Bienaventurados los que no vieron

Conferencia General Octubre 1968

Bienaventurados
los que no vieron

por el Élder Howard W. Hunter
Del Consejo de los Doce Apóstoles


Durante esta conferencia, hemos estado a los pies de grandes maestros, hombres a quienes sostenemos como nuestros líderes, hombres que tienen fe en Dios. Mis pensamientos se han elevado y mi testimonio se ha fortalecido. Estoy agradecido con mis hermanos y expreso mi aprecio por la manera sincera en que han testificado que Dios vive, que Jesús es el Cristo y el Salvador de toda la humanidad.

Evidencia de un Creador
Yo también sé que Dios vive. Aunque hay abundante evidencia de este hecho, para quienes tienen fe no es necesaria una prueba concreta. Toda la naturaleza refleja la existencia de un ser supremo. En este mundo material, sabemos que cada edificio tiene un constructor, y que todo lo que está hecho tiene un creador. Al observar el Tabernáculo, el órgano que ha sido tocado para nosotros, el reloj en la pared, la cámara que lleva la imagen al mundo, las luces, y los micrófonos frente a mí, sabemos que cada uno de ellos tuvo un creador. Más allá de las cosas hechas por el hombre, toda la naturaleza susurra a mi razonamiento que hubo un Creador. Sé que este Creador es Dios.

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gén. 1:1).

Existió un plan divino, y para todo plan debe haber un planificador. ¿Podría el universo perfecto existir sin un plan divino? ¿Podría haberse formado por una casualidad mecánica? Pensar así va en contra de toda razón. Tal creencia no puede sostenerse a la luz de la evidencia tangible que demuestra que existe un ser supremo, uno con un plan divino, el Creador y constructor del universo.

La Creación del Hombre
No solo Dios planeó y creó los cielos y la tierra; el plan también incluyó la creación del hombre.

“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:27).

Así, somos su creación; literalmente somos sus hijos, hechos a su imagen y semejanza, lo cual incluye el intelecto, que distingue al hombre de toda otra forma de vida. Somos criaturas de carne y espíritu, y el gran desafío en la vida es desarrollar tanto el espíritu como el cuerpo físico. El verdadero crecimiento depende de nuestro esfuerzo consciente en elevar nuestra conciencia más allá de lo físico.

Como hijos de Dios, de pequeños aprendemos a conocer a nuestro Padre Celestial de una manera infantil, y si seguimos el curso correcto, llega el momento en que comprendemos mejor esta relación con nuestro Padre Celestial. Nos damos cuenta de que estamos hechos a su imagen espiritual, además de su imagen física. A medida que alcanzamos la madurez espiritual, se nos abre un nuevo panorama de la realidad y comenzamos a entender las palabras de Pablo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom. 8:16).

La Divinidad de Cristo
No solo creo que Dios vive, sino también que su Hijo, Jesucristo, vive y es el Salvador de toda la humanidad. Vivimos en una época con una gran diversidad de creencias respecto a las enseñanzas fundamentales de las Escrituras. Los modernistas niegan el nacimiento virginal de Jesús y su poder divino, demostrado en los milagros que realizó durante su ministerio.

Estos modernistas niegan que el Maestro se haya ofrecido voluntariamente para expiar los pecados de la humanidad y refutan la realidad de la expiación. Sin embargo, creemos firmemente en que es real, y nada es más importante en el plan divino de salvación que el sacrificio expiatorio de Jesucristo. Creemos que la salvación viene por medio de la expiación (Artículo de Fe 1:3). Sin ella, todo el plan de creación sería en vano. Jesús dijo:

“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18).

Sin este sacrificio expiatorio, la muerte sería el final, no habría resurrección ni propósito en nuestras vidas espirituales, y no habría esperanza de vida eterna.

La Resurrección de Jesús
Aquellos que se consideran modernistas niegan que Jesús resucitó de la tumba con el mismo cuerpo que entregó, y muchos incluso niegan que haya resucitado. Los Santos de los Últimos Días creemos en la resurrección literal de Cristo, tal como la describen los escritores del Nuevo Testamento. De su relato aprendemos que el mismo cuerpo de carne y huesos que fue sacado de la cruz y depositado en la tumba volvió a vivir. Después de este evento, aquellos que estuvieron con él durante su ministerio reflexionaron sobre lo que se había dicho de su resurrección:

“Y mientras ellos hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros.
Entonces, espantados y asombrados, pensaban que veían espíritu.
Pero él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y suben tales pensamientos a vuestros corazones?
Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:36-39).

La Ascensión de Jesús
Los modernistas también refutan el hecho de su ascensión, pero Lucas testifica lo que ocurrió después de que el Salvador resucitado dio instrucciones a sus apóstoles:

“Entonces, los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?
Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones que el Padre puso en su sola potestad;
Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.
Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hechos 1:6-9).

Testimonio de la Filiación Divina
Dios el Padre testificó sobre la divinidad de la filiación del Señor Jesucristo al comienzo de su ministerio:

“Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí, los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.
Y hubo una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:16-17).

Él fue el Creador de la tierra, pues dijo:

“He aquí, yo soy Jesucristo, el Hijo de Dios. Creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Estuve con el Padre desde el principio. Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí; y en mí el Padre ha glorificado su nombre” (3 Nefi 9:15).

Dios el Padre también confirmó su papel como Salvador cuando habló a Moisés:

“Y tengo una obra para ti, Moisés, hijo mío; y tú estás en la semejanza de mi Unigénito; y mi Unigénito es y será el Salvador, porque él es lleno de gracia y de verdad” (Moisés 1:6).

Su Nacimiento Predicho
En el Antiguo Testamento, el nacimiento del Maestro fue predicho en el libro de Isaías:

“Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Isaías 7:14).

Asimismo, en el libro de Miqueas se profetiza que nacería en Belén (Miqueas 5:2).

Los antiguos profetas testificaron de su nacimiento y misión divinos, y el Nuevo Testamento confirma estos sucesos y da testimonio de su nacimiento virginal y de su misión como Salvador. Pedro dijo:

“Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos.
De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:42-43).

Testimonio del Apóstol Juan
Uno de los testimonios más grandes de la divinidad de Cristo fue escrito por el apóstol Juan en su evangelio, uno de los textos más profundos y sencillos del Nuevo Testamento. Después de que Simón Pedro y su hermano fueron llamados a seguir a Jesús, Juan y su hermano Santiago también recibieron el llamado mientras “remendaban sus redes; y los llamó.
E inmediatamente dejaron el barco y a su padre, y le siguieron” (Mateo 4:21-22).

Juan estuvo con el Salvador desde ese momento hasta el final de su ministerio. Fue elegido por Jesús como uno de los Doce, y uno de los tres apóstoles que estuvieron más cerca de Él. Estuvo presente en momentos cruciales, como la resurrección de la hija de Jairo (Lucas 8:51), la transfiguración (Mateo 17:1) y la oración en Getsemaní (Mateo 26:37). Nadie podría estar mejor cualificado para testificar de su divinidad.

“El Verbo”
En el prólogo de su evangelio, Juan comienza:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Este era en el principio con Dios” (Juan 1:1-2).

La frase “en el principio” hace eco de las primeras palabras del Antiguo Testamento, refiriéndose a Jesús como “el Verbo,” un título usado frecuentemente. Juan continúa:

“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.”

Aquí se afirma que todas las cosas fueron hechas por Él. La “vida” mencionada es la vida eterna que Él reveló al mundo, prometió a sus seguidores y dio su vida para otorgarles. Las “tinieblas” representan el estado de la mente humana que no puede comprender esta luz.

La Misión de Juan el Bautista
El evangelista explica que la misión de Juan el Bautista era dar testimonio de la Luz, no reemplazarla:

“Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.
Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.
No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz” (Juan 1:6-8).

Juan el Bautista fue el precursor de Jesús, el heraldo que invitaba a los hombres a creer en Él y a ser bautizados para la remisión de pecados.

La Verdadera Luz
Luego de declarar la misión del Bautista, Juan continúa testificando sobre Jesús:

“Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció.
A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:9-11).

Muchos no lo recibieron porque buscaban un líder político o social, sin interés en lo espiritual. Hoy también hay quienes pasan junto a Él sin reconocerlo.

Verdaderos Hijos de Dios
Juan describe así la bendición de aceptar a Cristo:

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).

La paternidad de Dios es universal, pero los que creen en Cristo y lo aceptan como Salvador tienen el derecho de convertirse en verdaderos hijos de Dios.

En conclusión, Juan escribe:

“Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31).

Este es el testimonio de Juan, un testimonio que ha perdurado y nos llega como un registro de lo que los primeros testigos vieron y escucharon.

Evidencias en Esta Época
Dios el Padre, los profetas del Antiguo Testamento y los testigos del ministerio de Cristo testifican de su divinidad. Hoy en día, evidencias adicionales confirman su papel como Salvador: la Primera Visión, las revelaciones dadas al profeta José Smith, la organización de Su Iglesia en estos últimos días, la obra misional, y el testimonio de un profeta viviente.

Si, después de toda la evidencia acumulada y de estos testimonios, elimináramos a Cristo de nuestras creencias, ¿qué quedaría? La Iglesia perdería su identidad, la Biblia perdería su valor como palabra de Dios, y no habría esperanza de resurrección ni de vida eterna. Pero Cristo no está ausente de nuestra creencia; su divinidad es real, y a todos los testimonios dados de Él, añadimos nuestro propio testimonio.

Declaro que Dios vive, que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente; que esta es su Iglesia; y que hoy en día tenemos un profeta que nos guía. Que el Señor nos bendiga con una fe duradera, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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