Al Rescate – La biografía de Thomas S. Monson

3
QUIERO SER UN VAQUERO

Para entender a Thomas Monson, uno tiene que ir hasta la infancia de él; tiene que verlo crecer en la parte modesta de la ciudad en una familia dedicada a cada uno de sus miembros, una familia que trabajó duro en medio de la depresión económica, incluyéndolo a él. Uno tiene que reconocer la ayuda que recibió de líderes de la Iglesia. El sigue siendo aquél Tom Monson.

Élder M. Russell Ballard Quorum de los Doce Apóstoles


Cuando Tommy Monson cursaba el tercer año de escuela primaria, su maestra anunció los planes de la ciudad de erigir un monumento en el predio del edificio de la Municipalidad y del Condado en el centro de Salt Lake: la estatua de un niño y una niña izando una bandera. Se colocaría una cápsula de tiempo en la base de la estatua, en la cual todos los escolares de la ciudad tendrían la oportunidad de poner notas que indicaran lo que querían ser cuando crecieran. Cuando Tommy fue a su casa a almorzar le contó a su madre sobre la actividad de la mañana.

“¿Qué dijiste que querías ser?”, le preguntó ella.

Con marcado entusiasmo, respondió: “¡Un vaquero!”. Ese sueño tal vez se relacionaba con la influencia del tío John con todos sus cuentos de aventuras en las praderas.

“Ah, no, Tommy”, reaccionó su madre; “¡vuelve a la escuela y cambia eso a un abogado o un banquero!”.

Diligentemente, el muchacho regresó y le dijo a la maestra que quería cambiar lo que había escrito a banquero. Con el tiempo, lo más cerca que estuvo de ser un vaquero fue su pasión por las películas del Oeste. En cuanto a lo de banquero, llegó a ser director del Commercial Security Bank, el cual más tarde se fusionó con el Key Bank, institución de la cual fue miembro del comité ejecutivo y presidente de los comités de compensaciones y de auditorías.

Cuando Tom fue llamado para ser Apóstol en 1963, muchos le preguntaban a su madre: “Gladys, es increíble que tu hijo llegara a ser un Apóstol, ¿cómo lo lograste?”. Ella siempre respondía: “No fue fácil, pero perseveré”. Nunca les decía que su sueño de niño era llegar a ser un vaquero.

“La abuela quizá no tuvo que hacer demasiado para mantener a mi padre en línea”, dice Clark, el hijo del presidente Monson. “Por naturaleza era un buen muchacho. Muchas personas podían darse cuenta de que iba a tener éxito y a llegar lejos en la vida. Con su habitual sentido del humor, mi abuela se atribuyó eso a sí misma”.

La infancia de Tommy parece haber sido calcada de un libro de cuentos. Era la imagen del niño noble de cabello rubio alborotado, una sonrisa de oreja a oreja, con una caña de pescar en una mano, canicas en la otra y un cachorro ladrándole a sus pies.

Siempre consideró que todo niño debía tener su propio perro. En compañía de su primo, Richard Cárter, salían por el vecindario tirando de un carrito sobre el que ponían una caja de naranjas vacía donde pudieran poner perros perdidos. Una tarde encerraron a los perros que habían encontrado en el cobertizo donde la familia de Tom guardaba el carbón, sin saber qué hacer con ellos.

Su padre llegó del trabajo y, como acostumbraba hacerlo, llevó el cubo para recoger carbón de la carbonera y cuando abrió la puerta, casi se lo llevaron por delante seis perros anhelantes de libertad. “Según recuerdo”, explica Tom, “papá se exaltó un poco, pero cuando se calmó me dijo: ‘Tommy, las carboneras son para el carbón; los perros ajenos pertenecen a otras personas’”. Tommy no solamente aprendió sobre lo inadmisible de tomar prestadas las mascotas de otras personas, sino que aprendió de su padre una lección “en paciencia y calma”.

En otra ocasión, Tom “encontró” un perro sarnoso mientras pasaban unos días en la cabaña de la familia en Vivían Park. El animal pertenecía a un pastor de ovejas, pero Tommy confiaba en que no lo echara de menos, mas no fue así. El hombre llegó a la cabaña buscando su perro y Tommy, aunque de un modo renuente, se lo entregó. “Tommy”, le dijo el hombre, “no querrías quedarte con este perro; está cruzado con un coyote”.

Pero Tommy quería ese o cualquier otro perro. Finalmente, su tío John le consiguió uno. El animal no era nada del otro mundo. Era evidente que lo habían abandonado en el desierto; era “un desastre, con una pierna enyesada y la otra entablillada, y el rabo quebrado”. Pero Tommy lo aceptó con agradecimiento y le puso de nombre Duke. De inmediato llegaron a ser grandes amigos.

El amor de Tom por los perros continuó con el paso de los años. Al poco tiempo de haberse casado con Francés, puso un aviso en la sección de clasificados del periódico en busca de un perro spaniel inglés de color blanco y café. Recibió una llamada de un hombre que le preguntó qué era lo que quería exactamente y él le explicó que quería un perro al que pudiera entrenar para ir de cacería. El hombre le dijo: “Lo que usted quiere no es un spaniel inglés, sino una raza de perros llamada pointer alemán”. El hombre procedió a ensalzar las virtudes de esa raza y le dijo que precisamente tenía una camada y le ofreció a Tom que fuera a elegir uno. El hombre era un buen vendedor y Tom terminó comprando el cachorrito por lo que consideró un precio excesivo: veinticinco dólares. Le puso al perro de nombre Freck von Windhausen, pero lo llamaba Freck.

Tom intentó sin éxito enseñar a Freck a caminar a su lado alrededor de la manzana. Su abuelo, sentado en la hamaca, lo vio venir por tercera o cuarta vez y le gritó: “Tom, ¿cuánto diste por ese perrito?”.

Tom no quería decirle que había pagado veinticinco dólares, así que redujo el precio, respondiendo: “Cinco dólares”.

El comentario de su abuelo fue tenaz: “Vaya que eres tonto. ¡Pagaste cuatro dólares y sesenta centavos de más!”

La valoración parecía ser acertada. El animal no servía para ir de cacería ni para nada más; era un manojo de nervios y se pasaba haciendo pozos en la tierra en el fondo de la casa. Tommy, el hijito de Tom y Francés, no podía encontrar un lugar donde jugar, así que, finalmente, Francés dijo que debían deshacerse del perro.

Primero, Tom se lo regaló a un hombre que a los pocos días se lo devolvió diciendo que el perro había echado a correr a un hombre que estaba trabajando en su casa. Después se lo dio a otro que también se lo llevó de vuelta porque había aullado toda la noche y los vecinos se habían quejado. Finalmente, un conocido de Tom se ofreció para llevar al animal a un granjero de Idaho quien más tarde le informó que era “el mejor perro de caza que jamás había visto”.

En general, Tommy creció como cualquier otro muchacho, en un vecindario de gente trabajadora en medio de la depresión económica. Nunca miró hacia atrás con rencor ni pesar por sus modestas circunstancias, sino que lo veía como lo que había forjado su carácter.

Los niños de una de las familias del vecindario usaban galochas pues no tenían zapatos. La madre les compraba ropa vieja que pudiera usar más de uno de los hijos de la familia. En ocasiones, cuando Tom pasaba a buscar a uno de los niños para caminar juntos a la escuela, los veía comer cereales en agua tibia. “No tenían leche … no tenían azúcar, solamente copos de maíz y agua”.

Uno de los recuerdos más tempranos de Tommy fue su primer día en el jardín de infantes de la Escuela Primaria Grant, a dos cuadras de su casa. Él consideró el hecho toda una aventura al dejar “la comodidad y la seguridad del hogar y a una madre amorosa para ir al mundo real y a las experiencias que llegarían después”. En cada aula había unos veinticinco alumnos.

En el primer día de clase, los muchachos mayores, de once años, sometían a los niños del jardín de infantes a una iniciación, sentándolos en el bebedero. Tommy aprendió a “correr rápido”. Dos de las maestras usaban peluca y otra tenía el cabello teñido, lo cual para Tommy era todo un escándalo. Según la tradición del jardín de infantes, los niños dormían una siesta al promediar la clase, pero a Tommy le costaba dormir ya que “prefería estar haciendo cosas en vez de descansar”, lo cual confirmaba la validez del apodo que le había puesto su madre de “nervioso Willy”.

En el transcurso de sus años de escuela primaria, Tommy recibió buenas calificaciones, tanto por rendimiento académico como por su conducta, con alguna que otra advertencia debido a “hábitos de trabajo” y “autocontrol”. Se dio cuenta de que no le interesaban mucho las matemáticas pero sí las clases de historia natural, geografía e inglés, y hasta pedía que le dieran tareas adicionales para realizar fuera de su limitado tiempo de clase. Le fascinaba cuando la señorita Birkhaus, su maestra de geografía de sexto grado, desenrollaba los mapas y viajaba por el globo terráqueo con su señalador, describiendo distintas características de cada país, idioma y cultura. Poco imaginaba Tommy que un día viajaría a esas tierras lejanas y forjaría amistades con personas de muchos países.

El amor que la profesora de música, la señorita Sharp, tenía por la materia, era contagioso, y, hasta el día de hoy, el presidente Monson se pone a cantar en medio de una variedad de acontecimientos. Cuando se dirigió a 86.000 personas congregadas en un estadio al celebrarse la rededicación del Templo de la Ciudad de México, deleitó al público con su interpretación del tradicional tema “Allá en el Rancho Grande”, el cual había aprendido en sus años de preparatoria. El público estalló en una jubilosa ovación.

La señorita Stone, la bibliotecaria, solía felicitar al joven Tommy por dedicar su tiempo libre a leer junto a la ventana de la biblioteca, lo cual ella celebraba asintiendo con la cabeza. Lo que la bibliotecaria no sabía era que el niño estaba leyendo libros infantiles de aventuras cubiertos por otros sobre temas más académicos. A Tommy le gustaba, particularmente, la serie de “Los grandes pequeños libros” que costaban diez centavos de dólar y cabían en la palma de la mano del lector. Los gruesos aunque pequeños libros de ilustraciones de tapa dura causaban furor en la década de 1930. Entre los predilectos de Tommy se encontraba Houdini’s Big Little Book of Magic (El gran pequeño libro de magia de Houdini).

A su abuela Monson le encantaba leerle a Tommy y a sus hermanos. Una Navidad le regaló un enorme libro de cuentos, el cual después le leyó.

Tommy también era figura conocida en la Biblioteca Chapman, que quedaba cerca de su casa. El y su amigo Reo Williamson retiraban libros tres veces por semana. Cada uno de ellos tenía una tarjeta de miembro de la biblioteca y se deleitaban en usarla continuamente.

“La lectura es uno de los verdaderos placeres de la vida”, ha dicho el presidente Monson. “En esta época en que todo se nos da digerido, condensado, adaptado, adulterado, destrozado y reducido, es reconfortante e inspirador sentarse en un lugar apartado con un buen libro entre manos”.

Sin embargo, Tommy no pasaba todo su tiempo leyendo. Su infancia fue muy divertida y, algunas veces, adornada con alguna que otra travesura. Hacía cosas típicas de la edad siempre con un gran espíritu aventurero. Tras cumplir con el derecho de hermano mayor que se impuso a sí mismo de apagar las luces, se dedicaba a asustar a su hermano menor hasta que el muchachito iba corriendo al dormitorio de sus padres lleno de miedo. El tío Jack Bangerter había cazado un venado y montado la cabeza como trofeo en la pared del dormitorio de los niños, y Tommy decía que por las noches el animal revivía y saltaba de la pared. El pequeño Bob salía corriendo antes de que su hermano mayor terminara con el cuento.

Tommy soñaba con ser parte del grupo de tambores y clarines de la Escuela Grant. Los muchachos del grupo llegaban a clase diez minutos después que los demás y salían diez minutos antes para cumplir con el deber de izar o arriar la bandera, pero para participar, Tommy necesitaba un clarín. Ese año, el instrumento estaba al tope de la lista de regalos que deseaba recibir de Papá Noel, y en la mañana de Navidad, lo encontró al pie del árbol. Estaba por demás entusiasmado, pero no había reparado en el hecho de que debía aprender a tocar el instrumento.

Lamentablemente, la maestra de música que por años había preparado a los integrantes del grupo, se había jubilado antes de que a Tommy le regalaran el clarín. Con tenacidad, todos los días antes y después de clase, se unía al grupo para izar o arriar la bandera. Le encantaba marchar y oír el sonido producido por aquellos que podían tocar. Cuando el grupo participó en una competencia con otras escuelas frente al Edificio de la Municipalidad y del Condado, los alumnos de la Escuela Grant salieron en segundo lugar. En determinado momento, el jovencito que marchaba delante de Tommy se volvió y con el ceño fruncido le dijo: “¡Estás desafinando!”.

Tommy respondió: “¡Es imposible, ni siquiera estoy soplando!”. Había perfeccionado el arte de inflar las mejillas para dar la impresión de que estaba soplando, pero el clarín no producía el más mínimo sonido. Aún conserva el instrumento, aunque sus destrezas para tocarlo no han mejorado.

Las dos cuadras que caminaba desde su casa a la escuela y de regreso parecían un largo trayecto, pero el vecindario le era familiar. Muchas veces Tommy caminaba hasta la escuela en compañía de su amigo Luis, cuya familia era de México. A veces llegaban tarde porque la madre de Luis “pensaba que el chiquillo americano también debía comer una tortilla de harina para el desayuno”. Un día, Tommy y Luis tuvieron que quedarse en la escuela después de horas de clase para escribir cincuenta veces en un cuaderno: “No hablaré en clase”. Cuando llevaban unos quince minutos de “castigo”, oyeron el sonido de una bocina de automóvil. Volviéndose rápidamente, Luis exclamó: “Ése es mi padre, debo irme”. La maestra le dio permiso y el niño salió corriendo del aula, entregándole el cuaderno al salir. Mientras Tommy seguía escribiendo, pensó: “El padre de Luis no tiene un auto”. Lo que Luis sí tenía era una mente muy lista.

Otra maestra, la señorita Lawson, despertó en Tommy el interés por los pájaros. A los diez años, cuando cursaba el quinto grado, era el presidente del club de observadores de pájaros en la Escuela Grant. Aprendió a distinguirlos en ilustraciones y más tarde de la simple observación. Al enterarse de un concurso de construcción de jaulas en la escuela, pidió ayuda a su tío Richard LeRoy Cárter, un pintor de carteles apodado “Veloz” debido a que era muy pausado y meticuloso en sus trabajos. Los dos pasaron horas pintando la jaula de un llamativo verde grisáceo, y Veloz después adornó los aleros con flores de lila. Tommy la declaró “la jaula más hermosa que uno pudiera imaginar”.

Las jaulas se expusieron sobre la repisa de la ventana del aula. Tommy permaneció junto a ella mientras los alumnos admiraban su jaula, pero uno de sus compañeros la rozó al pasar y ésta cayó al piso descascarando uno de los aleros. Aunque pudo repararla, Tommy se sintió desconsolado por el percance.

En su último año en la Escuela Grant, a los once años de edad, Tommy estaba entre los mayores de la escuela y se le reconocía como un buen alumno. Fue nombrado miembro de la Patrulla de Tránsito y se le entregó un cinturón blanco y una bandera roja para cumplir con la responsabilidad de asistir a otros alumnos a cruzar la calle. Atesoró el certificado que recibió al finalizar su asignación, el cual dejaba constancia de que había servido con “distinción” y estaba firmado por el Jefe de Policía de la ciudad.

En casa, Tommy y su hermano Bob criaban conejos. El tío John les había construido una conejera en el fondo y los muchachos vendían las pieles a diez centavos de dólar cada una a las curtidurías del otro lado de la calle, y la carne a veinticinco centavos a los mercados locales.

Más adelante fueron las palomas las que captaron el interés de Tommy. Desde las ventanas de la biblioteca de la escuela, él y sus amigos estudiaban las palomas que se posaban sobre los techos de las cocheras directamente debajo. Llegaron a la conclusión de que tenía que haber un modo de capturar aquellas hermosas aves, que eran mucho mejores que los perros perdidos. Con una simple caja a modo de trampa que funcionaba tirando de un cordel ajustado a un palo vertical, Tommy y sus amigos atraparon palomas comunes en el fondo de la casa de Bob Middleton, del otro lado del cerco de su casa. “No eran gran cosa”, recuerda Tom, pero allí fue donde levantó vuelo su inagotable interés en las palomas.

Era el año 1938 y Estados Unidos aún no se recuperaba de la devastadora Depresión. Era también el año anterior al comienzo de la guerra en Europa. Marcas como Hudson, Packard, LaSalle y De Soto hacían furor en los salones de exposición de automóviles, pero Tommy y sus amigos de once años no pensaban en autos ni en guerras, sino únicamente en palomas.

Cuando el padre de Bob Middleton, amigo de Tommy, instaló una hermosa ventana en el palomar de su hijo para que el viento frío no afectara a las aves, Tommy soñaba con hacer lo mismo en el suyo. En cierta ocasión, el padre de Bob llegó inesperadamente cargando una ventana y se puso a trabajar para instalarla en el improvisado palomar de Tommy. “Nunca me había sentido tan agradecido por algo que otra persona había hecho de su propia voluntad por mí”, recuerda. Tommy aprendió lo que se siente al recibir algo de otra persona, y cobró en él mayor significado el pasaje que dice: “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios”.

Tommy y su amigo Bob estaban orgullosos de sus palomas hasta que conocieron a John Fife, quien vivía no muy lejos. Él y un amigo habían construido un palomar con maderos usados, en el cual Tommy y otros muchachos del vecindario podían pasar horas observando sus preciadas palomas rodadoras de Birmingham. Sin duda alguna, John era “el rey en el reino de las palomas”. Doquiera que iba, Reo Williamson, Kenny Petersen, Harold Watson, Norman Drecksel, Júnior Thompson, Bob Middleton y Tommy Monson, iban con él. Les encantaba ver a las palomas de John en acción. Las palomas “atrapadas” de Tommy no se les comparaban.

Las palomas rodadoras de Birmingham eran oriundas de Inglaterra y llegaron a ser muy populares por su habilidad de rodar rápidamente hacia atrás en estrechas volteretas, dando la ráfaga de rotaciones la apariencia de una bola de plumas girando en pleno vuelo. Tal habilidad de rodar en el aire no se enseña sino que es genética, y cuando se recobran de las volteretas, regresan a la bandada, conocida en competencias como “equipo”.

Tommy le compró su primer par de palomas rodadoras a John Fife: una hembra de pecho negro y un macho de barbas castañas. Les puso como nombre “Rump” y “Rolly”. De hecho, para conseguirlas, las cambió por un gallo faisán que había atrapado mientras correteaba por la calle donde él vivía. Con el paso del tiempo, a menudo hacía trueques con bolsas de doce kilos de trigo recogido de los vagones del Molino Husler. Él y sus amigos barrían meticulosamente el grano alojado entre la pared de metal del vagón y el forro de las ranuras. Recuerda haber pagado sólo una vez en efectivo la suma de 1 dólar con 50 centavos por un par de hermosas palomas de color rojo pálido con marcas blancas en la cabeza, las alas y la cola. Tommy y John Fife llegaron a ser amigos de toda la vida.

Spence, el padre de Tommy, consideraba el pasatiempo de su hijo un desperdicio, algo trivial y sin mayor sentido, y tal vez lo fuera, pero a Tommy le encantaba observar los pájaros y cuidarlos, y construyó su propio palomar con restos de madera. Por cierto que no era tan refinado como el de John, ya que aquél tenía nidos especialmente diseñados y había sido cuidadosamente pintado por dentro y por fuera. Pero Tommy era ingenioso y construyó su palomar aprovechando una de las paredes de la cochera del fondo de la casa. Lamentablemente, la ubicación del predio ofrecía fácil acceso a truhanes y ladrones de palomas que causaron daños varias veces.

Tommy empezó a exhibir sus palomas en las ferias del condado y del estado. Al ir ganando experiencia en la cría de sus rodadoras de Birmingham, también comenzó a recibir premios. Para entonces había empezado a cruzar los pájaros en procura de mejores colores y apariencia.

Lo mismo hizo con las gallinas que criaba además de las palomas. Tomaba los huevos y los incubaba hasta que empollaban. En una ocasión hubo un gran revuelo cuando sus polluelos a medio crecer se escaparon de debajo de la estufa de la cocina donde los mantenía calientes en una caja hasta que las plumas les crecieran lo suficiente para sacarlos a la intemperie. Los polluelos se echaron a correr en medio de unas señoras que estaban de visita, quienes salieron detrás de ellos para volver a ponerlos en la caja.

En la actualidad, en el fondo de la casa del presidente Monson hay palomares ubicados bien a la vista en medio del terreno y también tiene un gallinero; ambos mucho más complejos que los que tenía en su infancia. Todavía asiste a exposiciones locales en las que se fija en las palomas y conversa largo rato con muchos criadores amigos quienes por años han compartido el mismo interés.

De niño, Tommy era tanto ingenioso como emprendedor. Se sentaba en la sala de sus tíos Blanche y LeRoy y cortaba cupones de revistas y periódicos, los cuales enviaba por correo para recibir a modo de obsequio productos tales como lociones y jabones. Trató de vender tarjetas postales de Navidad de puerta en puerta, pero debido a las dificultades económicas, sus parientes no le compraban. Finalmente, llegó a casa de los Griffith en la Calle Gale. “Tal vez eran tan pobres como cualquiera de las familias del barrio”, recuerda, “pero, pese a ello, la hermana Griffith, quizá compadeciéndose de un niño, compró seis tarjetas”. Un verano, Tom y su hermana Marge vendieron bálsamo a cincuenta centavos de dólar el frasco hasta que su padre se enteró. De inmediato les quitó el bálsamo, devolvió el dinero a los vecinos y puso así fin al “negocio” de sus hijos.

Tommy acompañaba a Marge todos los sábados a sus clases de dicción con la Sra. Hoffman y pasaba horas escuchándola practicar y leer. El absorbía las expresiones idiomáticas y las técnicas especiales que su hermana aprendía para hablar en público: gestos, inflexiones de la voz, pausas y expresiones faciales.

Su madre se aseguraba de que Tommy asistiera a la Primaria todos los miércoles, lo cual pasó a ser para él “una luz brillante de esperanza” en esa época tan oscura de la Depresión. La maravillosa maestra de Tommy, Nancy Taylor, quien llevaba poco tiempo de casada, tenía entusiasmo e interés hacia los niños. La veían como un gran ejemplo y ella tenía gran facilidad para motivarlos a alcanzar sus objetivos en la clase de Marcadores. “No se trataba de que nuestra maestra fuera bien educada y tuviera muchos títulos; no poseía nada de eso. Tampoco tenía que ver con que los niños fuéramos excepcionales y por demás motivados y de buen comportamiento; al contrario. Pero lo que fortaleció la relación entre la maestra y sus niños fue el hecho de que ella nos amaba y nos enseñaba el Evangelio”. Introdujo a cada uno, individualmente, al programa de Marcadores y les enseñó la canción que decía: “Somos los niños marcadores, y marchamos hasta donde se pone el sol; hasta donde terminan los arroyos, en el mar de gran esplendor”. El presidente Monson aún puede cantarla.

Tommy tenía diez años cuando empezó a recibir las insignias de logros de los Marcadores. Su tío John tenía unos maderos y ayudó a Tommy a construir una caja especial donde él las guardaba, la cual llegó a ser mucho más que un objeto de madera lustrada. “La fuerte mano del tío martillando los clavos” pasó a ser un símbolo de un hombre dispuesto a ayudar a un sobrino al que tanto amaba.

Los Marcadores no eran un grupo fácil de manejar. El nivel de energía y la curiosidad de Tommy eran difíciles de canalizar. Un día vio a la presidenta de la Primaria, la hermana Georgell, sentada en la capilla, llorando. Se le acercó e inocentemente le preguntó: “¿Puedo ayudarla, hermana Georgell?”.

Ella le explicó que no podía controlar a los Marcadores en los ejercicios de apertura de la Primaria. Lo que el niño no comprendió fue que él, Tommy Monson, era el principal causante de tan perturbadora conducta. Lleno de magnanimidad se comprometió a ayudar a la hermana Georgell, y los alborotos terminaron de inmediato.

Muchos años después, mientras oficiaba en el casamiento de uno de los nietos de la hermana Georgell en el Templo de Salt Lake, el presidente Monson la vio y compartió con los presentes aquel incidente, tras lo cual ella declaró: “Ah, después de todo no eras tan malo”.

Cuando Melissa Georgell tenía más de noventa años, vivía en un hogar de ancianos en la parte noroeste de Salt Lake City. Un año, durante sus típicas visitas de Navidad, el presidente Monson pasó a ver a su amada presidenta de la Primaria y la encontró en el comedor mirando fijamente la comida y empujándola de un lado al otro del plato. Cuando se dirigió a ella, notó que tenía la mirada perdida en él y en su derredor. “Delicadamente tomé el tenedor de su mano y comencé a darle de comer, mientras le hablaba de su servicio a los niños y niñas de la Primaria y de la dicha que yo había tenido de servir más tarde como su obispo”. En su rostro no había el más mínimo indicio de que me reconociera. Dos de los otros residentes me dijeron: “Ella no conoce a nadie, ni siquiera a su familia. No ha pronunciado una palabra desde hace mucho tiempo”.

El almuerzo terminó, y Tom, mucho más alto de lo que era en sus días de Primaria, se puso de pie para marcharse. “Tomé su frágil mano entre las mías, la miré a sus hermosos ojos y le dije: ‘Dios la bendiga, Melissa, y feliz Navidad’. De inmediato me habló, diciendo: ‘Yo te conozco; tú eres Tommy Monson, mi muchachito de la Primaria. Cuánto te amo’”.

Esa clase de amor, camaradería y bondad proveniente de su círculo de familiares, amigos y maestros de la Iglesia fueron una enorme protección para Tommy contra los horrores de la Gran Depresión. Aquellos años formativos también sirvieron para ir forjando el corazón y el alma de un profeta. “Reconozco sin vacilar la mano del Señor en mi vida”, ha declarado. “Nunca lo dudé, ni siquiera cuando era un niño”.

Los Monson literalmente abrieron sus puertas al necesitado. Debido a la depresión económica, una multitud de hombres llegaban como polizones en los trenes en busca de trabajo. Por vivir tan cerca de las vías del ferrocarril, muchos transeúntes golpeaban a la puerta de los Monson sin saber exactamente qué decir. Finalmente, brotaban las palabras: “Disculpe, pero tiene algún trabajo que pueda hacer para ganarme algo de comer?”. Nunca negaron ayuda a nadie.

Gladys Monson no sentía temor. Esos hombres no eran criminales; eran desplazados que no tenían nada y trataban de conseguir algo. Los llevaba hasta el lavabo y les decía que se asearan mientras ella les preparaba algo para comer. Les servía lo mismo que le había dado a Spence: un sándwich de jamón o carne, papitas saladas, un trozo de pastel, con un vaso de leche o de refresco. Entonces se sentaba y en su típico tono maternal les preguntaba: “¿De dónde vienen?”. Ellos estaban ocupados comiendo y ella estaba ocupada haciéndoles preguntas, ya que estaba genuinamente interesada en cada uno. No tenían otro remedio que escuchar sus consejos y Gladys tenía muchos para darles. “Les daba cátedras de lo que debían hacer, les pedía que consideraran regresar a su hogar, que fueran buenas personas mientras andaban en los trenes y que debían escribir a la familia para que no estuvieran tan preocupados por ellos”.

Tommy nunca entendió cómo era que ellos sabían a cuál puerta llamar. Lo que sí sabía era que cuando su madre le pidió que volviera a pintar el cerco, le había dicho que dejara una de las tablas sin pintar. Tuvo la impresión de que ésa era una forma de hacer que el necesitado se sintiera bienvenido.

Tales experiencias le enseñaron a ser generoso y acogedor. Su padre era un hombre de pocas palabras, pero cuando se trataba de ayudar a los demás, sus hechos eran por demás elocuentes. En el hogar se enseñaba la compasión, lecciones que se aprendieron bien. “No tenemos forma de saber cuándo se nos presentará el privilegio de tender una mano de ayuda a alguien”, ha dicho el presidente Monson. “El camino ajericó que todos transitamos carece de nombre y el viajero cansado que necesita nuestra ayuda puede ser alguien desconocido”.

La Navidad era siempre una época memorable durante la infancia de Tommy. Para los niños de la familia Monson, como sucede con casi todos los niños, era un tiempo que aguardaban anhelosamente todos los años. Decoraban las arañas, colgaban serpentinas entre las salas y adornaban el árbol con diminutas luces y preciados ornamentos. A principios de su matrimonio, Spence inició una tradición de escribirle a Gladys un poema o una carta para la Navidad y para su cumpleaños. En una de tales ocasiones escribió:

Un largo camino llevamos transitado, juntos los dos, tú y yo, lado a lado.

Y aun cuando hay veces que soy aburrido, muchos más años quiero celebrar contigo.

Como niño de la Primaria, Tommy participaba todos los años del programa de Navidad en el Barrio Sexto-Séptimo. Una vez hizo el papel de uno de los magos de oriente, con un pañuelo alrededor de la cabeza, la cubierta de la butaca del piano sobre los hombros y un bastón negro de madera en la mano. Sonaba convincente con las líneas que le habían asignado: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle”.

El texto era más largo, pero aun cuando ha olvidado parte de él, los sentimientos que experimentó aún se conservan vivos: “Los tres miramos hacia arriba, vimos la estrella, caminamos a lo largo del escenario, encontramos a María con Jesús, caímos de rodillas para adorarle, le obsequiamos nuestros tesoros: oro, incienso y mirra. A mí me agradó particularmente el hecho de que no regresáramos al malvado Herodes para traicionar al niño Jesús, sino que obedecimos a Dios y nos marchamos en otra dirección”.

El bastón negro de madera ocupa en la actualidad un lugar especial en la casa de los Monson, representando el mensaje de aquella primera Navidad y la dedicación y el amor hacia Jesucristo por los cuales el presidente Monson es conocido: “Dejémonos siempre guiar por el Ejemplo supremo, el mismo hijo de María, el Salvador Jesucristo, cuya vida misma nos ofreció un modelo perfecto a seguir. Nacido en un establo con un pesebre como cuna, descendió de los cielos para vivir en la tierra como un ser mortal y para establecer el reino de Dios”.

En una ocasión en el mes de diciembre, la madre de Tommy lo llevó a la sección de juguetería de una tienda de Salt Lake City. Para atraer a los clientes, el comercio estaba sorteando un hermoso poni. Cada niño debía escribir una nota explicando por qué el caballito sería un bien recibido regalo de Navidad y tras firmarlas, éstas se colocarían en una enorme caja junto al poni, el que se exhibía en la tienda. En el día y a la hora de realizarse el sorteo, Tommy y su madre estaban en medio de la bulliciosa multitud de niños, cada uno con la esperanza de llevarse el animal a su casa. Tan seguro estaba Tommy de que ganaría que ya había puesto paja en la casa de juguete de su hermana en el fondo de la residencia—un magnífico lugar para alojar a su poni. Pero no sacaron su nombre y el corazón se le hizo trizas.

Al salir de la tienda, Tommy advirtió a un caballero que hacía sonar una campana para dirigir la atención a un recipiente que colgaba de un marco triangular. Su madre se detuvo y puso dentro de él lo que parecía ser un dólar de plata. Se volvió a Tommy y le preguntó: “¿Tienes algo de dinero que quieras dar a los pobres para la Navidad?”. Tommy buscó en sus bolsillos y sacó dos monedas de cinco centavos, todo cuanto tenía, y las puso dentro del recipiente, una después de la otra. “Ese día”, recuerda, “no me gané el poni, pero recibí un regalo mucho mayor, ‘la sonrisa de aprobación de Dios’”.

Los padres de Tommy trataban de evitar que la Navidad resultara una actividad frenética y por demás comercializada. Más bien, recalcaban la importancia de amar y dar de uno mismo. El mensaje de Navidad que el presidente Monson da año tras año reitera las lecciones aprendidas de niño, como cuando cita a David O. McKay: “El espíritu de la Navidad es el espíritu de Cristo que hace que nuestro corazón resplandezca de amor fraternal y nos impulsa a realizar buenas acciones de servicio. Es el espíritu del evangelio de Jesucristo, el cual, si obedecemos, traerá paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres”.

Tommy recuerda una Navidad en particular en la que aprendió que “la diferencia radica en lo que hay en el corazón y no en lo que hay en la mano”. Tenía diez u once años y anhelaba que sus padres le regalaran un tren eléctrico. “Yo no quería el barato modelo de cuerda que se podía conseguir en cualquier lugar”, él cuenta, “sino el tren que funcionaba gracias al milagro de la electricidad”. Pese a las serias limitaciones económicas de la época, sus padres hicieron un gran sacrificio para poner el tan ansiado juguete debajo del árbol. Llegada la mañana de Navidad, Tommy jugó por horas con el tren, moviendo la locomotora hacia adelante y hacia atrás por las vías, empujando y tirando los vagones. Cuando su madre le dijo que había comprado un tren de cuerda para Mark, el hijo de la Sra. Hansen, quienes vivían cerca de su casa, Tommy le pidió si podía verlo. La locomotora era pequeña y de apariencia rústica, no tan elegante como la del costoso modelo que le habían regalado a él. Notó en el modesto tren de Mark un vagón tanque que él no tenía en el suyo y, tras mucho insistir, su madre le permitió sacarlo de la caja y agregarlo a su juego. Las palabras de su madre: “si es que lo necesitas más que Mark” no lo hizo desistir; estaba complacido con la adición a su ya magnífico juguete.

No queriendo darse por enterado de la desilusión de su madre, Tommy fue con ella hasta la casa de Mark para llevarle lo que quedaba de su juguete. El niño era uno o dos años mayor que Tommy, pero quedó encantado con el regalo. Dio cuerda a la locomotora—no eléctrica como la que estaba en la casa de la familia Monson—y observó radiante cómo ésta con sus dos vagones y el furgón se deslizaban por la vía.

“¿Qué piensas del tren de Mark?”, preguntó la madre de Tommy a su hijo, quien respondió casi al mismo tiempo que salía de la casa de los Hansen: “Aguarda un momento, ya regreso”. Corriendo fue hasta su casa, recogió el vagón tanque que había tomado del tren de Mark y otro del suyo y volvió de prisa a la casa de los Hansen. Con una gran sonrisa exclamó: “Olvidamos traer estos dos vagones que son parte de tu tren”. Mark con cuidado los juntó a los otros. Tommy “observaba cómo el trencito marchaba por la vía y sintió una satisfacción difícil de describir e imposible de olvidar”.

Años más tarde, en una conferencia general, contó la historia del tren para ilustrar una lección que aprendió de su madre sobre cómo vivir la regla de oro. Pocos días después, May Hansen, la hermana de Mark, lo llamó para agradecerle sus palabras, las que tanto habían significado para su aquejada madre, quien nunca había olvidado la bondad de Tommy aquella Navidad de tantos años atrás.

La hermana Hansen falleció pocas semanas después de la conversación telefónica y el élder Monson habló en su funeral. El volver a tener contacto con Mark y su familia fue un bendito momento de reflexión en cuanto a cómo compartir el amor del Señor. “Siento que fue providencial que yo me refiriera al incidente del tren en el momento que lo hice”, comentó. Fue justo a tiempo para bendecir a la hermana Hansen con aquel recuerdo.

“El aprender el Evangelio, dar testimonio y guiar a una familia no son tareas fáciles”, reconoce el presidente Monson. “La jornada de la vida se caracteriza por los obstáculos que encontramos en el camino y la turbulencia de nuestros tiempos”. Esa turbulencia durante la Depresión se vio mitigada por las expresiones de bondad en el hogar de los Monson. Tommy aprendió esos valores fundamentales, básicamente del mismo modo que los dos mil jóvenes guerreros de Helamán en el Libro de Mormón, a quienes “sus madres les habían enseñado”. En su caso, Dios lo había “librado” del resentimiento y de la desilusión generados por la crisis que enfrentaba el país.

El Señor no dejó de enseñarle las cosas que eran de mayor importancia.

La familia siempre se reunía para la cena del día de Acción de Gracias (en el mes de noviembre). Gladys preparaba el pavo en el “horno grande” de la casa de Annie y las hermanas tomaban turnos para ver que se fuera cocinando bien. Spence tenía asignada la tarea de poner la mesa al llegar a su casa después de trabajar unas horas en la imprenta y antes de ir con los muchachos al tradicional partido de fútbol americano entre la Universidad de Utah y la Universidad Estatal, el cual empezaba al mediodía. Los Monson eran partidarios de la Universidad de Utah y en 1940 vitoreaban especialmente a Conway Dearden, el nuevo novio de Marge, que jugaba en el equipo, y después la veían a ella desfilar por el campo en el entretiempo con el equipo de marcha.

En una ocasión, la familia estaba en plenos preparativos para la celebración de Acción de Gracias cuando Charlie Renshaw, un joven vecino, llamó a Tommy de un grito desde el otro lado del cerco que separaba las dos casas.

Cuando Tommy respondió, Charlie le dijo: “Huele bien allí adentro. ¿Qué estás comiendo?”.

Cuando Tommy le respondió que estaban preparando pavo, Charlie le preguntó qué sabor tenía el pavo.

“Pues, se parece al de la gallina”, contestó Tommy, tras lo cual Charlie preguntó: “Y ¿qué sabor tiene la gallina?”.

Tom fue corriendo hasta la cocina, tomó un trozo de carne de pavo y se lo dio a su amigo. “¡Qué bueno sabe!”, dijo el muchacho.

Cuando Tom le preguntó a Charlie qué iban a comer en su casa, la respuesta fue: “No sé … no creo que haya nada para comer”.

Tom se quedó pensando; él sabía que su madre siempre encontraba algo para dar de comer a quienes llegaban hasta su puerta. No tenía pavos, gallinas ni dinero, pero sí tenía dos conejos, un macho y una hembra, sus atesoradas mascotas. Le hizo una seña a su amigo y se dirigió hasta la conejera que había construido especialmente uno de sus tíos. Metió la mano y tomó los dos conejos, los puso en una bolsa y se la entregó a Charlie.

“La carne de conejo es mucho más sabrosa que la de gallina”, dijo Tom. “El cuero lo puedes vender a veinticinco centavos cada uno en la curtiduría. Estos dos conejos serán una buena cena para tu familia”.

Charlie ya había saltado el cerco e iba corriendo hacia su casa antes de que Tom siquiera alcanzara a cerrar la puerta de la conejera vacía. Tom comprendió que había dado todo cuanto tenía; había satisfecho la necesidad de otra persona y no lo lamentaba. Allí comenzaba un patrón de conducta: “Porque tuve hambre y me diste de comer … en cuanto lo hicisteis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”.

Su vida ha continuado siendo una expresión tangible de las palabras del Señor.