven era el nuevo presidente, de hecho, no mucho mayor que la mayoría de ellos. Después lo oyeron hablar, sintieron la firmeza de su apretón de manos y lo vieron interactuar con los demás. “No llevó mucho tiempo reconocer la marcada diferencia que existía entre el presidente Monson y los misioneros. Tenía una habilidad singular para armonizar con los misioneros y para guiar”, recuerda Stephen Hadley, el primer misionero que sirvió como su consejero. “Hablaba con un espíritu muy particular”14.
“Cuando uno llega a conocer a Tom Monson no puede menos que amarlo”, dice Everett (Ev) Pallin, quien fue su primer consejero en la presidencia de la misión. “Es una persona cálida con quien resulta fácil establecer una conexión. Los temas que trata en sus discursos siempre tienen que ver con amarnos y servirnos mutuamente. En eso consiste el Evangelio. Si lo hacemos, todo lo demás encajará en su lugar”15.
“Sean positivos y al mismo tiempo corteses en su trabajo como misioneros cuando conozcan a sus hermanos y hermanas y les presenten el Evangelio”, instaba el presidente Monson. “Son bendecidos con autoridad y talentos; utilícenlos al máximo al servir en el campo misional. Esta es una obra de amor que les deparará incalculable dicha”16.
El presidente Monson consideraba que la espiritualidad era esencial para el éxito de los misioneros. “El enseñar, capacitar y testificar estimulará nuestra espiritualidad y despertará en aquellos a quienes ministramos la dedicación y la determinación de seguir los pasos de nuestro Señor”17.
Los santos canadienses hallaron gran optimismo en su nuevo presidente; disfrutaban de su sentido del humor y la profundidad de sus enseñanzas sobre el Salvador y Su ministerio. El asistía a todas las actividades y a todos los eventos, incluyendo bodas y otros acontecimientos sociales. Llamaba a los miembros cuando estaban enfermos, los visitaba en el hospital y hablaba en sus funerales. Por sobre todo lo demás, los instaba a enseñar el Evangelio.
“El presidente Monson creó tal entusiasmo que animaba a los Santos de los Ultimos Días a permanecer en Ontario y edificar la Iglesia allí”, observó Everett Pallin18. Antes de su época, muchos miembros se mudaron a Utah o a Alberta, donde la Iglesia ya era fuerte. Para cuando partió de Canadá, se quedaban en Ontario. Tenía la capacidad de unir congregaciones enteras en causas comunes, ya fuera construir una capilla, hermanar a nuevos miembros, invitar a vecinos a escuchar a los misioneros o prepararse para la primera estaca en Canadá.
La misión tenía una pequeña capilla en la Avenida Ossington, en Toronto, la cual había dedicado Heber J. Grant en 1939. La Rama Hamilton ocupaba un modesto edificio construido por la Iglesia; los miembros de la Rama Kitchener se reunían en una casa convertida en centro de reuniones, mientras que todas las demás congregaciones se reunían en capillas “antiguas” compradas a otras denominaciones, o en locales alquilados, tales como salones sociales, escuelas u hoteles, en los cuales, a menudo, tenían que limpiar debido a las actividades de la noche anterior.
Un día, poco después de su llegada a Toronto, y sintiendo el peso de su llamamiento, el presidente Monson fue al patio del fondo de la casa de la misión, donde se arrodilló y volcó su corazón a su Padre Celestial. Allí, en su improvisada “arboleda sagrada”, prometió: “daré a esta misión todos mis esfuerzos, pero tengo nada más un deseo: que no pierda ni un solo misionero”. Reconocía que “cada misionero es el orgullo de su padre y de su madre, y ellos me han confiado a mí ese preciado muchacho o jovencita”19. El Señor honró su pedido. La capacidad del presidente Monson de retener a sus misioneros llegó a ser legendaria.
La primera experiencia del presidente Monson en una gira de misión fue con el élder EIRay L. Christiansen, Ayudante del Quorum de los Doce, cuando los Monson llevaban cuatro meses en Canadá. Tommy, su hijo de siete años de edad, apreció la bondad de ese líder, que demostró interés en un muchachito que echaba de menos a su abuelo. El élder Christiansen “veía la obra misional como una empresa muy seria”. Entrevistó a todos los misioneros y también se reunió con todos los líderes del sacerdocio del distrito y los aconsejó tocante a cómo podían prepararse para llegar a ser una estaca. El presidente Monson observó y aprendió mucho de esa instruida Autoridad General, y en el futuro empleó el mismo enfoque en sus propias giras misionales. Tras su regreso a Salt Lake City, el élder Christiansen informó que había quedado “muy impresionado” con la misión y con su joven presidente quien, como resultaba obvio, sabía muy bien lo que estaba haciendo20. Algo que le sorprendió fue que el presidente Monson recordara el nombre de todos los misioneros. No sabía del don que Tom Monson tenía para memorizar nombres. El élder M. Russell Ballard, quien presidió esa misma misión una década más tarde, recuerda estar sentado en el estrado en una ocasión en Canadá con el élder Monson: “Me decía, aquél es el hermano tal, y aquella es la hermana tal y recordaba sus circunstancias particulares. Tenía una memoria privilegiada cuando se trataba de recordar nombres. Para eso se requiere un don que uno trae del otro lado del velo”21.
El élder Bruce R. McConkie, en ese entonces miembro del Primer Consejo de los Setenta, le escribió a su amigo Tom: “Déjame decirte que he escuchado excelentes comentarios relacionados con tu buen trabajo como presidente de misión, tanto del élder Christiansen que acaba de regresar, como de otras personas que te han visto en acción. Claro que nada de ello me sorprende”22.
Con anterioridad a la visita de una Autoridad General, el presidente Monson y sus colaboradores dedicaban considerable tiempo a prepararse. Quienes han trabajado con él en el curso de los años han visto esa determinación de que todo se haga con exactitud y de la manera debida. Ningún misionero quería decepcionar a su presidente.
Otras autoridades que hicieron giras por la misión fueron el élder Mark E. Petersen, el élder Spencer W. Kimball y el élder Franklin D. Richards. El informe del élder Petersen reflejó los comentarios de los demás en visitas subsiguientes: “El presidente Monson está haciendo un excelente trabajo. Es un líder que inspira confianza en los misioneros. Sus consejeros le brindan gran ayuda en asuntos administrativos y en la obra proselitista, lo cual contribuye a incrementar la actividad en la misión. Todas las ramas tienen liderazgo local. Se han organizado quórumes de élderes y la mayoría de los distritos de la misión los dirigen miembros locales. El programa de construcción de la misión sigue avanzando, con ocho nuevas capillas próximas a construirse”23.
Canadá ocupa un lugar de prominencia en los comienzos de la historia de la Iglesia, y el presidente Monson quería que los misioneros tuvieran un testimonio de que ciertamente estaban predicando en un lugar sagrado. Canadá fue el primer campo misional en el extranjero; José Smith predicó su primer sermón fuera de los Estados Unidos en Canadá en 1833 y observó que “existía gran entusiasmo en todos los lugares que hemos visitado, dejando los resultados en las manos del Señor”24. Con frecuencia, el presidente Monson se refiere a la Sección 100 de Doctrina y Convenios como la “revelación canadiense”: “He aquí, tengo mucha gente en este lugar, en las regiones inmediatas; y se abrirá una puerta eficaz … en estas tierras del Este”25.
Una asignación que el presidente Monson tomó particularmente en serio fue la que ahora describe como “el privilegio de mostrar a los misioneros cómo servir al Señor”26. Él considera que “el poder de guiar también se puede emplear para engañar, y el engaño puede llegar a destruir”27, principio que enseñaría reiteradamente y durante años a nuevos presidentes de misión, a líderes de la Iglesia y a maestros. Para ello, se basó en uno de sus pasajes predilectos de las Escrituras: “Por tanto, fortalece a tus hermanos en todas tus conversaciones, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todos tus hechos”28. Imaginaba la escena en el hogar de cada uno de sus misioneros: los padres arrodillados orando a diario pidiendo al Padre Celestial que bendijera a su hijo o hija en el campo misional. “En esa oración”, ha dicho a los nuevos presidentes de misión en sus capacitaciones, “también piden bendiciones para ustedes, ya que por ese tiempo son los padres de su hijo o hija”29.
Su gran fe inspiró a los misioneros. “Un cordel dorado entrelaza todos los relatos de fe desde el comienzo del mundo hasta nuestros días”, ha enseñado. “Abraham, Noé, el hermano de Jared, el profeta José y muchos otros, fueron obedientes a la voluntad de Dios. Tenían oídos que oían, ojos que veían y un corazón que podía saber y sentir. Ellos nunca dudaron”30.
Uno de los primeros viajes del presidente Monson fue a Timmins, el punto más al norte de la misión. Cuando regresó, Francés estaba lagrimeando. “¿Por qué lloras?”, le preguntó.
“Echo de menos nuestro hogar”, le contestó. “¿Tú no?”
“Tú llora por los dos”, dijo Tom. “Yo tengo 130 misioneros a quienes cuidar y si me pongo a llorar, ellos también se echarán a llorar”31. La obra siguió adelante y Francés fue más que capaz de hacerle frente. Emprendía sus asignaciones con diligencia, desde dirigir Sociedades de Socorro en los distritos, hasta administrar lo que parecía ser un hostal, y todo ello con gran mesura y eficiencia.
Pero a Francés no le gustaba hablar ni llamar la atención. Uno de los élderes preparó una agenda para una conferencia de zona en la que figuraba que la hermana Monson hablaría veinticinco minutos. Cuando el presidente le comentó acerca de la “asignación”, lo hizo riendo entre dientes y después le acortó el tiempo para que le resultara más cómodo a su esposa.
Unos ocho meses después de que los Monson llegaron a Toronto, el élder S. Dilworth Young, del Primer Consejo de los Setenta, los visitó en camino a otra asignación. El élder Young le escribió más tarde al presidente Monson: “Usted es presidente de misión durante tres años, pero es esposo y padre por la eternidad. Tenga eso presente. Su querido amigo, Dil”32.
Pese a estar muy ocupado, el presidente Monson apartaba tiempo para sus hijos. En las noches, él y Tommy se sentaban en su despacho para jugar a las damas, juego para el cual Tom era muy diestro. De joven, jugaba a las damas con su obispo, pero casi siempre perdía. Cansado de ser derrotado, compró un libro que presentaba varias estrategias de juego, una de las cuales era numerar cada cuadrado a fin de calcular detenidamente los movimientos. Memorizó todos los movimientos y todas las técnicas y rara vez volvió a perder contra el obispo o contra cualquier otra persona.
El pequeño Tommy llegó a conocer muy bien la comunidad cuando se inscribió para un reparto del periódico Toronto Telegram. Los cursos de estudio de la escuela y las tradiciones le resultaron muy distintos a los de Utah; se ceñían al sistema inglés que permitía formas de castigo físico. Un día llegó a casa con los “ojos del tamaño de dos platos”, contando cómo al niño que se sentaba delante de él lo habían golpeado en los nudillos con una regla, por “conducta indebida”.
En el día del cumpleaños de Ann en 1959, sus padres la llevaron a un desfile en el que pasaría la reina Isabel. “Ann, si saludas a la reina con la mano, ella te devolverá el saludo”, le prometió Tom. Ann hizo como le habían dicho y, para su asombro, “la reina no sólo me saludó, sino que también me sonrió, ¿Cómo sabía que era mi cumpleaños?”33.
Ann comenzó el jardín de infantes en Canadá y también llegó a ser una buena misionera. Le habló a su maestra, la Señorita Pepper, sobre lo feliz que se sentía por ser mormona y le llevó un ejemplar del Libro de Mormón y una publicación para los niños de la Iglesia. Años después, cuando la Señorita Pepper se jubiló, visitó Salt Lake City para ver por sí misma lo que su joven alumna hallaba tan fascinante. Los Monson estaban de viaje y, al llegar a casa, se encontraron con una carta que decía: “Querida Ann: Estuve hoy en Salt Lake City para ver qué es lo que ustedes tienen, porque una niñita de cinco años compartió conmigo el Libro de Mormón y una revista de su Iglesia. Tu valor no se puede negar. Estuve en la Manzana del Templo y en el centro de visitantes, y ahora me doy cuenta de por qué tú tuviste ese valor y ese testimonio. Lamento no haberte encontrado”. La Señorita Pepper falleció poco después de regresar a Canadá y, como buena misionera, Ann efectuó la obra en el templo por la primera maestra que había tenido en Toronto34.
Ann dio su primer discurso en la Iglesia en la capilla de Ossington. El día antes de tener que hablar no podía encontrar lo que había escrito. Al mirar en la jaula del periquito, vio que el papel estaba en el fondo, pero no lo retiró. Había preparado su discurso sobre el profeta José Smith y lo había memorizado, tal como su padre le dijo que lo hiciera. Al día siguiente, lo dio sin tener siquiera apuntes frente a ella35.
El presidente Monson dio participación a su familia en la obra misional en toda ocasión que le resultó posible. Los misioneros practicaban sus técnicas de enseñanza con Tommy, Ann y aun con Clark. Los niños eran materia dispuesta del mismo modo que lo había sido Tom años antes cuando escuchaba a su hermana ensayar sus lecturas.
Ev Pallin, dos años menor que el presidente Monson, sirvió los tres años como su primer consejero, trabajando específicamente con las ramas y los distritos. Por ser él un converso, entendía la obra misional. Llegaba a la casa de la misión temprano por las mañanas y le entregaba su programa diario al secretario de la misión. Mientras el presidente Monson desayunaba con su familia, los dos conversaban. En los fines de semana viajaban juntos a conferencias trimestrales y se hospedaban en casa de miembros. Con nueve conferencias efectuadas cuatro veces al año, era bastante el tiempo que pasaban fuera de su casa. “Da gusto trabajar con el presidente Monson”, explica Ev. “Me trataba de igual a igual y fue para mí un gran maestro. Durante el resto de mi vida, al tener que tomar decisiones importantes, he tratado de actuar como sabía que él actuaría”36.
El segundo consejero del presidente Monson—a quien hoy día llamarían un “ayudante del presidente”—trabajaba con los misioneros. Stephen Hadley, uno de esos misioneros consejeros, tuvo experiencias con su presidente que resultaron ser lecciones para toda la vida. “Aprendí del presidente Monson que ser un líder significa mucho más que actuar; significa actuar en favor de otras personas. Así lo hizo siempre, no sólo en mi favor, sino en favor de todos los misioneros”37.
Los cambios de misioneros de un lugar a otro no estaban programados para cada seis semanas como acontece en la actualidad. Los nuevos misioneros llegaban varias veces al mes. El presidente Monson recuerda una vez que llegaron trece al mismo tiempo. Durante su presidencia, la edad mínima para el servicio misional se cambió de veinte a diecinueve. Le preocupaba que los nuevos misioneros no estuvieran tan preparados, “pero no fue así”38.
Si uno pregunta a sus misioneros hoy qué recuerdan de su presidente, ellos se referirán a sus enseñanzas, su ejemplo, su vigor y su capacidad intelectual. “Nos inspiraba confianza”, dice uno. “Sentíamos que realmente se interesaba en nosotros”, añade otro. “Confiábamos en sus habilidades”39. Un misionero recién llegado a la misión, el élder Michael Murdock, estaba sentado en una reunión sacramental cuando el líder que dirigía anunció que el presidente de la misión se dirigiría a la congregación. Al caminar por el pasillo y pasar junto al nuevo misionero, le dio una afectuosa palmadilla en la espalda. “En ese momento, supe que me amaba”, recuerda Michael Murdock, “y ese sentimiento permaneció conmigo a lo largo de la misión”40. Ev Pallin dice: “Cuando uno piensa en Juan el Amado, piensa en Tom Monson. Según él, todas las cosas suceden en base al amor”41.
Muchos de los misioneros veían en su presidente las mismas cualidades de liderazgo que imaginaban había poseído el profeta José Smith. Tenía el mismo vigor juvenil, la misma firmeza y la misma humildad. Tenía una manera positiva y decidida de hacer frente a diferentes situaciones, pero “nunca estuvo dispuesto a aceptar los chanchullos”. Tenía la habilidad de hacer sentir bien a los misioneros, recuerda Ev, “aun cuando los reprendía. Poseía una combinación singular de destrezas de liderazgo”42.
Los misioneros sabían a quien recurría su presidente en busca de consejo. Había llevado consigo a la misión una pintura del Salvador que había colgado de la pared de su oficina en sus años de obispo, (aún la conserva en su despacho hoy). Un misionero recuerda que antes de empezar a trabajar en los traslados, se “levantaba de la silla y se arrodillaba a orar para recibir la guía del Señor. Después me pedía a mí que ofreciera una oración”43.
Al igual que su predecesor, el presidente Monson efectuaba los traslados con la ayuda de un tablero con las fotografías de todos los misioneros, pero creó su propio método. Sus misioneros consejeros estaban siempre atónitos ante la capacidad que tenía de considerar todas las alternativas. “Observábamos cómo se amparaba en el Señor, y sus decisiones siempre parecían encajar en Su plan”44.
Canadá se estaba alejando de las prácticas religiosas. En 1960, el electorado aprobó que se exhibieran películas y obras teatrales, así como que se efectuaran conciertos los domingos; los eventos deportivos en el día de reposo ya se permitían. La iglesia católica era la denominación predominante, después estaba la Iglesia Unida de Canadá, y la anglicana en tercer lugar. Los inmigrantes italianos, alemanes, polacos, húngaros y aun los ucranianos ofrecían un terreno fértil para la obra misional.
Los misioneros de Welland, en la península de Niágara, empezaron a enseñar a un grupo de inmigrantes italianos, quienes se mostraban muy dispuestos a escuchar, pero no entendían las charlas, ya que ninguno de los élderes hablaba italiano. Alrededor de ese mismo tiempo, el presidente Monson estaba considerando hacer cambios en esa zona. Al repasar la lista de misioneros, “tratando de ubicarlos conforme a la voluntad del Señor, con el debido compañero y en el debido sector”, se detuvo en el nombre de un élder Smith. Se preguntaba por qué había dirigido su atención hacia el nombre de ese élder a quien todavía no le correspondía un traslado. No obstante, la impresión de trasladarlo a la península de Niágara fue tan potente, que lo envió allá.
A la semana siguiente, se le llenaron los ojos de lágrimas al leer en una de las cartas de los misioneros: “Estimado presidente Monson: Sé que usted fue inspirado a mandarnos al élder Smith a Welland. Estamos enseñando a diez familias italianas que hablan muy poco inglés. Había estado orando por un compañero que hablara italiano, y usted encontró al único en toda la misión que habla ese idioma”. El presidente Monson no sabía nada en cuanto a las habilidades lingüísticas del élder Smith, y añade: “Con un apellido como Smith, uno jamás imaginaría que sabía hablar italiano”45.
Los milagros continuaron. El presidente Monson asignó a un nuevo misionero de una zona rural con un compañero a la ciudad de Oshawa. Los dos llamaron a una puerta en medio de una cruda tormenta. Elmer Pollard atendió el llamado y, apiadándose de los dos élderes, los invitó a pasar. Compartieron su mensaje y después le preguntaron si estaría dispuesto a orar con ellos. El hombre aceptó con la condición de que le permitieran orar a él. Sus palabras dejaron perplejos a los élderes. “Padre Celestial”, dijo, “permite que estos dos desafortunados e insensatos misioneros vean cuán errados están y regresen a sus hogares. Han venido a una tierra de la cual nada saben, a enseñar cosas de las que tienen tan escaso conocimiento. Amén”. Acompañó a los misioneros hasta la puerta y los despidió. Sus últimas palabras fueron por demás mordaces: “¡No me pueden decir que realmente creen que José Smith fue un profeta de Dios!”.
Sin esperar a que le respondieran, cerró la puerta, dando por terminada la visita. Los élderes se alejaban de la casa cuando el nuevo misionero se volvió a su compañero y le dijo: “Eider, no le respondimos al Sr. Pollard cuando nos dijo que no podemos creer que José Smith era un profeta verdadero; volvamos para darle nuestro testimonio”. Su compañero vaciló pero finalmente consintió.
Volvieron a llamar a la puerta, y cuando el hombre respondió, el inexperto élder habló: “Sr. Pollard, usted nos dijo que nosotros no creíamos que José Smith fuera un profeta de Dios. Yo le testifico que José Smith fue un profeta, que tradujo el Libro de Mormón y que vio a Dios el Padre y a Jesús el Hijo. Lo sé”. Sin más, los misioneros partieron.
“Oí al mismo Sr. Pollard, en una reunión de testimonios, contar la experiencia de aquél día memorable”, ha dicho el presidente Monson. Aquél investigador que fue tan cortante, describió: “Esa noche no podía conciliar el sueño; daba vueltas y más vueltas. En mi mente resonaban una y otra vez aquellas palabras: José Smith es un profeta de Dios. Lo sé … lo sé … lo sé’. Temprano por la mañana, llamé por teléfono a los misioneros valiéndome de la dirección que estaba en la pequeña tarjeta que me habían dejado con los Artículos de Fe. Ellos regresaron, y esta vez, con el debido espíritu, mi esposa, nuestra familia y yo escuchamos el mensaje como sinceros buscadores de la verdad. Como resultado de ello, todos hemos aceptado el evangelio de Jesucristo. Estaremos eternamente agradecidos por el testimonio de la verdad que nos trajeron dos valientes y humildes misioneros”46.
La hermana Monson también se acredita sus propios conversos. Encargada de atender la casa de la misión, un día contestó el teléfono y habló con un hombre de marcado acento holandés, quien preguntó: “¿Hablo con la sede de la iglesia mormona?”. Francés le respondió que sí, al menos en la zona de Toronto, y le preguntó en qué podía ayudarlo. El hombre dijo: “Hemos llegado de Holanda donde tuvimos la oportunidad de saber algo acerca de los mormones. Aunque yo no estoy interesado, mi esposa quisiera saber más”. Como buena misionera que era, Francés le dijo: “Claro que podemos ayudarlos”, y tomó todos sus datos.
“Tengo una referencia de oro”, les dijo con entusiasmo a los misioneros de la oficina cuando les dio el nombre de Jacob y Bea de Jager y su familia. Pero, como suele suceder, los misioneros demoraron en ponerse en contacto con aquella familia. Los días se volvieron semanas y Francés seguía recordándoles que debían llamar esa misma noche a la familia holandesa. Al cabo de unos pocos días les preguntaba otra vez si habían llamado. Finalmente, exasperada, les dijo: “¡Si no van a llamar a la familia holandesa esta noche, mi esposo y yo lo haremos!”.
Los élderes Newell Smith y James Turpin se comprometieron a visitarlos esa noche. Regresaron al hogar de los de Jager a la noche siguiente y a la próxima para enseñar el Evangelio a la familia. El Espíritu les tocó el corazón. Cada uno de ellos se unió a la Iglesia, aun el padre, quien al principio había declarado no tener interés.
Jacob de Jager sirvió como presidente del quorum de élderes hasta que su compañía lo trasladó a México. Más adelante sirvió como consejero de varios presidentes de misión en Holanda, después como representante regional y finalmente como miembro del Primer Quorum de los Setenta entre 1976 y 1993. Los de Jager se sienten honrados de haber sido “conversos de la hermana Monson en Canadá”47.
El presidente Monson daba participación a los miembros en la tarea de encontrar y hermanar investigadores y nuevos conversos. Los miembros tomaban parte en la enseñanza, ya que podían hablar con autenticidad de su propia conversión. El hermano Anthony Belfiglio y su esposa, quienes habían sido católicos, podían hacer todas las preguntas pertinentes, tales como: “¿A qué parroquia asisten?”48. El hermano William Stoneman podía contar cómo había perdido su empleo como principal encuadernador de la Iglesia Unida de Canadá cuando se bautizó en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. El testificaba: “Encontré un trabajo mejor, pero más que eso, encontré una verdad mayor, toda la verdad, y usted también la encontrará. ¿Podemos pasar a buscarlo el domingo? Nos sentaremos a su lado durante las reuniones y después podremos responder sus preguntas”49.
“Ese tipo de participación de los miembros produce conversos que se quedan en la Iglesia, que edifican y que sirven”, recalcó el presidente Monson en una reunión en 2002 en la capilla de Ossington. El sabía de lo que hablaba. Estaban presentes personas que se habían unido a la Iglesia cuando él era presidente de misión, casi medio siglo atrás. “Ninguna misión en la Iglesia”, declara, “alcanzará nunca su pleno potencial sin la colaboración entre miembros y misioneros”50. En un país como Canadá, con pocos miembros, los misioneros no podían mantenerse ocupados basándose únicamente en referencias. El presidente Monson se sujetó a lo que daba resultado en su misión y a lo que se sintió inspirado a hacer, o sea, ir de puerta en puerta para buscar y rescatar a quienes estaban alejados de las vías de Dios. Pero siempre atribuyó a la participación de los miembros el incremento más notable en el número de conversos.
El espíritu universal del presidente Monson era ideal para la diversidad ideológica de su misión. Entendía que había lugar para la fe y para el servicio de cada persona. Dirigiéndose a una congregación al conmemorar los comienzos de la Iglesia en Canadá, reconoció con beneplácito la naturaleza de la diversidad del país, al declarar: “Considero que hemos sido testigos en nuestra vida de un gran movimiento que nos ayuda a entender que todos somos hijos de Dios, más allá del color de la piel, de la fe o de nuestros antecedentes sociales”51.
Siendo que aún no se disponía de lecciones estandarizadas en la obra misional, el presidente Monson creó un manual de setenta y cinco páginas con instrucciones generales, ideas tocantes a la preparación y a las pautas proselitistas. El texto de la introducción es tan apropiado hoy como lo fue entonces: “Nuestro manual misional tiene como fin encontrar almas honradas, ayudarlas a obtener un testimonio firme del Evangelio restaurado y traerlas al reino de Dios”52. En conferencias de liderazgo de distrito y de misión enseñaba en base a un plan de cuatro puntos: (1) asignar y capacitar parejas coordinadoras en cada rama para facilitar la interacción con investigadores y nuevos conversos, (2) incrementar el énfasis en la asistencia de los investigadores a los servicios de la Iglesia, (3) crear un programa misional de distrito para complementar la obra de los misioneros de tiempo completo y (4) acelerar el proceso de enseñanza misional mediante reuniones más frecuentes con los investigadores53.
En 1959, el presidente Monson dio inicio a un ambicioso programa de construcción en toda la misión para sacar a los santos de salas alquiladas, sótanos a medio construir, cabañas y terceros pisos en edificios sin ascensor. Contó la historia de cuando llevó a una investigadora al subsuelo de un club de cacería y le dijo: “Aquí es donde se reúne la verdadera Iglesia de Jesucristo”, a lo que la mujer preguntó: “¿Qué significa en su religión esa cabeza de animal colgada de la pared?”.
Él respondió: “Ah, nos reunimos aquí sólo provisionalmente”.
Lo cual originó otra pregunta: “¿Quiere eso decir que su iglesia está de paso por nuestra ciudad?”54.
El presidente Monson impulsó el programa de construcción para cambiar esas percepciones, pues el éxito de la obra misional requiere tener capillas donde efectuar los servicios.
La fiebre de la construcción se expandió por la misión y, para marzo de 1961, se terminaron nuevos centros de reuniones en Timmins y Oshawa. El presidente Monson comenzó entonces a planear la construcción de otras capillas en Toronto, St. Catherines, St. Thomas, London y Sudbury. Cuando compró el terreno para el centro de estaca de Etobicoke, hizo un cheque por 27.000 dólares, “la cantidad más alta” por la que jamás había hecho uno. El 11 de diciembre de 1966, el élder Monson, entonces miembro del Quorum de los Doce, volvió para dedicar ese centro de estaca. Colmaba el lugar una congregación de más de 1.700 personas. Para entonces, la estaca contaba con 4.957 miembros, un incremento de 2.654 en seis años55. Los miembros eran gente buena, instruidos en el Evangelio y con un firme cometido hacia la obra.
Una de las primeras visitas del presidente Monson entre los santos canadienses fue a la Rama de St. Thomas. Los miembros— sólo tres familias—se reunían en un desvencijado edificio alquilado. Irving Wilson servía como presidente de la rama; bendecía y ayudaba a repartir la Santa Cena y dirigía las reuniones. El hermano Wilson soñaba con una capilla como la que recientemente se había construido en Sydney, Australia, de la cual había visto una fotografía en una revista de la Iglesia. Quería una capilla idéntica en St. Thomas, y el presidente Monson le dijo que en su debido tiempo se podría edificar algo así.
“No queremos esperar”, dijo el hermano Wilson. Pidió que se enviaran más misioneros, prometiendo darles suficientes referencias para mantenerlos ocupados. El presidente Monson percibió la sinceridad y el entusiasmo del hermano Wilson y no pudo decirle que no, así que envió seis misioneros a St. Thomas.
El hermano Wilson tenía una pequeña joyería y se reunió con los misioneros en su taller en el fondo del local. Se arrodilló a orar y después dijo: “Este es el comienzo de un nuevo día en St. Thomas; vamos a edificar una capilla”. “Necesitamos miembros; ustedes prepárense para enseñarles y yo se los traeré”, les dijo el hermano Wilson a los misioneros. Tomó el directorio de teléfonos, lo abrió en la sección de profesionales y explicó: “El edificio tendrá que ser diseñado por un arquitecto mormón, y puesto que no tenemos un arquitecto entre los miembros de la rama, debemos convertir a uno”. Se fijó uno por uno en la lista de arquitectos hasta que encontró un nombre que reconoció. Lo mismo hizo con contratistas, abogados, mecánicos y albañiles. Invitó a esas personas a su casa, les presentó a los misioneros y él y su esposa les dieron su testimonio. En menos de dos años y medio, la pequeña rama de tres familias había llegado a contar con más de doscientos miembros, y así construyeron su capilla.
El hermano Wilson consideraba que su edificio merecía un órgano marca Wurlitzer. La Iglesia contribuía solamente con la cantidad necesaria para comprar un modelo estándar marca Hammond, pero el hermano Wilson no estaba dispuesto a claudicar. Llamó al director del Departamento de Construcción de la Iglesia y le preguntó: “Si podemos conseguir un órgano Wurlitzer por el mismo precio de un Hammond, ¿se comprometen a pagarlo?”. Se le concedió la autorización, y el hermano Wilson consiguió un Wurlitzer.
En la primera reunión en el nuevo edificio participaron cinco organistas diferentes. Invitaron a personas que no eran miembros a ir a tocar en el nuevo Wurlitzer, quienes, después de escuchar los discursos y los himnos, comenzaron a investigar la Iglesia y más adelante se bautizaron56.
Cuando el presidente Monson llegó por primera vez a Toronto, había misioneros que servían como presidentes de distrito sobre ocho o diez ramas; otros eran presidentes de rama. Empezó, lo más rápido que pudo, a llamar a líderes locales del sacerdocio para ocupar esos cargos, a fin de que los misioneros dispusieran de más tiempo para encontrar investigadores a quienes enseñar el Evangelio. Eso también ofrecía a los miembros, quienes tenían mucho talento pero poca experiencia administrativa en la Iglesia, la oportunidad de servir como líderes.
Cuando el presidente Monson asistió a la Rama de North Bay, en una remota zona de Ontario, encontró una pequeña congregación de hermanas, unos pocos investigadores y un poseedor del sacerdocio, el hermano Donald Mabey. Una compañía de productos de diamantes lo acababa de transferir a ese lugar, y tenía experiencia en administración de empresas, pero era un diácono de treinta y cinco años que nunca había tenido responsabilidades del sacerdocio en la Iglesia y que asistía muy de vez en cuando.
Aun así, el presidente Monson lo llamó como presidente de la Rama North Bay.
“No estoy preparado”, respondió el hermano Mabey, mencionando su falta total de experiencia en la Iglesia. “Seguramente hay otra persona que pueda hacerlo”.
“No, hermano Mabey; si hubiera otra persona, no lo llamaría a usted”, le dijo el presidente Monson. Finalmente, el hermano Mabey aceptó el llamamiento y la rama floreció bajo su liderazgo, al igual que su testimonio y su compromiso hacia la obra57.
Debido a las pronunciadas distancias en la misión, gran parte de la comunicación entre el presidente Monson y los misioneros se efectuaba por medio de correo o telegramas. En una ocasión, recibió un telegrama de un misionero del norte de la misión que decía: “Presidente, la temperatura es de 40 grados bajo cero. Espero instrucciones”.
El presidente Monson le contestó de este modo: “Abrigúese, trabaje duro y no mire el termómetro”.
El líder de distrito de Kitchener, Ontario, una ciudad de unos 80.000 habitantes, escribió: “Presidente Monson: Ya hemos ido por toda la ciudad de Kitchener. Díganos dónde quiere que vayamos ahora”.
El presidente Monson respondió: “Estimado élder: Me alegra saber que hayan ido por toda la ciudad de Kitchener. Su asignación ahora es enseñar y bautizar a la gente de Kitchener”58.
Cuando el presidente Monson se enteró de que el área de Kingston, hacia el este, había tenido un solo bautismo en seis años, decidió que era hora de ejercer mayor fe. Durante años, los misioneros asignados a ese lugar tan improductivo habían marcado en el calendario su paso por allí cual si fuera tiempo en prisión. Un día, la hermana Monson compartió con el presidente un pasaje de un libro que ella estaba leyendo: “Brigham Young llegó a Kingston, Ontario, un frío y nevado día de invierno. Trabajó allí treinta días y bautizó cuarenta y cinco almas”.
El pasaje le dio una idea al presidente Monson. Retiró a todos los misioneros de Kingston—quienes se sintieron felices de partir—y esperó un tiempo. Más tarde, anunció que abrirían “una nueva ciudad” para la obra misional, la cual describió como “la ciudad donde Brigham Young enseñó y bautizó a cuarenta y cinco personas en treinta días”. Comenzaron las especulaciones y, en sus cartas semanales, varios misioneros dejaban entrever que les gustaría tener la oportunidad de abrir ese nuevo baluarte de la obra misional. Entonces volvió a asignar misioneros a Kingston y llegó a ser “la ciudad más productiva en toda la misión canadiense”. Todos aprendieron una valiosa lección. La apariencia de la ciudad no había cambiado; la población era la misma; “el cambio había sido de actitud, cuando la duda dio paso a la fe”59. Ciertamente, “tomaron el arado y comenzaron a arar”60.
El optimismo del presidente Monson era contagioso. Para él, “el éxito depende de nuestro uso eficaz del tiempo que nos es concedido. Cuando dejamos de mirar hacia el oscuro pasado o de extender la vista hacia el lejano futuro y simplemente nos concentramos en hacer lo que tenemos al alcance de la mano, entonces daremos el mejor y más feliz uso a nuestro tiempo. El éxito es la medida de nuestros logros en proporción a nuestras capacidades”61.
La creación de la Estaca Toronto, la número 300 de la Iglesia, fue un hito de gran magnitud en la misión. El presidente Monson había observado detenidamente la formación de otras estacas, la mayoría de ellas en la zona oeste de los Estados Unidos. La Estaca Alberta, Canadá, organizada en 1895, había sido la primera que se creó fuera de los Estados Unidos. Él admite haberse preocupado de que la Estaca Toronto fuera a ser la número 299 en vez del gran acontecimiento que supondría ser la 300. Cuando la Estaca Puget Sound, en el Estado de Washington, llegó a ser la número 299, el presidente Monson se sintió encantado. Tiempo después, cuando visitó esa estaca como parte de una asignación, empezó su mensaje diciendo: “Me siento honrado de visitar la estaca número 299 de la Iglesia”. Los miembros se maravillaron de su conocimiento tan preciso de cuándo se había organizado la estaca y de su número en orden de creación. No les dijo que él había estado pendiente desde Canadá, confiando en que otra estaca se creara antes de la número 300.
Le pidió a su primer consejero, Ev Pallin, quien estaba familiarizado con la ciudad, que recomendara un lugar lo suficientemente amplio para llevar a cabo la reunión de organización de la estaca. El hermano Pallin encontró el lugar perfecto: El Teatro Odeon Carlton, en el centro de Toronto, el cual estaba cerrado los domingos. Le dijo al presidente Monson: “Le gustará el lugar por el órgano; lo hará sentirse como en el Tabernáculo”. El presidente Monson llevó a su esposa a esa sala a ver la película The Story of Ruth La historia de Rut), pero no le prestó mucha atención a la película, sino que pasó todo el tiempo caminando por los pasillos contando butacas. Cuando volvió a reunirse con el hermano Pallin, comentó del Odeon: “Ese es el lugar”.
Se requeriría la asistencia del 90 por ciento de los miembros de la nueva estaca para ocupar todas las butacas. El presidente Monson pidió al hermano Pallin que organizara un coro de niños de 437 voces y otro de 325 voces de hermanas de la Sociedad de Socorro, a fin de lograr que asistiera la mayor cantidad posible de personas. La creación de la estaca se anunció en toda la misión y llegó gente de todas partes, asistiendo 2.250 personas, el 92 por ciento del total de miembros de la nueva estaca, “la mayor congregación de Santos de los Ultimos Días en la historia de la Iglesia en Ontario”62.
El élder Mark E. Petersen y el élder Alma Sonne organizaron la Estaca Toronto, la primera del este de Canadá, creada de la fusión de tres distritos. William M. Davies, presidente del Distrito Toronto, fue llamado a presidirla. Ahora los santos de ese lugar tendrían todas las bendiciones de una estaca plenamente organizada, incluyendo su propio patriarca. En vez de tener que viajar a la Estaca Detroit para recibir su bendición patriarcal, ahora podrían recibirla en su propia área.
Hasta ese momento no se había establecido la duración estándar de tres años de servicio de un presidente de misión. La mayoría servía ese período, algunos un poco más, otros un poco menos. En enero de 1962, después de haber pasado casi tres años en Toronto, se le informó al presidente Monson que se estaba reorganizando la administración de la Compañía Editorial Deseret News y que a él le darían un puesto importante. Algunos meses antes, Preston Robinson, gerente general de la compañía, lo había invitado a viajar desde la misión para reunirse con él en una imprenta en Detroit para evaluar un nuevo sistema de impresión en offset, ya que el Deseret News habría de adoptarlo. En tal sistema, el papel entra en la prensa desde un rollo continuo, es impreso a todo color de ambos lados, doblado y después preparado para distribución. El Deseret News compró una prensa como la que el presidente Monson y el hermano Robinson vieron.
Cuando el presidente Monson recibió la carta de relevo honorable de su misión, no se sorprendió. Estaba preparado para partir de la misión pero no para dejar atrás a “aquél maravilloso ejército misional”. Estaba convencido entonces, tal como lo sigue estando ahora, de que “era uno de los mejores grupos de misioneros que se podía encontrar en el mundo”63. Había echado raíces profundas, y Canadá había llegado a ser “una nación atesorada y bendita” para él64. Los Monson dejaron un pedacito de su corazón en Toronto.
Frank Pitcher y su esposa, un matrimonio de Calgary, Canadá, reemplazó a los Monson, asumiendo responsabilidad por la misión, el 1 de febrero de 1962.
El presidente Monson dejó una huella indeleble en sus misioneros. Uno de ellos, Wayne Chamberlain, recuerda su propia “entrevista final” en 1961: “Me senté frente a mi presidente de misión, quien tenía treinta y tres años de edad. Era el hombre más dinámico que había conocido en esta vida. Me había dado una visión de lo que este evangelio de Jesucristo era en realidad, de quién era José Smith y, lo más importante de todo, de cómo ser un misionero eficaz. Pero me dio un consejo que nunca he olvidado. Me dijo: ‘Le voy a dar una recomendación para el templo, la posesión más valiosa que jamás vaya a tener’. Y después añadió, ‘Quiero que la use y espero, élder Chamberlain, que siempre sea digno de tener esa recomendación’”65.
Al momento de partir cada misionero, el presidente Monson le explicaba que la misión es el campo de entrenamiento para el servicio futuro en el reino del Señor. El no imaginaba con cuánta exactitud se refería a su propia vida futura.
























