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UN TESTIGO ESPECIAL
Si uno suma las horas y cuenta los años, verá cómo Thomas S. Monson se ha entregado por completo a su llamamiento. Llegó a él a una edad por demás temprana y lo ha estado desempeñando durante mucho tiempo.
Élder Jeffrey R. Holland Quorum de los Doce Apóstoles
Era un sereno jueves por la tarde en la Imprenta Deseret News. Tom estaba reunido con un tasador de seguros cuando su secretaria, Beth Brian, le hizo saber que tenía una llamada telefónica. Tom estaba absorto en su conversación con el tasador, quien no era miembro de la Iglesia y al que le estaba contando el relato de José Smith, antes de entregarle un ejemplar del libro del élder Gordon B. Hinckley ¿Qué hay de los mormones?, el cual se acababa de imprimir.
Al cabo de unos minutos, la secretaria entreabrió la puerta y le recordó que tenía una llamada telefónica esperando. Tom inmediatamente levantó el teléfono y se percató de que Clare Middlemiss, secretaria del presidente David O. McKay, esperaba en la línea. Ella le hizo saber que el presidente McKay deseaba hablar con él, así que Tom tuvo que despedirse del tasador de seguros.
“Hermano Monson, ¿qué tal le fue en su misión en Canadá?”, preguntó el presidente McKay.
Tom respondió que había sido “una experiencia magnífica”.
“¿Cómo dejó la Misión Canadiense?”, preguntó el presidente.
Interpretando la pregunta literalmente, Tom respondió: “En un auto que compramos en Detroit”.
Causándole gracia la respuesta, el presidente McKay le refor-muló la pregunta: “¿En qué condiciones la dejó?”.
“Ah”, dijo Tom, “en las mejores condiciones que pudimos, presidente”. “Bien”, dijo el presidente McKay, y después le preguntó si podía pasar a visitarlo en “algún momento”.
“Claro que sí”, respondió Tom, “¿cuándo desea que vaya, presidente?”
“¿Podría venir ahora mismo?”
Tom había imprimido libros para el presidente McKay, pero ningún grado de familiaridad le haría tomar a la ligera una invitación a la oficina del Presidente de la Iglesia. Miró su reloj; eran las 2:30 de la tarde. Su automóvil estaba en el taller por reparaciones, así que pidió un vehículo prestado y fue hasta el Hotel Utah, estacionó en un lugar especialmente reservado y se dirigió al Edificio de Administración de la Iglesia1.
Era el 3 de octubre de 1963, la semana de la conferencia general, y había una vacante en el Quorum de los Doce Apóstoles, pero nada de eso pasó por la mente de Tom. Se sintió honrado de reunirse con el presidente McKay, un hombre de corazón noble y de actitud cortés. Tom veía en él los atributos del Salvador.
El presidente McKay invitó a Tom a pasar a su despacho y le pidió que se sentara a su derecha, cerca de él. “Con gran emoción y obvio agrado, fue directamente al grano: ‘Hermano Monson’, dijo, ‘con el fallecimiento del presidente Henry D. Moyle he pedido al élder Nathan Eldon Tanner que sea mi Segundo Consejero en la Primera Presidencia, y el Señor lo ha llamado a usted para ocupar su lugar en el Quorum de los Doce Apóstoles. ¿Está dispuesto a aceptar el llamamiento?”’
Fue un momento sagrado. Tom recuerda que la emoción que lo embargó casi no le permitía responder. “Los ojos se me llenaron de lágrimas y tras una pausa que pareció eterna, respondí asegurándole al presidente McKay que cualquier talento con el cual yo hubiese sido bendecido sería puesto en práctica en el servicio del Maestro y hasta mi vida misma si fuera necesario”.
El presidente McKay le habló de la “gran responsabilidad” conferida sobre él, “expresó la confianza de las Autoridades Generales”, y le dio la bienvenida a sus filas, prometiéndole que ésa sería “una experiencia sumamente gratificante” en la cual sus talentos y energía se emplearían al máximo, y le pidió que no hablara de ello con nadie a excepción de su esposa2.
Tom regresó a su oficina, después recogió su automóvil del taller y se fue a casa. Francés se preguntó qué estaba haciendo allí tan temprano. Tom era un próspero hombre de negocios, seguro de sí mismo, y un confiable líder en la Iglesia, pero el llamamiento lo hizo reflexionar en su vida y en lo que le aguardaba. Revivió en su mente la visita con el profeta de Dios y el llamado al santo apostolado y meditó en cuanto al impacto que aquello tendría en su familia y en su carrera, y después salió a cortar el césped.
A la hora de la cena apenas probó bocado y más tarde le pidió a Francés que lo acompañara en el auto con el pretexto de ir a entregar unas pruebas de imprenta. “No entendía por qué, tan de improviso, quería salir de la casa. Llevamos a nuestro hijo menor, de tres años”, recuerda Francés, “y fuimos hasta el monumento ‘Este es el lugar’, en una ladera al este de Salt Lake City. Tom estacionó el coche; nos bajamos y caminamos alrededor del monumento y leimos las inscripciones”.
El majestuoso monumento, erigido en 1947 para conmemorar el centenario de la llegada de los pioneros al valle del Lago Salado, llevaba su nombre en honor a la famosa declaración que hizo Brigham Young: “Este es el lugar exacto; continuemos”. Tom se sintió curiosamente conectado con la escena y con Brigham Young “cual centinela, señalando el camino, dándole la espalda a las privaciones y a las penurias de su largo viaje”. Su brazo extendido señalaba hacia adelante.
Francés le preguntó: “¿Qué sucede? Sé que algo te inquieta”.
Le habló de su conversación con el presidente McKay y de su llamamiento al Quorum de los Doce Apóstoles. Ella recuerda haberse sentido tanto “sorprendida como conmovida” ante “tan significativo llamamiento” y su “enorme responsabilidad”3.
Con el pequeño Clark siguiéndoles, los dos caminaron alrededor del monumento, hablando de los grandes sacrificios de aquellos primeros colonizadores, sus inesperadas pruebas y su buena disposición a hacer todo cuanto se les pidiera. Junto a ese monumento que honraba a los primeros pioneros, los Monson estaban en buena compañía.
Esa noche ni Tom ni Francés durmieron bien. Tom tenía los pies tan fríos que tuvo que levantarse a ponerse calcetines. “Creo que me encontraba en estado de shock”, recuerda, “porque me dicen que ése es uno de los síntomas. A las cinco de la mañana oí a un gallo cacarear y me di cuenta de que no había pegado ojo”4.
Esa mañana, antes de salir para la conferencia general, Tom llamó a sus padres y les dijo que se aseguraran de ver la primera sesión ya que tal vez invitaran a algún ex presidente de misión a hablar. Después llevaron a los niños a la casa de la madre de Francés y también le recomendaron que viera la conferencia en televisión.
También recibió una llamada de Max Zimmer, uno de los empleados de la imprenta, quien comentó lo siguiente veinte años más tarde:
“Aquél solemne viernes por la mañana, el 4 de octubre de 1963, me sentía particularmente preocupado por mi asignación de interpretar, ya que en aquellos días de interpretación de la conferencia, las instalaciones eran por demás inadecuadas. Llegué a la conclusión de que necesitaba su ayuda, así que lo llamé para pedirle que ofreciera una silenciosa oración en mi favor al asistir a las sesiones del viernes. No tenía la menor idea de cuán trascendental era aquella mañana en su vida. Debe haberse sentido tan tenso antes de esa importante sesión. Pese a ello, con gran calma y con su proverbial espíritu amoroso, me escuchó con plena atención y prometió que oraría por mí. Por cierto que usted es un paladín de la gente humilde y sencilla de la Iglesia, como yo”5.
Tom encontró un asiento en el Tabernáculo junto a sus compañeros del Comité de Orientación Familiar del Sacerdocio, entre otros, Hugh Smith, Gerald Smith y Jay Eldredge. Cuando se sentó, Hugh, cuyo sentido del humor era ampliamente conocido, dijo: “Mejor no te sientes aquí, porque ya ha sucedido dos veces que los hombres que estaban sentados junto a mí fueron llamados como Autoridades Generales”.
Tom se sentó y percibía sobre él la mirada de los miembros del Quorum de los Doce que ya sabían de su llamamiento.
Francés se sentó con Thelma Fetzer, cuyo esposo, Percy, había servido con Tom en la presidencia de la Estaca Temple View. Estaban sentadas en la sección de la mesa general de la Primaria, de la cual Thelma era miembro.
La conferencia se transmitía desde el Tabernáculo a una congregación adicional reunida en el Salón de Asambleas ubicado junto al Tabernáculo, por sistema de altavoces dentro de la Manzana del Templo y por la estación de radio y televisión KSL “al auditorio mundial más grande de la historia de la Iglesia”, mediante más de cincuenta estaciones, incluyendo a Hawái y Canadá6. El presidente David O. McKay presidía y dirigía.
En sus palabras de bienvenida, el venerable Presidente de la Iglesia se refirió al fallecimiento del presidente Henry D. Moyle, acaecido el 19 de septiembre de 1963, y añadió: “Quiero pensar que él estará escuchando con nosotros esta mañana”7. El resto de su discurso tocó un tema que marcó el curso del ministerio de Tom y su constante enfoque optimista. “El verdadero fin de esta vida no es meramente existir”, dijo el presidente McKay. “Su verdadero propósito es lograr la perfección de la humanidad mediante esfuerzos personales y bajo la guía de la inspiración de Dios. La vida es plena cuando decidimos vivirla dentro del marco de nuestros más puros atributos. El perseguir los apetitos, el placer, el orgullo y la avaricia, en vez del bien y la bondad, la pureza y el amor, la poesía, la música, las flores, las estrellas, Dios y la esperanza eterna, es privarnos del verdadero gozo de vivir”8.
El presidente McKay, quien había sido llamado como Apóstol a los treinta y tres años de edad, le pidió al presidente Hugh B. Brown, nuevo Primer Consejero de la Primera Presidencia, que presentara los nombres de aquellos que debían ser sostenidos, incluyendo los cambios en el liderazgo. Antes de leer los nombres, el presidente Brown dijo a la congregación: “Éste no es un mero formalismo, sino un derecho otorgado por revelación”. Entonces procedió a leer la larga lista que incluía a Nathan Eldon Tanner
como Segundo Consejero de la Primera Presidencia y a Thomas S. Monson como el nuevo Apóstol9. A los treinta y seis años, el élder Monson era el hombre de menos edad en ser llamado al apostolado en cincuenta y tres años, siendo diecisiete años menor que el siguiente más joven, el élder Gordon B. Hinckley, quien había sido sostenido como Apóstol dos años antes.
“No recuerdo el primer himno [“Los cielos cuentan”, que cantó un coro de madres de Mesa, Arizona], ni mucho de lo que aconteció en la primera parte de esa sesión”, escribió más tarde el élder Monson, “pero sí recuerdo claramente cuando se leyeron los nombres de los miembros del Consejo de los Doce y oí el mío como nuevo miembro de ese sagrado Consejo”10.
Los miembros del Quorum de los Doce eran: el presidente Joseph Fielding Smith y los élderes Harold B. Lee, Spencer W. Kimball, Ezra Taft Benson, Mark E. Petersen, Delbert L. Stapley, Marión G. Romney, LeGrand Richards, Richard L. Evans, Howard W. Hunter, Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson. Durante siete años sería el miembro de los Doce de menor antigüedad. Por largo tiempo había respetado a esos hombres, su espíritu y su espiritualidad; habían sido su ejemplo, discípulos de los últimos días que habían dejado sus redes ante el llamado: “Sígueme”. Ahora él era uno de ellos.
El élder Monson se puso de pie para emprender “ese largo trayecto hacia el estrado” al tiempo que un asombrado Hugh Smith susurraba: “¡Ha caído un rayo por tercera vez!”. Ocupó su asiento junto al élder Hinckley al final de la segunda fila. Ellos se sentarían lado a lado en el Quorum durante dieciocho años y servirían juntos en la Primera Presidencia otros veintidós. El presidente Tanner, quien había sido llamado tan sólo un año antes, se había sentado en ese mismo asiento antes de ser llamado a la Primera Presidencia.
Primero habló el presidente Tanner y después le llegó el turno al élder Monson. El recuerda que trató de seguir el consejo del presidente J. Reuben Clark, hijo: “Hay dos casos en que un discurso debe ser breve: cuando uno recibe un llamamiento o cuando se le releva de un cargo”.
Esa alta, apuesta y recién llamada Autoridad General, criada durante la Depresión, educada en un mundo en guerra y no obstante guiada por el Espíritu, habló sin leer de un texto. Durante los siguientes treinta y siete años ofrecería mensajes en conferencias generales desde ese mismo púlpito del majestuoso y noble Tabernáculo antes de que se construyera el Centro de Conferencias.
Sus palabras en esa ocasión se titularon: “Yo estoy a la puerta y llamo”. Los miembros de la Iglesia presenciaron por primera vez su estilo reflexivo, su estampa vigorosa y su inclinación hacia la enseñanza del Evangelio por medio de ejemplos extraídos de su propia vida, características que distinguirían sus mensajes en los años futuros.
“Presidente McKay, presidente Brown, presidente Tanner, mis compañeros, y mis hermanos y hermanas”, dijo, “desde lo más profundo de la humildad, y con un enorme sentido de ineptitud, me presento ante ustedes y ruego por sus oraciones en mi favor.
“Todos sentimos gran pesar por la pérdida del presidente Henry D. Moyle. También echo de menos la presencia del presidente J. Reuben Clark, hijo, y del presidente Stephen L Richards, quienes sirvieron en la Primera Presidencia.
“Hace algunos años me encontraba ante un púlpito y me fijé en una pequeña inscripción que sólo el orador podía ver, la cual decía: ‘Sea humilde quien se encuentre ante este púlpito’. ¡Cómo ruego a mi Padre Celestial que nunca me permita olvidar la lección que aprendí aquel día!
“Deseo agradecer a mi Padre Celestial Sus muchas bendiciones. Agradezco haber nacido de buenos padres, cuyos padres fueron recogidos de las tierras de Suecia, Escocia e Inglaterra por humildes misioneros, quienes, a través de sus testimonios, llegaron al espíritu de esas personas maravillosas.
“Estoy muy agradecido por los maestros y líderes de mi infancia y juventud en un humilde barrio pionero de una humilde estaca pionera. Estoy agradecido por mi dulce compañera y por la influencia para bien que ella ha tenido en mi vida, y por su querida madre quien, en su lejana Suecia, tuvo el valor de aceptar el Evangelio y venir a este país. Me siento muy feliz de que el Señor nos haya bendecido con tres buenos hijos, el más pequeño de los cuales nació en el campo misional en Canadá. Estoy agradecido por estas bendiciones. Estoy agradecido por O. Preston Robinson y mis colegas de Deseret News con quienes he trabajado tan estrechamente en los últimos quince años . . .
“Viene a mi recuerdo una hermanita francocanadiense cuya vida cambió gracias a los misioneros, cuando su espíritu se sintió conmovido al despedirse de nosotros hace dos años en Quebec. Ella dijo: ‘Presidente Monson, tal vez yo nunca llegue a ver al profeta ni a oírlo, pero, presidente, mucho mejor que eso, ahora que soy miembro de esta Iglesia puedo obedecer al profeta’.
“Mi sincera oración este día, presidente McKay, es que yo siempre tenga la disposición de obedecerlo a usted y a éstos, mis hermanos. Ofrezco mi vida y todo cuanto poseo. Me esforzaré al máximo de mi capacidad por ser todo lo que se espera que sea. Estoy agradecido por las palabras de Jesucristo, nuestro Salvador, cuando dijo:
‘“Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré . . . con él… ’ (Apocalipsis 3:20).
“Ruego con todo fervor, mis hermanos y hermanas, que mi vida me haga merecedor de esa promesa de nuestro Salvador. En el nombre de Jesucristo. Amén”11.
El élder Russell M. Nelson recuerda que su padre, un prominente líder en la industria de la publicidad, que se había respaldado muchas veces en la experiencia de Tom Monson como impresor, comentó: “Este hombre llegará a ser el presidente de la Iglesia”. El élder Nelson continúa diciendo: “Mi padre era un observador de la Iglesia, un miembro sólo de nombre, pero él sabía. Yo siempre tuve ese sentimiento de cuán abrumador debe ser oír a la gente decir: ‘El llegará a ser presidente de la Iglesia’. Tom Monson lo ha experimentado todos estos años”12.
Los otros Apóstoles le daban la bienvenida mientras caminaba hacia su asiento. El presidente Tanner hizo un gesto de salutación a su “compatriota canadiense”, a quien, dijo cálidamente, “sostengo de todo corazón”. Añadidos a tales expresiones de ánimo y apoyo, llegaron los “firmes apretones de mano” de las demás Autoridades Generales. El élder Monson ha dicho que “nunca olvidará el afectuoso abrazo” del élder Mark E. Petersen13.
Más tarde ese mismo día, los Monson fueron a la reunión de ex misioneros de la Misión Canadiense, acompañados por sus hijos y sus padres. Al entrar, los misioneros que estaban allí reunidos se pusieron de pie y cantaron: “Te damos, Señor, nuestras gracias”. “En ese momento”, dijo él más adelante, “pareció penetrar en cada fibra de mi ser la realidad de que los miembros del Consejo de los Doce son sostenidos como profetas, videntes y reveladores”14.
Ninguno de los misioneros se sorprendió con el llamamiento. “Todos nos imaginábamos que él iba a ser una Autoridad General”, comentó uno de ellos, Michael Murdock. “Uno siempre siente el deber de sostener a los líderes de la Iglesia pero, en este caso, levanté la mano antes de que se nos indicara hacerlo”15.
Ese fin de semana, el élder y la hermana Monson comenzarían a asistir el resto de su vida a la conferencia general, sentándose el élder Monson en el estrado. Lo que escribió en su diario personal en aquella primera conferencia indica claramente sus sentimientos de incomodidad en su nuevo cargo. “Me sentí completamente fuera de lugar sentado entre los miembros del Consejo de los Doce. Al mirar a la congregación, vi a muchos hombres que bien podrían haber sido llamados a ocupar ese cargo”16. El élder Hinckley, un viejo amigo, hizo lo que pudo para hacerlo “sentirse cómodo”. El élder Monson se sentía agradecido por su amistad, así como por la de los élderes Howard W. Hunter y Richard L. Evans.
En la sesión del domingo por la tarde, la hermana Annette Richardson Dinwoody cantó un solo del himno “Yo sé que vive mi Señor”. En esa ocasión, la letra parecía haber sido escrita sólo para él:
El vive para alentar y mis angustias sosegar.
El vive para ayudar y a mi alma alentar17.
El élder Monson sintió el espíritu en la letra y más tarde escribió: “Fue hermoso”18.
El élder David Bednar, llamado como Apóstol en 2004, tenía sólo once años de edad cuando el presidente Monson ocupó su lugar en el Quorum de los Doce. “A lo largo de toda mi vida adulta el presidente Monson ha sido una parte integral de las conferencias generales”, dice el élder Bednar. “Sus consejos sobre demostrar amor, especialmente a la familia, han influido mucho en mí. Espero que haya habido ocasiones cuando dije ‘no’ a las exigencias cotidianas para decir ‘sí’ a mis hijos debido a la constante influencia del presidente Monson en mi vida”19.
El llamamiento del élder Monson llegó en un momento en que la Iglesia se extendía por todo el mundo. A fin de satisfacer las crecientes necesidades de la Iglesia, las Autoridades viajaban por todas partes. Antes, ese mismo año, el presidente McKay había dedicado una capilla en Merthyr Tydfil, en el sur de Gales, donde había nacido su madre; el presidente Moyle había hecho dos viajes a Inglaterra y una gira por el Pacífico noroeste; el presidente Brown había viajado por las misiones de Sudamérica; el élder Tanner había estado en las Filipinas, el Oriente, Australia, Samoa, Alaska y Canadá. También el presidente Monson comenzaría pronto a viajar hasta seis semanas a la vez.
En 1963, treinta y ocho Autoridades Generales servían a los 2.117.451 miembros de las 389 estacas y 77 misiones de la Iglesia, y el número de misioneros de tiempo completo llegaba a los 11.65320. El total de miembros de la Iglesia alcanzaba el millón y medio y crecía en el mundo a un promedio de casi 100.000 por año21. Lo que una vez había sido un grupo bastante homogéneo en la Norteamérica occidental, ahora se extendía por el mundo. Los programas de la Iglesia debían satisfacer las necesidades espirituales, sociales, culturales y físicas de todos los santos. Muchos de los miembros habían conocido solamente a un profeta, David O. McKay.
Las Autoridades Generales habían organizado las primeras estacas de habla extranjera en La Haya, Holanda y en la Ciudad de México, y habían establecido una Misión de Lenguas en Provo, Utah. El Centro Cultural Polinesio sería dedicado ese mismo año, y el Templo de Oakland se dedicaría al siguiente, llegando éste a ser el número trece en funcionamiento.
El lunes por la noche del 7 de octubre de 1963, los Monson celebraron su décimo quinto aniversario de bodas e invitaron a la familia y a la madre de Francés a cenar en el restaurante del Hotel Utah. “Han sido años felices”, escribió Tom en su diario personal. “Estamos agradecidos por nuestros tres hijos y por el amor que tenemos los unos por los otros. Francés es una compañera ideal para mí, ya que su personalidad complementa la mía”22.
Al sentarse a la mesa en el restaurante, Tom podía percibir que “todas las miradas” estaban puestas en él. La reacción de sus tres hijos ante su llamamiento fue “muy interesante”. Tommy había dicho: “Es un poco difícil que el papá de uno sea Apóstol porque todos esperan mucho de los hijos”. Ann “expresó su felicidad por toda la atención que el llamamiento había atraído sobre ella y la familia”. Clark, por supuesto, era “demasiado pequeño para entender lo que significaba el llamamiento”. Los padres de Tom, “aun cuando no llegan a comprender la magnitud de mi asignación, se sienten honrados, al igual que Hildur, la madre de Francés”23.
El élder Monson recibía innumerables llamadas telefónicas, cartas de felicitaciones y telegramas en su oficina y en su casa. Se sentía humilde ante “la gran responsabilidad de vivir digno de la confianza que tantas personas habían depositado sobre mí”24. La presidencia general de la Sociedad de Socorro lo llamó a una reunión urgente en sus oficinas “para tratar problemas relacionados con la revista”, la cual se imprimía en la Imprenta Deseret News. Cuando llegó, le hicieron una ceremoniosa presentación de un bonito portafolio como muestra de agradecimiento por su servicio en la imprenta y como reconocimiento de su importante llamamiento25.
William James (Jim) Mortimer, un hombre de negocios colega suyo, escribió: “Usted ha traído dignidad y distinción a la industria de la imprenta en Utah. Siendo un producto de los impresores que no temen ensuciarse las manos con la tinta que imprime palabras de la verdad, usted nos ha mostrado que ésta es una empresa que trasciende la tinta y el papel. Sus nuevos deberes lo alejan ahora de su activa asociación con la industria, pero con gratitud reconocemos que a lo largo de los años usted nos ha indicado el noble camino de la honradez, la integridad y del trabajo arduo. La industria de la impresión estará por siempre endeudada con usted”26.
En un editorial del periódico Deseret News se le encomió por la forma en que añadiría “entusiasmo, vigor, simpatía, devoción, humildad y capacidad a un grupo selecto de personas ya investidas con esas importantes cualidades”. El periódico destacó su “extensa y variada experiencia en la Iglesia”, así como su “vasto conocimiento en educación comercial y administración” y concluyó diciendo: “El está dotado de una encantadora personalidad que lo ayudará en el Consejo de los Doce en su gran responsabilidad de propagar el Evangelio por todo el mundo”27.
Pero tal vez haya encontrado el mayor consuelo en una idea que expresó tiempo después el élder Harold B. Lee, quien por largo tiempo había sido su amigo y mentor, cuando dijo de aquellos llamados a servir en los más altos consejos de la Iglesia: “Oí al fallecido Orson F. Whitney, miembro de los Doce, dar un impresionante mensaje en el Tabernáculo antes de su fallecimiento [1931]. Señaló con la mano hacia abajo, frente al púlpito desde el cual hablaba, donde estaban sentadas las Autoridades Generales, y dijo: ‘Hermanos y hermanas, yo no creo que éstos, mis colegas, sean los mejores hombres vivientes en la Iglesia. Creo que hay otros hombres que llevan vidas tan buenas o tal vez mejores que estas Autoridades Generales, pero les diré lo que sí sé, que cuando se produce una vacante entre las Autoridades Generales, el Señor busca al hombre al que necesita para una labor particular y lo llama a servir. Eso es lo que he observado a lo largo de los años’”28.
Tom confesó en su diario personal que el jueves 10 de octubre de 1963 fue uno de “los días más dramáticos” de su vida. Fue cuando se reunió por primera vez con la Primera Presidencia y el Quorum de los Doce en un salón especial en el cuarto piso del Templo de Salt Lake. Todos los miembros de ambos quórumes estaban presentes, lo cual complació al presidente McKay, quien comentó que ésa era la primera vez en bastante tiempo que el cuerpo estaba completo. Todos estaban vestidos en la ropa del templo y se reunieron para orar.
Se colocó una silla en el centro del salón y “todos participamos en el apartamiento de Hugh B. Brown como Primer Consejero de la Primera Presidencia y de N. Eldon Tanner como Segundo Consejero. El presidente McKay pronunció ambas bendiciones”, indicó Tom.
El presidente McKay después pidió al presidente Smith (Presidente del Quorum de los Doce) que ordenara al élder Monson al oficio de Apóstol y lo apartara como miembro del Quorum de los Doce, “como uno de los testigos especiales de nuestro Señor Jesucristo en esta dispensación”, para dedicar “su vida entera a la obra del ministerio como siervo de nuestro Maestro, el Señor y Salvador de este mundo”29.
El sentir las manos del presidente Smith en su cabeza fue un privilegio especial y además un testimonio para el élder Monson de la divinidad de su llamamiento. Joseph Fielding Smith había sido ordenado Apóstol por su padre, Joseph F. Smith, cuando éste era Presidente de la Iglesia, quien fue ordenado Apóstol por Brigham Young en 1866. Los Tres Testigos, Oliver Cowdery, David Whitmer y Martin Harris, ordenaron a Brigham Young en 1835, y ellos habían sido llamados por revelación para escoger a los Doce Apóstoles30.
Al otorgar al élder Monson su comisión apostólica, el presidente McKay reseñó su responsabilidad como Apóstol del Señor Jesucristo y explicó cómo cada uno de ellos se adhiere al principio de unidad, “en el que cada miembro del Consejo ha de expresar su parecer sin vacilación, pero cuando el Consejo llega a una decisión, su voluntad se debe llevar a cabo incondicionalmente”31. El siempre se ha ceñido escrupulosamente a tal comisión. El presidente después pidió al grupo que sostuviera al élder Monson en su llamamiento, y el voto fue unánime. El élder Petersen expresó su confianza y admiración por su amigo, ahora un Apóstol ordenado, y dijo: “Tenemos frente a nosotros a un israelita en quien no hay malicia”. Los tributos son preciados recuerdos en la memoria del presidente Monson32.
La influencia del élder Harold B. Lee en el servicio apostólico del élder Monson afloró rápidamente. En el templo, el élder Lee lo condujo al vestidor de los apóstoles de mayor antigüedad: el presidente Smith y los élderes Lee, Kimball, Petersen y Stapley, hombres por quienes él había sentido el más alto respeto durante años. El élder Monson continuaría—a invitación del élder Lee— cambiándose a las ropas del templo con esos hermanos hasta que fue llamado a la Primera Presidencia. El élder Lee le pidió que nombrara un himno predilecto, a lo cual respondió: “Qué firmes cimientos”, sintiendo de un modo particular la emoción de recurrir a Jesús en busca de refugio.
El élder Lee explicó más tarde el proceso que se sigue y la preparación de aquellos que son llamados al santo apostolado: “El comienzo del llamamiento de quien va a ser Presidente de la Iglesia empieza cuando él es llamado, ordenado y apartado para ser miembro del Quorum de los Doce Apóstoles. Tal llamamiento hecho por profecía o, en otras palabras, por la inspiración del Señor a quien posee las llaves de presidencia, y la consiguiente ordenación y apartamiento mediante la imposición de manos con esa misma autoridad, coloca a cada apóstol en un quorum del sacerdocio de doce hombres que poseen el apostolado. A cada apóstol así ordenado bajo las manos del Presidente de la Iglesia, quien tiene en su poder las llaves del reino de Dios conjuntamente con todos los demás apóstoles ordenados, se le concede la autoridad necesaria del sacerdocio para ocupar todos los cargos en la Iglesia, aun el de presidente de la misma si fuera llamado por la autoridad presidente y sostenido por el voto de una asamblea constituyente de miembros de la Iglesia”33.
El retrato oficial que se tomó al Quorum de los Doce en 1963 mostró una adición notablemente alta y juvenil. Siete de quienes posaron para esa foto llegarían a ser Presidentes de la Iglesia.
El élder Monson se unió al élder Hunter y al élder Hinckley en el cuartil menor del quorum. Sintió el apoyo de sus hermanos y llegó a admirar el franco intercambio en consejo cuando los líderes de la Iglesia lidiaban con asuntos y acontecimientos en el escenario mundial y trataban temas relativos a normas y programas.
El fin de semana siguiente, el élder Monson cumplió con la asignación que se le había dado como miembro del Comité de Orientación Familiar del Sacerdocio de viajar a Edmonton, Canadá, en compañía del élder Harold B. Lee y de Glen L. Rudd, miembro del Comité de Bienestar del Sacerdocio. Para el élder Monson fue como “volver a casa” y así expresó su beneplácito: “Es por demás inspirador que en éste, mi primer fin de semana como Autoridad General, esté en compañía del hermano Lee, quien ha tenido una influencia tan importante en mi vida, y que se hayan asignado a tres ex miembros de la Estaca Pioneer a viajar juntos como representantes a esa conferencia”34.
Además de hacer uso de la palabra en las reuniones de la conferencia de estaca, los dos Apóstoles apartaron misioneros y los tres visitaron una granja de bienestar de la Iglesia. En el preciso momento en que llegaban, un hombre se acercó en un caballo bastante grande y le preguntó al hermano Rudd si quería montarlo. Nacido y criado en la ciudad, estaba seguro de que se caería. “Tengo puesto mi mejor traje, así que no creo que sea una buena idea”, dijo. El hombre entonces le ofreció el caballo al élder Monson, quien, sin estar seguro del protocolo, también declinó la invitación, usando del mismo modo la excusa del traje. Después habló el élder Lee: “Yo también tengo puesto mi mejor traje, pero quiero montar ese caballo”. Y así lo hizo durante unos diez minutos y entonces regresó “a pleno galope”, según el hermano Rudd. El élder Lee se había criado montando caballos en Idaho35.
En la reunión de liderazgo de la conferencia, el élder Monson se refirió a los importantes principios que caracterizan entrevistas eficaces. El dijo que por cierto oró para recibir la inspiración del Señor en tan improvisada asignación y se sintió inspirado durante la presentación. “La presencia del más nuevo Apóstol atrajo una asistencia casi récord”, escribió el élder Lee al referirse a la ocasión36.
Pese a que el presidente McKay había indicado que el élder Monson podría “continuar por un tiempo” con su trabajo diario en la Imprenta Deseret News, el presidente Lee le aconsejó que se desvinculara rápidamente de tales responsabilidades a fin de prestar su “total atención a la obra de los Doce”. En aquella época, algunas Autoridades Generales solían mantener sus empleos diarios además de su servicio en ese alto rango de liderazgo. Pero así como años antes había seguido el consejo del élder Lee de no aceptar una comisión en la marina, Tom se preparó para dejar su puesto en la imprenta. “El hermano Lee fue uno de los maestros más sabios que la Iglesia jamás haya producido”, ha dicho37.
Tras su segunda reunión en el templo, el élder Monson escribió en su diario personal: “Me cuesta acostumbrarme al hecho de que soy un miembro del Consejo de los Doce y de que tengo la oportunidad de sentarme junto a esos gigantes espirituales en el Consejo. Después de la reunión almorzamos con la Primera Presidencia en el comedor. Ése es un momento en el que todos hacemos a un lado las agendas de trabajo y disfrutamos la compañía mutua. Me maravilla la lucidez del presidente McKay. Él puede citar tanto a Shakespeare como mantenerse al corriente de todos los temas del momento. En verdad es un profeta de Dios que nos enseña mediante su ejemplo cómo debemos vivir y amar”38.
Durante los siguientes quince meses, según su propio cálculo, el élder Monson asistió, por lo menos, a cincuenta y cinco conferencias de estaca en Estados Unidos, México y Centroamérica. También llenaban su agenda tareas tales como efectuar entrevistas misionales, aconsejar, dedicar centros de reuniones, asistir a diferentes ceremonias y predicar el Evangelio.
El primer jueves de cada mes, los miembros de la Primera Presidencia y de los Doce se reunían en el templo en un servicio de ayuno “muy especial” en el cual participaban de la Santa Cena. En la primera de tales sesiones en que participó el élder Monson, el presidente McKay anunció en ese momento tan solemne: “Antes de participar de la Santa Cena, quisiéramos que nos instruyera nuestro nuevo miembro, el élder Thomas S. Monson, en cuanto al sacrificio expiatorio del Señor Jesucristo”.
Él describiría ese inesperado momento como “un shock total”39.
De pie frente al augusto grupo y amparado en la fe y el valor nacido de años de servicio y estudio, dio testimonio de la expiación de Jesucristo.
Las cosas se hicieron considerablemente más llevaderas durante el almuerzo. En el curso de una conversación informal, el presidente McKay le preguntó al élder Monson si había leído en el Selecciones del Reader’s Digest, un artículo titulado: “Dejé de fumar”.
El élder Monson asintió con la cabeza y dijo que pensaba que el hombre que lo había escrito había estado inspirado.
El presidente McKay sonrió y le dijo: “Lo escribió una mujer, pero igual estuvo inspirada”. Entonces preguntó: “Hermano Monson, ¿ha leído obras de Shakespeare?”.
Algo vacilante, contestó: “Sí, presidente”.
El presidente McKay, un ex profesor de inglés, le preguntó: “¿Cree usted que el Bardo de Avon realmente escribió los sonetos que se le atribuyen?”.
“Sí, lo creo”, respondió el élder Monson.
“Magnífico”, exclamó, “yo también lo creo”.
El élder Monson tenía la esperanza de que ya no hablaran más de Shakespeare. El tenía un título en negocios, ésa había sido su carrera profesional y se sentía intimidado por el curso que parecía tomar la conversación.
Sin embargo, el presidente McKay no abandonó el tema. “¿Cuál es su obra predilecta de Shakespeare?”, preguntó.
El élder Monson hizo una pausa—tal vez más para ofrecer una oración en desesperación que para pensar—y respondió: “Henry VIII (Enrique VIII)”.
“¿Recuerda algún pasaje favorito?”, preguntó el presidente McKay.
Otro momento de “shock”. Entonces le llegó a la mente el cardenal Wolsey, el hombre que había servido a su rey pero desatendido a su Dios. “El lamento del cardenal Wolsey”, dijo Tom con confianza y después recitó: “De haber servido a mi Dios con sólo la mitad de celo que he puesto en servir a mi rey, no me hubiera entregado éste, a mi vejez, desnudo, al furor de mis enemigos”.
El presidente McKay sonrió complacido. “Ah”, dijo, “a mí también me encanta ese pasaje”. Entonces cambió de conversación, por lo cual el élder Monson se sintió “enormemente agradecido” ya que su conocimiento de Shakespeare se “estaba agotando”40.
Aun cuando el presidente McKay había llegado a ser una Autoridad General antes de que el élder Monson tan siquiera naciera, se parecían en muchos aspectos. Ambos provenían de nobles familias pioneras pero se habían criado fuera de la notoriedad de la Iglesia. Los dos habían sido llamados a muy temprana edad y así llegaron a ser lo que se podría denominar un “recuerdo institucional” en sus largos años de servicio. Ambos acaparaban la atención de los miembros con sus característicos estilos de oratoria, su amor por la poesía y la prosa, y por reconocer que la “verdadera prueba de cualquier religión es la clase de hombre que ésta forja”41. Una de las citas predilectas del presidente McKay expresaba también el sentir del élder Monson:
Hay un destino que nos hace hermanos, nadie vive solo en esta vida.
Todo aquello que a otros seres damos, vuelve a nosotros en igual medida42.
El presidente McKay atravesaba años de deterioro físico, pero el élder Monson siempre lo reconoció como el siervo inspirado del Señor: “Cuando escuchaba al profeta, interiormente le daba gracias a nuestro Padre Celestial por sostenerlo y por proveer para Su Iglesia un líder tan noble como lo era el presidente McKay. Estoy particularmente agradecido de que haya sido él quien me llamó a mi santo oficio, porque uno no puede menos que ser un hombre mejor por haber estado cerca del presidente McKay”43.
En noviembre de 1963, la publicación de la Iglesia Improvement Era, la cual antecedió a las revistas Ensign y Liahona, presentó al élder Monson a los miembros de la Iglesia, describiéndolo como un hombre respetado por sus compañeros “por su adaptabilidad” y honrado “por su enorme poder”. Añadía: “Sus cualidades de liderazgo resultan evidentes a todos cuantos lo conocen: es modesto, humilde, bondadoso, servicial, capaz, alegre, dócil y sincero; es la personificación de un verdadero Santo de los Ultimos Días.
“Los miles que han conocido y amado al élder Monson lo reconocen como un devoto aunque no adusto Santo de los Últimos Días. Aquellos que han oído su voz en el teléfono o han hablado con él en persona, y notan el tono amigable en su conversación, su interés y su conocimiento, reciben el testimonio adicional de que tales cualidades de las que ellos se han favorecido, se extenderán por toda la Iglesia para bendición de los santos y la gloria de nuestro Padre que está en los cielos”44.
Cuarenta y cinco años más tarde, en octubre de 2008, el presidente Monson se encontró nuevamente frente a los miembros de la Iglesia, cuyo total se había multiplicado varias veces desde 1963, y declaró: “En esta conferencia se cumplen cuarenta y cinco años desde que fui llamado al Quorum de los Doce Apóstoles. Como el miembro de menos antigüedad de los Doce, admiraba a catorce hombres excepcionales que tenían más antigüedad que yo en el Quorum y en la Primera Presidencia. Con el paso del tiempo, cada uno de esos hombres ha vuelto a su hogar celestial. Cuando el presidente Hinckley falleció hace ocho meses, me di cuenta de que yo había llegado a ser el apóstol de más antigüedad. Los cambios producidos durante cuarenta y cinco años que surgieron poco a poco ahora parecen monumentales”45.
Tras dar inicio a sus deberes apostólicos, los años siguientes traerían desafíos así como bendiciones pero, por el momento, el élder Monson estaba resuelto a poner manos a la obra y dar sus mejores esfuerzos para lograr lo que fuera que se le pidiera.
























