Al Rescate – La biografía de Thomas S. Monson

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CERCA Y LEJOS

Un hombre lleno del amor de Dios no se conforma con bendecir sólo a su familia, sino que va por todo el mundo, ansioso de ser una bendición para toda la humanidad.

José Smith Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, 1830-1844


Mark mendenhall cruzó el escenario durante la ceremonia de fin de curso de la Universidad Brigham Young en 1983 para recibir su doctorado en sicología social. El recinto estaba colmado de familiares y amigos de los graduados, entre ellos el élder Monson, quien ocupaba un lugar en el estrado en representación del Consejo de Administración de la Iglesia. “Eso fue perfecto para mí”, comentó Mark más tarde, quien había conocido y amado al élder Monson desde su infancia.

En la juventud de Mark, su padre, Earl, había servido como misionero de trabajo, encargado de un rancho de cría de ganado ovino y vacuno propiedad de la Iglesia en Nueva Zelanda. La comunidad, en las afueras de Hamilton, era básicamente un centro habitacional de misioneros de trabajo, maestros y administradores del colegio de la Iglesia en Nueva Zelanda y de obreros que servían en el templo. Era un lugar multicultural que consistía principalmente de maoríes (aborígenes de Nueva Zelanda), neozelandeses, australianos, tonganos, samoanos y algunos estadounidenses.

En una de las habitaciones de los Mendenhall solían hospedar a Autoridades Generales visitantes y, periódicamente, desde 1965 a 1968, el élder Monson fue una de ellas. Earl lo llevó de pesca al lago Taupo, uno de los más hermosos que el élder Monson había visto. La primera vez que fueron, llovió el día entero, pero el élder Monson no se sintió frustrado; pescó cuatro truchas arco iris de casi dos kilos y medio y se le escaparon otras tantas. Sus compañeros de pesca no fueron tan afortunados.

“Lo que recuerdo del élder Monson en nuestra casa es que siempre estaba animado y lleno de vida”, dice Mark. “De niño lo vi ‘más en confianza’, por así decirlo, fuera de la naturaleza oficial de su llamamiento, conversando con mi papá y otros hombres y contando historias. Nunca lo vi hacer ni lo oí decir nada que estuviera por debajo de la dignidad de su llamamiento; siempre sentí que era un hombre de Dios”.

Sabiendo que el jovencito Mark coleccionaba sellos, el élder Monson siempre le llevaba algunos de la correspondencia que recibía en su oficina en Salt Lake. En una de esas visitas, hizo feliz a Mark con una nueva edición de sellos de Tonga. “Era el amor puro de Cristo que demostraba un siervo de Dios a un niño”, dice Mark, quien aún se pregunta: “¿Cómo podía acordarse de mí, teniendo en cuenta cuán ocupado estaba con su trabajo y responsabilidades? .

Ahora, cuando Mark estaba a punto de recibir su doctorado frente a su “obsequiante de sellos” de la infancia, se preguntaba si el élder Monson lo recordaría. Tal vez, siendo que llevaba el mismo nombre de pila de su padre, era posible que así fuera. Mark mantenía la mirada puesta en el élder Monson y entonces pasó al frente tras anunciarse su nombre: “Mark Earl Mendenhall”.

“Lo vi darse vuelta de inmediato para mirarme. Lo miré directamente a los ojos y él a los míos e hizo un movimiento de cabeza y me sonrió, indicando lo que a mí me pareció un ‘bien hecho’ o quizá ‘has honrado a tu padre y a tu madre’. Yo le devolví el reconocimiento como una expresión de gratitud por todo lo que él había hecho por mis padres a lo largo de los años”2.

La experiencia de Mark Mendenhell es tan sólo una ilustración de la capacidad que tiene el élder Monson de influir en la vida de las personas en medio de un horario increíblemente agotador. Escenas similares se han manifestado año tras año por todas partes, inesperadas y hasta desconocidas para el mundo, pero grabadas en el corazón de agradecidos partícipes.

Durante los primeros dos años de su llamamiento como Apóstol, el élder Monson supervisó el Area Norteamérica Oeste, realizando giras misionales, conferencias y reuniones especiales. Durante ese mismo período, otras asignaciones lo llevaron a Nebraska, Nuevo México, Ohio, Oregón, Texas y Minnesota, así como varias veces a Toronto, Canadá, donde se sintió complacido al enterarse que el total de miembros de la Iglesia en algunos lugares se había más que duplicado desde que había servido allí como presidente de misión.

El presidente McKay pidió que durante sus visitas a misiones, las Autoridades Generales entrevistaran a todos los misioneros. El élder Monson siempre cumplió con su deber. Se sentía agradecido cuando la calefacción de la capilla funcionaba y así no tenía que entrevistar con el abrigo puesto. Aquel primer año entrevistó a 1.700 misioneros—unos 50 por día—y el año siguiente lo hizo otra vez. Las entrevistas a misioneros pasaron a ser una parte integral de sus giras misionales. Años después, estaba entrevistando en un salón pequeño y oscuro y sin levantar la vista extendió la mano para estrechar la del misionero. Sintió algo frío y húmedo en la palma de la mano. Un perro se había metido en el salón y lo había agarrado por el hocico.

Los viajes por avión solían presentar contratiempos. Muchas veces quedaba varado en aeropuertos debido a niebla o tenía que desviarse de su trayecto, y todo eso sin tiempo de sobra para llegar a su destino. Algunas veces le preparaban itinerarios cuestionables, como fue el caso del largo viaje de regreso a casa desde Seattle, el cual hizo escalas en San Francisco, Los Angeles y Las Vegas antes de llegar a Salt Lake. El piloto de un vuelo a Canadá anunció que no podrían aterrizar debido a niebla. El élder Monson ofreció una oración en silencio e inmediatamente el piloto hizo saber a los pasajeros: “Nos acaban de avisar que se ha producido un claro momentáneo en nuestra aproximación al aeropuerto, así que lo aprovecharemos al máximo”3. Oraciones como ésa abrieron las nubes en varias ocasiones, permitiendo al élder Monson continuar con lo que se le había asignado hacer. Cuando no podía viajar por avión, conducía su automóvil por miles de kilómetros, después entrevistaba, efectuaba reuniones y regresaba a la carretera para emprender otro largo viaje.

En junio de 1965, la Primera Presidencia dividió el mundo en nuevas áreas: cinco en los Estados Unidos; Norteamérica hispana; Centro y Sudamérica; Gran Bretaña; Europa Occidental; Europa Oriental; el Oriente y Hawái; y el Pacífico Sur. El presidente McKay asignó al élder Monson supervisar el Area del Pacífico Sur, una de las más alejadas de la cabecera de la Iglesia. El élder Paul H. Dunn, de los Setenta, serviría con él.

El élder Monson había estado en el Pacífico Sur. En aquella visita, él y Francés habían partido el 5 de febrero de 1965, dejando a los niños en casa bajo el cuidado de la madre de Francés, a quien llamaban “Mormor” (término sueco usado para referirse a la abuela materna). La visita de los Monson al Colegio Sauniatu en Upolu, Samoa, el lugar que el presidente McKay había visitado en 1921 y en 1955, fue memorable. Cuando el élder Monson les habló, sintió la impresión de invitar a los 200 niños a pasar al frente para que él pudiera darle la mano a cada uno. Antes había desechado la idea debido a su ocupado itinerario, pero le volvió a sobrevenir la impresión. Preguntó a la persona encargada si sería posible estrechar la mano de cada niño. El administrador respondió con un arranque de gozo: “Nuestras oraciones han sido contestadas. Les dije a los jovencitos que si tenían fe y que si todos oraban, el apóstol del Señor saludaría personalmente a cada uno cuando visitara Sauniatu”4.

A dondequiera que iban el élder y la hermana Monson, se reunían con misioneros. Francés, cómoda en medio de ellos, “les daba buenos consejos”. Sus comentarios le recordaban a su esposo sus “experiencias juntos en el campo misional”5.

Cuando llegaron de regreso a Salt Lake City el 9 de marzo, llevaron a Francés de inmediato al hospital, preocupados de que tuviera cólera. Cuando los médicos, en cambio, le diagnosticaron salmonella, un tipo de botulismo, todos se sintieron aliviados. A los pocos días volvió a casa, débil, pero más repuesta, y pronto se sintió casi normal. Eso fue importante porque unos días más tarde, todos ellos—el élder y la hermana Monson con los niños— disputaron su tradicional torneo de ping-pong en el subsuelo de la casa. Francés fue la ganadora.

Después de informar sobre aquella primera gira al presidente McKay, quien en otro momento también había pasado bastante tiempo en el Pacífico Sur, el élder Monson salió de la reunión emocionado: “Cuando uno está en la presencia del presidente McKay, siempre se siente edificado y termina la entrevista siendo mejor de lo que era antes”6.

Más tarde ese año, después de que el élder Monson había sido oficialmente asignado a supervisar el Area del Pacífico Sur, hizo un segundo viaje a esa parte del mundo, esta vez en compañía del presidente Hugh B. Brown. Planeaban visitar Samoa, Tonga, Fiji, Nueva Zelanda y Australia. Llegaron a Auckland, Nueva Zelanda, el 21 de octubre de 1965 y allí festejaron “los ochenta y dos años del presidente Brown” hablando en una reunión misional regional. En una conferencia especial en la Estaca Hamilton, se dirigieron a 2.000 miembros, quienes de inmediato llegaron a ser “amigos”. Más adelante en su viaje tuvieron una audiencia especial con el jefe de estado de Samoa y el primer ministro de Nueva Zelanda.

Durante muchos días previos a la visita de las Autoridades al colegio de la Iglesia en Mapusaga, Samoa Estadounidenses, maestros y alumnos habían estado ayunando y orando para que lloviera. Una cruda sequía casi había agotado el abastecimiento de agua, el cual dependía por completo de las lluvias. Durante las sesiones matutinas de la conferencia, los cielos se abrieron y llovió copiosamente. El piloto de un avión que aterrizó poco después del aguacero, dijo: “Nunca había visto nada igual; no se veía ni una nube en el cielo, excepto sobre el colegio mormón en Mapusaga. ¡No lo entiendo!”7.

En Apia, Samoa Estadounidenses, las dos Autoridades Generales se reunieron con 1.300 miembros de la estaca. El élder Monson y el presidente Brown hablaron en cada sesión con la ayuda de intérpretes para que los miembros que sólo hablaban samoano pudieran entender sus palabras en inglés. El élder Monson observó lo que él llamó “un milagro de interpretación de lenguas” mientras hablaba el presidente Brown:

“Un consejero de la presidencia de la misión comentaba en voz baja con el presidente de la estaca (ambos eran samoanos), que habían observado que la congregación estaba recibiendo el mensaje del presidente Brown sin la intervención del intérprete. Se le excusó de inmediato y el presidente Brown habló otros cuarenta minutos. Todos en la congregación, tanto los miembros que hablaban inglés como los que sólo hablaban samoano, entendieron el discurso”8.

El presidente Brown acortó su gira y volvió a Estados Unidos desde Auckland, Nueva Zelanda. El élder Monson continuó el viaje solo. El regreso adelantado del presidente Brown se precipitó a raíz del anuncio inesperado del presidente McKay de que se habían llamado dos consejeros adicionales de la Primera Presidencia: el élder Joseph Fielding Smith, Presidente del Quorum de los Doce, y el élder Thorpe B. Isaacson, Ayudante de los Doce. Pocos meses después, el élder Isaacson sufrió un debilitante derrame cerebral y el presidente McKay llamó al élder Alvin R. Dyer, otro Ayudante de los Doce, como consejero de la Primera Presidencia. El élder Isaacson y el élder Dyer nunca fueron llamados al Quorum de los Doce.

El élder Monson siguió hacia Fiji y después hacia Tonga, donde se reunió con el príncipe Tui Pele Hake, hijo de la reina Salóte y hermano del príncipe heredero de la corona, y después terminó su viaje en Tahití. Tras regresar a casa, compartió con su familia los desafíos a los que los miembros se enfrentaban para entrar al templo. El tema captó el interés de su hija Ann, y unos pocos años después, al servir como vice presidenta del consejo de seminario del valle del Lago Salado, ella lanzó una campaña, sin el conocimiento de su padre, destinada a recaudar fondos para ayudar a familias de los Mares del Sur a recibir las bendiciones del templo. Estudiantes de muchas escuelas preparatorias donaron modestas sumas y trabajaron en varios proyectos hasta superar su meta de juntar 8.000 dólares. Una noche, los oficiales de seminario se reunieron en la casa de Ann y sorprendieron al élder Monson con el dinero. El hizo arreglos para enviar lo recaudado al presidente de la Misión Samoana. El élder Monson declaró: “Un pequeño sacrificio para alumnos de seminario ha resultado en bendiciones eternas para otras personas. Esos jóvenes amaron como ama Jesús”9.

Durante los siguientes dos años y medio, el élder Monson viajó ocho veces por el Pacífico, perdiendo un día y después recuperándolo al cruzar la línea internacional de cambio de fecha a la ida y a la vuelta. Cuando le resultaba posible, Francés lo acompañaba al menos la mitad del viaje. Los vuelos sobre miles y miles de kilómetros de océano tal vez hayan sido los causantes de su desagrado por viajar de noche, lo cual sigue hasta el día de hoy. Pero un apasionado por la historia, llegó a leer la serie completa de seis volúmenes de la historia de la Iglesia durante los largos viajes en avión hacia los Mares del Sur.

Sus itinerarios dejarían exhaustos hasta a los más intrépidos viajeros. Por lo general estaba fuera de casa tres o cuatro semanas—de vez en cuando hasta cinco—manteniendo escaso contacto con las oficinas de la Iglesia o con su familia. Las comunicaciones eran principalmente por correo. El presidente Joseph Fielding Smith, en aquel momento su presidente de quorum, le escribía cartas, las cuales se demoraban en llegar. Hacer una llamada telefónica a los Estados Unidos era algo casi desconocido; en muchas de las islas ni siquiera había servicio telefónico. El se desplazaba mayormente en pequeñas embarcaciones y las condiciones del tiempo determinaban si los barcos podrían navegar por entre los arrecifes.

Durante una de las asignaciones del élder Monson a Australia, mientras viajaba con el presidente de misión, Horace D. Ensign, el avión hizo escala en la ciudad minera de Mount Isa. El élder Monson se sorprendió al encontrar a una mujer con sus dos niños esperándole en el aeropuerto. La mujer, Judith Lauden, explicó que en los cuatro años que llevaba de miembro en la Iglesia, nunca había vivido en una rama organizada; su esposo no era miembro. Conversaron unos momentos y cuando el élder Monson se aprestaba a abordar el avión, la hermana Lauden le suplicó: “No se vaya todavía; he echado tanto de menos la Iglesia”. De pronto, anunciaron que debido a un desperfecto mecánico, la partida del vuelo se atrasaría media hora. Siguieron hablando y ella le preguntó cómo podía influir en su esposo para que se uniera a la Iglesia. El élder Monson le sugirió que le diera participación en las lecciones de la Primaria de hogar y que ella fuera para él un testimonio viviente del Evangelio. Después le prometió que le enviaría una suscripción a las revistas de la Iglesia, así como ayudas adicionales para enseñar a su familia. “Nunca se dé por vencida con su esposo”, le dijo, tras lo cual él y el presidente Ensign subieron al avión y partieron.

Algunos años más tarde, al hablar en una reunión para líderes del sacerdocio en Brisbane, Australia, el élder Monson se refirió a aquel encuentro en Mount Isa y a la importancia de enseñar y vivir el Evangelio en el hogar. Concluyó sus palabras diciendo: “Supongo que nunca sabré si el esposo de la hermana Louden llegó a unirse a la Iglesia, pero él nunca podría haber encontrado un mejor modelo a seguir que su esposa”.

Uno de los hermanos de la congregación se puso de pie. “Hermano Monson, yo soy Richard Louden”, dijo. “La mujer de la que usted habló es mi esposa y los niños son nuestros hijos. Somos una familia eterna, gracias, en parte, a la perseverancia y la paciencia de mi amada esposa”10.

A dondequiera que iba en el Pacífico Sur, el élder Monson encontraba santos dedicados al Evangelio. Muchos de ellos ponían a sus hijos nombres de líderes de las Escrituras o, en el caso de Perla de Gran Precio Harris, el nombre mismo de un libro. A donde iba, el élder Monson tocaba el corazón y las manos de la gente. “Por lo general, nuestro amor se manifestará en nuestra relación cotidiana con otras personas”, enseñó. Él tuvo muchas de esas experiencias cotidianas en el Pacífico Sur11.

En un viaje a Papeete, Tahití, sintió que debía bajar del estrado mientras la congregación entonaba un himno, para darle la mano a un hombre anciano que estaba sentado cerca del frente. Se llamaba Tahauri Hutihuti, y provenía de las islas Tuamotu. El élder Monson se enteró de que ese noble hermano era un famoso pescador de perlas y que había sido un fiel miembro de la Iglesia a lo largo de toda su vida. Cuando Tahauri oyó acerca de la profecía del presidente McKay de que un día se edificaría un templo en el Pacífico, empezó inmediatamente a ahorrar dinero, escondiendo una parte de sus ganancias debajo de su cama. Cuando el Templo de Nueva Zelanda abrió sus puertas en 1958, Tahauri empleó sus 600 dólares, ahorrados en el curso de más de cuarenta años, para llevar a su familia al templo. Al élder Monson le resultó claro por qué “había sentido que debía extenderle un saludo especial durante la reunión”12.

Durante su ministerio, ha dispensado esa misma atención individual a otras personas en muchas ocasiones. Minutos antes del comienzo de la sesión del sábado por la tarde de la conferencia general de abril de 2010, cuando ya todos estaban sentados, el presidente Monson descendió del estrado para dar un abrazo a Eldred G. Smith, ex Patriarca de la Iglesia, reconociendo la fidelidad de ese siervo de Dios de 103 años de edad, nieto de Hyrum Smith, el hermano del profeta José.

Y esas demostraciones de respeto le son retribuidas. En otra visita a Papeete, Tahauri Hituhitu hizo fila para saludar el élder Monson, a quien se le agradecía su visita del modo tradicional, colgándole del cuello un collar de caracoles de mar a la vez hasta casi cubrirle la cara. Tahauri le dijo que no tenía “ningún obsequio para darle a no ser el amor de su corazón”. Los dos se abrazaron y Tahauri besó al élder Monson en la mejilla13.

El élder Monson se sentía muy a gusto con la humilde gente de las islas del Pacífico. Les enseñó principios del Evangelio, y ellos también le enseñaron a él. Tarde una noche, durante una de sus visitas, una pequeña embarcación atracó en el rudimentario muelle de una pequeña isla. Dos mujeres polinesias ayudaron a Meli Mulipola a salir del bote y lo guiaron a la villa donde el élder Monson se encontraba reunido con un grupo de líderes del sacerdocio. Meli era ciego, habiendo perdido la vista cuando trabajaba en una plantación de piña, y “quería recibir una bendición de las manos de quienes poseían el santo sacerdocio”. Se le concedió su anhelo y recibió la bendición. Entonces el hermano Mulipola se arrodilló y ofreció su propia oración: “Oh, Dios, Tú sabes que soy ciego. Tus siervos me han bendecido, y si es Tu voluntad, la vista tal vez me será devuelta. Ya sea que en Tu sabiduría yo vuelva a ver la luz o permanezca en oscuridad por el resto de mis días, estaré por siempre agradecido por la verdad de Tu Evangelio que ahora veo y que me da luz de la vida”. Meli se puso de pie, agradeció al élder Monson y a los demás la bendición y desapareció en la oscuridad de la noche. “En silencio llegó y en silencio se marchó”, recuerda el presidente Monson, “pero nunca olvidaré su presencia. Reflexioné en las palabras del Maestro: ‘Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida’”14.

En una de las visitas del élder Monson a Brisbane, Australia, asistió a la conferencia de estaca el mayor número de personas registrado en su historia. Su llegada se había anunciado en el periódico: “Visita de jerarca mormón”. En la ciudad de Melbourne visitó el gran Museo de Guerra, una imponente estructura en esa ciudad del sur de Australia. Se sintió cautivado por las inscripciones del monumento y más tarde habló de cómo se había sentido en ese lugar tan “sagrado”:

“En ese edificio, cuando uno camina por sus silenciosos corredores, hay placas que aluden a los actos de valor de quienes hicieron el supremo sacrificio. Uno casi podía oír el rugir de los cañones, el sonido de las municiones, el ensordecedor silbido de los proyectiles y el lamento de los heridos. Uno casi podía sentir la euforia de la victoria y, al mismo tiempo, la desesperación de la derrota. En el centro del salón principal, para que todos lo vieran, estaba el mensaje de ese monumento. La luz que entraba por la claraboya del techo permitía leer con claridad, y una vez al año, a las once horas de un día de noviembre, el sol brilla directamente sobre el mensaje que casi se incorpora para decir: ‘Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos’. El desafío actual no es tanto el que debamos ir al campo de batalla para entregar la vida, sino que debemos permitir que nuestra vida refleje el amor que sentimos por Dios y por nuestros semejantes mediante la obediencia que prestamos a Sus mandamientos y el servicio que rendimos a la humanidad”15.

Y así fue; creó estacas, revisó finanzas, se reunió con representantes legales, restauró bendiciones, habló con misioneros y los entrevistó, bendijo a miembros locales que estaban enfermos, habló en conferencias de estaca, buscó edificios que pudieran llegar a ser casas de misión adecuadas, asistió a presentaciones tradicionales de danzas y hasta una vez lo escoltó desde el muelle una banda de música que tocaba “Con valor marchemos”. Visita tras visita, viajaba en bote sobre encrespados mares para reunirse con personas que no habían visto a una Autoridad General por décadas, o que nunca las habían visto. En una ocasión regresó a casa justo a tiempo para hablar en el funeral de una de sus ochenta y cinco viudas del Barrio Sexto-Séptimo.

En Auckland, Nueva Zelanda, tuvo “una buena entrevista” con el élder Ryan Jones, hijo único de una madre viuda de la Estaca Lost River, Idaho. A la madre del misionero, Belva Jones, se le había diagnosticado cáncer, pero no se lo había dicho a su hijo, quien llevaba en la misión apenas dos meses, y sentían gran temor en la familia por la terrible enfermedad. El padre de Ryan había muerto de cáncer poco antes de que el joven saliera a la misión. El hermano de Belva, Folkman Brown, director de relaciones mormonas del consejo scout del valle del Lago Salado, había ido a la oficina del élder Monson para pedir su consejo de si se debía informar al joven misionero sobre la enfermedad de su madre y, en caso de que se considerase apropiado, quién se lo diría.

El élder Monson le dijo a Folkman que dejara el asunto en sus manos, ya que él viajaría a Nueva Zelanda y allí determinaría el mejor curso de acción cuando hablara con el misionero. Una vez en Hamilton, tuvo que tomar “una decisión muy difícil” y, en compañía del presidente de misión, habló personalmente con el joven y le informó del diagnóstico de su madre. “Pensé que lo mejor era hablar con el muchacho mientras el presidente Hugh B. Brown y yo estábamos allí para apoyarlo, en vez de que recibiera la noticia en otras circunstancias”. Al informárselo, el élder Monson sintió “el poder del testimonio del misionero y de su fe en Dios, y el joven tomó la decisión de permanecer en su misión”16.

No mucho después, el élder Monson fue asignado a visitar la Estaca Lost River, Idaho. Consideró la asignación una manifestación de la mano del Señor. La madre del misionero que servía en Nueva Zelanda estaba sentada en la congregación. Tras los servicios, el presidente Monson le dio un informe personal acerca de su hijo, sobre la forma en que había reaccionado a la noticia y lo mucho que Ryan amaba a su madre. Después, él y el presidente de estaca le dieron una bendición: “De todas las Autoridades Generales que podrían haberse asignado a esa conferencia”, él escribió sobre aquella tierna experiencia, “se me asignó a mí, siendo el único que podría haber dado un informe fidedigno de mi conversación con el hijo de esa noble mujer”17.

El presidente Monson ha recibido infinidad de cartas de personas en cuyas vidas ha influido de alguna forma en todos los rincones del mundo. Típica entre ellas es la que recibió de John Telford, un joven de la estaca del élder Monson, que había recibido un llamamiento misional a Samoa en 1965 y que fue asignado al élder Monson para que lo apartara18. El hermano Telford se sintió muy feliz, ya que consideraba al élder Monson en parte responsable por su decisión de servir. Algunos años antes, escuchó hablar en una reunión sacramental a un presidente de misión que recién había regresado, de nombre Thomas Monson. “No podía recordar ninguna vez en mi vida en que hubiera sentido el Espíritu como en aquella reunión”, le escribió más adelante al presidente Monson. “No me acuerdo de todo lo que se dijo, pero nunca olvidaré lo que sentí ni el renovado compromiso que me fijé de algún día servir en una misión”19.

Durante una de sus visitas a Tonga, el élder Monson se enteró de que el presidente de la misión, John H. Groberg, tenía un bebé, nacido en la isla, que estaba pasando por serios problemas de salud. “El élder Monson debe haber tenido algún presentimiento espiritual”, observó el hermano Groberg, “pues le comentó a mi madre, quien había ido a ayudarnos cuando el bebé nació, que si el pequeñito tenía más problemas, no deberíamos vacilar en llevarlo de inmediato a los Estados Unidos”. Todos los habitantes de la isla, incluyendo a la reina de Tonga, habían celebrado el nacimiento del pequeño John Enoch, pero estaba mal de salud. Tras la gira por la misión, el presidente Groberg recibió una llamada inesperada del élder Monson para preguntar cómo seguía el bebé y reiterar: “Si es necesario, ni siquiera vacile en enviar a su esposa con el bebé a los Estados Unidos para recibir atención médica”. La hermana Groberg siguió el consejo del élder Monson y emprendió su regreso a Utah, donde el pequeñito fue internado de inmediato en el Hospital de la Primaria y fue sometido a una operación. “Después de mucha oración y consideración”, los Groberg decidieron dejar al bebé al cuidado de sus abuelos durante el último año de su misión, a fin de que estuviera cerca de los médicos. La hermana Groberg regresó a Tonga para acompañar a su esposo y a sus otros hijos.

Algunos meses más tarde, al organizar la primera estaca en Tonga en compañía del élder Howard W. Hunter, el élder Monson mencionó que había visitado al pequeño John Enoch en el hogar de sus abuelos antes de ir a Tonga. Describió “cuán saludable y feliz se encontraba el niñito y cuánto habían influido la fe, los ayunos y las oraciones de los tonganos en la habilidad de John Enoch de sobrevivir y de crecer”. En toda la congregación observó “miles de movimientos de cabeza indicando que entendían lo que les decía”, y “decenas de miles de lágrimas brotando libremente de sus ojos”20.

La creación de la estaca en la isla fue un hecho tan significativo que hasta el rey de Tonga concedió a los apóstoles y a sus respectivas esposas una audiencia privada y decretó que la totalidad de la conferencia se transmitiera por la radio nacional la noche siguiente, haciendo posible que los miembros que vivían en islas lejanas pudieran oír el memorable evento. “Qué cosa tan magnífica”, observó el presidente Groberg, “que la nación entera pudiera oír el testimonio de dos apóstoles”21.

Cuando el élder Monson ordenó al oficio de sumo sacerdote a uno de los nuevos miembros del sumo consejo, el hombre le dijo: “Hoy se ha cumplido una profecía”. En 1938, el élder George Albert Smith, mientras se encontraba de visita en la isla, había ordenado al hombre al oficio de élder y le había dicho: “Llegará el día en que un Apóstol le impondrá las manos y lo ordenará sumo sacerdote”22.

Los Hunter y los Monson fueron al aeropuerto acompañados por una banda musical que entonaba una conocida composición de Broadway. Un hermano de nombre Uliti Uata, se acercó al élder Monson con cierta timidez y le dijo que su esposa había dado a luz a un niño hacía pocos días. “Quisiéramos ponerle su nombre”, le dijo. El élder Monson se sintió halagado y le dijo que le parecía muy bien. El niño ha llevado el legado de los eventos de aquel fin de semana en su nombre: Thomas Monson Uata23.

El sentido del humor del élder Monson se puso de manifiesto durante una visita particular a Australia en medio de una gran sequía, donde le causaron bastante gracia los nombres de los presidentes de estaca del lugar: el presidente Percy Rivers (ríos) y el presidente William Waters (aguas). Les hizo notar esto a sus compañeros de viaje, uno de los cuales le recordó al élder Monson que su nombre era Harry Brooks (arroyos). Los misioneros que los esperaban en el aeropuerto eran el élder Rainey (cuya pronunciación en inglés suena parecido a “lluvioso”) y su compañero. Cuando llegaron al hotel, el empleado de la recepción no podía encontrar la reservación, hasta que la localizaron por el nombre de Thomas S. Monsoon (monzón)24.

Tras la división de la Estaca Sydney en mayo de 1967, Frank Lord, cuya esposa era la presidenta de la Primaria de la estaca, se acercó al élder Monson con lágrimas en los ojos y le explicó que él no había sido miembro de la Iglesia durante todos los años que su esposa había disfrutado tanto su propia asociación con los santos. “Hermano Monson”, le dijo, “el mensaje que usted dio la última vez que asistió a la conferencia de la Estaca Sydney fue el punto decisivo en mi vida. Al oír su testimonio, supe en mi corazón que el Evangelio era verdadero y tomé allí mismo la decisión de entrar en las aguas del bautismo”. El élder Monson escribió en su diario personal: “Comentarios como ése me llevan a lo más profundo de la humildad y me hacen comprender la responsabilidad que descansa sobre mí”25.

¿Cuáles eran sus enseñanzas y testimonio en aquellas visitas? ¿Qué era lo que conmovía el corazón de la gente y hacía crecer su fidelidad? El siempre enseñó las sencillas verdades del Evangelio, acomodando el mensaje a la gente, sin importar dónde se encontrara: “Ruego que amen y sirvan a Dios; ruego también que amen a su prójimo; ruego que tengan paz en el corazón y gozo en el alma”26.

El 6 de octubre de 1967, la Primera Presidencia autorizó que se enviaran misioneros a servir en Nueva Caledonia. Siete meses después, el élder Monson tomó el vuelo semanal desde Nueva Zelanda a Numea, Nueva Caledonia, territorio francés a 4.800 kilómetros de Tahití, para dedicar esa tierra para la predicación del Evangelio. Lo primero que hizo aquella tarde, acompañado del presidente de misión, Karl Richards, fue reunirse con oficiales del gobierno. “Siempre entramos por la puerta del frente”, ha reiterado el élder Monson, explicando que la Iglesia honra al gobierno de cada país. En Nueva Caledonia, había llevado muchos años lograr que se abriera una puerta y lograr las aprobaciones gubernamentales27.

Temprano por la mañana el 2 de mayo de 1968, el élder Monson y el presidente Richards llegaron a la cima del monte Coffyn, con vista a la bahía y las leves colinas de Numea, junto a Teahu Manoi, presidente de la Rama Numea; su esposa e hija; y su consejero, Mahuru Tauhiro. Antes de ofrecer la oración, el pequeño grupo entonó el himno: “Ya rompe el alba”. Después, el élder Monson invocó “las bendiciones de nuestro Padre Celestial sobre los oficiales del gobierno y el pueblo, para que la obra no se dificulte, sino que siga avanzando”. El presidente Richards interpretó para los tahitianos que estaban presentes, y no hubo persona que no derramara lágrimas. Para el élder Monson, aquella primera oportunidad que tuvo de dedicar una nación, fue una de sus experiencias más espirituales28.

El élder Monson amaba a la gente del Pacífico Sur. Viajaba largas horas para ministrarles. En Samoa, la tierra donde está sepultado el famoso escritor Robert Louis Stenvenson, visitó el lugar donde éste había vivido. Encontrándose cerca de la casa blanca, situada en un claro en medio de densa vegetación, imaginó “retroceder en el tiempo a la época de su ocupante, quien bien resumió la actitud que debiéramos tener hacia las ocupaciones diarias, cuando declaró: ‘Sé lo que es el verdadero placer, pues he hecho un buen trabajo’”29.

En junio de 1968, como parte de la rotación normal de asignaciones, la Primera Presidencia transfirió al élder Ezra Taft Benson de Europa a supervisar la obra en el Oriente. Asignaron al élder Monson a supervisar las misiones europeas: Alemania, Italia, Austria y Suiza. Nunca podría haber imaginado lo que le esperaba.

En compañía de Francés y de su hijo Tom, viajó primero a París el 22 de julio de 1968, y de allí a Estocolmo, Suecia. Los tres asistieron a una reunión en Eskilstuna, Suecia, para encontrarse con familiares de la madre de Francés. Aun cuando ninguno de ellos hablaba inglés ni tampoco eran miembros de la Iglesia, “el vínculo del amor familiar era igualmente cálido y amigable”. Era su primer viaje a su “tierra natal”. Al día siguiente, visitaron la vieja granja de la familia en Smedjebacken, Dalarna, donde había vivido la familia del padre de Francés. “Sentimos que nos encontrábamos en un lugar preciado al ver la casa y los viejos graneros, y al comprender cómo nuestras familias se habían cruzado gracias al Evangelio”30.

Los Monson se quedaron en Hamburgo, Alemania, con el presidente de la misión, Stan Rees, y su esposa. El jovencito Tom estaba feliz por encontrarse con los niños de los Rees y de buena gana se hubiera quedado con ellos mientras sus padres continuaban su viaje, pero no lo dejaron atrás. El élder Monson habló en un seminario para presidentes de misión en el área de habla alemana y entrevistó a cada uno de ellos. El, Francés y Tommy también asistieron a la competencia de teatros ambulantes, en la que ganó Austria31.

En la tarde del 31 de julio de 1968, el élder Monson y los Rees realizaron una breve visita detrás de la Cortina de Hierro. “Qué contraste tan crudo”, observó el élder Monson, “al pasar uno por el puesto de control y ver cómo la libertad se apaga y el comunismo lo domina todo”. Visitaron el museo de guerra soviético y después volvieron a cruzar hacia el lado occidental, donde advirtió una sencilla corona que honraba a los que habían perdido la vida al tratar de escapar sobre el muro de Berlín. Las evidencias de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial se veían por todas partes. Por el contrario, Berlín occidental demostraba ser una ciudad nueva y próspera, “aunque resulta inevitable saber que está asediada y rodeada por el comunismo”32.

Después viajaron a Atenas, Grecia, donde subieron por una colina en la que se dice que Pablo dio uno de sus potentes sermones, y al día siguiente continuaron hacia Roma, después Zurich y Berna, en donde visitaron el Templo de Suiza, el primero edificado en Europa, y luego abordaron un tren con destino a Heidelberg. Allí se encontraron con la hermana del élder Monson, Marilyn, y su esposo, Loren—quien estaba en el ejército, en Alemania—y su hijo Robert. Los seis viajaron juntos a Francfort, desde donde los Monson viajaron de vuelta a París y después a Glasgow, Edinburgo y Londres.

Londres tal vez haya sido el punto culminante del viaje para Tommy, ya que él y su papá viajaron en tren por varias horas hasta las afueras de Londres para encontrarse con Bernie Stratford, un famoso criador de palomas rodadoras de Birmingham. “Después de un día entero de observar palomas, regresamos a Londres, y al día siguiente, el 12 de agosto, emprendimos el regreso a los Estados Unidos”33.

Tan pronto como llegaron a casa, el élder Monson se dirigió a la oficina, poniéndose al día con correspondencia y tareas que requerían su atención. Esa semana también fue a la Universidad Brigham Young a hablar en una convención de genealogistas.

El tenía un conocimiento preliminar del estado de la Iglesia en Europa y estaba preparado para ayudar a los presidentes de misión y a los miembros a dar los primeros pasos para fortalecer sus cimientos y lograr más conversos. Meses después, una asignación a Sudamérica—futuro baluarte de la Iglesia—aumentaría su comprensión de la presencia de la Iglesia en el mundo entero. En Montevideo, Uruguay, se reunió con 100 misioneros antes de asistir a la conferencia de la Estaca de Montevideo, unidad recién creada y la primera estaca en el país.

Después viajó a Buenos Aires, Argentina, para asistir a una conferencia de estaca. Años más tarde, un presidente de estaca describiría el efecto que la visita del presidente Monson había tenido en él, personalmente. Sebastián Felipe Rodríguez estaba en edad de servir en una misión pero no sabía si iría o no, ni siquiera sabía si Dios existía. Fue a la conferencia con la esperanza de que algo lo inspirara. Al partir de la reunión, el élder Monson extendió la mano por encima de una barrera de cuerda para saludar al joven. “Usted irá en una misión, ¿cierto?”, le preguntó. “Va a prestar un gran servicio para el Señor”, y después se marchó. Fue la respuesta a la oración. Un futuro líder de la Iglesia en ese país fue encaminado claramente gracias a la atención personal del élder Monson34.

En Sao Paulo, Brasil, el élder Monson se reunió con las dos estacas, recién divididas, para llevar a cabo una conferencia trimestral. La energía eléctrica de todo ese sector se había interrumpido, pero un ingenioso misionero había conectado un sistema altoparlante portátil a la batería de un automóvil y las reuniones se llevaron a cabo. Para el élder Monson, el punto culminante de la conferencia fue el nombramiento de Leonel Abacherli como patriarca de la Estaca Sao Paulo Este, que se había organizado hacía tres meses. El élder Monson mencionó el nombramiento al patriarca de la Estaca Sao Paulo, quien se puso muy feliz. El hombre le explicó que él, José Lombardi, había dado su bendición patriarcal a la hermana Abacherli hacía un par de meses y se sintió inspirado a decirle que un día su esposo sería también un patriarca. Ni imaginaba que su profecía se cumpliría en menos de un período de sesenta días.

El élder Monson viajó de regreso a casa un viernes y partió para una conferencia en Phoenix, Arizona, ese fin de semana.

Como parte de una asignación para crear una estaca de personal militar en Europa, el élder y la hermana Monson realizaron su primer viaje a la Tierra Santa, visitando la ciudad de Jerusalén y maravillándose “con la rocosa colina y el escarpado terreno”, y preguntándose “cómo Jesús el Cristo y otros habían podido desplazarse por tan desolada región”35. Visitaron un modelo a escala de la antigua ciudad, el mercado y otros significativos lugares bíblicos. En Beirut, Líbano, se reunieron con un pequeño grupo de misioneros que servían allá, donde la obra no marchaba muy bien, e hicieron ajustes a algunas normas. El ritmo era agotador, pero el élder Monson no parecía verse afectado, nunca registrando en su diario el más mínimo indicio de cansancio.

En Italia se reunió con misioneros y miembros. Un hombre había viajado seis horas y media en bicicleta y tren para llegar a la reunión. El élder Monson fue testigo de esa misma dedicación y fe en otras partes de Europa, entre ellas, los países escandinavos. Los números eran escasos pero iban en aumento, y resultaba obvia en todas partes la necesidad de concentrarse en ayudarse los unos a los otros a vivir el Evangelio. La orientación familiar languidecía, llegando a un 10 por ciento en algunas partes, y la asistencia a las reuniones sacramentales era también del 10 por ciento. Pero ése no era el caso en Alemania Oriental. La disposición de los santos de ese lugar de velar los unos por los otros y reunirse para adorar al Dios Todopoderoso, era todo cuanto tenían.

El sábado 9 de noviembre de 1968, el élder Thomas S. Monson realizó su primer y verdadero trayecto a esa nación aislada del mundo. Allí encontraría devoción y resolución, pese a la extrema opresión. Su asignación sería una de las más prolongadas que jamás se daría a un miembro del Quorum de los Doce, y llegaría a ser un capítulo sumamente significativo en su ministerio: el rescate de los santos de Alemania Oriental.