Cómo criar una Familia Celestial


INTRODUCCIÓN
Cómo criar una familia celestial


Hace un par de años, mientras viajaba hacia una confe­rencia de estaca, iba sentado al lado de una pareja mayor. Ambos eran miembros fieles de la Iglesia. Tras hablar un poco sobre el Evangelio, la mujer comenzó a abrir su cora­zón respecto a sus seis hijos. Sentía que tanto su esposo como ella habían tenido bastante éxito con cuatro de ellos, pero los otros dos se habían apartado por completo de la Iglesia, llegando a rebelarse contra todo lo que era bueno.

En medio de un mar de lágrimas, me dijo: «¿Qué hici­mos mal? Ellos participaron en los programas de los Hombres Jóvenes y las Mujeres Jóvenes, en los Boy Scouts y en todas las actividades que proporcionaba la Iglesia. Nos aseguramos de que fueran activos, creyendo que eso los mantendría en el camino correcto.

«También creíamos que si cumplíamos con todos nues­tros llamamientos en la Iglesia, lo cual hicimos, nuestros hijos serían bendecidos y protegidos. Ahora estamos desconcertados, no sabemos qué podríamos haber hecho de manera diferente».

Agüella buena mujer casi me suplicó que le explicase a ella y a su esposo lo que habían hecho mal, o que les dijese si se habían equivocado al depositar su fe en los «programas» de la Iglesia. Tenía roto el corazón y buscaba desesperadamente una respuesta. Me expresó también su gran preocupación por la generación venidera y por lo que deberían hacer para influir en sus hijos y nietos activos. Con todo, la conversación con aquella mujer y con su esposo fue muy emotiva y angustiosa.

Al escuchar a ese buen matrimonio, me compadecí de ellos por lo que le había pasado a su familia. Mi corazón estaba compenetrado con su angustia y quería ayudarles de alguna manera. Desde aquel día he pensado muchas veces en las difíciles preguntas que me hicieron. Por ejemplo: «Si uno cumple con su parte, ¿cuidará el Señor de nuestra fami­lia?». «Si uno magnifica fielmente sus llamamientos, ¿hasta dónde le ayudará el Señor con la familia y se encargará del resto?». «¿Qué influencia podemos tener en nuestros hijos y nietos cuando no viven bajo nuestro mismo techo?».

¿Es algo natural el que algunos hijos se rebelen? Después de todo, un tercio de las huestes celestiales lo hicieron, así como también algunos de los hijos de Adán y de Lehi. ¿Qué podemos hacer para asegurarnos, hasta cierto grado, de que ninguno de nuestros hijos se pierda ni se rebele? ¿Por qué las cosas parecen ir tan bien en algunas familias, mientras que otras parecen tener todo tipo de dificultades? ¿Por qué en algunas familias parte de los hijos parecen salir buenos mientras que con los otros, por lo menos momentáneamente, no es así? ¿Por qué los hijos se rebelan? ¿Son los hijos, al principio, totalmente buenos, santos y puros? La responsabilidad por la rebelión, ¿descansa en los padres, en los hijos, o en todos?

Los profetas han dado esperanza y consejos específicos a tales preguntas como las que hizo aquel buen matrimo­nio. El élder Boyd K. Packer ha dicho: «Es un gran desafío criar a una familia en los vapores de tinieblas de nuestro ambiente moral» («Nuestro ambiente moral», Liahona, julio de 1992, pág. 75). El presidente Harold B. Lee dijo: «Hacemos hincapié en que la obra más grande que pueden llevar a cabo, se halla dentro de las paredes de su propio hogar» (Ensign, julio de 1973, pág. 98). El presidente David O. McKay dijo: «Ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar» [Improvement Era, junio de 1964, pág. 445).

Sin embargo, la medida de nuestro éxito como padres no descansa únicamente en cómo se desenvuelven nuestros hijos. Esta manera de juzgar sería apropiada si pudiéramos criar a nuestra familia en un ambiente moral perfecto, lo cual, de momento, no es posible. Y aún si lo fuera, nuestros hijos todavía tendrían el albedrío para escoger por sí mis­mos. ¿Acaso la tercera parte perdida de las huestes celestia­les no fue criada en nuestro hogar celestial?

A veces hasta los padres buenos y responsables pierden a sus hijos ante influencias sobre las cuales no tienen con­trol. Sufren muchísimo por sus hijos o hijas rebeldes; están llenos de estupor por el sentimiento que tienen de impoten­cia cuando se han esforzado tanto por hacer lo que era su deber. Creo firmemente que llegará el día en que todas esas influencias malignas serán anuladas.

El élder Orson F. Whitney, miembro del Quórum de los Doce, dijo una vez:

El profeta José Smith declaró, y nunca enseñó una doctrina más consoladora, que los sellamien-tos de los padres fieles y las promesas divinas que les fueron hechas por su valiente servicio en la causa de la verdad, no sólo les salvarán a ellos, sino también a su posteridad. Aunque algunas ovejas se pierdan, el ojo del Pastor está sobre ellas, y tarde o temprano sentirán los brazos de la Divina Providencia extendiéndose para traerlas de regreso al rebaño. Ellas volverán, bien en esta vida o en la venidera. Tendrán que pagar su deuda con la justicia, sufrirán por sus pecados, y puede que anden por senderos tortuosos,- pero si ello finalmente los con­duce al hogar y al corazón de un padre amoroso y misericordioso, al igual que el penitente hijo pró­digo, la dolorosa experiencia no habrá sido en vano. Oren por sus hijos desobedientes e imprudentes; aférrense a ellos con su fe. Tengan esperanza, con­fíen hasta poder ver la salvación de Dios (Conference Report, abril de 1929, pág. 110).

Esta promesa nos llena de esperanza a todos. El propó­sito real de este libro es intentar describir cuál es el papel de los padres, así como todo lo que pueden hacer para ser lo más fieles posible y de este modo ayudar en la redención de sus hijos, particularmente de aquéllos que se están alejando. Así que este libro intentará abordar algunas de las duras rea­lidades, tales como:

  • ¿Qué puede hacer cuando su hijo no quiere orar?
  • ¿Son todas las oraciones familiares espirituales o, a veces, son algo rutinarias y puede que en ocasiones lleguen a ser graciosas?
  • ¿Qué puede esperar de la noche de hogar?
  • ¿Cómo se atienden los problemas difíciles cuando los hijos no quieren leer las Escrituras en familia?
  • ¿Levanta a sus hijos para leer las Escrituras por la mañana, o las leen por la noche?
  • ¿Qué hacer para evitar que sus hijos se rebelen contra lo bueno?
  • ¿Cómo trata a los hijos que no quieren tener un empleo cuando son adolescentes?
  • ¿Qué hacer con un hijo que tal vez quiera tener un amigo no deseable?
  • ¿Cómo enseña a sus hijos a ser autosuficientes?
  • ¿Qué tipos de actividades familiares contribuyen al desarrollo de la madurez espiritual?
  • ¿Cómo emplea la disciplina?
  • ¿Son necesarias las reglas familiares?
  • ¿Cuán importante es el contenido de las oraciones familiares?
  • ¿Qué puede hacer para que las experiencias ruti­narias lleguen a ser espirituales?

Rindo honores a todos los padres de Sión; a los padres activos y a quienes no lo son, a las familias en las que no todos son miembros de la Iglesia y a los padres que tienen que criar a su familia sin su cónyuge, pues éste es uno de los desafíos más grandes de la vida.

Tras mi misión solía pensar: «Si consigo casarme, todos mis problemas desaparecerán». ¡Cuán ingenuo era! Desconocía por completo las dificultades naturales que acompañan al matrimonio y a la llegada de los hijos. Repito mi reconocimiento a las familias de la Iglesia por las difi­cultades a las que hacen frente y por las incontables decisiones que deben tomar al guiar fielmente a sus hijos a hacer lo correcto.

UN APUNTE SOBRE EL MATRIMONIO Y LOS PADRES SIN CÓNYUGE

Debido a su diseño, este libro se centra en la relación existente entre padres e hijos. Fue a propósito que he escrito sobre la relación entre marido y mujer; sin embargo, al destacar la relación entre padres e hijos, he dado por sentado que el trato entre marido y mujer es saludable, viable y fuerte.

Admito que muchos hogares sólo tienen uno de los padres, pero estoy convencido de que también ellos pueden emplear las prácticas descritas en este libro y tener éxito, aunque pueda resultar más difícil que si ambos padres estu­vieran juntos. A veces una familia tiene solamente uno de los padres por causa de muerte o de divorcio. A veces sólo uno de los padres es miembro de la Iglesia. Otras veces uno de ellos no está del todo activo. Pero, de todos modos, un padre motivado espiritualmente puede tener éxito al criar una familia celestial. Algunos de los mejores hombres y mujeres que he conocido procedían de este tipo de familias. Que el Señor bendiga siempre a esos buenos padres y madres que quizás crean que tienen que hacerlo todo «ellos solos», pero que en realidad educan a sus hijos bajo la direc­ción del Señor.

En las familias con ambos padres, el esposo y la esposa deben recordar siempre que la relación entre ellos es más importante que la relación que existe entre padres e hijos. Con el tiempo, los hijos crecerán y tendrán sus propios hogares y familias, y el lazo que les unirá a sus propios hijos será probablemente más fuerte que el que les une a sus padres. Mas los cónyuges siempre estarán juntos, y si son fieles, su matrimonio será eterno.

De este modo, desde el momento en que un hombre y una mujer se casan, ambos deben continuar fortaleciendo su relación. Deben tener especial cuidado durante los años en que tienen hijos que viven en casa, y aún después de que éstos se vayan. Con frecuencia, el esposo se va para el trabajo mientras que la esposa es la encargada de tratar con los problemas de los hijos, y hasta con los estudios o el empleo, aún después de que los hijos no vivan ya con ellos. Las parejas deben tener cuidado de no dedicar demasiado tiempo a sus hijos, al trabajo y a otras actividades que impliquen perder contacto el uno con el otro. Después de que los hijos se van, algunos padres se sientan y quedan mirándose el uno al otro, sin saber qué hacer. Muchos matrimonios se disuelven después de que los hijos se fueron, porque los cónyuges ya no tienen interés el uno en el otro,- se van distanciando con el transcurso de los años. Por tanto a medida que los padres crían a sus hijos, también deben dedicarse un tiempo el uno al otro.

El propósito de este libro es ayudar a los padres, sin importar cual sea su estado civil, a criar a sus hijos de manera celestial. Al hacerlo, he intentado enseñar princi­pios verdaderos y luego proporcionar gran cantidad de rela­tos, ilustraciones y ejemplos, para que dichos principios puedan ser fácilmente comprendidos y aplicados por cual­quier persona. Espero, y es mi oración, que este esfuerzo ayude a miles de padres a criar mejor a sus hijos de una manera celestial.

 LAS DIFICULTADES DE LA FAMILIA TRADICIONAL

Para destacar las dificultades diarias a las que se enfren­tan las familias, permítame enumerar algunas de las que tuvimos con nuestros ocho hijos en un periodo de dos semanas, una especie de «foto instantánea» de su vida:

Ex misionero, 21 años: ¿Cómo puede encontrar esposa? ¿Debiera matricularse en la universidad? ¿Tendrá notas lo suficientemente buenas? ¿Tendrá que trabajar mientras va a la universidad? ¿Será capaz de encontrar empleo? ¿Cómo puede ejercer su fe para encontrar trabajo cuando «no hay ninguno»? ¿Cómo puede vivir mientras no tenga dinero propio? ¿Qué ayuda financiera debe esperar de sus padres? ¿Cómo pueden ayudarle sus padres y al mismo tiempo per­mitirle ser autosuficiente? ¿Debe comprarse un coche? Y si se compra uno, ¿debe pagarlo al contado o a crédito? ¿Deben salirle sus padres de garantía o no responder por él? ¿Cómo se adapta a la vida cuando ha vivido en un ambiente protector y ahora tiene que volver «al mundo»?

Joven misionero, 19 años: ¿Quién financia su misión? Si sus padres la financian, ¿cómo se las arreglan a fin de mes? ¿Quién le escribe semana tras semana? ¿La familia se turna para hacerlo, o la mayoría del peso recae sobre una sola per­sona? ¿Cómo podemos fortalecerle cuando está desani­mado? ¿Qué principios debemos intentar enseñarle a través de nuestras cartas? ¿Cómo podemos ser más eficaces al orar por él y por sus investigadores? ¿Cuál es la mejor manera de hacerle llegar nuestro amor? ¿Cómo le ayudamos cuando su compañero está desanimado o no quiere cooperar? ¿Cómo podemos hablarle de las cosas de casa sin hacerle sentir nos­talgia? ¿Cómo tratamos a su novia, a quien le gusta visitar­nos con frecuencia?

Muchacho, 18 años: ¡Muchachas, muchachas, muchachas ¿Los padres lo levantan temprano para ir a tra­bajar o se levanta él cuando le apetece? Problemas con los amigos, dificultades con las amigas. ¿Quién decide hora a la que vuelve a casa después de una cita? ¿Cuántas citas debe tener? ¿Con qué tipo de chica debe salir? ¿Quién decide su hora de acostarse y de levantarse? ¿Cómo acordamos el compartir y utilizar el coche? ¿Quién le pone gasolina al coche? ¿Quién paga la gasolina? ¿Cuánto tiempo debe pasar con la familia? ¿Y con los amigos? ¿De qué manera le permitimos «echarse a volar» sin que nos tumbe todo el nido? ¿Cuánto dinero debe ahorrar? ¿Cuánto debe gastar? ¿Paga sus diezmos puntualmente? ¿Cuánto debe ahorrar para su misión? ¿Cuánto tiempo debe estudiar? ¿Cuánto tiempo debe dedicarle a la diversión? ¿A cuántos juegos deportivos debe ir? ¿Cuántos puede ver por televisión? ¿Cómo podemos ayudarle a tener más iniciativa?

Muchacha, 16 años: ¡Muchachos, muchachos, mucha­chos! ¿Quién decide las pautas para la ropa? ¿Cuán corto resulta excesivo? ¿Cuán elegante es demasiado ostentoso? ¿Pesa demasiado? ¿Pesa demasiado poco? ¿Cómo puede contrarrestar la influencia de las amigas? ¿Debe ir al baile? ¿Le pedirán que vaya? ¿Con qué frecuencia puede usar el coche? ¿A dónde puede ir? ¿Debe echarle ella gasolina al coche? ¿Come adecuadamente, o come demasiadas cosas sin valor nutritivo? ¿Ayuna demasiado o no lo hace lo sufi­ciente? Clases de piano. Clases de flauta. ¿Quién fija las normas para ver la televisión, especialmente aquellos pro­gramas un tanto cuestionables pero que «todos los compa­ñeros del colegio los ven»? ¿Quién maneja los altibajos de sus emociones? ¿Quién se encarga de abordar el delicado tema de la lealtad a las amigas y la lealtad a la familia? ¿De qué manera asume la presión de un llamamiento en la Iglesia? ¿Cómo puede ayudar a una amiga con problemas? ¿Cómo hace frente a los sentimientos heridos? ¿Quién irá con ella a la piscina, a la obra de teatro del colegio, o a la actuación del coro? ¿Quién le da las tan necesarias bendi­ciones del sacerdocio? ¿Quién tiene con ella las largas con­versaciones que se alargan hasta bien entrada la noche? ¿Quién le ayuda a edificar su autoestima?

Jovencita, 13 años: ¡Llamadas telefónicas, llamadas tele­fónicas, llamadas telefónicas! ¿Cómo podemos tener paciencia para contestar al teléfono (otra vez) cuando sabemos que la llamada será para ella? ¿Quién le hace frente a la montaña rusa emocional de la pubertad? ¿Quién se encarga de hablarle sobre el ejercicio y el peso? ¿Qué hacemos con las clases de piano y de flauta? ¿Cómo puede ella manejarse con los desafíos de las notas y las tareas escolares? ¡Amigos, amigos, amigos! Si necesita ir a la tienda, al colegio o a diversas actividades, ¿quién la llevará?

Ya que ella es demasiado joven para tener un trabajo, ¿cómo puede ganar dinero? ¿Cuánto debe gastar? ¿Cuánto debe ahorrar? ¿Qué pasa si sus necesidades económicas son mayores de lo que la familia puede proporcionar? ¿Qué pelí­culas puede ver? ¿Qué videos? ¿Cuántos, con qué frecuencia y con quién? ¿Qué tipo de música puede escuchar? ¿Puede tener un pasacasete? ¿Qué emisoras de radio le están permitidas? ¿Cómo puede hacerse cargo de los proble­mas que tal vez tenga con un profesor? ¿Puede llevar pen­dientes grandes, pequeños, o no puede llevarlos de ningún tipo? ¿Puede ponerse maquillaje? ¿Cuánto? ¿Quién lo decide? ¿Con qué frecuencia puede cuidar niños? ¿Qué pasa si accedió a cuidar niños pero ahora no quiere hacerlo? ¿Cómo administrará las docenas de actividades escolares, obras de teatro, conciertos, actividades de la Iglesia, etc.?

Chico, 11 años: ¡Amigos, amigos, amigos! Despiertan los sentimientos por una amiga especial. Las puertas que­dan sin cerrar, la cama sin hacer, el cuarto está desorde­nado, tiene que lavarse la cara, peinarse el cabello, guardar las camisetas, atarse las zapatillas deportivas; necesita ser amable con las chicas. «Estoy aburrido». ¿Es bueno para las matemáticas? ¿Quién se asegura de ello? ¿Quién le toma la lección? Clases de piano. Asignaciones de lectura. ¿Quién le ayuda con las ciencias? ¿Y con el idioma? ¿Damos por sentado que su caligrafía no tiene arreglo? ¿Qué puede coci­nar? Se centra principalmente en los bizcochos de choco­late, las galletitas, los pasteles y las tartas; pero, ¿con qué frecuencia son demasiados? ¿Quién le ayuda a vender galle-titas a los vecinos? ¿Quién decide qué programas de televi­sión son apropiados? ¿Quién distribuye las tareas domésticas? ¿Quién jugará al ajedrez y a las damas con él? ¿Quién irá a pasear con él? ¿Quién se asegurará de que escriba en su diario personal y de que lea las Escrituras? ¿Quién lo llevará de compras? ¿Quién verá que se acueste a una hora prudente?

Niño, 7 años: ¿Quién le ayudará con la práctica de lec­tura, con la caligrafía y con la aritmética? ¿Quién le ayuda a limpiar su cuarto? ¿Qué hacemos con los pijamas olvidados en el cuarto de baño, con las sábanas tiradas por el suelo, con las zapatillas deportivas sobre la almohada, la goma de mascar en el cabezal de la cama y las canicas en la ducha? ¿Hay que darle de comer al perro? «No me toca a mí». «Las tareas son para las niñas». «Las tareas de casa son especial­mente para las niñas». «Las niñas son tontas». ¿Quién le enseña a limpiar la cocina? ¿Quién lo llevará a la tienda, a la escuela y a las actividades? Hay barro en la alfombra,-juguetes en el garaje; una bicicleta a la entrada de casa. Clavícula rota por haberse caído de un árbol. Oraciones bre­ves. Muy poco de limpio y ordenado,- muy desorganizado. ¿Cómo podemos ser más amorosos y tolerantes?

Niña, 4 años: ¡Amor, amor, amor! ¡Juegos, juegos, jue­gos! Quiere estar con niños mayores, pero se queda fuera de la mayoría de los juegos porque: «Es demasiado pequeña». Se entromete en conversaciones para dar su parecer. Hora de irse a la cama; hora de levantarse. Hora de aprender el abecedario, de dibujar, de escribir el alfabeto. Problemas con los amigos. Problemas por no tener amigos. «Mami, ¿puedo ir a jugar?». «¿Puede Fulanita venir a casa?». «Adivina, adivina». Excitación por las llamadas telefónicas. Cara sucia, cabello despeinado. Olvidó cepillarse los dientes. Aprender a limpiar la casa. ¡Hablar, hablar y hablar! «Mami, ¿qué puedo hacer?». «¿Tengo que hacerlo?». «Cuéntame un cuento más». «Olvidaste venir y orar conmigo».

El ver esta breve foto instantánea de la típica vida fami­liar debe hacernos rendir humildemente un tributo a todos los padres, especialmente a aquéllos que responden de manera dedicada a las necesidades de sus hijos. Los padres de toda la Iglesia hacen frente a este tipo de dificultades durante cada día de la vida. Aun cuando muchas de las res­ponsabilidades son de los hijos, ¿quién tiene que enseñarles para que las acepten? Los buenos de mamá y papá. Las numerosas decisiones que hay que tomar, el buen juicio que se requiere, la sensibilidad, el amor, la inspiración, la diligencia y el trabajo duro necesarios para criar a los hijos están más allá de la habilidad explicativa de cualquiera. Aun después de que los hijos tengan su propia vida, las res­ponsabilidades de los padres todavía no han terminado. En vez de eso, aumentan a medida que éstos se casan y empie­zan a criar sus propios hijos.

 CÓMO CRIAR UNA FAMILIA CON EL ESPÍRITU DEL SEÑOR

Le testifico que los padres no pueden criar a sus hijos de manera adecuada sin la guía del Señor. El desafío es dema­siado grande y las consecuencias son eternas.

El presidente Ezra Taft Benson solía decir que su meta era «no tener sillas vacías» en el cielo. Él quería que cada miembro de su familia estuviera allí. Su consejo fue:

Hagan que sea la meta de la familia el estar todos juntos en el reino celestial. Luchen porque su hogar sea un pedacito de cielo en la tierra, para que después que esta vida termine, puedan decir:

¡Aquí estamos!
Papá, mamá y hermanos;
Quienes con amor nos tratamos.
Cada silla está ocupada,
Pues todos estamos en casa
Somos todos y aquí estamos.
(Líahona, enero de 1982).

¿No es ése el objetivo de todo buen padre? ¿No era éste el interés de la pareja con la que hablé en el avión? No hay familias perfectas, sin problemas, ni que lo tengan «todo en común». Parte del propósito de la vida es aprender cómo criar una familia ante las dificultades y las pruebas de la mortalidad.

El presidente Spencer W. Kimball, al dar consuelo a aquéllos que habían visto a sus hijos ser arrebatados por la falta de fe, se refirió al proverbio: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). Y dijo: «Como profeta, quizás pudiera decir que este pasaje bien podría entenderse como: ‘Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo, regresará a él’ «. Por encima de todo, los padres nunca deben perder la esperanza, pues hay ciertas cosas, muchas de las cuales se abordarán en este libro, que puede usted hacer para traer de vuelta a aquellos miembros de su familia que se hayan apar­tado del camino.

Este libro no fue escrito con la intención de proporcionar un tratado académico sobre cómo criar familias. En él usted hallará muy poca teoría, ninguna palabra altisonante, con­ceptos floridos ni planes hermosamente trazados. En su lugar, he intentado hacer hincapié en las crudas realidades de criar una familia desde el punto de vista de un padre, una madre y los hijos. Para ello he empleado numerosas expe­riencias y ejemplos con el fin de ilustrar elementos clave sobre cómo ayudar a los niños a orar, a leer las Escrituras, a tener fe y arrepentirse. He intentado mostrar el impacto del amor, la disciplina, el trabajo y el Espíritu del Señor en una familia. Me disculpo por el hecho de que todos los ejemplos sean personales, de nuestra familia o de personas cercanas a nosotros, pero no conozco otra manera de escribir un libro sin estos relatos. A medida que lea estas experiencias y ejemplos, intente hacer a un lado a las personas y observe los principios que al aplicarlos nos dieron éxito o que, por motivo de nuestras debilidades, hicieron que no algo saliese tan bien.

Aunque los principios de cómo criar una familia celes­tial nunca cambian, la personalidad de cada padre, madre e hijo es única, y también lo será la manera en que los apli­quen. Por este motivo, nunca debemos criticarnos unos a otros nuestra habilidad para ser padres. Las situaciones y las circunstancias varían ampliamente de una familia a otra y sólo el Señor, en Su gran sabiduría, puede ofrecer un juicio apropiado. Tengo el sentimiento de que aún así, la mayoría de los juicios serán nuestros, al tener una visión más clara de lo que hemos y no hemos hecho al criar a nuestra fami­lia.

Aquéllos que sientan que tienen todas las respuestas sobre cómo criar una familia, quizás todavía tengan mucho que aprender. La idea misma de algo tan difícil hará que todo buen padre se sienta humilde, proporcionándole más preguntas que respuestas. Por otro lado, al criar una fami­lia, especialmente una familia numerosa, los padres apren­den mucho, y pueden ayudar a otras personas al compartir­los principios que hayan aprendido. Ése es el propósito de este libro.

Si pusiésemos en práctica el consejo del Señor de manera más directa, recibiríamos una mayor cantidad de los frutos que deseamos para criar una familia. Alma lo expresó de manera muy hermosa: «Hijo mío, confío en que tendré gran gozo en ti, por tu firmeza y tu fidelidad para con Dios… Te digo, hijo mío, que ya he tenido gran gozo en ti por razón de tu fidelidad» (Alma 38:2-3). También Juan lo dijo: «No tengo mayor gozo que éste, el oír que mis hijos andan en la verdad» (3 Juan 1:4).

EL MATRIMONIO Y LOS INTENTOS DE TENER UNA FAMILIA

Permítame compartir una experiencia que nos enseñó a confiar más en el Señor, aun en medio de pruebas y dificul­tades. Puede que este ejemplo nos lleve al comienzo mismo, antes de que los niños vinieran a una familia en esta tierra.

Tras mi misión, tenía un gran deseo de casarme. Parte de ese sentimiento procedía de una señorita que me había esperado durante dos años y medio; pero lo más importante era que yo había estudiado las Escrituras lo suficiente como para conocer, en cierta medida, el gran valor de casarse y tener una familia.

Cuando volví a casa, las cosas no salieron bien con aquella joven que me había esperado. Sin embargo, siete meses más tarde me casé con Janelle Schlink en el Templo de Mesa, Arizona. Ambos teníamos grandes deseos de tener una familia y nos deleitamos en que por fin hubiera llegado el momento de poder hacerlo. Nuestros amigos empezaban a tener sus propias familias, un hijo aquí, una hija allá. Pasaron nueve meses, un año, año y medio, dos años de espera, y los niños seguían sin venir.

Durante esos años le di dos o tres bendiciones del sacer­docio a mi esposa en las que se le prometía que concebiría y tendría hijos. Pero no sucedía nada. Pasaron tres años, tres años y medio, hasta cuatro años, y durante ese tiempo mi esposa tuvo un aborto espontáneo, lo cual resultó ser algo muy traumático. Ésa fue la única vez que la vi desanimada. Supongo que nuestros deseos y expectativas eran tan eleva­dos, que poder quedar embarazada y luego perder el bebé fue devastador.

Finalmente, pasaron cinco años. Tomamos la determi­nación de considerar seriamente la adopción de un bebé. Dediqué numerosas ocasiones a orar al respecto en privado, durante varias semanas, pues mi esposa se sentía mejor que yo en cuanto a la adopción. Al fin recibí una respuesta de que debíamos adoptar. Me ayudó el recordar que Jesús fue adoptado por José, el esposo de María,- que José Smith había adoptado a dos niños,- y que uno de mis mejores amigos aca­baba de adoptar a una niña. Después de todo, sentía que eso era lo que debía hacer.

Nos inscribimos en un programa de adopción de la Sociedad de Socorro y se nos informó que pasaría cerca de un año hasta que pudiésemos tener un bebé. La espera comenzó.

UNA BENDICIÓN DEL SACERDOCIO

Para esa misma fecha fuimos al Templo de Arizona. Tras la sesión nos pusimos a charlar con un buen hermano, un viejo amigo de la familia. En la conversación decidimos que ese hermano le daría una bendición a mi esposa. Nos sentimos muy contentos, pues sabíamos que aquel hombre era una persona muy cercana al Señor. Le dijimos que nos agradaría recibir esa bendición, pero creíamos que debíamos orar y ayunar a modo de preparación para recibirla. Fijamos una cita para unos días más tarde, cuando ayunaríamos y volveríamos a reunimos para la bendición.

Llegó el día señalado y fuimos al hogar del buen her­mano en el espíritu de ayuno y oración. Le dio una hermosa bendición a mi esposa, muy similar a las que yo le había dado, y le prometió que tendría hijos en forma natural.

Salimos de la casa llenos del Espíritu. Para nuestro gozo, cerca de seis semanas más tarde, el médico confirmó que mi esposa estaba embarazada. Nos aseguramos de darle las gracias al Señor en oración y ayuno por la bendición que habíamos recibido, con el mismo empeño que habíamos puesto al pedirla. Llamamos también a la agencia de adop­ción y les dijimos: «Vamos a tener nuestro propio hijo. No será necesario adoptar uno». Nuestra dicha aumentaba a medida que pasaban los meses.

PRUEBAS ADICIONALES

A los cuatro meses de embarazo, un día regresé a casa del trabajo y encontré a mi esposa llorando. Acababa de lle­gar de la consulta del médico, donde le habían dicho que el feto estaba muerto y que tenían que retirárselo de inme­diato.

Ésa fue una de las pocas veces en las que he endurecido mi corazón contra el Señor. «¿Qué más podemos hacer?», pensé. «Estamos intentando guardar los mandamientos. Tú nos has mandado multiplicarnos y henchir la tierra. Hemos ayunado, hemos orado, le he dado a mi esposa bendiciones del sacerdocio, hemos aguardado por cinco años, no has contestado nuestras oraciones y ahora tenemos que pasar por otro aborto».

Mi esposa dijo: «Tenemos que irnos ahora. Nos están esperando en el hospital». Como ya tenía preparadas sus cosas, nos dirigimos al coche. Mientras conducía, ella me dijo que debíamos pasar por la casa de aquel buen hermano y su esposa, y contarles lo sucedido, a lo que yo le contesté:

«No, de ninguna manera». Tal como yo me sentía en ese momento, la última persona con la que quería hablar era ese poseedor del sacerdocio tan espiritual que le había dado la bendición a mi esposa. Me negué a ir.

Mientras conducía, mi esposa insistió, por lo que conti­nué diciéndole que no, que no íbamos a detenernos. Afortunadamente, la casa de ese buen hermano estaba en el camino al hospital, así que ella continuó insistiendo hasta que finalmente le dije: «Bueno, vé, que yo te espero en el coche». Pero no era esa la idea; mi esposa esperaba que fuese yo el que les contase lo sucedido, por lo que accedí a entrar brevemente.

Llamamos a la puerta y tan pronto como la esposa del hombre nos abrió, supo que algo no iba bien. Yo le informé de golpe lo que había pasado y di media vuelta para irme. Sin embargo, este hermano fiel estaba en el cuarto de al lado y oyó lo que yo acababa de decir. Entró rápidamente en la sala de estar, se arrodilló y dijo: «Oremos». Su esposa se arrodilló, y mi esposa se inclinó y se arrodilló también. Yo me quedé de pie, sin deseo alguno de orar, pero, finalmente, debido quizás a la presión, terminé por arrodillarme con ellos.

En ese momento aprendí una gran lección que desde entonces me ha sido de gran ayuda con otras personas en sucesivas ocasiones. Oí a un siervo del Señor orar con toda su alma, derramar su corazón mientras le decía al Señor que no sabíamos porqué había pasado aquello, pero que la bendición del sacerdocio todavía seguía vigente. Dijo que nos sometíamos humildemente a la prueba a pesar de los pro­blemas y dificultades aparentes, y de los sentimientos tan encontrados. Dijo que sabíamos que el Señor nos amaba y que nosotros lo amábamos a Él, y que haríamos cualquier cosa que nos mandase. Confirmó con el Señor que nos someteríamos humildemente a la prueba y a cualquier otra que pudiera venir; le dijo, en definitiva, que pondríamos nuestra confianza en Dios.

Aquel gran líder en el sacerdocio ablandó mi corazón mediante esa breve oración. Por medio del Espíritu retiró la ira que había en mí. Invitó al Espíritu del Señor a regresar nuevamente y me conmovió, por lo cual siempre le estaré agradecido. Entonces nos fuimos, humildes en el espíritu, aunque todavía algo tristes. Nos dirigimos al hospital, donde a mi esposa se le practicó la operación.

 LA ADOPCIÓN

Pocos días más tarde me hallaba de nuevo orando en pri­vado, cuando sentí la fuerte impresión de que mi esposa y yo debíamos llamar de inmediato a la agencia de adopción de la Sociedad de Socorro y volver a inscribirnos en la lista de adopciones. «Hazlo ahora», me susurró el Espíritu. «¡Ahora mismo!».

Mi esposa y yo les llamamos rápidamente y nos dijeron: «Nos complace volver a poner sus nombres en la lista. Sin embargo, debido a que anteriormente los retiraron, tendrán que aguardar cerca de año y medio».

Les dijimos: «Bueno, nos parece bien. Sólo queremos que vuelvan a inscribirnos».

Cerca de tres semanas más me llamarou por teléfono al trabajo. La hermana de la Sociedad de Socorro me dijo: «¿Les gustaría tener un bebé varón? De ser así, vengan por él ahora mismo». Llamé a mi esposa y me fui volando a casa. ¡Apenas podíamos creer nuestra buena fortuna! Corrimos hacia la tienda a comprar unos pañales; ni siquiera teníamos un lugar en donde poner al bebé.

Cuando llegamos a la agencia de adopción, pusieron al bebé con nosotros en un cuarto y nos dijeron: «Les daremos unos minutos para que lo vean y decidan si realmente lo quieren». Estaba desnudo. Lo examinamos de pies a cabeza y vimos que parecía encontrarse perfectamente saludable. Lloramos de gozo.

Les hicimos saber que estaríamos muy complacidos al tenerlo. Firmamos los papeles y la encargada nos dijo: «Como saben, había muchísimas personas en la lista antes que ustedes. Tendrían que haber esperado mucho más tiempo todavía, aun cuando no hubiesen quitado sus nom­bres de la lista en aquella ocasión. Pero al ver las fotos de las familias candidatas, intentamos encontrar a la apropiada y no pudimos hacerlo. Repasamos una y otra vez las fotos de las personas que estaban antes que ustedes, pero con nin­guna de ellas nos sentíamos bien. Entonces llegamos hasta unos solicitantes relativamente nuevos, es decir, ustedes, los Cook, y sentimos que el Espíritu nos decía: ‘Poned al niño con ellos’. Por ese motivo les llamamos».

Éramos inmensamente felices al llevar al bebé a casa, el cual terminó durmiendo en el cajón de un armario durante las primeras noches, pues no teníamos ni muebles, ni ropa, ni mantas, ni nada de nada, ya que su llegada había sido totalmente inesperada.

¡Qué gran gozo tener por fin un hijo! Estoy seguro de que debemos haber sido los padres más felices de Mesa, Arizona. Él era nuestro hijo. Cerca de año y medio después, tras finalizar los trámites de adopción, tuvimos la dicha de llevarlo al Templo de Arizona para que fuese sellado a noso­tros por esta vida y por la eternidad. Por fin teníamos un hijo. Por fin estábamos encaminados a cumplir con el man­dato del Señor de multiplicarnos y henchir la tierra.

LAS PROMESAS SE CUMPLEN

Cerca de año y medio más tarde, tras seis años y medio de matrimonio, llegó nuestro primer hijo natural. Año y medio después llegó otro hijo. Entonces tuvimos una hija menos de dos años más tarde. Otra hija más bendijo nues­tro hogar tres años después. Luego tuvimos otro hijo que nació pasados dos años, al cual le siguió otro hijo cuatro años más tarde. Tres años después, nació otra hermosa hija. ¡Cuán bendecidos hemos sido con nuestros hijos!

Verdaderamente el Señor contesta las oraciones y cum­ple con todas Sus promesas. Él ha dicho: «Y cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, si es justa, creyendo que recibiréis, he aquí, os será concedida» (3 Nefi 18:20).

Qué ciertas son también las palabras de Moroni:

«Quisiera mostrar al mundo que la fe es las cosas que se esperan y no se ven; por tanto, no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta des­pués de la prueba de vuestra fe» (Éter 12:6).

Es cierto que «tras mucha tribulación vienen las bendi­ciones» (D&C 58:4).

Después de la prueba, resulta fácil ver cómo el Señor estuvo involucrado en una experiencia como ésta. Tengo la certeza de que el haber vivido el desafío de no tener hijos durante tantos años hizo que mi esposa y yo diésemos lo mejor de nosotros mismos para estar preparados cuando llegara el momento. Damos gracias al Señor por tener una buena familia, del mismo modo que creo que lo hace usted al pensar en su propia familia.

Testifico que el Señor cumple Sus promesas. Si hacemos nuestra parte, somos pacientes y guardamos los manda­mientos, el Señor contestará las oraciones concernientes a nuestra familia, y nos bendecirá en nuestro sagrado deber de criar a nuestros hijos de una manera celestial.