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“NO OS CANSÉIS”
Al igual que en todas partes del mundo, nosotros, los alemanes, consideramos al presidente Monson uno de los nuestros. El hace a todos sentirse como su primera prioridad; ése es uno de sus grandes talentos. Las bendiciones que él trajo a nuestro país y a Europa son tan reales, tan significativas y tan singulares en su valor que yo creo que el Señor lo preparó como instrumento para cambiar la historia de Alemania.
Presidente Dieter F. Uchtdorf Segundo Consejero de la Primera Presidencia
Desde que se había levantado el muro en 1961, sólo unos pocos líderes de la Iglesia habían visitado la zona soviética de Alemania. Era el año 1968 y, “confiando en el Señor”, el élder Monson, quien poco antes había sido asignado a las naciones europeas, decidió que él sería quien realizaría esa visita. De inmediato se puso en contacto con el gobierno de Estados Unidos para determinar qué era lo que hallaría—exactamente—en la Alemania dividida, en particular detrás de la Cortina de Hierro. El oficial del Departamento de Estado trató de disuadirlo de viajar a Alemania Oriental, en ese entonces llamada la República Democrática Alemana (RDA)1, explicándole que Estados Unidos no tenía relaciones diplomáticas con ese país, y le dijo con franqueza: “Si algo le sucede, no podremos sacarlo de allá”2.
Pero el élder Monson fue de todos modos.
“Uno tenía que darse cuenta”, explicó años después, “de que el objetivo era mucho mayor que cualquier autoridad terrenal y, con confianza en el Señor, uno iba”3.
Ésa no era una asignación más a otra parte del mundo; detrás de la Cortina de Hierro había miembros que necesitaban ayuda, ser rescatados. En gran medida, Alemania definiría el ministerio apostólico de Thomas Monson. Fue en esa nación que él vio, aun en medio de trágicas circunstancias, el amor del Señor por los oprimidos y olvidados. Fue en Alemania, del otro lado del mundo, donde ese fuerte y vigoroso joven Apóstol puso en práctica sus destrezas administrativas y su noble corazón. Allí se basó en sus años de experiencia con las viudas del Barrio Sexto-Séptimo, añadiendo a ese cuadro mujeres que habían perdido a sus maridos en la guerra y familias privadas de seres queridos.
Fa primera vez que el élder Monson le hizo saber a Francés que planeaba visitar la República Democrática Alemana, le preguntó si le gustaría acompañarlo. Francés respondió: “Tom, tenemos niños que criar; ve tú y yo me quedaré aquí con ellos. De ese modo, si tú no regresas, ellos tendrán a uno de nosotros para guiarlos”.
“Ora por mí”, le dijo Tom4.
El élder Monson visitaría una Alemania que los vencedores habían dividido en cuatro zonas militares, ocupadas por ejércitos estadounidenses, británicos, franceses y rusos. Rápidamente, Estados Unidos, Inglaterra y Francia habían comenzado a reconstruir la destrozada economía de “su” Alemania. Rusia, por su parte, aisló su territorio y estableció un estado policía en el que la censura y las restricciones de desplazamiento atrasaron los esfuerzos de recuperación durante medio siglo. Edificios bombardeados y cubiertos del hollín que producía el carbón barato marcaban el panorama. En un elocuente discurso pronunciado en 1946, el ex primer ministro de Gran Bretaña, Winston Churchill, declaró: “Desde Stettin hacia el Báltico, hasta Trieste en el Adriático, ha descendido una cortina de hierro a lo largo del continente”5.
Quienes estaban en condiciones, cientos de miles de alemanes orientales, escaparon a otras naciones en aquellos primeros años después de la guerra. Por lo menos una quinta parte de la población se marchó. Entre los que escaparon la opresión rusa se encontraban cientos de Santos de los Ultimos Días.
El presidente David O. McKay había viajado a Berlín Occidental en 1952, oportunidad en la que se había permitido a 1.300 miembros cruzar de la zona del este para oírlo hablar, teniendo algunos de ellos que vender lo poco que tenían, hasta sus mismos muebles, para hacer el viaje. Al día siguiente, el gobierno de la RDA rehusó permitir a ciudadanos de Alemania Oriental visitar Berlín. En agosto de 1955 el élder Spencer W. Kimball habló de su “gloriosa visión” de lo que sucedería si los miembros permanecían en Alemania y hacían su parte “desinteresadamente por reconstruir el gran reino”6. El élder Adam S. Bennion visitó Berlín Occidental en julio de 1956 y el presidente Henry D. Moyle se dirigió a los santos de Leipzig en 1958, siendo ése un reencuentro para él, puesto que años antes había servido allí como misionero. Al igual que el élder Kimball, recalcó que estaban “entrando en una nueva era que requerirá que la gente permanezca en sus respectivas tierras natales para edificar y fortalecer la Iglesia en ellas y, al hacerlo, pondrán los cimientos para establecer las organizaciones regulares”7. La última visita de representantes oficiales anterior a la del élder Monson fue la del élder LeGrand Richards en 1959. Los miembros oyeron el mensaje: “Permanezcan en la zona”. Y muchos lo hicieron, “debido a las palabras de los profetas”8.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad de Berlín, adentrada en la zona soviética, había sido dividida, como Alemania misma, en cuatro sectores bajo los cuatro poderes militares. Los sectores controlados por Estados Unidos, Inglaterra y Francia se llegaron a conocer como Berlín Occidental, mientras que el sector soviético como Berlín Oriental. Al despertar en la mañana del 13 de agosto de 1961, los berlineses del oeste hallaron una alambrada de púas rodeando su parte de la ciudad, con guardias armados a lo largo de ella para “proteger” a los ciudadanos de la zona soviética, ahora la República Democrática Alemana, contra las influencias occidentales. Además, las comunicaciones se habían interrumpido, las principales arterias estaban bloqueadas y el tránsito entre el este y el oeste clausurado. Ese septiembre, Erich Honecker, un severo comunista que había subido al poder después de la guerra, supervisó la construcción de una extensa estructura de concreto que se llegó a conocer como el Muro de Berlín, la barrera más infame en el mundo. Separaba los dos países aún más una extensión deshabitada patrullada por tropas con órdenes de abrir fuego a cualquiera que intentara cruzar hacia el oeste9.
Los menos de 5.000 miembros que habían permanecido en Alemania Oriental—muchos de ellos siguiendo el consejo profé-tico de ayudar a edificar la Iglesia en su tierra—se enfrentaban a gravosas prácticas del gobierno cuyo fin era desanimar toda actividad religiosa. El objetivo era substituir el cristianismo con un dogma y prácticas socialistas. La constitución de la RDA de 1949 concedía a las iglesias el derecho de existir—a diferencia de otros países comunistas—pero hacía que las prácticas religiosas resultaran muy difíciles y siempre sospechosas10. Las actividades eclesiásticas las controlaba un departamento del gobierno encargado de asuntos religiosos, aunque no logró impedir que sus ciudadanos adoraran. El estado requería la notificación de reuniones e incluso monitoreaba los servicios dominicales; prohibía toda actividad misional y no permitía que entraran al país Escrituras, manuales o himnarios. Negaba la entrada a universidades y las promociones en el empleo a cualquier ciudadano que demostrara inclinaciones religiosas. El escaso esfuerzo misional que se permitió por un tiempo en Alemania Oriental después de la guerra lo llevaron a cabo miembros que vivían en la RDA, muchos de ellos soldados recién llegados que apenas habían sobrevivido el conflicto.
Por cierto que los Santos de los Ultimos Días eran pocos en comparación con las otras denominaciones cristianas más conocidas, tales como la católica y la protestante, pero el pasar más desapercibidos no los resguardó de la constante vigilancia ni de la persecución. El hecho de que la sede de la Iglesia estuviera en los Estados Unidos, de que la mayoría de sus miembros también estuviera allí y de que se hubiera fundado en ese país, sólo sirvió para aumentar las sospechas del gobierno en cuanto a los mormones11.
Sin embargo, Alemania había sido por mucho tiempo un bastión de la Iglesia. En la primera mitad del siglo veinte, la zona que rodeaba Freiberg, Dresde y Leipzig, era “una de las más productivas en lo que respecta al crecimiento del número de miembros” de la Iglesia. Los registros oficiales de la Misión Alemana del Este, organizada a fines de 1937, indicaban que la misión contaba con una población de 7.267 miembros en 1939 y “era una de las misiones más grandes del mundo (en población) en ese momento”12. De hecho, Alemania ocupaba el tercer lugar en el mundo en el total de miembros de la Iglesia, con Estados Unidos y Canadá en el primer y segundo lugares, respectivamente13.
Algunas de las ramas alemanas de la Iglesia que ahora se encontraban dentro de la zona soviética se habían establecido antes que muchas de las creadas en las nuevas comunidades de Utah14. La Rama de Dresde, por ejemplo, se organizó el 21 de octubre de 1855; el converso alemán Karl G. Maeser sirvió como presidente. El, junto con la mayoría de los miembros de la rama, emigraron a Utah en 1856; regresó a Alemania como misionero en 1867, donde sirvió tres años y después volvió a Utah para aceptar el cargo de director de la academia que llegó a ser la Universidad Brigham Young. Maeser, un hombre de fe inquebrantable, es famoso por su compromiso de que en la academia ni siquiera “se enseñaría el abecedario sin el Espíritu”15. (El 14 de julio de 2001, el presidente Monson dedicó una enorme estatua del Dr. Maeser en el centro de estaca de Dresde, ubicado en el corazón de la ciudad).
Al promediar la década de 1930, el régimen de Adolfo Hitler empezó a reconstruir las fuerzas militares alemanas y readquirió el territorio perdido en la Primera Guerra Mundial. Durante dicho período, los nazis interrumpían las reuniones de la Iglesia y se interrogaba a los líderes locales. Tras el anexado de varios países con Alemania en 1938, incluyendo Austria y partes de Checoslovaquia, la intención de Hitler era clara. La agresión política alemana despertó preocupación en los líderes de la Iglesia. La ambición de Hitler atentaba contra el bienestar de los santos alemanes.
Con el objetivo de juzgar la peligrosa situación, en 1937 el presidente Heber J. Grant y otros líderes de la Iglesia hicieron una gira por Alemania y otras naciones europeas. La visita ofreció a los santos de Europa la singular oportunidad de estar en la presencia del profeta de Dios, lo que superó sus expectativas. El presidente Grant los animó a “valorar y asumir sus plenas responsabilidades como miembros de la Iglesia y poseedores del sacerdocio” y a no “depender ya tanto de los misioneros”16. Al año siguiente, se llamó a miembros locales para ocupar los oficios, lo cual hicieron con integridad y seriedad17.
Al avecinarse la guerra en junio de 1938, el presidente J. Reuben Clark, hijo, en aquel entonces Primer Consejero de la Primera Presidencia y ex diplomático de los Estados Unidos, hizo una gira por las misiones europeas y después se reunió con sus respectivos presidentes en Berlín. Sugirió que ante el aumento en las tensiones, cada presidente de misión debía idear un método para evacuar misioneros y los ayudó a determinar una ubicación segura para enviarlos. “Ni nos imaginábamos que en menos de seis semanas daríamos inicio a la propuesta”, informó el presidente Franklin J. Murdock, de la Misión de los Países Bajos. “No creo que el presidente Clark lo imaginara tampoco”18. La primera retirada ocurrió en 1938, aunque fue poco más que un simulacro, ya que los misioneros regresaron a sus respectivos campos de labor una vez que las tensiones en Alemania se calmaron. Un año después, el 24 de agosto de 1939, mientras el élder Joseph Fielding Smith viajaba por las misiones europeas, la Primera Presidencia ordenó por medio de un telegrama una segunda y última evacuación de todos los 697 misioneros extranjeros que servían en Europa, incluyendo a los presidentes de misión. Una semana después, el 1Q de septiembre de 1939, se desató la guerra.
Al comenzar la evacuación de misioneros, la responsabilidad por la Misión Alemana del Este se depositó en los miembros locales. El 25 de septiembre de 1939, Thomas E. McKay, el último líder misional en partir del continente europeo, envió una carta a todos los miembros de Alemania, animándolos al hacerse cargo de la responsabilidad de administrar la misión: “Oramos sinceramente a nuestro Padre Celestial que bendiga y proteja a quienes han sido llamados a pelear y que fortalezca a quienes permanecerán en sus hogares ante las responsabilidades adicionales que descansan sobre sus hombros. Oren, vivan una vida pura, guarden la Palabra de Sabiduría, paguen el diezmo, asistan a todas las reuniones y participen en ellas, absténgase de criticar y juzgar, apoyen a quienes han sido llamados a presidir, y les prometemos que el Señor los guiará en todas las cosas y que, aunque padezcan aflicciones, hallarán gozo y satisfacción. Tengan siempre presente que estamos embarcados en la obra del Señor y que Jesús es el Cristo”19.
Cuando el presidente Thomas E. McKay presentó su informe ante las autoridades de la Iglesia en Utah, les aseguró que los santos alemanes entendían el Evangelio y estaban capacitados para seguir adelante. Algunos de los líderes eran miembros de segunda y tercera generaciones. A K. Herbert Klopfer, un traductor de la misión alemana de veintisiete años de edad, se le dio la responsabilidad sobre la Misión Alemana del Este poco después de que el presidente Thomas McKay diera su informe en Salt Lake City: “Las reuniones se llevan a cabo con regularidad y son bien concurridas. Todos cumplen con su deber”20.
Cuando la Sociedad de Socorro celebró su centenario en toda la Iglesia en marzo de 1942, estando la guerra en pleno auge, más de 500 personas asistieron a un evento en Hamburgo, considerándosele una de las más concurridas celebraciones de la Sociedad de Socorro en la Iglesia21. Y “el 27 de junio de 1944, las ramas de Alemania llevaron a cabo un homenaje por el centenario del martirio de José Smith”22.
Pero los efectos de la guerra fueron tremendos. El racionamiento de alimentos era severo y los bombardeos aéreos eran continuos. Dos millones y medio de alemanes perdieron la vida en un período de seis meses en 1944, entre ellos se encontraba el presidente en funciones de la Misión Alemania Este, K. Herbert Klopfer. El había sido un genio en organización, encargándose de los asuntos de la misión al mismo tiempo que cumplía su asignación en las fuerzas militares de Alemania. Se cuenta que una vez asistió a un servicio sacramental en Dinamarca en su uniforme alemán. Cuando se puso de pie para cantar con los santos, lo reconocieron como un miembro más y “lo aceptaron en el redil”. Murió como prisionero de guerra en el frente ruso. Sus consejeros, Paul Langheinrich y Richard Ranglack, siguieron proporcionando liderazgo, fortaleza y consejo a los asediados miembros.
Los miembros de la Iglesia continuaron con fidelidad a pesar de que a medida que la guerra progresaba, la asistencia a las reuniones bajó debido al trastorno de la vida cotidiana y a los miembros que se mudaban a zonas rurales en busca de seguridad. “Pero el espíritu no ha decaído”, informó un presidente de distrito. “Regresaron y se volvieron a unir a nosotros muchos miembros que estaban menos activos”, recordó Henry Burkhardt, que era líder en la Iglesia. “Todos buscábamos algo a que aferramos”23.
En aquellos días, en toda la Iglesia se repartía la Santa Cena en la Escuela Dominical y en la reunión sacramental24. Debido al frío y a la falta de combustible en la RDA, el agua de la Santa Cena se congelaba en los vasitos, así que los miembros tenían que quebrar el hielo para tomar el agua. Los pocos líderes del sacerdocio que no estaban en el frente de batalla bendecían a los bebés y bautizaban a los niños de ocho años, así como a los pocos nuevos conversos. Para mantener contacto con las ramas alejadas, los líderes de la Iglesia viajaban en bicicleta hasta que los caminos fueron destruidos y las bicicletas les fueron robadas; después caminaban. A medida que la guerra se intensificaba en varios frentes y más hombres—de quince a sesenta años de edad— eran reclutados, algunas de las ramas perdieron todo el liderazgo del sacerdocio. Las hermanas seguían reuniéndose para enseñar lecciones de Primaria y para cantar en coros buscando el poder del Espíritu. Compartían relatos de sus milagros y reconocían la mano del Señor en sus vidas.
A medida que la guerra avanzaba, también empeoraban sus horrores. Al llegar a su fin, la gente estaba exhausta, hambrienta, sin hogar y aguardando el regreso de sus soldados, muchos de los cuales no volvieron. Pero los miembros no se descorazonaron; mantuvieron la vista puesta en el futuro con profunda fe, pues era todo lo que tenían, y les bastaba. El deber, el honor, los convenios y la cooperación fueron los elementos que los sostuvieron y alentaron. No es de sorprender que el élder Monson los amara.
El pasaje de las Escrituras que dice: “Salid . . . según os lo permitan vuestras circunstancias”25, adquirió nuevo significado. Mientras se aprestaban para reacondicionar un establo para que sirviera de lugar de reunión, un hermano comentó: “Nos remangamos y nos ponemos a trabajar, y el Señor hace el resto”26.
Los miembros se alimentaban con cáscaras de papas y se cubrían el cuerpo con andrajosas ropas, pero hallaban refugio los unos en los otros, viviendo, algunas veces, hasta cincuenta de ellos en una habitación, ya que habían perdido sus viviendas. En enero de 1946, sólo siete meses después de que terminara la guerra, el élder Ezra Taft Benson, del Quorum de los Doce, llegó a Europa con una asignación de la Iglesia. Fue uno de los primeros civiles a quienes se dio permiso para viajar en Alemania. Las historias de su ministerio en los países asolados por la guerra son de naturaleza épica. Gracias al plan de bienestar de la Iglesia pudo distribuir alimentos, ropa, frazadas y medicamentos. Al ver la gran cantidad de cajas llenas de alimentos enlatados, el líder de la misión Richard Ranglack “se echó a llorar”27. El élder Benson había ido a “rescatar a todos y a cada uno”28. Durante su “misión de misericordia” de diez meses, viajó casi 100.000 kilómetros, cruzando puentes bombardeados y recorriendo caminos destrozados. Los santos se congregaban de a miles para oírlo hablar. La mayoría de ellos se veían pálidos, delgados y harapientos, pero “la luz de la fe” brillaba en sus ojos29. Enseñó a la gente a “perdonar, pues no hay triunfadores ni perdedores”. En la guerra, dijo, “todos pierden” 30.
“Sólo con fe en la culminación final de los propósitos del Señor puede la gente, despojada de todas sus posesiones terrenales, seguir adelante con un espíritu dulce y un corazón libre de amargura”, dijo el élder Benson al partir del país tras concluir su asignación. “Les prometo las más ricas bendiciones de la eternidad en tanto permanezcan fieles”31. Esa promesa la reiteraría más de veinte años después Thomas S. Monson, otro joven y vigoroso apóstol.
El élder Monson llegó a Berlín Occidental el 31 de julio de 1968 en su primera visita como supervisor del área de Europa y sus misiones en Alemania, Austria, Suiza e Italia. Allí lo recibió Stanley D. Rees, presidente de la Misión Alemana del Norte, con sede en Hamburgo. El presidente Rees era responsable de los estados del norte de Alemania Occidental (la República Federal Alemana) y Berlín Occidental, así como por Berlín Oriental y todo el sector de Alemania Oriental (la República Democrática Alemana, Polonia, Hungría y otros países de detrás de la Cortina de Hierro). Juntos, los dos hombres pasaron cautelosamente por el puesto de control en la frontera para entrar brevemente a Berlín Oriental, regresando más tarde por el mismo camino a la parte occidental. El élder Monson comprobó que, aun con un pasaporte de Estados Unidos, la salida de Alemania Oriental suponía ser un largo proceso32. Durante los siguientes veinte años cruzaría esa frontera varias veces al año, aunque nunca afrontó la experiencia en forma despreocupada.
“Causaba un poco de temor pasar por ese puesto de control y ver las ametralladoras y los perros ovejeros y Doberman pendientes del más mínimo movimiento en falso”, recordó más tarde. “Los guardias nunca sonreían, sino que lo miraban a uno fijamente sin perderle pisada”33.
En la primera visita del élder Monson, los registros de la Iglesia en Alemania Oriental daban cuenta de 4.641 miembros en lista en 47 ramas y 7 distritos, con un total de 47 bautismos en 1968, de los cuales 17 eran de conversos34. En las misiones alemana e italiana había unos 1.000 misioneros, la mayoría de ellos de los Estados Unidos, que servían en países europeos, aunque ninguno de ellos detrás de la Cortina de Hierro. En Alemania Oriental, los porcentajes de asistencia a la reunión sacramental, de orientación familiar y de otras actividades de la Iglesia eran mucho más elevados que en Alemania Occidental o que en las otras estacas u otros distritos europeos.
En su segundo viaje a Alemania Oriental, el 9 de noviembre de 1968, el élder Monson cruzó nuevamente hacia el sector del Este en compañía del presidente Rees y su esposa. Le pidió al presidente Rees que orara para que los guardias no descubrieran “el verdadero propósito” de su visita. Esa vez se adentrarían en territorio oriental hasta Górlitz, en el extremo sur, frente a Polonia y Checoslovaquia. Al pasar por la inspección, ellos fueron “de los pocos a quienes no les abrieron el equipaje para que los guardias pudieran realizar una detenida inspección de todo su contenido”35.
Mientras manejaban hacia Górlitz, pasaron por zonas rurales en donde la maquinaria agrícola era tirada por caballos, sin un solo tractor a la vista. “Hacía frío y había niebla, lo cual creaba un entorno lúgubre”, escribió el élder Monson36. En las carreteras no se veían vehículos, lo cual indicaba la escasez de automóviles en Alemania Oriental. Aquellos que los tenían, viajaban envueltos en mantas, ya que los vehículos, en su gran mayoría, no tenían calefacción.
Por mucho tiempo, el élder Monson se había sentido intrigado por la historia de las guerras que se habían peleado en suelo alemán y disfrutaba leer acerca de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. Cuando cursaba la universidad, había considerado seriamente obtener un título en historia y llegar a ser maestro. Uno de los muchos libreros de su despacho está lleno de libros de historia de ese período, y él los ha leído todos.
En esa visita de noviembre de 1968, el élder Monson y el presidente Rees se detuvieron en Dresde, una de las ciudades más devastadas por los bombardeos durante la guerra. En tres noches de febrero de 1945, las bombas aliadas habían cobrado la vida de entre 25.000 y 40.000 habitantes de Dresde37. Sólo unos pocos nuevos edificios indicaban la necesidad de una reconstrucción masiva, aunque de ellos no había mayor evidencia por el momento. En 1855, los primeros misioneros habían establecido una unidad de la Iglesia en Dresde, y los miembros aún se aferraban a aquel legado, ya que ninguna guerra interferiría con su propósito en el reino de Dios.
Las instalaciones del hotel de Górlitz eran “las más anticuadas” que el élder Monson había visto. La habitación era fría, con un techo de cinco metros de altura, “una cama que tenía la apariencia de una caja”, un lavabo antiquísimo y una bandera comunista en la ventana. “Sólo en el segundo piso del hotel había baños y éstos eran por demás deplorables”38.
El élder Monson y el presidente Rees y su esposa llegaron a la reunión de Górlitz inesperadamente. Tal sería siempre el caso en las décadas siguientes debido a los que “observaban y escuchaban” en ese país comunista. La asistencia ese día fue de 235 personas. Inicialmente, los miembros confundieron al élder Monson con un misionero, ya que era obviamente norteamericano y tan joven, pero enseguida oyeron el potente timbre de su voz y sintieron el poder de su testimonio y la fuerza de su espíritu.
Esa era la primera vez desde antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial que una Autoridad General visitaba Górlitz. Como miembro de los Doce, el élder Monson llevaba consigo la comisión mencionada en las Escrituras: “. . .el poder para abrir la puerta [del reino de Dios] en cualquier nación a donde [la Primera Presidencia] los [mande]”39.
La fascinación de Thomas Monson con Alemania comenzó en esa reunión en Górlitz. La congregación estaba llena de personas que eran santos en el más puro sentido de la palabra. Había en ellos una fuerza que provenía del haber sobrevivido el régimen de Hitler; casi toda familia había perdido un ser querido en la guerra. La mayoría había perdido sus hogares y posesiones, lo cual despertaba en el élder Monson compasión por ellos. “Una cosa es hacer un gran sacrificio y salir victorioso”, observó, “pero otra muy distinta es hacer un gran sacrificio y terminar derrotado”40.
Ese día en Górlitz, la hermana Edith Krause sirvió de intérprete al élder Monson. “Me di cuenta de que con frecuencia ella interpretaba su propia versión de lo que yo decía”, observó él más adelante, “y yo no tenía ningún problema”. Cuando él se refería al “presidente McKay”, por ejemplo, ella decía “David O. McKay”, reconociendo que los soldados que estaban escuchando podían malinterpretar esa referencia a un “presidente”41.
Cuando los rusos invadían la ciudad cerca del fin de la guerra, el presidente de la rama, temiendo que inspeccionaran su casa, llevó los registros de la Iglesia a Edith y le dijo: “Protéjalos y el Señor la protegerá a usted”. Edith vivía en el tercer piso de un edificio de apartamentos. Poco después, los soldados rusos saquearon los primeros dos pisos del edificio y se dirigían hacia el tercero cuando “milagrosamente, su líder los llamó para ir a otro sector”. Los registros de la Iglesia y la familia permanecieron a salvo42.
Al igual que otros Santos de los Ultimos Días, a los Krause se les castigó por su afiliación a la Iglesia. A su hijo de diecinueve años, Helaman, le habían ofrecido una beca para la universidad si se unía a la juventud del Partido Comunista, pero no aceptó, declarando que prefería costearse los estudios él mismo. Se le permitió ingresar en la universidad sólo porque sus calificaciones eran superiores, las más altas de todo el colegio. El élder Monson anhelaba que ese excelente joven sirviera en una misión, pero sabía que eso no sería posible “en ese momento en particular”43.
Esa primera reunión en Górlitz se llevó a cabo en el segundo piso de un dañado almacén en una sombría calle. La gente era pobre y tenían poco para hacer más ligeras sus cargas cotidianas. No tenían un patriarca, barrios ni estacas, sólo ramas, y no podían recibir las bendiciones del templo. Pero tenían esperanza. “Para el Espíritu no hay límites; no requiere aprobación para llegar al corazón de quienes se aferran a sus creencias”, indicó el élder Monson44. Ellos eran verdaderos Santos de los Ultimos Días.
A pesar de las condiciones imperantes en Górlitz, la congregación irradiaba “un espíritu maravilloso”, renovación, esperanza y resistencia. Uno de los himnos que cantaron en la reunión era particularmente apropiado:
Si os agobian los pesares, ¡no os canséis!
Ante tantos duros males, ¡no os canséis!
Si el dolor os hace hoy llorar,
mañana os habréis de alegrar al buen fruto ver brotar;
¡no os canséis!45
El élder Monson “nunca había escuchado cantar de ese modo”. Por cierto, “los santos demostraban su amor por el Señor por la forma en que cantaban los himnos”, y emanaba de ellos una gran unión al entonarlos juntos. Los mensajes de la reunión fueron sobresalientes; el élder Monson se “sintió edificado e inspirado”, y se maravilló “ante el conocimiento que los oradores tenían del Evangelio y de las Escrituras, lo cual reflejaba cuánto las estudiaban y analizaban”46.
Esos miembros no tenían otra cosa que las Escrituras para estudiar y enseñar. Un hombre explicó: “Recibimos instrucciones del presidente Burkhardt [en aquel entonces consejero en la presidencia de la misión con sede en Hamburgo] que todos los materiales religiosos no autorizados, libros, manuales, etc., debían ser destruidos. Se me partió el corazón. Con el paso de los años había creado una pequeña pero útil biblioteca de materiales de la Iglesia, para lo cual no tenía ninguna autorización. Me senté frente a una chimenea encendida y me dije: ‘No, no puedo hacerlo’. Pero al fin de cuentas, quemé todos los libros y los manuales”. Menos de dos semanas después, la policía secreta llamó a su puerta. “Requisaron mi casa para ver si tenía materiales impresos no autorizados, pero no tenía nada. Aprendí una gran lección de esa experiencia en cuanto a líderes inspirados y a seguir su consejo”47.
Al élder Monson lo conmovió la sinceridad de esos maravillosos santos y se sintió sobrecogido ante sus circunstancias. “Me he reunido con pocas congregaciones que hayan demostrado un amor tan grande por el Evangelio”48, recuerda. Al encontrarse ante el púlpito, lleno de emoción, sintió la inspiración y la siguió, apartándose del texto que tenía preparado. Las cosas que dijo cambiarían su vida y la de los santos alemanes, a quienes les prometió:
“Si permanecen verídicos y fieles a los mandamientos de Dios, recibirán las mismas bendiciones que disfruta cualquier miembro de la Iglesia en cualquier otro país”49.
Esa noche, de regreso en la habitación del hotel, cayó en plena cuenta de la promesa que había hecho. “No tenían patriarcas de quien recibir bendiciones, un muro les impedía ir al templo por sus investiduras, no había misioneros entre ellos, no podían realizar conferencias para la juventud y no podían imprimir ningún material de la Iglesia”50. Entonces se arrodilló y oró: “Padre, estoy en Tu mandato; ésta es Tu Iglesia. Pronuncié palabras que no provinieron de mí, sino de Ti y de Tu Hijo. Te ruego, por lo tanto, que des cumplimiento a esas promesas en la vida de esta noble gente”51. Por su mente cruzaron las palabras del salmista: “Quedaos tranquilos, y sabed que yo soy Dios”52.
En aquella reunión histórica en Górlitz, el élder Monson conoció a Henry Johannes Burkhardt, quien llegaría a ser una figura clave de la Iglesia en Alemania Oriental. Henry, un miembro de la Iglesia de tercera generación, se crió en Chemnitz, una ciudad de 375.000 habitantes. En 1939, al desatarse la guerra, Chemnitz—a la que el gobierno dio el nombre de Karl-Marx-Stadt después de la guerra—tenía tres prósperas ramas. La Rama Central contaba con 469 miembros, siendo oficialmente la más grande de las ramas de la Iglesia en toda Alemania y tenía un programa completo de actividades de organizaciones auxiliares. Algunos de los amigos de Henry estaban fascinados con el movimiento juvenil de Hitler, pero Henry no; él prefería las actividades de la Iglesia, aunque debido a que nunca se unió al movimiento, se le negarían oportunidades educacionales y ascensos en el empleo.
La Rama Central de Chemnitz perdió al menos cincuenta de sus miembros en la guerra, más que ninguna otra rama de la misión. El 5 de marzo de 1945, masivos ataques aéreos habían reducido la ciudad a escombros. El primer ataque ocurrió poco antes del mediodía. Henry, quien se había refugiado en el sótano con una manta mojada sobre la cabeza, pensó “que no sobreviviría”. Pero la guerra le enseñó lecciones que pondría en práctica el resto de su vida. Aprendió “a no tener miedo”, fortaleza que emplearía para defender la Iglesia en un sinnúmero de experiencias ante oficiales del gobierno53. Se le conocía por su afiliación religiosa y el gobierno llevaba un expediente de él. En 1952 había sido llamado como consejero en la Misión Alemana del Este (más tarde la Misión Alemana del Norte), sirviendo lo mejor que pudo detrás de la Cortina de Hierro.
El élder Monson describió a Henry como “una persona que tipifica la fe y la devoción de la gente”. Henry trabajaba día y noche. En una visita posterior a Dresde, el élder Monson escribió: “Tuvimos que decirle a Henry que se fuera a casa, que debía dormir en su propia cama en vez de hacerlo unas pocas horas en un catre. Así de dedicado era él al bienestar de los santos. Henry se ganó la confianza de las Autoridades Generales; era el hombre en quien depositamos tantas responsabilidades y de quien dependíamos por liderazgo entre los santos de ese lugar”54.
Puesto que al presidente de la Misión Alemana del Norte le era difícil recibir aprobación de la RDA para visitar a los miembros de la Iglesia detrás de la Cortina de Hierro, el presidente Monson propuso la creación de la Misión Dresde, con sede en la ciudad del mismo nombre, con el hermano Henry Burkhardt como su nuevo presidente. No sería una misión real, ya que en el país no se permitía la entrada ni la salida de misioneros, pero habría muchos menos problemas con el gobierno alemán si se le llamara la Misión Dresde, con liderazgo local y fuese lo más autónoma posible. El élder Monson propuso que a Percy K. Fetzer, un representante regional, ex presidente de misión en Hamburgo y ex presidente de la Estaca Temple View en Salt Lake City (con quien Tom Monson había servido), se le asignara a trabajar con la Misión Dresde como si fuera una estaca totalmente desarrollada, a fin de proporcionarles la mayor ayuda y capacitación posibles. “Percy conoce bien a la gente, habla alemán con fluidez y, puesto que no reside en Alemania Occidental, puede ir y venir con bastante libertad”. El hermano Fetzer fue unánimemente aprobado en la reunión del Quorum de los Doce55.
El presidente Burkhardt escogió como consejeros a Erich Walter Krause y a Gottfried Richter. Esos hombres estaban llenos del Espíritu de Dios y conocían la forma de hacer las cosas dentro de la República Democrática Alemana. Walter viajaba de rama a rama entre las cuarenta unidades y mantenía los edificios en el mejor estado de uso posible. Gottfried administraba una papelería, lo cual le daba acceso a materiales difíciles de conseguir, tales como papel carbónico. Debido a que no podían entrar materiales ni manuales al país y que las impresiones y publicaciones estaban estrictamente prohibidas, toda la información y los cursos de estudio se debían escribir a máquina, usando papel carbónico para hacer copias.
El élder Monson siguió visitando Alemania Oriental, reuniéndose con líderes, misioneros y miembros. En la noche del 14 de junio de 1969 se dio por terminado un taller en genealogía con una reunión de testimonios en la que abundó “un espíritu glorioso”. Los miembros no sólo habían sometido la cuota que se habían fijado de 10.000 nombres, sino más de 14.000. “No recuerdo ninguna vez en mi vida”, escribió el élder Monson, “en que se haya logrado algo tan positivo”56. La fidelidad de los santos, “su unión y su confianza absoluta en su Padre Celestial”, eran sencillamente asombrosas.
Al día siguiente, en una reunión de liderazgo con las presidencias de rama y de distrito de la Misión Dresde, el presidente Henry Burkhardt presentó material extraído del nuevo Manual General de Instrucciones, lo cual agradó sobremanera a los líderes, quienes, por naturaleza, “se deleitaban en seguir instrucciones detalladas”57.
El élder Monson acababa de supervisar la revisión del Manual General de Instrucciones de la Iglesia, proyecto que había llevado tres años. Mientras estaba en el templo un jueves por la mañana, le había dicho al élder Spencer W. Kimball: “Quisiera con todo mi corazón que en la República Democrática Alemana tuviéramos disponible un ejemplar del manual recientemente traducido al alemán”.
“¿Por qué no les hace llegar uno por correo?”, preguntó el élder Kimball.
El élder Monson respondió: “La importación de esos materiales está prohibida. No hay forma de hacerlo”.
“Tengo una idea, hermano Monson”, dijo el élder Kimball. “Ya que usted trabajó con el manual, ¿qué tal si lo memoriza y después lo mandamos a usted del otro lado de la frontera?”
El élder Monson rió, y después miró al élder Kimball y comprendió que no estaba bromeando. El élder Monson tenía una enorme habilidad para memorizar, pero se trataba de una tarea imposible, no sólo para él, sino para cualquier persona. Ya conocía el material, así que empezó a familiarizarse con las diferentes categorías a fin de ir a Alemania Oriental y escribir un texto que resultara útil para los santos.
Cuando cruzó la frontera, dijo a uno de los líderes: “Consígame una máquina de escribir y una resma de papel y déjeme trabajar”. Se sentó a la mesa de la oficina de la rama y empezó a escribir el manual como si estuviera sentado a la mesa de la cocina de su casa preparando un discurso. Llevaba escritas unas treinta páginas cuando se puso de pie para estirar las piernas y caminar alrededor de la oficina. Quedó perplejo cuando advirtió en un estante lo que parecía ser un Manual General de Instrucciones. Al tomarlo, no sólo vio que era el manual, sino la versión en alemán. Pese a que su trabajo había sido innecesario, durante muchos años fue bien versado en el contenido del manual. Cómo llegó ese ejemplar a Alemania Oriental, nadie lo reveló58.
Una de las personas que asistió a la reunión de liderazgo en junio de 1969 en la que el presidente Burkhardt enseñó del Manual de Instrucciones fue Horst Sommer, quien había conocido al élder Monson en la Rama Górlitz el noviembre anterior. Después de esa reunión, los Sommer habían hablado con el élder Monson sobre su hijo que estaba enfermo, y él les había respondido: “Matthias recibirá otra bendición del sacerdocio, y entonces el Señor decidirá si sanará o si lo llevará a Su presencia”. El hermano Sommer explicó que Matthias había fallecido poco después de que ellos hablaron con el élder Monson. Se produjo silencio. El hermano Sommer, quien en ese momento servía como presidente de rama, vio cómo “el rostro del Apóstol se iluminó y miró un momento hacia los cielos. Entonces dijo: ‘No tema por su hijo. El está en la presencia del Señor trabajando duro. Ahora usted tiene la responsabilidad de ser fuerte en el Evangelio para poder ir donde él ya está’”. Sin saber que la esposa del hermano Sommer estaba en su casa pronta para dar a luz a su tercer hijo, el élder Monson añadió: “El Señor les enviará otro hijo, y ése no será el último”. La hermana Sommer tuvo otro niño, tal como el élder Monson lo había profetizado, y ocho años después les nació una niña.
Años más tarde, el 26 de agosto de 1995, cuando el presidente Monson dedicó una nueva capilla en Górlitz, la hermana Sommer se le acercó, segura de que tras veintiséis años no recordaría a la familia. Cuando ella empezó a hablar, él la interrumpió, se puso de pie, y dijo a todos los presentes: “Ella es la hermana que perdió un hijo y se le prometió otro”. Esa última hija, Tabea, ahora de dieciocho años de edad, estaba allí y comenzó a llorar. La familia Sommer se congregó alrededor del élder Monson y lo abrazó. Para ellos, “fue un momento sagrado”59.
Francés pudo comprobar por qué su esposo se sentía tan a gusto entre la gente de Alemania. “Creo que eres un alemán de corazón”, le dijo. “Te gusta que todo esté en orden”60. Percy Fetzer veía también una semejanza y comentó: “Usted tiene apellido sueco, Monson, pero es alemán de corazón”61.
Un mes después de regresar de su visita a Alemania en junio de 1969, el élder Monson invitó a Percy Fetzer a su oficina y le comunicó que la Primera Presidencia y el Quorum de los Doce habían aprobado su nombre para ser ordenado patriarca, con la autoridad de dar bendiciones a los santos dignos de Europa Oriental. A pesar de que Karl Ringger, un patriarca ordenado con residencia en Suiza, había podido dar algunas bendiciones a miembros cuando viajaba detrás de la Cortina de Hierro, eran demasiados para que él pudiera dar tantas bendiciones en sus poco frecuentes visitas. Sólo en Dresde había una lista de 800 personas dignas que habían solicitado su bendición patriarcal. Por tal razón, el élder Monson había recomendado que Percy Fetzer fuera llamado. La promesa que había hecho en su primera reunión en Górlitz se estaba cumpliendo.
El hermano Fetzer, con su asignación especial, dio bendiciones patriarcales en Alemania Oriental y en otros países comunistas. En una ocasión en que estaba dando bendiciones a una familia de apellido Konietz en Selbongen, Polonia, se sintió inspirado a prometer “a uno de los hijos que serviría una misión en otro país”. Después le prometió a la hija “que se casaría en la casa de Dios”. A los padres les prometió que “ellos y la familia entera entrarían a un santo templo”. Puesto que las fronteras de Polonia estaban cerradas, el hermano Fetzer se sintió preocupado por las bendiciones que había dado.
Cuando regresó de su viaje, llamó al élder Monson para concertar una cita. Cuando se sentó en la oficina del élder Monson, se echó a llorar. “Hermano Monson”, le dijo, “pronuncié bendiciones que no se pueden cumplir, pero el Espíritu Santo me persuadió a decir tales cosas. ¿Qué debo hacer?”
En silencio, el élder Monson le hizo una seña para que se arrodillara con él a orar. Al terminar la oración, los dos “sabían que de algún modo las bendiciones se cumplirían”62. Al poco tiempo, un tratado que se firmó en Polonia permitió que viajaran hacia el oeste todos los ciudadanos alemanes que habían quedado atrapados en el país al finalizar la guerra. La familia Konietz se mudó a Dortmund, Alemania Occidental, donde, con el tiempo, el hermano Konietz llegó a ser obispo. En 1973, Percy Fetzer, quien había sido llamado como presidente del Templo de Suiza, con su esposa, Thelma, como directora de las obreras, llevó a cabo el sellamiento de la familia en el templo. Entonces acudió a la mente del élder Monson una conocida verdad: “A menudo el hombre ve la sabiduría de Dios como insensatez, pero la lección más grande que podemos aprender en la vida mortal es que cuando Dios habla y el hombre obedece, ese hombre siempre estará en lo correcto”63.
Durante las visitas del élder Monson a Europa, con frecuencia lo acompañaba quienquiera fuera presidente de la Misión Alemana del Norte. El élder Hans B. Ringger, un presidente de estaca de Suiza, quien con el tiempo llegó a ser Autoridad General, lo acompañó en muchas de tales visitas. Las características singulares del élder Ringger, su devoción hacia el Señor, el hecho de que era ciudadano suizo y su capacidad multilingüe, hacían de él la persona ideal para trabajar con los santos en el bloque oriental. El hermano Ringger valoró las muchas experiencias que tuvo a lo largo de esos años en que trabajó junto al élder Monson, diciendo que “su gran espíritu y amor por la gente” fueron un gran incentivo para los santos. “Les dio esperanza en el futuro; les demostró el amor que sentía por ellos y los apoyó en todo cuanto pudo”64. Fue una obra histórica y emotiva.
Durante una visita a la Misión Alemania Central en Düsseldorf, en octubre de 1970, el élder Monson se reunió con los misioneros, entre ellos el élder Marc Larson. Apenas dos semanas antes, había sido asignado para asistir a una conferencia de estaca en Grand Junction, Colorado. Durante la misma, el presidente de la estaca le preguntó si se podía reunir con Hale y Donna Larson, cuyo hijo Marc acababa de anunciarles que volvería de la misión antes de completar su servicio. El asintió a reunirse con los afligidos padres.
“¿Dónde está sirviendo su hijo?”, preguntó el élder Monson.
“En Düsseldorf, Alemania”, respondieron.
El élder Monson posó sus brazos sobre los hombros de los hermanos Larson y les dijo: “Sus oraciones fueron escuchadas y ya están siendo contestadas. Entre las veintiocho conferencias de estaca que se llevan a cabo hoy a las que asisten Autoridades Generales, a mí se me asignó ésa”. Les explicó que estaría en Düsseldorf la semana siguiente y que se reuniría con su hijo.
Se reunió con el élder Larson, quien se comprometió a terminar su misión, y así lo hizo65.
Las visitas del élder Monson a Europa eran frecuentes. Llegó a encantarle el poblado de Berchtesgaden, uno de los más pintorescos parajes de la Bavaria de Alemania Occidental, al cual iba siempre que podía. En el verano, la plaza se llena de hombres en pantalones cortos de cuero bordados, y de mujeres que usan blusas con volantes, faldas largas y delantales. Alrededor de la plaza hay docenas de pequeños comercios, detrás de los cuales hay un muelle donde se puede abordar una embarcación que funciona a electricidad para viajar desde Berchtesgaden hasta puntos de interés a través del hermoso lago Kónigsee, casi completamente rodeados por empinadas laderas de montañas alpinas. El élder y la hermana Monson solían disfrutar el viaje en barco hasta la iglesia St. Bartholomá, fundada por monjes en el siglo doce, y después regresaban a Berchtesgaden. La posición del lago, rodeado de montañas, crea un eco famoso por su claridad. En esos viajes, a los Monson les gustaban particularmente las paradas tradicionales de la embarcación en donde se hacía sonar una trompeta para resaltar el eco.
Lina de las experiencias más tiernas que los Monson tuvieron en Alemania fue con Dieter Berndt, quien un día serviría como presidente de estaca en Berlín. Comenzó con Edwin Q. “Ted” Cannon, quien había servido en Alemania como misionero antes de la guerra. En una ocasión, Ted llevó a la oficina del élder Monson unas diapositivas que había encontrado entre sus fotos de la misión. Le dijo al élder Monson que habían transcurrido cuarenta años desde su misión y que recién estaba ordenando las diapositivas, entre las cuales había algunas que Ted no podía identificar específicamente. Cada vez que planeaba deshacerse de ellas, sentía que tenía que guardarlas, aunque no sabía por qué. Eran fotografías que había tomado mientras servía en Stettin, Alemania, y mostraban a una familia: la madre, el padre, una niña y un niño. Recordaba que se apellidaban Berndt y que había un Berndt que servía como representante regional en Alemania. Se preguntaba si ese hermano Berndt podría identificar a quienes aparecían en la fotografía.
El élder Monson indicó que pronto viajaría a Berlín donde se encontraría con Dieter Berndt, y que le mostraría las dispositivas para ver si acaso reconocía a las personas que estaban en ellas.
El presidente Monson escribió más adelante: “El Señor ni siquiera me permitió llegar a Berlín antes de que Sus propósitos se cumpliesen. Estaba en Zurich, Suiza, tomando un vuelo hacia Berlín, cuando ni más ni menos que Dieter Berndt también subió al avión y se sentó junto a mí. Le dije que tenía unas viejas diapositivas de Stettin, de personas con su mismo apellido. Se las mostré y le pregunté si podía identificar a las personas que aparecían en ellas. Al mirarlas detenidamente, comenzó a llorar, y dijo: ‘Nuestra familia vivía en Stettin durante la guerra. Mi padre murió en un bombardeo de los aliados en la planta donde trabajaba. Poco después, los rusos invadieron Polonia y la región de Stettin. Mi madre nos tomó a mi hermana y a mí y escapamos de las fuerzas enemigas. Tuvimos que dejarlo todo, incluyendo fotografías. Hermano Monson, yo soy el niño que aparece en estas diapositivas y mi hermana es la niña. El hombre y la mujer son nuestros queridos padres. Hasta ahora no había tenido ninguna fotografía de nuestra infancia en Stettin ni de mi padre’”66.
Los dos lloraron juntos y Dieter guardó cuidadosamente las diapositivas en su portafolio. Durante la siguiente conferencia general en Salt Lake City, tuvo la oportunidad de visitar al hermano Cannon y agradecerle que hubiese tenido la inspiración de guardar las dispositivas durante cuarenta años.
En las visitas del élder Monson a Alemania Oriental, generalmente se reunía con el presidente Burkhardt, a quien consideraba “un gigante del Señor que marcha hacia adelante dirigiendo nuestros asuntos detrás de la Cortina de Hierro sin temor a las consecuencias”. Por razones de seguridad, llevaban a cabo sus reuniones en un “automóvil a fin de que no pudieran grabar sus conversaciones”67. Si los miembros disponían de teléfonos en sus casas, con frecuencia estaban intervenidos. Era una práctica común que la gente diera parte de las actividades de sus vecinos. Incluso a algunos miembros de ramas de la Iglesia se les había obligado a dar parte al gobierno sobre las actividades de sus líderes68. No era tanto el élder Monson quien corría peligro, sino los líderes de la Iglesia que eran ciudadanos de ese país.
Al terminar una de tales “reuniones” en Erfurt, Alemania Oriental, en octubre de 1970, el élder Monson le dijo a Henry que el presidente Harold B. Lee estaba preocupado por él. “Dígale al hermano Burkhardt”, había dicho el presidente Lee, quien en ese entonces servía en la Primera Presidencia, “que él y los demás líderes, aunque estén alejados de nosotros, nunca están ausentes de nuestras oraciones y pensamientos. Los felicitamos por su espiritualidad y los sostenemos en sus importantes responsabilidades”69. El élder Monson escribió en su diario personal: “Cuando Henry salió del automóvil hacia la noche lluviosa, no pude menos que comprender que el día de sacrificio no ha terminado y que hay hombres en la Iglesia hoy que sirven con igual dinamismo y espiritualidad que en otras dispensaciones”70.
Otra noche, bajo la lluvia en un automóvil alquilado, el élder Monson se sintió inspirado a preguntarle a Henry: “Si su gobierno recibiera una carta de la Presidencia de la Iglesia invitándolo a asistir a una conferencia general, ¿cree usted que le otorgarían el permiso para asistir?”.
El hermano Burkhardt respondió con su acostumbrada fe: “Creo que el Señor abrirá el camino”71. Llevó dos años de invitaciones constantes, pero el gobierno finalmente cedió, permitiendo que el hermano Burkhardt—siempre bajo cuidadosa vigilancia—fuera a la conferencia general en Salt Lake City y pudiera dar a la Primera Presidencia un informe completo de la Misión Dresde. El presidente Burkhardt tuvo que dejar a su esposa e hijos en su país como “rehenes”, a fin de asegurar su retorno. Durante esa primera visita, habló en la parte final de la conferencia en alemán llevada a cabo en el Salón de Asambleas (en la Manzana del Templo) en combinación con la conferencia general. Disfrutó un magnífico reencuentro con miembros alemanes que no había visto por muchos años.
Después, se le permitió al primer consejero de la presidencia de la Misión Dresde, Walter Krause, y a su esposa, Edith, viajar a la conferencia general. Mientras estaban en Salt Lake City, asistieron al templo. Fue un día histórico aquel 3 de abril de 1973, cuando el élder Monson formó parte del círculo en el que el presidente Kimball ordenó al hermano Krause al oficio de patriarca para dar bendiciones a miembros que vivían en países comunistas. El número de personas que querían recibir su bendición era tan elevado que el patriarca Percy K. Fetzer no podía hacerlo solo. Pero el llamamiento del hermano Krause, hombre sumamente respetado e infatigable en su servicio, envió un importante mensaje a los santos de esos aislados países, que uno de entre ellos podía servir de tal modo. El élder Monson declaró que cuando la gente recibe la bendición patriarcal, también recibe esperanza72.
En 1974, se le permitió a Gottfried Richter, segundo consejero de la presidencia de la Misión Dresde, junto a su esposa, asistir a la conferencia general, lo cual quería decir que también podían entrar en el templo. Milagrosamente, en 1975, el gobierno de Alemania Oriental revocó una denegación previa de visado a Henry e Inge Burkhardt. Se habían requerido muchas oraciones para que los dos pudieran viajar juntos a una conferencia general. Tanto los Richter como los Burkhardt recibieron sus investiduras y fueron sellados por el élder Monson en el Templo de Salt Lake y “literalmente bañaron con sus lágrimas la mantilla que adornaba el sagrado altar”73.
En los años subsiguientes, pequeños grupos de miembros de Alemania Oriental viajaron a Salt Lake City para entrar al templo o asistir a la conferencia general. El élder Monson siempre recibía a alguien y hacía arreglos para que los visitantes se reunieran con oficiales de la Iglesia. En una de tales ocasiones, una hermana de Alemania Oriental se reunía con el presidente Kimball y el élder Monson. Les comentó cómo había anhelado el día en que el presidente Kimball visitara Dresde. “Había contado las semanas, después los días y después las horas hasta el momento en que pudiera ver al profeta del Señor y oírlo hablar, un deseo que nunca se llegaría a cumplir”. Su madre había enfermado y no podía dejarla sola para viajar a Dresde, donde el profeta hablaría. “Todas mis esperanzas habían desaparecido”, les dijo a quienes estaban reunidos en la oficina del Presidente de la Iglesia. Nunca “vería al profeta del Señor”.
Al relatar la experiencia, el presidente Kimball caminó desde detrás de su escritorio, tomó la mano de la hermana y la besó en la frente. Ella había cumplido con el mandamiento de honrar a su madre, y el Señor le había concedido una bendición mucho mayor que la que ella había esperado recibir74.
En agosto de 1973, el élder y la hemana Monson asistieron a una conferencia de área en Munich, Alemania Occidental. El Coro del Tabernáculo, que se encontraba de gira en Europa, también estuvo en esa conferencia. Al presidente Burkhardt y a sus consejeros se les había permitido asistir, aun cuando sus respectivas esposas e hijos tuvieron que permanecer del otro lado del muro. “Habíamos prometido al gobierno alemán que todos a quienes se les permitiera ir regresarían”, dijo el élder Monson. Cuando una anciana falleció durante una de las reuniones, cumpliendo con su palabra, los líderes de la Iglesia se aseguraron de regresar el cuerpo a Alemania Oriental.
Esa clase de sujeción a las leyes del país y respeto hacia los líderes del gobierno y a las reglas que imponían beneficiaría a la Iglesia en los años siguientes, al igual que las cantidades masivas de información “recabada” por quienes observaban lo que acontecía. Años más tarde, al hermano Burkhardt se le permitió ver su expediente del gobierno, grueso y lleno de fechas, citas de discursos, comentarios “escuchados”, e informes de reuniones. Pero el élder Monson repetidamente había aconsejado a los miembros que se atuvieran al duodécimo Artículo de Fe: “Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley”. El hecho de que ellos obedecieron las leyes del país, por más difícil que fue hacerlo, que procuraron permisos por los canales apropiados y que no se rebelaron contra la autoridad, les llegó a beneficiar. Demostraron ser dignos de confianza y fueron bendecidos.
Lo que sucedió en la República Democrática Alemana sirvió para que a la Iglesia se le permitiera entrar en otros países. El élder Russell M. Nelson explicó más adelante que al trabajar el presidente Monson y él con líderes de otras naciones detrás de la Cortina de Hierro, los invitaron a examinar el impacto que tuvo la Iglesia en los ciudadanos de Alemania Oriental. Dichos gobiernos enviaron emisarios a la RDA para hablar con los líderes y verificar que las doctrinas de la Iglesia habían sido útiles para su gente. Los santos no sólo eran “buenos ciudadanos, productivos, honrados y respetuosos de la ley, sino que además, el hecho de que no consumen alcohol ni drogas, vicios tan prevalentes en tantas sociedades modernas, ha influido en que dichos gobiernos quisieran más de eso para su propia gente”75.
Durante una visita a Dresde en abril de 1975, el élder Monson, quien llegaba de dedicar Portugal para la predicación del Evangelio, sintió que también debía dedicar la República Democrática Alemana, que como país separado nunca había recibido una dedicación del sacerdocio de un miembro del Quorum de los Doce. Actuando en base a esa inspiración, temprano por la mañana del 27 de abril de 1975, reunió a unos pocos líderes y fue con ellos a una pequeña elevación con vista al río Elba. Entre los presentes estaban el presidente Burkhardt, sus consejeros y sus respectivas esposas, así como el presidente Gary L. Schwendiman (quien actuaba como intérprete) y su esposa, de la Misión Alemania Hamburgo. Caminaron por la foresta durante unos veinte minutos; el cielo estaba nublado y lloviznaba intermitentemente. El élder Monson tomó unos minutos para describir la importancia de una oración dedicatoria.
Encontrándose en un claro, con la ciudad de Meissen a la derecha y Dresde a la izquierda, el élder Monson ofreció una oración “que fue confirmada en su totalidad por el Espíritu del Señor”76. Más adelante, dijo: “Allí inclinamos la cabeza y suplicamos a nuestro Padre Celestial al dedicar esa tierra para los fines de Su obra”77.
El élder Monson ofreció una hermosa oración dedicatoria en la cual expresó gratitud por la presencia de la Iglesia en esa tierra, mencionó la enorme fe de los miembros, invocó las bendiciones de nuestro Padre Celestial sobre los santos y su posteridad, imploró que los fieles recibieran las bendiciones del templo y pidió que pudieran volver a enviar misioneros a ese país. Suplicó que “el programa de la Iglesia en su plenitud” volviese a la gente, indicando que “mediante su fe” se habían hecho “merecedores de tales bendiciones”. Esa oración pasaría a la historia78.
Más adelante escribió: “Durante la oración, un gallo cantó a la distancia, señalando el comienzo del día; las campanas de la iglesia empezaron a doblar en el valle, indicando que era el día de reposo. Durante esos momentos, sentí calor en las manos. Sabía que estábamos en medio de una tormenta de lluvia, pero al terminar la oración y mirar hacia el cielo, vimos que había aclarado. Un rayo de sol descansaba directamente sobre ese lugar y nos cubría con su calor. La tibieza que sentimos en nuestras manos y nuestros rostros era del rayo del sol de los cielos, lo cual me confirmó que se trataba del alba de un nuevo día, reconocido por nuestro Padre Celestial”. El élder Monson sintió “que la mano del Señor estaba en esta obra”79.
Ese hermoso lugar en la colina donde se ofreció la oración es, para el presidente Monson y para la gente de Alemania Oriental, suelo sagrado. Escribió que hasta ese día, él nunca “había tenido una experiencia más espiritual como miembro del Consejo de los Doce que la experiencia de ofrecer la oración en esa tierra controlada por el comunismo, invocando las bendiciones de nuestro Padre Celestial sobre un grupo de santos tan fieles”80. En varias ocasiones ha regresado a ese lugar sagrado, donde siempre siente el Espíritu.
En la conferencia de distrito que siguió a la dedicación de esa tierra, al observar a la congregación que se preparaba para la reunión, el élder Monson se sintió inspirado a pedir a una joven de diecisiete años, Sabine Baasch, que diera su testimonio. Antes le había pedido al presidente Burkhardt que seleccionara dos jóvenes para que compartieran su testimonio. Para su sorpresa, el presidente Burkhardt también había elegido a Sabine. Como integrante del coro, la joven no sólo habló, sino que cantó un solo del himno “Oh mi Padre”. El padre de ella, un músico profesional de Leipzig, dirigió el coro en esa ocasión81. Ciertamente los padres habían sido instruidos en su hogar desde jóvenes y ahora preparaban a sus hijos de un modo similar.
Al terminar la reunión, cuando cantaron: “Para siempre Dios esté con vos”, su “Auf wiedersehen, auf widersehen”, el élder Monson se emocionó hasta las lágrimas. Para él, ellos eran “los santos más maravillosos que pudieran encontrarse en ninguna parte” porque vivían “siguiendo el ejemplo del Salvador”82.
El canto de los santos alemanes siempre lo conmovía. En una sesión de liderazgo oyó un grupo cantar en otro salón y preguntó si era un coro que estaba ensayando. “No”, le respondieron, “los hombres están haciendo tiempo hasta que comience la reunión”. El élder Russell M. Nelson informó una vez que un líder del sacerdocio en Alemania le había dicho que si quería captar la atención de alguien en su congregación, simplemente tenía que prohibir a esa persona cantar en el coro83.
Durante la década de 1970, miembros y líderes hicieron repetidas peticiones a las autoridades de Alemania Oriental para que les permitieran viajar a Suiza para entrar al templo. La respuesta fue siempre negativa, pero ellos siguieron haciendo las peticiones.
Gunther Schulze y su esposa, Inge, ambos miembros de la Iglesia de tercera generación, se sentaron en un automóvil con el élder Monson durante una de sus visitas a la RDA en la que él propuso que la Iglesia enviara una carta de invitación para que ellos visitaran uno de los templos. Los Schulze respondieron: “Ése es un tema muy delicado aquí”. Cuando terminaron de conversar y se alejaban por el estacionamiento, el élder Monson miró al fiel matrimonio y los llamó y en su limitado alemán les pidió que volvieran por un momento. Al acercarse, él les dijo: “Siento que el Señor quiere verlos recibir sus investiduras en Su santa casa. Ustedes son personas dignas; tienen una conducta ejemplar y son fieles en el cumplimiento de sus responsabilidades en la Iglesia. Confiemos en el Señor y permitamos que nuestra fe supere nuestra duda”. Los tres se arrodillaron en el estacionamiento, bajo la lluvia, y volcaron su corazón a Dios84. Se envió la invitación y con el tiempo el gobierno les concedió el permiso al hermano y a la hermana Schulze para ir al templo.
En 1978, tras las conferencias en el área de Dresde, en compañía de otros miembros, el élder y la hermana Monson visitaron un pequeño cementerio para rendir tributo a un misionero que muchos años antes había muerto en el servicio del Señor. Alumbrando la lápida con una linterna, el élder Monson leyó:
Joseph A. Ott Nació: 12 diciembre 1870, Virgin, Utah Murió: 10 enero 1896, Dresde, Alemania
Inmediatamente reconoció algo curioso en cuanto al sepulcro. Alguien había pulido el mármol de la lápida, arrancado la maleza de alrededor, cortado los bordes del poco césped que había allí y colocado flores en la tumba. El élder Monson preguntó quién había arreglado el lugar.
Al principio nadie respondió, pero después, Henry Burkhardt admitió que su hijo de doce años, Tobias, había estado limpiando la tumba del joven norteamericano que había muerto poco después de llegar a la misión. Tobias no creía que iba a tener la oportunidad de cumplir una misión proselitista, pero quería servir de algún modo, así que había pensado que el limpiar la tumba cumpliría tal fin. El, al igual que tantos otros jóvenes en esa tierra apartada, “tuvo que decidir entre el mundo y la Iglesia, así que eligió la Iglesia”85.
El pequeño grupo llevó a cabo un breve servicio en el cementerio, el cual está ubicado cerca de la colina donde el élder Monson había dedicado esa tierra para la predicación del Evangelio.
El diario del élder Monson detalla muchos acontecimientos significativos relacionados con edificios, dedicaciones y reuniones. También se incluyen relatos de visitas a hospitales para ver a enfermos o a cementerios para honrar a los muertos. Cuando se rompió la calefacción de la capilla de Leipzig y las reuniones se llevaban a cabo en el frío, escribió que los miembros se agrupaban hombro a hombro para cantar los himnos de Sión. “Pese a todo, abundaba el calor en el corazón de la gente”. De los treinta y nueve miembros inscritos, treinta y siete estaban presentes con sus Escrituras abiertas86.
Una carta de un miembro de Alemania Oriental expresaba los sentimientos de muchos: “Con los santos que han venido de esa parte del mundo y que han demostrado marcado interés en todo lo relacionado con la edificación del reino, queremos expresarle, presidente Monson, nuestra más sincera gratitud por el infatigable servicio brindado y el amor especial extendido a los santos de este lado de la cortina. Tal vez nunca llegue a saber el gran amor que sienten por usted y por el liderazgo de la Iglesia”87.
En abril de 1978, el élder Monson se reunió con el Quorum de los Doce y la Primera Presidencia para informar formalmente en cuanto al progreso de la Misión Dresde. Cuando el élder Mark E. Petersen le preguntó si tenía alguna reserva en cruzar la frontera hacia Alemania Oriental, él le aseguró: “¡Absolutamente ninguna!”. Se le extendió entonces la asignación de supervisar el área, aun cuando había estado llevando a cabo esa responsabilidad durante diez años.
Sobre fines de ese mes de abril de 1978, el élder Monson y el élder Charles Didier cruzaron a Berlín del Este, donde el presidente Burkhardt les informó que el gobierno había monitorea-do reuniones previas en el centro de reuniones. Atentos a ello, se reunieron en un apartamento en los altos de una panadería para tratar los planes y repasar las decisiones de las Autoridades Generales relacionadas con la Misión Dresde. Las casas de Alemania Oriental eran frías, sombrías y estaban en muy malas condiciones, pero los hogares de los miembros eran cálidos y estaban llenos del Espíritu, pese a que no tenían muchas posesiones materiales.
En ese pequeño apartamento, hablaron de combinar los distritos de Zwickau y Karl-Marx-Stadt y repasaron planes de visitas de Autoridades Generales y miembros de mesas generales de la Iglesia. Al concluir la reunión, el élder Monson sintió la necesidad de bendecir el hogar y a la familia que vivía allí: padre, madre, una hija de dieciséis años y un hijo de nueve. Más tarde escribió: “No puedo menos que sentir que nuestro Padre Celestial recompensará la devoción de tan escogidos miembros de la Iglesia que viven y que adoran bajo tan difíciles circunstancias”88.
No pasaría mucho tiempo hasta que la verdad de tales sentimientos se manifestara plenamente.
























