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CAMINO A LA ADOLESCENCIA
¿Porqué motivo el profeta de Dios, en su primera conferencia como tal, menearía humorísticamente las orejas ante una congregación del sacerdocio? Creo que sencillamente quería que la juventud de la Iglesia supiera que él los entiende pues también fue joven una vez. El logra transmitir muy bien su humanismo a la Iglesia.
Élder Marlin K. Jensen Primer Quorum de los Setenta
Siempre admiré a mi hermano tom y sus amigos”, recuerda Bob, cinco años menor que Tom. “Eran la clase de personas que yo quería ser cuando creciera”1.
En gran parte, todos ellos eran dignos de esa admiración.
Pero Tom y sus amigos solían ser todo un desafío para cualquier maestro de la Escuela Dominical. Un domingo por la mañana, la hermana Lucy Gertsch entró en el salón de clase y de inmediato comprendió cuál sería su principal tarea: domesticar a aquellos revoltosos. Años después, en una carta dirigida al “Élder Monson—querido Tom”, ella se referiría a aquella primera experiencia:
“Cuando el superintendente de la Escuela Dominical me llevó hasta el salón donde estaban ustedes, vi a algunos parados sobre las sillas, otros trepando hasta las ventanas altas y otros saltando como ranitas. No recuerdo qué era lo que tú hacías, pero tampoco recuerdo que fueras travieso. La edad era más o menos lo único que tenías en común con aquellos muchachos. Eras un chico animado y bueno. A muchas personas les costaría creer que una clase de Escuela Dominical de la Iglesia fuera tan indisciplinada. Recuerdo que uno de los niños dijo: ‘La correremos de aquí como lo hicimos con las demás’. Lo que él no sabía era que yo tenía sangre suiza y también un espíritu indomable… Dadas las circunstancias, lo único que podía hacer era ofrecer una oración en silencio. Afortunadamente, la noche anterior había visto la película ‘Boys Town’ (Callejeros) y me di cuenta de que los miembros de la clase eran buenos niños con problemas. Todo cuanto podía hacer era amarlos”2.
Tom y Lucy forjaron un vínculo inmediato, ya que ella había crecido en Midway, Utah, y en sus lecciones incluía descripciones de ese hermoso lugar de verdes valles y curiosos manantiales de agua caliente, entornos predilectos de la familia Monson.
Lucy llevaba al salón de clase a invitados especiales como Moisés, Josué, Pedro, Jacob, Nefi y, principalmente, al Señor Jesucristo. “Aun cuando no los veíamos, aprendimos a amarlos, honrarlos y admirarlos”3. El conocimiento del Evangelio aumentó y también mejoró la conducta. No llevó mucho tiempo hasta que los muchachos llegaron realmente a amar a Lucy.
“De la Biblia nos leía sobre Jesús, el Redentor y Salvador del mundo. Un día nos enseñó cómo le llevaban a los niños pequeños y cómo Él les imponía las manos y oraba con ellos. Sus discípulos reprendieron a quienes le llevaban a los niños; ‘Y viéndolo Jesús, se indignó y les dijo: Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de Dios’”4.
Muchos domingos, los niños salían de la clase sintiéndose como los discípulos camino a Emaús, diciéndose: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros?”5. Ciertamente ella les abrió una ventana a las Escrituras. De aquella clase y otras con similar energía espiritual nació el cimiento del testimonio que Tom Monson tiene de Jesucristo.
En una ocasión, Lucy sugirió programar una fiesta, lo cual fue recibido por la clase con mucho entusiasmo. En las semanas siguientes, ella llevó detenida cuenta de las monedas que los niños llevaban a la clase para comprar pasteles, galletas, tartas y helado. Habían llegado a la cantidad que necesitaban cuando, un domingo de invierno, Lucy anunció que la madre de uno de los compañeros de clase, Billy Devenport, había fallecido. Muchos de los niños pensaron en sus propias madres y se imaginaron el dolor que sentiría Billy.
La lección de ese día se basaba en pasajes del libro de Hechos: “[Tened] presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir”6. En medio de la lección, Lucy mencionó la terrible condición económica de la familia de Billy y preguntó: “¿Cuánto dinero hemos recolectado para nuestra fiesta?”. Con sano orgullo, los niños respondieron: “Cuatro dólares y setenta y cinco centavos”. Entonces Lucy sugirió: “¿Qué les parece si seguimos la enseñanza del Señor y le damos a la familia Devenport el dinero que juntamos para nuestra fiesta como una expresión de nuestro amor por ellos?”. El voto fue unánime, y así Lucy puso el preciado fondo dentro de un sobre que ella había llevado a la clase.
El pequeño grupo caminó las tres cuadras desde la capilla hasta la casa de los Devenport, llamaron a la puerta y fueron atendidos por Billy, su papá y sus hermanos y hermanas. Todos sentían la ausencia de la Sra. Devenport. Lucy entregó el sobre al padre de la familia. “Nuestros corazones se sintieron más livianos aquél día, nuestro gozo era más pleno y nuestro entendimiento más profundo”, recuerda el presidente Monson. “Aquél sencillo acto de bondad nos unió estrechamente y aprendimos, mediante nuestra propia experiencia, que por cierto es mucho más bienaventurado dar que recibir”7.
Años más tarde, los miembros de aquél grupo efectuaron una reunión para recordar la “clase de Lucy Gertsch Thomson, de 1940”. Aquellos “alborotados” muchachitos habían llegado a ser hombres respetables: Don Balmforth, instalador de alfombras; Richard Barton, médico; Don Brems, técnico en maquinaria, John Giles, bombero y maquinista de ferrocarril; Bryand Giles, profesor de idiomas; Jack Hepworth, químico; Alfred Hemingway, ejecutivo de una compañía cinematográfica; Robert Marsh, maestro; Bill Mayne, plomero industrial; Leland Weeks, fotógrafo; León Robertson, oficial financiero universitario; Tom Monson, miembro del Quorum de los Doce Apóstoles.
Cuando el presidente Monson oye la letra de algún himno que se refiere a la Escuela Dominical, piensa en Lucy Gertsch, así como en otros apreciados líderes como Thelma Jensen, Larry Green, Pearl Snarr y Francis Brems. Sus ejemplos de servicio cristiano influyeron en él profundamente, “no tanto por las cosas que decían, sino por lo que eran y por la manera en que amaban al Señor”8. Compartieron perdurables lecciones de bondad, generosidad, valor y honor. Refiriéndose a aquellos días como maestra, Lucy dijo: “Si uno ama, ora y estudia, Dios bendice sus esfuerzos”9. Esa lección no pasó desapercibida para Tom. El amor, el tema mismo de su vida, fue forjado profundamente en los salones de clase del viejo edificio de un barrio pionero.
Años después, una mujer llamó un día y le preguntó si recordaba a Francis Brems, su maestro de la Escuela Dominical, a lo cual el presidente Monson respondió que sí. De hecho, el hermano Brems no era realmente un maestro, sino un “vigilante” asignado a sentarse en el fondo del salón de clase y, si alguien creaba problemas, a sentarse junto al alborotador. El hermano Brems estaba en esa clase todas las semanas.
La persona que llamó procedió a explicarle que el hermano Brems había cumplido la increíble edad de 105 años, y que estaba sordo y ciego pero que podía hablar. “Está internado en un pequeño hogar de ancianos pero la familia lo visita todos los domingos”, le dijo. “El domingo pasado, el abuelo nos anunció: ‘Mis queridos, voy a morir esta semana. Por favor llamen a Tommy Monson y avísenle. El sabrá lo que debe hacer’”.
Al día siguiente, el presidente Monson estaba junto al hermano Brems. “No podía hablarle, porque era sordo; no podía escribirle nada para que él leyera, pues era ciego, ¿qué podía hacer? Se me dijo que para comunicarse con él, su familia trazaba con el dedo de la mano derecha de él sobre la palma de su mano izquierda las letras del nombre de la persona que había ido a visitarlo y cualquier otro mensaje. Seguí las instrucciones y deletreé mi nombre. Lleno de entusiasmo, el hermano Brems me tomó las manos y se las puso sobre la cabeza. En ese momento supe que su deseo era recibir una bendición del sacerdocio. El conductor que me había llevado hasta el hogar de ancianos me ayudó en la ordenanza de poner las manos sobre la cabeza del hermano Brems para darle la anhelada bendición. Al terminar, las lágrimas brotaron de sus ojos sin vida. Nos tomó las manos y leimos el movimiento de sus labios: ‘Muchas gracias’”10. Pocos días después, tal como él lo había predicho, el hermano Brems falleció, y el presidente Monson habló en su funeral.
“Quien influye en un joven con el plan divino, a un futuro hombre le marca el destino”, recita a menudo el presidente Monson al hablar con líderes de la juventud. Al mirar hacia atrás en su propia vida, él ha dicho: “Cada clase de Primaria, de Escuela Dominical, de seminario, y cada asignación del sacerdocio, ha dejado una huella indeleble en mí. De un modo casi imperceptible, una vida fue moldeada, se dio inicio a una carrera y nació un hombre”11. Sus maestros nunca se sorprendieron.
Una de las razones por las que con frecuencia utiliza himnos en sus discursos es porque de niño los aprendió en la Escuela Dominical y los mensajes permanecieron en su corazón. Él ve en los himnos un medio para enseñar principios. “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”, “Qué firmes cimientos”, “Israel, Jesús os llama”, y “Oh élderes de Israel”, los cantó una y otra vez. Cuando la directora de música del barrio sometía a la congregación al proceso de aprender un nuevo himno, lo aprendían de verdad. Stella Waters agitaba la batuta a centímetros de la nariz de los diáconos y marcaba el compás con un pie pesado que hacía que el piso crujiera. “Cuando cantábamos los himnos de Sión”, recuerda el presidente Monson, “no sólo aprendíamos la música, sino también la letra”12. Si la congregación respondía bien, les permitía escoger el siguiente himno. Uno de los predilectos era:
Cristo, el mar se encrespa, y ruge la tempestad.
Obscuros los cielos se muestran,
Terribles y sin piedad13.
A Tommy le encantaba esa letra, la intensidad de la melodía, el dramatismo de las imágenes. De jovencito ya comprendía en parte los peligros de un mar tempestuoso, pero tal vez no aquellos que vería y aconsejaría a los diáconos que evitaran en los años futuros: “El demonio de la codicia; el demonio de la deshonestidad; el demonio de la duda; el demonio de las drogas; y esos dos demonios mellizos de la inmodestia y la inmoralidad”14.
Tommy fue ordenado diácono el 5 de noviembre de 1939, por el patriarca de la estaca, Frank B. Woodbury. Después de su ordenación, los himnos del sacerdocio adquirieron un significado aún mayor para él. La letra del himno de apertura el primer domingo como diácono, “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”, penetró profundamente su alma15. Al mirar hoy hacia atrás, todavía recuerda lo que sintió aquél día, un joven diácono entre hombres que—no en edad sino en el deber del sacerdocio—eran sus compañeros. El siempre ha considerado que poseer el sacerdocio es una muestra de confianza de parte de Dios, y ha aconsejado: “Pensemos en nuestros llamamientos, reflexionemos en nuestras responsabilidades, determinemos nuestro deber, y sigamos a Jesucristo, nuestro Señor”16. Ese compromiso nació cuando un muchacho de doce años se reunió con sus hermanos.
Los miembros del obispado demostraron un interés personal en Tommy, recalcando las lecciones del Maestro que él veía demostradas en su propio hogar. Nunca dejó de honrar a sus padres; ellos eran su faro, pero también hubo otros que le señalaron el camino. Sus asesores del sacerdocio hicieron hincapié en la sagrada responsabilidad de repartir la Santa Cena; pusieron énfasis en la forma debida de vestir, en tener modales dignos y en la importancia de ser limpio interior y exterior mente. Fue en esos años de adolescente en el Sacerdocio Aarónico que aprendió lecciones de servicio en la Iglesia que forjarían el resto de su vida. El ha enseñado a los jóvenes: “Todos los que poseen el sacerdocio tienen oportunidades de servir a nuestro Padre Celestial y a Sus hijos aquí en la tierra. Es contrario al espíritu de servicio el vivir egoístamente y hacer caso omiso de las necesidades de los demás”17.
El barrio tenía dos quórumes de diáconos. En 1940, Tommy sirvió como segundo consejero en el primer quorum y en 1941 como secretario en el segundo quorum de diáconos del Barrio Sexto-Séptimo de la Estaca Pioneer. Le gustaba la exactitud con la que se llevaban los registros y otras tareas del secretario y se sentía orgulloso de servir en un llamamiento de la Iglesia. En una reunión de oficiales de una conferencia de barrio, un miembro de la presidencia de la estaca le pidió que se pusiera de pie y diera su testimonio y dijera cómo se sentía hacia su asignación en la Iglesia. No recuerda qué fue lo que dijo, pero para entonces ya había comenzado a desarrollar un marcado sentido de obligación en cuanto al rendimiento personal y a cumplir con sus deberes del sacerdocio, y es posible que sus palabras hayan reflejado esa determinación.
Otro de esos deberes era recolectar las ofrendas de ayuno. “Yo cubría una parte del barrio en la mañana del domingo de ayuno, entregaba el pequeño sobre a cada familia, aguardaba que pusieran la contribución en él y después lo devolvía al obispo. En una de tales ocasiones, un miembro de avanzada edad, el hermano Wright, quien vivía solo, me recibió a la puerta y, con manos ancianas, abrió el sobre y puso en él una pequeña suma de dinero. Su ojos brillaban mientras hacía su contribución”18.
Thomas Monson nunca ha olvidado a Ed Wright, y hoy emplea aquellas experiencias que tuvo como poseedor del Sacerdocio Aarónico, cuando enseña a los jóvenes acerca de este sagrado deber: “Recuerdo que los muchachos en la congregación que yo presidía se habían reunido una mañana adormilados, un tanto desaliñados y en cierto modo quejándose por haber tenido que levantarse tan temprano para cumplir con su asignación. No se oyó ningún comentario de reprobación, pero durante la semana siguiente llevamos a los jóvenes en una gira por la Manzana de Bienestar. Allí vieron a una persona minusválida atender los teléfonos, a un hombre entrado en años poner artículos en estanterías, mujeres que ordenaban ropa, y hasta un hombre ciego que pegaba etiquetas en latas; todas ellas, personas que se ganaban el sostén sirviendo como voluntarias. Un marcado silencio invadió el lugar a medida que los muchachos fueron testigos de cómo sus esfuerzos todos los meses al recolectar las ofrendas de ayuno contribuían a ayudar a los necesitados y proporcionaban empleo a quienes, de otro modo, estarían desocupados”19.
Su consejo es claro: “Bien podríamos esperar más hoy de nuestras presidencias de quorum del Sacerdocio Aarónico, pues sé que obtendríamos mejores resultados si así lo hiciéramos”20.
Tommy era todavía un jovencito muy activo y, al igual que sus amigos, algo travieso, aunque nunca obraban con malicia. Acostumbraban subirse por cortos tramos en las locomotoras y hacer bromas a los conductores de automóviles que pasaban por el vecindario. Un día, después de la escuela, caminaba por la calle con uno de sus compañeros de clase y vieron el camión de la perrera estacionado frente a una tienda de embutidos. Ya que “todos los niños detestan la perrera”, se fijaron en el camión y advirtieron que el conductor había dejado la traba de la cerradura abierta. Preocupado por los perros “que iban camino a la cámara de ejecución”, Tommy levantó la traba, dejando a siete perros en libertad, los cuales, cumpliendo con su deber canino, corrieron detrás de los niños por varias cuadras”21.
Un día de Halloween (día de las brujas), Tommy y sus amigos “se apoderaron” de un muñeco relleno de paja y vestido en raídas ropas de hombre. Se contaba que lo habían hecho en la penitenciaría del estado para un baile de disfraces de la familia de uno de los reclusos y que lo habían desechado después del evento. Los muchachitos se pusieron eufóricos cuando lo encontraron.
Entonces comenzaron a maquinar ideas: ¿Qué uso podrían dar a ese muñeco al que llamaban “Charlie”?. No transcurrió mucho tiempo hasta que se escondieron entre los arbustos al costado de la capilla y cada vez que se acercaba un automóvil, arrojaban el muñeco frente a él, dándole la impresión al conductor de que había atropellado a alguien. Oían el chirrido de los frenos y al conductor dar un grito, trama que les resultaba sumamente divertida.
Después los niños recogían a “Charlie” y aguardaban a que pasara otro vehículo, y después otro y otro más. Pero fue cuando lo arrojaron frente a un autobús del transporte público que las cosas cambiaron de color. El conductor clavó los frenos, los pasajeros gritaron y una señora se desmayó. Para Tommy y sus compinches, “ése fue el punto culminante de la noche”. Pero el incidente llegó a oídos de uno de los consejeros del obispado, John Burt, quien les quitó a Charlie y dirigió sus pasos hacia la sala de calderas del centro de reuniones. Al abrir la puerta del horno, los diáconos lanzaron su amenaza: “Si nos quema el muñeco, no repartiremos la Santa Cena”.
“Lo que hagan el domingo es asunto de ustedes”, dijo el hermano Burt, mirando a los temerarios diáconos. “Lo que yo haga ahora es asunto mío”. Charlie fue echado a las llamas y los niños fueron enviados a su casa. Baste decir que estaban muy enojados.
Llegado el domingo por la mañana, los jovencitos no se sentaron en sus asientos habituales, pero al comenzar la reunión, empezaron a pensar en lo que les había dicho el hermano Burt. Lino por uno se pusieron de pie y emprendieron la “vergonzosa marcha” hacia sus puestos asignados y repartieron la Santa Cena con corazones arrepentidos22.
El presidente Monson emplearía esa lección al enseñar a los diáconos alrededor del mundo: “¿Están viviendo de acuerdo con lo que el Señor requiere de ustedes? ¿Son dignos de poseer el sacerdocio de Dios? Si no lo son, tomen la decisión en este preciso momento, ármense del valor que se requerirá y efectúen los cambios necesarios a fin de que su vida sea lo que debe ser”.
Muchas veces les ha dicho a los jovencitos: “Ustedes tienen el privilegio de ser participantes en vez de espectadores en el escenario del servicio del sacerdocio”23.
Generalmente, Tommy llegaba a la reunión de sacerdocio solo, pero cuando estaba programado que la autoridad general favorita de su padre, el élder LeGrand Richards, hablaría en la reunión de sacerdocio de la Estaca Pioneer, en la capilla del Barrio Cuarto, Spence y Tommy iban juntos. Para el muchacho, aquellos momentos con su padre eran invalorables.
En una ocasión, siendo aún un joven diácono, a Tom se le asignó hablar sobre la Palabra de Sabiduría en una reunión de estaca. El presidente, Paul C. Child, se inclinó hacia Tommy después que se sentó y lo felicitó por su mensaje, pero añadió: “En el futuro no tendrás necesidad de leer tus discursos; tienes la habilidad de darlos sin leerlos”. Tommy se tomó el consejo del presidente muy en serio.
Los muchachos eran inquietos pero dóciles. “Parece como si hubiera sido ayer que era secretario del quorum de diáconos de mi barrio. Eramos instruidos por hombres sabios y pacientes que nos enseñaban de las Santas Escrituras, hombres que nos conocían bien. Esos hombres que se tomaron el tiempo de escuchar y reír, de edificar e inspirar, recalcaban que nosotros, al igual que el Señor, podíamos aumentar en sabiduría y estatura y en favor ante Dios y los hombres. Ellos eran ejemplos para nosotros; sus vidas eran un reflejo de sus testimonios. La juventud es una época para crecer”24.
De diácono, observaba a los presbíteros oficiar en la bendición de la Santa Cena. Uno de ellos, Barry, tenía una voz magnífica, y su lectura de las oraciones sacramentales era inspiradora. Los demás solían elogiarlo por su voz “de oro”, como si hubiera participado en un concurso de oratoria. A causa de ello, se vio un poco afectado por el orgullo. Por otro lado, Jack, otro de los presbíteros, sufría de sordera y su dicción era anormal y algunas veces confusa.
Un domingo, Jack con su “expresión torpe”, y Barry con su “hermosa voz”, fueron asignados para bendecir la Santa Cena. La congregación entonó el himno; los presbíteros partieron el pan y Barry se arrodilló para hacer la oración, pero nada. Los diáconos y los demás miembros de la congregación miraban para ver qué era lo que causaba la demora. Tom aún lleva en la mente la imagen de Barry “buscando frenéticamente la pequeña tarjeta blanca en la que estaban impresas las oraciones sacramentales”. No estaba por ninguna parte. Terriblemente avergonzado, Barry estaba rojo como un tomate.
Entonces, Jack, con su enorme mano, tomó a Barry por el brazo e hizo que se sentara en la banca. Se arrodilló en el escabel y empezó a recitar las palabras que había memorizado: “Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre…” Los diáconos—y Barry—ganaron gran respeto ese día por Jack, quien, aunque limitado en el habla, había cumplido con su deber al memorizar las sagradas oraciones sacramentales25.
Los jóvenes del barrio aguardaban ansiosos todos los años la temporada de los teatros ambulantes. Ellos sí “sabían lo que era una producción”. Hasta el día de hoy, el presidente Monson es un defensor de los teatros ambulantes, de los festivales de danzas y de otros eventos por el estilo, considerándolos edificantes y—como lo fue en su caso propio—un punto de transición en la vida. En años recientes, grandes eventos culturales han acompañado la dedicación de templos, los cuales él reconoce que “permiten a los jóvenes participar de una experiencia inolvidable. Las amistades y los recuerdos que forjan resultan imperecederos”26.
Myriel Cluff, y más adelante Betty Rushton Barton, dirigían las producciones del Barrio Sexto-Séptimo. En noviembre de 1940, la presentación del barrio titulada: “A través de los rayos del sol”, ganó el primer lugar en la estaca y más tarde fue galardonada como la mejor del valle en la competencia que se llevó a cabo en el Kingsbury Hall, la sala teatral de la Universidad de Utah. “Representaba el espíritu de la Estaca Pioneer (pionera) pues mostraba cómo gente de todas partes del mundo se unió gracias al Evangelio”27.
En la producción, Tom y los demás jovencitos de doce años eran esquimales. Vestidos de blanco, participaron en un baile representativo de la caza de focas sobre el hielo. Otros grupos del barrio representaron al sur de los Estados Unidos y a tierras de Asia. Marge, la hermana de Tom, hizo el papel protagónico, recitando el poema de Emma Lazarus que aparece en la Estatua de la Libertad de Nueva York, y el cual promueve la idea de que “A través de los rayos del sol se divisan todos los pueblos”.
El día de la competencia regional, Marge tuvo un ataque de laringitis. Tomó remedios caseros con cáscaras de limón, miel y otros brebajes que le dieron miembros del barrio, aunque sin ningún provecho. No tenía voz, y las palabras: “Traedme a vuestros fatigados y a vuestros pobres”, no se oirían de sus labios. Tom le dijo que oraría por ella e iba a pedirles a todos los esquimales que hicieran lo mismo. Reunió a los diáconos y todos se arrodillaron y ofrecieron una oración. Marge recobró la voz y el jurado dictó que “el Barrio Sexto-Séptimo tenía el mejor teatro ambulante de la Iglesia”. Por medio de la oración y la fe representaron elogiosamente a su “gran estaca de Sión”28.
“El presidente Monson siempre ha sido una persona de enorme fe y dado a orar”, observa el obispo H. David Burton. “El emplea esos grandes dones para ser una bendición en la vida de muchas personas en la actualidad”29.
Una perdurable tradición de la juventud del Barrio Sexto-Séptimo era conmemorar la restauración del Sacerdocio Aarónico viajando a Clarkston, Utah, una pequeña comunidad a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Salt Lake City. Allí los jóvenes visitaban la tumba de Martin Harris. “La mayor parte del tiempo lo dedicábamos a aprender sobre Martin Harris, uno de los Tres Testigos del Libro de Mormón, cuyo restos descansan en ese tranquilo cementerio”, recuerda el presidente Monson. “Sin duda que es el ocupante más ilustre del cementerio. Sin embargo, caminé por el lugar y leí en las lápidas inscripciones de otras personas no tan prominentes pero igualmente fieles. En algunas se hallaban interesantes recordatorios, tales como: ‘Volveremos a encontrarnos’, o ‘Se marchó a un lugar mejor’. Una inscripción que aún recuerdo decía: ‘Una luz de nuestro hogar se apagó; una voz amada se ha callado. Un lugar en nuestro corazón está vacío y nunca volverá a ser llenado’”30.
El recuerda la “reverencia y el asombro” que sintió cuando se detuvieron en los jardines del Templo de Logan, Utah. “Como los jovencitos suelen hacerlo en un día de primavera, nos acostamos sobre el césped y observamos los chapiteles del templo, los cuales se extendían hacia el cielo azul, y notamos las sedosas y tenues nubes blancas mientras pasaban deprisa. Pensé en los pioneros que yacían sepultados en aquél pequeño cementerio. Como resultado de las sagradas ordenanzas que se llevan a cabo en la santa casa de Dios, ninguna luz se había apagado permanentemente, ninguna voz se había callado permanentemente, ni había en nuestro corazón ningún lugar vació para siempre. ¡Cuánto amaban el templo aquellos primeros pioneros!”31.
En 1942, el obispo llamó a Tom Monson como presidente del quorum de maestros. Cien Bosen era su primer consejero y Fritz E. Hoerold el segundo, con John Hepworth como secretario. Aun cuando los jóvenes de su quorum crecieron, se casaron y se mudaron del barrio, Tom nunca dejó de sentirse responsable por ellos. Su apego a un verso que ha recitado repetidamente, tal vez haya nacido en aquellos días: “Cumple tu deber de la manera mejor, y deja el resto en manos del Señor”32.
La presidencia del quorum de maestros de vez en cuando llevaba a cabo sus reuniones en la casa de uno de los líderes, el hermano Miller, y al terminar jugaban al Banquero y comían pasteles de carne. Fue en ese mismo lugar que Tommy recibió su bendición patriarcal del patriarca Frank B. Woodbury, el padre de la hermana Miller, quien hacía las partes de escribiente.
Harold Watson, el asesor del quorum de maestros de Tom, también era un apasionado de las palomas, y criaba las rodadoras de Birmingham. Un día, el hermano Watson le preguntó a Tom si aceptaría como obsequio un par de tales palomas de raza pura. Tom no lo podía creer, y al día siguiente esperó al hermano Watson por una hora en su casa hasta que llegara del trabajo. “Me llevó hasta su palomar que estaba en la parte superior de un pequeño granero en el fondo de su casa. Al observar las palomas más hermosas que jamás había visto en mi vida, me dijo: ‘Escoge cualquier macho y yo te daré una hembra diferente a cualquier otra paloma en el mundo’”.
Tom escogió y el hermano Watson puso en su mano una pequeña paloma. Tom le preguntó qué la hacía tan diferente a las demás.
“Si la observas detenidamente, verás que tiene sólo un ojo”.
Así era, le faltaba un ojo, como resultado de un encuentro con un gato.
“Llévalas a tu palomar”, le aconsejó el hermano Watson. “Tenias por unos diez días y después ábreles la puerta para ver si se quedan contigo”.
Tom siguió las instrucciones y después del tiempo indicado, las dejó salir. El macho se paseó por el techo del palomar y después volvió a entrar para comer, pero la hembra de un solo ojo voló inmediatamente. Tom llamó al hermano Watson para preguntarle si acaso la paloma de un solo ojo había regresado a su palomar.
“Ven y echemos un vistazo”, le respondió.
Mientras caminaban hacia el palomar, el hermano Watson le dijo a Tom: “Como presidente del quorum de maestros, ¿qué harás para activar a Bob, quien también es miembro de tu quorum?”.
Al tiempo que Tom respondía: “Lo llevaré a la reunión del quorum esta semana”, el hermano Watson extendió su mano hasta el nido y le entregó la paloma de un solo ojo. “Tenia por algunos días más”, le dijo, “y después vuelve a hacer la prueba”.
Los resultados fueron los mismos. Tom llamó al hermano Watson y nuevamente fueron hasta su palomar. La conversación se desarrolló más o menos de esta forma: “Te felicito por haber llevado a Bob a la reunión de sacerdocio. ¿Qué van a hacer ahora tú y Bob para activar a Bill?” Bill y su familia eran quienes habían recibido el dinero de la fiesta de la clase de Lucy Gertsch.
Cada semana, la paloma volaba de regreso al palomar del hermano Watson, y cada semana Tom y su asesor conversaban sobre la actividad de los miembros de su quorum. “Ya era un hombre cuando finalmente comprendí que, ciertamente, Harold Watson, mi asesor, me había dado una paloma muy especial: la única de su palomar que sabía regresar a él cada vez que le abrían la puerta. Esa era su manera inspirada de tener una entrevista personal del sacerdocio con el presidente del quorum de maestros”33.
De Harold Watson y muchos otros, Tom aprendió paciencia, perseverancia, deber y dependencia espiritual en el Señor. “Cuán enorme privilegio el aprender la disciplina del deber. Un muchacho automáticamente dejará de pensar demasiado en sí mismo cuando se le asigna ‘velar’ por los demás”, dice34. Le gusta hablar del hermano Watson y las palomas, pero el relato tiene poco que ver con la paloma de un solo ojo. Con su asesor, él aprendió a ayudar a otras personas a sanar.
Otro miembro del barrio, James Farrell, padre de una numerosa familia de todas niñas, trabajaba para una compañía de producción de carbón. Se trataba de una operación que efectuaba solo, cargando carbón con una pala en una vieja camioneta. Trabajaba largas horas, desde temprano en la mañana hasta la noche y, pese a ello, su familia apenas subsistía. Sin embargo, asistían a todas las reuniones y actividades del barrio. En cada reunión de testimonios ese corpulento hombre se ponía de pie para expresar su gratitud al Señor por su familia, su trabajo y su testimonio. “Los dedos de aquellas ásperas, rojizas y agrietadas manos que se ponían blancas cuando se agarraba con fuerza del respaldo de la banca”, causaron una fuerte impresión en el joven Tom.
Cuando el hermano Farrell dio testimonio de “un muchacho que, en una arboleda cercana a Palmyra, Nueva York, se arrodilló a orar y tuvo una visión celestial de Dios el Padre y Jesucristo, Su Hijo”, Tom supo que lo que estaba diciendo era verdad, pues así podía sentirlo35.
Los humildes miembros del Barrio Sexto-Séptimo ejercieron una poderosa influencia en Tommy. Eran personas nobles e industriosas con firmes testimonios de su Señor y Salvador; personas agradecidas por sus bendiciones, aunque éstas parecieran insignificantes a la vista del mundo. Tales ejemplos contribuyeron a marcar una vida de servicio, compasión, dedicación y testimonio en Thomas S. Monson.
























