Cómo criar una Familia Celestial


Capítulo 5
Enseñe a su familia a vivir por el poder de la fe


A comienzos del siglo XX hubo una gran sequía en el sur de Utah. En el barrio de una pequeña ciudad, la gente se había congregado para oír al obispo, quien les dijo que si no llovía en unas semanas perderían todas las cosechas. Pidió a los miembros que orasen con fervor para que el Señor enviase la lluvia y, en un día previamente acordado y tras haber ayunado, se reunirían en la capilla para ofrecer una última oración y poner fin al ayuno.

Tras el ayuno, una de las familias se dirigía a la capilla para hacer la oración, cuando la hija de cinco años dijo: «Papá, olvidé algo». Regresó a la casa y salió con algo metido en una bolsa, y se dirigieron nuevamente a la igle­sia. Cuando todos hubieron llegado, se reunieron en el patio posterior de la capilla para pedirle ayuda al Señor. Todo el barrio se arrodilló y comenzó a orar con fervor, con el obispo ofreciendo la oración, para que el Señor enviara llu­via para sus cosechas.

Antes de decir el amén final, empezaron a caer unas gotas, pocas al principio, pero luego comenzó a llover a cán­taros. La gente corrió a la capilla en busca de refugio, excepto el obispo y la pequeña niña quien, tomando la bolsa, dijo: «Obispo, ¿quiere protegerse debajo de mi paraguas?».

Qué gran fe ejerció la niña de esta historia verídica, la fe de una niña que supo que si oraba, junto con todos los miembros del barrio, el Señor le contestaría,- y así ocurrió. i Quién sabe si no fue la fe de esa niña lo que trajo la lluvia?

Cuán ciertas son las palabras de Alma cuando dijo: «La fe no es tener un conocimiento perfecto de las cosas; de modo que si tenéis fe, tenéis esperanza en cosas que no se ven, y que son verdaderas» (Alma 32:21).

Alma dijo también: «Si no cultiváis la palabra, mirando hacia adelante con el ojo de la fe a su fruto, nunca podréis recoger el fruto del árbol de la vida» (Alma 32:40).

Es cierto que si miramos hacia adelante con el ojo de la fe en el fruto, teniendo esperanza en el Señor, en algo que no vemos pero que es verdadero, recibiremos de acuerdo con nuestra fe.

No hay duda alguna respecto a que estamos en la tierra guiando a nuestras familias por medio de la fe. El presidente David O. McKay dijo claramente:

La manera más eficaz de enseñar religión en el hogar no es predicándola, sino viviéndola. Si uste­des quieren enseñar cómo tener fe en Dios, reflejen dicha fe ustedes mismos; si quieren enseñar la ora­ción, oren ustedes. ¿Quieren que su familia goce de tranquilidad? Entonces refrénense ustedes de su impaciencia. Si quieren que sus hijos vivan una vida de rectitud, de autocontrol, de buen compor­tamiento, den ustedes un ejemplo digno en todas estas cosas. Un niño criado en un hogar tal se verá fortalecido ante las dudas, las preguntas y los anhe­los que conmuevan su alma cuando llegue al ver­dadero período del despertar religioso, a los doce o catorce años de edad (Conference Repoit, abril de 1955, pág. 27).

Verdaderamente, no sólo debemos enseñar los princi­pios a nuestra familia, sino que también debemos enseñarle a vivir dichos principios. Muchas de las experiencias de la vida, si se tratan de manera correcta, se pueden convertir en experiencias espirituales. No hay duda alguna de que el Señor ha establecido las cosas de tal forma que, si quere­mos, podríamos vivir mejor por la fe de que lo estamos haciendo. El Señor no nos ha dejado sin instrucción, pues ciertamente podría decirnos: «Escuchad, oh vosotras, fami­lias de la tierra, parientes lejanos y cercanos, sí, toda alma viviente, y el Señor os enseñará sobre lo sagrado de la orga­nización celestial llamada familia, llamada hogar».

FAMILIAS NUMEROSAS

Hay en el mundo algunas personas que se ríen de las familias numerosas y de la vida familiar. Mas si nosotros vivimos los principios de verdad, nos irá bien y, en el pro­ceso, seremos capaces de enseñar a los demás sobre la importancia de las familias. Nunca olvidaré una experien­cia que tuvimos mientras vivíamos en una ciudad del norte de Arizona.

Habíamos ido a uno de esos restaurantes familiares que no son muy caros. Dado el tamaño de nuestra familia, eso era todo lo que podíamos permitirnos. El servicio era tipo cafetería, de esos en los que hay que pagar antes de consu­mir, por lo que la familia se puso a hacer cola, todos noso­tros, los diez. Yo era el último. Sólo había dos personas a cargo del restaurante: la cajera, una adolescente, y el propie­tario, de unos 60 años. La cajera se quedó mirando cómo pasaban los niños: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Continuó mirando para ver si quedaba alguien más y para cuando llegó mi turno noté que estaba un poco intranquila, pero no tuvo el valor suficiente para decir nada. Pagué la cuenta y nos sentamos a comer a unos tres metros de donde estaban ellos.

Entonces ella y el dueño comenzaron a cuchichear. Yo sabía que estaban hablando de nosotros y, dado que no había mucha gente en el restaurante, finalmente les dije: «¿Puedo ayudarles?». Estaban un poco avergonzados, pero al final el dueño preguntó: «¿Todos son hijos suyos?». Me quedé pen­sando por un minuto y luego le dije: «¡Bueno, éstos son sólo los que han venido hoy conmigo!». Todos nos echamos a reír; sin embargo, uno de mis hijos mayores dijo con algo de vergüenza: «¡Papá, deja de hacerte el payaso!». El propieta­rio nos preguntó si podía tomar una foto para promocionar su restaurante, invitación que nosotros declinamos.

EL SEÑOR ES EL LÍDER

Uno de los principios más importantes que enseñó el presidente Spencer W. Kimball fue el de confiar más en el Señor como el verdadero líder que es. Aun cuando el presi­dente Kimball era el profeta del Señor, siempre permane­cía, con su manera humilde, lejos del «centro de atención», buscando en todo momento poner al Maestro en dicho lugar. Una de las cosas más importantes sobre el liderazgo es magnificar al Señor ante los ojos de la gente. Si somos líderes de esa manera, el Señor nos dará poder para dirigir. A mi entender, una de las cosas más importantes que pue­den hacer los líderes es influir para que las personas sobre las cuales presiden se vuelvan al Señor. El liderazgo, según el Señor, es promover la salvación de almas. Si un líder puede hacer que una persona se vuelva al Señor, le habrá dado el mayor de todos los dones. Esto también se aplica a las familias.

Nunca olvidaré la ocasión en que las Autoridades Generales aprobaron el llamamiento de un presidente de templo. Si no recuerdo mal, el presidente Kimball telefoneó a ese buen hombre para informarle que el Señor le había lla­mado a ser presidente de templo. El hombre estaba total­mente asombrado. El presidente Kimball le dijo que llegaría a su ciudad cierto día y que si podía reunirse con él en el templo, estaría encantado de apartarlo como presidente del mismo.

Unos días más tarde, llegó el presidente Kimball. Dio su testimonio de que el Señor había llamado a ese hombre y lo apartó como presidente de la Casa del Señor. Una vez ter­minado, le dijo al nuevo presidente que lo amaba y que el Señor iba a bendecirlo, y entonces comenzó a caminar en dirección a la puerta. El hombre empezó a ser presa del pánico y dijo: «Espere, presidente Kimball, ¿qué instruccio­nes tiene para mí?».

El presidente Kimball dijo: «Bueno, el Señor lo bende­cirá. Usted lo hará bien», y comenzó a caminar hacia el recibidor.

El hombre, ahora con una mayor urgencia, iba tras el profeta, suplicándole: «Presidente, no sé nada del templo.

¿Y si tengo un problema con la cafetería, o con el sistema de riego o con alguno de los obreros del templo?»

El presidente Kimball le dijo: «Bueno, si tiene algún pro­blema de ese tipo, no vacile en llamar al Departamento de Templos».

El hombre se dio cuenta de que el presidente Kimball se iba a marchar de verdad y, ya fuera del templo, cuando el profeta estaba subiendo al coche, le suplicó: «Presidente, por favor, no sé lo que tengo que hacer».

El presidente Kimball dijo: «El Señor lo ha llamado y el Señor le ayudará. Acuda a Él y sabrá lo que tiene que hacer».

Todavía insatisfecho, el hombre prosiguió: «¿No tiene ningún consejo?».

El presidente Kimball dijo finalmente: «De acuerdo. Si quiere un consejo específico, le daré uno. No le vendría mal perder unos cuantos kilos. Que el Señor le bendiga, presi­dente». Se subió al coche y se fue.

El nuevo presidente del templo se quedó boquiabierto. Regresó al templo, luchando con sus sentimientos y pre­guntándose por qué el presidente Kimball había tratado la situación de esa manera. No tenía otra opción excepto hacer lo que debía haber hecho desde el principio: arrodillarse y suplicarle ayuda al Señor. Ese hombre bueno y humilde hizo exactamente eso y llegó a ser un presidente de templo espiritual, amoroso y eficaz.

¿Acaso no podría el presidente Kimball haberle dado muchas pautas sobre la obra del templo? Por supuesto que sí. ¿No habría podido enseñarle mucho sobre el liderazgo? Sí, pero, ¿se da cuenta de que lo que realmente logró el pre­sidente Kimball fue hacer que ese hombre acudiera al Señor? Si podemos enseñar a nuestra familia a confiar del mismo modo en el Señor, ¿quién sabe qué bendiciones podremos recibir en nuestra vida? Ellos sabrán a quién deben acudir para solucionar sus problemas.

Cuando fui llamado como presidente de la Misión Uruguay/Paraguay, habría hecho algunas cosas de manera diferente si hubiese conocido esta experiencia del presidente Kimball. Pero no la conocía,- tan sólo sabía que tenía que pre­sentarme en el despacho del profeta para ser apartado.

En el día señalado fui con mi esposa y dos de mis hijos más jóvenes a las oficinas de la Iglesia. Después de que el presidente Kimball me hubo apartado, yo estaba ansioso por recibir cualquier capacitación que él quisiera darme, así que le dije: «Presidente Kimball, usted sabe que me voy entre los lamanitas y, ya que usted ha estado gran parte de su vida entre ellos, ¿tiene algún consejo para mí, alguna sugerencia que quisiera darme antes de que me vaya?».

Me dijo: «Bueno, me gustaría sugerirle que permanezca cerca del Espíritu del Señor, y Él le dirá lo que tiene que hacer».

Me sentía un poco decepcionado de que no hubiese nada más, así que insistí: «Presidente, estaría encantado de que nos enseñase o nos diese alguna instrucción adicional».

Finalmente me dijo: «Gene, ¿tiene usted el Sacerdocio de Melquisedec?» (Ahora sabía que estaba en problemas).

Le dije que sí.

«¿No ha sido apartado como Autoridad General?»

Nuevamente dije que sí.

Entonces me dijo: «Adiós».

Yo tenía el sentimiento de que nos estaba diciendo: «No nos llame, ya lo llamaremos nosotros cuando sea el tiempo de regresar».

Testifico que el efecto que el presidente Kimball tuvo en mí como nuevo presidente de misión fue el mismo efecto que tuvo sobre aquel nuevo presidente de templo. ¡Qué ejemplo tan poderoso de liderazgo! El presidente Kimball estaba diciéndonos que «confiásemos más en el Señor». Él no quería entrometerse entre el Señor y yo, en lo que a la capacitación que el Señor iba a darme se refiere. No se sen­tía obligado a darme su mejor consejo ni nada parecido. Él podría haberme tenido allí durante días, enseñándome sobre la obra misional. ¿Quién de entre las Autoridades Generales sabía más al respecto? Nadie. Él no estaba disminuyendo la importancia de las enseñanzas que recibíamos en los seminarios para nuevos presidentes de misión y demás; tan sólo estaba dirigiendo nuestra atención hacia nuestra primera prioridad. Él era el ejemplo real de un líder que enseña a las personas a confiar en el Señor.

No tenía otra opción sino hacer lo que sabía que tenía que hacer: buscar humildemente al Señor para aprender a ser presidente de misión. No sé de ningún otro principio que el presidente Kimball me haya enseñado, que fuese más importante. Ese acto excepcional de liderazgo me ayudó a comenzar mi misión correctamente, con más poder y con­fianza en el Señor de lo que habría tenido en caso contrario.

Lo que el presidente Kimball estaba enseñándonos era que debemos aprender a vivir por la fe, a depender del Señor. Debemos recordar que nuestros hijos eran hijos de nuestro Padre Celestial antes de ser nuestros, y que si acu­dimos a Él con fe, nos enseñará cómo guiarlos en rectitud.

Si los padres comienzan a enseñar como si ellos fueran el maestro en vez del instrumento en las manos del Señor, las cosas no van a salir tan bien. El Señor es el verdadero maestro y nosotros estamos aquí para ayudarle, y no de la otra forma. ¡Cómo habrá de trabajar el Señor con nosotros si le somos fieles!

Es importante que reconozcamos que la responsabilidad de cada miembro de la familia descansa:

  • primero, en la persona misma,-
  • segundo, en la familia;
  • y tercero, en la Iglesia.

Si aceptamos la responsabilidad de aprender por noso­tros mismos cuáles son nuestros deberes, aprenderemos mucho más rápidamente del Señor, y Él nos enseñará mucho más. Padres, asegurémonos de cumplir el siguiente consejo del presidente Kimball: «El Evangelio da sentido y propósito a nuestra vida es el camino que conduce a la feli­cidad. Nuestro éxito, individual y como Iglesia, será deter­minado en gran medida por la fe con que nos dediquemos a vivirlo en el hogar» (Conference Repon, abril de 1979, pág. 115). Sigamos su consejo, enseñando mediante el ejemplo y el precepto.

Las familias pueden ser algo verdaderamente divertido, aun en situaciones y momentos difíciles. No obstante, siempre parece haber momentos en los que podemos ense­ñar principios correctos.

FE PARA ENCONTRAR UNA CASA

Mientras vivíamos en Ecuador, tuvimos un gran pro­blema con una plaga de ratas en nuestra casa. El primer día que vimos una nos dimos cuenta de lo que teníamos que enfrentar: medía casi 30 centímetros, ¡sin contar la cola! Tenían el hábito de mordisquear los melones y el pan de la despensa. A veces nos asustaban porque salían de los cajo­nes de las cómodas. Intentamos ponerles veneno, cazarlas con trampas, pero nada parecía funcionar. Pronto comenza­mos a buscar otro lugar donde vivir, pero tuvimos tanto éxito para encontrarlo como para deshacernos de las ratas.

Pasaron las semanas, y luego los meses. Mi esposa buscó una casa casi cada día, tarea que se volvió muy desalenta­dora para ella. Había un buen número de casas en venta, pero debido a nuestra asignación sólo podíamos alquilarlas. Finalmente encontramos una e hicimos una oferta de arriendo, pero la vendieron sin avisarnos. Después de la conferencia general y de un viaje que tuve que hacer, llegué a casa una noche y encontré a mi esposa llorando. Había reunido a toda la familia para la noche de hogar, cuando una rata enorme se acercó y se sentó a escuchar. «¡Ya basta!», le dijo a los niños, la persiguió hasta la cocina, cerró las puer­tas de un golpe y durante cuarenta y cinco minutos luchó con la rata escoba en mano, hasta que finalmente la mató. Todos los niños estaban mirando por la ventana y gritando: «¡No la dejes escapar, mamá! ¡Que no se escape!» Fue una verdadera lucha a muerte.

Después que mi esposa terminó de contarme el inci­dente, mostré comprensión y le dije que haríamos lo que fuese necesario para solucionar el problema. Debido a que era tarde, decidimos irnos a dormir y hablar más por la mañana. Yo acababa de quedarme dormido cuando ella me despertó para decirme: «Hay una rata en la habitación».

«No, cariño», le dije, «imaginaciones tuyas. No puede haber una rata aquí».

Entonces oímos un pequeño ruido en la papelera. Mi esposa se levantó y encendió la luz, y allí estaba, una rata enorme al pie de nuestra cama. Cerró la puerta de un golpe para que no se escapase, y yo le dije: «Tú tienes experiencia en estos asuntos, atrápala». Ambos nos reímos. Ella tomó la escoba y la mató.

Tras ese episodio, nos arrodillamos y oramos ferviente­mente al Señor para que nos ayudase. Le dijimos que había­mos buscado casa por cerca de tres meses, que mi esposa había buscado casi cada día, pero que no habíamos podido encontrar nada para nuestra familia. Suplicamos la ayuda del Señor en ferviente oración, y más tarde entendí que había sido una verdadera oración de fe, tal y como se des­cribe en las Escrituras.

A la mañana siguiente despertamos temprano a los niños y les contamos nuestra experiencia. Les dijimos que tendríamos que orar fervientemente como familia y que si lo hacíamos, teníamos la confianza de que el Señor nos daría una casa de inmediato, aun en ese mismo día. Después de orar juntos, nos subimos al coche y manejamos hasta una parte residencial de la ciudad en la que queríamos vivir.

Sabíamos que podría ser difícil encontrar una casa por­que los propietarios evitaban poner letreros en las ventanas,-si lo hacían, los ladrones sabrían que la casa estaba desocu­pada. Preguntamos a algunas personas en la calle si sabían de casas para alquilar, pero nos dijeron que no.

Como media hora después de haber salido, nos detuvi­mos delante de una casa en la que había una mujer. Le pre­guntamos si sabía de alguna casa para alquiler y ella respondió: «No, pero francamente, hemos estado pensando en alquilar ésta misma, aunque no la hemos anunciado en ninguna agencia inmobiliaria ni nada parecido. Es la casa de mi hijo, pero él está pasando por algunas dificultades eco­nómicas y le vendría bien alquilarla».

Observamos la casa desde fuera y pensamos que no satisfacía nuestras necesidades. Sin embargo, la mujer comenzó a describir el interior y finalmente accedimos a entrar para echar un vistazo. La casa era la mejor que habí­amos visto en tres meses, el alquiler era muy razonable y, para nuestra sorpresa, la mujer nos dijo: «Si realmente están interesados en la casa, creo que podríamos mudarnos esta misma semana».

Le dijimos que estábamos muy interesados y que nos mantendríamos en contacto. Unas dos horas después deci­dimos alquilar la casa y en las veinticuatro horas siguientes ya habíamos firmado un contrato. Nos mudamos una semana después. Estábamos realmente impresionados de que en una mañana, en unos cuarenta y cinco minutos, el Señor nos hubiese dirigido a nuestro nuevo hogar.

Mi esposa estaba un poco molesta pues pensaba que podríamos haber conseguido la casa antes si hubiésemos confiado más en el poder del Señor y menos en nuestros propios esfuerzos. Parece que debemos realizar un cierto esfuerzo por perseverar antes de que Dios actúe. Es algo semejante al principio de que aquellos que tienen fe para ser sanados lo serán; si no, deberemos estar con ellos en sus aflicciones (véase D&C 42:43-52). En otras palabras, halla­remos la salida si tan sólo tenemos la fe suficiente. De otro modo, el Señor permitirá que llevemos la carga nosotros solos durante un rato. No quiero decir que nuestra familia no hubiese orado por la casa, sino que no lo habíamos hecho tan sincera y fervorosamente como cuando recibimos la impresión de hacerlo aquella mañana, en una verdadera oración de fe.

Me resulta sorprendente cómo el Señor, en unas pocas horas, pudo solucionar un problema con el cual nosotros luchamos durante muchos meses. Para mí es un testimonio de que el Señor está dispuesto a ayudarnos con cualquiera de nuestros problemas, tanto espirituales como temporales. Pero la mayor bendición que emana de las respuestas a la oración es el incremento de nuestra fe, una bendición espi­ritual y real que el Señor nos da. No es de extrañar que el Señor dijese: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le piden?» (3Nefi 14:11).

Es hermoso ver que en muchas ocasiones recibimos dones mayores mientras oramos por una bendición tempo­ral, tal como ocurrió en esta ocasión.

Lo que siempre me ha impresionado de estas experien­cias con la fe es el impacto que tienen en los niños. A medida que ellos ven, una y otra vez, que el Señor contesta las oraciones, su confianza en Él se ve enormemente forta­lecida. En cada experiencia aprendemos algo nuevo sobre cómo ejercer nuestra fe y obtener respuestas. Muchas veces, esa recompensa espiritual puede ser mucho mayor que la respuesta específica a una oración.

Al volver la vista atrás podemos ver con más claridad el impacto de tales experiencias espirituales. No se trata de que nos haya enseñado a tener más fe y confianza en el Señor o que sepamos mejor cómo recibir respuesta a nuestras oracio­nes. Puede que sea más importante el que hayan tenido un impacto directo en nuestra manera de vivir el Evangelio. Cuando los integrantes de una familia realmente intentan vivir por la fe, ascienden uno o dos peldaños en su manera de vivir el Evangelio. Comienzan a establecer valores más elevados que los que podrían estar viviendo otras personas a su alrededor, y tienden a tener la firme determinación de que vivirán dichos valores. Todo esto parece venir no sólo a los padres sino a los hijos también.

EL ESTABLECIMIENTO DE NORMAS FAMILIARES

Hemos tenido una experiencia poco frecuente como familia; en tres ocasiones diferentes hemos vivido fuera de los Estados Unidos por un total de casi ocho años. En cierto modo, fue una gran bendición el estar alejado de las cos­tumbres, la cultura y las tradiciones de los Estados Unidos. Nos vimos obligados a vivir en otra cultura y a brindar nosotros mismos gran parte de la enseñanza del Evangelio y de las actividades a nuestra familia. Pudimos ver con gran claridad los aspectos positivos y las debilidades de la socie­dad de que procedíamos. La segunda vez que regresamos a los Estados Unidos, tomamos la determinación de que nos esforzaríamos por mantener la unidad que habíamos expe­rimentado mientras vivíamos fuera de la cultura de nuestro país, la cual tiende a dividir a las familias y hacer que los hijos pasen mucho tiempo con sus amigos.

Queríamos mantener lo bueno que habíamos aprendido al vivir en algunos países llamados del tercer mundo, así como lo bueno que hay en la cultura norteamericana. Habíamos intentado no absorber ninguna de las cosas malas de las culturas de aquellos países y teníamos la firme determinación de no absorber las debilidades de la cultura de los Estados Unidos. Debido a que habíamos vivido en zonas de marcada pobreza, nos sentíamos abrumados por las grandes bendiciones materiales que el Señor había dado a los Santos de los Últimos Días en Norteamérica.

Acordamos en un consejo familiar que mantendríamos las cuatro metas siguientes:

  1. No ser absorbidos por el materialismo ni el egoísmo, y no ceder a las presiones económicas y de la sociedad.
  2. No ceder al orgullo en ninguna de sus formas aspi­rando a los honores del mundo, etcétera.
  3. Evitar lo mundano a toda costa.
  4. No permitir que nuestra familia sea dividida por nadie, incluyendo los amigos, ni perder nuestra unidad familiar.

Acordamos que fijaríamos ciertas normas familiares para poder supervisar estos objetivos. Hay que recalcar que éstas no son normas de la Iglesia, sino de nuestra familia:

  1. Emplearíamos nuestro dinero en atender las necesi­dades básicas: ropa, artículos de importancia priomordial, muebles, alimentos, etcétera; pero no haríamos compras lujosas ni de productos elaborados. Ahorraríamos dinero para casos de futura necesidad; no importa cuánto ganáse­mos, nunca sería tan poco como para no ahorrar nada. Emplearíamos el dinero en actividades orientadas hacia la familia. Finalmente acordamos que nuestros hijos mayores obtendrían empleos, y los más jóvenes intentarían ganar algo de dinero.
  2. Acordamos, como familia, controlar el tiempo que dedicábamos a ver videos y televisión. Básicamente, sólo rea­lizaríamos esta actividad los fines de semana y únicamente cuando todos pudiéramos verlos juntos. Además, controlarí­amos lo que viésemos mediante el alquiler de videos cuida­dosamente seleccionados, especialmente clásicos. Como consecuencia de ello, nuestros hijos también estarían alerta en cuanto a lo que verían en casa de sus amigos.
  3. Acordamos que nuestra familia no malgastaría el tiempo y que si nuestros hijos tomaban parte en activida­des, éstas serían actividades sanas y con propósito. Por ejemplo, sentíamos que nuestros hijos adolescentes no debían dedicar demasiado tiempo al teléfono, tampoco debían pasear por los centros comerciales ni estar envueltos en otras actividades que promovieran la holgazanería y para que no viniera sobre ellos la influencia del adversario.
  4. Nos comprometimos a continuar haciendo todas las comidas en casa y todos juntos. Continuaríamos con nues­tras actividades familiares nocturnas, tales como leer, coser, cantar, utilizar la computadora, hacer reparaciones, hacer visitas, trabajar en el jardín, tocar instrumentos musicales, prestar servicio, etc.
  5. Mantendríamos normas de vestir básicas y modestas, sin importar lo que vistieran los demás, permaneciendo ale­jados de atuendos reveladores, extremos o que no resulta­sen apropiados para alguien que había recibido la investidura del templo.
  6. Decidimos que, por lo menos en nuestra familia, no iríamos a dormir a casa de otras personas ni fomentaríamos esta actividad en nuestra casa. Esto fue un poco difícil de controlar al principio, ya que todos nuestros vecinos con­sentían a dicha actividad. Mas habíamos visto bastantes problemas, tanto morales como de otros tipos en tal sen­tido, así que acordamos mantenernos firmes en cuanto a esta norma.
  7. Acordamos seguir con nuestros paseos y celebracio­nes familiares, y en ocasiones incluir a otras familias también.
  8. Acordamos seguir oyendo en nuestro hogar sólo música de la Iglesia, música clásica o cualquier otra buena música, pero ningún tipo de rock ni nada por el estilo.
  9. Acordamos que nos mantendríamos firmes ante cual­quier presión social o de nuestras amistades, y que todos estaríamos dispuestos a comentarlas con la familia en cuanto comenzásemos a percibirlas.
  10. Animamos a nuestros hijos a traer a sus amigos a casa para tomar helado, comer pizza, cenar, jugar, etc. Nuestra casa era siempre el «punto de encuentro», pero éra­mos felices así y los niños se sentían cómodos cuando traían a sus amigos.

Es muy importante que los jóvenes seleccionen buenos amigos, pues se sentirán impulsados a guardar los manda­mientos y tomarán parte en relaciones positivas que contri­buirán a su desarrollo y crecimiento. Si escogen malos amigos, pronto se verán inmersos en malas actividades y caerán bajo la influencia de Satanás, quien les enseñará a ser desobedientes a los padres, a no respetar el horario esta­blecido por la familia para volver a casa, a utilizar un len­guaje indeseable, a ver malos programas de televisión y muchas cosas más. Así que serán mucho más receptivos a las malas presiones de sus amigos.

  1. Acordamos que nuestra familia estaría en primer lugar y nuestros amigos en segundo, y que cuando papá estuviese en casa, dado que hacía muchos viajes, en gran medida ése era un tiempo para la familia. El tiempo para los amigos estaría principalmente reservado para los fines de semana cuando papá tuviera que viajar.
  2. Animamos a nuestros hijos a salir en citas, pero los comprometimos a que, cuando lo hiciesen, se ciñesen a una serie de reglas seguras. Por ejemplo:
  • No podían salir en citas antes de los dieciséis años.
  • No podían salir con la misma persona varias veces seguidas.
  • No saldrían en citas de manera constante.
  • No podrían salir solos con alguien del sexo opuesto, sino que tendrían que ir en grupos de cua­tro o más.
  • Normalmente no podrían estar fuera de casa más tarde de la medianoche.
  • No podrían salir con personas que no fuesen miembros, ni con miembros que no fuesen dignos.
  1. Después de todo, nos comprometimos como familia a continuar teniendo el Espíritu del Señor con nosotros, especialmente al hacer uso de las los siete pasos sugeridos en el capítulo 2 de este libro. Los hijos que tienen el Espí­ritu del Señor obedecerán no sólo las normas familiares sino también las del Señor.

Deseo destacar que, para llegar a un acuerdo familiar sobre todo lo mencionado anteriormente, primero habla­mos unos con otros de las grandes bendiciones que había­mos recibido individualmente por la manera en que vivimos en Latinoamérica. Cada uno de nosotros enumeró las cosas que más le gustab an y entonces sentimos una gran necesidad de mantenerlas, por lo que fue relativamente fácil redactar una lista de normas con las que todos estaría­mos de acuerdo.

De regreso en los Estados Unidos, tuvimos que hacer-frente a grandes dificultades durante dos o tres años. Sin embargo, al volver la vista atrás, podemos determinar que fuimos capaces de cumplir con cerca del 90% de nuestras normas. Aunque no fue algo perfecto, piense en las bendi­ciones que hemos recibido en comparación con los problemas que podríamos haber tenido de no haber desarrollado dichas normas.

Aun con nuestras normas, hemos hecho frente a muchos de los mismos desafíos que usted tiene en su vecindario: Niños que sienten que deben estar haciendo algo exótico todo el tiempo o que no lo están «pasando bien»; adultos que quieren sentarse en la última fila de la capilla,- personas que no quieren cantar en la Iglesia; jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico que no quieren llevar camisa blanca y corbata para oficiar en la Santa Cena; adultos que hacen muchas cosas en la Iglesia que bien podrían hacer los jóve­nes; un desmedido énfasis en la apariencia, el peinado y la ropa,- falta de reverencia en la capilla; jóvenes que están fuera hasta las dos de la mañana en fiestas o vagando por la calle; fiestas de verano y citas casi cada noche; falta de santifica­ción del día de reposo; ropa casual y programas deportivos de televisión los domingos,- personas que quieren ver telenove­las o películas de dudoso valor moral; padres demasiado complacientes,- jóvenes cuyos padres les han comprado su propio coche; maratones de baile para recaudar dinero que ocupan toda la noche,- jovencitas que llevan ropas inmodes­tas,- una actitud general de diversión y tiempo libre pero ninguna necesidad de trabajar en casa o de tener un empleo; familias que no hacen nada juntas pero que dejan de manera exagerada que sus hijos vayan con sus amigos a lugares en los que se ven expuestos a música inapropiada, lenguaje profano y chistes vulgares; etc.

Con problemas como éstos a nuestro alrededor, ¿cómo podemos mantener normas semejantes a las mencionadas antes? No creo que esto sea posible a menos que la relación entre los padres, los hijos y el Señor sea fuerte. Si la norma de la familia es la norma del Señor, y todos tenemos un testimonio de ello por el Espíritu, entonces no es difícil esta­blecer este tipo de normas.

SENSIBILIDAD RESPECTO AL ESPÍRITU EN LAS NORMAS SOBRE LAS SALIDAS EN CITAS

Cuando una de nuestras hijas tenía quince años, surgió un romance amistoso entre ella y un joven de una buena familia que vivía cerca. El era realmente un buen chico y nosotros estábamos complacidos con la amistad que había entre ambos; pero ella sólo tenía quince años y no podía salir en citas.

Día tras día se sentaban juntos en el autobús de camino a la escuela, hablando y pasándolo bien. Se trataba de una relación sana. Sin embargo, a medida que fueron pasando los meses, nos dimos cuenta de que la relación se estaba poniendo más seria, llegando hasta el punto en que este joven, a quien llamaremos Bill, tomó de la mano a nuestra hija durante un desfile de modelos en una noche de talen­tos de la capilla.

Ella estaba bastante avergonzada, porque todos los demás los vieron y le gastaban bromas. Pero en su interior era muy feliz, porque realmente gustaba del joven. Afortunadamente, ella tenía una relación muy estrecha con nosotros y desde el principio nos habló de lo que estaba pasando. No estaba segura de lo que debía hacer. Mi esposa y yo hablamos con ella esa noche, ya que al día siguiente nos íbamos de viaje para cumplir con una asignación de la Iglesia que nos tomaría unos tres o cuatro días, y no quería­mos dejar el asunto sin resolver. También sabíamos que esa noche habría un baile en el centro de reuniones y que al día siguiente los jóvenes irían de excursión. Así que nuestra hija iba a estar mucho tiempo con Bill.

Ya habíamos hablado mucho sobre estas cosas, por lo que nos limitamos a recordarle la seriedad de este asunto si ellos seguían adelante, y que no era apropiado para su edad. Además, sugerimos que podría ocasionar que los demás tuviesen una imagen distorsionada de ella. Y nos dijo: «Pero él me gusta mucho y no quiero herir sus sentimientos».

Le dimos unas pocas ideas de lo que podría decir y aña­dimos que no íbamos a decirle lo que tenía que hacer. Ella debía seguir el Espíritu y entonces sabría qué hacer para manejar la situación de manera correcta. Teníamos con­fianza en ella debido a su proximidad con el Señor y estába­mos seguros de que sabría cómo actuar.

Cuando unos pocos días más tarde regresamos a casa, nos complació el saber cómo se habían desarrollado las cosas. La noche del baile él la tomó de la mano mientras estaban sentados y ella le dijo con amabilidad: «¿Sabes, Bill? Realmente creo que no debemos hacer esto».

«¿Por qué?», preguntó él.

«Bueno», contestó ella, «soy demasiado joven. Realmente me gustas y lo pasamos bien juntos, pero creo que debemos esperar y no hacer esto ahora. No creo que sea lo correcto».

«¿Estás segura?», leMijo.

Y ella replicó: «Sí, lo estoy».

De este modo, nuestra hija deturo la situación con el muchacho, una situación que podría haber crecido hasta causarle dificultades más adelante. Nos dijo lo mal que se había sentido por tener que hablarle de esa manera, pero sabía que era lo correcto y se sintió aliviada por haberlo hecho.

Él fue muy amable con ella durante la excursión del día siguiente, y ella intentó ser atenta y cordial con sus palabras para que él no se ofendiera. Debido a que ella siguió el Espíritu y observó las normas del Evangelio con fe, puede que haya evitado problemas futuros, no sólo con ese joven, sino con otros que podrían cortejarla más adelante.

Creo que nuestra hija aprendió que era mejor escoger lo correcto, aun cuando a ella no le gustase. Los hijos tienen que aprender a actuar con fe, siguiendo las impresiones del Espíritu, aunque haya presión por parte de otras personas, para tener relaciones semejantes a la mencionada, aun cuando en su entorno haya muchas personas haciendo bas­tante más que eso.

Mientras nuestros hijos están en el hogar, debemos enseñarles a escoger lo correcto, a seguir las impresiones del Espíritu. Si los padres han plantado correctamente la semi­lla del Evangelio en el corazón de sus hijos, muchos proble­mas se resolverán por sí solos.

Los padres tienen que recordar que el estar en casa no es tan sólo un tiempo para descansar y tomarse las cosas con calma, aunque sea parte de ello. Más que eso, se trata prin­cipalmente de un tiempo para la fe, un tiempo para buscar maneras de fortalecer a la familia. Puede que tengamos difi­cultades en el trabajo y en otros lugares para ejercer nuestra fe plenamente y mantener nuestras prioridades en su lugar, pero si tenemos que hacer a un lado algunas prioridades, que no sean las del hogar. Debemos dar lo mejor de nosotros mismos a nuestra familia. Nunca debemos des­cuidarnos, sino que tenemos que mostrar verdaderamente a nuestros hijos cómo vivíTpor la fe.

La familia tradicional enfrenta muchos desafíos en el hogar. Algunas encuestas muestran que en los Estados Unidos la gente ve la televisión unas siete horas y media al día. Los videos y los programas de televisión realmente per­miten que el mundo entre en nuestro hogar, y si no estamos en guardia, la fe de la familia puede ser destruida por culpa de estas influencias mundanas.

El tener experiencias donde toda la familia está unida en la fe ayuda a preparar a los hijos para cuando tengan que actuar por sí mismos, para ejercer su propia fe a la hora de resolver un problema en concreto. Supongo que todos encontramos gran alivio en las palabras del proverbio: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartara de él» (Proverbios 22:6).

Tenemos muchas experiencias con la fe cuando damos oído a las impresiones del Espíritu, impresiones que debe­mos desear recibir con sinceridad. Simplemente, si espera­mos recibir instrucción de los cielos y nos estamos esforzando por vivir nuestra vida, en muchas ocasiones recibiremos impresiones que serán de gran beneficio para criar a un hijo o incluso proteger a la familia de algún peligro.

CÓMO DAR OÍDO A LAS IMPRESIONES

Hace algunos años, un domingo por la mañana, un hom­bre estaba regañando a su esposa por hacer que la familia lle­gase otra vez tarde a la capilla. Éste había sido un tema frecuente en su matrimonio durante cierto tiempo: «Cariño, ¿vamos a llegar tarde otra vez? ¿No puedes prepararte antes? ¿Por qué no puedes asignar más responsabilidades a los niños para que tengan algo que hacer? ¿Por qué tienes que hacerlo todo tú? Siempre llegamos tarde. Me avergüenza tener que llegar tarde a las reuniones. Debiéramos dar un mejor ejemplo». Una y otra vez, el marido reprendía a su esposa.

Por fin entraron en el coche para dirigirse a la capilla, pero la reprimenda continuó. Cuando se preparaban para entrar en el centro de reuniones, la esposa dijo: «Sé que no te va a gustar nada, pero tengo que volver a casa?».

«¿Qué?», respondió el marido. «Ya llegamos tarde. ¿Por qué tienes que volver a casa?».

«No lo sé», respondió ella, «pero tengo que ir». Y se fue antes de que él pudiera decir nada más. Mientras el esposo asistía a las diferentes reuniones, su irritación iba en aumento. Tuvo que hacerse cargo de los niños y parecía que su esposa no iba a regresar jamás a la capilla.

Pinalmente llegaron a casa después de las reuniones, listo para reprender un poco más a su esposa, hasta que la vio sentada en la cocina, llorando. La cocina casi se había incendiado por completo, y si su esposa no hubiese regre­sado a la casa cuando lo hizo, todo el hogar habría sido pasto de las llamas. Se sentía tremendamente conmovido por el hecho de que su esposa hubiera dado oído a la voz del Espíritu, y sentía gran pesar porque él no la había oído y por haberla regañado. ¿Por qué el marido no había oído al Espíritu? Supongo que porque estaba enfadado y con ganas de discutir.

Uno de los problemas que tenemos muchos de nosotros es que estamos demasiado ocupados para escuchar la voz del Espíritu. Estamos demasiado ocupados y no podemos percibir ninguna de las cosas importantes que ocurren a nuestro alrededor. Siempre me han gustado las palabras de D&C 5:34: «Sí, por esta causa dije: Detente y espera hasta que te mande, y te proporcionaré los medios para que cum­plas lo que te he mandado».

Éste es el único versículo que conozco donde el Señor nos ha dicho que nos detengamos y esperemos hasta que Él nos mande y nos proporcione los medios para ayudarnos a cumplir con lo que nos ha mandado hacer. En otras pala­bras, a veces tenemos que detenernos y esperar, meditar y ser conscientes de dónde estamos en realidad. Sólo así sere­mos más susceptibles a la inspiración del Señor.

Realmente, la voz del Espíritu es un susurro. Si hay algún tipo de contencióñTorgullo u otros pecados, no la escucharemos. ¿Cuántas veces hemos recibido instrucción de lo alto y no la hemos escuchado? Si reconocemos las impresiones y cumplimos con lo que Señor nos invite a hacer, tendremos más guía para nuestra familia.

LA FE Y EL DESEMPLEO

En un capítulo anterior incluí el relato de uno de mis hijos que oraba en busca de empleo mientras asistía a la universidad. En otra ocasión tuvo una experiencia similar que nos enseñó más plenamente el afecto del Señor al corresponder nuestra fe. Este hijo había trabajado muy duro durante la primavera para tener dinero suficiente y poder asistir al Ricks College (Colegio universitario de la Iglesia en Idaho) durante los semestres de verano y otoño. Lo hizo, y todo fue bien hasta el final de diciembre, cuando des­cubrió que se estaba quedando sin dinero. Había podido rea­lizar algunos trabajos para mantenerse, pero para las vacaciones de Navidad casi no le quedaba ni un centavo. Le preocupaba cómo podría asistir a la universidad el semestre siguiente. Creo que quería pedir un préstamo a sus padres, pero no le dimos nada. En vez de eso, le dijimos que estábamos seguros de que el Señor proveería si él era fiel.

Vino a casa con unas dos semanas de vacaciones antes de la Navidad y quería encontrar trabajo. Hizo ciertos con­tactos, acudió a departamento de personal tras departa­mento de personal y no pudo encontrar nada, lo cual le desanimó bastante tras su primer día de búsqueda. Sabía que cada día que pasaba durante las vacaciones de Navidad equivalía a tener menos dinero para poder mantenerse en la universidad.

La segunda mañana se puso en contacto con el departa­mento de personal de una compañía. Le dijeron que no tenían vacantes y que durante la época de Navidad todos los puestos estaban ocupados. Volvió a casa bastante desani­mado y habló conmigo ai-respecto. Intenté ayudarle a que ejerciera la fe, testificándole que el Señor conocía lo serio de la situación y que tendría que orar con más fervor para convencerle de que realmente necesitaba Su ayuda.

Entonces, cuando se dirigía a su coche para continuar buscando, sonó el teléfono. Lo llamé para que atendiera y después de hablar, se acercó a mí con lágrimas en los ojos. Me dijo que una directora de personal lo había llamado y le había dicho: «Realmente debes tener a alguien en el cielo a quien le caes bien. En la última media hora hemos tenido una vacante en el centro de distribución. Si quieres el tra­bajo, es tuyo a jornada completa durante las vacaciones de Navidad».

El estaba muy contento. Sentía que sus oraciones habían sido contestadas. Entonces me dijo que apenas cinco minutos antes, después de haber hablado conmigo, se había ido a su habitación y había suplicado al Señor que le ayu­dase a encontrar un empleo pues lo necesitaba urgente­mente, o no podría ir a la universidad. Percibí que realmente había ejercido la fe. Estaba muy emocionado por el hecho de que en tan sólo unos minutos sonase el teléfono y le ofrecieran trabajo.

Este hijo volvió al Ricks College con la idea de que allí encontraría empleo de inmediato y sería capaz de mante­nerse durante el semestre de primavera. Pero después de buscar durante todo el mes de enero hasta mediados de febrero, no pudo encontrar nada. Ahora sí que estaba bien desanimado. Hablamos con él por teléfono en numerosas ocasiones y finalmente nos dijo que si no encontraba tra­bajo pronto, tendría que dejar de asistir a la universidad. Le prestamos un poco de dinero para ayudarle a pagar el seguro del coche. A él no le gusta pedir préstamos, y nosotros sabe­mos que lo mejor para él es no dárselos, pero lo hicimos durante un mes. Finalmente llegó al punto en que nos llamó para decir que si no lograba conseguir más dinero para la próxima semana, tendría que volverse a casa.

Una vez más le sugerimos que ejerciese la fe. Mi esposa y yo ayunamos por él; volvimos a animarle para que real­mente orase por un trabajo y comenzamos también a orar juntos como familia para ayudarle. En el plazo de una semana recibió una llamada de un motel en Rexburg. Estaban buscando un encargado para las noches. El hombre que lo entrevistó supo que era bilingüe y que ya había tra­bajado antes en el negocio de la hotelería, así que lo con­trató. Entonces mi hijo comenzó a recibir unos buenos ingresos, lo suficiente como para seguir asistiendo a la uni­versidad.

Tenía que trabajar menos horas de las que esperaba, pero se mantuvo excelentemente bien y más adelante pudo devolvernos el dinero prestado y tener lo suficiente para sus propios gastos. Estaba realmente complacido por tener tra­bajo y poder estudiar al mismo tiempo. Resulta más que evidente en su vida que siempre que ha ejercido la fe de manera humilde y enérgica, el Señor le ha respondido de maneras bastante espectaculares. Aun siendo pobre, «la observancia del mandamiento» le ayudó a mantenerse a tra­vés de sus estudios. Más o menos un mes después de esa experiencia, recibimos la llamada de un hijo extremada­mente contento. Había tenido la impresión de preguntar a la universidad si podría recibir algún tipo de beca para ayu­darle con sus finanzas durante el resto de su permanencia en Ricks, y para su sorpresa y deleite, le concedieron una beca de quinientos dólares. Este joven continuó recibiendo más y más bendiciones a medida que se esforzaba por ser-fiel y hacer lo correcto.

UNA ORACIÓN POR UN HIJO EN PELIGRO

La esposa de un presidente de misión me contó una experiencia donde la fe de una madre tuvo una gran influ­encia su hijo.

Un joven obtuvo permiso de sus padres para llevarse el vehículo todoterreno a las montañas y esquiar con sus ami­gos. Le dijo a los padres que estarían de regreso para las seis de la tarde.

A medida que la madre miraba el reloj, vio cómo pasa­ban las seis, las siete y las ocho de la noche. Sus temores y dudas empezaron a asomar. Comenzó a preocuparse de que su hijo estuviera teniendo problemas. Hizo una oración en su corazón pidiendo por la seguridad de su hijo. Las nueve de la noche, las diez, las once. Ella y su esposo hablaron sobre la situación y finalmente se fueron a la cama, con el corazón lleno de ansiedad y temor por su hijo.

Después de que el esposo se quedó dormido, la mujer se levantó, se fue a la sala de estar y, de rodillas, volcó su cora­zón al Señor para que protegiese a su hijo. Sintió que una gran paz descendía sobre ella, se fue a la cama y quedó dormida.

Como a las seis de la mañana, el hijo y sus amigos lle­garon finalmente a casa. La madre lo abrazó y las primeras palabras del joven fueron: «¿Qué estabas haciendo a la medianoche?». Ella le dijo que había estado orando en su corazón.

El hijo le comentó que se habían quedado atascados en un barrizal durante varias horas. Luego, tras conseguir sacar el coche, comenzaron a bajar de la montaña bien entrada la noche, pero que a la medianoche el coche se salió de la carretera en dirección a un precipicio. Si hubieran avanzado un poco más, de seguro que todos habrían muerto. El muchacho compartió su testimonio de que cuando el coche se dirigía hacia el borde del precipicio, le pareció como si alguien estuviese delante de ellos empujándoles hacia la carretera. Para él fue como una intervención de los cielos, teniendo en cuenta la oración de su madre.

Tales ejemplos muestran el gran poder de la fe y de la oración, especialmente la fe y las oraciones de los padres por sus hijos, o de los hijos por sus padres. Parece que el Señor honra de manera especial la oración ferviente de una buena madre en favor de sus hijos. Este joven ciertamente conocía bien la fe de su madre y la tenía en alta considera­ción.

¿Estamos ejerciendo el mismo tipo de fe y ofreciendo el mismo tipo de oración en favor de nuestra propia familia? Cuando día tras día demos este ejemplo, nuestros hijos ter­minarán por seguirlo. Estoy seguro de que este muchacho nunca olvidará lo que su madre hizo por él aquella noche.

UNA BENDICIÓN DE SALUD DE UN HIJO

Sabremos que nuestro ejemplo y enseñanzas han dado fruto cuando seamos capaces de pedir la ayuda de uno de nuestros hijos en un asunto espiritual. Tuvimos una expe­riencia interesante con un hijo digno que pudo darme una bendición del sacerdocio. Me hizo recordar las palabras de Alma 38:2-3: «Y ahora bien, hijo mío, confío en que tendré gran gozo en ti, por tu firmeza y fidelidad para con Dios,-. .. Te digo, hijo mío, que ya he tenido gran gozo en ti por razón de tu fidelidad y tú diligencia».

Hace algunos años, mientras vivíamos en Latino­américa, como familia fuimos de visita a los Estados Unidos. Mientras estábamos allí, pasamos algún tiempo en un parque de atracciones acuáticas. Tras tirarme por uno de los toboganes hacia una gran piscina, sentí un dolor en el pie derecho. Sin embargo, mientras íbamos por el resto de las atracciones, no me molestó en absoluto.

Más adelante, cuando regresamos a casa, me dormí una siesta y cuando desperté tenía un dolor terrible en el pie. Conduje el coche para ir a cenar con unos amigos, pero ape­nas podía pisar el acelerador. Finalmente, ya en casa de nuestros amigos, me quité el zapato y el calcetín para examinar el pie. Lo tenía hinchado y cada vez me dolía más.

Cené con gran dificultad, intentando no quejarme. Tras la cena, el dolor era tan agudo que pensaba que debía ir al hospital. Para entonces ni siquiera podía apoyar el pie. Me dolía terriblemente aun cuando no me apoyase en él. Mi hija y mi esposa, que estaban conmigo en la cena, me ayu­daron a bajar las escaleras y a entrar en el coche, y me lle­varon al hospital.

En el momento mismo en que entraba por la puerta del hospital apareció un médico amigo nuestro, el cual me dijo: «No tenía ningún paciente en el hospital, pero sentí que me necesitaban y vine». Todos supimos que había sido algo ins­pirado. Las radiografías mostraron que el pie no estaba frac­turado, pero sí que había sufrido una grave tercedura. El médico llamó a un cirujano ortopédico, quien nos llevó a su despacho para tratar mi lesión. En vez de enyesar todo el pie y la pierna, lo vendó con una venda especial y me dio unas muletas. Tuve mucho dolor de regreso a casa y me sentía bastante deprimido y desanimado porque había tenido muchos problemas de salud en los meses anteriores, algu­nos de los cuales llegaron a amenazar mi vida, y sentía que ya no era capaz de aguantar más.

Llegamos a la casa donde nos estábamos alojando a eso de la una de la mañana. Tenía mucho dolor y estaba muy preocupado, así que le pedí a mi hijo que me diera una ben­dición. Él acababa de ser ordenado élder y me había ayudado algunas veces en la unción, aunque nunca la había sellado. Ésta era su primera vez, y me bendijo para que pudiera recu­perarme pronto y ser sanado. Me dio una buena bendición llena de fe.

Intenté poner mi fe en la bendición, pero seguía dando por sentado, tal como los médicos me habían dicho, que tendría que llevar la venda puesta entre cuatro y seis sema­nas y utilizar las muletas entre diez y quince días, hasta que hubiese desaparecido la hinchazón.

¡Qué gran bendición me dio mi hijo! Dormí toda la noche y sin ningún problema, aunque tenía la pierna ven­dada y fuera de las mantas. A la mañana siguiente tuve la pierna en alto y estuve en casa todo el día. Algunos amigos vinieron a visitarme, pero yo me dediqué a cuidar de mí mismo y a no hacer nada más.

Esa noche, cuando finalmente me quité la venda, descu­brí que podía caminar sin ella. Al día siguiente ya no me la puse y caminé con normalidad. ¡El pie estaba bien! Era difí­cil de creer, pero acababa de experimentar una curación total, y no hizo falta pasar por las seis semanas de recuperación. El Señor, con una misericordia plena, retiró de mí el problema. A la mañana siguiente, con un montón de fe e intentando no dudar, dejé atrás las muletas y la venda, caminé hasta el avión y regresé a nuestra casa en México.

Ciertamente me sentía maravillado y muy humilde por el hecho de que el Señor hubiera contestado nuestras ora­ciones y honrado la bendición de mi hijo. No sé si habría podido aguantar el tener que hacer más reposo en esa oca­sión. Fue algo fantástico el pedirle a mi hijo que me diese la bendición, y estoy seguro de que su propia fe en el sacerdo­cio que posee se vio fortalecida.

LOS PRINCIPIOS PARA VIVIR POR LA FE

Cuando examinamos con detalle las experiencias simi­lares a las mencionadas en este capítulo, podemos aprender realmente cómo ejercer la fe como familia. Al pensar en ellas, he identificado ciertos principios que pueden ayudar­nos a hacerlo una y otra vez:

  1. Crea de antemano que obtendrá aquello que desea. Si esto no ocurre, redoble su fe (véase D&C 18:18).
  2. Los profetas reciben dirección, y también lo hacen los padres, así como todas las personas que piden sinceramente (véase D&C 41:3; 42:61).
  3. Cuando ejerza la fe, en muchas ocasiones recibirá res­puestas a preguntas que no ha hecho y bendiciones que no ha pedido.
  4. Las respuestas suelen venir más frecuentemente cuando usted está «trabajando por ellas», que cuando está de rodillas.
  5. Recibirá muchas respuestas al leer las Escrituras, y es posible que el Señor ya ha dado la respuesta en ellas (véase D&C 32:4).
  6. Puede que algunas respuestas no se reciban en años. Usted debe aguardar con paciencia y confiar en el Señor.
  7. Cuando intente tomar decisiones basadas en la fe, con frecuencia habñTdos opciones difíciles al mismo tiempo para aumentar su poder de discernimiento.
  8. Las respuestas vendrán más fácilmente si usted está haciendo lo que el Señor le ha pedido (véase D&C 79:2; 100:15).
  9. El Señor nunca contestará sus oraciones pidiéndole que haga algo malo (véase D&.C 46:7).
  10. Compare las respuestas a su oración con los frutos del Espíritu para que no sea engañado (véase D&C 11:12-13).
  11. Ore fervientemente con tanta gratitud después de que su fe sea recompensada como lo hizo mientras estaba pidiendo aquello que recibió.
  12. Cuanto más agradecido esté por lo que el Señor le haya dado, tanto más recibirá.
  13. Aprenda pacientemente a discernir entre la volun­tad del Señor y la suya, y a evitar someterse a la voluntad de Satanás (véase 2 Nefi 28:22).
  14. Ejerza más su fe en favor de los demás; las respues­tas vendrán con mayor rapidez.
  15. Las respuestas a las oraciones personales parecen venir con mayor facilidad cuando estamos sirviendo a los demás.
  16. Asegúrese de santificar al Señor a los ojos de la gente y las respuestas vendrán; magnifique al Señor y no a usted mismo (véase Números 20:12; D&C 115:19).
  17. A veces las respuestas parecen venir por partes. Si usted da un paso hacia adelante con fe, el resto le será revelado.
  18. El Señor revela muchas respuestas y conclusiones mediante la oración y las Escrituras. Procure entender las preguntas originales y los problemas que se mencionan en ellas.

Hay muchos-principios que podemos aprender y enton­ces enseñar a nuestra familia sobre cómo vivir por la fe. Sin embargo, en general, la idea es sencilla: Si tenemos fe en el Señor, nos humillamos y nos arrepentimos de nuestros pecados, Él ciertamente nos bendecirá con aquello que dese­amos.

Que nadie entienda que estos principios únicamente funcionarán con una familia excepcionalmente buena. Permítame recalcar una vez más que nosotros tenemos una familia muy normal y típica. Si hay algo diferente al res­pecto, puede que se deba a un intento por parte de los padres por ayudar a nuestros hijos a tener experiencias espi­rituales.

Al grado que nos beneficiemos de las experiencias ruti­narias de la vida y las convirtamos en experiencias de fe, encontraremos uno de los secretos para crear una familia celestial. Si podemos enseñar a nuestros hijos que el Señor es el verdadero líder y podemos volverlos fielmente a Él, Él criará a nuestros hijos, cambiará sus corazones, los hará humildes y les enseñará desde lo alto.

Muchos de los relatos de este libro son experiencias pequeñas y cotidianas, pero debido a que las anotamos, a que pensamos en ellas y a que las comentamos, se convir­tieron en experiencias espirituales. Parte de la clave para tener experiencias espirituales es simplemente reconocer­las, valorarlas y tratarlas con el respeto suficiente como para registrarlas. Ciertamente, el Señor nos enseñó bien a través del profeta José Smith, quien, tras la gran visión de los reinos celestiales, dijo: «Éste es el fin de la visión que vimos, que se nos mandó escribir mientras estábamos aún en el Espíritu» (D&.C 76:113).

Piense en lo que se habría perdido si José Smith no hubiese registrado esas revelaciones en el momento en que le fueron dadas, mientras todavía estaba en el Espíritu. Seguro que habríamos perdido la mayor parte de la revela­ción, si no toda.

Lo mismo ocurre con la familia. Cuando tenemos Lina experiencia espiritual, si no tomamos tiempo para regis­trarla, la perderemos. Creemos que siempre la recordare­mos, mas la habremos perdido poco tiempo después. Los hechos aparecen borrosos, el recuerdo es parco, y antes de que pase mucho tiempo habremos olvidado las grandes ben­diciones que nos dio el Señor.

Quisiera recomendar enérgicamente que registre sus experiencias y luego relate a su familia las grandes bendi­ciones que el Señor les ha dado una y otra vez. Muchas familias tienen las experiencias, pero no las escriben. Así que, en vez de beneficiarse de las lecciones del pasado, tienen que continuar aprendiéndolas una y otra vez.

Para tener experiencias espirituales y hacer que las experiencias habituales se conviertan en tales, necesitamos tener el Espíritu del Señor con nosotros de manera conti­nua. Tenemos que meditar en el significado de los aconte­cimientos que vive nuestra familia, muchos de los cuales pueden parecemos pequeños o sin importancia en ese momento, pero en realidad son grandes experiencias si las vemos con la perspectiva adecuada. Tal como Alma escri­bió: «Por medio de cosas pequeñas y sencillas se realizan grandes cosas… y por medios muy pequeños el Señor… realiza la salvación de muchas almas» (Alma 37:6-7).

Que el Señor nos bendiga para que demos lo mejor de nosotros mismos, que meditemos más y seamos más sensi­bles a las impresiones del Señor. Entonces enseñaremos mejor a nuestra familia a vivir por el poder de la fe.