Capítulo 10
Eleva Tus Ojos
por Jeffrey R. Holland
Mientras Jesús caminaba y hablaba con la gente corriente de Galilea y de Judea, no había nada de corriente en el impacto que tenía sobre ellos. Aunque les enseñó de manera ordinaria, elevó sus vidas de forma tan notable, que a Su toque maestro se le puede muy apropiadamente llamar poco común. Mientras estuvo en la tierra hizo hincapié en cosas muy celestiales.
Jesús nos dio una lista viva de virtudes a través del ejemplo de Su experiencia diaria. Una de esas virtudes que es especialmente necesaria en nuestro contacto rutinario con los demás (con la familia, los amigos, los miembros y los no miembros), es la rara habilidad de aceptar a las personas por lo que son, al mismo tiempo que se las eleva a lo que pueden llegar a ser. Tanto al tratar con Sus devotos discípulos, o con los publicanos y las prostitutas que estaban menos familiarizados con este tipo de amor, Jesús los veía a todos como hijos de Dios. Sabía que algunos de ellos estaban en mejor situación que otros, pero todos tenían necesidad de la perspectiva más elevada y celestial que Él vino a traer.
En Sus relaciones con hombres y mujeres de todo estrato y situación, Jesús puso en práctica lo que se puede denominar el toque común. Sus parábolas iban dirigidas a gente corriente como pescadores, granjeros, esposos, esposas, siervos y pastores. Él era particularmente consciente de los necesitados, del extranjero hambriento y del deudor encarcelado, aquéllos a quienes los demás pudieran considerar inferiores (véase Mateo 25:35-40).
Aún así, mientras caminaba y hablaba con la gente corriente de Galilea y de Judea, no había nada de corriente en el impacto que tenía sobre ellos. Aunque les enseñaba con este toque común, Él elevaba sus vidas de manera tan notable que a Su modo de enseñanza se le puede denominar, de manera apropiada, poco común. Hay muchos ejemplos de Su compasión unida a un firme consejo, de Su paciencia acompañada de una persuasión urgente. Consideremos los siguientes momentos fugaces del Evangelio según Juan.
Nicodemo no era una persona corriente en la sociedad judía de la época, pero era alguien que también necesitaba que su visión fuese ampliada y su vida elevada. Su necesidad del toque del Maestro reveló lo universal de la misma. A los ojos de Dios, todos necesitaban que el «nuevo testamento» fuese escrito en sus corazones, independientemente de la situación social o del papel eclesiástico de cada uno de ellos bajo la ley de Moisés (véase Jeremías 31:33).
Juan describe a Nicodemo como «un hombre de los fariseos… un principal entre los judíos», un miembro del poderoso sanedrín judío. Pero en su acercamiento hacia la luz, en cierta forma Nicodemo era semejante a los demás que vivían en la oscuridad de la apostasía y bajo el perjuicio de una vida sin revelación. Era obvio que le atraía lo que oyó, vio y sintió que emanaba de Jesús. Por otro lado, carecía de la confianza suficiente para acudir de día, públicamente, y reconocer la misión mesiánica de Jesús. En sus primeras palabras parece estar tanteando, explorando. «Sabemos qué has venido de Dios», dijo; pero en el registro que tenemos, Nicodemo no llega a admitir el papel mesiánico del Salvador y siente reparo en preguntar lo que tiene que hacer para ser salvo.
Afortunadamente, al igual que ocurre con otras personas que se aproximan con otro tipo de limitaciones, Jesús se acercó a Nicodemo y le invitó a elevarse: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo [o ‘de lo alto’] no puede ver el reino de Dios».
La respuesta de Nicodemo fue confusa. Condicionado por el literalismo farisaico, no tuvo la voluntad o fue incapaz de entender las palabras del Salvador y decidió referirse al significado más inmediato del nacimiento.
«¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?», preguntó.
Jesús aclaró pacientemente: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios».
Nicodemo debía parecer perplejo o incrédulo, porque Jesús continuó, llevando hasta el nivel del rabino una enseñanza que aparentemente resultaba demasiado elevada para ser entendida de otro modo. Siendo el gran maestro que era, Jesús se basó en el doble significado de una palabra hebrea y la utilizó para conducir a Nicodemo de lo temporal a lo espiritual. En hebreo, la palabra espíritu se representa cómo rhua, la cual significa también racha o soplo, como en la expresión «un soplo de viento». De este modo, en su esfuerzo por enseñar acerca del Espíritu, Jesús empleó esta misma palabra.
«No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu».
Pero Nicodemo parecía más confuso que antes. «¿Cómo puede hacerse esto?», preguntó.
Jesús le respondió: «¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?… si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?» 0uan 3:1-12).
Por cierto, ¿cómo puede nadie entender las verdades espirituales y eternas si está confuso en cuanto a los hechos físicos y temporales? Si no entiende la fuente de los susurros del espíritu, quizás entienda la fuente de los susurros del viento, a modo de aplicación terrenal de una enseñanza celestial. Debemos llegar a entender las cosas celestiales desde el punto mismo en que nos encontramos.
Esta misma enseñanza se repite dos veces en el siguiente capítulo del libro de Juan. La geografía, las circunstancias y los participantes son diferentes, pero es obvio que existe una necesidad común a lo largo y ancho de la vida judía. Resulta evidente que todas las personas necesitan el toque poco corriente del Salvador para que las escamas de tinieblas les sean retiradas de sus ojos.
Mientras caminaba por Samaría, entre un pueblo fuertemente despreciado por los judíos de aquella época, Jesús y Sus discípulos pasaron por una ciudad llamada Sicar, «junto a la heredad que Jacob dio a su hijo José». Esta zona, que tenía entre sus límites el pozo de Jacob, era especialmente representativa de la enemistad existente entre judíos y samaritanos. Éstos defendían con fuerza sus lazos ancestrales con Jacob, mientras que los judíos negaban tal afirmación con igual vehemencia. ¿Escogió Jesús ese lugar para elevar la visión de ambos grupos, que por tan largo tiempo había estado limitada por oscuras tradiciones?
Mientras Sus discípulos iban a la ciudad a comprar comida (era el mediodía), Jesús se sentó junto al pozo y vio a una mujer samaritana que se acercaba con un cántaro en la mano. La mujer debió haberse sorprendido mucho al oír cómo este viajero judío le hablaba mientras preparaba el cántaro para bajarlo por agua. No sólo se trataba de un hombre hablando con una mujer a la cual no conocía, sino que lo más chocante era que se trataba de un judío dirigiéndose a una samaritana. No obstante Él le dijo: «Dame de deber».
Ella cuestionó la petición lo mejor que pudo, y Jesús tuvo exactamente la situación que había deseado para enseñar. «Si conocieras el don de Dios», le dijo, «y quién es el que te dice: Dame de deber; tú le darías, y él te daría agua viva».
El Salvador dio de manera inmediata una pista sobre Su verdadera identidad, la revelación de que podía llegar a ser «agua viva» para esta mujer si ella pudiera captar las cosas celestiales. Pero ella no mostró tal inclinación, y preguntó en voz alta cómo podría ese hombre darle agua alguna, viva o de cualquier otro tipo, cuando no tenía nada con que quitarla de un pozo tan profundo. Al igual que Nicodemo, ella tenía dificultad aun para entender las cosas terrenales.
Jesús prosiguió y, al referirse al temporal sustento, le dijo: «Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed». Y luego añadió: «Mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna».
Esta profunda declaración, dicha de manera tan emotiva, captó claramente la atención de la mujer samaritana; mas ella todavía parecía no poder ver más allá de las cosas comunes. No podía ver el propósito más elevado del Señor, mas tenía un interés genuino en una fuente de agua perpetua que la librara de realizar sus penosos viajes diarios hasta el pozo. «Señor», le dijo con respeto, «dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla».
Jesús intentó una vez más hacerle a entender. Trató de ayudarle hablándole de las cosas terrenales más personales de la mujer y le pidió que llamase a su marido. Ella contestó que no tenía uno, a lo que Jesús le dijo que, en efecto, no tenía marido e incluyó en esa negativa no sólo al hombre con el que estaba viviendo en ese momento, sino quizás también a los cinco que le habían precedido.
Ante esta revelación sorprendente, la mujer declaró: «Señor, me parece que tú eres profeta».
Ciertamente cabe dar por sentado que Cristo habría preferido hablar a la mujer acerca del agua viva, más bien que de los falsos maridos. Pero con ella, al igual que con Nicodemo, descendió hasta el nivel del alumno para poderla llevar a donde necesitaba ir. De hecho, tomó a la más corriente de las mujeres con uno de los pecados más comunes, y al mismo tiempo más serios, y la elevó hacia una oportunidad excepcional. En respuesta a su confesión, «sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo», Él respondió poderosa e inequívocamente: «Yo soy, el que habla contigo» (Juan 4:25-26).
Jesús se aferró a las cosas terrenales que la mujer podía entender, con el propósito de elevarla hacia aquéllas más celestiales que era incapaz de comprender.
Pero, ¿qué hay de los demás que estaban más cerca de Cristo y eran más fuertes de espíritu? Podemos suponer que un miembro del sanedrín con fuertes raíces en la tradición y una mujer infiel de Samaria podrían tener considerable dificultad para apartarse de aquello que les había oprimido. Pero, ¿qué hay de los discípulos de Jesús? En respuesta a esta pregunta, al menos en parte, prosigue de inmediato el relato de Juan.
En el momento en que Jesús estaba terminando de conversar con la mujer samaritana, Sus discípulos regresaron de la ciudad con comida para el almuerzo, diciendo: «Rabí, come. Él les dijo: Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis».
Obviamente, Jesús se estaba refiriendo al «sustento» de la experiencia que acababa de tener con la mujer samaritana. En unos instantes la había elevado de una probable hostilidad y estupor espirituales, a un estado en el que, por lo menos, comenzó a captar asuntos espirituales y a escuchar en una ocasión maravillosamente extraña cómo el Hijo de Dios declaraba ser el por tanto tiempo esperado Mesías. Esto era «comida» para alguien que se alimentaba de las cosas del Espíritu, mucho más que un mero pedazo de pan o un trozo de cordero tan diligentemente obtenidos en la ciudad por Sus hermanos.
Pero al igual que Nicodemo y la mujer samaritana antes que ellos, los discípulos todavía no habían tenido experiencia suficiente para entender.
«¿Le habrá traído alguien de comer?», preguntaron perplejos. Si ha comido algo que desconocemos, ¿quién se lo trajo y por qué nos envió a la ciudad?, se preguntaban. ¿Por qué nos ha mandado hacer tal esfuerzo para luego comer con otro antes de que volviésemos?
Nosotros sonreímos ligeramente ante este momento de confusión porque sabemos lo que ocurrió en ausencia de los discípulos. Quizás, si ellos hubieran sabido porqué Jesús estaba hablando con la mujer y lo que le dijo, hubieran entendido fácilmente Su alusión a tomar una comida de otro tipo bastante más diferente. La «comida» de Cristo, al igual que Su «agua viva», nos habrían dejado satisfechos por toda la eternidad. Con Su manera amable, paciente y poco corriente, Cristo elevó a Sus amados seguidores por encima de la mediocridad.
«Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra. ¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses para que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega» (Juan 4:27-35).
Jesús había visto una oportunidad de significado eterno y se aferró a ella. Para El, el campo siempre está blanco para la siega. Pasó por alto las tradiciones, las riñas y las pequeñeces de los hombres. De hecho había incluso pasado por alto los muy serios pecados de la mujer. Vio la oportunidad de elevar una vida, de enseñar a un alma humana, de edificar a una hija de Dios y de ayudarle a avanzar hacia la salvación. Ésta era Su «comida» y Su «obra». Ciertamente, era la voluntad de Su Padre la que había venido a cumplir. Aun estos discípulos que tanto se habían acercado al Maestro tenían todavía que retirar por completo de sus ojos las escamas de la tradicional oscuridad. También ellos necesitaban la poco corriente indicación, tan frecuentemente extendida, de alzar sus ojos hacia propósitos más elevados, hacia significados más altos y hacia un sustento más espiritual.
Tras destacar estos breves incidentes, se hace más aparente que el Salvador enseñó esta lección una y otra vez. Jesús habló sobre los Templos y la gente pensó que se refería a los templos (Juan 2:18-21). Habló del Pan y la gente pensó que se refería al pan (Juan 6:30-58), y así sucesivamente. Éstas no fueron meras parábolas en el sentido alegórico de ser aplicaciones múltiples de un mismo dicho, sino que en cada caso fueron una invitación a «elevar vuestros los ojos» para ver «cosas celestiales», específicamente para verle y entender. Fueron, además, manifestaciones repetidas de Su disposición para reunirse con personas en sus propias condiciones, sin importar lo limitado de su entendimiento, y conducirlos a un terreno más elevado. En última instancia, y si ellos querían, Él los conduciría más allá del tiempo y del espacio, hacía la eternidad.
A modo de recordatorio de esta misma obligación que todos tenemos, consideren esta última aplicación. Tras la crucifixión y resurrección de Jesús, la crisis y la confusión de los discípulos se puede representar bien con la expresión de Pedro: «Voy a pescar». Creyendo que quizás su tarea relativa al Evangelio había finalizado con la conclusión mortal de la vida de Cristo, los demás discípulos dijeron: «Vamos nosotros también contigo». En breve, todos regresaron a sus tareas mundanas.
Pero tras toda una noche de labor infructuosa con las redes, los discípulos contemplaron la llegada del alba y a Jesús de pie en la orilla. Tras regresar a la playa para estar con Él, el Salvador volvió a elevarlos una vez más con Su toque poco corriente.
Le dijo a Simón Pedro, el apóstol mayor a quien Él había entregado el manto del ministerio mortal y del liderazgo: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?». Pedro le aseguró rápidamente a su Maestro: «Sí, Señor; tú sabes que te amo».
Jesús preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?». Pedro, más confundido, reaccionó con ansia: «Sí, Señor; tú sabes que te amo».
El Salvador preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?», y Pedro, entristecido porque el Señor dudase de él, le contestó: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» 0uan 21:3-17).
Quizás sea tan innecesario como injusto ahondar en este intercambio. El gran mandamiento dado a Pedro y a los discípulos en aquella ocasión fue el de apacentar las ovejas de Cristo, el pequeño rebaño de seguidores que ya le había aceptado, así como a la multitud más allá del círculo inmediato, que todavía no había oído ni aceptado el mensaje del Evangelio. Claramente, Pedro fue llamado a ser un pescador de hombres por el resto de su vida y necesitaba abandonar sus redes en Galilea. Quizás sea esto todo lo que necesitemos leer aquí.
Además, será suficiente con hacer notar que la pregunta repetida tres veces, así como la respuesta, podrían simplemente haber servido como refuerzo del gran significado de esta labor. Puede que a Pedro le hayan dolido los tres recordatorios tras haber negado tres veces su asociación con el Salvador (véase Mateo 26:34), pero no tenemos motivo alguno para dudar de la sinceridad de su amor. Sin embargo, el idioma del Nuevo Testamento empleado aquí nos proporciona una invitación más poderosa para salir de la mediocridad del ámbito terrenal, hacía las posibilidades poco corrientes de lo celestial.
Aunque Jesús y Pedro no estaban hablando en griego (habrían estado haciéndolo en arameo), el registro que tenemos del evangelio de Juan llega hasta nosotros en esa lengua. En esta conversación se emplean dos palabras griegas diferentes para amor. Tanto en la primera como en la segunda pregunta, la indagación de Jesús respecto al amor de Pedro se realiza empleando el término ágape, la expresión más elevada de amor, o lo que nosotros llamaríamos un amor cristiano o sacrificado. Pero en su respuesta, en ambas ocasiones la certeza del amor de Pedro se representa con una palabra diferente y menor: philos; algo más que un mero amor fraternal. Resulta entonces significativo que en la tercera ocasión Jesús mismo empleara el equivalente de philos, y no de agape, y que Pedro respondiera por tercera vez con philos.
Parece apropiado que uno de los grandes recordatorios del último capítulo del registro de Juan fuese que Cristo nos ama a nuestro nivel, aún cuando ése no sea aquél en el que debemos estar. El amor fraternal de Pedro fue aceptable, aunque Jesús aprovechó esa ocasión para profetizar el amor cristiano y sacrificado que Pedro pronto sería llamado a mostrar, y cuán magníficamente lo haría (véase Juan 21:18-19).
Pero para Pedro, al igual que para Nicodemo, la mujer samaritana y los demás discípulos, ese logro tendría lugar otro día. Lo que tanto él como los demás podían hacer era comenzar, allí donde estuviesen y con lo que tuvieran, aun siendo de manera tan corriente. Y a través del toque milagroso de la mano del Maestro, podrían ser llevados a vivir momentos extraordinariamente elevados.
Allí donde nos encontremos, también nosotros podemos estar de camino hacia las cosas celestiales si buscamos y aceptamos el toque paciente, ennoblecedor y poco corriente del Salvador.
























